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Nada  — Janne Teller. Empty Nada — Janne Teller.

Mensaje por Invitado Jue 22 Ene 2015, 6:15 pm


ficha:


 
Pierre Antón deja el colegio el día que descubre que la vida no tiene sentido. Se sube a un ciruelo y declama a gritos las razones por las que nada importa en la vida. Tanto desmoraliza a sus compañeros que deciden apilar objetos esenciales para ellos con el fin de demostrarle que hay cosas que dan sentido a quiénes somos. En su búsqueda arriesgarán parte de sí mismos y descubrirán que sólo al perder algo se aprecia su valor. Pero entonces puede ser demasiado tarde.

Nada importa.
Hace mucho que lo sé.
Así que no merece la pena hacer nada.
Eso acabo de descubrirlo.



Aquí.:



Última edición por spencer reid. el Jue 22 Ene 2015, 6:31 pm, editado 2 veces
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Nada  — Janne Teller. Empty Re: Nada — Janne Teller.

Mensaje por Invitado Jue 22 Ene 2015, 6:26 pm

Pierre Anthon dejó la escuela el día que descubrió que no merecía la pena hacer nada puesto que nada tenía sentido.

Los demás nos quedamos.

Y a pesar de que el profesor se apresuró a borrar toda huella de él, tanto en la clase
como en nuestras mentes, algo suyo permaneció en nosotros. Quizá por eso pasó lo que
pasó.

Era la segunda semana de agosto. El fuerte sol hacía que nos sintiéramos holgazanes e irritables; el asfalto se pegaba a las suelas de goma de nuestras playeras, y las peras y las manzanas de puro maduras eran propicias a la mano para usar como misiles. No mirábamos ni a derecha ni a izquierda. Era el primer día de escuela tras las vacaciones de verano. La clase olía a productos de limpieza y a vacío prolongado, las ventanas nos devolvían reflejos de imágenes nítidas y deslumbrantes y no se veía rastro de polvo de tiza en la pizarra. Los pupitres se hallaban colocados de dos en dos en filas rectas como pasillos de hospital, tal y como sólo podía ocurrir ese único día del año. Clase de 7.° A.

Encontramos nuestros sitios sin que nos apeteciera zarandear la familiaridad de ese
orden.

Con el tiempo, vienen los remedios, viene el desbarajuste. ¡Pero hoy no!
Eskildsen nos dio la bienvenida con la misma ocurrencia de cada año.

—Alegraos de este día, jovencitos —dijo—. No existiría lo que llamamos vacaciones
si no existiera lo que llamamos escuela.

Nos reímos. No porque la ocurrencia fuera divertida, sino por la forma de decirlo.
Entonces fue cuando Pierre Anthon se levantó y dijo:

—Nada importa. Hace mucho que lo sé. Así que no merece la pena hacer nada. Eso
acabo de descubrirlo.

Con entera tranquilidad se agachó, recogió sus cosas, que precisamente acababa de
sacar, y las volvió a meter en la mochila. Se despidió con una inclinación de cabeza
acompañada de un gesto de todo me da igual y abandonó la clase sin cerrar la puerta tras
él.
Y la puerta sonrió. Era la primera vez que le veía hacer eso a la puerta. Pierre Anthon
dejó la puerta entreabierta como fauces riendo que podían engullirme si me dejaba seducir
y lo seguía. Sonreía. ¿A quién? A mí. A nosotros. Miré a mi alrededor y a todos, aquel
molesto silencio me revelaba que los demás también se habían dado cuenta.

Íbamos a convertirnos en algo.

Y algo quería decir alguien. No era nada que se di-- jera en alto. Aunque tampoco por lo bajo.
Simplemente era algo que estaba en el aire o en las horas o en la valla que rodeaba la escuela o
en nuestra almohada o en nuestros peluches que injustamente, tras haber hecho su función, yacían apilados en el sótano o en la buhardilla acumulando polvo. No lo sabía. La puerta sonriente de Fierre Anthon me lo reveló. Seguía sin saberlo con la cabeza, pero ahora lo sabía.

Tuve miedo. Miedo por Pierre Anthon.

Miedo, más miedo, muchísimo miedo.

