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Buenas Vibraciones (Nick y tu) [Adaptación Terminada]
O W N :: Archivos :: Novelas Terminadas
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Re: Buenas Vibraciones (Nick y tu) [Adaptación Terminada]
NiinnyJonas escribió:TheOliveAndAnArrow escribió:AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH
(: siguela, NO SERE HINCHA OVARIOS! POR DIOS (?)
TE AMO! Y POR FAVOR SIGAMOS ESCRIBIENDO SHAPE OF MY HEART!
EL JUEGO DE SEDUCCIÓN (KEVIN & TÚ) adaptación
https://onlywn.activoforo.com/t6398-el-juego-de-seduccion-kevin-tu
Bueno bueno, la sigo
JAJAJAJAJA :B te amo feusha mia! <3
Compromiso Fingido (Nick & Tú)
https://onlywn.activoforo.com/t6508-compromiso-fingido-nick-y-tu
EL JUEGO DE SEDUCCIÓN (KEVIN & TÚ) adaptación
https://onlywn.activoforo.com/t6398-el-juego-de-seduccion-kevin-tu
CamH
Re: Buenas Vibraciones (Nick y tu) [Adaptación Terminada]
CAPÍTULO 03
La inexperiencia de Joe acerca de todo lo relacionado con los bebés quedó patente cuando me deseó, y sin ironía ninguna, que pasara una buena noche. Mi sobrino era un trastorno del sueño con patas. Esa fue, sin lugar a dudas, la peor noche de mi vida y estuvo plagada de sobresaltos, llantos, preparación de biberones, tetinas, eructos y cambios de pañales. Y después, tras cinco minutos escasos de descanso, todo volvía a empezar. Me resultaba incomprensible que alguien pudiera aguantar varios meses así. Una simple noche me había dejado hecha polvo.
Por la mañana, me di una ducha con el agua casi hirviendo, ya que tenía la esperanza de que eso ayudara a relajar mis doloridos músculos. Mientras deseaba haber llevado conmigo otra ropa más elegante, me puse la única que había metido en la maleta: vaqueros, camisa blanca ajustada y zapatos planos de piel. Me cepillé el pelo hasta que estuvo liso y desenredado, y contemplé mi cara ojerosa y blanca como la leche. Tenía los ojos tan irritados y secos que ni siquiera me molesté en ponerme las lentes de contacto. Me decidí por las gafas, con su discreta montura metálica de forma rectangular.
Mi humor no mejoró mucho cuando llegué a la cocina, llevando a Jerry en la silla portabebés, y vi a mi madre sentada a la mesa. Llevaba las manos cargaditas de anillos, y el pelo, peinado y con laca. Los pantalones cortos dejaban sus piernas delgadas y morenas a la vista, al igual que hacían las sandalias de cuña con los dedos de sus pies, en uno de los cuales brillaba un anillo.
Dejé la sillita de Jerry en el suelo, al otro lado de la mesa, lejos de mi madre.
—¿No tiene más ropa? —le pregunté—. El pelele está bastante sucio.
Mi madre negó con la cabeza.
—Hay un outlet en esta misma calle. Seguro que encuentras ropa de bebé. Además, necesitarás un paquete grande de pañales. Con esta edad, los gastan enseguida.
—No me digas... —repliqué, muerta de cansancio, mientras iba a por la cafetera.
—¿Hablaste anoche con Liza?
—Ajá.
—¿Qué te dijo?
—Que cree que Rachel está bien. Va a llamar a unas cuantas personas hoy para intentar localizarla.
—¿Y del padre del niño?
Ya había decidido no decirle nada sobre la posible paternidad de Nick Jonas. Si había algo que garantizara el interés y la indeseada implicación de mi madre en el tema, era la mención del nombre de un millonario.
—De momento, nada —contesté sin más.
—¿Adónde vas a ir hoy?
—Pues parece que necesito un hotel. —No lo dije en tono recriminatorio. Ni falta que hacía.
El delgado cuerpo de mi madre se tensó en la silla.
—El hombre con el que estoy ahora mismo no puede enterarse de esto.
—¿De qué, de que eres abuela? —Sentí un retorcido placer al ver su respingo por el uso de la palabra—. ¿O de que Rachel no estaba casada cuando tuvo al niño?
—De ninguna de las dos cosas. Es más joven que yo. Y, además, chapado a la antigua. No entendería que con dos hijas rebeldes se puede hacer bien poco.
—Mamá, Rachel y yo dejamos de ser niñas hace ya un tiempo.
Bebí un sorbo de café solo y el asco que me provocó el amargo sabor me produjo un escalofrío. Desde que vivía con Joe, me había acostumbrado a regañadientes a tomarme el café con leche de soja.
«¡Qué narices!», pensé al tiempo que cogía el cartón de leche entera de la encimera para echarle un generoso chorreón.
Mi madre torció el gesto y apretó con fuerza los labios, que llevaba muy pintados.
—Siempre has sido una sabelotodo. En fin, estás a punto de descubrir que hay un montón de cosas que ignoras.
—La verdad —murmuré—, soy la primera en admitir que todo esto me supera. No he tenido nada que ver en esto y no es mi hijo.
—Pues entrégaselo a los Servicios Sociales. —Comenzaba a ponerse nerviosa—. Si le pasa algo, será responsabilidad tuya, no mía. Si no puedes ocuparte de él, ya sabes lo que tienes que hacer.
—Sí que puedo encargarme de él —le aseguré en voz baja—. No pasa nada, mamá. Yo lo cuidaré. Puedes quedarte tranquila.
Mis palabras la apaciguaron de la misma forma que lo lograría una piruleta con una niña.
—Tendrás que aprender como yo aprendí —dijo al cabo de un momento mientras se inclinaba para colocarse bien el anillo del dedo del pie, antes de añadir con un marcado deje satisfecho—: A base de sufrimientos.
Cuando salí de casa de mi madre con Jerry en dirección al outlet, el calor era ya insoportable. Recorrí los pasillos de la tienda acompañada por los berridos de mi sobrino, que no paraba de removerse inquieto en la destrozada funda de espuma que cubría la sillita. Se tranquilizó cuando volvimos a salir a la calle gracias al traqueteo de las ruedas sobre el irregular pavimento del aparcamiento.
El exterior era como un horno, mientras que en las tiendas el aire acondicionado estaba a temperatura glacial. A medida que uno entraba y salía de los establecimientos, acababa con una capa de sudor pegajoso sobre la piel. Jerry y yo parecíamos un par de salmonetes a la plancha.
Y así, con esas pintas, era como iba a conocer a Nick Jonas.
Llamé a Liza con la esperanza de que hubiera conseguido su número de teléfono.
—Heidi no ha querido dármelo —me dijo mi prima con voz enfurruñada—. ella y sus inseguridades... Seguro que piensa que voy a tirarle los tejos. He tenido que morderme la lengua para no decirle que he tenido cientos de oportunidades de hacerlo y no las he aprovechado porque somos amigas. Como si Nick Jonas no fuera por ahí dejándose querer...
—Me extraña que el pobre hombre descanse.
—Nick admite sin tapujos que es incapaz de comprometerse con una sola mujer, así que nadie espera que lo haga. Pero como Heidi lleva un tiempo saliendo con él, creo que está convencida de que es capaz de sacarle un anillo de compromiso.
—De la chistera, vamos —añadí con guasa—. En fin, que tenga suerte. Pero, mientras tanto, ¿cómo consigo ponerme en contacto con él?
—No lo sé, ______. Aparte de entrar a saco en su oficina y exigir una cita, no se me ocurre nada más.
—Menos mal que lo mío es entrar a saco en los sitios.
—Yo que tú tendría cuidado —me advirtió mi prima con seriedad—. Nick es buena gente, pero no le gusta que lo atosiguen.
—Normal —repliqué mientras los nervios me provocaban un espasmo en el estómago.
El tráfico en Houston se guiaba por unas reglas misteriosas. Sólo se podía sortear con grandes dosis de experiencia y práctica. Como no podía ser de otra forma, Jerry y yo acabamos en un atasco que convirtió un trayecto de un cuarto de hora en uno de cuarenta y cinco minutos.
Cuando por fin llegamos al artístico y deslumbrante edificio situado en el número 1800 de Main Street, Jerry estaba berreando y el coche apestaba de forma horrorosa, demostrando de esa forma que un bebé era capaz de hacerse caca en el peor momento posible y en el lugar más inconveniente.
Continué hasta el aparcamiento subterráneo, descubrí que la mitad del mismo, la parte que correspondía a los clientes, estaba lleno, y tuve que dar media vuelta. Un poco más abajo, en la misma calle, vi un aparcamiento público. En cuanto aparqué en uno de los espacios vacíos, me dispuse con éxito a cambiarle el pañal a Jerry en el asiento trasero del Prius.
La sillita portabebés parecía pesar una tonelada mientras caminaba en dirección al edificio. En cuanto entré en el lujoso vestíbulo, noté el asalto del aire acondicionado. A mi alrededor todo era mármol, acero inoxidable y madera barnizada. Tras echarle un vistazo al panel acristalado donde se detallaba la ubicación de las oficinas, caminé con paso rápido hacia el mostrador de recepción. Tenía muy claro que era imposible que dejaran pasar hasta los ascensores a una desconocida sin cita concertada y sin contactos.
—Señora... —Me llamó uno de los hombres situados tras el mostrador, al tiempo que me hacía una señal para que me acercara.
—Van a bajar a por nosotros —lo interrumpí con voz alegre. Metí la mano en el bolso que llevaba al hombro y saqué la bolsa de plástico que contenía el pañal sucio—. Hemos tenido una emergencia, ¿hay algún baño cerca?
El hombre, que se quedó blanco nada más ver el abultado pañal, me indicó rápidamente la dirección del cuarto de baño, situado al otro lado de los ascensores.
Dejé atrás el mostrador de recepción y cargué con la sillita hasta colocarme en el centro de las dos hileras de ascensores. En cuanto vi que se abría una puerta, me colé en el interior junto con otras cuatro personas.
—¿Qué tiempo tiene la niña? —me preguntó una sonriente mujer vestida con traje negro.
—Es un niño —la corregí—. Tiene una semana.
—Pues está usted estupenda, la verdad.
Se me pasó por la cabeza la idea de decirle que no era la madre, pero eso habría llevado a otra pregunta y no tenía ganas de explicarle a la gente las circunstancias en las que estábamos metidos Jerry y yo. Así que me limité a sonreír y a replicar:
—Sí, gracias, estamos fenomenal.
Me pasé varios segundos preguntándome con preocupación si Rachel estaría bien, si se habría recuperado bien del parto. Cuando llegamos a la planta once, saqué a Jerry del ascensor y nos dirigimos hacia las oficinas de Jonas Management Solutions.
Entramos en una zona decorada con tonos neutros, que transmitían una sensación de serenidad, y amueblada con sillones tapizados de estilo vanguardista. Dejé la sillita de Jerry en el suelo, me froté el dolorido brazo y me acerqué a la recepcionista... que no dejaba de observarme con una expresión educada. El delineador negro que llevaba en el párpado superior de los ojos se extendía hasta formar dos generosos rabillos que se asemejaban a la marca de aprobación de un control de calidad. «Ojo derecho: correcto; ojo izquierdo: correcto.» Le sonreí con la esperanza de parecer una mujer de mundo.
—Sé que esto es inesperado —dije al tiempo que me subía las gafas por la nariz, ya que se me habían bajado—, pero necesito ver al señor Jonas por un motivo urgente. No tengo cita. Sólo tardaré cinco minutos. Me llamo _______ Varner.
—¿Conoce usted al señor Jonas?
—No. Soy amiga de una amiga.
Su expresión permaneció inalterable. En cierto modo, casi esperaba que pulsara algún botón situado bajo el escritorio para llamar a seguridad. Estaba convencida de que, antes de que me diera cuenta, aparecería un grupo de hombres con uniforme de poliéster beis para sacarme a la fuerza.
—¿Para qué quiere ver al señor Jonas? —me preguntó la recepcionista.
—Estoy segura de que él preferirá ser el primero en conocer el motivo.
—El señor Jonas está en una reunión.
—Lo esperaré.
—La reunión es larga —señaló.
—No importa. Hablaré con él cuando se tome un descanso.
—Tendrá que concertar una cita y volver entonces.
—¿Cuándo podría verlo?
—Tiene la agenda completa para las próximas tres semanas. Es posible que pueda encontrarle un hueco para final de mes...
—¡Esto no puede esperar ni para el final del día de hoy! —insistí—. Mire, sólo necesito cinco minutos. He venido desde Austin. Por un asunto urgente que el señor Jonas necesita saber... —Guardé silencio al ver que a la mujer le daba exactamente igual lo que yo dijera.
Me había tomado por una loca.
Yo también comenzaba a pensar que lo estaba.
Jerry comenzó a llorar en ese momento, a mi espalda.
—¡Tranquilícelo ahora mismo! —se apresuró a exclamar la recepcionista.
Me acerqué a él, lo cogí y saqué un biberón frío del bolsillo lateral del bolso de los pañales. Como no había forma de calentarlo, le metí la tetina en la boca.
Sin embargo, a mi sobrino no le gustaba tomarse el biberón frío. Apartó la boca de la tetina de plástico y se echó a llorar.
—Señora Varner... —dijo la recepcionista con evidente nerviosismo.
—La leche está fría. —Le lancé una sonrisa de disculpa—. Antes de que nos eche de aquí, ¿le importaría calentarla? ¿Podría meter el biberón en una taza de agua caliente un minuto? Por favor...
La mujer soltó un suspiro breve y exasperado.
—Démelo. Lo llevaré a la máquina de café.
—Gracias —le dije con una sonrisa conciliadora, que ella pasó por alto totalmente.
Comencé a pasearme por la zona de recepción meciendo a Jerry, canturreando y haciendo cualquier cosa que se me ocurría para calmarlo.
—Jerry, no puedo llevarte a ningún lado. Siempre montas un pollo. Y nunca me haces caso. Creo que deberíamos empezar a relacionarnos con otras personas.
Consciente de que se acercaba alguien por uno de los pasillos que se internaban hacia las oficinas, me giré agradecida. Pensé que era la recepcionista que volvía con el biberón. Sin embargo, eran tres hombres vestidos con los que parecían tres carísimos trajes oscuros. Uno de ellos era rubio y delgado, otro bajo y un poco rechoncho, y el tercero era el tío más increíble que había visto en la vida.
Alto y con un cuerpazo musculoso y muy masculino, de ojos oscuros y pelo negro, que llevaba cortado con estilo. Su porte (la seguridad de sus movimientos y la postura relajada de sus hombros) ponía de manifiesto que estaba acostumbrado a tener el control. Cuando dejó la conversación que estaba manteniendo y me miró alarmado, me quedé sin aliento. Noté que me ponía colorada y que se me aceleraba el pulso de repente, como si tuviera el corazón en la garganta.
Una mirada bastó para que supiera sin ningún género de duda quién era ese hombre y lo que era. El típico macho alfa que unos cinco millones de años antes había acicateado la evolución de la raza humana cepillándose a toda hembra que se le pusiera por delante. Conquistaban, seducían y se comportaban como auténticos cabrones, aunque las mujeres parecían ser biológicamente incapaces de resistirse a la magia de su ADN.
Sin dejar de mirarme, dijo con una voz que me puso la piel de gallina:
—Ya decía yo que me había parecido oír a un bebé.
—¿Señor Jonas? —pregunté con brusquedad al tiempo que meneaba a mi lloroso sobrino.
Él asintió brevemente con la cabeza.
—Tenía la esperanza de poder verlo en un descanso de su reunión. Me llamo _____. He venido desde Austin. _____ Varner. Necesito hablar un momento con usted.
La recepcionista apareció por otro pasillo con el biberón en la mano.
—¡Ay, Dios! —murmuró al tiempo que se acercaba a la carrera—. Señor Jonas, lo siento mucho...
—No pasa nada —la tranquilizó él, que le indicó con un gesto que me diera el biberón.
Lo cogí, me eché unas gotas de leche en la muñeca para comprobar la temperatura tal como mi madre me había dicho que hiciera y le metí la tetina a Jerry en la boca. Mi sobrino gruñó satisfecho y se sumió en la ajetreada tarea de la succión.
Alcé la vista para mirar a Jonas a los ojos, que eran oscuros y brillantes como la melaza, y le pregunté:
—¿Puedo hablar con usted un momento?
Jonas se lo pensó mientras me observaba con detenimiento. De repente, reparé en las contradicciones que percibía en él. La ropa cara, su fantástica apariencia física, la sensación de que bajo esa sofisticación había cierta falta de refinamiento... La innegable masculinidad que exudaba sugería que o le entrabas con buen pie o ya podías salir echando leches.
No pude evitar compararlo con Joe y su atractivo, su pelo rubio y su barba de dos días. El atractivo de Joe siempre me había resultado cercano y relajante. No había nada relajante en Nick Jonas. Salvo esa voz tan ronca y rica que parecía jarabe de arce.
—Depende —me contestó sin más—. ¿Va a intentar venderme algo? —Hablaba con un marcado acento tejano.
—No, es un tema personal.
La respuesta pareció hacerle gracia, a juzgar por el rictus de sus labios.
—Normalmente suelo dejar los temas personales para después del trabajo.
—No puedo esperar tanto. —Respiré profundamente antes de añadir con osadía—: Y le advierto que, como no me atienda ahora, tendrá que hacerlo más tarde. Soy muy perseverante.
El asomo de una sonrisa apareció en sus labios cuando se giró hacia sus dos acompañantes.
—¿Os importaría esperarme en el bar de la séptima planta?
—Encantados —contestó uno de los hombres con acento británico—. Nos encanta esperar en los bares. ¿Te pido algo, Jonas?
—Sí, supongo que esto no me llevará mucho. Una cerveza Dos Equis. Con media rodaja de limón. Sin vaso.
Cuando los hombres se marcharon, Nick Jonas se giró hacia mí. A pesar de no ser una mujer bajita, su altura me hizo sentir como si lo fuera.
—En mi despacho. —Me hizo un gesto para que lo precediera—. La última puerta a la derecha.
Con Jerry en brazos, caminé hasta el despacho, una estancia situada en una esquina del edificio. A través de los enormes ventanales se disfrutaba de una magnífica vista de la ciudad, cuyos rascacielos brillaban por el reflejo del sol en los cristales. Al contrario que la sencilla zona de recepción, el despacho estaba cómodamente amueblado con mullidos sillones de cuero, montones de libros y archivadores, y fotografías familiares en marcos negros.
Tras indicarme una silla para que me sentara, Jonas se apoyó en su escritorio, frente a mí. Tenía unas facciones muy definidas: nariz recta y grande, mentón cuadrado y tan preciso que parecía cortado a cuchilla.
—Vamos a abreviar el tema, ______ de Austin —dijo—. Estoy a punto de cerrar un trato y no me gustaría que esos tíos tuvieran que esperarme demasiado.
—¿Va a encargarse de alguna de sus propiedades?
—De una cadena de hoteles. —Su mirada se posó en Jerry—. Debería inclinar más el biberón. La niña está tragando aire.
Fruncí el ceño e incliné más el biberón.
—Es un niño. ¿Por qué todo el mundo lo toma por una niña?
—Porque lleva calcetines de Hello Kitty —contestó con evidente desaprobación.
—Eran los únicos que había de su talla —señalé.
—No puede ponerle calcetines rosas a un niño.
—Sólo tiene una semana. ¿Ya tengo que preocuparme por los prejuicios sexistas?
—Está claro que es de Austin —soltó él con sequedad—. ¿En qué puedo ayudarla, ______?
La tarea de explicárselo todo me pareció tan monumental que ni siquiera supe por dónde empezar.
—Para que no lo tome por sorpresa —dije con voz autoritaria—, la historia no va a gustarle un pelo.
—Estoy acostumbrado. Cuénteme.
—Mi hermana es Rachel Varner. Salió con ella el año pasado. —Al ver que el nombre no le decía nada, añadí—: ¿Conoce a Liza Purcell? Es mi prima. Le presentó a Rachel.
Jonas hizo memoria.
—Recuerdo a Rachel —dijo al fin—. Alta, rubia, toda piernas.
—Exacto. —Al darme cuenta de que Jerry había terminado de comer, metí el biberón en el bolso de los pañales y me lo apoyé sobre el hombro para que eructara—. Éste es el hijo de Rachel. Jerry. Lo tuvo hace una semana, lo dejó con mi madre y se largó. Ya estamos intentando localizarla. Pero, además, yo estoy intentando asegurar el bienestar del niño de alguna manera.
Jonas se quedó petrificado. La atmósfera del despacho se tornó hostil y gélida. Me di cuenta de que acababa de catalogarme como una amenaza, o tal vez como un incordio. En cualquier caso, frunció los labios con desprecio.
—Creo que ya sé a qué se refería con lo de que no iba a gustarme —dijo—. No es mío, _____.
Me obligué a sostener esa crispante mirada oscura.
—Según Rachel, sí lo es.
—El apellido Jonas hace que muchas mujeres vean similitudes entre sus hijos sin padre y yo. Sin embargo, es imposible por dos motivos. Primero, porque nunca lo hago sin enfundar la pistola.
Pese a la seriedad de la conversación, la frase hizo que me entraran ganas de sonreír.
—¿Se refiere usted a un condón? Ese método anticonceptivo tiene un promedio de fallo del quince por ciento.
—Gracias, doctora. Pero sigo sin ser el padre.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Porque no me acosté con Rachel. La noche que salí con ella, su hermana bebió más de la cuenta. Y no tengo por costumbre acostarme con mujeres en esa condición.
—¿De verdad? —pregunté con escepticismo.
—De verdad —reiteró él en voz baja.
Jerry eructó y se acomodó en mi hombro como si fuera un saco de patatas.
Recordé lo que Liza me había contado sobre la ajetreadísima vida amorosa de Nick, sobre sus legendarias conquistas, y no pude evitar sonreír con cinismo.
—¿Porque es un hombre de rectos principios? —le pregunté con retintín.
—No, señora. Porque prefiero que la mujer en cuestión participe.
En ese momento, no pude contenerme y me lo imaginé con una mujer participando exactamente del modo que él exigía, así que acabé sintiendo un incómodo rubor en las mejillas. La cosa empeoró cuando lo vi observarme con interés, como si yo fuera una delincuente de tres al cuarto a quien acababa de pescar con las manos en la masa.
Eso me animó a no dar el brazo a torcer.
—¿Bebió usted algo la noche que salió con Rachel?
—Probablemente.
—En ese caso, su buen juicio se vio afectado. Y puede que también eso haya afectado su memoria. Es imposible que esté seguro de que no pasó nada. Y yo no tengo por qué creerlo.
Jonas siguió mirándome en silencio. Me di cuenta de que se percataba hasta del más mínimo detalle: mis ojeras, la mancha de leche reseca que tenía en el hombro, mi mano en la cabeza de Jerry, que había colocado allí de forma instintiva.
—________ —me dijo en voz baja—, es imposible que yo sea el único a quien se ha acercado para contarle esto.
—No —admití—. Si resulta que usted no es el padre, tendré que buscar a los demás candidatos y convencerlos de que se sometan a una prueba de paternidad. Sin embargo, le estoy ofreciendo la posibilidad de hacerlo ahora, de forma rápida y sin publicidad. Hágase la prueba y, si tiene razón, quedará descartado.
Jonas me miró como si yo fuera una de esas lagartijas verdes que tanto abundaban en Tejas.
—Mis abogados podrían pasarse meses mareándote, guapa —me aseguró, olvidando las formalidades.
Le ofrecí una sonrisa burlona.
—Vamos, Nick —repliqué, tuteándolo—. No me niegues el placer de verte donar un poco de ADN. Creo que incluso pagaría por ello.
—Podría tomarte la palabra —replicó—, siempre y cuando el procedimiento no se limitara a tomar una muestra de saliva con un bastoncillo.
Esos ojos del mismo color que el café tostado me miraron de tal forma que sentí una poderosa y desconocida sensación descendiendo por la espalda.
Nick Jonas era un donjuán irresistible y no tenía la menor duda de que mi hermana le habría dado todo lo que él le hubiera pedido. Y me daba exactamente igual que Jonas hubiera enfundado el arma, que le hubiera puesto doble capa o que le hubiera hecho un nudo en el cañón. Seguro que era capaz de dejar a una mujer embarazada sólo con guiñarle un ojo.
—______, si me permites... —Y, en ese momento, me dejó pasmada al quitarme las gafas con mucho cuidado. Lo miré, aunque lo único que vi fue su borrosa presencia, y me percaté de que estaba limpiando los cristales con un pañuelo de papel—. Ya está —murmuró mientras volvía a ponérmelas con suavidad.
—Gracias —alcancé a susurrar, al tiempo que reparaba, por fin, en todos y cada uno de los detalles de su persona.
—¿En qué hotel estás alojada? —lo escuché preguntarme, y tuve que hacer un esfuerzo para redirigir el rumbo de mis pensamientos.
—Todavía no lo sé. Voy a buscar alguno en cuanto salga de aquí.
—No vas a encontrar nada. Se están celebrando dos congresos simultáneos en la ciudad y, a menos que tengas contactos, tendrás que conducir hasta Pearland para conseguir alojamiento.
—Pues no tengo contactos —admití.
—En ese caso, necesitas ayuda.
—Gracias, pero no puedo...
—_______ —me interrumpió con tono intransigente—, no tengo tiempo para andar discutiendo contigo. Luego podrás quejarte todo lo que quieras, pero ahora, cierra la boca y sígueme. —Se puso en pie y extendió los brazos para que le diera a Jerry.
Un tanto sorprendida, aferré a mi sobrino con fuerza.
—No pasa nada —susurró Jonas—. Yo lo cojo.
Esas manos tan grandes se deslizaron entre mi cuerpo y el niño, al que dejó sin dificultad en la sillita que descansaba en el suelo. La facilidad con la que manejaba a Jerry me sorprendió, de la misma forma que lo hizo la reacción que mi cuerpo demostraba a su cercanía. Su olor, fresco como la madera de cedro y la tierra mojada, hizo que mi cerebro comenzara a enviar señales placenteras. Reparé en su espesa barba, que ni el afeitado más apurado sería capaz de eliminar completamente, y en su abundante pelo negro, cortado de forma práctica y cómoda.
—Es evidente que tienes experiencia con bebés —dije mientras cerraba la cremallera del bolso de los pañales con cierta dificultad.
—Tengo un sobrino. —Abrochó las correas de la sillita y la levantó con facilidad. Sin pedirme opinión, salió del despacho y se detuvo frente a una de las puertas del pasillo—. Helen —le dijo a una pelirroja que estaba sentada tras un escritorio repleto de carpetas—, te presento a la señorita ______ Varner. Necesito que le busques habitación en un hotel para un par de noches. Uno que no esté muy lejos de aquí.
—Sí, señor —dijo Helen, que me miró con una sonrisa neutra mientras cogía el teléfono.
—Pago yo —apostillé—. ¿Necesita el número de mi tarjeta de crédito o...?
—Luego nos ocupamos de los detalles —me interrumpió Jonas, que me acompañó hasta la zona de recepción. Una vez allí, soltó la sillita de Jerry en el suelo y me indicó con un gesto que tomara asiento—. Espera aquí como una niña buena —murmuró— mientras Helen se encarga de todo.
«¿Como una niña buena?», me pregunté.
La arrogancia del comentario me dejó boquiabierta. Lo miré a los ojos al instante, pero cuando me di cuenta de que sabía que me iba a indignar, me mordí la lengua. Porque también sabía que no me encontraba en posición de sentirme ofendida.
Jonas se sacó la cartera y me dio una tarjeta de visita.
—Mi número de móvil. Me pondré en contacto contigo esta noche.
—Entonces, ¿accedes a hacerte la prueba de paternidad? —le pregunté.
Jonas me miró de reojo y reconocí el desafío en sus ojos.
—No sabía que tuviera otra opción —contestó antes de salir del despacho con pasos largos y firmes.
Por la mañana, me di una ducha con el agua casi hirviendo, ya que tenía la esperanza de que eso ayudara a relajar mis doloridos músculos. Mientras deseaba haber llevado conmigo otra ropa más elegante, me puse la única que había metido en la maleta: vaqueros, camisa blanca ajustada y zapatos planos de piel. Me cepillé el pelo hasta que estuvo liso y desenredado, y contemplé mi cara ojerosa y blanca como la leche. Tenía los ojos tan irritados y secos que ni siquiera me molesté en ponerme las lentes de contacto. Me decidí por las gafas, con su discreta montura metálica de forma rectangular.
Mi humor no mejoró mucho cuando llegué a la cocina, llevando a Jerry en la silla portabebés, y vi a mi madre sentada a la mesa. Llevaba las manos cargaditas de anillos, y el pelo, peinado y con laca. Los pantalones cortos dejaban sus piernas delgadas y morenas a la vista, al igual que hacían las sandalias de cuña con los dedos de sus pies, en uno de los cuales brillaba un anillo.
Dejé la sillita de Jerry en el suelo, al otro lado de la mesa, lejos de mi madre.
—¿No tiene más ropa? —le pregunté—. El pelele está bastante sucio.
Mi madre negó con la cabeza.
—Hay un outlet en esta misma calle. Seguro que encuentras ropa de bebé. Además, necesitarás un paquete grande de pañales. Con esta edad, los gastan enseguida.
—No me digas... —repliqué, muerta de cansancio, mientras iba a por la cafetera.
—¿Hablaste anoche con Liza?
—Ajá.
—¿Qué te dijo?
—Que cree que Rachel está bien. Va a llamar a unas cuantas personas hoy para intentar localizarla.
—¿Y del padre del niño?
Ya había decidido no decirle nada sobre la posible paternidad de Nick Jonas. Si había algo que garantizara el interés y la indeseada implicación de mi madre en el tema, era la mención del nombre de un millonario.
—De momento, nada —contesté sin más.
—¿Adónde vas a ir hoy?
—Pues parece que necesito un hotel. —No lo dije en tono recriminatorio. Ni falta que hacía.
El delgado cuerpo de mi madre se tensó en la silla.
—El hombre con el que estoy ahora mismo no puede enterarse de esto.
—¿De qué, de que eres abuela? —Sentí un retorcido placer al ver su respingo por el uso de la palabra—. ¿O de que Rachel no estaba casada cuando tuvo al niño?
—De ninguna de las dos cosas. Es más joven que yo. Y, además, chapado a la antigua. No entendería que con dos hijas rebeldes se puede hacer bien poco.
—Mamá, Rachel y yo dejamos de ser niñas hace ya un tiempo.
Bebí un sorbo de café solo y el asco que me provocó el amargo sabor me produjo un escalofrío. Desde que vivía con Joe, me había acostumbrado a regañadientes a tomarme el café con leche de soja.
«¡Qué narices!», pensé al tiempo que cogía el cartón de leche entera de la encimera para echarle un generoso chorreón.
Mi madre torció el gesto y apretó con fuerza los labios, que llevaba muy pintados.
—Siempre has sido una sabelotodo. En fin, estás a punto de descubrir que hay un montón de cosas que ignoras.
—La verdad —murmuré—, soy la primera en admitir que todo esto me supera. No he tenido nada que ver en esto y no es mi hijo.
—Pues entrégaselo a los Servicios Sociales. —Comenzaba a ponerse nerviosa—. Si le pasa algo, será responsabilidad tuya, no mía. Si no puedes ocuparte de él, ya sabes lo que tienes que hacer.
—Sí que puedo encargarme de él —le aseguré en voz baja—. No pasa nada, mamá. Yo lo cuidaré. Puedes quedarte tranquila.
Mis palabras la apaciguaron de la misma forma que lo lograría una piruleta con una niña.
—Tendrás que aprender como yo aprendí —dijo al cabo de un momento mientras se inclinaba para colocarse bien el anillo del dedo del pie, antes de añadir con un marcado deje satisfecho—: A base de sufrimientos.
Cuando salí de casa de mi madre con Jerry en dirección al outlet, el calor era ya insoportable. Recorrí los pasillos de la tienda acompañada por los berridos de mi sobrino, que no paraba de removerse inquieto en la destrozada funda de espuma que cubría la sillita. Se tranquilizó cuando volvimos a salir a la calle gracias al traqueteo de las ruedas sobre el irregular pavimento del aparcamiento.
