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La chica del lago (Louis y tu)
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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La chica del lago (Louis y tu)
Nombre de la novela: La chica del lago
Autor: Steph Bowe
Adaptación: Si
Género: Romance, Drama, con mucho amor
Advertencias: Es una adaptación de la novela de Steph Bowe, es la novela que me hizo poner los pies en la tierra y darme cuenta de que no toda la vida es color de rosas, pero incluso los problemas hay que afrontarlos de la mejor manera.
No necesitaré chicas!
Otras páginas: Si
Autor: Steph Bowe
Adaptación: Si
Género: Romance, Drama, con mucho amor
Advertencias: Es una adaptación de la novela de Steph Bowe, es la novela que me hizo poner los pies en la tierra y darme cuenta de que no toda la vida es color de rosas, pero incluso los problemas hay que afrontarlos de la mejor manera.
No necesitaré chicas!
Otras páginas: Si
Última edición por AmiTomlinson el Jue 15 Mayo 2014, 12:08 pm, editado 1 vez
AmiTomlinson
Re: La chica del lago (Louis y tu)
Prólogo
Jewel ValentineHabía un niño en el lago. Al principio creí que era mi hermano, pero después me di cuenta de que era demasiado grande para ser un niño de diez años. Y, además, mi hermano nunca crecerá, ni siquiera en mi mente. Asusta, ¿verdad? Saber que has vivido ocho años más de los que tu hermano podrá vivir. No eran imaginaciones mías. Había un chico de carne y hueso ahogándose en el lago. No eran visiones ni alucinaciones. Me quedé paralizada, sin respirar, mientras un escalofrío me recorría el cuerpo. El chico no oponía resistencia… se estaba hundiendo en las profundas aguas del lago. Unos instantes después, tan solo se le veía la coronilla. Me quité los zapatos y me lancé al agua. Noté que las piernas se me agarrotaban y los vaqueros me arrastraban al fondo. Nadé frenéticamente hacia el chico. La profundidad del agua crecía a medida que me acercaba a él, y el fondo de lodo se escabullía bajo mis pies. Cuando llegué le saqué a flote y le sostuve la cabeza. Parecía sereno, como si estuviera dormido. Tenía los ojos cerrados y el cabello flotaba alrededor de su rostro. Le arrastré hasta la orilla y, durante esos segundos, sentí que estaba compensando lo que no había hecho por mi hermano. No podía dejar que aquel chico también muriera.
AmiTomlinson
Re: La chica del lago (Louis y tu)
Ok, ahora va!Anna. escribió:Holaaa!!
sube el primer capitulo porfaa :)
AmiTomlinson
Re: La chica del lago (Louis y tu)
CAP 1
Jewel
La última palabra de mi hermano fue: «Polo». Las últimas palabras de mi abuelo fueron: «Me encuentro mejor que nunca. Deja de preocuparte tanto». Las últimas palabras de mi abuela fueron: «Jewel, calienta agua para el té, cariño». Por lo que sabía, mi padre seguía vivo. Pero las últimas palabras que salieron de sus labios, antes de abandonarnos a mi madre y a mí, iban dirigidas a mí. Dijo: «No deberías haber nacido». Mi padre era un buen hombre. La muerte de mi hermano lo dejó destrozado. Pero esas cuatro palabras que me dijo cuando yo tenía ocho años envenenaron mi vida para siempre. Suelo percibir las pequeñas rarezas de la vida… los pequeños detalles, las pequeñas ironías, como los anillos de compromiso en las casas de empeño o los vestidos de boda sin usar que se venden rebajados en las tiendas de segunda mano. O la mujer gorda que está en la cola del supermercado, con una tarrina de chocolate de dos kilos en el carrito, a la que se le cae el carnet del club de «Control del peso» mientras busca la tarjeta de crédito. Son las pequeñas cosas las que nos indican cómo son realmente las personas: esperanzadas, desesperadas, frágiles e inseguras. Las personas no cambian, no aprenden. Saben que los matrimonios fracasan a menudo, pero, aun así, asumen el riesgo porque siempre cabe la posibilidad de que a ellos les vaya bien. Prometen cambiar —dieta, estilo de vida, vicios—, pero una semana después van al supermercado a aprovisionarse de comida-consuelo alta en calorías y se pasan la noche mirando entre sollozos una película de Meg Ryan y Tom Hanks.Por cosas así me doy cuenta de que soy una extraña. No me malinterpretéis. Algo para recordar me gusta tanto como a cualquiera, pero yo no me guío por las mismas normas. No corro riesgos. No baso mi felicidad en los demás. Nodesperdicio el tiempo con falsas esperanzas y, de ese modo, no esperando mucho, siempre me siento agradablemente sorprendida. Carezco de las cualidades que permiten a los demás creer en cosas ilusorias e intangibles como Dios o la paz mundial. Me gusta lo inevitable e irremediable. Las cosas que van a ocurrir quieras o no, las cosas con las que siempre puedes contar, como la muerte o los