Vivíamos en Taering, un barrio de una ciudad mediana de provincias. No era un lugar bonito, pero casi. Era lo que nos decían a menudo, ni en voz muy alta ni tampoco demasiado por lo bajo.

Caserones de muros agrietados color amarillo y pequeñas parcelas con casas rojas rodeadas de jardín; nuevas casas adosadas, marrón grisáceo, y después pisos en los que vivían aquellos con los que nunca jugábamos. También había algunas viejas casas de ladrillo con entramado de madera y granjas que habían dejado de ser explotaciones agrarias para convertirse en parcelas para la construcción, y algunas mansiones blancas en las que vivía la gente más fina que nosotros.

La escuela de Tasring estaba situada en el cruce entre dos calles. Todos, excepto Elise,vivíamos en una de las dos, la llamada Taeringvei. Elise, a veces, se desviaba del camino dando un rodeo para ir con nosotros hasta la escuela. Eso era antes de que Pierre Anthon dejara la escuela.

Pierre Anthon vivía con su padre y el resto de la comuna en el número 25 de Tseringvei, en una granja venida a menos. El padre de Pierre Anthon y los miembros de lacomuna eran hippies que aún vivían en 1968. Eso era lo que decían nuestros padres, y aunque no acabábamos de entender qué significaba, nosotros lo repetíamos. 

En el jardín de delante de la casa, junto a la calle, había un ciruelo. Un árbol grande, viejo y retorcido que se inclinaba sobre el seto tentándonos con ciruelas victoria de color rojo opaco que no alcanzábamos a coger. Los años anteriores saltábamos para cogerlas. Este año no. Pierre Anthon dejó la escuela para encaramarse a ese ciruelo, permanecer sentado en él y desde allí lanzar ciruelas todavía verdes. Algunas nos daban. No porque él apuntara hacia nosotros, ya que el esfuerzo no valía la pena, según afirmó. Sólo la casualidad lo quería
así.

Y nos vociferaba.

—Todo da igual —dijo un día—. Porque todo empieza sólo para acabar. En el mismo
instante en que nacéis empezáis ya a morir. Y así ocurre con todo.

»¡La Tierra tiene cuatro mil seiscientos millones de años, pero vosotros llegaréis como
máximo a los cien! —chilló otro día—. Existir no merece la pena en absoluto.

Y continuó:

—Todo es un gran teatro que consiste sólo en fingir y en ser el mejor en ello.

Hasta entonces no había nada que nos hubiera hecho pensar que Fierre Anthon fuera el más inteligente de nosotros, pero de repente nos lo pareció a todos. Porque era él el que había dado con algo revelador. Aunque no nos atreviéramos a reconocerlo. Ni ante nuestros padres ni ante nuestros profesores ni tampoco entre nosotros. Ni tan siquiera en nuestro fuero interno lo reconocíamos. No queríamos vivir en ese mundo que Pierre Anthon nos presentaba. Nosotros íbamos a ser algo, íbamos a ser alguien.

La puerta abierta sonriendo no nos tentaba.

De ninguna manera. ¡En absoluto!

Por eso se nos ocurrió todo. Que se nos ocurriera a nosotros quizá sea exagerar un poco porque, en realidad, fue Fierre Anthon el que nos puso sobre la pista.

Fue la mañana en que dos ciruelas duras, una tras otra, le dieron a Sofie en la cabeza y ella se enfadó de veras con Fierre Anthon porque pasaba las horas en el árbol arrebatándonos el coraje.

—Te pasas las horas muertas aquí pasmado mirando el aire. ¿Acaso sea eso mejor que
lo nuestro? —le gritó ella.

—Ni al aire ni pasmado —respondió Pierre Anthon—. Miro al cielo y me ejercito en
no hacer nada.

—¡Mierda haces, eso haces! —gritó Sofie enfadada y lanzó un palo hacia arriba, en
dirección al árbol y a Pierre Anthon. Pero aterrizó en el seto lejos de él.

Pierre Anthon se rió y chilló tan fuerte que se le pudo oír desde la escuela.

—Si valiera la pena enfadarse por algo, también existiría algo por lo que alegrarse. Si mereciera la pena alegrarse por algo, existiría algo que importara. ¡Y no es así! Todavía levantó la voz un tono más y aulló:—Dentro de pocos años, todos muertos y olvidados; os convertiréis en nada, así que también vosotros deberíais ya empezar a practicar.

