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The Statistical Probability of Love at First Light {Harry Styles}
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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Re: The Statistical Probability of Love at First Light {Harry Styles}
Capitulo 2
Dejan atrás una hilera de ventanales que dan a las pistas, donde los aviones están alineados como carrozas en un desfile, y Emily nota cómo se le acelera el corazón al darse cuenta de que pronto tendrá que subirse a uno de ellos. De todos los espacios cerrados, los interminables recovecos y rincones posibles que existen en el mundo, no hay nada que la haga temblar tanto como la visión de un avión.
* * *
La experimentó por primera vez solo un año atrás, esta sensación de vértigo, este ataque de pánico que le produce taquicardia y le revuelve el estómago. En el cuarto de baño de un hotel en Aspen, mientras fuera caía una nieve espesa y abundante y al otro lado de la puerta su padre hablaba por teléfono, tuvo la sensación repentina de que las paredes se estrechaban, avanzando hacia ella centímetro a centímetro, con la inexorabilidad constante de un glaciar. Permaneció quieta tratando de controlar la respiración, mientras los latidos de su corazón resonaban en sus tímpanos con tal fuerza que casi ahogaban el sonido de la voz apagada de su padre al otro lado de la pared.
—Sí —estaba diciendo— y se espera que caigan otros quince centímetros esta noche, así que mañana estará perfecto.
Llevaban dos días enteros en Aspen esforzándose por simular que estas vacaciones de Semana Santa eran como las de todos los años. Se despertaban temprano por la mañana para subir a la montaña antes de que se llenaran las pistas, después se sentaban en silencio con sus tazas de chocolate en el refugio y por la noche se entretenían con juegos de mesa delante de la chimenea. Pero lo cierto era que ponían tanto empeño en no mencionar la ausencia de la madre que ninguno de los dos podía pensar en otra cosa.
Además, Emily no es tonta. Uno no se marcha a Oxford para pasar un semestre dando clases de poesía y una vez allí de repente decide que quiere el divorcio sin aducir una razón válida. Y aunque su madre no había dicho una palabra al respecto —de hecho se había vuelto muda en todo lo referido a su padre— sabía que esa razón tenía que ser otra mujer.
Había planeado plantarle cara durante el viaje de esquí, bajar del avión y, blandiendo un dedo acusador, exigir que le explicara por qué no volvía a casa. Pero cuando llegó a la zona de recogida de equipajes y lo vio esperándola lo encontró del todo cambiado, con una barba rojiza que desentonaba con su pelo castaño y una sonrisa tan ancha que hasta se le veían los empastes de los dientes. Solo habían pasado seis meses, pero en aquel tiempo su padre se había convertido en casi un desconocido, y hasta que no se inclinó para abrazarla no le reconoció, con su aroma a tabaco y a loción de afeitar, su voz resonando grave en los oídos mientras le decía cuánto la había echado de menos. Y, por alguna razón, aquello no había hecho más que empeorar la cosas. En ocasiones lo que más daño nos hace no son los cambios, sino la bofetada de la familiaridad.
Así que Emily se atemorizo y en lugar de lo planeado pasó aquellos dos primeros días observando y esperando, tratando de leer las líneas del rostro de su padre como si fueran un mapa en busca de pistas que explicaran por qué su pequeña familia se había ido al traste de manera tan abrupta. Cuando se marchó a Inglaterra el invierno pasado al principio todos habían estado encantados. Hasta entonces su padre había sido profesor en una universidad pequeña de mediano prestigio en Connecticut, así que la idea de una beca de investigación en Oxford —que cuenta con uno de los mejores departamentos de literatura del mundo— resultaba irresistible. Pero Emily estaba entonces a punto de empezar su segundo año en el instituto y su madre no podía abandonar su pequeño negocio de papel pintado durante cuatro meses enteros, de manera que se decidió que ellas se quedarían hasta Navidad, después se reunirían con él en Inglaterra para pasar un par de semanas haciendo turismo y a continuación regresarían todos juntos a casa.
Pero eso, claro, nunca ocurrió.
En su momento, su madre se limitó a anunciar que había habido un cambio de planes, que pasarían las Navidades en Maine, en casa de los abuelos de Emily. Ella estaba casi segura de que su padre estaría allí esperándolas, para darle una sorpresa cuando llegaran, pero en Nochebuena solo estaban la abuela y el abuelo y, eso sí, había regalos en cantidades suficientes para dejar claro que todos estaban intentando compensar la ausencia de otra cosa.
Durante días antes de aquello Emily había oído las conversaciones telefónicas llenas de tensión entre sus padres y había escuchado a su madre llorar a través de los conductos de ventilación de la vieja casa, aunque hasta que no volvieron en coche de Maine su madre no le comunicó que su padre y ella se estaban separando y que él se quedaría otro trimestre en Oxford.
—En un principio es solo una separación —dijo apartando la vista de la carretera en dirección a Emily, que se había quedado muda, intentando asimilar las novedades una a una. Primero: mis padres se van a divorciar, y segundo: mi padre no va a volver.
—Ya han puesto un océano por medio —dijo en voz baja—. ¿Cuánto más se pueden separar?
—Quiero decir legalmente —contestó su madre con un suspiro—. Nos vamos a separar legalmente.
—Pero ¿no deberían verse antes? ¿Antes de tomar una decisión así?
—Cariño —dijo su madre apartando una mano del volante para acariciar brevemente la rodilla de Emily—. Creo que eso ya está decidido.
Y así, solo dos meses más tarde, Emily se encontraba en el cuarto de baño del hotel de Aspen, con el cepillo de dientes en la mano y escuchando la voz de su padre proveniente de la habitación contigua. Solo un instante antes había estado segura de que era su madre llamando para comprobar que estaban bien y el corazón le había saltado de alegría. Pero entonces había escuchado a su padre pronunciar un nombre —Charlotte— antes de bajar de nuevo la voz.
—No, no pasa nada —había dicho—. Está en el excusado.
De repente Emily sintió frío en todo el cuerpo y se preguntó cuándo se había convertido su padre en uno de esos hombres que llaman «excusado» al cuarto de baño, que hablan en voz baja por teléfono con mujeres extranjeras desde habitaciones de hoteles, que se llevan a su hija a esquiar como si eso significara algo, como si estuvieran cumpliendo una promesa, y después regresan a su nueva vida como si no hubiera pasado nada.
Dio otro paso en dirección a la puerta mientras notaba el frío de las baldosas en los pies desnudos.
—Ya lo sé —decía ahora su padre con voz queda—. Yo también te echo de menos, cariño.
Claro que sí —pensó Emily cerrando los ojos—. Claro que sí.
No le servía de consuelo saber que tenía razón; ¿cuándo le había servido eso de algo? Empezó a notar cómo una minúscula semilla de rencor germinaba en su interior. Era como el hueso de un melocotón, algo pequeño, duro y mezquino, una amargura que, estaba convencida, no desaparecería jamás.