El exterior era como un horno, mientras que en las tiendas el aire acondicionado estaba a temperatura glacial. A medida que uno entraba y salía de los establecimientos, acababa con una capa de sudor pegajoso sobre la piel. Jerry y yo parecíamos un par de salmonetes a la plancha.
Y así, con esas pintas, era como iba a conocer a Nick Jonas.
Llamé a Liza con la esperanza de que hubiera conseguido su número de teléfono.
—Heidi no ha querido dármelo —me dijo mi prima con voz enfurruñada—. ella y sus inseguridades... Seguro que piensa que voy a tirarle los tejos. He tenido que morderme la lengua para no decirle que he tenido cientos de oportunidades de hacerlo y no las he aprovechado porque somos amigas. Como si Nick Jonas no fuera por ahí dejándose querer...
—Me extraña que el pobre hombre descanse.
—Nick admite sin tapujos que es incapaz de comprometerse con una sola mujer, así que nadie espera que lo haga. Pero como Heidi lleva un tiempo saliendo con él, creo que está convencida de que es capaz de sacarle un anillo de compromiso.
—De la chistera, vamos —añadí con guasa—. En fin, que tenga suerte. Pero, mientras tanto, ¿cómo consigo ponerme en contacto con él?
—No lo sé, ______. Aparte de entrar a saco en su oficina y exigir una cita, no se me ocurre nada más.
—Menos mal que lo mío es entrar a saco en los sitios.
—Yo que tú tendría cuidado —me advirtió mi prima con seriedad—. Nick es buena gente, pero no le gusta que lo atosiguen.
—Normal —repliqué mientras los nervios me provocaban un espasmo en el estómago.
El tráfico en Houston se guiaba por unas reglas misteriosas. Sólo se podía sortear con grandes dosis de experiencia y práctica. Como no podía ser de otra forma, Jerry y yo acabamos en un atasco que convirtió un trayecto de un cuarto de hora en uno de cuarenta y cinco minutos.
Cuando por fin llegamos al artístico y deslumbrante edificio situado en el número 1800 de Main Street, Jerry estaba berreando y el coche apestaba de forma horrorosa, demostrando de esa forma que un bebé era capaz de hacerse caca en el peor momento posible y en el lugar más inconveniente.
Continué hasta el aparcamiento subterráneo, descubrí que la mitad del mismo, la parte que correspondía a los clientes, estaba lleno, y tuve que dar media vuelta. Un poco más abajo, en la misma calle, vi un aparcamiento público. En cuanto aparqué en uno de los espacios vacíos, me dispuse con éxito a cambiarle el pañal a Jerry en el asiento trasero del Prius.
La sillita portabebés parecía pesar una tonelada mientras caminaba en dirección al edificio. En cuanto entré en el lujoso vestíbulo, noté el asalto del aire acondicionado. A mi alrededor todo era mármol, acero inoxidable y madera barnizada. Tras echarle un vistazo al panel acristalado donde se detallaba la ubicación de las oficinas, caminé con paso rápido hacia el mostrador de recepción. Tenía muy claro que era imposible que dejaran pasar hasta los ascensores a una desconocida sin cita concertada y sin contactos.
—Señora... —Me llamó uno de los hombres situados tras el mostrador, al tiempo que me hacía una señal para que me acercara.
—Van a bajar a por nosotros —lo interrumpí con voz alegre. Metí la mano en el bolso que llevaba al hombro y saqué la bolsa de plástico que contenía el pañal sucio—. Hemos tenido una emergencia, ¿hay algún baño cerca?
El hombre, que se quedó blanco nada más ver el abultado pañal, me indicó rápidamente la dirección del cuarto de baño, situado al otro lado de los ascensores.
Dejé atrás el mostrador de recepción y cargué con la sillita hasta colocarme en el centro de las dos hileras de ascensores. En cuanto vi que se abría una puerta, me colé en el interior junto con otras cuatro personas.
—¿Qué tiempo tiene la niña? —me preguntó una sonriente mujer vestida con traje negro.
—Es un niño —la corregí—. Tiene una semana.
—Pues está usted estupenda, la verdad.
Se me pasó por la cabeza la idea de decirle que no era la madre, pero eso habría llevado a otra pregunta y no tenía ganas de explicarle a la gente las circunstancias en las que estábamos metidos Jerry y yo. Así que me limité a sonreír y a replicar:
—Sí, gracias, estamos fenomenal.
Me pasé varios segundos preguntándome con preocupación si Rachel estaría bien, si se habría recuperado bien del parto. Cuando llegamos a la planta once, saqué a Jerry del ascensor y nos dirigimos hacia las oficinas de Jonas Management Solutions.
Entramos en una zona decorada con tonos neutros, que transmitían una sensación de serenidad, y amueblada con sillones tapizados de estilo vanguardista. Dejé la sillita de Jerry en el suelo, me froté el dolorido brazo y me acerqué a la recepcionista... que no dejaba de observarme con una expresión educada. El delineador negro que llevaba en el párpado superior de los ojos se extendía hasta formar dos generosos rabillos que se asemejaban a la marca de aprobación de un control de calidad. «Ojo derecho: correcto; ojo izquierdo: correcto.» Le sonreí con la esperanza de parecer una mujer de mundo.
—Sé que esto es inesperado —dije al tiempo que me subía las gafas por la nariz, ya que se me habían bajado—, pero necesito ver al señor Jonas por un motivo urgente. No tengo cita. Sólo tardaré cinco minutos. Me llamo _______ Varner.
—¿Conoce usted al señor Jonas?
—No. Soy amiga de una amiga.
Su expresión permaneció inalterable. En cierto modo, casi esperaba que pulsara algún botón situado bajo el escritorio para llamar a seguridad. Estaba convencida de que, antes de que me diera cuenta, aparecería un grupo de hombres con uniforme de poliéster beis para sacarme a la fuerza.
—¿Para qué quiere ver al señor Jonas? —me preguntó la recepcionista.
—Estoy segura de que él preferirá ser el primero en conocer el motivo.
—El señor Jonas está en una reunión.
—Lo esperaré.
—La reunión es larga —señaló.
—No importa. Hablaré con él cuando se tome un descanso.
—Tendrá que concertar una cita y volver entonces.
—¿Cuándo podría verlo?
—Tiene la agenda completa para las próximas tres semanas. Es posible que pueda encontrarle un hueco para final de mes...
—¡Esto no puede esperar ni para el final del día de hoy! —insistí—. Mire, sólo necesito cinco minutos. He venido desde Austin. Por un asunto urgente que el señor Jonas necesita saber... —Guardé silencio al ver que a la mujer le daba exactamente igual lo que yo dijera.
Me había tomado por una loca.
Yo también comenzaba a pensar que lo estaba.
Jerry comenzó a llorar en ese momento, a mi espalda.
—¡Tranquilícelo ahora mismo! —se apresuró a exclamar la recepcionista.
Me acerqué a él, lo cogí y saqué un biberón frío del bolsillo lateral del bolso de los pañales. Como no había forma de calentarlo, le metí la tetina en la boca.
Sin embargo, a mi sobrino no le gustaba tomarse el biberón frío. Apartó la boca de la tetina de plástico y se echó a llorar.
—Señora Varner... —dijo la recepcionista con evidente nerviosismo.
—La leche está fría. —Le lancé una sonrisa de disculpa—. Antes de que nos eche de aquí, ¿le importaría calentarla? ¿Podría meter el biberón en una taza de agua caliente un minuto? Por favor...
La mujer soltó un suspiro breve y exasperado.
—Démelo. Lo llevaré a la máquina de café.
—Gracias —le dije con una sonrisa conciliadora, que ella pasó por alto totalmente.
Comencé a pasearme por la zona de recepción meciendo a Jerry, canturreando y haciendo cualquier cosa que se me ocurría para calmarlo.
—Jerry, no puedo llevarte a ningún lado. Siempre montas un pollo. Y nunca me haces caso. Creo que deberíamos empezar a relacionarnos con otras personas.
Consciente de que se acercaba alguien por uno de los pasillos que se internaban hacia las oficinas, me giré agradecida. Pensé que era la recepcionista que volvía con el biberón. Sin embargo, eran tres hombres vestidos con los que parecían tres carísimos trajes oscuros. Uno de ellos era rubio y delgado, otro bajo y un poco rechoncho, y el tercero era el tío más increíble que había visto en la vida.
Alto y con un cuerpazo musculoso y muy masculino, de ojos oscuros y pelo negro, que llevaba cortado con estilo. Su porte (la seguridad de sus movimientos y la postura relajada de sus hombros) ponía de manifiesto que estaba acostumbrado a tener el control. Cuando dejó la conversación que estaba manteniendo y me miró alarmado, me quedé sin aliento. Noté que me ponía colorada y que se me aceleraba el pulso de repente, como si tuviera el corazón en la garganta.
Una mirada bastó para que supiera sin ningún género de duda quién era ese hombre y lo que era. El típico macho alfa que unos cinco millones de años antes había acicateado la evolución de la raza humana cepillándose a toda hembra que se le pusiera por delante. Conquistaban, seducían y se comportaban como auténticos cabrones, aunque las mujeres parecían ser biológicamente incapaces de resistirse a la magia de su ADN.
Sin dejar de mirarme, dijo con una voz que me puso la piel de gallina:
—Ya decía yo que me había parecido oír a un bebé.
—¿Señor Jonas? —pregunté con brusquedad al tiempo que meneaba a mi lloroso sobrino.
Él asintió brevemente con la cabeza.
—Tenía la esperanza de poder verlo en un descanso de su reunión. Me llamo _____. He venido desde Austin. _____ Varner. Necesito hablar un momento con usted.
La recepcionista apareció por otro pasillo con el biberón en la mano.
—¡Ay, Dios! —murmuró al tiempo que se acercaba a la carrera—. Señor Jonas, lo siento mucho...
—No pasa nada —la tranquilizó él, que le indicó con un gesto que me diera el biberón.
Lo cogí, me eché unas gotas de leche en la muñeca para comprobar la temperatura tal como mi madre me había dicho que hiciera y le metí la tetina a Jerry en la boca. Mi sobrino gruñó satisfecho y se sumió en la ajetreada tarea de la succión.
Alcé la vista para mirar a Jonas a los ojos, que eran oscuros y brillantes como la melaza, y le pregunté:
—¿Puedo hablar con usted un momento?
Jonas se lo pensó mientras me observaba con detenimiento. De repente, reparé en las contradicciones que percibía en él. La ropa cara, su fantástica apariencia física, la sensación de que bajo esa sofisticación había cierta falta de refinamiento... La innegable masculinidad que exudaba sugería que o le entrabas con buen pie o ya podías salir echando leches.
No pude evitar compararlo con Joe y su atractivo, su pelo rubio y su barba de dos días. El atractivo de Joe siempre me había resultado cercano y relajante. No había nada relajante en Nick Jonas. Salvo esa voz tan ronca y rica que parecía jarabe de arce.
—Depende —me contestó sin más—. ¿Va a intentar venderme algo? —Hablaba con un marcado acento tejano.
—No, es un tema personal.
La respuesta pareció hacerle gracia, a juzgar por el rictus de sus labios.
—Normalmente suelo dejar los temas personales para después del trabajo.
—No puedo esperar tanto. —Respiré profundamente antes de añadir con osadía—: Y le advierto que, como no me atienda ahora, tendrá que hacerlo más tarde. Soy muy perseverante.
El asomo de una sonrisa apareció en sus labios cuando se giró hacia sus dos acompañantes.
—¿Os importaría esperarme en el bar de la séptima planta?
—Encantados —contestó uno de los hombres con acento británico—. Nos encanta esperar en los bares. ¿Te pido algo, Jonas?
—Sí, supongo que esto no me llevará mucho. Una cerveza Dos Equis. Con media rodaja de limón. Sin vaso.
Cuando los hombres se marcharon, Nick Jonas se giró hacia mí. A pesar de no ser una mujer bajita, su altura me hizo sentir como si lo fuera.
—En mi despacho. —Me hizo un gesto para que lo precediera—. La última puerta a la derecha.
Con Jerry en brazos, caminé hasta el despacho, una estancia situada en una esquina del edificio. A través de los enormes ventanales se disfrutaba de una magnífica vista de la ciudad, cuyos rascacielos brillaban por el reflejo del sol en los cristales. Al contrario que la sencilla zona de recepción, el despacho estaba cómodamente amueblado con mullidos sillones de cuero, montones de libros y archivadores, y fotografías familiares en marcos negros.
Tras indicarme una silla para que me sentara, Jonas se apoyó en su escritorio, frente a mí. Tenía unas facciones muy definidas: nariz recta y grande, mentón cuadrado y tan preciso que parecía cortado a cuchilla.
—Vamos a abreviar el tema, ______ de Austin —dijo—. Estoy a punto de cerrar un trato y no me gustaría que esos tíos tuvieran que esperarme demasiado.
—¿Va a encargarse de alguna de sus propiedades?
—De una cadena de hoteles. —Su mirada se posó en Jerry—. Debería inclinar más el biberón. La niña está tragando aire.
Fruncí el ceño e incliné más el biberón.
—Es un niño. ¿Por qué todo el mundo lo toma por una niña?
—Porque lleva calcetines de Hello Kitty —contestó con evidente desaprobación.
—Eran los únicos que había de su talla —señalé.
—No puede ponerle calcetines rosas a un niño.
—Sólo tiene una semana. ¿Ya tengo que preocuparme por los prejuicios sexistas?
—Está claro que es de Austin —soltó él con sequedad—. ¿En qué puedo ayudarla, ______?
La tarea de explicárselo todo me pareció tan monumental que ni siquiera supe por dónde empezar.
—Para que no lo tome por sorpresa —dije con voz autoritaria—, la historia no va a gustarle un pelo.
—Estoy acostumbrado. Cuénteme.
—Mi hermana es Rachel Varner. Salió con ella el año pasado. —Al ver que el nombre no le decía nada, añadí—: ¿Conoce a Liza Purcell? Es mi prima. Le presentó a Rachel.
Jonas hizo memoria.
—Recuerdo a Rachel —dijo al fin—. Alta, rubia, toda piernas.
—Exacto. —Al darme cuenta de que Jerry había terminado de comer, metí el biberón en el bolso de los pañales y me lo apoyé sobre el hombro para que eructara—. Éste es el hijo de Rachel. Jerry. Lo tuvo hace una semana, lo dejó con mi madre y se largó. Ya estamos intentando localizarla. Pero, además, yo estoy intentando asegurar el bienestar del niño de alguna manera.
Jonas se quedó petrificado. La atmósfera del despacho se tornó hostil y gélida. Me di cuenta de que acababa de catalogarme como una amenaza, o tal vez como un incordio. En cualquier caso, frunció los labios con desprecio.
—Creo que ya sé a qué se refería con lo de que no iba a gustarme —dijo—. No es mío, _____.
Me obligué a sostener esa crispante mirada oscura.
—Según Rachel, sí lo es.
—El apellido Jonas hace que muchas mujeres vean similitudes entre sus hijos sin padre y yo. Sin embargo, es imposible por dos motivos. Primero, porque nunca lo hago sin enfundar la pistola.
Pese a la seriedad de la conversación, la frase hizo que me entraran ganas de sonreír.
—¿Se refiere usted a un condón? Ese método anticonceptivo tiene un promedio de fallo del quince por ciento.
—Gracias, doctora. Pero sigo sin ser el padre.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Porque no me acosté con Rachel. La noche que salí con ella, su hermana bebió más de la cuenta. Y no tengo por costumbre acostarme con mujeres en esa condición.
—¿De verdad? —pregunté con escepticismo.
—De verdad —reiteró él en voz baja.
Jerry eructó y se acomodó en mi hombro como si fuera un saco de patatas.
Recordé lo que Liza me había contado sobre la ajetreadísima vida amorosa de Nick, sobre sus legendarias conquistas, y no pude evitar sonreír con cinismo.
—¿Porque es un hombre de rectos principios? —le pregunté con retintín.
—No, señora. Porque prefiero que la mujer en cuestión participe.
En ese momento, no pude contenerme y me lo imaginé con una mujer participando exactamente del modo que él exigía, así que acabé sintiendo un incómodo rubor en las mejillas. La cosa empeoró cuando lo vi observarme con interés, como si yo fuera una delincuente de tres al cuarto a quien acababa de pescar con las manos en la masa.
Eso me animó a no dar el brazo a torcer.
—¿Bebió usted algo la noche que salió con Rachel?
—Probablemente.
—En ese caso, su buen juicio se vio afectado. Y puede que también eso haya afectado su memoria. Es imposible que esté seguro de que no pasó nada. Y yo no tengo por qué creerlo.
Jonas siguió mirándome en silencio. Me di cuenta de que se percataba hasta del más mínimo detalle: mis ojeras, la mancha de leche reseca que tenía en el hombro, mi mano en la cabeza de Jerry, que había colocado allí de forma instintiva.
—________ —me dijo en voz baja—, es imposible que yo sea el único a quien se ha acercado para contarle esto.
—No —admití—. Si resulta que usted no es el padre, tendré que buscar a los demás candidatos y convencerlos de que se sometan a una prueba de paternidad. Sin embargo, le estoy ofreciendo la posibilidad de hacerlo ahora, de forma rápida y sin publicidad. Hágase la prueba y, si tiene razón, quedará descartado.
Jonas me miró como si yo fuera una de esas lagartijas verdes que tanto abundaban en Tejas.
—Mis abogados podrían pasarse meses mareándote, guapa —me aseguró, olvidando las formalidades.
Le ofrecí una sonrisa burlona.
—Vamos, Nick —repliqué, tuteándolo—. No me niegues el placer de verte donar un poco de ADN. Creo que incluso pagaría por ello.
—Podría tomarte la palabra —replicó—, siempre y cuando el procedimiento no se limitara a tomar una muestra de saliva con un bastoncillo.
Esos ojos del mismo color que el café tostado me miraron de tal forma que sentí una poderosa y desconocida sensación descendiendo por la espalda.
Nick Jonas era un donjuán irresistible y no tenía la menor duda de que mi hermana le habría dado todo lo que él le hubiera pedido. Y me daba exactamente igual que Jonas hubiera enfundado el arma, que le hubiera puesto doble capa o que le hubiera hecho un nudo en el cañón. Seguro que era capaz de dejar a una mujer embarazada sólo con guiñarle un ojo.
—______, si me permites... —Y, en ese momento, me dejó pasmada al quitarme las gafas con mucho cuidado. Lo miré, aunque lo único que vi fue su borrosa presencia, y me percaté de que estaba limpiando los cristales con un pañuelo de papel—. Ya está —murmuró mientras volvía a ponérmelas con suavidad.
—Gracias —alcancé a susurrar, al tiempo que reparaba, por fin, en todos y cada uno de los detalles de su persona.
—¿En qué hotel estás alojada? —lo escuché preguntarme, y tuve que hacer un esfuerzo para redirigir el rumbo de mis pensamientos.
—Todavía no lo sé. Voy a buscar alguno en cuanto salga de aquí.
—No vas a encontrar nada. Se están celebrando dos congresos simultáneos en la ciudad y, a menos que tengas contactos, tendrás que conducir hasta Pearland para conseguir alojamiento.
—Pues no tengo contactos —admití.
—En ese caso, necesitas ayuda.
—Gracias, pero no puedo...
—_______ —me interrumpió con tono intransigente—, no tengo tiempo para andar discutiendo contigo. Luego podrás quejarte todo lo que quieras, pero ahora, cierra la boca y sígueme. —Se puso en pie y extendió los brazos para que le diera a Jerry.
Un tanto sorprendida, aferré a mi sobrino con fuerza.
—No pasa nada —susurró Jonas—. Yo lo cojo.
Esas manos tan grandes se deslizaron entre mi cuerpo y el niño, al que dejó sin dificultad en la sillita que descansaba en el suelo. La facilidad con la que manejaba a Jerry me sorprendió, de la misma forma que lo hizo la reacción que mi cuerpo demostraba a su cercanía. Su olor, fresco como la madera de cedro y la tierra mojada, hizo que mi cerebro comenzara a enviar señales placenteras. Reparé en su espesa barba, que ni el afeitado más apurado sería capaz de eliminar completamente, y en su abundante pelo negro, cortado de forma práctica y cómoda.
—Es evidente que tienes experiencia con bebés —dije mientras cerraba la cremallera del bolso de los pañales con cierta dificultad.
—Tengo un sobrino. —Abrochó las correas de la sillita y la levantó con facilidad. Sin pedirme opinión, salió del despacho y se detuvo frente a una de las puertas del pasillo—. Helen —le dijo a una pelirroja que estaba sentada tras un escritorio repleto de carpetas—, te presento a la señorita ______ Varner. Necesito que le busques habitación en un hotel para un par de noches. Uno que no esté muy lejos de aquí.
—Sí, señor —dijo Helen, que me miró con una sonrisa neutra mientras cogía el teléfono.
—Pago yo —apostillé—. ¿Necesita el número de mi tarjeta de crédito o...?
—Luego nos ocupamos de los detalles —me interrumpió Jonas, que me acompañó hasta la zona de recepción. Una vez allí, soltó la sillita de Jerry en el suelo y me indicó con un gesto que tomara asiento—. Espera aquí como una niña buena —murmuró— mientras Helen se encarga de todo.
«¿Como una niña buena?», me pregunté.
La arrogancia del comentario me dejó boquiabierta. Lo miré a los ojos al instante, pero cuando me di cuenta de que sabía que me iba a indignar, me mordí la lengua. Porque también sabía que no me encontraba en posición de sentirme ofendida.
Jonas se sacó la cartera y me dio una tarjeta de visita.
—Mi número de móvil. Me pondré en contacto contigo esta noche.
—Entonces, ¿accedes a hacerte la prueba de paternidad? —le pregunté.
Jonas me miró de reojo y reconocí el desafío en sus ojos.
—No sabía que tuviera otra opción —contestó antes de salir del despacho con pasos largos y firmes.
Niinny Jonas
NiinnyJonas
Re: Buenas Vibraciones (Nick y tu) [Adaptación Terminada]
CAPÍTULO 04
La habitación de hotel que Helen me había reservado era una lujosa suite con salón independiente y una cocina pequeña, con fregadero y microondas. Bastó un vistazo al hotel (un establecimiento de estilo europeo situado en Galleria) para comprender que iba a sobrepasar el límite de mi tarjeta de crédito en cuestión de horas. O tal vez de minutos.
Sin embargo, la suite era preciosa, el suelo tenía una moqueta estupenda y el cuarto de baño era todo de mármol y tenía un gran surtido de productos de belleza.
—¡Fiesta! —le dije a Jerry—. Vamos a arrasar el mini-bar.
Abrí la lata de leche en polvo que había sacado del coche, preparé varios biberones y los guardé en el diminuto frigorífico. Después, coloqué una toalla en el fondo del fregadero, lo llené de agua templada y bañé a Jerry.
Cuando estuvo limpio, alimentado y soñoliento, lo dejé en el centro de la gigantesca cama. Corrí las cortinas del ventanal y el cegador brillo del sol de la tarde quedó oculto tras una gruesa capa de suave brocado. Encantada con la tranquilidad y la frescura reinantes en la suite, me encaminé al baño para darme una ducha. Aunque antes me detuve para volver a echarle un vistazo al bebé. Jerry parecía muy solo y pequeño mientras parpadeaba con los ojos clavados en el techo como si estuviera echándole mucha paciencia al asunto. No me sentí capaz de dejarlo solo mientras seguía despierto. Mientras seguía esperando con semejante estoicismo lo que tuviera que pasarle a continuación. Así que me subí a la cama, me tumbé a su lado y comencé a acariciarle la suave pelusilla oscura de su cabeza.
Desde que convivía con Joe, había oído muchas cosas acerca de las injusticias que se cometían en el mundo, las habíamos discutido y las habíamos analizado. Sin embargo, en ese momento nada me parecía más injusto que ser un niño no deseado. Incliné la cabeza, presioné la mejilla contra esa piel suave y blanca, y le di un beso en la delicada curva de la cabeza. Lo vi cerrar los ojos y hacer un puchero como si fuera un viejo enfurruñado. Esas manitas que descansaban sobre su pecho parecían un par de diminutas estrellas de mar de color rosa. Toqué una de ellas con un dedo y, al instante, me agarró con una fuerza sorprendente.
Se quedó dormido aferrado a mi dedo. Ése era el momento más íntimo que había vivido con otro ser humano en la vida. Un dolor agridulce y desconocido se extendió por mi pecho, como si se me acabara de desgarrar el corazón.
Me eché una siestecita antes de darme una larga ducha, después de la cual me puse una camiseta gris de manga corta que me quedaba enorme y unos pantalones vaqueros cortados. Cuando volví a la cama, abrí el portátil y le eché un vistazo a mi correo electrónico. Tenía un mensaje de Liza.
Querida _____, te mando una lista de los hombres con los que estoy segurísima de que rachel ha salido, añadiré más cuando los recuerde, me siento fatal haciendo esto a sus espaldas porque estamos invadiendo su derecho a la intimidad...
—Y una mierda —murmuré en voz alta, convencida de que mi hermana había renunciado a su derecho a la intimidad en cuanto dejó a su hijo en casa de mi madre.
... creo que sé dónde puede estar rachel, pero estoy esperando una llamada para confirmarlo, te lo diré mañana.
—Liza... —rezongué—, ¿nadie te ha enseñado qué tecla debes usar para poner las letras en mayúsculas?
Abrí el adjunto que contenía la lista de nombres y meneé la cabeza con un gruñido mientras me preguntaba cómo era posible que me hubiera llegado el archivo, dado su tamaño y también dadas las restricciones del servidor de correo sobre los adjuntos.
Lo cerré y lo guardé.
Antes de seguir revisando la bandeja de entrada, me fui a Google para realizar una búsqueda sobre Nick Jonas, ya que sentía curiosidad por saber lo que podía encontrar.
La lista de resultados era larga y estaba llena de referencias a su padre, Churchill Jonas, y a su hermano mayor, Kevin.
Sin embargo, había unos cuantos enlaces interesantes relacionados con Nick. Uno de ellos era un artículo publicado en una revista de economía de tirada nacional que se titulaba:
UN HIJO TAMBIÉN ASCIENDE
Hasta hace pocos años, Nick Jonas, el segundo hijo del multimillonario Churchill Jonas, era famoso por sus andanzas en los clubes y en la vida nocturna de Houston, no por sus incursiones en el mundo de los negocios. Detalle que está a punto de cambiar, ya que Nick acaba de invertir su fortuna en una serie de proyectos empresariales, tanto públicos como privados, que prometen convertirlo en uno de los nombres relevantes en el mundo de las compañías promotoras de Tejas.
Aunque el negocio difiere del de su padre, Nick Jonas ha demostrado que el refrán que reza «De tal palo, tal astilla» es cierto. Sin embargo, si se le pregunta por sus ambiciones, Jonas asegura ser un hombre de negocios de segunda fila. No obstante, los hechos contradicen su aparente desidia y lo que algunos tildan de falsa modestia.
Anexo A: Jonas Capital, una filial recién creada de Jonas Management Solutions, acaba de adquirir, después de meses de negociaciones, Alligator Creek, un campo de golf de ciento veintiuna hectáreas en el sur de Florida, por una cantidad que no se ha hecho pública. La dirección del proyecto quedará en manos de otra filial con sede en Miami.
Anexo B: Jonas Management Solutions es la encargada de la construcción de buena parte de los proyectos urbanísticos del centro de Houston, cuya superficie sería equivalente a diez manzanas en Manhattan. Entre ellos, edificios para oficinas, bloques de pisos, una zona verde y un multicine, los cuales serán administrados por una nueva rama de Nick Management Solutions...
El artículo continuaba detallando otros proyectos del estilo. Lo dejé para echarle otro vistazo a la lista de enlaces de la búsqueda y vi una hilera de fotos. Tras pinchar en una de ellas, se me abrieron los ojos como platos, ya que descubrí a un Nick sin camisa haciendo esquí acuático. Su cuerpo era atlético y poderoso, y su abdomen, una deliciosa tableta de chocolate. Descubrí otra en la que Nick estaba tumbando en una playa hawaiana junto a una actriz de televisión muy famosa. En otra, bailaba con la presentadora de un noticiario en una gala benéfica local.
—Lo tuyo es un no parar, Nick —murmuré.
Antes de que pudiera seguir mirando las fotos, me interrumpió el móvil. Busqué el bolso a la carrera y saqué el teléfono con la esperanza de que la música no despertase al bebé.
—¿Diga?
—¿Qué tal va la cosa? —me preguntó Joe.
Esa voz tan familiar me tranquilizó.
—Tengo una aventura con un yogurín —contesté—. Es un poco bajo para mí y tiene un problemilla de incontinencia, pero estamos empeñados en superarlo.
Joe rio entre dientes.
—¿Estás en casa de tu madre?
—¡Ja! Me echó a primera hora de la mañana. Pero Jerry y yo estamos en un hotel de lujo. El señor Jonas le ordenó a su secretaria que nos reservara habitación. Me parece que el precio por noche es más o menos el mismo que la letra mensual de mi coche. —Mientras seguía contándole todo lo que me había pasado durante el día, me serví una taza de café. No pude evitar sonreír para mis adentros cuando le añadí el contenido de un diminuto tetrabrick de leche entera—. Así que Jonas ha accedido a hacerse la prueba de paternidad —concluí después de tomar un sorbo de café—. Y Liza está intentando localizar a Rachel. Y yo me he pasado del plazo para entregar el artículo de esta semana, así que tendré que acabarlo esta noche.
—¿Crees que Jonas miente cuando dice que no se acostó con Rachel?
—No creo que sea una mentira premeditada. Creo que se equivoca. Porque está claro que cree que no se acostó con ella; de lo contrario, no se sometería voluntariamente a la prueba.
—En fin, si el niño es suyo, Rachel habrá ganado el gordo de la lotería, ¿no crees?
—Supongo que lo verá de ese modo, sí. —Descubrí que estaba frunciendo el ceño—. Espero que no trate de usar a Jerry para sacarles dinero a los Jonas cada vez que le dé la gana. El niño no merece que lo traten como si fuera una tarjeta de crédito. —Le eché un vistazo a la pequeña criatura que seguía durmiendo en la cama. Se retorcía y hacía pucheros mientras soñaba. En ese momento, me pregunté qué tipo de sueños se podían tener cuando sólo se contaba con una semana de vida. Me incliné sobre él con cuidado para arroparlo mejor con el arrullo—. Joe —dije en voz baja—, ¿recuerdas aquello que me contaste sobre el pato y la pelota de tenis? Cuando me dijiste que los patitos recién nacidos le toman afecto a lo primero que ven nada más salir del huevo...
—La impronta, sí.
—¿Me explicas cómo funciona?
—Después de que el pato salga del cascarón, hay un margen de tiempo durante el cual otro animal, o incluso un objeto inanimado, queda fijado en su sistema nervioso, de modo que crea un vínculo con él. En el estudio que leí, el experimento se hizo con un patito y una pelota de tenis.
—¿De qué margen de tiempo hablamos?
Joe contestó a caballo entre la risa y el recelo.
—¿Por qué? ¿Te da miedo ser la pelota de tenis?
—No lo sé. Es posible que la pelota de tenis sea Jerry.
Lo escuché soltar un taco en voz baja.
—______, no te encariñes con él.
—No lo haré —me apresuré a asegurarle—. Volveré a Austin tan pronto como sea posible. Sólo faltaba que me... —Alguien llamó a la puerta, interrumpiéndome—. Espera un momento —le dije a Joe antes de atravesar la suite descalza para abrir la puerta.
Y allí estaba Nick Jonas, con el nudo de la corbata aflojado y el pelo alborotado sobre la frente. Me miró de arriba abajo, percatándose de que me había lavado la cara y de que tenía las piernas y los pies desnudos. Su mirada volvió despacio hasta mis ojos. Y sentí una punzada ardiente en el estómago.
Apreté el teléfono con fuerza.
—Es el servicio de habitaciones —le dije a Joe—. Luego te llamo.
—Vale, nena.
Cerré el teléfono, retrocedí un paso con torpeza y le indiqué a Nick que entrara con un gesto de la mano.
—Hola —lo saludé—. Cuando dijiste que te pondrías en contacto, pensé que me llamarías por teléfono o algo así.