Fue entonces cuando tuvimos claro que debíamos conseguir que Fierre Anthon bajara del
ciruelo.
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Nada  — Janne Teller. Empty Re: Nada — Janne Teller.

Mensaje por Invitado Jue 22 Ene 2015, 6:49 pm

UN CIRUELO TIENE MUCHAS RAMAS.

MUCHAS Y LARGAS.
DEMASIADAS Y DEMASIADO LARGAS

La escuela Taering era grande y cuadrada, de cemento gris y de dos pisos. Realmente fea, pero a la mayoría de nosotros no nos sobraba tiempo para pensar en ello, y mucho menos ahora que todo nuestro tiempo se iba en procurar no pensar en lo que Fierre Anthon decía. Pero ese martes por la mañana, transcurridos ocho días desde el inicio del nuevo curso, fue como si la fealdad de la escuela nos golpeara en la cara igual que una de esas amargas ciruelas de Fierre Anthon.

Yo, acompañada de Jan-Johan y Sofie, crucé la puerta del patio. Rikke-Ursula y Gerda iban justo detrás. Al girar la esquina y aparecer el edificio ante nuestros ojos, nos quedamos mudos. No puedo explicar qué, pero fue como si Pierre Anthon nos hubiera revelado la existencia de algo. Como si la nada que él vociferaba desde el ciruelo se hubiera apoderado de nosotros y por el camino y se materializara ahora.

La escuela era tan gris y fea y cuadrada que casi me impedía respirar, y de repente fuecomo si la escuela fuera la vida y la vida no debiera tener ese aspecto, pero, sin embargo, lo tenía. Sentí una incontinente necesidad de correr hasta el número 25 de la calle Taering y trepar al ciruelo y quedarme junto a Pierre Anthon mirando al cielo hasta convertirme en parte del exterior y de la nada, y no tener que pensar nunca más. Pero iba a convertirme en algo y también en alguien, así que no corrí a ningún sitio y en vez de ello hinqué las uñas
en la palma de mi mano hasta hacerme daño y sentir dolor.

¡Puerta sonriente, ciérrate, ciérrate de una vez!

No era la única que sentía la llamada del exterior.

—Tenemos que hacer algo —susurró Jan-Johan, bien bajo, para que los de la otra clase de séptimo que iban a unos pasos delante no nos oyeran. Jan-Johan sabía tocar la guitarra y cantar las canciones de los Beatles sin que pudiera notarse ninguna diferencia entre él y los auténticos.

—Sí —susurró Rikke-Ursula, de quien yo sospechaba que estaba un poco encaprichada por él, y al instante Gerda soltó una risita apagada a la vez que lanzaba un codazo que rompió en el aire, pues Rikke-Ursula acababa de avanzar un paso despegándose de ella.

—¿Pero, qué? —susurré yo y corrí porque ahora los de la otra clase de séptimo estaban sospechosamente cerca, y entre ellos estaban los chicos que al primer descuido hacían puntería con gomas y guisantes secos contra nosotras, y ese momento parecía que iba allegar pronto.

Jan-Johan nos pasó un mensaje durante la clase de matemáticas y todos nos reunimos abajo, en la cancha de fútbol, al terminar el día. Todos a excepción de Henrik. Porque Henrik era el hijo del profesor de biología y no queríamos correr ningún riesgo con él. 

Primero pareció que se iba mucho tiempo hablando de otras cosas y fingiendo que no pensábamos todos en una misma y sola cosa. Pero al fin Jan-Johan se irguió y casi solemnemente dijo que le escucháramos con atención.

—Esto no puede continuar así —empezó diciendo, y así fue también como concluyó, después de decir sucintamente lo que todos sabíamos, es decir, que no podíamos continuar haciendo como si hubiera cosas que importaban mientras Pierre Anthon siguiese sentado en el ciruelo gritándonos que todo carecía de significado.