Se separó de la puerta mientras notaba cómo se le cerraba la garganta y se le hinchaba el tórax. En el espejo vio sus mejillas cubiertas de rubor y los ojos vidriosos por el calor de la pequeña estancia. Se agarró con los dedos a los bordes del lavabo mirando cómo se volvían blancos los nudillos y obligándose a esperar hasta que su padre colgara el teléfono.
—¿Qué pasa? —le preguntó su padre cuando por fin salió del cuarto de baño y sin decir una palabra se desplomó sobre una de las camas—. ¿Estás bien?
—Sí —se limitó a contestar Emily.
Pero al día siguiente le ocurrió de nuevo.
Mientras bajaban al vestíbulo en el ascensor por la mañana, enfundados ya en varias capas de ropa de esquiar, hubo una brusca sacudida y después el aparato se detuvo en seco. Estaban solos y se intercambiaron una mirada de incomprensión antes de que su padre se encogiera de hombros y pulsara el botón de emergencia.
—Estúpido elevador.
Emily le miró furiosa.
—¿No querrás decir estúpido ascensor?.
—¿Qué?
—Nada —masculló entre dientes y a continuación empezó a pulsar botones, que se iban encendiendo conforme el pánico se adueñaba de ella.
—No creo que eso sirva de nada… —empezó a decir su padre, pero se calló cuando se dio cuenta de que algo iba mal—. ¿Estás bien?
Emily tiró del cuello de su anorak y lo desabrochó.
—No —contestó mientras el corazón le latía desbocado—. Bueno, sí. No lo sé. Necesito salir de aquí.
—Enseguida vendrá alguien —dijo su padre—. Hasta entonces no podemos hacer…
—No. Ahora, papá —replicó Emily ligeramente histérica. Era la primera vez que le llamaba papá desde que estaban en Aspen; hasta ese momento había evitado llamarle nada.
Su padre recorrió el diminuto ascensor con la vista.
—¿Estás teniendo un ataque de pánico? —le preguntó y él mismo tenía cierta expresión aterrorizada—. ¿Te ha pasado antes? ¿Sabe tu madre…?
Emily negó con la cabeza. No estaba segura de lo que le estaba pasando; solo sabía que necesitaba salir de allí ya.
—Eh —dijo su padre mientras la agarraba por los hombros y la obligaba a mirarle a los ojos—. Alguien vendrá enseguida. ¿De acuerdo? Tú mírame. No pienses en dónde estamos.
—De acuerdo —contestó Emily apretando los dientes.
—De acuerdo —repitió su padre— . Piensa en otro sitio, en algún lugar con espacios abiertos.
Emily trató de frenar el remolino impetuoso de sus pensamientos y forzar algún recuerdo, pero su cerebro se negaba a colaborar. Le escocía la cara por el calor y le resultaba difícil concentrarse.
—Imagina que estás en la playa —dijo su padre—. ¡O el cielo! Piensa en el cielo, ¿de acuerdo? Piensa en lo grande que es, tanto, que es imposible ver dónde termina.
Emily entrecerró los ojos y se obligó a imaginarlo, ese azul impreciso e interminable salpicado solo por alguna nube aquí y allá. Su profundidad, su magnitud… era tan enorme que no se sabía dónde acababa. Los latidos de su corazón se desaceleraron, empezó a respirar con normalidad y pudo aflojar los sudorosos puños. Cuando abrió los ojos, su padre la observaba con los suyos abiertos de par en par y llenos de preocupación. Permanecieron así durante lo que pareció una eternidad y Emily se dio cuenta de que era la primera vez que miraba a su padre a la cara desde que estaban en Aspen.
Transcurridos unos segundos, el ascensor se puso de nuevo en marcha con un respingo y Emily respiró aliviada. Hicieron el resto del recorrido en silencio, ambos algo conmocionados, ambos deseosos de salir al exterior y caminar bajo la inmensa franja de cielo del este.
* * *
Ahora, en mitad de la abarrotada terminal, Emily aparta la vista de las ventanas, de los aviones desplegados por las pistas de despegue como las aspas de un ventilador, como juguetes de cuerda. El corazón se le encoge de nuevo; pensar en el cielo funciona salvo cuando estás suspendida en el aire a nueve mil metros de altura y la única forma de salir es cayendo en picado.
Cuando se da la vuelta comprueba que el chico está esperándola, con la mano todavía sujetando el asa de su maleta. Sonríe cuando Emily llega a su lado y después echa a andar con grandes zancadas por el pasillo lleno de gente mientras ella se esfuerza por no quedarse atrás. Tan concentrada está en seguir su camisa azul que, cuando se detiene, casi le atropella. Le saca al menos quince centímetros y para hablarle tiene que inclinar la cabeza hacia atrás.
—Ni siquiera te he preguntado dónde vas.
—A Londres —contesta Emily, y él se ríe.
—Quería decir ahora mismo. ¿Dónde quieres ir?
—Ah —contesta Emily frotándose la frente—. No lo sé, la verdad. ¿A comer algo, quizá? Lo que no quería era quedarme allí sentada para siempre.
Eso no es del todo cierto; quería ir al cuarto de baño, pero no se atreve a decírselo. La idea de aquel chico esperándola educadamente junto a la puerta mientras ella hace la cola para el lavabo es más de lo que es capaz de soportar.
—Bien —dice el chico bajando la vista hacia ella mientras el pelo le cae sobre la frente. Cuando sonríe, Emily repara en que le salen dos hoyuelos en las mejillas y hay algo en esta asimetría que le resulta irresistible—. Entonces, ¿adónde?
Emily se pone de puntillas y gira sobre sí misma para hacerse una idea de los sitios que hay para comer, una desoladora colección de puestos de pizza y hamburguesas. No está segura de si el chico irá con ella, y esta posibilidad la pone bastante nerviosa; nota su presencia, esperando, y se le tensa todo el cuerpo mientras intenta pensar en cuál de los restaurantes serán menores sus posibilidades de terminar con la cara manchada de comida, en caso de que él decida acompañarla.
Después de lo que parece una eternidad, señala hacia una cafetería a unas pocas puertas de embarque de distancia, y el chico, obediente, se dirige hacia allí arrastrando la maleta roja de Emily.
Cuando llegan, se acomoda su bolsa al hombro y echa un vistazo a la carta.
—Buena idea —dice—. Seguro que la comida del avión es una porquería.
—¿Adónde viajas? —pregunta Emily mientras se ponen a la cola para pedir.
—También a Londres.
—¿En serio? ¿Qué asiento tienes?
El chico se mete la mano en el bolsillo trasero de los vaqueros, demasiado ajustados desde el punto de vista de Emily, y saca la tarjeta de embarque, doblada en dos y con una esquina cortada.
—18 C.
—Yo tengo el 18 A —dice Emily. Y a continuación sonríe.
—Por poco.
Emily hace un gesto con la cabeza hacia la funda de traje que el chico lleva apoyada sobre el hombro mientras sujeta la percha con un dedo.
—¿Vas a una boda?
El chico duda un instante y después asiente a medias levantando un poco la barbilla.