—No tardaré mucho. Acabo de dejar a mis clientes. También se alojan aquí. La diferencia horaria les está pasando factura y necesitan descansar. ¿Te gusta la habitación?
—Sí, gracias.
Y nos quedamos mirándonos el uno al otro sumidos en un incómodo silencio. Froté la mullida y gruesa moqueta con los dedos de los pies, cuyas uñas llevaba sin pintar. De repente, me sentí en desventaja por estar en vaqueros y camiseta cuando él llevaba traje.
—Tengo cita con mi médico mañana por la mañana para la prueba de paternidad —dijo él—. Os recogeré en el vestíbulo a las nueve.
—¿Tienes idea de cuánto tardarán los resultados?
—Normalmente están en tres o cuatro días. Pero mi médico me ha asegurado que va a darle prioridad al análisis, así que estarán para mañana por la noche. ¿Sabes algo de tu hermana?
—Creo que tendré noticias suyas pronto.
—Si tienes algún problema, tengo a un tío capaz de encontrar a cualquiera en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Un detective privado? —Lo miré con escepticismo—. No sé si podría servir de algo... ahora mismo no tenemos ninguna pista.
—Si tu hermana se ha llevado el móvil, podríamos localizarla en un cuarto de hora.
—¿Y si lo tiene desconectado?
—Si es un modelo de última generación, se puede localizar incluso en ese caso. Además, siempre hay formas de rastrear a una persona. Sus tarjetas de crédito, su número de la seguridad social...
Hubo algo en su voz, tan fría y racional, que me puso nerviosa. Llegué a la conclusión de que tenía la mentalidad de un cazador.
Preocupada por Rachel, me froté las doloridas sienes y cerré los ojos unos segundos.
—Si no sé nada de ella para mañana —le dije—, me lo pensaré.
—¿Has comido algo? —escuché que me preguntaba.
—Aparte de los aperitivos del mini-bar, no.
—¿Quieres salir a cenar?
—¿Contigo? —Lo miré sorprendida, ya que la pregunta me había pillado desprevenida—. Debes de estar de capa caída o algo. ¿No tienes un harén esperándote?
Nick me miró con los ojos entrecerrados.
Me arrepentí del comentario al instante. No quería parecer tan desagradable. Sin embargo, dado el agotamiento mental y físico que padecía, era incapaz de mantener una conversación controlada.
Antes de que pudiera disculparme, Nick me preguntó en voz baja:
—_______, ¿qué te he hecho yo? Además de ayudarte a conseguir habitación en un hotel y de acceder a someterme a la prueba de paternidad, me refiero.
—Yo pagaré la habitación. Y la prueba. Si fuera algo tan descabellado, no habrías accedido a hacértela.
—Puedo echarme atrás ahora mismo. Mi paciencia tiene un límite, aunque ponga en riesgo el repaso bucal... con el bastoncillo.
Una sonrisa de disculpa apareció en mis labios.
—Lo siento —dije—. Tengo hambre y estoy muerta de sueño. No he tenido tiempo para asimilar todo esto. No encuentro a mi hermana, mi madre está loca y mi novio está en Austin. Así que me temo que te ha tocado lidiar con toda la frustración que tengo acumulada. Creo que, en mi subconsciente, representas a todos los tíos que podrían haber dejado embarazada a mi hermana.
Nick me regaló una sonrisa burlona.
—Para eso tendría que haberme acostado con ella.
—Ya hemos establecido que no puedes asegurarlo al cien por cien.
—Estoy seguro al cien por cien. Lo único que hemos establecido es que tú no me crees.
Tuve que esforzarme para no sonreír otra vez.
—En fin, te agradezco mucho la invitación a cenar. Pero, como puedes ver, no estoy vestida para salir. Y además de estar muerta por haberme pasado el día cargando con un bebé de cuarenta kilos, no podrías llevarme a ningún restaurante de Houston porque soy vegetariana y aquí nadie sabe cocinar sin productos animales.
La mención de la comida debió de avivar mi apetito, porque mi estómago eligió ese preciso momento para soltar un bochornoso rugido. Avergonzada, me llevé la mano a la barriga. En ese mismo instante, escuchamos un chillido procedente de la cama y giré la cabeza en esa dirección. Jerry estaba despierto, agitando los bracitos.
Corrí hacia el frigorífico, saqué un biberón y lo metí en el fregadero después de llenarlo de agua caliente. Mientras la leche se calentaba, Nick se acercó a la cama y cogió a Jerry, al que comenzó a acunar con seguridad y práctica mientras le murmuraba algo. Para lo que sirvió... Jerry siguió chillando con la boca abierta de par en par y los ojos cerrados con fuerza.
—Es imposible intentar tranquilizarlo. —Rebusqué en el bolso de los pañales hasta que di con un babero—. Se limita a seguir chillando cada vez con más fuerza hasta que consigue lo que quiere.
—A mí me funciona siempre —señaló Nick.
Al cabo de un par de minutos, saqué el biberón del fregadero, comprobé la temperatura de la leche y me senté en un sillón. Nick me acercó a Jerry y lo dejó entre mis brazos. En cuanto notó la tetina de silicona en los labios, se la metió en la boca y comenzó a chupar.
Nick siguió frente a mí y me miró con expresión astuta.
—¿Por qué eres vegetariana?
La experiencia me había enseñado que una conversación que empezara con esa pregunta nunca solía acabar bien.
—Prefiero no tratar ese tema.
—No es una dieta fácil de seguir —dijo Nick—. Sobre todo en Tejas.
—Hago trampa —confesé—. De vez en cuando. Un poco de mantequilla hoy, una patata frita mañana.
—¿No puedes comer patatas fritas?
Negué con la cabeza.
—Nunca se sabe si las han frito en el mismo aceite que el pescado o la carne.
Bajé la vista hacia Jerry, y pasé la yema de un dedo por las manitas que aferraban el biberón. Mi estómago volvió a rugir en ese momento, más fuerte que la vez anterior, y la vergüenza hizo que me pusiera colorada.
Nick arqueó las cejas.
—Parece que llevas días sin comer, _____.
—Estoy muerta de hambre. Siempre tengo hambre. —Suspiré—. El motivo de que sea vegetariana es porque mi novio, Joe, lo es. La comida no me sacia más allá de veinte minutos y me cuesta mucho sentirme con energía.
—Entonces, ¿por qué lo haces?
—Por los beneficios que conlleva para mi salud. Tengo la tensión arterial y el colesterol muy bajos. Y me siento mucho mejor conmigo misma cuando sé que no he comido ningún producto animal.
—Conozco unos cuantos remedios muy efectivos para los remordimientos de conciencia —dijo él.
—No lo dudo.
—Me parece que si no fuera por tu novio, comerías carne.
—Es posible —admití—. Pero apoyo los argumentos de Joe al respecto y la mayor parte del tiempo no me supone ningún problema. Por desgracia, caigo fácilmente en la tentación.
—Un rasgo que me encanta en las mujeres. Casi compensa lo de los remordimientos de conciencia.
El comentario me arrancó una carcajada. Sí, era un sinvergüenza. Y era la primera vez que encontraba esa cualidad atractiva en un hombre. Nuestras miradas se cruzaron y Nick me regaló una sonrisa deslumbrante que podría haber sido clasificada como tratamiento para el aumento de la fertilidad. Mi estómago dejó un rugido a medias.
«ADN mágico», me recordé con tristeza.
—Nick, creo que deberías marcharte.
—No pienso dejar a una mujer muerta de hambre sin otra cosa para comer que una bolsa de aperitivos rancios del mini-bar. Además, no vas a encontrar comida vegetariana en este hotel ni de coña.
—Abajo hay un restaurante.
—Es un asador.
—Pero seguro que hacen ensaladas. Y quizá tengan fruta.
—_______... —me reprendió al tiempo que me miraba de arriba abajo—, estoy seguro de que no vas a quedarte satisfecha con eso.
—Pues no, pero tengo principios. E intento ceñirme a ellos. Además, he descubierto que cada vez que me bajo del tren, me cuesta más trabajo volver a subir.
Nick me miró con el asomo de una sonrisa en los labios. Se llevó una mano muy despacio hasta la cortaba, tiró del nudo y después se la quitó. Me puse como un tomate mientras lo observaba. Dobló la corbata con mucha parsimonia y se la metió en un bolsillo de la chaqueta.
—¿Qué estás haciendo? —conseguí preguntarle.
Como respuesta, se quitó la chaqueta y la dejó sobre el brazo de uno de los sillones. Tenía la complexión de un hombre acostumbrado a hacer deporte al aire libre, atlética y fuerte. Seguro que había unos músculos bien duros ocultos bajo ese traje tan conservador. Mientras contemplaba el robusto ejemplar masculino que tenía frente a mí, sentí el involuntario influjo de millones de años de evolución.
—Quiero comprobar hasta qué punto te dejas llevar por la tentación.
Solté una trémula carcajada.
—Mira, Nick, yo...
Levantó un dedo para indicarme que guardara silencio y se acercó al teléfono. Marcó, esperó un momento y abrió el libro encuadernado en cuero donde se detallaba el listado del servicio de habitaciones.
—Menú para dos —lo escuché decir.
Parpadeé, sorprendida.
—Esa idea no acaba de gustarme.
—¿Por qué no?
—Por tu reputación de playboy.
—Tuve una juventud alocada —reconoció—. Pero eso me ha convertido en un compañero de cena bastante interesante. —Volvió a prestarle atención al teléfono—. Sí, cárguelo a la habitación.
—Esa idea tampoco acaba de gustarme —comenté.
Nick me miró.
—Entonces peor para ti. Es la condición indispensable para que me someta mañana a la prueba de paternidad. Si quieres una muestra de saliva de mi boca, tendrás que invitarme a cenar.
Consideré la idea un momento. Cenar con Nick Jonas... a solas en un hotel.
Miré a Jerry, que estaba muy ocupado chupando el biberón. Tenía un bebé en brazos, estaba cansada e irritada, y no recordaba la última vez que me había pasado un cepillo por el pelo. Estaba clarísimo que Nick Jonas no podía sentir ningún interés sexual por mi persona. Él también había tenido un día ajetreado y tenía hambre. Posiblemente fuera de esa gente a la que no le gustaba comer a solas.
—Vale —claudiqué a regañadientes—. Pero nada de carne, pescado ni leche para mí. Y eso incluye la mantequilla y los huevos. Y nada de miel.
—¿Por qué? Las abejas no son animales.
—Son artrópodos, como las langostas y los cangrejos.
—¡Por el amor de Dios! —La persona que lo atendía al otro lado de la línea le dijo algo—. Sí. Una botella de cabernet Hobbs.
Me pregunté por cuánto iba a salirme la cena.
—¿Podrías averiguar si lo fabrican con productos de origen animal?
Nick pasó de mí y siguió pidiendo.
—Empezaremos con huevos de pato escalfados y choricitos. Y seguiremos con un par de chuletones de ternera Angus. En su punto.
—¿¡Cómo!? —pregunté con los ojos como platos—. ¿Qué estás haciendo?
—Pidiendo unos chuletones de ternera de primera con denominación de origen —me contestó—. Proteínas, científicamente hablando.
—Tienes muy mala leche —conseguí decir, aunque se me hacía la boca agua. No recordaba la última vez que había comido carne.
Nick esbozó una sonrisa cuando vio mi cara y siguió hablando por teléfono.
—Patatas asadas —dijo—. Con todo. Crema, beicon...
—Y queso —me escuché decir medio mareada. Queso de verdad que se fundiera. Tragué saliva.
—Y queso —repitió Nick. Me miró con un brillo malicioso en los ojos—. ¿Y de postre?
La capacidad de resistencia me abandonó. Ya que iba a romper todas las reglas de la estricta dieta vegetariana y sus principios dietéticos, y a traicionar a Joe en el proceso, lo haría como Dios manda.
—Cualquier cosa con chocolate —me oí decir sin aliento.
Nick ojeó el menú.
—Dos trozos de tarta de chocolate. Gracias. —Colgó el auricular y me miró con expresión triunfal.
Todavía no estaba todo perdido. Podía insistir en que cancelara mi parte del menú y la cambiase por una ensalada verde, una patata cocida y unas cuantas hortalizas al vapor. Sin embargo, me habían abandonado las fuerzas nada más escuchar la palabra «chuletón».
—¿Cuánto tardarán en subir el chuletón? —pregunté.
—Treinta y cinco minutos.
—Debería haberte mandado al cuerno —murmuré.
Nick me miró con una sonrisa ufana.
—Sabía que no serías capaz de hacerlo.
—¿Por qué?
—Porque las mujeres que se dejan tentar un poquito acaban cayendo con todo el equipo. —Soltó una carcajada al verme fruncir el ceño—. Relájate, _____. Joe no tiene por qué enterarse.
Sin embargo, la suite era preciosa, el suelo tenía una moqueta estupenda y el cuarto de baño era todo de mármol y tenía un gran surtido de productos de belleza.
—¡Fiesta! —le dije a Jerry—. Vamos a arrasar el mini-bar.
Abrí la lata de leche en polvo que había sacado del coche, preparé varios biberones y los guardé en el diminuto frigorífico. Después, coloqué una toalla en el fondo del fregadero, lo llené de agua templada y bañé a Jerry.
Cuando estuvo limpio, alimentado y soñoliento, lo dejé en el centro de la gigantesca cama. Corrí las cortinas del ventanal y el cegador brillo del sol de la tarde quedó oculto tras una gruesa capa de suave brocado. Encantada con la tranquilidad y la frescura reinantes en la suite, me encaminé al baño para darme una ducha. Aunque antes me detuve para volver a echarle un vistazo al bebé. Jerry parecía muy solo y pequeño mientras parpadeaba con los ojos clavados en el techo como si estuviera echándole mucha paciencia al asunto. No me sentí capaz de dejarlo solo mientras seguía despierto. Mientras seguía esperando con semejante estoicismo lo que tuviera que pasarle a continuación. Así que me subí a la cama, me tumbé a su lado y comencé a acariciarle la suave pelusilla oscura de su cabeza.
Desde que convivía con Joe, había oído muchas cosas acerca de las injusticias que se cometían en el mundo, las habíamos discutido y las habíamos analizado. Sin embargo, en ese momento nada me parecía más injusto que ser un niño no deseado. Incliné la cabeza, presioné la mejilla contra esa piel suave y blanca, y le di un beso en la delicada curva de la cabeza. Lo vi cerrar los ojos y hacer un puchero como si fuera un viejo enfurruñado. Esas manitas que descansaban sobre su pecho parecían un par de diminutas estrellas de mar de color rosa. Toqué una de ellas con un dedo y, al instante, me agarró con una fuerza sorprendente.
Se quedó dormido aferrado a mi dedo. Ése era el momento más íntimo que había vivido con otro ser humano en la vida. Un dolor agridulce y desconocido se extendió por mi pecho, como si se me acabara de desgarrar el corazón.
Me eché una siestecita antes de darme una larga ducha, después de la cual me puse una camiseta gris de manga corta que me quedaba enorme y unos pantalones vaqueros cortados. Cuando volví a la cama, abrí el portátil y le eché un vistazo a mi correo electrónico. Tenía un mensaje de Liza.
Querida _____, te mando una lista de los hombres con los que estoy segurísima de que rachel ha salido, añadiré más cuando los recuerde, me siento fatal haciendo esto a sus espaldas porque estamos invadiendo su derecho a la intimidad...
—Y una mierda —murmuré en voz alta, convencida de que mi hermana había renunciado a su derecho a la intimidad en cuanto dejó a su hijo en casa de mi madre.
... creo que sé dónde puede estar rachel, pero estoy esperando una llamada para confirmarlo, te lo diré mañana.
—Liza... —rezongué—, ¿nadie te ha enseñado qué tecla debes usar para poner las letras en mayúsculas?
Abrí el adjunto que contenía la lista de nombres y meneé la cabeza con un gruñido mientras me preguntaba cómo era posible que me hubiera llegado el archivo, dado su tamaño y también dadas las restricciones del servidor de correo sobre los adjuntos.
Lo cerré y lo guardé.
Antes de seguir revisando la bandeja de entrada, me fui a Google para realizar una búsqueda sobre Nick Jonas, ya que sentía curiosidad por saber lo que podía encontrar.
La lista de resultados era larga y estaba llena de referencias a su padre, Churchill Jonas, y a su hermano mayor, Kevin.
Sin embargo, había unos cuantos enlaces interesantes relacionados con Nick. Uno de ellos era un artículo publicado en una revista de economía de tirada nacional que se titulaba:
UN HIJO TAMBIÉN ASCIENDE
Hasta hace pocos años, Nick Jonas, el segundo hijo del multimillonario Churchill Jonas, era famoso por sus andanzas en los clubes y en la vida nocturna de Houston, no por sus incursiones en el mundo de los negocios. Detalle que está a punto de cambiar, ya que Nick acaba de invertir su fortuna en una serie de proyectos empresariales, tanto públicos como privados, que prometen convertirlo en uno de los nombres relevantes en el mundo de las compañías promotoras de Tejas.
Aunque el negocio difiere del de su padre, Nick Jonas ha demostrado que el refrán que reza «De tal palo, tal astilla» es cierto. Sin embargo, si se le pregunta por sus ambiciones, Jonas asegura ser un hombre de negocios de segunda fila. No obstante, los hechos contradicen su aparente desidia y lo que algunos tildan de falsa modestia.
Anexo A: Jonas Capital, una filial recién creada de Jonas Management Solutions, acaba de adquirir, después de meses de negociaciones, Alligator Creek, un campo de golf de ciento veintiuna hectáreas en el sur de Florida, por una cantidad que no se ha hecho pública. La dirección del proyecto quedará en manos de otra filial con sede en Miami.
Anexo B: Jonas Management Solutions es la encargada de la construcción de buena parte de los proyectos urbanísticos del centro de Houston, cuya superficie sería equivalente a diez manzanas en Manhattan. Entre ellos, edificios para oficinas, bloques de pisos, una zona verde y un multicine, los cuales serán administrados por una nueva rama de Nick Management Solutions...
El artículo continuaba detallando otros proyectos del estilo. Lo dejé para echarle otro vistazo a la lista de enlaces de la búsqueda y vi una hilera de fotos. Tras pinchar en una de ellas, se me abrieron los ojos como platos, ya que descubrí a un Nick sin camisa haciendo esquí acuático. Su cuerpo era atlético y poderoso, y su abdomen, una deliciosa tableta de chocolate. Descubrí otra en la que Nick estaba tumbando en una playa hawaiana junto a una actriz de televisión muy famosa. En otra, bailaba con la presentadora de un noticiario en una gala benéfica local.
—Lo tuyo es un no parar, Nick —murmuré.
Antes de que pudiera seguir mirando las fotos, me interrumpió el móvil. Busqué el bolso a la carrera y saqué el teléfono con la esperanza de que la música no despertase al bebé.
—¿Diga?
—¿Qué tal va la cosa? —me preguntó Joe.
Esa voz tan familiar me tranquilizó.
—Tengo una aventura con un yogurín —contesté—. Es un poco bajo para mí y tiene un problemilla de incontinencia, pero estamos empeñados en superarlo.
Joe rio entre dientes.
—¿Estás en casa de tu madre?
—¡Ja! Me echó a primera hora de la mañana. Pero Jerry y yo estamos en un hotel de lujo. El señor Jonas le ordenó a su secretaria que nos reservara habitación. Me parece que el precio por noche es más o menos el mismo que la letra mensual de mi coche. —Mientras seguía contándole todo lo que me había pasado durante el día, me serví una taza de café. No pude evitar sonreír para mis adentros cuando le añadí el contenido de un diminuto tetrabrick de leche entera—. Así que Jonas ha accedido a hacerse la prueba de paternidad —concluí después de tomar un sorbo de café—. Y Liza está intentando localizar a Rachel. Y yo me he pasado del plazo para entregar el artículo de esta semana, así que tendré que acabarlo esta noche.
—¿Crees que Jonas miente cuando dice que no se acostó con Rachel?
—No creo que sea una mentira premeditada. Creo que se equivoca. Porque está claro que cree que no se acostó con ella; de lo contrario, no se sometería voluntariamente a la prueba.
—En fin, si el niño es suyo, Rachel habrá ganado el gordo de la lotería, ¿no crees?
—Supongo que lo verá de ese modo, sí. —Descubrí que estaba frunciendo el ceño—. Espero que no trate de usar a Jerry para sacarles dinero a los Jonas cada vez que le dé la gana. El niño no merece que lo traten como si fuera una tarjeta de crédito. —Le eché un vistazo a la pequeña criatura que seguía durmiendo en la cama. Se retorcía y hacía pucheros mientras soñaba. En ese momento, me pregunté qué tipo de sueños se podían tener cuando sólo se contaba con una semana de vida. Me incliné sobre él con cuidado para arroparlo mejor con el arrullo—. Joe —dije en voz baja—, ¿recuerdas aquello que me contaste sobre el pato y la pelota de tenis? Cuando me dijiste que los patitos recién nacidos le toman afecto a lo primero que ven nada más salir del huevo...
—La impronta, sí.
—¿Me explicas cómo funciona?
—Después de que el pato salga del cascarón, hay un margen de tiempo durante el cual otro animal, o incluso un objeto inanimado, queda fijado en su sistema nervioso, de modo que crea un vínculo con él. En el estudio que leí, el experimento se hizo con un patito y una pelota de tenis.
—¿De qué margen de tiempo hablamos?
Joe contestó a caballo entre la risa y el recelo.
—¿Por qué? ¿Te da miedo ser la pelota de tenis?
—No lo sé. Es posible que la pelota de tenis sea Jerry.
Lo escuché soltar un taco en voz baja.
—______, no te encariñes con él.
—No lo haré —me apresuré a asegurarle—. Volveré a Austin tan pronto como sea posible. Sólo faltaba que me... —Alguien llamó a la puerta, interrumpiéndome—. Espera un momento —le dije a Joe antes de atravesar la suite descalza para abrir la puerta.
Y allí estaba Nick Jonas, con el nudo de la corbata aflojado y el pelo alborotado sobre la frente. Me miró de arriba abajo, percatándose de que me había lavado la cara y de que tenía las piernas y los pies desnudos. Su mirada volvió despacio hasta mis ojos. Y sentí una punzada ardiente en el estómago.
Apreté el teléfono con fuerza.
—Es el servicio de habitaciones —le dije a Joe—. Luego te llamo.
—Vale, nena.
Cerré el teléfono, retrocedí un paso con torpeza y le indiqué a Nick que entrara con un gesto de la mano.
—Hola —lo saludé—. Cuando dijiste que te pondrías en contacto, pensé que me llamarías por teléfono o algo así.
—No tardaré mucho. Acabo de dejar a mis clientes. También se alojan aquí. La diferencia horaria les está pasando factura y necesitan descansar. ¿Te gusta la habitación?
—Sí, gracias.
Y nos quedamos mirándonos el uno al otro sumidos en un incómodo silencio. Froté la mullida y gruesa moqueta con los dedos de los pies, cuyas uñas llevaba sin pintar. De repente, me sentí en desventaja por estar en vaqueros y camiseta cuando él llevaba traje.
—Tengo cita con mi médico mañana por la mañana para la prueba de paternidad —dijo él—. Os recogeré en el vestíbulo a las nueve.
—¿Tienes idea de cuánto tardarán los resultados?
—Normalmente están en tres o cuatro días. Pero mi médico me ha asegurado que va a darle prioridad al análisis, así que estarán para mañana por la noche. ¿Sabes algo de tu hermana?
—Creo que tendré noticias suyas pronto.
—Si tienes algún problema, tengo a un tío capaz de encontrar a cualquiera en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Un detective privado? —Lo miré con escepticismo—. No sé si podría servir de algo... ahora mismo no tenemos ninguna pista.
—Si tu hermana se ha llevado el móvil, podríamos localizarla en un cuarto de hora.
—¿Y si lo tiene desconectado?
—Si es un modelo de última generación, se puede localizar incluso en ese caso. Además, siempre hay formas de rastrear a una persona. Sus tarjetas de crédito, su número de la seguridad social...
Hubo algo en su voz, tan fría y racional, que me puso nerviosa. Llegué a la conclusión de que tenía la mentalidad de un cazador.
Preocupada por Rachel, me froté las doloridas sienes y cerré los ojos unos segundos.
—Si no sé nada de ella para mañana —le dije—, me lo pensaré.
—¿Has comido algo? —escuché que me preguntaba.
—Aparte de los aperitivos del mini-bar, no.
—¿Quieres salir a cenar?
—¿Contigo? —Lo miré sorprendida, ya que la pregunta me había pillado desprevenida—. Debes de estar de capa caída o algo. ¿No tienes un harén esperándote?
Nick me miró con los ojos entrecerrados.
Me arrepentí del comentario al instante. No quería parecer tan desagradable. Sin embargo, dado el agotamiento mental y físico que padecía, era incapaz de mantener una conversación controlada.
Antes de que pudiera disculparme, Nick me preguntó en voz baja:
—_______, ¿qué te he hecho yo? Además de ayudarte a conseguir habitación en un hotel y de acceder a someterme a la prueba de paternidad, me refiero.
—Yo pagaré la habitación. Y la prueba. Si fuera algo tan descabellado, no habrías accedido a hacértela.
—Puedo echarme atrás ahora mismo. Mi paciencia tiene un límite, aunque ponga en riesgo el repaso bucal... con el bastoncillo.
Una sonrisa de disculpa apareció en mis labios.
—Lo siento —dije—. Tengo hambre y estoy muerta de sueño. No he tenido tiempo para asimilar todo esto. No encuentro a mi hermana, mi madre está loca y mi novio está en Austin. Así que me temo que te ha tocado lidiar con toda la frustración que tengo acumulada. Creo que, en mi subconsciente, representas a todos los tíos que podrían haber dejado embarazada a mi hermana.
Nick me regaló una sonrisa burlona.
—Para eso tendría que haberme acostado con ella.
—Ya hemos establecido que no puedes asegurarlo al cien por cien.
—Estoy seguro al cien por cien. Lo único que hemos establecido es que tú no me crees.
Tuve que esforzarme para no sonreír otra vez.
—En fin, te agradezco mucho la invitación a cenar. Pero, como puedes ver, no estoy vestida para salir. Y además de estar muerta por haberme pasado el día cargando con un bebé de cuarenta kilos, no podrías llevarme a ningún restaurante de Houston porque soy vegetariana y aquí nadie sabe cocinar sin productos animales.
La mención de la comida debió de avivar mi apetito, porque mi estómago eligió ese preciso momento para soltar un bochornoso rugido. Avergonzada, me llevé la mano a la barriga. En ese mismo instante, escuchamos un chillido procedente de la cama y giré la cabeza en esa dirección. Jerry estaba despierto, agitando los bracitos.
Corrí hacia el frigorífico, saqué un biberón y lo metí en el fregadero después de llenarlo de agua caliente. Mientras la leche se calentaba, Nick se acercó a la cama y cogió a Jerry, al que comenzó a acunar con seguridad y práctica mientras le murmuraba algo. Para lo que sirvió... Jerry siguió chillando con la boca abierta de par en par y los ojos cerrados con fuerza.
—Es imposible intentar tranquilizarlo. —Rebusqué en el bolso de los pañales hasta que di con un babero—. Se limita a seguir chillando cada vez con más fuerza hasta que consigue lo que quiere.
—A mí me funciona siempre —señaló Nick.
Al cabo de un par de minutos, saqué el biberón del fregadero, comprobé la temperatura de la leche y me senté en un sillón. Nick me acercó a Jerry y lo dejó entre mis brazos. En cuanto notó la tetina de silicona en los labios, se la metió en la boca y comenzó a chupar.
Nick siguió frente a mí y me miró con expresión astuta.
—¿Por qué eres vegetariana?
La experiencia me había enseñado que una conversación que empezara con esa pregunta nunca solía acabar bien.
—Prefiero no tratar ese tema.
—No es una dieta fácil de seguir —dijo Nick—. Sobre todo en Tejas.
—Hago trampa —confesé—. De vez en cuando. Un poco de mantequilla hoy, una patata frita mañana.
—¿No puedes comer patatas fritas?
Negué con la cabeza.
—Nunca se sabe si las han frito en el mismo aceite que el pescado o la carne.
Bajé la vista hacia Jerry, y pasé la yema de un dedo por las manitas que aferraban el biberón. Mi estómago volvió a rugir en ese momento, más fuerte que la vez anterior, y la vergüenza hizo que me pusiera colorada.
Nick arqueó las cejas.
—Parece que llevas días sin comer, _____.
—Estoy muerta de hambre. Siempre tengo hambre. —Suspiré—. El motivo de que sea vegetariana es porque mi novio, Joe, lo es. La comida no me sacia más allá de veinte minutos y me cuesta mucho sentirme con energía.
—Entonces, ¿por qué lo haces?
—Por los beneficios que conlleva para mi salud. Tengo la tensión arterial y el colesterol muy bajos. Y me siento mucho mejor conmigo misma cuando sé que no he comido ningún producto animal.
—Conozco unos cuantos remedios muy efectivos para los remordimientos de conciencia —dijo él.
—No lo dudo.
—Me parece que si no fuera por tu novio, comerías carne.
—Es posible —admití—. Pero apoyo los argumentos de Joe al respecto y la mayor parte del tiempo no me supone ningún problema. Por desgracia, caigo fácilmente en la tentación.
—Un rasgo que me encanta en las mujeres. Casi compensa lo de los remordimientos de conciencia.
El comentario me arrancó una carcajada. Sí, era un sinvergüenza. Y era la primera vez que encontraba esa cualidad atractiva en un hombre. Nuestras miradas se cruzaron y Nick me regaló una sonrisa deslumbrante que podría haber sido clasificada como tratamiento para el aumento de la fertilidad. Mi estómago dejó un rugido a medias.
«ADN mágico», me recordé con tristeza.
—Nick, creo que deberías marcharte.
—No pienso dejar a una mujer muerta de hambre sin otra cosa para comer que una bolsa de aperitivos rancios del mini-bar. Además, no vas a encontrar comida vegetariana en este hotel ni de coña.
—Abajo hay un restaurante.
—Es un asador.
—Pero seguro que hacen ensaladas. Y quizá tengan fruta.
—_______... —me reprendió al tiempo que me miraba de arriba abajo—, estoy seguro de que no vas a quedarte satisfecha con eso.
—Pues no, pero tengo principios. E intento ceñirme a ellos. Además, he descubierto que cada vez que me bajo del tren, me cuesta más trabajo volver a subir.
Nick me miró con el asomo de una sonrisa en los labios. Se llevó una mano muy despacio hasta la cortaba, tiró del nudo y después se la quitó. Me puse como un tomate mientras lo observaba. Dobló la corbata con mucha parsimonia y se la metió en un bolsillo de la chaqueta.
—¿Qué estás haciendo? —conseguí preguntarle.
Como respuesta, se quitó la chaqueta y la dejó sobre el brazo de uno de los sillones. Tenía la complexión de un hombre acostumbrado a hacer deporte al aire libre, atlética y fuerte. Seguro que había unos músculos bien duros ocultos bajo ese traje tan conservador. Mientras contemplaba el robusto ejemplar masculino que tenía frente a mí, sentí el involuntario influjo de millones de años de evolución.
—Quiero comprobar hasta qué punto te dejas llevar por la tentación.
Solté una trémula carcajada.
—Mira, Nick, yo...
Levantó un dedo para indicarme que guardara silencio y se acercó al teléfono. Marcó, esperó un momento y abrió el libro encuadernado en cuero donde se detallaba el listado del servicio de habitaciones.
—Menú para dos —lo escuché decir.
Parpadeé, sorprendida.
—Esa idea no acaba de gustarme.
—¿Por qué no?
—Por tu reputación de playboy.
—Tuve una juventud alocada —reconoció—. Pero eso me ha convertido en un compañero de cena bastante interesante. —Volvió a prestarle atención al teléfono—. Sí, cárguelo a la habitación.
—Esa idea tampoco acaba de gustarme —comenté.
Nick me miró.
—Entonces peor para ti. Es la condición indispensable para que me someta mañana a la prueba de paternidad. Si quieres una muestra de saliva de mi boca, tendrás que invitarme a cenar.
Consideré la idea un momento. Cenar con Nick Jonas... a solas en un hotel.
