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Seductora Inocencia (Nick y ____.) TERMINADA
O W N :: Archivos :: Novelas Terminadas
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Seductora Inocencia (Nick y ____.) TERMINADA
Ya chicas es esta mi primera novela .. no sé que me dicen uds si la sigo o no (: .. Espero que les encante tanto como a mi .. y lleguen a llorar (: mujajaja xD
RESEÑA:
Nicholas Jonas, duque de Hawkscliffe, es uno de los hombres más ricos y poderosos de Inglaterra, un perfecto caballero de corazón noble. Acaba de perder a su mujer a la que, desde la distancia, amaba. Sospecha que fue asesinada y quiere desenmascarar al asesino, a cualquier precio. La ruina de su familia y el acoso de un hombre han obligado a ______ Hamilton a tomar la decisión más difícil de su vida. Jamás habría imaginado que acabaría convirtiéndose en la cortesana más deseada de la alta sociedad londinense. Y la más inalcanzable: todavía no ha cedido a los ruegos de sus numerosos pretendientes. Él es el perfecto caballero, ella, el ángel caído, y los dos tienen algo en común: el hombre que ha causado su desgracia. Unidos por la venganza, entre ellos nacerá un amor que rompe con todas las normas de una sociedad muy estricta con las apariencias.
Nombre: Seductora Inocencia
Autor: Gaelen Foley
Adaptación: Si, :D de la saga de Knight
Género: Drama/Romance -semi hot
Advertencias: eh.. si algunas palabras subidas de tono .. o tambien puta y cosas asi (: y se me olvidaba poner que jugue con los personajes un poco .. no es siempre como lo hayan leído en otras noves :D
Otras páginas: no, solo esta
Autor: Gaelen Foley
Adaptación: Si, :D de la saga de Knight
Género: Drama/Romance -semi hot
Advertencias: eh.. si algunas palabras subidas de tono .. o tambien puta y cosas asi (: y se me olvidaba poner que jugue con los personajes un poco .. no es siempre como lo hayan leído en otras noves :D
Otras páginas: no, solo esta
RESEÑA:
Nicholas Jonas, duque de Hawkscliffe, es uno de los hombres más ricos y poderosos de Inglaterra, un perfecto caballero de corazón noble. Acaba de perder a su mujer a la que, desde la distancia, amaba. Sospecha que fue asesinada y quiere desenmascarar al asesino, a cualquier precio. La ruina de su familia y el acoso de un hombre han obligado a ______ Hamilton a tomar la decisión más difícil de su vida. Jamás habría imaginado que acabaría convirtiéndose en la cortesana más deseada de la alta sociedad londinense. Y la más inalcanzable: todavía no ha cedido a los ruegos de sus numerosos pretendientes. Él es el perfecto caballero, ella, el ángel caído, y los dos tienen algo en común: el hombre que ha causado su desgracia. Unidos por la venganza, entre ellos nacerá un amor que rompe con todas las normas de una sociedad muy estricta con las apariencias.
Última edición por See.Into.My.Mind♥ el Sáb 15 Dic 2012, 12:18 pm, editado 3 veces
See.Into.My.Mind♥
Re: Seductora Inocencia (Nick y ____.) TERMINADA
Capítulo 1
Londres, 1814
Cuando era un joven de cabello rizado en pleno viaje por Europa, hacía muchos años, se había enamorado locamente de la belleza, y por ello había recalado en Florencia para recibir lecciones de un auténtico maestro italiano. Idealista y romántico, había seguido a las musas aladas hacia el sur, hasta la bahía de Sorrento, donde había oído por primera vez el antiguo refrán italiano «La venganza es un plato que se sirve frío». Ahora era un anciano sin ilusiones, distante y cauto como un Papa intrigante. La belleza lo había trai-cionado; pero, por extraño que parezca, décadas más tarde el refrán siciliano reveló su autenticidad aquel día invernal en Inglaterra.
Kevin Breckinridge, conde de Coldfell, un hombre impecable de constitución débil, agarró el puño de mármol de su bastón con sus nudosos dedos, doloridos por la fastidiosa lluvia de abril. Descendió de su lujoso carruaje negro con ayuda de su lacayo mientras otro sirviente lo cubría con el paraguas.
El silencio del lugar, solo turbado por el golpeteo de la lluvia, recordaba el de una iglesia. Se volvió lentamente, miró más allá de los rostros inexpresivos de sus sirvientes, más allá de la verja puntiaguda de hierro forjado, en dirección al cementerio de St. George, en Uxhridge Road, al norte de Hyde Park. Hacía tres semanas que había enterrado allí a su joven esposa. El monumento de mármol en su memoria se alzaba bajo una fría y grisácea llovizna en el lugar donde la colina formaba una curva verde, como una aguja furiosa contra el cielo del color del humo. Al pie del monumento, justo donde Coldfell esperaba encontrarlo, se divisaba la silueta alta y poderosa de un hombre; despeinado por el viento y absorto en sus pensamientos, no parecía advertir el viento racheado que agitaba su gabán negro.