—Yo también —dice Emily—. ¿Te imaginas que fuéramos a la misma?
—No es muy probable —dice él con una mirada extraña y de inmediato Emily tiene la impresión de haber dicho una tontería. Claro que no es la misma boda. Ojalá el chico no piense que es una hueca que cree que Londres es una ciudad de provincias donde todo el mundo se conoce. Emily nunca ha salido de Estados Unidos, pero ha visto el suficiente mundo como para saber que Londres es enorme; según su limitada experiencia, lo bastante grande como para perder de vista a alguien por completo.
El chico da la impresión de ir a añadir algo, pero en lugar de ello se gira y señala la carta.
—¿Ya sabes lo que quieres?
¿Que si sé lo que quiero?, piensa Emily.
Quiero irme a casa.
Quiero que las cosas vuelvan a ser como antes.
Quiero ir a cualquier parte que no sea la boda de mi padre.
Quiero estar en cualquier otro sitio que no sea este aeropuerto.
Quiero saber cómo te llamas.
Transcurrido un momento levanta la vista y le mira.
—Todavía no —contesta—. Me lo estoy pensando.
- Hellooowww:
- Espero que les guste :D No se que mas decir ._. so...baaaiii
Lena
Re: The Statistical Probability of Love at First Light {Harry Styles}
Con este capítulo me demoré menos, bc no me distraje ¿Qué puedo decir que no haya dicho antes? ¿Síguela?, no, eso ya lo he dicho, pero bueno, lo repito; ¡Síguela! ¡Saludos!
Invitado
Invitado
Re: The Statistical Probability of Love at First Light {Harry Styles}
Nickyyy!!!! lkasjlksajksla da igual cuanto te demores...yo amo que comentes y leas c: ai lov iuuu...Ya la sigop c: BeshoootesConny Carter escribió:Con este capítulo me demoré menos, bc no me distraje ¿Qué puedo decir que no haya dicho antes? ¿Síguela?, no, eso ya lo he dicho, pero bueno, lo repito; ¡Síguela! ¡Saludos!
Lena
Re: The Statistical Probability of Love at First Light {Harry Styles}
Capitulo 3
A pesar de haber pedido el sándwich de pavo sin mayonesa, Emily ve el aderezo blanco asomando entre la corteza mientras lleva su bandeja hasta una mesa vacía y se le revuelve el estómago. No sabe qué será peor, el sufrimiento de comérsela o parecer una idiota quitándola del pan, pero se decide por lo segundo e ignora las cejas arqueadas del chico mientras disecciona su comida con el mismo cuidado que si se tratara de un experimento de laboratorio. Arruga la nariz mientras aparta la lechuga y el tomate y limpia cada trozo de los grumos blancos.
—Un trabajo de precisión —dice el chico con la boca llena de rosbif y Emily asiente con naturalidad.
—Me da miedo la mayonesa, así que con los años me he convertido en una experta.
—¿Te da miedo la mayonesa?
Emily asiente de nuevo.
—Está entre mis tres o cuatro principales fobias.
—¿Cuáles son las otras? —pregunta el chico con una sonrisa—. ¿Qué puede haber peor que la mayonesa?
—Los dentistas —empieza a enumerar ______—. Las arañas. Los hornos.
—¿Los hornos? Supongo que no te gusta demasiado cocinar, entonces.
—Y los espacios pequeños —continúa Emily en voz más baja.
El chico ladea la cabeza.
—Y entonces, cuando estás en un avión ¿qué haces?
Emily se encoge los hombros.
—Aprieto los dientes y confío en que todo salga bien.
—No está mal como táctica —dice el chico riendo—. ¿Y te funciona?
Emily no tiene respuesta para esta pregunta y la asalta una breve sensación de pánico. Es peor cuando se ha olvidado del miedo, porque siempre vuelve con fuerzas renovadas, como una suerte de bumerán enloquecido.
—Bueno —dice el chico apoyando los codos sobre la mesa—. La claustrofobia es una tontería comparada con la mayonesafobia, y me parece que esa la tienes controlada.
Hace un gesto con la cabeza en dirección al cuchillo que sostiene Emily cubierto de mayonesa y migas de pan. Emily sonríe agradecida.
Mientras comen, dirigen la vista sin querer hacia el televisor situado en una esquina de la cafetería que retransmite sin parar partes meteorológicos. Emily trata de concentrarse en su comida, pero no puede evitar mirar de reojo al chico de vez en cuando, y cada vez que lo hace nota unas cosquillas en el estómago que no tienen nada que ver con la mayonesa que queda todavía en su sándwich.
En toda su vida solo ha tenido un novio, Mitchell Kelly: atlético, nada complicado y de lo más aburrido. Estuvieron saliendo durante gran parte del año anterior —para ambos el penúltimo en el instituto— y aunque le encantaba verle jugar al fútbol (la manera en que la saludaba con la mano desde la línea de banda), le resultaba agradable encontrárselo en los pasillos del instituto (la manera en que la levantaba del suelo al abrazarla) y cuando la dejó tan solo cuatro meses atrás había llorado delante de cada una de sus amigas, esa breve relación ahora se le antoja la mayor equivocación de su vida.
Le parece imposible que le gustara alguien como Mitchell cuando existen chicos en el mundo como este, alto y desaliñado, con el pelo revuelto, unos ojos verdes impresionantes y una mancha de mostaza en la barbilla, esa pequeña imperfección que, de alguna manera, hace que el conjunto funcione.
¿Es posible que uno no sepa quién es su tipo —o ni siquiera saber si se tiene un tipo— y de repente descubrirlo?
Emily retuerce su servilleta debajo de la mesa. Acaba de darse cuenta de que interiormente siempre se refiere al chico como «el inglés», así que se inclina sobre la mesa, la limpia de restos de migas de los sándwiches y le pregunta su nombre.
—Ah, claro —dice él parpadeando—. Se supone que deberíamos haber empezado por ahí. Me llamo Harry.
—¿Como Harry Potter?
—Vaya —dice el chico con una sonrisa—. Y luego dicen que los americanos son unos incultos.
Emily le mira con los ojos entrecerrados simulando enfado.
—Ja, ja. Muy divertido.
—¿Y tú?
—Emily.
—Emily —repite el chico asintiendo con la cabeza—. Es bonito.
Emily sabe que solo está hablando de su nombre pero, inexplicablemente, se siente halagada. Tal vez sea el acento, o la manera en que la mira, tan interesado ahora mismo, pero hay algo en este chico que hace que el corazón le palpite como cuando se lleva una sorpresa inesperada. E imagina que eso será precisamente: lo inesperado que es todo. Ha invertido tantas energías en temer este viaje que no estaba preparada para la posibilidad de que algo bueno, algo inesperado, saliera de él.
—¿No te vas a comer el pepinillo? —le pregunta Harry inclinándose hacia ella. Emily niega con la cabeza y le acerca el plato. Se lo come en dos bocados y vuelve a recostarse en su asiento— ¿Has estado alguna vez en Londres?