Miré a Jerry, que estaba muy ocupado chupando el biberón. Tenía un bebé en brazos, estaba cansada e irritada, y no recordaba la última vez que me había pasado un cepillo por el pelo. Estaba clarísimo que Nick Jonas no podía sentir ningún interés sexual por mi persona. Él también había tenido un día ajetreado y tenía hambre. Posiblemente fuera de esa gente a la que no le gustaba comer a solas.
—Vale —claudiqué a regañadientes—. Pero nada de carne, pescado ni leche para mí. Y eso incluye la mantequilla y los huevos. Y nada de miel.
—¿Por qué? Las abejas no son animales.
—Son artrópodos, como las langostas y los cangrejos.
—¡Por el amor de Dios! —La persona que lo atendía al otro lado de la línea le dijo algo—. Sí. Una botella de cabernet Hobbs.
Me pregunté por cuánto iba a salirme la cena.
—¿Podrías averiguar si lo fabrican con productos de origen animal?
Nick pasó de mí y siguió pidiendo.
—Empezaremos con huevos de pato escalfados y choricitos. Y seguiremos con un par de chuletones de ternera Angus. En su punto.
—¿¡Cómo!? —pregunté con los ojos como platos—. ¿Qué estás haciendo?
—Pidiendo unos chuletones de ternera de primera con denominación de origen —me contestó—. Proteínas, científicamente hablando.
—Tienes muy mala leche —conseguí decir, aunque se me hacía la boca agua. No recordaba la última vez que había comido carne.
Nick esbozó una sonrisa cuando vio mi cara y siguió hablando por teléfono.
—Patatas asadas —dijo—. Con todo. Crema, beicon...
—Y queso —me escuché decir medio mareada. Queso de verdad que se fundiera. Tragué saliva.
—Y queso —repitió Nick. Me miró con un brillo malicioso en los ojos—. ¿Y de postre?
La capacidad de resistencia me abandonó. Ya que iba a romper todas las reglas de la estricta dieta vegetariana y sus principios dietéticos, y a traicionar a Joe en el proceso, lo haría como Dios manda.
—Cualquier cosa con chocolate —me oí decir sin aliento.
Nick ojeó el menú.
—Dos trozos de tarta de chocolate. Gracias. —Colgó el auricular y me miró con expresión triunfal.
Todavía no estaba todo perdido. Podía insistir en que cancelara mi parte del menú y la cambiase por una ensalada verde, una patata cocida y unas cuantas hortalizas al vapor. Sin embargo, me habían abandonado las fuerzas nada más escuchar la palabra «chuletón».
—¿Cuánto tardarán en subir el chuletón? —pregunté.
—Treinta y cinco minutos.
—Debería haberte mandado al cuerno —murmuré.
Nick me miró con una sonrisa ufana.
—Sabía que no serías capaz de hacerlo.
—¿Por qué?
—Porque las mujeres que se dejan tentar un poquito acaban cayendo con todo el equipo. —Soltó una carcajada al verme fruncir el ceño—. Relájate, _____. Joe no tiene por qué enterarse.
Niinny Jonas
NiinnyJonas
Re: Buenas Vibraciones (Nick y tu) [Adaptación Terminada]
CINDY GISSEL! SIGUELA O ME CORTO UNA! -.-' )?
El soltero mas codiciado (Nick & Tú) adaptación
https://onlywn.activoforo.com/t6518-el-soltero-mas-codiciado-nick-y-tu
Compromiso Fingido (Nick & Tú) adaptación
https://onlywn.activoforo.com/t6508-compromiso-fingido-nick-y-tu
EL JUEGO DE SEDUCCIÓN (KEVIN & TÚ) adaptación
https://onlywn.activoforo.com/t6398-el-juego-de-seduccion-kevin-tu
El soltero mas codiciado (Nick & Tú) adaptación
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Compromiso Fingido (Nick & Tú) adaptación
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EL JUEGO DE SEDUCCIÓN (KEVIN & TÚ) adaptación
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CamH
Re: Buenas Vibraciones (Nick y tu) [Adaptación Terminada]
Perdón por no subir hace tiempo, les dejare dos capítulos :D
Niinny Jonas
CAPÍTULO 05
Dos camareros llevaron todo un festín a la habitación del hotel y lo dejaron en el salón. Destaparon el carrito, colocaron el mantel en una mesa y dejaron las bandejas de plata tapadas sobre la mesa. Cuando por fin terminaron de servir el vino y destapar todos los platos, me moría de hambre.
Nick, sin embargo, estaba muy inquieto desde que le cambié el pañal y se echaba a llorar cada vez que intentaba soltarlo. Con él apoyado en el hombro, contemplé el chuletón a la brasa que tenía delante y me pregunté cómo iba a comérmelo con una sola mano.
—Deja que te ayude —murmuró Nick, que se colocó junto a mí.
Cortó el chuletón en trocitos muy pequeños, todos iguales, con tal maestría que lo miré con fingida alarma.
—Vaya forma de manejar el cuchillo.
—Acostumbro ir de caza cada vez que puedo. —Tras terminar la tarea, Nick dejó los cubiertos a un lado y me colocó una servilleta en el escote de la camisa. Sus nudillos me rozaron la piel, provocándome un escalofrío—. Soy capaz de destripar un ciervo en quince minutos —me informó como de pasada.
—Impresionante. Asqueroso, pero impresionante.
Me miró con una sonrisa incorregible antes de regresar a su silla.
—Si así te sientes mejor, me como todo lo que pesco o cazo.
—Gracias, pero no, no me siento mejor. Que sí, que ya sé que la carne no aparece por arte de magia envuelta en plástico en la carnicería. Pero me gusta mantenerme bastante alejada del proceso de tratamiento. No creo que pudiera comerme la carne si tuviese que cazar el animal y...
—¿Desollarlo y destriparlo?
—Eso mismo. Mejor dejamos el tema.
Probé el chuletón. Ya fuera por el largo periodo de abstinencia, por la calidad de la ternera o por la habilidad del chef, la cosa era que ese chuletón a la brasa, hecho al punto y en su jugo, era lo mejor que había probado en la vida. Cerré los ojos un momento, saboreándolo.
Nick soltó una carcajada al ver mi expresión.
—Admítelo, _____. No es tan malo lo de ser carnívoro.
Extendí la mano para coger un trocito de pan y le unté un poco de mantequilla.
—No soy carnívora, soy una omnívora oportunista.
Le di un mordisco al pan y me deleité con el intenso sabor de la mantequilla. Se me había olvidado lo buena que estaba la comida. Con un suspiro, me obligué a comer despacio para apreciarla en todo su esplendor.
Su mirada no se apartó de mi rostro.
—Eres una chica lista, _____.
—¿Te intimida una mujer con un vocabulario extenso?
—Joder, ya lo creo. Ponme delante a cualquier mujer con un cociente intelectual más alto que la temperatura ambiente y estoy perdido. A menos que ella pague la cena.
—Podría hacerme la tonta y así tú pagarías la cena —sugerí.
—Demasiado tarde. Ya has usado más de una palabra esdrújula.
En ese momento, me di cuenta de que Jerry estaba muy quieto, y supe que se había quedado dormido. Había llegado la hora de acostarlo.
—Perdona un momento... —Intenté apartarme de la mesa. Al instante, Nick se acercó a mí y me apartó la silla.
Fui hasta la cama, dejé al bebé sobre el colchón con mucho cuidado y lo tapé con un arrullo. Tras regresar a la mesa, junto a la que Nick seguía de pie, me senté mientras él me acercaba la silla.
—Esta experiencia con Jerry me ha confirmado todo lo que siempre he creído acerca de la maternidad —confesé—. Básicamente, que nunca estaré preparada para ella.
—¿Eso quiere decir que, si te casas con Joe, esperaréis un poco antes de tener uno? —Señaló la cama con la cabeza.
Le metí mano a mi patata asada, que estaba bañada con mantequilla y decorada con queso cheddar fundido.
—Bueno, Joe y yo no vamos a casarnos nunca.
Nick me miró, alarmado.
—¿Por qué no?
—Porque ninguno de los dos cree en el matrimonio. Sólo es un trozo de papel.
Me pareció que meditaba mis palabras.
—Nunca he entendido por qué la gente dice que ciertas cosas son sólo un trozo de papel. Algunos trozos de papel valen un huevo. Los diplomas. Los contratos. Las constituciones...
—En esos casos, estoy de acuerdo en que el papel tiene valor. Pero un contrato de matrimonio y todo lo que conlleva, el anillo, el vestido de novia de princesa y tal, no tienen la menor importancia. Podría hacerle la promesa, con validez legal, a Joe de que lo querré para siempre, pero ¿cómo voy a estar segura? No puedes legislar los sentimientos. No puedes poseer a otra persona. Así que el matrimonio se reduce a un acuerdo de propiedad compartida. Y luego, si hay niños, tienes que redactar las consabidas cláusulas de un acuerdo de custodia compartida... Pero todo eso se puede hacer también sin una boda. La institución del matrimonio ya no tiene sentido.
Le di un buen mordisco a la patata asada, con su mantequilla y su queso, y estaba tan buena que casi tuve un orgasmo.
—Es un sentimiento natural querer pertenecer a otra persona —comentó Nick.
—Una persona no puede pertenecer a otra. En el mejor de los casos, es una ilusión. En el peor, es esclavitud.
—No —insistió él—. Sólo la necesidad de un vínculo.
—Bueno... —Me detuve para seguir con la patata—. Puedo sentirme unida a la gente sin necesidad de convertirlo en un contrato legal. De hecho, podría asegurar que mi punto de vista es mucho más romántico. Lo único que debe hacer que dos personas estén juntas es el amor. No las formalidades.
Nick bebió un sorbo de vino y se reclinó en su silla, mirándome con expresión pensativa. Siguió sujetando la copa y observé esos largos dedos alrededor del cristal. Esa mano no se parecía en nada a la imagen que yo podía tener de la mano de un rico. Estaba morena y callosa, con las uñas muy cortas. No era una mano elegante, pero sí muy atractiva por su fuerza. Y por la delicadeza con la que sujetaba el frágil cristal... Era incapaz de apartar la mirada. Y, por un segundo, me imaginé cómo sería un roce de esos dedos fuertes sobre mi piel. Para mi vergüenza, la idea me puso a cien.
—¿A qué te dedicas en Austin, ______?
La pregunta me arrancó de mis peligrosos pensamientos.
—Tengo una columna de consejos. Escribo sobre relaciones sentimentales.
Nick se quedó de piedra.
—¿Escribes sobre relaciones sentimentales y no crees en el matrimonio?
—No creo en el matrimonio para mí. Eso no quiere decir que desapruebe el matrimonio en otros casos. Si ése es el formato en el que deciden llevar a cabo su compromiso, me parece estupendo. —Le sonreí—. Miss Independiente da unos magníficos consejos a los casados.
—Miss Independiente.
—Eso es.
—¿Es una de esas columnas que ponen a parir a los hombres?
—Para nada. Me gustan los hombres. Soy una gran admiradora de tu sexo. Claro que también suelo recordarles a las mujeres que no necesitamos un hombre al lado para sentirnos realizadas.
—¡Mierda! —Meneó la cabeza con una sonrisa torcida.
—¿No te gustan las mujeres liberadas?
—Claro que sí. Pero requieren mucho más trabajo.
No tenía muy claro a qué clase de trabajo se refería. Y de ninguna de las maneras iba a preguntárselo.
—Así que debes de tener todas las respuestas... —Nick me miró con seriedad.
Hice una mueca, ya que no me gustó la arrogancia que me atribuía la afirmación.
—Nunca me atrevería a afirmar que tengo todas las respuestas. Sólo intento ayudar a los demás a encontrar algunas respuestas si está dentro de mis posibilidades.
Charlamos sobre mi columna un rato y después descubrimos que los dos nos habíamos licenciado en la Universidad de Tejas, aunque la promoción de Nick fue seis años antes que la mía. También descubrimos que a los dos nos gustaba el jazz originario de Austin.
—Solía ir a ver a los Crying Monkeys cada vez que tocaban en la Elephant Room —dijo Nick, en referencia a la famosa sala de conciertos situada en Congress Street, donde tocaban algunos de los músicos más famosos del mundo—. Mis amigos y yo nos pasábamos horas allí, rodeados por la lenta cadencia del jazz con un bourbon en la mano...
—Mientras ligabais a diestro y siniestro.
Le vi apretar los labios.
—He salido con muchas mujeres. Pero no me acuesto con todas.
—Menudo alivio —repliqué—. Porque, si lo hicieras, deberías decirle al médico que te hiciera más pruebas aparte de la de paternidad.
—Me interesan muchas más cosas además de perseguir a las mujeres.
—Sí, lo sé. También persigues ciervos aterrorizados, pobrecillos.
—Vuelvo a repetirte, para que conste en acta, que no me acosté con tu hermana.
Lo miré con escepticismo.
—Rachel no dijo lo mismo. Es su palabra contra la tuya. Además, no serías el primer tío que juega al despiste en una situación como ésta.
—Y ________ no sería la primera mujer que miente sobre quién la ha dejado preñada.
—Saliste con ella. No puedes negar que te sentías atraído.
—Claro que me sentía atraído. Al principio. Pero a los cinco minutos de estar con ella, supe que no íbamos a acabar en la cama. Hubo señales claras de peligro.
—¿Como cuáles?
Su expresión se tornó pensativa.
—Era como si se estuviera esforzando demasiado. Se reía demasiado fuerte. Estaba muy nerviosa. Las respuestas no tenían nada que ver con las preguntas...
Entendí lo que quería decirme.
—Demasiado tensa —dije—. Más bien frenética. Como si lo más mínimo pudiera hacerla saltar. Intentando adelantarse a los acontecimientos.
—Exacto.
Asentí con la cabeza mientras rememoraba unos recuerdos que casi nunca me abandonaban.
—Es por el modo en el que crecimos. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía cinco años, y Rachel, tres, y después de eso, mi padre desapareció del mapa. Así que nos quedamos con mi madre, que es capaz de desquiciar a cualquiera. Arrebatos de histeria. Llantos exagerados. No hubo ni un solo día que pudiera considerarse normal. Vivir con ella todos esos años nos enseñó a esperar un desastre en cualquier momento. Las dos desarrollamos un montón de mecanismos para sobrevivir, entre ellos este del que te he hablado. Cuesta mucho librarse de la costumbre.
Nick me observó con detenimiento.
—Pero tú lo hiciste.
—Tuve un montón de sesiones con un terapeuta en la universidad. Aunque se puede decir que casi todo es obra de Joe. Me enseñó que vivir con otra persona no tiene por qué significar un caos perpetuo ni tampoco una sucesión de dramones. No creo que Rachel haya tenido jamás a una persona estable en su vida como Joe. —Deslicé mi copa de vino hacia él, que me la rellenó con gusto. Mientras contemplaba con expresión pensativa el rojo cabernet, proseguí—: Me siento culpable por haber cortado el contacto con ella estos dos últimos años. Pero estaba harta de intentar salvarla. Bastante tenía con salvarme a mí misma.
—Nadie puede culparte por eso —murmuró él—. No eres la protectora de tu hermana. No le des más vueltas a eso, ______.
Me desconcertó el sentimiento de conexión, de ser comprendida, porque no tenía el menor sentido. Además, me estaba yendo demasiado de la lengua. Decidí que tenía que estar más cansada de lo que había creído en un principio. Forcé una sonrisa.
—Tengo que cubrir mi cuota de culpabilidad diaria con algo. Hoy bien puede tocarle a Rachel. —Cogí la copa de vino y le di un sorbo—. Bueno, ¿cómo es que un tío que viene de una familia de gurús financieros se ha metido en el mundillo inmobiliario? —pregunté para cambiar de tema—. ¿Eres la oveja negra?
—No, sólo la oveja del medio. No soporto hablar de estrategias de inversión, de índices de endeudamientos o de créditos al mercado. No me llama nada. Me gusta construir cosas. Arreglar cosas. Soy un tío de gustos sencillos.
Mientras lo escuchaba, se me ocurrió que Joe y él compartían un rasgo muy poco común: sabían exactamente quiénes eran y estaban muy cómodos consigo mismos.
—Empecé a trabajar en una gestora al salir de la universidad —continuó Nick—, y al final conseguí un préstamo para comprar el negocio.
—¿Te ayudó tu padre?
—¡Qué va! —Una sonrisa torcida—. Cometí un montón de errores que seguramente él me habría evitado. Pero no quería que nadie pudiera decir que lo había hecho él en mi lugar. Asumí toda la responsabilidad del riesgo que corrí. Y como tenía muchas cosas que demostrar, no pensaba fracasar ni de coña.
—Salta a la vista que no lo hiciste. —Lo observé atentamente—. Interesante. Pareces el macho alfa típico, pero eres el hijo mediano. Ese tipo de niño suele ser mucho más tranquilo.
—Para un Jonas, soy tranquilo.
—¡No me digas! —Sonreí y ataqué mi pastel de chocolate—. Después del postre, te largas, Nick. Tengo una larga noche por delante.
—¿Cada cuánto se despierta el bebé?
—Cada tres horas más o menos.
Apuramos el postre y el resto del vino. Nick llamó por teléfono al servicio de habitaciones para que se llevaran los platos y después recogió su chaqueta.
Se detuvo junto a la puerta, desde donde me miró.
—Gracias por la cena.
—De nada. Pero que sepas que, como te saltes la cita con el médico después de esto, pienso ponerle precio a tu cabeza.
—Te recogeré a las nueve.
No se movió. Estábamos muy cerca el uno del otro, y me desconcertó darme cuenta de que se me había acelerado la respiración. Aunque tenía una pose relajada y tranquila, era muchísimo más alto que yo, tanto que tuve la ligera sensación de que me dominaba físicamente. Aunque lo que más me sorprendió fue que la sensación no me resultó del todo desagradable.
—¿Joe es un macho alfa? —me preguntó.
—No. Beta de la cabeza a los pies. No soporto a los machos alfa.
—¿Por qué? ¿Te ponen nerviosa?
—Para nada. —Lo mire con fingida fiereza—. Desayuno machos alfa todos los días.
Un brillo travieso iluminó sus ojos oscuros. —En ese caso, vendré mañana temprano. Y se fue antes de que pudiera replicarle.
Nick, sin embargo, estaba muy inquieto desde que le cambié el pañal y se echaba a llorar cada vez que intentaba soltarlo. Con él apoyado en el hombro, contemplé el chuletón a la brasa que tenía delante y me pregunté cómo iba a comérmelo con una sola mano.
—Deja que te ayude —murmuró Nick, que se colocó junto a mí.
Cortó el chuletón en trocitos muy pequeños, todos iguales, con tal maestría que lo miré con fingida alarma.
—Vaya forma de manejar el cuchillo.
—Acostumbro ir de caza cada vez que puedo. —Tras terminar la tarea, Nick dejó los cubiertos a un lado y me colocó una servilleta en el escote de la camisa. Sus nudillos me rozaron la piel, provocándome un escalofrío—. Soy capaz de destripar un ciervo en quince minutos —me informó como de pasada.
—Impresionante. Asqueroso, pero impresionante.
Me miró con una sonrisa incorregible antes de regresar a su silla.
—Si así te sientes mejor, me como todo lo que pesco o cazo.
—Gracias, pero no, no me siento mejor. Que sí, que ya sé que la carne no aparece por arte de magia envuelta en plástico en la carnicería. Pero me gusta mantenerme bastante alejada del proceso de tratamiento. No creo que pudiera comerme la carne si tuviese que cazar el animal y...
—¿Desollarlo y destriparlo?
—Eso mismo. Mejor dejamos el tema.
Probé el chuletón. Ya fuera por el largo periodo de abstinencia, por la calidad de la ternera o por la habilidad del chef, la cosa era que ese chuletón a la brasa, hecho al punto y en su jugo, era lo mejor que había probado en la vida. Cerré los ojos un momento, saboreándolo.
Nick soltó una carcajada al ver mi expresión.
—Admítelo, _____. No es tan malo lo de ser carnívoro.
Extendí la mano para coger un trocito de pan y le unté un poco de mantequilla.
—No soy carnívora, soy una omnívora oportunista.
Le di un mordisco al pan y me deleité con el intenso sabor de la mantequilla. Se me había olvidado lo buena que estaba la comida. Con un suspiro, me obligué a comer despacio para apreciarla en todo su esplendor.
Su mirada no se apartó de mi rostro.
—Eres una chica lista, _____.
—¿Te intimida una mujer con un vocabulario extenso?
—Joder, ya lo creo. Ponme delante a cualquier mujer con un cociente intelectual más alto que la temperatura ambiente y estoy perdido. A menos que ella pague la cena.
—Podría hacerme la tonta y así tú pagarías la cena —sugerí.
—Demasiado tarde. Ya has usado más de una palabra esdrújula.
En ese momento, me di cuenta de que Jerry estaba muy quieto, y supe que se había quedado dormido. Había llegado la hora de acostarlo.
—Perdona un momento... —Intenté apartarme de la mesa. Al instante, Nick se acercó a mí y me apartó la silla.
Fui hasta la cama, dejé al bebé sobre el colchón con mucho cuidado y lo tapé con un arrullo. Tras regresar a la mesa, junto a la que Nick seguía de pie, me senté mientras él me acercaba la silla.
—Esta experiencia con Jerry me ha confirmado todo lo que siempre he creído acerca de la maternidad —confesé—. Básicamente, que nunca estaré preparada para ella.
—¿Eso quiere decir que, si te casas con Joe, esperaréis un poco antes de tener uno? —Señaló la cama con la cabeza.
Le metí mano a mi patata asada, que estaba bañada con mantequilla y decorada con queso cheddar fundido.
—Bueno, Joe y yo no vamos a casarnos nunca.
Nick me miró, alarmado.
—¿Por qué no?
—Porque ninguno de los dos cree en el matrimonio. Sólo es un trozo de papel.
Me pareció que meditaba mis palabras.
—Nunca he entendido por qué la gente dice que ciertas cosas son sólo un trozo de papel. Algunos trozos de papel valen un huevo. Los diplomas. Los contratos. Las constituciones...
—En esos casos, estoy de acuerdo en que el papel tiene valor. Pero un contrato de matrimonio y todo lo que conlleva, el anillo, el vestido de novia de princesa y tal, no tienen la menor importancia. Podría hacerle la promesa, con validez legal, a Joe de que lo querré para siempre, pero ¿cómo voy a estar segura? No puedes legislar los sentimientos. No puedes poseer a otra persona. Así que el matrimonio se reduce a un acuerdo de propiedad compartida. Y luego, si hay niños, tienes que redactar las consabidas cláusulas de un acuerdo de custodia compartida... Pero todo eso se puede hacer también sin una boda. La institución del matrimonio ya no tiene sentido.
Le di un buen mordisco a la patata asada, con su mantequilla y su queso, y estaba tan buena que casi tuve un orgasmo.
—Es un sentimiento natural querer pertenecer a otra persona —comentó Nick.
—Una persona no puede pertenecer a otra. En el mejor de los casos, es una ilusión. En el peor, es esclavitud.
—No —insistió él—. Sólo la necesidad de un vínculo.
—Bueno... —Me detuve para seguir con la patata—. Puedo sentirme unida a la gente sin necesidad de convertirlo en un contrato legal. De hecho, podría asegurar que mi punto de vista es mucho más romántico. Lo único que debe hacer que dos personas estén juntas es el amor. No las formalidades.
Nick bebió un sorbo de vino y se reclinó en su silla, mirándome con expresión pensativa. Siguió sujetando la copa y observé esos largos dedos alrededor del cristal. Esa mano no se parecía en nada a la imagen que yo podía tener de la mano de un rico. Estaba morena y callosa, con las uñas muy cortas. No era una mano elegante, pero sí muy atractiva por su fuerza. Y por la delicadeza con la que sujetaba el frágil cristal... Era incapaz de apartar la mirada. Y, por un segundo, me imaginé cómo sería un roce de esos dedos fuertes sobre mi piel. Para mi vergüenza, la idea me puso a cien.
—¿A qué te dedicas en Austin, ______?
La pregunta me arrancó de mis peligrosos pensamientos.
—Tengo una columna de consejos. Escribo sobre relaciones sentimentales.
Nick se quedó de piedra.
—¿Escribes sobre relaciones sentimentales y no crees en el matrimonio?
—No creo en el matrimonio para mí. Eso no quiere decir que desapruebe el matrimonio en otros casos. Si ése es el formato en el que deciden llevar a cabo su compromiso, me parece estupendo. —Le sonreí—. Miss Independiente da unos magníficos consejos a los casados.
—Miss Independiente.
—Eso es.
—¿Es una de esas columnas que ponen a parir a los hombres?
—Para nada. Me gustan los hombres. Soy una gran admiradora de tu sexo. Claro que también suelo recordarles a las mujeres que no necesitamos un hombre al lado para sentirnos realizadas.
—¡Mierda! —Meneó la cabeza con una sonrisa torcida.
—¿No te gustan las mujeres liberadas?
—Claro que sí. Pero requieren mucho más trabajo.
No tenía muy claro a qué clase de trabajo se refería. Y de ninguna de las maneras iba a preguntárselo.
—Así que debes de tener todas las respuestas... —Nick me miró con seriedad.
Hice una mueca, ya que no me gustó la arrogancia que me atribuía la afirmación.
—Nunca me atrevería a afirmar que tengo todas las respuestas. Sólo intento ayudar a los demás a encontrar algunas respuestas si está dentro de mis posibilidades.
Charlamos sobre mi columna un rato y después descubrimos que los dos nos habíamos licenciado en la Universidad de Tejas, aunque la promoción de Nick fue seis años antes que la mía. También descubrimos que a los dos nos gustaba el jazz originario de Austin.
—Solía ir a ver a los Crying Monkeys cada vez que tocaban en la Elephant Room —dijo Nick, en referencia a la famosa sala de conciertos situada en Congress Street, donde tocaban algunos de los músicos más famosos del mundo—. Mis amigos y yo nos pasábamos horas allí, rodeados por la lenta cadencia del jazz con un bourbon en la mano...
—Mientras ligabais a diestro y siniestro.
Le vi apretar los labios.
—He salido con muchas mujeres. Pero no me acuesto con todas.
—Menudo alivio —repliqué—. Porque, si lo hicieras, deberías decirle al médico que te hiciera más pruebas aparte de la de paternidad.
—Me interesan muchas más cosas además de perseguir a las mujeres.
—Sí, lo sé. También persigues ciervos aterrorizados, pobrecillos.
—Vuelvo a repetirte, para que conste en acta, que no me acosté con tu hermana.
Lo miré con escepticismo.
—Rachel no dijo lo mismo. Es su palabra contra la tuya. Además, no serías el primer tío que juega al despiste en una situación como ésta.
—Y ________ no sería la primera mujer que miente sobre quién la ha dejado preñada.
—Saliste con ella. No puedes negar que te sentías atraído.
—Claro que me sentía atraído. Al principio. Pero a los cinco minutos de estar con ella, supe que no íbamos a acabar en la cama. Hubo señales claras de peligro.
—¿Como cuáles?
Su expresión se tornó pensativa.
—Era como si se estuviera esforzando demasiado. Se reía demasiado fuerte. Estaba muy nerviosa. Las respuestas no tenían nada que ver con las preguntas...
Entendí lo que quería decirme.
—Demasiado tensa —dije—. Más bien frenética. Como si lo más mínimo pudiera hacerla saltar. Intentando adelantarse a los acontecimientos.
—Exacto.
Asentí con la cabeza mientras rememoraba unos recuerdos que casi nunca me abandonaban.
—Es por el modo en el que crecimos. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía cinco años, y Rachel, tres, y después de eso, mi padre desapareció del mapa. Así que nos quedamos con mi madre, que es capaz de desquiciar a cualquiera. Arrebatos de histeria. Llantos exagerados. No hubo ni un solo día que pudiera considerarse normal. Vivir con ella todos esos años nos enseñó a esperar un desastre en cualquier momento. Las dos desarrollamos un montón de mecanismos para sobrevivir, entre ellos este del que te he hablado. Cuesta mucho librarse de la costumbre.
Nick me observó con detenimiento.
—Pero tú lo hiciste.
—Tuve un montón de sesiones con un terapeuta en la universidad. Aunque se puede decir que casi todo es obra de Joe. Me enseñó que vivir con otra persona no tiene por qué significar un caos perpetuo ni tampoco una sucesión de dramones. No creo que Rachel haya tenido jamás a una persona estable en su vida como Joe. —Deslicé mi copa de vino hacia él, que me la rellenó con gusto. Mientras contemplaba con expresión pensativa el rojo cabernet, proseguí—: Me siento culpable por haber cortado el contacto con ella estos dos últimos años. Pero estaba harta de intentar salvarla. Bastante tenía con salvarme a mí misma.
—Nadie puede culparte por eso —murmuró él—. No eres la protectora de tu hermana. No le des más vueltas a eso, ______.
Me desconcertó el sentimiento de conexión, de ser comprendida, porque no tenía el menor sentido. Además, me estaba yendo demasiado de la lengua. Decidí que tenía que estar más cansada de lo que había creído en un principio. Forcé una sonrisa.
—Tengo que cubrir mi cuota de culpabilidad diaria con algo. Hoy bien puede tocarle a Rachel. —Cogí la copa de vino y le di un sorbo—. Bueno, ¿cómo es que un tío que viene de una familia de gurús financieros se ha metido en el mundillo inmobiliario? —pregunté para cambiar de tema—. ¿Eres la oveja negra?
—No, sólo la oveja del medio. No soporto hablar de estrategias de inversión, de índices de endeudamientos o de créditos al mercado. No me llama nada. Me gusta construir cosas. Arreglar cosas. Soy un tío de gustos sencillos.
Mientras lo escuchaba, se me ocurrió que Joe y él compartían un rasgo muy poco común: sabían exactamente quiénes eran y estaban muy cómodos consigo mismos.
—Empecé a trabajar en una gestora al salir de la universidad —continuó Nick—, y al final conseguí un préstamo para comprar el negocio.
—¿Te ayudó tu padre?
—¡Qué va! —Una sonrisa torcida—. Cometí un montón de errores que seguramente él me habría evitado. Pero no quería que nadie pudiera decir que lo había hecho él en mi lugar. Asumí toda la responsabilidad del riesgo que corrí. Y como tenía muchas cosas que demostrar, no pensaba fracasar ni de coña.
—Salta a la vista que no lo hiciste. —Lo observé atentamente—. Interesante. Pareces el macho alfa típico, pero eres el hijo mediano. Ese tipo de niño suele ser mucho más tranquilo.
—Para un Jonas, soy tranquilo.
—¡No me digas! —Sonreí y ataqué mi pastel de chocolate—. Después del postre, te largas, Nick. Tengo una larga noche por delante.
—¿Cada cuánto se despierta el bebé?
—Cada tres horas más o menos.
Apuramos el postre y el resto del vino. Nick llamó por teléfono al servicio de habitaciones para que se llevaran los platos y después recogió su chaqueta.
Se detuvo junto a la puerta, desde donde me miró.
—Gracias por la cena.
—De nada. Pero que sepas que, como te saltes la cita con el médico después de esto, pienso ponerle precio a tu cabeza.
—Te recogeré a las nueve.
No se movió. Estábamos muy cerca el uno del otro, y me desconcertó darme cuenta de que se me había acelerado la respiración. Aunque tenía una pose relajada y tranquila, era muchísimo más alto que yo, tanto que tuve la ligera sensación de que me dominaba físicamente. Aunque lo que más me sorprendió fue que la sensación no me resultó del todo desagradable.
—¿Joe es un macho alfa? —me preguntó.
—No. Beta de la cabeza a los pies. No soporto a los machos alfa.
—¿Por qué? ¿Te ponen nerviosa?
—Para nada. —Lo mire con fingida fiereza—. Desayuno machos alfa todos los días.
Un brillo travieso iluminó sus ojos oscuros. —En ese caso, vendré mañana temprano. Y se fue antes de que pudiera replicarle.
Niinny Jonas
NiinnyJonas
Re: Buenas Vibraciones (Nick y tu) [Adaptación Terminada]
CAPÍTULO 06
Nunca lo habría creído posible, pero mi segunda noche con Jerry fue incluso peor que la primera. La placentera sensación que me habían proporcionado el chuletón de la cena, el buen vino y la conversación desapareció en cuanto mi sobrino exigió el segundo biberón.