Jonas.
La boca de Coldfell se convirtió en una fina línea. Tomó el para¬guas de la mano del lacayo.
–No tardaré mucho.
–Sí, señor.
Apoyándose en su bastón, comenzó la lenta ascensión por el sendero de grava.
Con su actitud pétrea e inmóvil, similar al monumento, Nicholas Jonas, de treinta y cinco años, noveno duque de Hawkscliffe, no dio muestras de percatarse de su llegada. Permaneció en una quietud digna de un pedazo de granito, con la mirada clavada en los narcisos amarillos que habían plantado en la tumba, mientras la lluvia le pegaba el cabello moreno y ondulado a la frente, se deslizaba en fríos regueros por sus mejillas lisas y firmes, y goteaba por su duro perfil.
Coldfell hizo una mueca al pensar en la intrusión poco caballerosa que se disponía a hacer en la intimidad de aquel hombre. Después de todo, Jonas era el único miembro de la nueva generación al que respetaba. Algunos tories de la vieja escuela consideraban que sus ideas tenían un tono inquietantemente liberal, pero nadie podía negar que Jonas era el doble de hombre que el pusilánime de su padre.
Ese era el motivo, reflexionó Coldfell mientras ascendía con dificultad por el sendero, por el que lo había visto convertirse en duque a los diecisiete años, administrar tres grandes fincas y criar prácticamente sin ayuda a cuatro hermanos pequeños y revoltosos y a una hermana. Más recientemente lo había oído pronunciar discursos en la Cámara de los Lores con una serenidad y una elocuencia que hacían que todos los presentes se pusieran en pie. La integridad de Jonas estaba fuera de toda duda; su honor era tan auténtico como el de una persona de los más elevados méritos. Dentro del grupo de los jóvenes había algunos, como el estúpido sobrino y heredero de Coldfell, sir Frankie Breckinridge, que consideraban al virtuoso duque un rigorista; pero, en opinión de las mentes más juiciosas, Jonas era, en una palabra, impecable.
Era una lástima ver cómo lo había afectado la muerte de Danielle.
En fin, los hombres veían en una mujer lo que querían ver.
Coldfell carraspeó. Jonas, sobresaltado, se estremeció al oír el sonido y se dio la vuelta. Una emoción turbulenta brillaba en sus ojos oscuros. Al ver a Coldfell, su expresión aturdida dejó tras¬lucir una punzada de culpabilidad. Teniendo en cuenta el carácter íntegro del duque, no cabía duda de que lo atormentaba haber deseado a la mujer de un viejo amigo. Él nunca había sido tan caballeroso. Kevin lo saludó con la cabeza.
–Jonas.
–Le ruego que me disculpe, señor, pero me iba a ir ahora mismo –dijo entre dientes, bajando la cabeza.
–Por favor, quédese, excelencia –respondió Coldfell, aliviando la tensión del momento–. Acompañe a un anciano en un día tan gris como el de hoy.
–Como desee, señor. –Entornando los ojos ante la lluvia, Jonas apartó la mirada con inquietud y estudió el anguloso horizonte formado por las lápidas.
Coldfell avanzó cojeando hasta el borde del sendero de grava maldiciendo sus doloridas articulaciones. Cuando hacía buen tiempo podía pasar el día entero cazando sin cansarse. Pero no había tenido la suficiente energía para Danielle, ¿verdad?
Bueno, ella había tenido un funeral elegante en Londres, como le habría gustado. Al haber muerto en su casa situada en las inmediaciones de Londres, tuvo un sitio en el cementerio más exclusivo de la ciudad, con un monumento funerario de Flaxman y todo, el súmmum del buen gusto, para el cual no reparó en gastos. Él debía pagar ahora su error más caro: «la locura de un viejo», pensó con amargura. La belleza era ciertamente su debilidad. Sin mejores recomendaciones que su espléndida melena de un cobrizo intenso y los muslos más sensuales de la cristiandad, Danielle O'Malley, de veintiséis años, había hecho de modelo para artistas en Sheffield antes de persuadirlo para que la convirtiera en su segunda esposa. Él le había hecho jurar que mantendría su pasado en secreto y le había proporcionado uno falso. Al menos ella se había comprometido sinceramente a ello, ansiosa como estaba por formar parte de la alta sociedad.