—Jamás —contesta Emily quizá con demasiada energía.
Harry se ríe.
—No está tan mal.
—Estoy segura de que no —dice Emily mordiéndose el labio—. ¿Tú vives allí?
—Crecí allí.
—¿Y ahora dónde vives?
—Supongo que en Connecticut —dice—. Estoy en Yale.
Emily es incapaz de disimular su asombro.
—¿En serio?
—¿Por qué? ¿No tengo pinta de estudiar en Yale?
—Qué va, no es eso. Es que está tan cerca…
—¿De qué?
No quería haber dicho eso, y ahora nota que se está poniendo colorada.
—De donde yo vivo —dice. Y enseguida añade—: Es que con tu acento, supuse que…
—¿Que era un golfillo callejero que se busca la vida en Londres?
Emily se apresura a negar con la cabeza. Está completamente sobresaltada, pero el chico se ríe.
—Te estoy tomando el pelo —dice—. Acabo de terminar mi primer año en Yale.
—¿Y cómo es que no has vuelto a casa para pasar las vacaciones?
—Me gusta estar aquí —contesta encogiendo los hombros—. Y además me han dado una beca de investigación para el verano, así que tengo que quedarme.
—¿Qué clase de investigación?
—Estoy haciendo un estudio sobre el proceso de fermentación de la mayonesa.
—¡Venga ya! —dice Emily riendo y Harry frunce el ceño.
—Te lo digo en serio. Es un trabajo muy importante. ¿Sabías que el veinticuatro por ciento de la mayonesa que se hace contiene helado de vainilla?
—Desde luego, parece importante —dice Emily—. Pero ahora en serio: ¿qué estás estudiando?
Un hombre golpea con fuerza el respaldo de la silla de Emily al pasar y sigue su camino sin pedir disculpas. Harry sonríe.
—Estoy estudiando los patrones de congestión en los aeropuertos de Estados Unidos.
—Estás loco —dice Emily negando con la cabeza—. Pero no me importaría que pudieras hacer algo por evitar estas aglomeraciones. Odio los aeropuertos.
—¿En serio? —pregunta Harry—. A mí me encantan.
Por un momento está convencida de que le está tomando el pelo, pero entonces se da cuenta de que habla en serio.
—Me gusta eso de no estar ni aquí ni allí. Y también saber que no tienes ningún otro lugar donde estar mientras esperas. Estás como… suspendido en el tiempo.
—Sí, eso está bien, supongo —dice Emily jugueteando con su lata de refresco—. Si no fuera por las multitudes.
Harry se gira y mira a su alrededor.
—No siempre hay tanta gente como hoy.
—Tal y como yo lo veo, sí.
Emily mira hacia las pantallas que anuncian las salidas y llegadas, donde parpadean muchas letras verdes indicando retrasos o vuelos cancelados.
—Todavía nos queda un rato —dice Harry y Emily suspira.
—Ya lo sé, pero yo ya he perdido un vuelo, así que para mí esto es solo un aplazamiento de lo inevitable.
—¿Tenías que haber tomado el vuelo anterior?
Emily asiente.
—¿A qué hora es la boda?
—A mediodía.
Harry hace una mueca.
—Lo tienes complicado.
—Eso me han dicho. ¿A qué hora es la tuya?
Harry baja la vista.
—Tengo que estar en la iglesia a las dos.
—Entonces no tienes problema.
—No —dice Harry—. Supongo que no.
Permanecen sentados en silencio, ambos mirando la mesa, hasta que del bolsillo de Harry sale el sonido ahogado de un teléfono llamando. Lo saca y lo mira con intensidad mientras sigue sonando, hasta que por fin parece decidirse y se pone de pie con brusquedad.
—Tengo que cogerlo —le dice a Emily alejándose de la mesa—. Perdona.
Emily le hace un gesto con la mano.
—No pasa nada. Ve.
Le mira alejarse, abriéndose camino en el atestado vestíbulo con el teléfono pegado a la oreja. Lleva la cabeza gacha, todo él tiene cierto aspecto encorvado, la curva de los hombros, la inclinación del cuello, que ahora le da un aspecto distinto, como si fuera un versión menos intensa del Harry con el que ha estado hablando.
Se le ocurre que la llamada puede muy bien ser de una estudiante muy lista y guapa de Yale, de esas que llevan gafas y chaquetón de marinero a la última moda y que nunca sería tan desorganizada como para perder un vuelo por cuatro minutos.
Le sorprende la fuerza con que descarta este pensamiento.
Baja la vista y mira su propio teléfono y se da cuenta de que seguramente debería llamar a su madre y contarle lo del cambio de horario. Pero siente un hormigueo en el estómago al recordar la manera en que se han despedido, el silencio glacial durante el trayecto al aeropuerto y después sus imperdonables palabras en la puerta de la zona de embarque. Sabe que tiene la mala costumbre de soltar lo primero que se le viene a la cabeza —su padre solía bromear diciendo que había nacido sin filtro—, pero ¿podía alguien esperar que se comportara de un modo racional el día que llevaba meses temiendo?
Se había levantado por la mañana completamente tensa, con dolor de cuello y de hombros y un martilleo persistente en la parte posterior de la cabeza. No era solo la boda, o el hecho de que muy pronto tendría que conocer a Charlotte, después de dedicar tantas energías a hacer como si no existiera; era que este fin de semana marcaría el fin oficial de su familia.
Emily es consciente de que esto no es una película de Disney. Sus padres no van a volver a vivir juntos. Y lo cierto es que tampoco quiere que lo hagan. Es evidente que su padre es feliz y, en gran medida, su madre parece serlo también. Ya lleva más de un año saliendo con el dentista de ambas, Harrison Doyle. Pero incluso con todo eso, la boda pondrá un punto final a una frase que se suponía que no tenía que terminar aún, y Emily no está segura de querer asistir a ese momento.
Aunque también es cierto que no tenía elección.
—Sigue siendo tu padre —le decía su madre todo el tiempo—. Es obvio que no es perfecto, pero para él es importante que estés allí. Y es solo un día. Tampoco te está pidiendo tanto.
Pero Emily tenía la impresión de que así era, de que todo lo que hacía su padre era pedirle cosas: que le perdonara, que pasara más tiempo con él, que le diera una oportunidad a Charlotte. Pedía, pedía y pedía y no le daba nada a cambio. Emily sentía deseos de coger a su madre por los hombros y hacerla entrar en razón. Su padre había traicionado su confianza, le había roto el corazón a su madre, había destrozado la familia. Y ahora iba a casarse con esta mujer, como si todo lo demás careciera de importancia. Como si fuera más fácil empezar de cero que reconstruir lo que había antes.
Pero su madre siempre insistía en que estaban mejor así. Los tres.
—Ya sé que resulta difícil de creer —le había dicho, mostrándose irritantemente razonable ante la situación—. Pero al final ha sido para bien. De verdad. Lo entenderás cuando seas mayor.