—Jerry, eres un aguafiestas —le dije, aunque a él no pareció preocuparle en absoluto.
Perdí la cuenta de las veces que se despertó y del número de pañales que cambié, pero me daba la sensación de que no conseguía dormir más de veinte minutos seguidos. Cuando me llamaron de recepción a las siete y media, ya que había pedido el servicio de despertador, salí de la cama a rastras y me fui al baño dando trompicones para lavarme los dientes y darme una ducha.
Una ducha de un cuarto de hora y dos tazas del café rancio de la minúscula cafetera eléctrica que había en la cocina consiguieron espabilarme un poco. Me puse unos chinos, una camisa azul claro de manga francesa y unas sandalias de tiras. Me pensé lo de utilizar o no el secador para secarme el pelo, por temor a que el ruido despertara a Jerry, pero al final llegué a la firme conclusión de que, si quería llorar, que llorase.
Apagué el secador en cuanto tuve el pelo liso y bien peinado.
Silencio.
¿Le habría pasado algo a Jerry? ¿Por qué estaba tan callado? Fui corriendo al dormitorio para echarle un vistazo. Estaba durmiendo a pierna suelta. Su pecho subía y bajaba con regularidad y tenía los mofletes sonrosados. Lo toqué para cerciorarme de que realmente estaba bien. Jerry bostezó y cerró con fuerza los ojos.
—Ahora quieres dormir, ¿no? —susurré.
Me senté a su lado y contemplé esa piel tan fina, las delicadas pestañas, su expresión relajada por el sueño. Las cejas apenas eran visibles, porque las tenía muy poco pobladas y además el vello era muy delicado. Se parecía a Rachel. Tenían la misma nariz y la misma boca, aunque Jerry era moreno de pelo. «Como Nick Jonas», pensé mientras le pasaba un dedo por la sedosa pelusilla.
Me levanté para ir en busca del móvil, que se estaba cargando. Marqué el número de mi prima Liza y me contestó de inmediato.
—¿Diga?
—Soy ______.
—¿Cómo está el bebé?
—Bien. ¿Sabes algo del paradero de Rachel? Porque si no has averiguado nada...
—La he encontrado —me interrumpió ella con una nota triunfal en la voz.
Se me abrieron los ojos de par en par.
—¿Cómo? ¿Dónde está? ¿Has hablado con ella?
—Directamente no. Pero hay un tío al que suele acudir a veces cuando está de bajón...
—¿Al que suele acudir? —le pregunté con recelo—. ¿Te refieres a que sale con él?
—No exactamente. Está casado. El caso es que pensé que Rachel podría haberle pedido ayuda. Así que busqué su número de teléfono, le dejé un mensaje y ha acabado por llamarme. Dice que Rachel está bien y que ha estado con él estos últimos días.
—¿Y quién es ese tío?
—No puedo decírtelo. Quiere quedarse al margen de todo esto.
—¡Claro, cómo no! Liza, quiero saber con pelos y señales cómo está mi hermana, dónde se encuentra y...
—Está en una clínica en Nuevo México.
Se me aceleró tanto el corazón que estuve a punto de marearme.
—¿Qué tipo de clínica? ¿De rehabilitación? ¿Tiene problemas con las drogas?
—No, no tiene nada que ver con eso. Creo que tiene una depresión o algo.
La palabra «depresión» me asustó e hizo que mi voz sonara un poco temblorosa al preguntar:
—¿Cómo se llama la clínica?
—El Valle del Bienestar.
—Pero ¿ha sido el tío ese del que hablas quien la ha ingresado o lo ha decidido ella? ¿Está bien físicamente?
—No lo sé. Tendrás que preguntárselo tú.
Cerré los ojos con todas mis fuerzas y le pregunté a mi prima:
—Liza... Rachel... no habrá intentado suicidarse, ¿verdad?
—¡Qué va, mujer! Por lo que tengo entendido, el nacimiento de Jerry fue demasiado para ella. Tal vez necesite unas vacaciones.
La respuesta me hizo sonreír con ironía mientras replicaba para mis adentros que lo de mi hermana no se solucionaría con unas simples vacaciones.
—En fin —dijo mi prima—, te paso el número de teléfono de la clínica. Aunque me parece que ya tiene el móvil disponible.
Anoté el número, corté la llamada y fui directa al portátil.
Una búsqueda del nombre de la clínica en Google reveló que era un centro especializado en tratamientos de corta duración, situado en un pueblo cercano a Santa Fe. Las fotos disponibles en la página oficial mostraban un lugar más parecido a un spa o a un complejo turístico que a una clínica de salud mental. De hecho, incluso mencionaban la terapia holística e impartían clases de nutrición. Aunque también parecían contar con los servicios de profesionales titulados en el campo de la psiquiatría, encargados de los tratamientos especializados. El apartado donde se describían dichos «tratamientos» hacía hincapié en el afán de curar tanto el cuerpo como la mente, y su objetivo era el de no usar medicación siempre que fuera posible.
El Valle del Bienestar parecía un lugar poco serio para una persona que podía sufrir de depresión. ¿Dispondrían de los recursos necesarios para ayudar a Rachel? ¿Incluirían de verdad tratamientos psicológicos junto con la pedicura y las mascarillas faciales?
Aunque estaba deseando contactar con ellos para pedirles información sobre mi hermana, sabía que sería imposible conseguir que traicionaran el derecho a la intimidad de uno de sus pacientes.
Me cogí la cabeza con las manos sin moverme de la silla que ocupaba frente a la mesa del rincón y me pregunté si mi hermana habría tocado fondo. El miedo, la lástima, la angustia y la ira batallaban en mi interior mientras pensaba que nadie podría llevar una vida normal después de haber sufrido la infancia que nos había tocado vivir a nosotras.
Recordé las exageradas rabietas que protagonizaba mi madre, la retorcida lógica que regía su comportamiento, los repentinos impulsos que tanto nos asustaban y nos confundían a Rachel y a mí. La ristra de hombres que entraban y salían de la vida de mi madre, y que formaban parte de su desesperada búsqueda de la felicidad. Pero nada ni nadie había conseguido nunca que fuera feliz. Nuestras vidas no habían sido normales y nuestros esfuerzos por fingir lo contrario nos habían acarreado una amarga soledad. Porque crecimos sabiendo que éramos distintas de los demás.
No éramos capaces de acercarnos emocionalmente a nadie. Ni siquiera éramos capaces de tener un vínculo emocional entre nosotras. Porque la persona a la que más querías era la que más daño podía llegar a hacerte. ¿Cómo se olvidaba esa lección cuando la llevabas grabada a fuego en cada célula de tu cuerpo? Era imposible librarse de esa marca.
Alargué el brazo despacio para coger el móvil y marqué el número de Rachel. En esa ocasión, al contrario que en todas las anteriores, mi hermana respondió.
—¿Diga?
—Rachel, soy yo.
—________...
—¿Estás bien?
—Sí, estupendamente.
La voz de mi hermana sonaba muy aguda y trémula. Como la de una niña. Y eso me trajo a la memoria miles de recuerdos. Recordé a la niña que había sido. Recordé todas las veces que le leí cuentos, ya fuera de día o de noche, cuando nos quedábamos solas demasiado tiempo, sin suficiente comida y sin saber dónde estaba nuestra madre. Le leía libros sobre criaturas mágicas, niños intrépidos y conejos aventureros. Y Rachel escuchaba y escuchaba, acurrucada a mi lado, y yo no me quejaba aunque hiciera calor y estuviera sudando porque no había aire acondicionado.
—Oye —dije en voz baja—, ¿qué te ha pasado?
—Bueno, lo normal...
Las dos reímos entre dientes. Comprobar que mi hermana conservaba cierto sentido del humor, aunque posiblemente hubiera perdido la cabeza, me alivió en parte.
—Rachel Sue... —Me acerqué a la cama para mirar a Jerry—, eres la única persona que odia las sorpresas tanto como yo. ¿Un aviso era demasiado pedir? Podrías haberme llamado. Mandarme un correo electrónico. Una carta contándome tus aventuras de verano, no sé. En cambio, la que me llamó fue mamá anteanoche.
Hubo un largo silencio.
—¿Está enfadada conmigo?
—Siempre está enfadada —contesté de forma razonable—.¡Lo que quieres saber es cómo reaccionó con respecto a Jerry...! Bueno, creo que, si alguna vez se hubiera parado a pensar que en algún momento de nuestras vidas podríamos hacerla abuela, nos habría esterilizado antes de llegar a la adolescencia. Por suerte para Jerry, mamá nunca ha sabido hacer planes a largo plazo.
—¿Jerry está bien? —me preguntó mi hermana con voz llorosa.
—Está genial —me apresuré a contestarle—. Sano y tragando a todas horas.
—Supongo... supongo que querrás saber por qué lo dejé con mamá.
—Sí. Pero antes de que me lo cuentes, dime dónde estás. ¿En la clínica que ha mencionado Liza?
—Sí, llegué anoche. Es un lugar bonito, _______. Tengo una habitación para mí sola. Puedo salir y entrar siempre que quiera. Me han dicho que posiblemente necesite estar internada unos tres meses.
Me quedé tan pasmada que no supe ni qué decir. ¿Por qué tres meses? ¿Cómo era posible que supieran que ése era el tiempo que mi hermana necesitaba para solucionar sus problemas? ¿Habían mirado sus cuentas y habían decidido que con lo que tenía no daba para más de tres meses? Si sufría de tendencias psicóticas o suicidas, tres meses no bastarían. O tal vez no le hubieran dicho la verdad a Rachel, aunque la hubieran ingresado como paciente de largo internamiento. Tenía un sinfín de preguntas que hacerle a la vez, todas tan urgentes que al final me aturullé y no fui capaz de decir ni pío. Carraspeé para intentar librarme del nudo que las palabras me habían hecho en la garganta. Un nudo sospechosamente salado.
Como si hubiera percibido mi impotencia, Rachel me dijo:
—Mi amigo Mark me compró el billete de avión y se encargó del papeleo de la clínica.
Mark. El hombre casado.
—¿De verdad quieres estar ahí? —le pregunté con tiento.
—No quiero estar en ningún sitio, _______ —contestó ella con un hilo de voz.
—¿Has hablado ya con alguien?
—Sí, con una mujer. Con la doctora Jaslow.
—¿Te cae bien?
—Parece simpática.
—¿Crees que podrá ayudarte?
—Creo que sí. No lo sé.
—¿De qué hablasteis?
—Le conté que había dejado a Jerry con mamá. No tenía intención de hacerlo. No quería abandonar al niño así.
—¿Sabes por qué lo hiciste, cariño? ¿Te pasó algo?
—Después de salir del hospital con Jerry, me fui al apartamento de Liza un par de días. Pero todo me parecía distinto. No tenía la sensación de que el bebé fuese mío. No sabía cómo hacer de madre.
—Por supuesto. Nuestros padres nunca ejercieron como tales. No puedes guiarte por ningún ejemplo.
—No podía aguantar ni un segundo más en mi propia piel. Miraba a Jerry y me preguntaba si estaba sintiendo lo que debía sentir. Y después tuve la impresión de que abandonaba mi cuerpo y me alejaba de todo. Aunque la sensación pasó, a partir de ese momento me pareció verlo todo como si estuviera rodeada de una espesa niebla. Todavía me pasa. Y lo odio. —Un largo silencio antes de que me preguntara de forma entrecortada—: ______, ¿me estoy volviendo loca?
—No —le contesté de inmediato—. Yo he pasado por lo mismo unas cuantas veces. El terapeuta que veía en Austin me dijo que esa especie de desdoblamiento es una vía de escape provocada por nosotras mismas. Una forma de alejarse del trauma.
—¿Te sigue pasando?
—¿La sensación de abandonar mi cuerpo? Hace ya mucho que no me pasa. Un buen terapeuta puede ayudarte a llegar a un punto en el que evites hacerlo.
—¿Sabes lo que me está desquiciando, ______?
Sí, lo sabía. Pero, de todas formas, pregunté:
—¿El qué?
—Pues que intento recordar cómo fue nuestra infancia con mamá y sus ataques de histeria, y todos esos hombres que llevaba a casa... y lo único que recuerdo con claridad son los ratos que pasaba contigo. Cuando me hacías la cena en el tostador o cuando me leías cuentos. Cosas así. Pero lo demás está en blanco. Y cuando me esfuerzo por recordarlo, me asusto y me mareo.
Cuando recuperé la voz después de escucharla, salió ronca y de forma entrecortada, como si estuviera intentando extender una gruesa capa de crema pastelera sobre una frágil hoja de hojaldre.
—¿Le has dicho a la doctora Jaslow lo que te conté sobre Roger?
—En parte —contestó.
—Bien. Tal vez pueda ayudarte a recordar más.
Escuché un trémulo suspiro.
—Es duro.
—Lo sé, Rachel.
Hubo un largo silencio.
—Cuando era pequeña, me sentía como si viviera rodeada por una valla eléctrica que mamá cambiara constantemente. Nunca sabía dónde sufriría la siguiente descarga. Mamá estaba loca, _______.
—Y lo sigue estando —señalé con sequedad.
—Pero nadie quería hacernos caso. La gente prefería ignorar que una madre podía hacer esas cosas.
—Yo lo viví contigo.
—Pero hace mucho tiempo que no me escuchas. Te fuiste a Austin. Me abandonaste.
Hasta ese momento, desconocía que la culpa pudiera alcanzar un grado tan intenso que el dolor se hacía insoportable. En aquella época, me sentía tan desesperada por huir de esa vida tan asfixiante y tan demoledora para mi alma que dejé que mi hermana se las apañara como pudiera.
—Lo siento —conseguí decir—. Yo...
Alguien llamó a la puerta.
Eran las nueve y cuarto. Se suponía que debía estar a las nueve en el vestíbulo con Jerry, esperando a Nick Jonas.
—Mierda —murmuré—. Espera un momento, Rachel. Es el servicio de limpieza. No cuelgues.
—Vale.
Me acerqué a la puerta, abrí y le hice un brusco gesto a Nick para que pasara. Me sentía tan agobiada que tenía la sensación de que iba a acabar explotando.
Nick entró en la habitación, y su presencia consiguió de alguna forma acallar el clamoroso zumbido que tenía en los oídos. Sus ojos eran negros e insondables. Me miró atentamente y comprendió enseguida la situación. Hizo un breve gesto con la cabeza para indicarme que no había problema, y se acercó a la cama para echarle un vistazo a mi sobrino, que seguía dormido.
Esa mañana, llevaba unos vaqueros anchos y un polo verde con aberturas laterales en la parte inferior. El tipo de atuendo que un hombre lleva sólo si sabe que tiene un cuerpo perfecto y no se preocupa por parecer más alto, más musculoso o más delgado porque sabe que lo es.
Mis sentidos reaccionaron con una urgencia atávica en cuanto vi ese poderoso físico masculino inclinado sobre el bebé, tan indefenso que ni siquiera era capaz de darse la vuelta sobre la cama solo. El instinto de protección que me asaltó por un niño que ni siquiera era mío me sorprendió unos segundos. Era una tigresa, lista para saltar. Sin embargo, me relajé al ver que Nick sólo quería arropar mejor a Jerry con el arrullo.
Me senté en un diván situado al lado de un mullido sillón.
—Rachel —dije con tiento—, me confunde un poco el papel que juega tu amigo Mark en todo esto. ¿Ha pagado tu internamiento en la clínica?
—Sí.
—Yo lo pagaré. No quiero que le debas nada.
—Mark nunca me pediría el dinero.
—Me refería a la deuda emocional. Es difícil decirle que no a alguien después de que te haya ayudado a pagar algo así. Yo soy tu hermana. Yo me encargo.
—No es necesario, ______ —replicó Rachel con la voz herida y a la vez agotada—. Olvídalo. No es eso lo que necesito de ti.
Intenté sonsacarle información moviéndome con pies de plomo. Como si estuviera arrancándole los pétalos del centro a una flor con mucho cuidado para no destrozar los demás.
—¿Es el padre del bebé?
—El bebé no tiene padre. Es mío y de nadie más. Por favor, no me preguntes por eso. Con toda la mierda que tengo encima...
—Vale —la interrumpí con rapidez—. Vale. Es que... lo digo porque, si no establecemos la paternidad de Jerry, no tendrá derecho a recibir ningún tipo de manutención. Y si alguna vez quieres solicitar ayuda económica estatal, querrán saber quién es el padre.
—No tendré que hacerlo nunca. El padre de Jerry va a ayudarme cuando lo necesite. Pero no quiere compartir la custodia, ni establecer un régimen de visitas ni nada de eso.
—¿Estás segura? ¿Te lo ha dicho?
—Sí.
—Rachel... Liza asegura que le dijiste que el padre es Nick Jonas.
Vi cómo se tensaba la espalda de Nick. Esos fuertes músculos se contrajeron bajo el polo verde.
—Nick no es el padre —me aseguró simple y llanamente—. Se lo dije para que no me preguntara más, y sabía que así me dejaría tranquila.
—¿Estás segura? Porque estaba dispuesta a obligarlo a someterse a una prueba de paternidad.
—¡Dios, ____! No molestes a Nick con esto. Él no es el padre. Nunca me he acostado con él.
—¿Y por qué le dijiste lo contrario a Liza?
—No lo sé. Supongo que su rechazo me dio vergüenza y no quería admitirlo delante de Liza.
—No creo que haya motivos para que te sientas avergonzada —dije en voz baja—. Creo que se comportó como un caballero. —Por el rabillo del ojo, vi que Nick se sentaba en el borde del colchón. Sentía su mirada clavada en mí.
—Da igual. —Rachel parecía agotada y molesta—. Tengo que dejarte.
—No. Espera. Tengo que decirte un par de cosas. ¿Te importa si hablo con la doctora Jaslow?
—No.
Su rápida respuesta me sorprendió.
—Gracias. Dile que te parece bien que hable conmigo. Querrá que le firmes una autorización antes de ponerse en contacto conmigo. Y lo otro... Rachel... ¿Qué quieres hacer con Jerry mientras estás en la clínica?
El silencio que siguió a mi pregunta fue tan prolongado y absoluto que me pregunté si se habría cortado la llamada.
—Pensaba que ibas a ocuparte de él —contestó mi hermana al cabo del mismo.
Tuve la impresión de que me habían clavado la piel de la frente al cráneo. Me di un masaje con los dedos para intentar relajarla y presioné en la hendidura donde el hueso nasal se une al lagrimal. Estaba atrapada. Acorralada.
—No creo que pueda convencer a Joe.
—Puedes mudarte al piso de Liza. Quedarte con mi parte del alquiler.
Clavé la vista en la puerta de la habitación, aunque realmente no veía nada, y me dije que era mejor que Rachel no viera la cara que acababa de poner. Ya estaba pagando la mitad del alquiler del piso que compartía con Joe. Y la idea de mudarme con mi prima, que se pasaría todo el día llevando hombres a casa... por no mencionar lo que le gustaría compartir casa con un bebé que no paraba de berrear... No. Sería un completo desastre.
Rachel volvió a hablar, enfatizando cada palabra como si le costara la misma vida pronunciarlas.
—Tendrás que solucionarlo como sea. Yo no puedo pensar en eso. No sé qué decirte. Contrata a alguien. Le diré a Mark que te lo pague.
—¿Puedo hablar con él?
—¡No! —se negó en redondo—. Tú verás lo que haces. Lo único que necesito es que cuides del niño tres meses. ¡Sólo te pido tres meses de tu vida, _____! ¿No puedes hacerlo por mí? Es lo primero que te pido en la vida. ¿Es que no puedes ayudarme? ¿Eh? —Su voz tenía un deje furioso y asustado a la vez.
Al escucharla, reconocí el tono de voz de mi madre y me asusté.
—Sí puedo —contesté con mucho tiento y lo repetí para tranquilizarla—. Sí, Rachel, sí.
Después, las dos guardamos silencio y nos limitamos a respirar de forma agitada.
«Tres meses», pensé con tristeza. Tres meses para que Rachel superara una infancia desgraciada y los traumas con los que cargaba por su culpa. ¿Lo lograría mi hermana? ¿Y yo...? ¿Lograría mantener mi vida a flote hasta entonces?
—Rachel... —dije al cabo de unos segundos—, si voy a formar parte de esto, lo haré con todas las consecuencias. Tendrás que dejarme hablar con la doctora Jaslow. Y tendrás que dejarme hablar contigo. No te llamaré a menudo, pero cuando lo haga, no me des largas. Tendrás que saber cómo está tu hijo, ¿verdad?
—Vale. Sí.
—Y, para que conste —no pude evitar añadir—, esto no es lo primero que me pides en la vida.
Su frágil risa aleteó en mi oído.
Antes de que colgara, Rachel me dio el número de habitación que ocupaba y, además, el número de teléfono fijo de la clínica. Aunque me habría gustado seguir hablando con ella, colgó de forma abrupta. Cerré el móvil, limpié el sudor de la pantalla en los chinos y lo solté muy despacio. Intenté asimilar todo lo que estaba pasando a mi alrededor, aunque me sentía atontada. Era como correr detrás de un coche en movimiento.
—¿Quién coño es Mark? —pregunté en voz alta.
Estaba paralizada. No me moví ni levanté la cabeza cuando los zapatos de Nick Jonas aparecieron en mi campo de visión. Unas sandalias de cuero con costuras a la vista. Tenía algo en la mano... un trozo de papel doblado. Me lo dio sin decir nada.
Cuando desdoblé la nota, vi que era la dirección de la clínica de mi hermana. Debajo, estaba escrito el nombre de Mark Gottler, acompañado de un número de teléfono y de la dirección de la Confraternidad de la Verdad Eterna.
Extrañada, meneé la cabeza.
—¿Quién es este tío? ¿Qué tiene que ver una iglesia con todo esto?
—Gottler es un pastor afiliado. —Nick se acuclilló delante de mí para que nuestras caras quedaran a la misma altura—. Rachel usó una de sus tarjetas de crédito para pagar el ingreso en la clínica.
—¡Dios mío! ¿Cómo lo has...? —Dejé la pregunta en el aire y me pasé una mano por la frente. La tenía sudorosa—. ¡Vaya! —exclamé con un hilo de voz—. Tu detective es bueno, sí. ¿Cómo es que ha conseguido tan pronto la información?
—Lo llamé ayer, justo después de conocerte.
Claro. Con la cantidad de recursos que tenía a su disposición, era normal que Nick hubiera comprobado la información. Seguramente también habría ordenado que me investigaran a mí.
Volví a clavar la vista en el papel.
—¿Cómo acabó mi hermana liada con un pastor casado?
—Parece que la agencia de trabajo temporal a la que está asociada la envía de vez en cuando a la iglesia.
—¿Para hacer qué? —pregunté con ironía—. ¿Para pasar la cesta de las limosnas?
—Es una iglesia importante. Un buen tinglado. Tienen administradores, expertos en inversiones financieras que ofrecen consejo e incluso restaurante propio. Es una especie de Disneyland. Cuentan con treinta y cinco mil miembros, y la cifra no para de aumentar. Si el pastor principal tiene que ausentarse, Gottler lo sustituye en el programa de televisión. —Clavó la vista en mis dedos, que yo acababa de entrelazar despacio después de dejar que la nota con las direcciones y los números de teléfono cayera al suelo—. Mi empresa tiene un par de contratos de gestión con la Verdad Eterna. He hablado con Gottler un par de veces.
Eso hizo que lo mirara a la cara.
—¿De verdad? ¿Cómo es?
—Refinado. Simpático. Un hombre de familia. No parece de los que le ponen los cuernos a su mujer.
—Nunca lo parecen —susurré. Sin darme cuenta de lo que hacía, comencé a juguetear con los dedos. Los separé y apreté los puños con fuerza—. Rachel se ha negado a confirmarme que sea el padre. Pero ¿por qué iba a estar haciendo todo esto si no?
—Sólo hay una forma de saberlo. Aunque dudo que acepte someterse a una prueba de paternidad.
—Tienes razón —convine mientras intentaba asimilarlo todo—. No se puede decir que los hijos bastardos ayuden a consagrar las carreras de los predicadores televisivos. —El aire acondicionado parecía haber bajado la temperatura de la habitación por debajo los cero grados. Comencé a tiritar—. Necesito hablar con él. ¿Cómo lo hago?
—Yo no te aconsejaría ir sin una cita previa. En mi caso, mi oficina no es muy rigurosa al respecto, pero nunca conseguirás pasar del mostrador de recepción de la Confraternidad de la Verdad Eterna sin una cita.
Decidí ir directa al grano.
—¿Podrías ayudarme a conseguir una cita con Gottler?
—Lo pensaré.
«Eso es un no», me dije.
Tenía la nariz y los labios entumecidos. Miré hacia la cama por encima del hombro de Nick, preocupada por si Jerry tenía frío.
—Está bien —me aseguró Nick en voz baja como si pudiera leerme el pensamiento—. Todo va a salir bien, ______.
Di un respingo al sentir su mano sobre una de las mías. Lo miré con los ojos abiertos de par en par, preguntándome cuáles serían sus intenciones. Sin embargo, no había nada insinuante en sus caricias ni en su mirada.
Su mano me resultó sorprendente por la fuerza y el calor que transmitía. Hubo algo en ese tácito apoyo que me animó como si acabaran de inyectarme algún tipo de droga en vena. Era un gesto muy íntimo eso de cogerle a alguien la mano. El consuelo y el placer que estaba obteniendo eran una traición en toda regla hacia Joe. No obstante, antes de que pudiera protestar o seguir incluso disfrutando de la sensación, el cálido roce desapareció.
Llevaba toda la vida intentando superar las consecuencias de la falta de una figura paterna durante la infancia. La carencia de un padre me había ocasionado una profunda atracción hacia los hombres fuertes, hacia los hombres con capacidad dominante, y eso me aterrorizaba. Así que me había inclinado tercamente hacia el polo opuesto, hacia los hombres como Joe, que dependían de mí para matar arañas y llevar las maletas. Eso era justo lo que quería. Y, sin embargo, un hombre como Nick Jonas, innegablemente masculino y segurísimo de sí mismo, despertaba en mí una inconfesable atracción que rozaba el fetichismo.
Tuve que humedecerme los labios antes de hablar.
—No te acostaste con Rachel.
Nick meneó la cabeza de un lado a otro sin dejar de mirarme a los ojos.
—Lo siento —me disculpé con sinceridad—. Estaba segura de que lo habías hecho.
—Lo sé.
—No sé por qué me empeciné tanto.
—¿No lo sabes? —replicó él en voz baja.
Parpadeé sin decir nada. Todavía sentía el calor de su contacto en la mano. Flexioné los dedos para preservar la sensación.
—Bueno —dije casi sin aliento—, puedes irte cuando quieras. Cancela la cita con el médico, estás libre de toda culpa. Te prometo que nunca volveré a molestarte.
Me puse en pie y él hizo lo mismo. Estaba tan cerca de mí que casi percibí el calor de su cuerpo. Demasiado cerca. Habría retrocedido un paso de no ser porque tenía el diván justo detrás.
—Vas a ocuparte del bebé hasta que tu hermana se recupere —afirmó Nick, sin molestarse en preguntarlo.
Asentí con la cabeza.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Ha dicho que tres meses. —Intenté parecer tranquila—. Voy a ser optimista y a pensar que no se alargará más.
—¿Vas a llevártelo a Austin?
Me encogí de hombros con impotencia.
—Llamaré a Joe. No... no sé cómo va a quedar la cosa.
Mal. La cosa iba a salir fatal. Conociendo a Joe tan bien como lo conocía, sabía que esto nos iba a acarrear problemas, y muy gordos.
De repente, se me ocurrió que podría perderlo por culpa de esa situación.
Dos días antes, mi vida era estupenda. En ese momento, se había venido abajo. ¿Cómo iba a hacerle sitio a un bebé en mi vida? ¿Cómo iba a apañármelas para seguir trabajando? ¿Cómo iba a conseguir que Joe siguiera a mi lado?
Desde la cama se alzó un gritito. Y, de alguna forma, ese sonido lo puso todo en su lugar. Joe ya no importaba. La logística, el dinero, el trabajo... nada importaba. Lo importante en ese momento era aliviar el hambre de un niño indefenso.
—Llámame cuando decidas qué vas a hacer —dijo Nick.
Me acerqué al mini-bar en busca de un biberón con la leche fría.
—No voy a molestarte más. De verdad. Siento mucho...
—_______. —Se acercó tranquilamente con un par de pasos y me cogió por los codos mientras yo me enderezaba.
El cálido contacto de esos dedos, un poco ásperos, me puso nerviosa. Nick guardó silencio hasta que fui capaz de mirarlo a los ojos.
—Tú no tienes nada que ver en esto —le recordé, intentando parecer agradecida al mismo tiempo que me negaba a recibir su ayuda. Y lo liberaba de toda responsabilidad.
Nick no me permitió apartar la mirada.
—Llámame cuando lo decidas.
—Vale.
Aunque no tenía la menor intención de volver a verlo en la vida, y los dos lo teníamos muy claro.
Lo vi esbozar una sonrisilla.
Me tensé. No me gustaba que se rieran de mí.
—Hasta luego, _____.
Y se fue. Jerry comenzó a llorar.
—Ya voy —le dije, y corrí a calentarle la leche.
—Jerry, eres un aguafiestas —le dije, aunque a él no pareció preocuparle en absoluto.
Perdí la cuenta de las veces que se despertó y del número de pañales que cambié, pero me daba la sensación de que no conseguía dormir más de veinte minutos seguidos. Cuando me llamaron de recepción a las siete y media, ya que había pedido el servicio de despertador, salí de la cama a rastras y me fui al baño dando trompicones para lavarme los dientes y darme una ducha.
Una ducha de un cuarto de hora y dos tazas del café rancio de la minúscula cafetera eléctrica que había en la cocina consiguieron espabilarme un poco. Me puse unos chinos, una camisa azul claro de manga francesa y unas sandalias de tiras. Me pensé lo de utilizar o no el secador para secarme el pelo, por temor a que el ruido despertara a Jerry, pero al final llegué a la firme conclusión de que, si quería llorar, que llorase.
Apagué el secador en cuanto tuve el pelo liso y bien peinado.
Silencio.
¿Le habría pasado algo a Jerry? ¿Por qué estaba tan callado? Fui corriendo al dormitorio para echarle un vistazo. Estaba durmiendo a pierna suelta. Su pecho subía y bajaba con regularidad y tenía los mofletes sonrosados. Lo toqué para cerciorarme de que realmente estaba bien. Jerry bostezó y cerró con fuerza los ojos.
—Ahora quieres dormir, ¿no? —susurré.
Me senté a su lado y contemplé esa piel tan fina, las delicadas pestañas, su expresión relajada por el sueño. Las cejas apenas eran visibles, porque las tenía muy poco pobladas y además el vello era muy delicado. Se parecía a Rachel. Tenían la misma nariz y la misma boca, aunque Jerry era moreno de pelo. «Como Nick Jonas», pensé mientras le pasaba un dedo por la sedosa pelusilla.
Me levanté para ir en busca del móvil, que se estaba cargando. Marqué el número de mi prima Liza y me contestó de inmediato.
—¿Diga?
—Soy ______.
—¿Cómo está el bebé?
—Bien. ¿Sabes algo del paradero de Rachel? Porque si no has averiguado nada...
—La he encontrado —me interrumpió ella con una nota triunfal en la voz.
Se me abrieron los ojos de par en par.
—¿Cómo? ¿Dónde está? ¿Has hablado con ella?
—Directamente no. Pero hay un tío al que suele acudir a veces cuando está de bajón...
—¿Al que suele acudir? —le pregunté con recelo—. ¿Te refieres a que sale con él?
—No exactamente. Está casado. El caso es que pensé que Rachel podría haberle pedido ayuda. Así que busqué su número de teléfono, le dejé un mensaje y ha acabado por llamarme. Dice que Rachel está bien y que ha estado con él estos últimos días.
—¿Y quién es ese tío?
—No puedo decírtelo. Quiere quedarse al margen de todo esto.
—¡Claro, cómo no! Liza, quiero saber con pelos y señales cómo está mi hermana, dónde se encuentra y...
—Está en una clínica en Nuevo México.
Se me aceleró tanto el corazón que estuve a punto de marearme.
—¿Qué tipo de clínica? ¿De rehabilitación? ¿Tiene problemas con las drogas?