impuestos. Soy como una extraña que mira desde fuera. Me gusta que sea así. Sé cuál es mi lugar en el mundo: estar fuera de él. Se puede saber casi todo sobre alguien por sus primeras palabras cuando se presentan o cuando los ves después de diez años. Las primeras palabras de Rachel fueron: «Lo siento, he pillado un tráfico terrible. Un coche ha volcado en la autopista. Horrible». Estaba sin aliento; era evidente que había corrido desde el aparcamiento a «Llegadas». Cogí la maleta y nos abrazamos, incómodas. Una vaharada de perfume (¿quién no cambia de perfume en diez años?) despertó un brumoso recuerdo en algún rincón de mi mente: ella sosteniéndome en volandas y dando vueltas entre risas. Pero era la clase de recuerdo que podía haber visto en un anuncio, unos pocos fotogramas unidos como la secuencia de un sueño borroso. Durante mi ausencia había superado unos escasos tres centímetros en altura a mi madre. Ambas seguíamos siendo bajitas (yo medía un miserable metro cincuenta y ocho), si bien la última vez que la había visto, diez años atrás, ella me doblaba la altura. Mi madre se había convertido en una desconocida para mí. Alguien como yo, que aspira a convertirse algún día en una vagabunda anónima en una gran ciudad, con un cuaderno de dibujo como única propiedad. Probablemente, no era un objetivo muy ambicioso, pero al menos tenía uno. Nunca he sido de las que se adelantan a los hechos. Hasta aquel sábado por la noche en el lago no había pensado siquiera en que el lunes iría a una nueva escuela, donde me encontraría con profesores probablemente preocupados por mi salud mental y a góticos adornados con lamentables piercings que intentarían hacerse amigos míos. Aquella noche necesitaba salir de casa, y el lago era mi sitio preferido. Me costaba creer que mi madre siguiera cuerda después de vivir diez años en nuestra vieja casa —la casa de ladrillo rojo en la que habíamos velado a mi hermano, en la que mi padre me había espetado aquellas palabras que me rompieron el corazón una bonita mañana de abril—, la casa que yo había abandonado. La casa en que mi madre se había quedado sola. Es extraño, pero por primera vez me sentía mal por alguien que no era yo; me sentía mal por mi madre, a pesar de que ahora era una desconocida para mí. Recorrí las silenciosas calles, pasé la tienda de la esquina y crucé el parque, que me recordó a esos lagos que salen en los anuncios de la tele de barrios construidos en medio de la nada, como si fueran lugares perfectos para vivir, y utilizan vistosos reclamos de gente montando en bici, niños jugando al baloncesto y una joven pareja acunando a un bebé en el parque junto al lago. Entonces lo vi. No creo que tuviera muchas alternativas en ese momento, y no me refiero solo a salvarle la vida. Las primeras palabras del chico del lago aquella noche fueron: «¿Qué?». Pero le disculpé, pensando que probablemente era un chico elocuente, divertido y listo cuando no estaba ahogándose y a punto de perder el sentido.
Jewel
La última palabra de mi hermano fue: «Polo». Las últimas palabras de mi abuelo fueron: «Me encuentro mejor que nunca. Deja de preocuparte tanto». Las últimas palabras de mi abuela fueron: «Jewel, calienta agua para el té, cariño». Por lo que sabía, mi padre seguía vivo. Pero las últimas palabras que salieron de sus labios, antes de abandonarnos a mi madre y a mí, iban dirigidas a mí. Dijo: «No deberías haber nacido». Mi padre era un buen hombre. La muerte de mi hermano lo dejó destrozado. Pero esas cuatro palabras que me dijo cuando yo tenía ocho años envenenaron mi vida para siempre. Suelo percibir las pequeñas rarezas de la vida… los pequeños detalles, las pequeñas ironías, como los anillos de compromiso en las casas de empeño o los vestidos de boda sin usar que se venden rebajados en las tiendas de segunda mano. O la mujer gorda que está en la cola del supermercado, con una tarrina de chocolate de dos kilos en el carrito, a la que se le cae el carnet del club de «Control del peso» mientras busca la tarjeta de crédito. Son las pequeñas cosas las que nos indican cómo son realmente las personas: esperanzadas, desesperadas, frágiles e inseguras. Las personas no cambian, no aprenden. Saben que los matrimonios fracasan a menudo, pero, aun así, asumen el riesgo porque siempre cabe la posibilidad de que a ellos les vaya bien. Prometen cambiar —dieta, estilo de vida, vicios—, pero una semana después van al supermercado a aprovisionarse de comida-consuelo alta en calorías y se pasan la noche mirando entre sollozos una película de Meg Ryan y Tom Hanks.Por cosas así me doy cuenta de que soy una extraña. No me malinterpretéis. Algo para recordar me gusta tanto como a cualquiera, pero yo no me guío