Pero Emily está convencida de entenderlo ya y sospecha que su madre no es todavía del todo consciente del alcance de lo ocurrido. Siempre hay un lapso de tiempo entre la picadura y la quemazón, entre el dolor y la conciencia del mismo. Durante aquellas primeras semanas después de Navidad, Emily permanecía despierta por las noches y escuchaba a su madre llorar. Durante unos cuantos días esta se había negado a hablar de su padre; después, de repente, no hablaba de otra cosa, y así como una veleta hasta que un día, unas seis semanas más tarde, pareció recuperarse, de repente y como quien no quiere la cosa, irradiando una serena aceptación que aún hoy asombra a Emily.
Pero las cicatrices siguen allí. Harrison le ha pedido tres veces matrimonio a su madre, cada vez con un alarde de imaginación mayor —un picnic romántico, un anillo en la copa de champán y, por último, contratando a un cuarteto de cuerda para que tocara en el parque—, pero ella ha dicho que no todas las veces, y Emily está convencida de que todavía no se ha recuperado de lo ocurrido con su padre.
Uno no sobrevive a una ruptura como esa sin cicatrices.
Así que esta mañana, consciente de que un viaje en avión es lo único que la separa de la fuente de todos sus problemas, Emily se ha levantado de un humor de perros. Si las cosas hubieran salido según lo planeado, probablemente todo habría quedado en unos cuantos comentarios sarcásticos y algún que otro refunfuño de camino al aeropuerto. Pero primero se había encontrado con un mensaje de Charlotte recordándole a qué hora debía estar en el hotel para arreglarse y su entrecortado acento británico le había puesto los nervios de punta y le había amargado el resto del día.
Luego, cómo no, la cremallera de la maleta se había negado a cerrarse, a su madre no le habían gustado los pendientes que había elegido para la boda y después le había preguntado ochenta y cinco veces si llevaba el pasaporte. La tostada se le había quemado, se había manchado de mermelada el jersey y cuando cogió el coche para ir a la farmacia a comprar una botella pequeña de champú había empezado a llover, uno de los limpiaparabrisas se había roto y había terminado esperando en una gasolinera durante casi cuarenta y cinco minutos detrás de un tipo que no sabía comprobar los niveles de aceite de su propio coche. Y durante todo el tiempo el reloj seguía avanzando inexorable hacia la hora en que tenían que salir para el aeropuerto. Así que cuando entró por la puerta de casa y soltó las llaves en la mesa de la cocina no estaba de humor para que su madre le preguntara por enésima vez si llevaba el pasaporte.
—Sí —le había espetado con brusquedad—. Lo llevo.
—Solo estaba preguntando —había dicho su madre arqueando las cejas con expresión inocente mientras Emily la miraba con ganas de discutir.
—Y ya de paso, ¿no quieres acompañarme hasta el avión?
—¿Qué me quieres decir con eso?
—O tal vez deberías venir conmigo a Londres para asegurarte de que no cambio de idea.
La voz de su madre sonó con un tono de advertencia:
—Emily…
—Lo que no entiendo es por qué yo soy la única que tiene que ver cómo se casa con esa mujer. No entiendo por qué tengo que ir, y encima sola.
Su madre había fruncido los labios en esa expresión suya que delataba decepción, pero para entonces a Emily no le importaba ya nada.
Más tarde habían ido en el coche hasta el aeropuerto sin dirigirse la palabra, una repetición de la discusión que llevaban semanas manteniendo. Y para cuando llegaron a la zona de salidas Emily notaba un cosquilleo en todo el cuerpo, una suerte de energía nerviosa.
Cuando su madre apagó el motor ninguna de las dos hizo ademán de salir del coche.
—Todo va a salir bien —había dicho su madre con voz queda transcurrido un momento—. Ya lo verás.
Emily se había girado para mirarla.
—Se va a casar, mamá. ¿Cómo puedes decir que todo va a salir bien?
—Solo digo que me parece importante que estés allí…
—Sí, ya lo sé —la había interrumpido ______ con voz cortante—. Ya me lo has dicho.
—Va a salir bien —repitió su madre.
Emily había cogido su jersey y se había quitado el cinturón de seguridad.
—Pues entonces, si pasa algo será tu culpa.
—¿Algo como qué? —había preguntado su madre con tono de preocupación y Emily, poseída por una furia que la hacía sentirse invencible e increíblemente joven, había alargado la mano para abrir la puerta.
—Como por ejemplo que se estrelle el avión, o algo así —había dicho sin estar segura de por qué lo decía; solo sabía que estaba furiosa y asustada y ¿no es ese estado de ánimo el que nos impulsa a decir cosas como esa?—. Entonces nos habrás perdido a los dos.
Se habían mirado la una a la otra mientras aquellas palabras terribles, irrepetibles, formaban un muro infranqueable entre ambas y después de unos instantes Emily había salido del coche, balanceando su mochila hasta colocársela al hombro, y había cogido la maleta del asiento trasero.
—Emily... —había empezado a decir su madre saliendo por el otro lado del coche y mirándola por encima del capó—. No te vayas…
—Te llamo cuando llegue —había dicho Emily mientras echaba a andar hacia la terminal. Notaba cómo su madre la seguía con la vista, pero un instinto tonto, un orgullo mal entendido le había impedido girar la cabeza.
Ahora, sentada en la pequeña cafetería del aeropuerto, acaricia con el dedo pulgar la tecla de llamada. Emily no es supersticiosa, pero haber mencionado la posibilidad de que su avión se estrelle basta para ponerla enferma. Piensa en el vuelo que tenía que haber cogido, que en ese momento estará ya sobrevolando el océano, y siente una punzada de remordimiento; espera no haber tentado al azar.
Parte de ella se siente aliviada al escuchar la voz de su madre en el buzón de voz. Cuando se dispone a dejar un mensaje explicando el cambio de planes ve a Harry caminando hacia ella. Durante un instante le parece ver algo en la expresión de su cara, la misma torturada preocupación que siente ella misma, pero en cuanto la ve cambia el gesto y vuelve a ser el mismo de antes, sereno y alegre casi, con una sonrisa tranquila que le ilumina los ojos.
Emily se ha quedado a medias en el mensaje y Harry hace un gesto hacia el teléfono mientras recoge su bolsa y a continuación señala la puerta de embarque con el dedo pulgar. Emily abre la boca para decirle que tardará un minuto, pero él ya ha echado a andar, así que termina de dejar el mensaje a toda prisa.
—Así que te llamo cuando llegue mañana —dice con voz ligeramente temblona—. Oye, mamá, siento lo de antes, ¿si? Lo he dicho sin pensar.
Después, mientras se dirige hacia la puerta de embarque, busca con la mirada la camisa azul de Harry pero no la ve por ningún sitio. En lugar de esperarle allí rodeada de viajeros impacientes, se da la vuelta y va al cuarto de baño, luego se pasea por las tiendas de regalos y los puestos de periódicos y libros, deambulando sin rumbo fijo por la terminal hasta que llega el momento de embarcar.
