Samantha.

—Yo solía gobernar el mundo, ¿sabes? Los mares, las montañas, hasta mundos se levantaban cuándo lo ordenaba. Ahora por las noches duermo sola y en las mañanas barro las calles que solían ser mías.

Cuándo Samantha pierde la memoria, pierde todo lo qué es, o mejor dicho, lo que alguna vez fue. Nadie pensó que la profecía llegaría a cumplirse, por lo menos no ahora.

Si Samantha cae y todo a su alrededor también, incluido el Olimpo.

No llames la atención, no llames la atención, se repetía así misma. Cerró los ojos con fuerza, intentando borrar los horribles recuerdos de su mente, pero, cómo de costumbre, ellos siempre regresaban.
Las manos en sus bolsillos sudaban, sus pies daban pasos rápidos y su capucha ocultaba su rostro. Las personas que pasaban por su lado la observaban con curiosidad, y hasta algunos hombres le regalaban sonrisas o miradas que decían más que un simple: ¿qué tal?
Se sentía tan sola y tenía a tanta gente a su alrededor. Algo irónico, ¿no? Debía admitirlo; tenía miedo. Artemisa tenía miedo, algo que nunca nadie del Olimpo pudiera haber creído. Los Dioses no tienen miedo, ¿verdad?

Los últimos rayos de sol pegaron justo en sus ojos, antes de perderse en las sombras de las nubes y que todo el cielo se torne gris. Mientras más se acercaba a los bosques de Long Island, menos personas transitaban a su alrededor, hasta que por un momento, estuvo sola. O eso quiso creer.

Apenas pisó el césped, una sombra cruzó sobre ella, para luego desaparecer. Dirigió su mirada hacia arriba, pero con lo único que se encontró fue el mismo cielo. Su corazón se encogió. En vez de caminar, comenzó a correr, con las únicas fuerzas que le quedaban. El viento sopló fuerte, haciendo que las ramas se golpearan unas contra otras. Podía sentir la presencia de alguien cerca de ella y no le gustaba para nada.

Las sombras la perseguían, mientras gemían su nombre. Sacó su arco y apuntó hacia su enemigo, para que uno de ellos gritara del dolor.
Se escondió detrás de un árbol, esperando a que una sombra se acercara. Una de ellas apareció de la nada y rugió en su rostro para que Artemisa le volara la cabeza con su flecha. Era algo normal salir al mundo de los humanos y encontrarse con estas criaturas, así que este día no era para nada especial.

Intentó levantarse, pero las garras de una hidra se clavaron en su espalda. Las pesadillas sonrieron con malicia y las gárgolas despertaron. Todas las bestias abriendo los ojos, saliendo de las sombras, y dispuestos a acabar con Artemisa.

Un huracán la cubrió por completo. Sintió que clavaban garras, la golpeaban, la arrastraban y la destruían.  Antes de perder la conciencia, con las únicas fuerzas que le quedaban, tomó su arco y disparó hacia el cielo y éste rompió en tormenta.

Y aquella había sido su última flecha.