—No, no tiene nada que ver con eso. Creo que tiene una depresión o algo.
La palabra «depresión» me asustó e hizo que mi voz sonara un poco temblorosa al preguntar:
—¿Cómo se llama la clínica?
—El Valle del Bienestar.
—Pero ¿ha sido el tío ese del que hablas quien la ha ingresado o lo ha decidido ella? ¿Está bien físicamente?
—No lo sé. Tendrás que preguntárselo tú.
Cerré los ojos con todas mis fuerzas y le pregunté a mi prima:
—Liza... Rachel... no habrá intentado suicidarse, ¿verdad?
—¡Qué va, mujer! Por lo que tengo entendido, el nacimiento de Jerry fue demasiado para ella. Tal vez necesite unas vacaciones.
La respuesta me hizo sonreír con ironía mientras replicaba para mis adentros que lo de mi hermana no se solucionaría con unas simples vacaciones.
—En fin —dijo mi prima—, te paso el número de teléfono de la clínica. Aunque me parece que ya tiene el móvil disponible.
Anoté el número, corté la llamada y fui directa al portátil.
Una búsqueda del nombre de la clínica en Google reveló que era un centro especializado en tratamientos de corta duración, situado en un pueblo cercano a Santa Fe. Las fotos disponibles en la página oficial mostraban un lugar más parecido a un spa o a un complejo turístico que a una clínica de salud mental. De hecho, incluso mencionaban la terapia holística e impartían clases de nutrición. Aunque también parecían contar con los servicios de profesionales titulados en el campo de la psiquiatría, encargados de los tratamientos especializados. El apartado donde se describían dichos «tratamientos» hacía hincapié en el afán de curar tanto el cuerpo como la mente, y su objetivo era el de no usar medicación siempre que fuera posible.
El Valle del Bienestar parecía un lugar poco serio para una persona que podía sufrir de depresión. ¿Dispondrían de los recursos necesarios para ayudar a Rachel? ¿Incluirían de verdad tratamientos psicológicos junto con la pedicura y las mascarillas faciales?
Aunque estaba deseando contactar con ellos para pedirles información sobre mi hermana, sabía que sería imposible conseguir que traicionaran el derecho a la intimidad de uno de sus pacientes.
Me cogí la cabeza con las manos sin moverme de la silla que ocupaba frente a la mesa del rincón y me pregunté si mi hermana habría tocado fondo. El miedo, la lástima, la angustia y la ira batallaban en mi interior mientras pensaba que nadie podría llevar una vida normal después de haber sufrido la infancia que nos había tocado vivir a nosotras.
Recordé las exageradas rabietas que protagonizaba mi madre, la retorcida lógica que regía su comportamiento, los repentinos impulsos que tanto nos asustaban y nos confundían a Rachel y a mí. La ristra de hombres que entraban y salían de la vida de mi madre, y que formaban parte de su desesperada búsqueda de la felicidad. Pero nada ni nadie había conseguido nunca que fuera feliz. Nuestras vidas no habían sido normales y nuestros esfuerzos por fingir lo contrario nos habían acarreado una amarga soledad. Porque crecimos sabiendo que éramos distintas de los demás.
No éramos capaces de acercarnos emocionalmente a nadie. Ni siquiera éramos capaces de tener un vínculo emocional entre nosotras. Porque la persona a la que más querías era la que más daño podía llegar a hacerte. ¿Cómo se olvidaba esa lección cuando la llevabas grabada a fuego en cada célula de tu cuerpo? Era imposible librarse de esa marca.
Alargué el brazo despacio para coger el móvil y marqué el número de Rachel. En esa ocasión, al contrario que en todas las anteriores, mi hermana respondió.
—¿Diga?
—Rachel, soy yo.
—________...
—¿Estás bien?
—Sí, estupendamente.
La voz de mi hermana sonaba muy aguda y trémula. Como la de una niña. Y eso me trajo a la memoria miles de recuerdos. Recordé a la niña que había sido. Recordé todas las veces que le leí cuentos, ya fuera de día o de noche, cuando nos quedábamos solas demasiado tiempo, sin suficiente comida y sin saber dónde estaba nuestra madre. Le leía libros sobre criaturas mágicas, niños intrépidos y conejos aventureros. Y Rachel escuchaba y escuchaba, acurrucada a mi lado, y yo no me quejaba aunque hiciera calor y estuviera sudando porque no había aire acondicionado.
—Oye —dije en voz baja—, ¿qué te ha pasado?
—Bueno, lo normal...
Las dos reímos entre dientes. Comprobar que mi hermana conservaba cierto sentido del humor, aunque posiblemente hubiera perdido la cabeza, me alivió en parte.
—Rachel Sue... —Me acerqué a la cama para mirar a Jerry—, eres la única persona que odia las sorpresas tanto como yo. ¿Un aviso era demasiado pedir? Podrías haberme llamado. Mandarme un correo electrónico. Una carta contándome tus aventuras de verano, no sé. En cambio, la que me llamó fue mamá anteanoche.
Hubo un largo silencio.
—¿Está enfadada conmigo?
—Siempre está enfadada —contesté de forma razonable—.¡Lo que quieres saber es cómo reaccionó con respecto a Jerry...! Bueno, creo que, si alguna vez se hubiera parado a pensar que en algún momento de nuestras vidas podríamos hacerla abuela, nos habría esterilizado antes de llegar a la adolescencia. Por suerte para Jerry, mamá nunca ha sabido hacer planes a largo plazo.
—¿Jerry está bien? —me preguntó mi hermana con voz llorosa.
—Está genial —me apresuré a contestarle—. Sano y tragando a todas horas.
—Supongo... supongo que querrás saber por qué lo dejé con mamá.
—Sí. Pero antes de que me lo cuentes, dime dónde estás. ¿En la clínica que ha mencionado Liza?
—Sí, llegué anoche. Es un lugar bonito, _______. Tengo una habitación para mí sola. Puedo salir y entrar siempre que quiera. Me han dicho que posiblemente necesite estar internada unos tres meses.
Me quedé tan pasmada que no supe ni qué decir. ¿Por qué tres meses? ¿Cómo era posible que supieran que ése era el tiempo que mi hermana necesitaba para solucionar sus problemas? ¿Habían mirado sus cuentas y habían decidido que con lo que tenía no daba para más de tres meses? Si sufría de tendencias psicóticas o suicidas, tres meses no bastarían. O tal vez no le hubieran dicho la verdad a Rachel, aunque la hubieran ingresado como paciente de largo internamiento. Tenía un sinfín de preguntas que hacerle a la vez, todas tan urgentes que al final me aturullé y no fui capaz de decir ni pío. Carraspeé para intentar librarme del nudo que las palabras me habían hecho en la garganta. Un nudo sospechosamente salado.
Como si hubiera percibido mi impotencia, Rachel me dijo:
—Mi amigo Mark me compró el billete de avión y se encargó del papeleo de la clínica.
Mark. El hombre casado.
—¿De verdad quieres estar ahí? —le pregunté con tiento.
—No quiero estar en ningún sitio, _______ —contestó ella con un hilo de voz.
—¿Has hablado ya con alguien?
—Sí, con una mujer. Con la doctora Jaslow.
—¿Te cae bien?
—Parece simpática.
—¿Crees que podrá ayudarte?
—Creo que sí. No lo sé.
—¿De qué hablasteis?
—Le conté que había dejado a Jerry con mamá. No tenía intención de hacerlo. No quería abandonar al niño así.
—¿Sabes por qué lo hiciste, cariño? ¿Te pasó algo?
—Después de salir del hospital con Jerry, me fui al apartamento de Liza un par de días. Pero todo me parecía distinto. No tenía la sensación de que el bebé fuese mío. No sabía cómo hacer de madre.
—Por supuesto. Nuestros padres nunca ejercieron como tales. No puedes guiarte por ningún ejemplo.
—No podía aguantar ni un segundo más en mi propia piel. Miraba a Jerry y me preguntaba si estaba sintiendo lo que debía sentir. Y después tuve la impresión de que abandonaba mi cuerpo y me alejaba de todo. Aunque la sensación pasó, a partir de ese momento me pareció verlo todo como si estuviera rodeada de una espesa niebla. Todavía me pasa. Y lo odio. —Un largo silencio antes de que me preguntara de forma entrecortada—: ______, ¿me estoy volviendo loca?
—No —le contesté de inmediato—. Yo he pasado por lo mismo unas cuantas veces. El terapeuta que veía en Austin me dijo que esa especie de desdoblamiento es una vía de escape provocada por nosotras mismas. Una forma de alejarse del trauma.
—¿Te sigue pasando?
—¿La sensación de abandonar mi cuerpo? Hace ya mucho que no me pasa. Un buen terapeuta puede ayudarte a llegar a un punto en el que evites hacerlo.
—¿Sabes lo que me está desquiciando, ______?
Sí, lo sabía. Pero, de todas formas, pregunté:
—¿El qué?
—Pues que intento recordar cómo fue nuestra infancia con mamá y sus ataques de histeria, y todos esos hombres que llevaba a casa... y lo único que recuerdo con claridad son los ratos que pasaba contigo. Cuando me hacías la cena en el tostador o cuando me leías cuentos. Cosas así. Pero lo demás está en blanco. Y cuando me esfuerzo por recordarlo, me asusto y me mareo.
Cuando recuperé la voz después de escucharla, salió ronca y de forma entrecortada, como si estuviera intentando extender una gruesa capa de crema pastelera sobre una frágil hoja de hojaldre.
—¿Le has dicho a la doctora Jaslow lo que te conté sobre Roger?
—En parte —contestó.
—Bien. Tal vez pueda ayudarte a recordar más.
Escuché un trémulo suspiro.
—Es duro.
—Lo sé, Rachel.
Hubo un largo silencio.
—Cuando era pequeña, me sentía como si viviera rodeada por una valla eléctrica que mamá cambiara constantemente. Nunca sabía dónde sufriría la siguiente descarga. Mamá estaba loca, _______.
—Y lo sigue estando —señalé con sequedad.
—Pero nadie quería hacernos caso. La gente prefería ignorar que una madre podía hacer esas cosas.
—Yo lo viví contigo.
—Pero hace mucho tiempo que no me escuchas. Te fuiste a Austin. Me abandonaste.
Hasta ese momento, desconocía que la culpa pudiera alcanzar un grado tan intenso que el dolor se hacía insoportable. En aquella época, me sentía tan desesperada por huir de esa vida tan asfixiante y tan demoledora para mi alma que dejé que mi hermana se las apañara como pudiera.
—Lo siento —conseguí decir—. Yo...
Alguien llamó a la puerta.
Eran las nueve y cuarto. Se suponía que debía estar a las nueve en el vestíbulo con Jerry, esperando a Nick Jonas.
—Mierda —murmuré—. Espera un momento, Rachel. Es el servicio de limpieza. No cuelgues.
—Vale.
Me acerqué a la puerta, abrí y le hice un brusco gesto a Nick para que pasara. Me sentía tan agobiada que tenía la sensación de que iba a acabar explotando.
Nick entró en la habitación, y su presencia consiguió de alguna forma acallar el clamoroso zumbido que tenía en los oídos. Sus ojos eran negros e insondables. Me miró atentamente y comprendió enseguida la situación. Hizo un breve gesto con la cabeza para indicarme que no había problema, y se acercó a la cama para echarle un vistazo a mi sobrino, que seguía dormido.
Esa mañana, llevaba unos vaqueros anchos y un polo verde con aberturas laterales en la parte inferior. El tipo de atuendo que un hombre lleva sólo si sabe que tiene un cuerpo perfecto y no se preocupa por parecer más alto, más musculoso o más delgado porque sabe que lo es.
Mis sentidos reaccionaron con una urgencia atávica en cuanto vi ese poderoso físico masculino inclinado sobre el bebé, tan indefenso que ni siquiera era capaz de darse la vuelta sobre la cama solo. El instinto de protección que me asaltó por un niño que ni siquiera era mío me sorprendió unos segundos. Era una tigresa, lista para saltar. Sin embargo, me relajé al ver que Nick sólo quería arropar mejor a Jerry con el arrullo.
Me senté en un diván situado al lado de un mullido sillón.
—Rachel —dije con tiento—, me confunde un poco el papel que juega tu amigo Mark en todo esto. ¿Ha pagado tu internamiento en la clínica?
—Sí.
—Yo lo pagaré. No quiero que le debas nada.
—Mark nunca me pediría el dinero.
—Me refería a la deuda emocional. Es difícil decirle que no a alguien después de que te haya ayudado a pagar algo así. Yo soy tu hermana. Yo me encargo.
—No es necesario, ______ —replicó Rachel con la voz herida y a la vez agotada—. Olvídalo. No es eso lo que necesito de ti.
Intenté sonsacarle información moviéndome con pies de plomo. Como si estuviera arrancándole los pétalos del centro a una flor con mucho cuidado para no destrozar los demás.
—¿Es el padre del bebé?
—El bebé no tiene padre. Es mío y de nadie más. Por favor, no me preguntes por eso. Con toda la mierda que tengo encima...
—Vale —la interrumpí con rapidez—. Vale. Es que... lo digo porque, si no establecemos la paternidad de Jerry, no tendrá derecho a recibir ningún tipo de manutención. Y si alguna vez quieres solicitar ayuda económica estatal, querrán saber quién es el padre.
—No tendré que hacerlo nunca. El padre de Jerry va a ayudarme cuando lo necesite. Pero no quiere compartir la custodia, ni establecer un régimen de visitas ni nada de eso.
—¿Estás segura? ¿Te lo ha dicho?
—Sí.
—Rachel... Liza asegura que le dijiste que el padre es Nick Jonas.
Vi cómo se tensaba la espalda de Nick. Esos fuertes músculos se contrajeron bajo el polo verde.
—Nick no es el padre —me aseguró simple y llanamente—. Se lo dije para que no me preguntara más, y sabía que así me dejaría tranquila.
—¿Estás segura? Porque estaba dispuesta a obligarlo a someterse a una prueba de paternidad.
—¡Dios, ____! No molestes a Nick con esto. Él no es el padre. Nunca me he acostado con él.
—¿Y por qué le dijiste lo contrario a Liza?
—No lo sé. Supongo que su rechazo me dio vergüenza y no quería admitirlo delante de Liza.
—No creo que haya motivos para que te sientas avergonzada —dije en voz baja—. Creo que se comportó como un caballero. —Por el rabillo del ojo, vi que Nick se sentaba en el borde del colchón. Sentía su mirada clavada en mí.
—Da igual. —Rachel parecía agotada y molesta—. Tengo que dejarte.
—No. Espera. Tengo que decirte un par de cosas. ¿Te importa si hablo con la doctora Jaslow?
—No.
Su rápida respuesta me sorprendió.
—Gracias. Dile que te parece bien que hable conmigo. Querrá que le firmes una autorización antes de ponerse en contacto conmigo. Y lo otro... Rachel... ¿Qué quieres hacer con Jerry mientras estás en la clínica?
El silencio que siguió a mi pregunta fue tan prolongado y absoluto que me pregunté si se habría cortado la llamada.
—Pensaba que ibas a ocuparte de él —contestó mi hermana al cabo del mismo.
Tuve la impresión de que me habían clavado la piel de la frente al cráneo. Me di un masaje con los dedos para intentar relajarla y presioné en la hendidura donde el hueso nasal se une al lagrimal. Estaba atrapada. Acorralada.
—No creo que pueda convencer a Joe.
—Puedes mudarte al piso de Liza. Quedarte con mi parte del alquiler.
Clavé la vista en la puerta de la habitación, aunque realmente no veía nada, y me dije que era mejor que Rachel no viera la cara que acababa de poner. Ya estaba pagando la mitad del alquiler del piso que compartía con Joe. Y la idea de mudarme con mi prima, que se pasaría todo el día llevando hombres a casa... por no mencionar lo que le gustaría compartir casa con un bebé que no paraba de berrear... No. Sería un completo desastre.
Rachel volvió a hablar, enfatizando cada palabra como si le costara la misma vida pronunciarlas.
—Tendrás que solucionarlo como sea. Yo no puedo pensar en eso. No sé qué decirte. Contrata a alguien. Le diré a Mark que te lo pague.
—¿Puedo hablar con él?
—¡No! —se negó en redondo—. Tú verás lo que haces. Lo único que necesito es que cuides del niño tres meses. ¡Sólo te pido tres meses de tu vida, _____! ¿No puedes hacerlo por mí? Es lo primero que te pido en la vida. ¿Es que no puedes ayudarme? ¿Eh? —Su voz tenía un deje furioso y asustado a la vez.
Al escucharla, reconocí el tono de voz de mi madre y me asusté.
—Sí puedo —contesté con mucho tiento y lo repetí para tranquilizarla—. Sí, Rachel, sí.
Después, las dos guardamos silencio y nos limitamos a respirar de forma agitada.
«Tres meses», pensé con tristeza. Tres meses para que Rachel superara una infancia desgraciada y los traumas con los que cargaba por su culpa. ¿Lo lograría mi hermana? ¿Y yo...? ¿Lograría mantener mi vida a flote hasta entonces?
—Rachel... —dije al cabo de unos segundos—, si voy a formar parte de esto, lo haré con todas las consecuencias. Tendrás que dejarme hablar con la doctora Jaslow. Y tendrás que dejarme hablar contigo. No te llamaré a menudo, pero cuando lo haga, no me des largas. Tendrás que saber cómo está tu hijo, ¿verdad?
—Vale. Sí.
—Y, para que conste —no pude evitar añadir—, esto no es lo primero que me pides en la vida.
Su frágil risa aleteó en mi oído.
Antes de que colgara, Rachel me dio el número de habitación que ocupaba y, además, el número de teléfono fijo de la clínica. Aunque me habría gustado seguir hablando con ella, colgó de forma abrupta. Cerré el móvil, limpié el sudor de la pantalla en los chinos y lo solté muy despacio. Intenté asimilar todo lo que estaba pasando a mi alrededor, aunque me sentía atontada. Era como correr detrás de un coche en movimiento.
—¿Quién coño es Mark? —pregunté en voz alta.
Estaba paralizada. No me moví ni levanté la cabeza cuando los zapatos de Nick Jonas aparecieron en mi campo de visión. Unas sandalias de cuero con costuras a la vista. Tenía algo en la mano... un trozo de papel doblado. Me lo dio sin decir nada.
Cuando desdoblé la nota, vi que era la dirección de la clínica de mi hermana. Debajo, estaba escrito el nombre de Mark Gottler, acompañado de un número de teléfono y de la dirección de la Confraternidad de la Verdad Eterna.
Extrañada, meneé la cabeza.
—¿Quién es este tío? ¿Qué tiene que ver una iglesia con todo esto?
—Gottler es un pastor afiliado. —Nick se acuclilló delante de mí para que nuestras caras quedaran a la misma altura—. Rachel usó una de sus tarjetas de crédito para pagar el ingreso en la clínica.
—¡Dios mío! ¿Cómo lo has...? —Dejé la pregunta en el aire y me pasé una mano por la frente. La tenía sudorosa—. ¡Vaya! —exclamé con un hilo de voz—. Tu detective es bueno, sí. ¿Cómo es que ha conseguido tan pronto la información?
—Lo llamé ayer, justo después de conocerte.
Claro. Con la cantidad de recursos que tenía a su disposición, era normal que Nick hubiera comprobado la información. Seguramente también habría ordenado que me investigaran a mí.
Volví a clavar la vista en el papel.
—¿Cómo acabó mi hermana liada con un pastor casado?
—Parece que la agencia de trabajo temporal a la que está asociada la envía de vez en cuando a la iglesia.
—¿Para hacer qué? —pregunté con ironía—. ¿Para pasar la cesta de las limosnas?
—Es una iglesia importante. Un buen tinglado. Tienen administradores, expertos en inversiones financieras que ofrecen consejo e incluso restaurante propio. Es una especie de Disneyland. Cuentan con treinta y cinco mil miembros, y la cifra no para de aumentar. Si el pastor principal tiene que ausentarse, Gottler lo sustituye en el programa de televisión. —Clavó la vista en mis dedos, que yo acababa de entrelazar despacio después de dejar que la nota con las direcciones y los números de teléfono cayera al suelo—. Mi empresa tiene un par de contratos de gestión con la Verdad Eterna. He hablado con Gottler un par de veces.
Eso hizo que lo mirara a la cara.
—¿De verdad? ¿Cómo es?
—Refinado. Simpático. Un hombre de familia. No parece de los que le ponen los cuernos a su mujer.
—Nunca lo parecen —susurré. Sin darme cuenta de lo que hacía, comencé a juguetear con los dedos. Los separé y apreté los puños con fuerza—. Rachel se ha negado a confirmarme que sea el padre. Pero ¿por qué iba a estar haciendo todo esto si no?
—Sólo hay una forma de saberlo. Aunque dudo que acepte someterse a una prueba de paternidad.
—Tienes razón —convine mientras intentaba asimilarlo todo—. No se puede decir que los hijos bastardos ayuden a consagrar las carreras de los predicadores televisivos. —El aire acondicionado parecía haber bajado la temperatura de la habitación por debajo los cero grados. Comencé a tiritar—. Necesito hablar con él. ¿Cómo lo hago?
—Yo no te aconsejaría ir sin una cita previa. En mi caso, mi oficina no es muy rigurosa al respecto, pero nunca conseguirás pasar del mostrador de recepción de la Confraternidad de la Verdad Eterna sin una cita.
Decidí ir directa al grano.
—¿Podrías ayudarme a conseguir una cita con Gottler?
—Lo pensaré.
«Eso es un no», me dije.
Tenía la nariz y los labios entumecidos. Miré hacia la cama por encima del hombro de Nick, preocupada por si Jerry tenía frío.
—Está bien —me aseguró Nick en voz baja como si pudiera leerme el pensamiento—. Todo va a salir bien, ______.
Di un respingo al sentir su mano sobre una de las mías. Lo miré con los ojos abiertos de par en par, preguntándome cuáles serían sus intenciones. Sin embargo, no había nada insinuante en sus caricias ni en su mirada.
Su mano me resultó sorprendente por la fuerza y el calor que transmitía. Hubo algo en ese tácito apoyo que me animó como si acabaran de inyectarme algún tipo de droga en vena. Era un gesto muy íntimo eso de cogerle a alguien la mano. El consuelo y el placer que estaba obteniendo eran una traición en toda regla hacia Joe. No obstante, antes de que pudiera protestar o seguir incluso disfrutando de la sensación, el cálido roce desapareció.
Llevaba toda la vida intentando superar las consecuencias de la falta de una figura paterna durante la infancia. La carencia de un padre me había ocasionado una profunda atracción hacia los hombres fuertes, hacia los hombres con capacidad dominante, y eso me aterrorizaba. Así que me había inclinado tercamente hacia el polo opuesto, hacia los hombres como Joe, que dependían de mí para matar arañas y llevar las maletas. Eso era justo lo que quería. Y, sin embargo, un hombre como Nick Jonas, innegablemente masculino y segurísimo de sí mismo, despertaba en mí una inconfesable atracción que rozaba el fetichismo.
Tuve que humedecerme los labios antes de hablar.
—No te acostaste con Rachel.
Nick meneó la cabeza de un lado a otro sin dejar de mirarme a los ojos.
—Lo siento —me disculpé con sinceridad—. Estaba segura de que lo habías hecho.
—Lo sé.
—No sé por qué me empeciné tanto.
—¿No lo sabes? —replicó él en voz baja.
Parpadeé sin decir nada. Todavía sentía el calor de su contacto en la mano. Flexioné los dedos para preservar la sensación.
—Bueno —dije casi sin aliento—, puedes irte cuando quieras. Cancela la cita con el médico, estás libre de toda culpa. Te prometo que nunca volveré a molestarte.
Me puse en pie y él hizo lo mismo. Estaba tan cerca de mí que casi percibí el calor de su cuerpo. Demasiado cerca. Habría retrocedido un paso de no ser porque tenía el diván justo detrás.
—Vas a ocuparte del bebé hasta que tu hermana se recupere —afirmó Nick, sin molestarse en preguntarlo.
Asentí con la cabeza.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Ha dicho que tres meses. —Intenté parecer tranquila—. Voy a ser optimista y a pensar que no se alargará más.
—¿Vas a llevártelo a Austin?
Me encogí de hombros con impotencia.
—Llamaré a Joe. No... no sé cómo va a quedar la cosa.
Mal. La cosa iba a salir fatal. Conociendo a Joe tan bien como lo conocía, sabía que esto nos iba a acarrear problemas, y muy gordos.
De repente, se me ocurrió que podría perderlo por culpa de esa situación.
Dos días antes, mi vida era estupenda. En ese momento, se había venido abajo. ¿Cómo iba a hacerle sitio a un bebé en mi vida? ¿Cómo iba a apañármelas para seguir trabajando? ¿Cómo iba a conseguir que Joe siguiera a mi lado?
Desde la cama se alzó un gritito. Y, de alguna forma, ese sonido lo puso todo en su lugar. Joe ya no importaba. La logística, el dinero, el trabajo... nada importaba. Lo importante en ese momento era aliviar el hambre de un niño indefenso.
—Llámame cuando decidas qué vas a hacer —dijo Nick.
Me acerqué al mini-bar en busca de un biberón con la leche fría.
—No voy a molestarte más. De verdad. Siento mucho...
—_______. —Se acercó tranquilamente con un par de pasos y me cogió por los codos mientras yo me enderezaba.
El cálido contacto de esos dedos, un poco ásperos, me puso nerviosa. Nick guardó silencio hasta que fui capaz de mirarlo a los ojos.
—Tú no tienes nada que ver en esto —le recordé, intentando parecer agradecida al mismo tiempo que me negaba a recibir su ayuda. Y lo liberaba de toda responsabilidad.
Nick no me permitió apartar la mirada.
—Llámame cuando lo decidas.
—Vale.
Aunque no tenía la menor intención de volver a verlo en la vida, y los dos lo teníamos muy claro.
Lo vi esbozar una sonrisilla.
Me tensé. No me gustaba que se rieran de mí.
—Hasta luego, _____.
Y se fue. Jerry comenzó a llorar.
—Ya voy —le dije, y corrí a calentarle la leche.
Niinny Jonas
NiinnyJonas
Re: Buenas Vibraciones (Nick y tu) [Adaptación Terminada]
LEI LO ULTIMO... PRIMERO :P Y FUE COMO CORRI A CALENTARLE LA LECHE... SOY MUY PERVER I KNOW... :P A NICK SE LE CALIENTA LA LECHEEEEEEEEEEEEEE!!! EAEA (?)
YA SÍGALA SEÑORITA CINDY (?)
El soltero mas codiciado (Nick & Tú) adaptación
https://onlywn.activoforo.com/t6518-el-soltero-mas-codiciado-nick-y-tu
Compromiso Fingido (Nick & Tú) adaptación
https://onlywn.activoforo.com/t6508-compromiso-fingido-nick-y-tu
EL JUEGO DE SEDUCCIÓN (KEVIN & TÚ) adaptación
https://onlywn.activoforo.com/t6398-el-juego-de-seduccion-kevin-tu
LA MÉDIUM DE NICK (NICK & TÚ) Adaptación
https://onlywn.activoforo.com/t6712-la-medium-de-nick-nick-y-tu
Buenas Vibraciones (Nick & Tú) Adaptación
https://onlywn.activoforo.com/t6507-buenas-vibraciones-nick-y-tu
YA SÍGALA SEÑORITA CINDY (?)
El soltero mas codiciado (Nick & Tú) adaptación
https://onlywn.activoforo.com/t6518-el-soltero-mas-codiciado-nick-y-tu
Compromiso Fingido (Nick & Tú) adaptación
https://onlywn.activoforo.com/t6508-compromiso-fingido-nick-y-tu
EL JUEGO DE SEDUCCIÓN (KEVIN & TÚ) adaptación
https://onlywn.activoforo.com/t6398-el-juego-de-seduccion-kevin-tu
LA MÉDIUM DE NICK (NICK & TÚ) Adaptación
https://onlywn.activoforo.com/t6712-la-medium-de-nick-nick-y-tu
Buenas Vibraciones (Nick & Tú) Adaptación
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CamH
Re: Buenas Vibraciones (Nick y tu) [Adaptación Terminada]
Hola soy nueva lectora y me encanto la nove ...
siguela pronto!!
siguela pronto!!
{CJ}
Re: Buenas Vibraciones (Nick y tu) [Adaptación Terminada]
CAPÍTULO 07
Le di el biberón a Jerry y le cambié el pañal. La llamada a Joe tendría que esperar hasta que Jerry estuviera listo para dormirse de nuevo. En ese momento, me di cuenta de que estaba empezando a organizar mi vida conforme a los hábitos del bebé. Sus horas de comida, de sueño y de estar despierto conformaban la estructura alrededor de la cual giraba todo lo demás.
Lo dejé boca arriba en la cama y me incliné sobre él mientras le canturreaba los trocitos de las nanas que recordaba de mi infancia. Jerry se agitaba y se retorcía, siguiendo mis movimientos con la boca y los ojos. Cogí una de sus manitas y me la llevé a la cara. Sus palmas eran tan pequeñas como una moneda. Me dejó la mano en la mejilla, contemplando absorto mi rostro, buscando la conexión entre ambos tanto como yo.
Nadie me había hecho sentir nunca tan querida ni tan imprescindible. Los bebés eran peligrosos... hacían que te enamoraras de ellos antes de darte cuenta de lo que estaba pasando. Esa diminuta y seria criatura ni siquiera era capaz de pronunciar mi nombre y dependía de mí para todo. Para todo. Apenas lo conocía desde hacía veinticuatro horas, pero me habría plantado delante de un autobús para salvarlo. Ese bebé me había roto el corazón. Era espantoso.
—Te quiero, Jerry —susurré.
La revelación no pareció sorprenderlo en lo más mínimo.
«Pues claro que me quieres», parecía decir su expresión. «Soy un bebé. Esto es lo mío.»
Apretó su manita contra mi mejilla, comprobando la suavidad de mi piel.
Tenía las uñas demasiado largas. ¿Cómo se le cortaban las uñas a un bebé? ¿Se podía hacer con un cortaúñas normal y corriente o se necesitaba uno especial? Le cogí los pies y besé esas plantas sonrosadas, tan suaves como las almohadillas de un gatito.
—¿Dónde está tu manual de instrucciones? —le pregunté—. ¿Cuál es el número de atención al cliente para usuarios de bebés?
En ese instante, me di cuenta de que no le había concedido todo el respeto que se merecía a mi amiga Stacy cuando tuvo a su hija. En su momento, intenté hacer gala del merecido respeto, pero no tenía ni idea de todo lo que había soportado. Era imposible saberlo hasta que uno se encontraba en la misma situación. ¿Se había sentido tan agobiada, tan poco preparada para la responsabilidad de criar a otra persona? Siempre se decía que las mujeres tenían un instinto innato para eso, una especie de reserva de sabiduría maternal que salía a la luz en el momento justo.
Pero a mí no me estaba pasando.
La única sensación que lograba identificar era el acuciante impulso de llamar a mi mejor amiga, Stacy, y echarme a llorar. Y como siempre había creído en el valor terapéutico de un ocasional desahogo, la llamé. Me encontraba en territorio desconocido, en mitad de una zona llena de peligros y trampas que mi amiga se conocía al dedillo. Conocí a Stacy porque llevaba años saliendo con Tom, el mejor amigo de Joe. Cuando se quedó embarazada por accidente, Tom hizo lo correcto y se casó con ella. El bebé, una niña a la que llamaron Tommie, tenía ya tres años. Tanto Tom como ella juraban que era lo mejor que les había pasado en la vida. Y daba la sensación de que Tom hasta lo decía en serio.
Joe y Tom seguían siendo buenos amigos, pero yo sabía que en el fondo Joe creía que Tom había traicionado sus principios. En otra época, Tom había sido un activista liberal y un individualista empedernido, pero se había casado y se había comprado un monovolumen, que tenía los cinturones de seguridad llenos de manchas y un montón de tetrabricks vacíos de zumo y de juguetes de Happy Meal en el suelo.
—Stace —dije con voz alarmada, aunque también aliviada al ver que cogía el teléfono—. Soy yo. ¿Tienes un minuto?
—Claro que sí. ¿Cómo te va?