Mientras se coloca en la fila se da cuenta de que está demasiado cansada como para ponerse nerviosa. Tiene la sensación de llevar días allí, y todavía le quedan muchas cosas por delante de las que preocuparse: el espacio cerrado del avión, la sensación de pánico que la invade cuando está en un sitio sin salida. Después están la boda y la recepción, conocer a Charlotte y ver a su padre por primera vez desde hace más de un año. Pero por el momento lo único que quiere es ponerse los auriculares, cerrar los ojos y dormir. Echar a volar, surcar los aires sin tener que hacer esfuerzo alguno de repente le parece casi un milagro.
Cuando le llega el turno de enseñar la tarjeta de embarque, el auxiliar de vuelo le sonríe desde debajo de su bigote.
—¿Miedo a volar?
Emily se obliga a relajar la mano con la que ha estado aferrando el asa de la maleta hasta que los nudillos se le han puesto blancos y sonríe pesarosa:
—Lo que me da miedo es aterrizar —dice.
Pero a pesar de ello entra en el avión.
Lena
Re: The Statistical Probability of Love at First Light {Harry Styles}
Hay pero que herrrrrmozzzzzzo (?). ¡Síguela! Enserio, me encantó el libro, lo voy a comprar :meh:
Invitado
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Re: The Statistical Probability of Love at First Light {Harry Styles}
jasklasjsakas compralooo!!! y ahora la sigo c: Beshootes Nicky!!Conny Carter escribió:Hay pero que herrrrrmozzzzzzo (?). ¡Síguela! Enserio, me encantó el libro, lo voy a comprar :meh:
Lena
Re: The Statistical Probability of Love at First Light {Harry Styles}
Capitulo 4
Para cuando Harry hace su aparición al principio del pasillo, Emily ya está sentada junto a la ventanilla con el cinturón de seguridad abrochado y la maleta guardada en el compartimento superior. Ha pasado los últimos siete minutos intentando convencerse de que no le importa si Harry viene o no, contando aviones por la ventana y estudiando el estampado del respaldo del asiento delantero. Pero lo cierto es que ha estado esperándole, y cuando por fin le ve llegar hasta su fila de asientos descubre que se ha puesto colorada y que la única razón es que él la está mirando con esa sonrisa torcida tan suya. Cada vez que lo tiene cerca una extraña corriente eléctrica le recorre el cuerpo y no puede evitar preguntarse si a él le ocurrirá lo mismo.
—Te había perdido —dice Harry y Emily solo consigue asentir con la cabeza, feliz de haber sido encontrada.
Harry levanta la bolsa que lleva colgada antes de deslizarse con agilidad al asiento del medio, junto a Emily, acomodando sus piernas demasiado largas en el estrecho espacio y encajando el resto del cuerpo entre los dos rígidos reposabrazos. Emily le mira mientras el corazón le late con fuerza por tenerle tan cerca y por la naturalidad con que se ha sentado a su lado.
—Me quedaré un minuto —dice Harry reclinándose en el asiento—. Hasta que venga alguien.
Emily se da cuenta de que una parte de ella ya está imaginando la historia tal y como se la contará a sus amigas. Cómo conoció a un chico guapo en un avión y se pasaron todo el vuelo charlando. Pero otra parte de ella, la parte práctica, está preocupada por el hecho de llegar a Londres mañana por la mañana para la boda de su padre sin haber dormido. Porque ¿cómo va a dormir con un compañero de asiento así? El hombro de Harry está rozando el suyo y las rodillas de ambos casi se tocan; también hay algo en su olor que le resulta irresistible, una mezcla maravillosamente masculina pero también juvenil de desodorante y champú.
Harry se saca unas cuantas cosas del bolsillo y busca con el pulgar entre un montón de monedas hasta que por fin encuentra un caramelo envuelto en papel y cubierto de pelusas que primero le ofrece a Emily y que se mete en la boca, después de que ella lo rechazara.
—¿Cuántos años tiene ese caramelo? —le pregunta Emily arrugando la nariz.
—Muchísimos. Estoy seguro de que lo saqué de un frasco de caramelos la última vez que estuve en casa.
—Déjame adivinar. Era parte de un estudio sobre la transformación del azúcar con el paso del tiempo.
Harry sonríe.
—Algo así.
—¿Qué estás estudiando de verdad?
—Eso es alto secreto —le dice con un semblante de lo más serio—. Y pareces una buena persona. Así que no quiero tener que matarte.
—Muchas gracias, de verdad. ¿Por lo menos puedes decirme en qué te vas a licenciar? ¿O eso es también secreto?
—Psicología, seguramente —contesta Harry—. Aunque todavía no lo he decidido.
—Ah —dice Emily—. Eso explica lo de los juegos mentales.
Harry se ríe.
—Tú los llamas juegos mentales. Yo los llamo investigación.
—Entonces supongo que será mejor que controle lo que digo, por si me estás analizando.
—Eso es verdad. Te estoy estudiando.
—¿Y?
—Todavía es demasiado pronto para llegar a ninguna conclusión.
Detrás de ellos una mujer de edad avanzada se detiene junto a su fila de asientos y entorna los ojos tratando de leer su tarjeta de embarque. Lleva un vestido de flores y tiene unos cabellos blancos tan finos que dejan ver el cuero cabelludo. La mano le tiembla un poco mientras señala los números que hay sobre los asientos.
—Me parece que estás en mi asiento —dice mientras dobla con el dedo pulgar las esquinas de su tarjeta de embarque y Harry se pone de pie tan deprisa que se golpea la cabeza con el panel del aire acondicionado.
—Perdón —dice, mientras intenta quitarse de en medio y sus maniobras apresuradas contribuyen poco a facilitar las cosas en un espacio tan pequeño—. Solo me había sentado aquí un momento.
La mujer le mira con atención y después su vista se desplaza hacia Emily y casi es posible ver cómo se le va ocurriendo la idea por la forma en que se le arrugan las comisuras de su ojos claros.
—Ah —dice juntando las palmas de las manos—. No me había dado cuenta de que estaban juntos. —Deja caer el bolso en el asiento del pasillo—. Quédate donde estás. Yo puedo sentarme aquí perfectamente.
Harry tiene aspecto de intentar contener la risa, pero Emily está demasiado ocupada preocupándose por el hecho de que Harry acaba de quedarse sin su asiento. Porque ¿quién quiere pasarse siete horas encajonado en el asiento del medio? Pero mientras la mujer se recuesta con delicadeza sobre el respaldo de tela, Harry le dedica a Emily una sonrisa tranquilizadora y esta no puede evitar sentirse algo aliviada. Porque lo cierto es que, ahora que está él aquí, no puede imaginarse las cosas de otra manera. Ahora que está aquí, se le ocurre que sobrevolar un océano entero con alguien sentado entre los dos sería lo más parecido a una tortura.
—A ver —dice la mujer rebuscando en su bolso y sacando unos auriculares de goma espuma—. ¿Cómo se conocieron ustedes dos?
Emily y Harry se intercambian una mirada rápida.