Coldfell solamente se alegraba de que no lo hubieran obligado a enterrarla junto a Margaret, su primera esposa, que había sido reverentemente depositada en Seven Oaks, el pabellón ancestral situado en el condado de Leicester. Ah, la sabía Margaret, su compañera del alma, cuyo único defecto había sido su incapacidad para darle un hijo.
–Lamento... mucho su pérdida, señor –dijo Jonas con rigidez, evitando su mirada.
Coldfell lanzó una ojeada furtiva al duque y suspiró mientras asentía con la cabeza.
–Cuesta creer que se haya ido. Era tan joven, estaba tan llena de vida...
–¿Qué va a hacer ahora?
–Mañana partiré hacia el condado de Leicester. Un par de semanas en el campo me vendrán bien, se lo aseguro. –Una visita a Seven Oaks también apartaría de él las sospechas cuando aquel hombre hiciera su trabajo por él.
–Estoy seguro de que lo reconfortará –dijo Jonas de forma cortés y automática.
Ambos permanecieron en silencio durante un largo rato; Jonas, absorto en sus pensamientos, y Coldfell, meditando sobre la molestia de abandonar su elegante villa en South Kensington, con su bonita hectárea y media de jardines esculpidos: el lugar donde había muerto Danielle.
–«Dejadla en la tierra para que broten violetas de su carne hermosa y pura» –recitó Jonas de forma apenas audible. Coldfell lo miró apenado.
–El discurso de Laertes en la tumba de Ofelia.
El duque no dijo nada; se limitó a contemplar fijamente las letras grabadas en el monumento: el nombre de Danielle, la fecha de su nacimiento y la de su muerte.
–Nunca la toqué –soltó bruscamente, volviéndose hacia Cold¬fell con una angustia impetuosa–. Le doy mi palabra de caballero. Nunca lo traicionó.
Coldfell sostuvo su mirada sin alterarse, y a continuación asintió con la cabeza como si estuviera satisfecho, aunque obviamente aquello no era nada nuevo para él.
–Ah, Nicholas –dijo con aire grave al cabo de un largo rato–, resulta tan extraña la forma en que la encontraron... Cada día iba a nuestro estanque a dibujar a los cisnes. ¿Cómo es posible que res¬balara? Puede que esté confundido por la tristeza, pero no me pare¬ce que tenga sentido.
–Es imposible que resbalara –dijo el duque con vehemencia.–¬ Era ágil..., muy ágil.
Coldfell se quedó sorprendido por su impetuosidad. Aquello iba a resultar mucho más fácil de lo que había pensado.
–¿Aquel día sus sirvientes le informaron de algo extraño, señor, si me permite la pregunta? –continuó el duque.
–No.
–¿Alguien vio algo u oyó algo? Ella estaba a un tiro de piedra de la casa. ¿Es posible que no oyeran sus gritos de socorro?
–Tal vez no le dio tiempo a gritar antes de hundirse en el agua.
Jonas se apartó nuevamente, frunciendo los labios de forma hosca.
–Señor, tengo una terrible sospecha.
Coldfell lo observó en silencio por unos instantes.
–Ojalá pudiera tranquilizarlo, pero me temo que yo también tengo serias dudas –dijo al cabo.
Jonas se volvió y se quedó mirándolo de forma penetran¬te. Sus ojos oscuros brillaban como las llamas del infierno.
–Continúe.
–No tiene sentido. No había sangre en la roca con la que dicen que... se golpeó la cabeza. ¿Qué puedo hacer? Soy un viejo. Mis piernas doloridas están débiles. No tengo la fuerza suficiente –dijo lenta y enfáticamente– para hacer lo que le corresponde a un marido.¬
–Yo lo haré –prometió Jonas.
El conde sintió un estremecimiento al ver la determinación que reflejaban los ardientes ojos del joven.
–¿De quién sospecha? –preguntó Jonas con una ferocidad apenas contenida.
Coldfell nunca lo había visto en un estado tan exaltado e impetuoso. Debía ocultar su regocijo. Todo lo que tenía que hacer era pronunciar el nombre, facilitar un objetivo a aquella furia agitada, y entonces Jonas se batiría en duelo y la víbora que lo había atacado caería fulminada. Estaba dispuesto a hacer que los admiradores de Danielle se enfrentaran para salvarse a sí mismo y a Demetria, su dulce hija discapacitada. ¿Qué otra cosa podía hacer? Tenía casi setenta años y cada día se sentía más débil. Frankie estaba en la flor de la vida; era un cazador brutalmente dotado que se había estrenado a la tierna edad de nueve años con su primer ciervo.
Un temblor auténtico le sacudió las piernas.
