Sueños de Amatista.

Desde que tenía uso de razón, Amatista Rogers se empeñaba en clasificar los sucesos de su día cuando este acababa. Siempre en malos, buenos y regulares. Nunca muy buenos, ni excelentes. La noche del día anterior, había olvidado hacerlo, y por eso esa mañana cuando pisó terreno desconocido, había sentido todo su mundo girar. Los colores no lograba distinguirlos, mareándose entre una gama de colores fuertes y extrañamente familiar. Tenía la sensación de que si hubiese clasificado su día anterior donde pertenecía, se sentiría mejor, sería la última vez que catalogara algo en su tierra querida.

Yellowknife era tan fría y déspota como el corazón de las personas que la habitaban, todos cubiertos desde los pies a la cabeza con abrigos insípidos y descoloridos. Amatista esperaba no ser así algún día. Decían que los canadienses eran tan solidarios como serviciales, pero desde que habían llegado a la parada de autobús, nadie había sido capaz de parar un segundo para decirles donde quedaba el edificio Wintering. No había manera de que Amatista lograra tomarle cariño a ese lugar.
—¿Podrías quitar esa cara, Amatista? Encontraremos los complejos.
Definitivamente eso no le ayudaba. No le quitaba el frio de sus extremidades, ni aligeraba su ceño fruncido. No le daba la paz interior que con tantas ansias necesitaba desde que habían dejado la casa de sus abuelos.
—Te he dicho un millón de veces que mi nombre es Amy. —Ella gruñó y guardó sus manos en los bolsillos de sus jeans rasgados. Por una vez le dio la razón a su madre, púes esta le dijo que usara un jean sin rasguños o sino le daría más frio. Claro que no se lo dejaría saber.
—Tu nombre es Amatista y… ¡Mira, hemos llegado! —Se tomó su tiempo para alzar la vista y observar el complejo de apartamentos. Eran elegantes y modernos, la clase de lugar que no hubiesen podido pagar en Nueva York. Todo era mucho más barato y sencillo en Canadá.
Incluso la vida de una persona costaba menos.
No se molestó en alzar sus pies mientras subía las escaleras al quinto piso, porque sabía que a su madre le enfurecía aquello y ella necesitaba cobrarse de alguna forma por su decisión de que usaran la escalera al ser una buena fuente de ejercicio cuando existían los amados elevadores.
Necesitaba cobrarse por tanto y arrastrar los pies no era suficiente. Había cosas que consideraba imperdonables, como que sus auriculares se hayan dañado y su madre no sea capaz de comprarle unos nuevos. O que al día siguiente de ser obligada a mudarse a un nuevo país ya tenga su puesto en una escuela donde se paga más dinero mensual del que se gasta para la comida en dos meses, además, se usaban uniformes.
Algo debía admitir Amatista, y es que el apartamento era muy hermoso. Con tres habitaciones y una cocina moderadamente pequeña, paredes de color crema y muebles modernos pero que daban la impresión de ser incomodos. Lo reconfortante era que ella jamás se sentaba en los muebles.
Sin embargo, que su habitación fuera la más pequeña de las tres no le alegraba para nada. No entendía porque un niño de seis años necesitaba la habitación más grande. Su madre sólo dijo que Michael era un pequeño y cumplirle un simple capricho a su hermano menor no la mataría. El problema estaba en lo estrecha que se sentía entre esas cuatro paredes rosas y lo claustrofóbica que era.
Ew, rosa.
—Deja de ser infantil, hija, por favor. La habitación que has escogido está bien.
—Como sea —internamente rodó los ojos—. Necesito dinero.
La delgada ceja de Virginia James se alzó suavemente.
 —¿Para qué?
—Mis auriculares se han dañado.
—Eso ya lo sé, Amatista —Virginia exclamó, ya un poco cansada de la misma cantaleta de siempre—. Pero te he dicho que por ahora nada de auriculares,  te encierras en tu mundo cuando los tienes y mañana vuelves a la escuela.
Para una chica como Amatista aferrada a su música como si su vida dependiera de ello, esa fue la mayor injusticia cometida. Inconscientemente sus manos se cerraron en un puño, acto que pasó desapercibido para su madre, quien volvió su vista a los papeles sobre su regazo. La mujer ni se inmuto cuando la puerta se cerró de un portazo que daba la apariencia de haber sido cerrada con enojo.
Los labios de Amatista estaban pegados con goma, fruncidos e indispuestos a soltar una sola de las palabrotas que se habían instalado en su mente. Acariciaba su cámara Canon SX60 HS con la delicadeza que adoptaba cuando se trataba de su adorada cámara. No era la mejor y estaba tan deteriorada como su alma, pero era lo único que había logrado sacar de su madre.
Una imagen vale más que mil palabras, Amatista siempre vio un significado especial en aquella frase. Sin embargo, ese día encontró la realidad tras ella. Sentada en una banca del parque a dos calles del complejo de apartamentos, el lente de su cámara captaba una piel rosa y pulcra, y una cabellera castaña sedosa que caía sobre unos ojos almendrados. Por primera vez a la rubia de Amatista algo le pareció interesante, la manera en que la chica acariciaba la cabeza del Schnauzer de pelaje blanco y sus ojos brillaban con cariño infinito hacia él, era algo que Amatista jamás había logrado percibir en ninguna otra persona.   
Quería acercarse, pero en su lugar, la memoria de la cámara termino de llenarse con fotografías de la chica desconocida. Observo todas y cada una de ellas, la castaña había nacido para ser modelo, inconscientemente. Cuando alzó su vista para acercarse y preguntarle su nombre, tal vez para hacer una amiga en su primer día en Canadá, ella ya se había ido.

Por pura inercia volvió su vista a la última fotografía en la cámara, entonces noto un collar en el cuello de la chica con el nombre de Daisy.