Me la imaginé en mitad de la cocina de su reformada casita, con los ojos tan brillantes que parecerían chupachups en contraste con el color café de su piel y con el pelo (que llevaba lleno de trencitas) recogido en la coronilla para dejar la nuca al aire.
—Fatal —le contesté—. Voy de culo.
—¿Tienes problemas con la columna? —me preguntó con voz preocupada.
Titubeé antes de contestar.
—Sí. Tengo que darle consejo a una mujer soltera cuya hermana pequeña ha tenido un hijo sin estar casada y que quiere que cuide del bebé durante tres meses por lo menos. Mientras tanto, la hermana pequeña va a ingresar en una clínica de salud mental con la intención de curarse lo justo para ser una buena madre.
—Menuda putada —comentó Stacy.
—Espera, que la cosa sigue. La hermana mayor vive en Austin con un novio que ya le ha dicho que no puede llevarse al niño a vivir con ellos.
—Capullo —soltó Stacy—. ¿Por qué no quiere que lo lleve?
—Creo que no quiere la responsabilidad. Creo que tiene miedo de que el bebé interfiera con sus planes para salvar el planeta. Tal vez tiene miedo de que cambie su relación y de que su novia empiece a exigirle más cosas de lo que ha estado haciendo hasta el momento.
Stacy acabó por captarlo.
—¡Madre del amor hermoso! _____, ¿te refieres a Joe y a ti?
Era un verdadero placer desahogarme con alguien como Stacy, que, como buena amiga, se puso de inmediato de mi parte. Y aunque yo estaba cambiando las reglas de la relación sin previo aviso al meter a un bebé en nuestras vidas, Stacy estaba de acuerdo conmigo al cien por cien.
—Estoy en Houston con mi sobrino —le conté—. Nos estamos quedando en un hotel. Lo tengo aquí al lado. No quiero hacer esto. Pero es el primer chico al que le he dicho «Te quiero» desde el instituto. ¡Ay, Stace, no sabes lo mono que es!
—Todos los bebés son monos —replicó Stacy, restándole importancia.
—Lo sé, pero éste es precioso.
—Todos los bebés son preciosos.
Dejé de hablar para hacerle muecas a Jerry, que estaba haciendo pompas de saliva.
—Jerry está por encima de todos los bebés preciosos.
—Espera. Tom acaba de llegar para comer. Quiero que se moje. ¡Toooooom!
Esperé mientras Stacy ponía al día a su marido. De toda la larga ristra de amigos de Joe, Tom siempre había sido mi preferido. Nadie se aburría ni estaba triste cuando Tom andaba cerca... el vino corría, la gente se reía y la conversación fluía. Cuando Tom andaba cerca, te sentías ingeniosa e inteligente. Stacy era el tenso y fiable cordel del que el colorido Tom podía colgar al viento y llamar la atención.
—¿Puede coger Tom el otro teléfono? —le pregunté a Stacy.
—Ahora sólo tenemos uno. A Tommie se le cayó el otro en el orinal. Bueno... ¿has hablado ya con Joe?
El estómago me dio un vuelco.
—No, quería hacerlo primero contigo. Estoy retrasando el momento porque sé lo que va a decir. —Se me nublaron los ojos. Comencé a hablar con voz aguda y rebosante de emoción—. No querrá hacerlo, Stace. Va a decirme que no vuelva a Austin.
—¡Y una mierda! Vuelve ahora mismo con ese bebé.
—No puedo. Ya conoces a Joe.
—Claro que lo conozco, y por eso creo que ha llegado el momento de que avance un poco. Es una responsabilidad de adulto, y tiene que asumirla.
Por algún motivo, me sentí en la necesidad de defender a Joe.
—Es un adulto —dije al tiempo que me secaba los ojos con la manga—. Tiene su propia empresa. Hay mucha gente que depende de él. Pero esto es distinto. Joe siempre ha dejado muy claro que no quería saber nada de niños. Y el hecho de que yo me haya visto metida en una situación que no me esperaba no significa que Joe también tenga que padecerla.
—Por supuesto que sí. Es tu compañero. Además, un bebé no es una enfermedad. Es... —Se calló para escuchar lo que le decía su marido—. Cierra el pico, Tom. ______, cuando un bebé entra en tu vida, tienes que renunciar a muchas cosas. Pero a cambio recibes muchas más de las que pierdes. Ya lo verás.
Jerry había empezado a parpadear muy despacio, señal de que el sueño se iba apoderando de él. Le puse la mano en la barriguita, sintiendo sus movimientos intestinales.
—... tuvo una infancia increíble —seguía diciendo Stacy—, y tiene la edad perfecta para sentar cabeza. Todo el que lo conoce dice que sería un padre estupendo. Tienes que forzar la situación, ______. En cuanto Joe se dé cuenta de lo estupendo que es tener niños, de lo mucho que te alegran la vida, estará preparado para comprometerse.
—Si ya le cuesta comprometerse a tener calcetines... —dije—. Tiene que ser totalmente libre, Stacy.
—Nadie puede ser enteramente libre... —me contradijo ella—. El objetivo de una relación es contar con alguien cuando te hace falta. Si no lo tienes, es sólo... Espera un momento.
—Cuando dejó de hablar, escuché una voz de fondo que decía—: ¿Quieres que Tom hable con él? Dice que estará encantado.
—No —me apresuré a decir—. No quiero presionarlo.
—¿Por qué no? —preguntó Stacy, indignada—. Bastante presión tienes tú, ¿no? Tú tienes que hacer frente a una situación complicada... ¿Por qué no va a ayudarte? _______, te juro que si Joe no hace lo que debe, voy a cantarle las cuarenta... —Se detuvo por otro comentario de su marido—. ¡Lo digo en serio, Tom! Por el amor de Dios, ¿y si ______ se hubiera quedado embarazada como me pasó a mí? Tú asumiste tu responsabilidad..., ¿no crees que Joe debería hacer lo mismo? Me importa una mierda que sea su hijo o no. La cosa es que ______ necesita su apoyo. —Se concentró de nuevo en mí—. Da lo mismo lo que Joe diga o deje de decir, tú vuelve a Austin con ese niño. Tus amigos están aquí. Te ayudaremos en lo que necesites.
—No estoy segura. Me cruzaría con Joe... Sería muy raro vivir cerca de él, pero no con él. A lo mejor debería buscar un apartamento amueblado aquí, en Houston. Sólo será por tres meses.
—¿Y volver con Joe cuando se haya resuelto el problema? —preguntó Stacy, encendida.
—Pues... sí.
—¿Eso quiere decir que si te detectan un cáncer también tendrías que lidiar con él solita para no molestarlo? Oblígalo a involucrarse en este asunto. ¡Debes contar con su apoyo, ______! Tienes... Espera, Tom quiere hablar contigo.
Esperé hasta que escuché la voz resignada de su marido.
—Hola, ______.
—¿Qué tal, Tom? Antes de que digas nada... no me sueltes lo que Stace quiere oír. Dime la verdad. Eres su mejor amigo y lo conoces mejor que nadie. Joe no va a cambiar de opinión, ¿verdad?
Tom suspiró.
—Todo esto es una trampa para él. Cualquier cosa que huela a una casita con perro, esposa y dos coma cinco hijos lo es. Y a diferencia de Stacy y, al parecer, de todos los demás, no creo que Joe fuera un padre maravilloso. No le va el masoquismo.
Esbocé una sonrisa tristona, ya que sabía que Stacy lo haría pagar por su sinceridad.
—Sé que Joe preferiría intentar salvar el planeta antes que salvar a un bebé. Pero no sé por qué.
—Los bebés son clientes muy difíciles, _______ —explicó Tom—. Recibes muchas más alabanzas por intentar salvar el planeta. Y, además, es más fácil.
Lo dejé boca arriba en la cama y me incliné sobre él mientras le canturreaba los trocitos de las nanas que recordaba de mi infancia. Jerry se agitaba y se retorcía, siguiendo mis movimientos con la boca y los ojos. Cogí una de sus manitas y me la llevé a la cara. Sus palmas eran tan pequeñas como una moneda. Me dejó la mano en la mejilla, contemplando absorto mi rostro, buscando la conexión entre ambos tanto como yo.
Nadie me había hecho sentir nunca tan querida ni tan imprescindible. Los bebés eran peligrosos... hacían que te enamoraras de ellos antes de darte cuenta de lo que estaba pasando. Esa diminuta y seria criatura ni siquiera era capaz de pronunciar mi nombre y dependía de mí para todo. Para todo. Apenas lo conocía desde hacía veinticuatro horas, pero me habría plantado delante de un autobús para salvarlo. Ese bebé me había roto el corazón. Era espantoso.
—Te quiero, Jerry —susurré.
La revelación no pareció sorprenderlo en lo más mínimo.
«Pues claro que me quieres», parecía decir su expresión. «Soy un bebé. Esto es lo mío.»
Apretó su manita contra mi mejilla, comprobando la suavidad de mi piel.
Tenía las uñas demasiado largas. ¿Cómo se le cortaban las uñas a un bebé? ¿Se podía hacer con un cortaúñas normal y corriente o se necesitaba uno especial? Le cogí los pies y besé esas plantas sonrosadas, tan suaves como las almohadillas de un gatito.
—¿Dónde está tu manual de instrucciones? —le pregunté—. ¿Cuál es el número de atención al cliente para usuarios de bebés?
En ese instante, me di cuenta de que no le había concedido todo el respeto que se merecía a mi amiga Stacy cuando tuvo a su hija. En su momento, intenté hacer gala del merecido respeto, pero no tenía ni idea de todo lo que había soportado. Era imposible saberlo hasta que uno se encontraba en la misma situación. ¿Se había sentido tan agobiada, tan poco preparada para la responsabilidad de criar a otra persona? Siempre se decía que las mujeres tenían un instinto innato para eso, una especie de reserva de sabiduría maternal que salía a la luz en el momento justo.
Pero a mí no me estaba pasando.
La única sensación que lograba identificar era el acuciante impulso de llamar a mi mejor amiga, Stacy, y echarme a llorar. Y como siempre había creído en el valor terapéutico de un ocasional desahogo, la llamé. Me encontraba en territorio desconocido, en mitad de una zona llena de peligros y trampas que mi amiga se conocía al dedillo. Conocí a Stacy porque llevaba años saliendo con Tom, el mejor amigo de Joe. Cuando se quedó embarazada por accidente, Tom hizo lo correcto y se casó con ella. El bebé, una niña a la que llamaron Tommie, tenía ya tres años. Tanto Tom como ella juraban que era lo mejor que les había pasado en la vida. Y daba la sensación de que Tom hasta lo decía en serio.
Joe y Tom seguían siendo buenos amigos, pero yo sabía que en el fondo Joe creía que Tom había traicionado sus principios. En otra época, Tom había sido un activista liberal y un individualista empedernido, pero se había casado y se había comprado un monovolumen, que tenía los cinturones de seguridad llenos de manchas y un montón de tetrabricks vacíos de zumo y de juguetes de Happy Meal en el suelo.
—Stace —dije con voz alarmada, aunque también aliviada al ver que cogía el teléfono—. Soy yo. ¿Tienes un minuto?
—Claro que sí. ¿Cómo te va?
Me la imaginé en mitad de la cocina de su reformada casita, con los ojos tan brillantes que parecerían chupachups en contraste con el color café de su piel y con el pelo (que llevaba lleno de trencitas) recogido en la coronilla para dejar la nuca al aire.
—Fatal —le contesté—. Voy de culo.
—¿Tienes problemas con la columna? —me preguntó con voz preocupada.
Titubeé antes de contestar.
—Sí. Tengo que darle consejo a una mujer soltera cuya hermana pequeña ha tenido un hijo sin estar casada y que quiere que cuide del bebé durante tres meses por lo menos. Mientras tanto, la hermana pequeña va a ingresar en una clínica de salud mental con la intención de curarse lo justo para ser una buena madre.
—Menuda putada —comentó Stacy.
—Espera, que la cosa sigue. La hermana mayor vive en Austin con un novio que ya le ha dicho que no puede llevarse al niño a vivir con ellos.
—Capullo —soltó Stacy—. ¿Por qué no quiere que lo lleve?
—Creo que no quiere la responsabilidad. Creo que tiene miedo de que el bebé interfiera con sus planes para salvar el planeta. Tal vez tiene miedo de que cambie su relación y de que su novia empiece a exigirle más cosas de lo que ha estado haciendo hasta el momento.
Stacy acabó por captarlo.
—¡Madre del amor hermoso! _____, ¿te refieres a Joe y a ti?
Era un verdadero placer desahogarme con alguien como Stacy, que, como buena amiga, se puso de inmediato de mi parte. Y aunque yo estaba cambiando las reglas de la relación sin previo aviso al meter a un bebé en nuestras vidas, Stacy estaba de acuerdo conmigo al cien por cien.
—Estoy en Houston con mi sobrino —le conté—. Nos estamos quedando en un hotel. Lo tengo aquí al lado. No quiero hacer esto. Pero es el primer chico al que le he dicho «Te quiero» desde el instituto. ¡Ay, Stace, no sabes lo mono que es!
—Todos los bebés son monos —replicó Stacy, restándole importancia.
—Lo sé, pero éste es precioso.
—Todos los bebés son preciosos.
Dejé de hablar para hacerle muecas a Jerry, que estaba haciendo pompas de saliva.
—Jerry está por encima de todos los bebés preciosos.
—Espera. Tom acaba de llegar para comer. Quiero que se moje. ¡Toooooom!
Esperé mientras Stacy ponía al día a su marido. De toda la larga ristra de amigos de Joe, Tom siempre había sido mi preferido. Nadie se aburría ni estaba triste cuando Tom andaba cerca... el vino corría, la gente se reía y la conversación fluía. Cuando Tom andaba cerca, te sentías ingeniosa e inteligente. Stacy era el tenso y fiable cordel del que el colorido Tom podía colgar al viento y llamar la atención.
—¿Puede coger Tom el otro teléfono? —le pregunté a Stacy.
—Ahora sólo tenemos uno. A Tommie se le cayó el otro en el orinal. Bueno... ¿has hablado ya con Joe?
El estómago me dio un vuelco.
—No, quería hacerlo primero contigo. Estoy retrasando el momento porque sé lo que va a decir. —Se me nublaron los ojos. Comencé a hablar con voz aguda y rebosante de emoción—. No querrá hacerlo, Stace. Va a decirme que no vuelva a Austin.
—¡Y una mierda! Vuelve ahora mismo con ese bebé.
—No puedo. Ya conoces a Joe.
—Claro que lo conozco, y por eso creo que ha llegado el momento de que avance un poco. Es una responsabilidad de adulto, y tiene que asumirla.
Por algún motivo, me sentí en la necesidad de defender a Joe.
—Es un adulto —dije al tiempo que me secaba los ojos con la manga—. Tiene su propia empresa. Hay mucha gente que depende de él. Pero esto es distinto. Joe siempre ha dejado muy claro que no quería saber nada de niños. Y el hecho de que yo me haya visto metida en una situación que no me esperaba no significa que Joe también tenga que padecerla.
—Por supuesto que sí. Es tu compañero. Además, un bebé no es una enfermedad. Es... —Se calló para escuchar lo que le decía su marido—. Cierra el pico, Tom. ______, cuando un bebé entra en tu vida, tienes que renunciar a muchas cosas. Pero a cambio recibes muchas más de las que pierdes. Ya lo verás.
Jerry había empezado a parpadear muy despacio, señal de que el sueño se iba apoderando de él. Le puse la mano en la barriguita, sintiendo sus movimientos intestinales.
—... tuvo una infancia increíble —seguía diciendo Stacy—, y tiene la edad perfecta para sentar cabeza. Todo el que lo conoce dice que sería un padre estupendo. Tienes que forzar la situación, ______. En cuanto Joe se dé cuenta de lo estupendo que es tener niños, de lo mucho que te alegran la vida, estará preparado para comprometerse.
—Si ya le cuesta comprometerse a tener calcetines... —dije—. Tiene que ser totalmente libre, Stacy.
—Nadie puede ser enteramente libre... —me contradijo ella—. El objetivo de una relación es contar con alguien cuando te hace falta. Si no lo tienes, es sólo... Espera un momento.
—Cuando dejó de hablar, escuché una voz de fondo que decía—: ¿Quieres que Tom hable con él? Dice que estará encantado.
—No —me apresuré a decir—. No quiero presionarlo.
—¿Por qué no? —preguntó Stacy, indignada—. Bastante presión tienes tú, ¿no? Tú tienes que hacer frente a una situación complicada... ¿Por qué no va a ayudarte? _______, te juro que si Joe no hace lo que debe, voy a cantarle las cuarenta... —Se detuvo por otro comentario de su marido—. ¡Lo digo en serio, Tom! Por el amor de Dios, ¿y si ______ se hubiera quedado embarazada como me pasó a mí? Tú asumiste tu responsabilidad..., ¿no crees que Joe debería hacer lo mismo? Me importa una mierda que sea su hijo o no. La cosa es que ______ necesita su apoyo. —Se concentró de nuevo en mí—. Da lo mismo lo que Joe diga o deje de decir, tú vuelve a Austin con ese niño. Tus amigos están aquí. Te ayudaremos en lo que necesites.
—No estoy segura. Me cruzaría con Joe... Sería muy raro vivir cerca de él, pero no con él. A lo mejor debería buscar un apartamento amueblado aquí, en Houston. Sólo será por tres meses.
—¿Y volver con Joe cuando se haya resuelto el problema? —preguntó Stacy, encendida.
—Pues... sí.
—¿Eso quiere decir que si te detectan un cáncer también tendrías que lidiar con él solita para no molestarlo? Oblígalo a involucrarse en este asunto. ¡Debes contar con su apoyo, ______! Tienes... Espera, Tom quiere hablar contigo.
Esperé hasta que escuché la voz resignada de su marido.
—Hola, ______.
—¿Qué tal, Tom? Antes de que digas nada... no me sueltes lo que Stace quiere oír. Dime la verdad. Eres su mejor amigo y lo conoces mejor que nadie. Joe no va a cambiar de opinión, ¿verdad?
Tom suspiró.
—Todo esto es una trampa para él. Cualquier cosa que huela a una casita con perro, esposa y dos coma cinco hijos lo es. Y a diferencia de Stacy y, al parecer, de todos los demás, no creo que Joe fuera un padre maravilloso. No le va el masoquismo.
Esbocé una sonrisa tristona, ya que sabía que Stacy lo haría pagar por su sinceridad.
—Sé que Joe preferiría intentar salvar el planeta antes que salvar a un bebé. Pero no sé por qué.
—Los bebés son clientes muy difíciles, _______ —explicó Tom—. Recibes muchas más alabanzas por intentar salvar el planeta. Y, además, es más fácil.
Niinny Jonas
NiinnyJonas
Re: Buenas Vibraciones (Nick y tu) [Adaptación Terminada]
Más tarde les subo más caps... :D
NiinnyJonas
Re: Buenas Vibraciones (Nick y tu) [Adaptación Terminada]
Vale!!!
yo me voy a dormir pero mañana me paso por aqui porque aqui, donde vivo es la 1 y 10 de la mañana...
Besitos!!
yo me voy a dormir pero mañana me paso por aqui porque aqui, donde vivo es la 1 y 10 de la mañana...
Besitos!!
{CJ}
Re: Buenas Vibraciones (Nick y tu) [Adaptación Terminada]
cindy a veces he pensado en asesinarte :B pero eres mi mejor amiga asi que no (?) siguela mas lento mujer, no somos tan rapidas para leer :E bueno yo si (?) pero asi no acortas tanto la nove! Te amo y siguela
CamH
Re: Buenas Vibraciones (Nick y tu) [Adaptación Terminada]
chelis escribió:nueva lectora
Gracias :D
NiinnyJonas
Re: Buenas Vibraciones (Nick y tu) [Adaptación Terminada]
CAPÍTULO 08
—Me han puesto en una tesitura difícil de pasar por alto —le dije a Joe por teléfono—. Así que voy a contarte lo que quiero hacer y, después de que me hayas escuchado, me dices las opciones que tengo. O las que no tengo.
—¡Dios mío, _____! —murmuró él.
Fruncí el ceño.
—No digas «¡Dios mío, _______!» antes de escucharme. Todavía no te he contado mi plan.
—Pero sé cuál es.
—¿En serio?
—Lo supe en cuanto saliste de Austin. Siempre has sido la encargada de arreglar los desastres que va dejando tu familia a su paso. —La resignación que destilaba su voz estaba a un paso de la lástima.
Habría preferido su hostilidad. Porque la lástima me hacía sentir como si la vida fuera un circo en el que yo siempre tenía que salir detrás del elefante.
—Nadie me está obligando a hacer nada en contra de mi voluntad —protesté.
—Por lo que sé, ocuparte del bebé de tu hermana nunca ha sido uno de tus objetivos en la vida.
—El niño nació hace una semana. Digo yo que podré revisar mis objetivos, ¿no?
—Sí, pero eso no quiere decir que yo tenga que revisar los míos. —Suspiró—. Cuéntamelo todo. Porque, te lo creas o no, estoy de tu parte.
Le expliqué lo sucedido, la conversación que mantuve con Rachel, y luego terminé a la defensiva con un:
—Son sólo tres meses. Y el bebé no hace ruido. —«A menos que quieras dormir», añadí para mis adentros—. Así que he decidido buscar un apartamento amueblado por aquí y quedarme hasta que Rachel mejore. Creo que Liza también me ayudará. Después, volveré a nuestro apartamento de Austin. Contigo. —Terminé con decisión—. ¿Te parece un buen plan?
—Me parece un plan... —respondió. Escuché un suave suspiro que le salió del fondo del alma—. ¿Qué quieres que diga, _____?
Quería que dijera: «Vuelve a casa, te ayudaré con el bebé», pero me limité a contestarle con un:
—Quiero saber lo que estás pensando de verdad.
—Estoy pensando que sigues anclada en los viejos hábitos —murmuró Joee—. Tu madre sólo tiene que chasquear los dedos o tu hermana meter la pata para que tú abandones tu vida y te ocupes de todo. No será sólo por tres meses, ______. Podrían pasar tres años antes de que Rachel recupere el juicio. ¿Y qué pasa si tiene más niños? ¿Vas a acogerlos a todos?
—Ya lo había pensado —admití a regañadientes—. Pero no puedo preocuparme por lo que sucederá en el futuro. Ahora mismo sólo importa Jerry, y me necesita.
—¿Y lo que necesitas tú? Se supone que estás escribiendo un libro, ¿no? ¿Cómo te las vas a arreglar para seguir con la columna?
—No lo sé. Pero otras personas trabajan y se ocupan de sus hijos a la vez.
—No es hijo tuyo.
—Forma parte de mi familia.
—Tú no tienes familia, _______.
Aunque yo había dicho cosas parecidas en el pasado, el comentario me dolió.
—Somos individuos ligados por patrones de obligaciones recíprocas —dije—. Si se puede llamar familia a un grupo de chimpancés del Amazonas, creo que las Varner también podemos entrar en esa categoría.
—Teniendo en cuenta que los chimpancés practican el canibalismo ocasional, podría darte la razón.
En ese momento, entendí que no debería haberle hablado tanto a Joe sobre las Varner.
—Me revienta discutir contigo —mascullé—. Me conoces demasiado bien.
—Más te reventaría si te dejara tomar la decisión equivocada sin decirte nada.
—Creo que es la decisión acertada. Desde mi punto de vista, es la única decisión con la que sería capaz de vivir.
—Me parece estupendo. Pero yo soy incapaz de vivir con ella.
Inspiré hondo.
—Bueno, y eso, ¿en qué punto nos deja si hago lo que tengo pensando? ¿Cómo afecta esto a una relación de cuatro años?
Me costaba muchísimo creer que la persona en la que me había apoyado más que en nadie, el hombre en quien confiaba y a quien le tenía tanto aprecio, estaba trazando una línea tan inflexible.
—Supongo que podríamos considerarlo un paréntesis —dijo Joe.
Lo medité mientras una gélida sensación de alarma me corría por las venas.
—Y cuando vuelva, ¿lo retomaremos donde lo dejamos?
—Podemos intentarlo.
—¿A qué te refieres con «intentarlo»?
—Puedes conservar algo en el congelador y sacarlo tres meses después, pero nunca será lo mismo.
—Pero, prometes esperarme, ¿no?
—¿En qué sentido?
—Me refiero a que no te acostarás con nadie más.
—_______, no podemos prometer no acostarnos con otra persona.
Me quedé de piedra.
—¿No podemos?
—Claro que no. En una relación adulta, no hay ni promesas ni garantías. No nos poseemos el uno al otro.
—Joe, creía que éramos fieles. —Por segunda vez en el día, me di cuenta de que hablaba con voz llorosa. De repente, se me ocurrió algo—. ¿Alguna vez me has puesto los cuernos?
—Yo no lo llamaría de esa manera, pero no, no lo he hecho.
—¿Qué pasaría si decido acostarme con otro? ¿No te pondrías celoso?
—No te negaría la oportunidad de experimentar otras relaciones con plena libertad si eso es lo que quieres. Es cuestión de confianza. Y de tener una mentalidad abierta.
—¿Tenemos una relación abierta?
—Si quieres decirlo de esa manera, sí.
Pocas veces en la vida me había sentido tan sorprendida como en ese momento. O más bien ninguna. Las cosas que había dado por sentadas con respecto a mi relación con Joe no tenían fundamento.
—¡Por el amor de Dios! ¿Cómo podemos tener una relación abierta sin que yo lo sepa siquiera? ¿Cuáles son las reglas?
A Joe pareció hacerle gracia la situación.
—No hay reglas entre nosotros, ______. Nunca las ha habido. Es el único motivo por el que hemos permanecido juntos tanto tiempo. Si hubiera intentado encerrarte de alguna manera, te habrías largado a las primeras de cambio.
Tenía un montón de protestas y de explicaciones en la cabeza. Pero me preguntaba si Joe estaba en lo cierto. Y mucho me temía que así era.
—De algún modo —comencé despacio—, siempre me he tenido por una persona convencional. Demasiado convencional como para mantener una relación desestructurada.
—Miss Independiente lo es —replicó él—. Los consejos que le da a otra gente siguen unas reglas muy concretas. Pero como ______... No, no eres convencional.
—Pero soy Miss Independiente y ______ a la vez —protesté—. ¿Dónde está entonces mi verdadera personalidad?
—Ahora mismo, parece que tu verdadera personalidad está en Houston —respondió Joe—. Ojalá regresaras.
—Me gustaría poder llevarme el niño a casa unos días, hasta que encuentre una solución.
—A mí no me va bien —se apresuró a soltar Joe.
Fruncí el ceño.
—También es mi apartamento. Quiero quedarme en mi mitad.
—Vale. Dormiré en otro sitio hasta que el bebé y tú os hayáis ido. O me mudaré para que te quedes con todo...
—No. —De forma instintiva, supe que, si Joe se veía obligado a mudarse por mi decisión de cuidar de Jerry, podría perderlo para siempre—. Da igual, quédate en el apartamento. Encontraré algo temporal para Jerry y para mí.
—Te ayudaré en todo lo que pueda —dijo él—. Pagaré tu parte del alquiler todo el tiempo que haga falta.
El ofrecimiento me cabreó. Su negativa a aceptar a Jerry me ponía tan furiosa como si fuera una leona enjaulada. Aunque, sobre todo, me asustaba el descubrimiento de que nuestra relación no tenía reglas, de que no había promesas entre nosotros. Porque eso quería decir que ya no estaba segura de él.
Ni de mí.
—Gracias —dije, indignada—. Ya te diré cómo acaba todo.
—Lo primero que tenemos que hacer —le dije a Jerry al día siguiente— es encontrar un bonito lugar que podamos alquilar o subarrendar. ¿Te parece que miremos en el centro? ¿En la zona de Montrose? ¿O no te opones a que busquemos algo cerca de Sugar Land? Siempre podemos ir a Austin, pero tendría que evitar a quien tú ya sabes. Y los alquileres allí son mucho más altos.
Jerry parecía pensativo mientras se tomaba despacio el biberón, como si de verdad estuviera considerando las opciones.
—¿Te lo estás pensando? —le pregunté—. ¿O estás pringando otro pañal?
La noche anterior había pasado un montón de tiempo buscando información en Google sobre los cuidados infantiles. Leí un montón de páginas sobre lo que había que hacer y lo que no, sobre los momentos más importantes del primer mes de vida y también sobre las visitas al pediatra. Incluso encontré instrucciones para cortarles las uñas a los bebés.
—Aquí dice —le comenté en su momento— que se supone que tienes que dormir entre quince y dieciocho horas al día. Tienes que ponerle más empeño. También dice que tengo que esterilizar todo lo que te llevas a la boca. Y dice que tendrás que saber sonreír al final del primer mes.
Tras leer eso, me pasé varios minutos sonriéndole con la esperanza de que me respondiera. La respuesta de Jerry fue una mueca tan seria que le dije que se parecía a Winston Churchill.
Después de añadir a los favoritos del explorador una docena de sitios web sobre el cuidado de los bebés, empecé a mirar apartamentos amueblados en la zona de Houston. Los que me podía permitir parecían muy feos y deprimentes, y los que me gustaban estaban por las nubes. Por desgracia, era difícil encontrar algo en una zona decente con unos muebles decentes por un precio razonable. Me acosté con un nudo en el estómago por culpa de los nervios y bastante deprimida. Tal vez porque se compadecía de mí, esa noche Jerry sólo se despertó tres veces.
—Tenemos que encontrar algo hoy mismo —le dije—. Y largarnos de este hotel tan caro.
Decidí pasar la mañana buscando posibilidades en Internet para salir esa misma tarde a verlas. Mientras escribía la reseña del primer lugar, mi móvil sonó.
«Jonas», rezaba la pantalla. Sentí un escalofrío por los nervios y la curiosidad.
—¿Diga?
—_______. —Escuché la inconfundible voz de barítono de Nick, tan suave como la seda—. ¿Cómo te va?
—Genial, gracias por preguntar. Jerry y yo estamos buscando casa. Hemos decidido irnos a vivir juntos.
—Enhorabuena. ¿Estás buscando algo en Houston o vuelves a Austin?
—Vamos a quedarnos aquí.
—Bien. —Una breve pausa—. ¿Tienes planes para comer?
—No.
—¿Te viene bien si te recojo a las doce?
—No puedo permitirme invitarte de nuevo —contesté, y Nick se echó a reír.
—Esta vez corre de mi cuenta. Quiero comentarte una cosa.
—¿De qué quieres hablar? Anda, dame una pista.
—No necesitas una pista, ______. Sólo tienes que decir que sí.
Titubeé, desconcertada por el modo en el que me hablaba: de manera amistosa, pero insistente, como un hombre que no estaba acostumbrado a escuchar un no por respuesta.
—¿Podría ser en un sitio normalito? —le pregunté—. Ahora mismo ni Jerry ni yo tenemos nada elegante que ponernos.
—Sin problemas. Pero no le pongas calcetines rosas.
Me llevé una sorpresa cuando Nick nos recogió en un monovolumen híbrido. Había esperado una monstruosidad que consumiera muchísimo, o un deportivo de gama alta. Para nada me esperaba un vehículo que Joe o cualquiera de sus amigos se habría sentido a gusto conduciendo.
—¡Llevas un híbrido! —exclamé asombrada mientras intentaba asegurar la base de la sillita de Jerry en la parte trasera del coche—. Te habría imaginado con un Denali, un Hummer o algo del estilo.
—Un Hummer —repitió Nick con desdén al tiempo que me pasaba a Jerry, que seguía sentado en la silla portabebés, y me apartaba con suavidad para ocuparse de la base de la silla—. Houston ya tiene bastantes emisiones de gases. No pienso contribuir al problema.
Arqueé las cejas.
—Eso suena a lo que diría un ecologista.
—Es que soy ecologista —murmuró Nick.
—No puedes ser un ecologista, eres un cazador.
Nick sonrió.
—Hay dos clases de ecologistas, _______. Los que se abrazan a los árboles y creen que cualquier ameba unicelular es tan importante como un alce en peligro de extinción... y los que, como yo, creemos que la caza regulada es una manera de gestionar de forma responsable la vida natural. Y como me gusta disfrutar del aire libre todo lo que puedo, estoy en contra de la contaminación, de la pesca masiva, del calentamiento global, de la deforestación y de cualquier otra cosa que fastidie el medioambiente.
