Eternity.

Daniel soltó un grito de cólera y golpeó el césped debajo de sí. Seguía sin dormir, pero ¿acaso importaba?

Los ángeles no duermen.

A pesar de eso, su humor era el peor de todos. Se sentía enojado consigo mismo, con ella, con el Universo entero. Dentro creía la impotencia, el deseo, el enojo y el amor. La punta de sus alas picaba debajo de su piel, desesperadas por atravesar la bahía y volar hasta ella, sin importar que no lo supiera, sin importar que ella no lo conociera.

Él la conocía, como nadie más.

Y la amaba. La deseaba, y dolía no poder acercarse. Pero él quería protegerla. De él, de su amor, de su muerte, y eso era mucho más fuerte que sus deseos. O al menos eso creía.

Luce estaba finalmente allí, aunque creyó estúpidamente que podría librarse de ella. La estaba esperando, de todos modos, y sabía que no importaba cuánto se resistiese, ambos caerían rendidos en un amor condenado. Solo era cuestión de tiempo. Pero él quería que viviera, que disfrutara de su juventud y de las cosas buenas de su vida, antes de que encandilada por el amor fuera consumida por la excesiva gloria de un ángel.

El ángel del que estaba destinada a enamorarse.

Miró desde aquel acantilado, la distancia que los separaba. No era solo agua, era una eternidad entera. Pero aun así no era suficiente. En la oscuridad de la noche, cerró los ojos y se dio el lujo de pensar en ella. Consumido en los recuerdos, reprimido durante 17 años, volvió a sentir el calor y la suavidad de su piel como si estuviera ahí. Se sintió embriagado por su belleza, incluso en sus pensamientos. Diferente en cada vida, recordó su cabello, siempre castaño. Sus ojos, siempre avellanas. Su sonrisa, en cada una de sus vidas, era la misma hermosa y perfecta sonrisa que le brindaba todo el amor que necesitaba para seguir adelante.

Ansiaba su tacto, ansiaba envolverla en el calor de sus alas, llevarla alto y decirle infinita cantidad de veces que la amaba, que iba a esperar por ella todo el tiempo que fuera necesario, que era todo lo que tenía y la única razón por la que era lo que era.

Lo único a lo que estaba atado era a su amor por ella. Y así iba a ser, por los siglos de los siglos.