por las mismas normas. No corro riesgos. No baso mi felicidad en los demás. Nodesperdicio el tiempo con falsas esperanzas y, de ese modo, no esperando mucho, siempre me siento agradablemente sorprendida. Carezco de las cualidades que permiten a los demás creer en cosas ilusorias e intangibles como Dios o la paz mundial. Me gusta lo inevitable e irremediable. Las cosas que van a ocurrir quieras o no, las cosas con las que siempre puedes contar, como la muerte o los impuestos. Soy como una extraña que mira desde fuera. Me gusta que sea así. Sé cuál es mi lugar en el mundo: estar fuera de él. Se puede saber casi todo sobre alguien por sus primeras palabras cuando se presentan o cuando los ves después de diez años. Las primeras palabras de Rachel fueron: «Lo siento, he pillado un tráfico terrible. Un coche ha volcado en la autopista. Horrible». Estaba sin aliento; era evidente que había corrido desde el aparcamiento a «Llegadas». Cogí la maleta y nos abrazamos, incómodas. Una vaharada de perfume (¿quién no cambia de perfume en diez años?) despertó un brumoso recuerdo en algún rincón de mi mente: ella sosteniéndome en volandas y dando vueltas entre risas. Pero era la clase de recuerdo que podía haber visto en un anuncio, unos pocos fotogramas unidos como la secuencia de un sueño borroso. Durante mi ausencia había superado unos escasos tres centímetros en altura a mi madre. Ambas seguíamos siendo bajitas (yo medía un miserable metro cincuenta y ocho), si bien la última vez que la había visto, diez años atrás, ella me doblaba la altura. Mi madre se había convertido en una desconocida para mí. Alguien como yo, que aspira a convertirse algún día en una vagabunda anónima en una gran ciudad, con un cuaderno de dibujo como única propiedad. Probablemente, no era un objetivo muy ambicioso, pero al menos tenía uno. Nunca he sido de las que se adelantan a los hechos. Hasta aquel sábado por la noche en el lago no había pensado siquiera en que el lunes iría a una nueva escuela, donde me encontraría con profesores probablemente preocupados por mi salud mental y a góticos adornados con lamentables piercings que intentarían hacerse amigos míos. Aquella noche necesitaba salir de casa, y el lago era mi sitio preferido. Me costaba creer que mi madre siguiera cuerda después de vivir diez años en nuestra vieja casa —la casa de ladrillo rojo en la que habíamos velado a mi hermano, en la que mi padre me había espetado aquellas palabras que me rompieron el corazón una bonita mañana de abril—, la casa que yo había abandonado. La casa en que mi madre se había quedado sola. Es extraño, pero por primera vez me sentía mal por alguien que no era yo; me sentía mal por mi madre, a pesar de que ahora era una desconocida para mí. Recorrí las silenciosas calles, pasé la tienda de la esquina y crucé el parque, que me recordó a esos lagos que salen en los anuncios de la tele de barrios construidos en medio de la nada, como si fueran lugares perfectos para vivir, y utilizan vistosos reclamos de gente montando en bici, niños jugando al baloncesto y una joven pareja acunando a un bebé en el parque junto al lago. Entonces lo vi. No creo que tuviera muchas alternativas en ese momento, y no me refiero solo a salvarle la vida. Las primeras palabras del chico del lago aquella noche fueron: «¿Qué?». Pero le disculpé, pensando que probablemente era un chico elocuente, divertido y listo cuando no estaba ahogándose y a punto de perder el sentido.
AmiTomlinson
Re: La chica del lago (Louis y tu)
Esta chica tiene un poco de mala suerte o son ideas mias?? porque primero el hermano, después el abuelo, más tarde la abuela, después el padre que aun por encima la culpa a ella, y ahora que decide volver un chico está a punto de ahogarse en el lago...
madre mía, pobrecita!
siguela pronto!
besooss :)
madre mía, pobrecita!
siguela pronto!
besooss :)
Anna.
Re: La chica del lago (Louis y tu)
Haha, pues parece que si, y espera que aún biene más.Anna. escribió:Esta chica tiene un poco de mala suerte o son ideas mias?? porque primero el hermano, después el abuelo, más tarde la abuela, después el padre que aun por encima la culpa a ella, y ahora que decide volver un chico está a punto de ahogarse en el lago...
madre mía, pobrecita!
siguela pronto!
besooss :)
Pronto la sigo<3
AmiTomlinson
Re: La chica del lago (Louis y tu)
HOLA CHICA SOY NUEVA LECTORA VI TU NOVE EN TU FIRMA Y LEI EL PROLOGO Y EL CAPITULO 1 ENSERIO ME GUSTO MUCHO
QUE HIZO CON SU HERMANA BUENO EN REALIDAD ME GUSTO
SIGUELA QUIERO EL CAPITULO DOS
MI NOMBRE ES DANIELA
QUE HIZO CON SU HERMANA BUENO EN REALIDAD ME GUSTO
SIGUELA QUIERO EL CAPITULO DOS
MI NOMBRE ES DANIELA
daniss tomo
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