Nick cogió la sillita de Jerry y la ajustó con mucho cuidado a la base. Se detuvo para hacerle carantoñas al bebé, que estaba atado como un astronauta en miniatura preparado para una peligrosa misión.
Puesto que él estaba detrás y un poco a un lado, me fue imposible no reparar en la imagen de Nick, agachado sobre los asientos. Tenía un cuerpazo, con unos músculos duros que se adivinaban bajo los vaqueros y unos hombros fuertes que se tensaban bajo la camisa celeste que llevaba remangada. Tenía el cuerpo ideal para un quaterback, lo bastante fornido como para aguantar la acometida de un defensa, lo bastante alto como para lanzar un buen pase y lo bastante delgado como para ser rápido y ágil.
Como solía pasar en Houston, un trayecto que debería durar quince minutos acabó en casi media hora. Pero disfruté de lo lindo. No sólo me alegraba de salir de la habitación del hotel, sino que además Jerry estaba dormido, encantado con el aire acondicionado y el movimiento del coche.
—¿Qué ha pasado con Joe? —preguntó Nick al descuido—. ¿Habéis roto?
—No, qué va. Seguimos juntos. —Hice una pausa incómoda antes de continuar—: Pero estamos en un... paréntesis.
Sólo estos tres meses, hasta que Rachel vuelva a por el bebé y yo regrese a Austin.
—¿Eso quiere decir que puedes salir con otra gente?
—Siempre hemos podido salir con otra gente. Joe y yo mantenemos una relación abierta. Nada de promesas ni de compromisos.
—Eso no existe. Una relación es una serie de promesas y de compromisos.
—Tal vez lo sea para la gente convencional. Pero Joe y yo creemos que no se puede poseer a otra persona.
—Claro que se puede —me contradijo Nick.
Arqueé las cejas.
—A lo mejor las cosas son distintas en Austin —comentó Nick—. Pero en Houston, ningún perro comparte su hueso.
Era algo tan disparatado que me eché a reír.
—¿Alguna vez has tenido una relación seria, Nick? Pero seria de verdad, de estar prometidos para casaros.
—Una vez —admitió—, pero no funcionó.
—¿Por qué no?
—Eso digo yo, ¿por qué?
La pausa que hizo antes de contestar fue lo bastante larga como para darme cuenta de que no solía hablar del tema.
—Se enamoró de otro —respondió al cabo de un rato.
—Lo siento —dije con sinceridad—. La mayoría de las cartas que recibo son de gente cuya relación se está acabando. De hombres que intentan aferrarse a sus mujeres infieles, de mujeres enamoradas de hombres casados que no dejan de prometerles que dejarán a sus esposas pero que nunca lo hacen... —Me callé al ver que golpeaba el volante de piel con un gesto nervioso, como si tuviera una arruga que quisiera quitarle.
—¿Qué le dirías a un hombre cuya novia se ha acostado con su mejor amigo? —me preguntó.
Lo entendí a la primera. Intenté disimular la lástima, ya que sabía que no le haría gracia.
—¿Fue una sola vez o tenían una relación?
—Acabaron casados —respondió con voz amarga.
—Menuda putada —dije—. Es peor cuando se casan, porque entonces la gente cree que están libres de toda culpa. «Vale, te engañaron, pero se casaron, así que no pasa nada.» Y tú te lo tienes que tragar todo y mandarles un carísimo regalo de boda para que no crean que eres un capullo. Es una putada, sí.
Dejó de mover el pulgar.
—Ahí le has dado. ¿Cómo lo has sabido?
—Madame _______ lo sabe todo —respondí, sin darle importancia—. Me atrevería a decir que su matrimonio está haciendo aguas ahora mismo. Porque las relaciones que empiezan de esa manera no tienen una base sólida.
—Pero tú no desapruebas la infidelidad —dijo él—. Porque ninguna persona puede poseer a otra, ¿verdad?
—No, condeno la infidelidad cuando alguno de los miembros de la pareja desconoce las reglas. A menos que accedas a tener una relación abierta, hay una promesa implícita de fidelidad. No hay nada peor que romper una promesa que le has hecho a alguien que te quiere.
—Sí —reconoció en voz baja, pero el monosílabo tenía tanta fuerza que dejó bien claro lo mucho que creía en esas palabras.
—En fin, ¿he acertado con su matrimonio? —pregunté—. ¿Está haciendo aguas?
—De un tiempo a esta parte, parece que las cosas no marchan muy bien —reconoció él—. Lo más probables es que se divorcien. Y es una pena, porque tienen dos niños.
—Cuando vuelva a estar libre, ¿crees que te interesará?
—No puedo negar que no lo haya considerado. Pero no, no pienso tropezar dos veces con la misma piedra.
—Tengo una teoría sobre los hombres como tú, Nick.
Eso pareció animarlo un poco. Me miró con sorna.
—¿Qué teoría?
—Una teoría sobre por qué no te has comprometido todavía. En realidad, es una cuestión de dinámicas de mercado eficientes. Las mujeres con las que sales son prácticamente iguales. Pasas un buen rato con la de turno y luego vas a por la siguiente, haciendo que se pregunten por qué no ha durado. No se dan cuenta de que ninguna de ellas supera las expectativas de mercado, porque todas ofrecen lo mismo, y da igual lo bueno que sea el envoltorio. Así que lo único que podría cambiar tu situación es que suceda algo inesperado y fortuito. Razón por la cual vas a acabar con una mujer totalmente distinta a lo que la gente espera, a lo que tú esperas. —Lo vi sonreír—. ¿Qué te parece?
—Creo que no serías capaz de callarte ni debajo del agua —replicó.
El restaurante al que Nick nos llevó podría considerarse normal según él, pero contaba con aparcacoches, el aparcamiento estaba lleno de automóviles de lujo y había una pérgola blanca que llevaba hasta la puerta. Nos condujeron hasta una mesa increíble situada junto a un ventanal. A juzgar por la elegante y estudiada decoración, y por las notas del piano que sonaba de fondo, estaba segura de que nos echarían a Jerry y a mí en mitad de la comida. Sin embargo, Jerry me sorprendió con un comportamiento modélico. La comida estaba deliciosa y el chardonnay que la acompañaba hizo que mis papilas gustativas saltaran de alegría. Y, además, Nick tal vez fuera el hombre más simpático que había conocido en la vida. Después del almuerzo, fuimos al centro de la ciudad. Dejamos el coche en el aparcamiento subterráneo en el 1800 de Main Street.
—¿Vamos a tu oficina? —le pregunté.
—Vamos a la parte del edificio dedicada a los apartamentos. Exactamente donde trabaja mi hermana.
—¿A qué se dedica?
—En resumidas cuentas, se encarga de los contratos y de las operaciones financieras. Del día a día del negocio, de las cosas de las que yo no puedo ocuparme.
—¿Me la vas a presentar?
Nick asintió con la cabeza.
—Te caerá bien.
Subimos en el ascensor hasta un pequeño vestíbulo de mármol reluciente que contaba con una escultura contemporánea de bronce y un área de recepción muy formal. El conserje, un chico muy bien vestido, sonrió a Nick y miró de reojo a Jerry, que estaba durmiendo. Nick había insistido en llevarlo él, detalle que le agradecí muchísimo. Mis brazos todavía no se habían acostumbrado a la nueva responsabilidad de llevar a Jerry y sus cosas de un lado para otro.
—Dile a la señorita Jonas que vamos a su apartamento —le dijo Nick al conserje.
—Sí, señor Jonais.
Seguí a Nick hasta los ascensores a través de una serie de puertas de cristal que se fueron abriendo para dejarnos pasar sin hacer apenas ruido.
—¿En qué piso está la oficina? —le pregunté.
—En el séptimo. Pero Destiny querrá que vayamos a verla a su apartamento, que está en el sexto.
—¿Por qué?
—Es un apartamento totalmente amueblado. Y gratis. Uno de los privilegios de su puesto de trabajo. Su novio vive en una de las plantas superiores, en otro apartamento de tres dormitorios al que mi hermana ya ha trasladado todas sus cosas. Así que tiene el apartamento vacío.
En ese momento, comprendí sus intenciones, de modo que lo miré alucinada. Me dio un vuelco el estómago, aunque no supe si se debía al movimiento del ascensor o a la sorpresa.
—Nick, si se te ha pasado por la cabeza que Jerry y yo vivamos aquí los próximos tres meses... Te lo agradezco mucho, pero es imposible.
—¿Por qué?
El ascensor se detuvo y Nick me hizo un gesto para que lo precediera.
Decidí ser directa.
—No puedo permitírmelo.
—Encontraremos una cifra que te venga bien.
—No quiero deberte nada.
—Y no lo harás. Esto es entre mi hermana y tú.
—Vale, pero el edificio es tuyo.
—No, no lo es. Sólo lo gestiono.
—No me vengas con ésas. Es propiedad de los Jonas.
—Muy bien. —Su voz era risueña—. Es propiedad de los Jonas. Aun así, no me deberás nada. Es cuestión de oportunidad. Tú necesitas un sitio donde vivir y yo tengo un apartamento disponible.
Fruncí el ceño.
—Tú vives en el edificio, ¿verdad?
Me miró con sorna.
—No me hace falta ponerle a una mujer un apartamento en bandeja para conseguir su atención, ______.
—No me refería a eso —protesté, aunque la humillación hizo que me pusiera como un tomate. A decir verdad, sí que me refería a eso. Como si yo, _____ Varner, fuera tan irresistible que él, Nick Jonas, fuera capaz de hacer el pino con las orejas con tal de tenerme en su mismo edificio. ¡Por el amor de Dios! ¿De qué parte de mi ego había salido eso? Busqué una explicación que me permitiera salir airosa de la tesitura—. Me refiero a que no creo que te haga gracia tener a un recién nacido llorón en el edificio.
—Haré una excepción en el caso de Jerry. Después del recibimiento que ha tenido al llegar a este mundo, se merece que le pase algo bueno.
Recorrimos el pasillo, enmoquetado y con forma de H, hasta llegar a un apartamento situado casi al final. Nick llamó al timbre y la puerta se abrió.
—¡Dios mío, _____! —murmuró él.
Fruncí el ceño.
—No digas «¡Dios mío, _______!» antes de escucharme. Todavía no te he contado mi plan.
—Pero sé cuál es.
—¿En serio?
—Lo supe en cuanto saliste de Austin. Siempre has sido la encargada de arreglar los desastres que va dejando tu familia a su paso. —La resignación que destilaba su voz estaba a un paso de la lástima.
Habría preferido su hostilidad. Porque la lástima me hacía sentir como si la vida fuera un circo en el que yo siempre tenía que salir detrás del elefante.
—Nadie me está obligando a hacer nada en contra de mi voluntad —protesté.
—Por lo que sé, ocuparte del bebé de tu hermana nunca ha sido uno de tus objetivos en la vida.
—El niño nació hace una semana. Digo yo que podré revisar mis objetivos, ¿no?
—Sí, pero eso no quiere decir que yo tenga que revisar los míos. —Suspiró—. Cuéntamelo todo. Porque, te lo creas o no, estoy de tu parte.
Le expliqué lo sucedido, la conversación que mantuve con Rachel, y luego terminé a la defensiva con un:
—Son sólo tres meses. Y el bebé no hace ruido. —«A menos que quieras dormir», añadí para mis adentros—. Así que he decidido buscar un apartamento amueblado por aquí y quedarme hasta que Rachel mejore. Creo que Liza también me ayudará. Después, volveré a nuestro apartamento de Austin. Contigo. —Terminé con decisión—. ¿Te parece un buen plan?
—Me parece un plan... —respondió. Escuché un suave suspiro que le salió del fondo del alma—. ¿Qué quieres que diga, _____?
Quería que dijera: «Vuelve a casa, te ayudaré con el bebé», pero me limité a contestarle con un:
—Quiero saber lo que estás pensando de verdad.
—Estoy pensando que sigues anclada en los viejos hábitos —murmuró Joee—. Tu madre sólo tiene que chasquear los dedos o tu hermana meter la pata para que tú abandones tu vida y te ocupes de todo. No será sólo por tres meses, ______. Podrían pasar tres años antes de que Rachel recupere el juicio. ¿Y qué pasa si tiene más niños? ¿Vas a acogerlos a todos?
—Ya lo había pensado —admití a regañadientes—. Pero no puedo preocuparme por lo que sucederá en el futuro. Ahora mismo sólo importa Jerry, y me necesita.
—¿Y lo que necesitas tú? Se supone que estás escribiendo un libro, ¿no? ¿Cómo te las vas a arreglar para seguir con la columna?
—No lo sé. Pero otras personas trabajan y se ocupan de sus hijos a la vez.
—No es hijo tuyo.
—Forma parte de mi familia.
—Tú no tienes familia, _______.
Aunque yo había dicho cosas parecidas en el pasado, el comentario me dolió.
—Somos individuos ligados por patrones de obligaciones recíprocas —dije—. Si se puede llamar familia a un grupo de chimpancés del Amazonas, creo que las Varner también podemos entrar en esa categoría.
—Teniendo en cuenta que los chimpancés practican el canibalismo ocasional, podría darte la razón.
En ese momento, entendí que no debería haberle hablado tanto a Joe sobre las Varner.
—Me revienta discutir contigo —mascullé—. Me conoces demasiado bien.
—Más te reventaría si te dejara tomar la decisión equivocada sin decirte nada.
—Creo que es la decisión acertada. Desde mi punto de vista, es la única decisión con la que sería capaz de vivir.
—Me parece estupendo. Pero yo soy incapaz de vivir con ella.
Inspiré hondo.
—Bueno, y eso, ¿en qué punto nos deja si hago lo que tengo pensando? ¿Cómo afecta esto a una relación de cuatro años?
Me costaba muchísimo creer que la persona en la que me había apoyado más que en nadie, el hombre en quien confiaba y a quien le tenía tanto aprecio, estaba trazando una línea tan inflexible.
—Supongo que podríamos considerarlo un paréntesis —dijo Joe.
Lo medité mientras una gélida sensación de alarma me corría por las venas.
—Y cuando vuelva, ¿lo retomaremos donde lo dejamos?
—Podemos intentarlo.
—¿A qué te refieres con «intentarlo»?
—Puedes conservar algo en el congelador y sacarlo tres meses después, pero nunca será lo mismo.
—Pero, prometes esperarme, ¿no?
—¿En qué sentido?
—Me refiero a que no te acostarás con nadie más.
—_______, no podemos prometer no acostarnos con otra persona.
Me quedé de piedra.
—¿No podemos?
—Claro que no. En una relación adulta, no hay ni promesas ni garantías. No nos poseemos el uno al otro.
—Joe, creía que éramos fieles. —Por segunda vez en el día, me di cuenta de que hablaba con voz llorosa. De repente, se me ocurrió algo—. ¿Alguna vez me has puesto los cuernos?
—Yo no lo llamaría de esa manera, pero no, no lo he hecho.
—¿Qué pasaría si decido acostarme con otro? ¿No te pondrías celoso?
—No te negaría la oportunidad de experimentar otras relaciones con plena libertad si eso es lo que quieres. Es cuestión de confianza. Y de tener una mentalidad abierta.
—¿Tenemos una relación abierta?
—Si quieres decirlo de esa manera, sí.
Pocas veces en la vida me había sentido tan sorprendida como en ese momento. O más bien ninguna. Las cosas que había dado por sentadas con respecto a mi relación con Joe no tenían fundamento.
—¡Por el amor de Dios! ¿Cómo podemos tener una relación abierta sin que yo lo sepa siquiera? ¿Cuáles son las reglas?
A Joe pareció hacerle gracia la situación.
—No hay reglas entre nosotros, ______. Nunca las ha habido. Es el único motivo por el que hemos permanecido juntos tanto tiempo. Si hubiera intentado encerrarte de alguna manera, te habrías largado a las primeras de cambio.
Tenía un montón de protestas y de explicaciones en la cabeza. Pero me preguntaba si Joe estaba en lo cierto. Y mucho me temía que así era.
—De algún modo —comencé despacio—, siempre me he tenido por una persona convencional. Demasiado convencional como para mantener una relación desestructurada.
—Miss Independiente lo es —replicó él—. Los consejos que le da a otra gente siguen unas reglas muy concretas. Pero como ______... No, no eres convencional.
—Pero soy Miss Independiente y ______ a la vez —protesté—. ¿Dónde está entonces mi verdadera personalidad?
—Ahora mismo, parece que tu verdadera personalidad está en Houston —respondió Joe—. Ojalá regresaras.
—Me gustaría poder llevarme el niño a casa unos días, hasta que encuentre una solución.
—A mí no me va bien —se apresuró a soltar Joe.
Fruncí el ceño.
—También es mi apartamento. Quiero quedarme en mi mitad.
—Vale. Dormiré en otro sitio hasta que el bebé y tú os hayáis ido. O me mudaré para que te quedes con todo...
—No. —De forma instintiva, supe que, si Joe se veía obligado a mudarse por mi decisión de cuidar de Jerry, podría perderlo para siempre—. Da igual, quédate en el apartamento. Encontraré algo temporal para Jerry y para mí.
—Te ayudaré en todo lo que pueda —dijo él—. Pagaré tu parte del alquiler todo el tiempo que haga falta.
El ofrecimiento me cabreó. Su negativa a aceptar a Jerry me ponía tan furiosa como si fuera una leona enjaulada. Aunque, sobre todo, me asustaba el descubrimiento de que nuestra relación no tenía reglas, de que no había promesas entre nosotros. Porque eso quería decir que ya no estaba segura de él.
Ni de mí.
—Gracias —dije, indignada—. Ya te diré cómo acaba todo.
—Lo primero que tenemos que hacer —le dije a Jerry al día siguiente— es encontrar un bonito lugar que podamos alquilar o subarrendar. ¿Te parece que miremos en el centro? ¿En la zona de Montrose? ¿O no te opones a que busquemos algo cerca de Sugar Land? Siempre podemos ir a Austin, pero tendría que evitar a quien tú ya sabes. Y los alquileres allí son mucho más altos.
Jerry parecía pensativo mientras se tomaba despacio el biberón, como si de verdad estuviera considerando las opciones.
—¿Te lo estás pensando? —le pregunté—. ¿O estás pringando otro pañal?
La noche anterior había pasado un montón de tiempo buscando información en Google sobre los cuidados infantiles. Leí un montón de páginas sobre lo que había que hacer y lo que no, sobre los momentos más importantes del primer mes de vida y también sobre las visitas al pediatra. Incluso encontré instrucciones para cortarles las uñas a los bebés.
—Aquí dice —le comenté en su momento— que se supone que tienes que dormir entre quince y dieciocho horas al día. Tienes que ponerle más empeño. También dice que tengo que esterilizar todo lo que te llevas a la boca. Y dice que tendrás que saber sonreír al final del primer mes.
Tras leer eso, me pasé varios minutos sonriéndole con la esperanza de que me respondiera. La respuesta de Jerry fue una mueca tan seria que le dije que se parecía a Winston Churchill.
Después de añadir a los favoritos del explorador una docena de sitios web sobre el cuidado de los bebés, empecé a mirar apartamentos amueblados en la zona de Houston. Los que me podía permitir parecían muy feos y deprimentes, y los que me gustaban estaban por las nubes. Por desgracia, era difícil encontrar algo en una zona decente con unos muebles decentes por un precio razonable. Me acosté con un nudo en el estómago por culpa de los nervios y bastante deprimida. Tal vez porque se compadecía de mí, esa noche Jerry sólo se despertó tres veces.
—Tenemos que encontrar algo hoy mismo —le dije—. Y largarnos de este hotel tan caro.
Decidí pasar la mañana buscando posibilidades en Internet para salir esa misma tarde a verlas. Mientras escribía la reseña del primer lugar, mi móvil sonó.
«Jonas», rezaba la pantalla. Sentí un escalofrío por los nervios y la curiosidad.
—¿Diga?
—_______. —Escuché la inconfundible voz de barítono de Nick, tan suave como la seda—. ¿Cómo te va?
—Genial, gracias por preguntar. Jerry y yo estamos buscando casa. Hemos decidido irnos a vivir juntos.
—Enhorabuena. ¿Estás buscando algo en Houston o vuelves a Austin?
—Vamos a quedarnos aquí.
—Bien. —Una breve pausa—. ¿Tienes planes para comer?
—No.
—¿Te viene bien si te recojo a las doce?
—No puedo permitirme invitarte de nuevo —contesté, y Nick se echó a reír.
—Esta vez corre de mi cuenta. Quiero comentarte una cosa.
—¿De qué quieres hablar? Anda, dame una pista.
—No necesitas una pista, ______. Sólo tienes que decir que sí.
Titubeé, desconcertada por el modo en el que me hablaba: de manera amistosa, pero insistente, como un hombre que no estaba acostumbrado a escuchar un no por respuesta.
—¿Podría ser en un sitio normalito? —le pregunté—. Ahora mismo ni Jerry ni yo tenemos nada elegante que ponernos.
—Sin problemas. Pero no le pongas calcetines rosas.
Me llevé una sorpresa cuando Nick nos recogió en un monovolumen híbrido. Había esperado una monstruosidad que consumiera muchísimo, o un deportivo de gama alta. Para nada me esperaba un vehículo que Joe o cualquiera de sus amigos se habría sentido a gusto conduciendo.
—¡Llevas un híbrido! —exclamé asombrada mientras intentaba asegurar la base de la sillita de Jerry en la parte trasera del coche—. Te habría imaginado con un Denali, un Hummer o algo del estilo.
—Un Hummer —repitió Nick con desdén al tiempo que me pasaba a Jerry, que seguía sentado en la silla portabebés, y me apartaba con suavidad para ocuparse de la base de la silla—. Houston ya tiene bastantes emisiones de gases. No pienso contribuir al problema.
Arqueé las cejas.
—Eso suena a lo que diría un ecologista.
—Es que soy ecologista —murmuró Nick.
—No puedes ser un ecologista, eres un cazador.
Nick sonrió.
—Hay dos clases de ecologistas, _______. Los que se abrazan a los árboles y creen que cualquier ameba unicelular es tan importante como un alce en peligro de extinción... y los que, como yo, creemos que la caza regulada es una manera de gestionar de forma responsable la vida natural. Y como me gusta disfrutar del aire libre todo lo que puedo, estoy en contra de la contaminación, de la pesca masiva, del calentamiento global, de la deforestación y de cualquier otra cosa que fastidie el medioambiente.
Nick cogió la sillita de Jerry y la ajustó con mucho cuidado a la base. Se detuvo para hacerle carantoñas al bebé, que estaba atado como un astronauta en miniatura preparado para una peligrosa misión.
Puesto que él estaba detrás y un poco a un lado, me fue imposible no reparar en la imagen de Nick, agachado sobre los asientos. Tenía un cuerpazo, con unos músculos duros que se adivinaban bajo los vaqueros y unos hombros fuertes que se tensaban bajo la camisa celeste que llevaba remangada. Tenía el cuerpo ideal para un quaterback, lo bastante fornido como para aguantar la acometida de un defensa, lo bastante alto como para lanzar un buen pase y lo bastante delgado como para ser rápido y ágil.
Como solía pasar en Houston, un trayecto que debería durar quince minutos acabó en casi media hora. Pero disfruté de lo lindo. No sólo me alegraba de salir de la habitación del hotel, sino que además Jerry estaba dormido, encantado con el aire acondicionado y el movimiento del coche.
—¿Qué ha pasado con Joe? —preguntó Nick al descuido—. ¿Habéis roto?
—No, qué va. Seguimos juntos. —Hice una pausa incómoda antes de continuar—: Pero estamos en un... paréntesis.
Sólo estos tres meses, hasta que Rachel vuelva a por el bebé y yo regrese a Austin.
—¿Eso quiere decir que puedes salir con otra gente?
—Siempre hemos podido salir con otra gente. Joe y yo mantenemos una relación abierta. Nada de promesas ni de compromisos.
—Eso no existe. Una relación es una serie de promesas y de compromisos.
—Tal vez lo sea para la gente convencional. Pero Joe y yo creemos que no se puede poseer a otra persona.
—Claro que se puede —me contradijo Nick.
Arqueé las cejas.
—A lo mejor las cosas son distintas en Austin —comentó Nick—. Pero en Houston, ningún perro comparte su hueso.
Era algo tan disparatado que me eché a reír.
—¿Alguna vez has tenido una relación seria, Nick? Pero seria de verdad, de estar prometidos para casaros.
—Una vez —admitió—, pero no funcionó.
—¿Por qué no?
—Eso digo yo, ¿por qué?
La pausa que hizo antes de contestar fue lo bastante larga como para darme cuenta de que no solía hablar del tema.
—Se enamoró de otro —respondió al cabo de un rato.
—Lo siento —dije con sinceridad—. La mayoría de las cartas que recibo son de gente cuya relación se está acabando. De hombres que intentan aferrarse a sus mujeres infieles, de mujeres enamoradas de hombres casados que no dejan de prometerles que dejarán a sus esposas pero que nunca lo hacen... —Me callé al ver que golpeaba el volante de piel con un gesto nervioso, como si tuviera una arruga que quisiera quitarle.
—¿Qué le dirías a un hombre cuya novia se ha acostado con su mejor amigo? —me preguntó.
Lo entendí a la primera. Intenté disimular la lástima, ya que sabía que no le haría gracia.
—¿Fue una sola vez o tenían una relación?
—Acabaron casados —respondió con voz amarga.
—Menuda putada —dije—. Es peor cuando se casan, porque entonces la gente cree que están libres de toda culpa. «Vale, te engañaron, pero se casaron, así que no pasa nada.» Y tú te lo tienes que tragar todo y mandarles un carísimo regalo de boda para que no crean que eres un capullo. Es una putada, sí.
Dejó de mover el pulgar.
—Ahí le has dado. ¿Cómo lo has sabido?
—Madame _______ lo sabe todo —respondí, sin darle importancia—. Me atrevería a decir que su matrimonio está haciendo aguas ahora mismo. Porque las relaciones que empiezan de esa manera no tienen una base sólida.
—Pero tú no desapruebas la infidelidad —dijo él—. Porque ninguna persona puede poseer a otra, ¿verdad?
—No, condeno la infidelidad cuando alguno de los miembros de la pareja desconoce las reglas. A menos que accedas a tener una relación abierta, hay una promesa implícita de fidelidad. No hay nada peor que romper una promesa que le has hecho a alguien que te quiere.
—Sí —reconoció en voz baja, pero el monosílabo tenía tanta fuerza que dejó bien claro lo mucho que creía en esas palabras.
—En fin, ¿he acertado con su matrimonio? —pregunté—. ¿Está haciendo aguas?
—De un tiempo a esta parte, parece que las cosas no marchan muy bien —reconoció él—. Lo más probables es que se divorcien. Y es una pena, porque tienen dos niños.
—Cuando vuelva a estar libre, ¿crees que te interesará?
—No puedo negar que no lo haya considerado. Pero no, no pienso tropezar dos veces con la misma piedra.
—Tengo una teoría sobre los hombres como tú, Nick.
Eso pareció animarlo un poco. Me miró con sorna.
—¿Qué teoría?
—Una teoría sobre por qué no te has comprometido todavía. En realidad, es una cuestión de dinámicas de mercado eficientes. Las mujeres con las que sales son prácticamente iguales. Pasas un buen rato con la de turno y luego vas a por la siguiente, haciendo que se pregunten por qué no ha durado. No se dan cuenta de que ninguna de ellas supera las expectativas de mercado, porque todas ofrecen lo mismo, y da igual lo bueno que sea el envoltorio. Así que lo único que podría cambiar tu situación es que suceda algo inesperado y fortuito. Razón por la cual vas a acabar con una mujer totalmente distinta a lo que la gente espera, a lo que tú esperas. —Lo vi sonreír—. ¿Qué te parece?
—Creo que no serías capaz de callarte ni debajo del agua —replicó.
El restaurante al que Nick nos llevó podría considerarse normal según él, pero contaba con aparcacoches, el aparcamiento estaba lleno de automóviles de lujo y había una pérgola blanca que llevaba hasta la puerta. Nos condujeron hasta una mesa increíble situada junto a un ventanal. A juzgar por la elegante y estudiada decoración, y por las notas del piano que sonaba de fondo, estaba segura de que nos echarían a Jerry y a mí en mitad de la comida. Sin embargo, Jerry me sorprendió con un comportamiento modélico. La comida estaba deliciosa y el chardonnay que la acompañaba hizo que mis papilas gustativas saltaran de alegría. Y, además, Nick tal vez fuera el hombre más simpático que había conocido en la vida. Después del almuerzo, fuimos al centro de la ciudad. Dejamos el coche en el aparcamiento subterráneo en el 1800 de Main Street.
—¿Vamos a tu oficina? —le pregunté.
—Vamos a la parte del edificio dedicada a los apartamentos. Exactamente donde trabaja mi hermana.
—¿A qué se dedica?
—En resumidas cuentas, se encarga de los contratos y de las operaciones financieras. Del día a día del negocio, de las cosas de las que yo no puedo ocuparme.
—¿Me la vas a presentar?
Nick asintió con la cabeza.
—Te caerá bien.
Subimos en el ascensor hasta un pequeño vestíbulo de mármol reluciente que contaba con una escultura contemporánea de bronce y un área de recepción muy formal. El conserje, un chico muy bien vestido, sonrió a Nick y miró de reojo a Jerry, que estaba durmiendo. Nick había insistido en llevarlo él, detalle que le agradecí muchísimo. Mis brazos todavía no se habían acostumbrado a la nueva responsabilidad de llevar a Jerry y sus cosas de un lado para otro.
—Dile a la señorita Jonas que vamos a su apartamento —le dijo Nick al conserje.
—Sí, señor Jonais.
Seguí a Nick hasta los ascensores a través de una serie de puertas de cristal que se fueron abriendo para dejarnos pasar sin hacer apenas ruido.
—¿En qué piso está la oficina? —le pregunté.
—En el séptimo. Pero Destiny querrá que vayamos a verla a su apartamento, que está en el sexto.
—¿Por qué?
—Es un apartamento totalmente amueblado. Y gratis. Uno de los privilegios de su puesto de trabajo. Su novio vive en una de las plantas superiores, en otro apartamento de tres dormitorios al que mi hermana ya ha trasladado todas sus cosas. Así que tiene el apartamento vacío.
En ese momento, comprendí sus intenciones, de modo que lo miré alucinada. Me dio un vuelco el estómago, aunque no supe si se debía al movimiento del ascensor o a la sorpresa.
—Nick, si se te ha pasado por la cabeza que Jerry y yo vivamos aquí los próximos tres meses... Te lo agradezco mucho, pero es imposible.
—¿Por qué?
El ascensor se detuvo y Nick me hizo un gesto para que lo precediera.
Decidí ser directa.
—No puedo permitírmelo.
—Encontraremos una cifra que te venga bien.
—No quiero deberte nada.
—Y no lo harás. Esto es entre mi hermana y tú.
—Vale, pero el edificio es tuyo.
—No, no lo es. Sólo lo gestiono.
—No me vengas con ésas. Es propiedad de los Jonas.
—Muy bien. —Su voz era risueña—. Es propiedad de los Jonas. Aun así, no me deberás nada. Es cuestión de oportunidad. Tú necesitas un sitio donde vivir y yo tengo un apartamento disponible.
Fruncí el ceño.
—Tú vives en el edificio, ¿verdad?
Me miró con sorna.
—No me hace falta ponerle a una mujer un apartamento en bandeja para conseguir su atención, ______.
—No me refería a eso —protesté, aunque la humillación hizo que me pusiera como un tomate. A decir verdad, sí que me refería a eso. Como si yo, _____ Varner, fuera tan irresistible que él, Nick Jonas, fuera capaz de hacer el pino con las orejas con tal de tenerme en su mismo edificio. ¡Por el amor de Dios! ¿De qué parte de mi ego había salido eso? Busqué una explicación que me permitiera salir airosa de la tesitura—. Me refiero a que no creo que te haga gracia tener a un recién nacido llorón en el edificio.
—Haré una excepción en el caso de Jerry. Después del recibimiento que ha tenido al llegar a este mundo, se merece que le pase algo bueno.
Recorrimos el pasillo, enmoquetado y con forma de H, hasta llegar a un apartamento situado casi al final. Nick llamó al timbre y la puerta se abrió.
Niinny Jonas
NiinnyJonas
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