—Pues, aunque no se lo crea —dice Harry—, fue en un aeropuerto.
—¡Qué bonito! —exclama la mujer con aspecto de estar verdaderamente encantada—. ¿Y cómo fue?
—Bueno... —empieza Harry enderezándose un poco en su asiento—. Yo fui muy galante y me ofrecí a ayudarla con su maleta. Empezamos a hablar, y una cosa llevó a la otra…
Emily sonríe.
—Y desde entonces no ha dejado de llevarme la maleta.
—Es lo que haría cualquier caballero —dice Harry con exagerada modestia.
—Sobre todo los galantes.
A la anciana parece gustarle lo que está oyendo y su cara se pliega formando un mapa de diminutas arrugas.
—Y aquí están.
Harry sonríe.
—Aquí estamos.
A Emily le sorprende comprobar la fuerza del deseo que siente crecer en su interior. Desearía que fuera verdad, todo. Que fuera algo más que una historia. Desearía que fuera su historia, la de los dos.
Pero entonces Harry se vuelve de nuevo hacia ella y se rompe el hechizo. Los ojos casi le brillan literalmente de risa mientras busca confirmar que Emily le está siguiendo la corriente. Ella consigue sonreír levemente antes de que él se gire de nuevo hacia la mujer, que ha empezado a contar la historia de cómo conoció a su marido.
Esas cosas no pasan en la realidad, piensa Emily. No pasan. Por lo menos a ella no.
—… Y el más pequeño tiene cuarenta y dos —le está contando la anciana a Harry. La piel del cuello le cuelga en flácidos pliegues que tiemblan como gelatina cuando habla y Emily se lleva pensativa la mano a la garganta y se la acaricia con los dedos pulgar e índice.
—Y en agosto cumpliremos cincuenta y dos años de matrimonio.
—Vaya —dice Harry—. Increíble.
—Yo no lo calificaría de increíble —replica la mujer pestañeando—. Cuando encuentras la persona adecuada, es fácil.
El pasillo ya está despejado a excepción del personal del vuelo, que lo recorre comprobando que los pasajeros llevan puesto el cinturón; la anciana saca una botella de agua del bolso, después abre su arrugada mano y muestra una pastilla para dormir.
—Cuando ya los has vivido —continúa—, cincuenta y dos años pueden parecer cincuenta y dos minutos. —Inclina la cabeza hacia atrás y se traga la pastilla—. Igual que, cuando eres joven y estás enamorado, un vuelo de siete horas puede equivaler a una vida entera.
Harry se da una palmada en las rodillas, que tiene encajadas contra el asiento delantero.
—Espero que no —bromea, pero la mujer se limita a sonreír.
—No tengo ninguna duda —dice mientras se inserta un auricular amarillo en una oreja y después repite el gesto con la otra—. Que tengan un buen vuelo.
—Usted también —dice Emily. Pero la mujer ya ha dejado caer la cabeza a un lado y de inmediato empieza a roncar.
Bajo sus pies, el suelo vibra mientras los motores se ponen en marcha. Una auxiliar de vuelo recuerda a los pasajeros por los altavoces que no se puede fumar y que todos deben permanecer en sus asientos hasta que el capitán haya apagado los letreros luminosos de ABRÓCHENSE EL CINTURÓN. Otra les explica cómo deben usarse los chalecos salvavidas y las máscaras de oxígeno y sus palabras suenan como un salmo, vacías y automáticas, ya que la mayoría de los viajeros las ignoran y en su lugar hojean periódicos y revistas, apagan sus teléfonos móviles o abren un libro.
Emily saca la cartulina con instrucciones de seguridad del bolsillo del asiento delantero y frunce el ceño mientras estudia los monigotes que parecen disfrutar extrañamente mientras abandonan aviones dibujados. A su lado, Harry ahoga una carcajada y Emily levanta la vista.
—¿Qué?
—Nunca he visto a nadie leer esas instrucciones.
—Pues entonces tienes suerte de ir sentado a mi lado.
—¿Quieres decir en general?
Emily sonríe.
—Bueno, sobre todo si hay una emergencia.
—Claro que sí —contesta él—. Me siento de lo más tranquilo. Si me quedo inconsciente por golpearme la cabeza con la mesa plegable durante un aterrizaje de emergencia ya te veo, con tu metro y medio de altura, sacándome del avión.
Emily deja de sonreír.
—Eso no lo digas ni en broma.
—Perdona —dice Harry acercándose un poco más. Entonces apoya una mano en la rodilla de Emily, un gesto tan inconsciente que no parece darse cuenta de lo que ha hecho hasta que Emily baja la vista sorprendida por el contacto de la palma caliente en su pierna desnuda. Harry retira la mano con brusquedad, con aspecto también de estar un poco sorprendido, y después menea la cabeza—. Todo va a ir bien. No lo decía en serio.
—No pasa nada —dice Emily con voz queda—. Por lo general no soy tan supersticiosa.
Fuera, unos cuantos hombres con chalecos fosforescentes están rodeando el gigantesco avión y Emily se inclina para mirarlos. La anciana del asiento del pasillo tose en sueños y ambos se giran para mirarla, pero sigue durmiendo plácidamente mientras le tiemblan un poco los párpados.
—Cincuenta y dos años —dice Harry con un pequeño silbido—. Impresionante.
—Yo ni siquiera estoy segura de si creo en el matrimonio —dice Emily, y Harry parece sorprendido.
—¿No vas a una boda?
—Sí —contesta Emilu asintiendo con la cabeza—. Por eso lo digo.
Él la mira sin comprender.
—No debería montarse tanto circo, obligando a gente a desplazarse desde la otra punta del mundo para ser testigo de lo enamorado que estás. Si quieres compartir la vida con alguien, pues estupendo. Pero es algo entre dos personas y eso debería bastar. ¿Para qué todo el espectáculo? ¿Qué necesidad hay de restregárselo a la gente por la cara?
Harry se acaricia el mentón y es evidente que no sabe qué pensar.
—Me parece que lo que pasa es que es en las bodas en lo que no crees —dice por fin—, no en el matrimonio.
—Tampoco soy una gran partidaria de eso ahora mismo.
—Pues no sé qué decirte. A mí me parece que son bonitas.
—De eso nada —insiste Emily—. Son pura apariencia. No debería ser necesario probar algo si de verdad crees en ello. Debería ser mucho más sencillo. Debería significar algo.
—Yo creo que significa algo —dice Harry—. Una promesa.
—Supongo —dice Emily con un suspiro mal disimulado—. Pero no todo el mundo la mantiene.
Mira a la mujer, que duerme profundamente. No todo el mundo sigue casado durante cincuenta y dos años y, cuando pasa eso, haber estado de pie delante de un montón de gente prometiendo que lo vas a hacer pierde todo el sentido. Lo que importa es haber tenido a alguien a tu lado todo ese tiempo. Incluso cuando la vida es un asco.
Harry ríe.
—Matrimonio: para cuando la vida es un asco.