Acabábamos de empezar séptimo curso y todos éramos tan modernos y experimentados en la vida como para saber muy bien que todo consistía más en cómo lucían las cosas que en cómo eran. Sea como fuere, lo más importante era convertirse en algo que tuviera apariencia de algo. Y aunque este algo fuera un tanto vago y confuso, no era, en todo caso, como para quedarse sentado en un ciruelo lanzando ciruelas a la calle.

Pierre Anthon no tenía por qué pensar que podría convencernos de cualquier otra cosa.

—Seguro que se bajará cuando llegue el invierno y no queden ciruelas —dijo la guapa Rosa.

No sirvió de mucho.

En primer lugar, el sol cubría el cielo prometiendo varios meses de buen tiempo antes de la llegada del invierno. Por otra parte, no había razón alguna para suponer que Pierre Anthon no se quedara sentado en el ciruelo cuando ya no quedaran ciruelas. Sólo tenía que abrigarse bien.

—Entonces tendréis que darle una paliza —dije mirando a los chicos, porque estaba claro que aunque las chicas pudiéramos contribuir con arañazos, eran ellos los que debían hacer el trabajo duro.
Los chicos se miraron unos a otros.

Y decidieron que no era una buena idea. Pierre Anthon era ancho y fuerte y con cantidad de pecas en la nariz que una vez, yendo a quinto, se rompió por darle un cabezazo a un chico que iba a noveno. Y a pesar de su nariz rota, ganó la pelea. Al chico que iba a noveno lo ingresaron en el hospital con conmoción cerebral.

—Es mala idea eso de pegarse —dijo Jan-Johan.

Los demás chicos asintieron y no se habló más del asunto, aunque en nosotras disminuyó el respeto que les teníamos.

—Debemos rezar a Nuestro Señor —dijo el piadoso Kai, cuyo padre pertenecía a LaMisión y era alguien importante allí dentro y, por lo visto, también su madre.

—Cierra el pico —atronó Ole y le pegó tan fuerte que el piadoso Kai no pudo mantener el pico cerrado porque gritó como un pollo decapitado y los demás tuvimos que sujetar a Ole para que los chillidos no atrajeran al conserje.

—Podemos presentar una queja—propuso la pequeña Ingrid, tan pequeña que no siempre recordábamos que estaba con nosotros.

 Pero hoy lo recordamos y respondimos a coro:

—¿A quién?
—A Eskildsen.

La pequeña Ingrid se percató de la incredulidad en nuestras miradas. Eskildsen era nuestro tutor, llevaba gabardina negra, reloj de oro y no se inmutaba ante los problemas, fueran éstos pequeños o grandes.

—Al subdirector entonces—continuó diciendo.

—El subdirector. —gruñó Ole, y le hubiera pegado si Jan-Johan no se hubiera interpuesto rápidamente entre los dos.

—No podemos quejarnos ni a Eskildsen ni al subdirector ni a ningún adulto, porque si nos quejamos de Pierre Anthon subido al ciruelo, tendremos que explicar lo que dice. Y eso es imposible, porque los adultos no querrán oír que sabemos que en realidad nada tiene sentido y que todos simplemente fingimos.

Jan-Johan abrió los brazos y al momento nos imaginamos a todos los expertos, pedagogos y psicólogos que vendrían a analizarnos, a hablarnos y convencernos hasta que al fin desistiéramos y volviéramos a fingir que algunas cosas importaban. Tenía razón: era tiempo perdido, no nos llevaría a ninguna parte.

Durante un rato nadie dijo nada.

Miré hacia el sol frunciendo los ojos y después miré los palos de la portería sin red, y luego la arena de la pista de lanzamiento de pesos, las colchonetas para saltos de altura y la pista de los cien metros. Una leve brisa se arremolinó en los setos de haya que rodeaban el campo de fútbol, y de repente fue como si estuviera en la clase de gimnasia un día corriente, y casi olvido por qué debíamos conseguir que Fierre Anthon bajase del ciruelo.

«Por mi parte puede quedarse allí sentado y chillando hasta que se pudra», pensé. Pero no lo dije. La certeza del pensamiento duró sólo el instante de ser formulado.

—Tirémosle piedras —propuso Ole, y entonces iniciamos una larga discusión acerca de dónde encontraríamos las piedras, lo grandes que debían ser y quién las tiraría, porque la idea era buena.

Buena, mejor, la mejor.

No teníamos otra.
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