—Te lo digo en serio —insiste Emily—. Si no ¿cómo puedes saber que significa algo? Si no tienes a alguien que te apoye en los tiempos difíciles…
—¿Así que ya está? —pregunta Harry—. Ni boda ni matrimonio. ¿Solo alguien que esté a tu lado cuando las cosas se ponen feas?
—Exacto —dice Emily asintiendo con la cabeza.
Harry mueve la cabeza en expresión de asombro.
—¿Y a qué boda dices que vas? ¿A la de un ex-novio?
Emily no puede evitar reír.
—¿Qué? —pregunta Harry.
—Mi ex-novio se pasa la mitad del tiempo jugando a videojuegos y la otra mitad repartiendo pizzas. No me lo imagino en el altar.
—Ya me parecías un poco joven para ser una mujer despechada.
—Tengo diecisiete años —dice Emily con tono indignado, y Harry levanta las manos en gesto de paz.
El avión empieza a alejarse de la puerta de embarque y Harry se inclina hacia la ventanilla para mirar. Hay luces que se pierden en el horizonte, como reflejos de estrellas formando grandes constelaciones en las pistas de despegue, donde docenas de aviones aguardan su turno para emprender el vuelo. Emily tiene las manos entrelazadas con fuerza sobre el regazo y respira hondo.
—Bueno —dice Harry recostándose otra vez en el asiento—. Parece que hemos empezado por el final ¿No?
—¿Qué quieres decir?
—Pues que discutir sobre la definición de amor verdadero es algo de lo que suele hablarse tres meses después de haberse conocido, no a las tres horas.
—Según ella —dice Emily señalando con la barbilla hacia la derecha de Harry—, tres horas son más bien como tres años.
—Pero solo si estás enamorado.
—Es verdad. Entonces en nuestro caso, no.
—No —concede Harry con una sonrisa—. En nuestro caso una hora es una hora. Así que lo estamos haciendo todo mal.
—¿Por qué lo dices?
—Conozco tu opinión sobre el matrimonio, pero todavía no hemos hablado de las cosas importantes, como tu color favorito o tu comida preferida.
—Azul y tailandesa.
Harry asiente con aprobación.
—No está mal. Los míos, el naranja y los tacos.
—¿Los tacos? —Emily hace una mueca—. ¿De verdad?
—Oye, no vale juzgar. ¿Qué más?
Las luces del avión se atenúan para el despegue al tiempo que el motor ruge bajo sus pies y Emily cierra los ojos solo un instante.
—¿Qué más de qué?
—¿Animal favorito?
—No sé —dice abriendo de nuevo los ojos—. ¿El perro?
Harry niega con la cabeza.
—Muy soso. Di otro.
—Pues el elefante.
—¿En serio?
Emily asiente.
—¿Por qué?
—Cuando era pequeña no podía dormir sin un elefante de peluche raído —explica Emily sin estar muy segura de por qué se ha acordado de eso ahora. Quizá es que está a punto de volver a ver a su padre, o tal vez es el avión acelerando bajo sus pies y devolviéndola al viejo deseo infantil de tener un peluche al que aferrarse.
—No sé si eso cuenta.
—Está claro que no has conocido a Elefante.
Harry ríe.
—¿El nombre se te ocurrió a ti sola?
—Desde luego —dice Emily sonriendo al pensarlo.
Elefante tenía ojos negros vidriosos, orejas suaves y flexibles, una cuerda trenzada a modo de cola y siempre se las arreglaba para hacer que se sintiera bien en los malos momentos, que podían ir desde tener que comerse las verduras o llevar leotardos de los que pican, lastimarse el dedo del pie o estar en cama con dolor de garganta. Elefante era el antídoto perfecto. Con el tiempo había perdido un ojo y la mayor parte de la cola; Emily había llorado, había estornudado y se había sentado encima de él, pero, a pesar de todo, siempre que estaba disgustada por algo, su padre le apoyaba una mano en la cabeza y la dirigía escaleras arriba.
—Es la hora de consultar con el elefante —anunciaba y, de alguna forma, siempre funcionaba. Ahora se le ocurre, sin embargo, que tal vez el mérito fuera más de su padre que del pequeño peluche.
Harry sigue mirándola divertido.
—Sigo sin estar convencido de que eso cuente.
—Pues muy bien. A ver, ¿cuál es tu animal preferido?
—El águila americana.
Emily ríe.
—No me lo creo.
—¿Cómo que no? —dice Harry llevándose una mano al corazón—. ¿Es que no me puede gustar un animal que da la casualidad de que es también el símbolo de la libertad?
—Ahora me estás tomando el pelo. Descaradamente.
—Un poco, a lo mejor —dice él con una sonrisa—. Pero ¿funciona?
—¿El qué? ¿Conseguir que tenga cada vez más ganas de amordazarte?
—No —dice Harry con suavidad—. Me refiero a que si te estoy distrayendo.
—¿De qué?
—De tu claustrofobia.
Emily sonríe agradecida.
—Un poco —dice—. Aunque lo peor es cuando el avión está en el aire.
—¿Y eso por qué? Ahí arriba hay espacios abiertos de sobra.
—Pero no hay vía de escape.
—Ah. Así que siempre necesitas una vía de escape.
Emily asiente.
—Siempre.
—Me lo imaginaba —dice Harry con un suspiro teatral—. Me pasa mucho con las chicas.
Emily deja escapar una carcajada breve y después cierra de nuevo los ojos cuando el avión empieza a coger velocidad, rodando por la pista de despegue en medio de un gran estruendo. Cuando el impulso cede a la gravedad, los pasajeros se inclinan hacia atrás en sus asientos mientras el avión levanta la nariz hacia el cielo —apoyándose por última vez en las ruedas— y después se eleva como un gigantesco pájaro de metal.
Emily cierra el puño alrededor del reposabrazos mientras suben cada vez más alto en el cielo nocturno y las luces de tierra se van desintegrando como los píxeles de una imagen. Los oídos se le empiezan a taponar conforme aumenta la presión y apoya la frente contra la ventanilla temiendo el momento en que atraviesen los primeros bancos de nubes y el suelo desaparezca debajo de ellos y solo les envuelva un cielo inmenso e interminable.
Por la ventana, el contorno de los aparcamientos y las urbanizaciones se va quedando más y más lejos, y acaba por fundirse en una sola forma. Emily observa cómo el mundo cambia y se diluye hasta adquirir un nuevo aspecto, las farolas con su brillo anaranjado, los largos jirones de autopista. Se endereza un poco en el asiento y nota cómo el plexiglás de la ventanilla le refresca la frente mientras se esfuerza por no perder nada de vista. Lo que le da miedo no es tanto volar como la sensación de ir a la deriva. Pero por el momento están lo suficientemente bajos como para ver las ventanas iluminadas de los edificios de tierra. Y por el momento también Harry está a su lado, manteniendo los nubarrones a raya.
Lena
Re: The Statistical Probability of Love at First Light {Harry Styles}
¡Síguela, washa! Me voy a comprar el libro, srsly :meh: ¡Saludos!
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