–Que Dios me perdone –dijo Coldfell entre dientes con una mirada de inquietud.
–¿De quién sospecha, Coldfell? ¿Sabe algo? Estoy convencido de que no fue un accidente, aunque el juez de instrucción dijo eso. Usted y yo no somos tontos –dijo acaloradamente–. Estuvo cuatro días en el estanque hasta que la encontraron. No hay forma de saber qué otras cosas pudieron hacerle antes de matarla.
–Veo que nuestros temores son muy parecidos, Nicholas. Ambos pensamos que pudo haber sido... violada. Oh, Dios. –Se apoyó en Jonas, y el duque lo sostuvo–. Es peor que la muerte.
Jonas apretó su pronunciada mandíbula.
–Se lo ruego, señor. Dígame lo que sabe.
–No sé nada, Nicholas. Solo tengo sospechas. Una vez Danielle me dijo...
–¿Sí?
Coldfell se detuvo. «Ansía castigar a alguien, culpar a alguien», pensó, echando una mirada sagaz a la cara de Nicholas y examinando sus facciones como un artista que se preparaba para pintar un retrato. Era el rostro duro y noble de un guerrero. El cabello oscuro le caía abundantemente desde la amplia frente, bajo las cejas, anchas y negras como el carbón, brillaban unos ojos penetrantes con una voluntad férrea, tenía una nariz aguileña como el pico de un halcón, y una boca firme y prieta, aunque había en sus labios una sensibilidad que cautivaba a las mujeres.
–Me dijo que había un hombre que... la asustaba.
–¿Quién era? –inquirió Jonas.
Coldfell respiró hondo y apartó la mirada, consciente de que es¬taba dictando una sentencia de muerte.
Se alegraba de ello.
–Mi sobrino, excelencia –dijo, con la serenidad de un italiano de pura cepa–. Mi heredero, Frankie Breckinridge.
~~~
–¡Naranjas! A un penique la pieza, señor. ¡Gracias, y que pase un buen día! ¿Quién es el siguiente?
Estaba tan fuera de lugar en medio del ajetreo de un día gris en el centro de Londres como las brillantes y dulces naranjas que vendía en la concurrida esquina de Fleet Street y Chancery Lane, ofreciéndolas como pequeños soles a los ajetreados caballeros vestidos de negro que iban y venían del mundo del gobierno al de las finanzas: Westminster y el centro económico de la ciudad, respectivamente. Empleados de bancos y abogados, periodistas, escritorzuelos, sastres, tenderos respetables; incluso un diácono que iba a toda prisa hacia St. Paul se paró en seco al verla y, como el resto de las personas, se sintió irresistiblemente atraído por ella.
Si la señorita _____ Hamilton era consciente de que había una cualidad indescifrable en su persona que hacía que el tráfico masculino se detuviera, no mostraba la menor señal de ello; era toda seriedad y eficiencia contando el cambio con sus dedos enrojecidos por el frío que asomaban por unos guantes raídos, decidida a afrontar su caída con la elegancia resignada de una auténtica dama.
Meses antes había estado en la Academia para Jóvenes Damas de La señora Hall preparando a muchachas de risa tonta para su presentación en sociedad; ahora estaba allí, casi al límite de la respetabilidad, aferrándose con tenacidad únicamente por la fuerza de su orgullo.
Un mechón rubio como el trigo cayó sobre su mejilla sonrosada cuando alzó la vista hacia su cliente y le dio el cambio con una lozana sonrisa, cansina pero alegre.
–¡Naranjas! ¿Quién es el siguiente, por favor?
Uno de sus clientes habituales dio un paso adelante; se trataba de un abogado corpulento de uno de los bufetes cercanos. Su ropa negra ondeaba al viento, y le dedicó una sonrisa con desazón mientras se sujetaba la peluca de abogado en su enorme cabeza para evitar que saliera volando. Le lanzó una mirada de arriba abajo.
_____ apartó la vista y seleccionó una naranja grande y reluciente para él. Le sacó brillo con el extremo de su delantal y, reprimiendo su tremendo orgullo mediante un esfuerzo de voluntad, extendió la mano con expectación.
–Un penique, señor –dijo suspirando.
El abogado vaciló y le entregó algo que no era una moneda, sino un billete que estuvo a punto de salir volando. ____ frunció el ceño y lo miró de cerca. ¡Veinte libras! Contuvo un grito ahogado de asombro y apretó el billete contra la palma sudada de su mano, asqueada, a pesar de que aquella cantidad equivalía prácticamente a la suma que ganaría con tres meses de trabajo.
–No, señor. No.
–¿No? –repitió él, con un brillo en sus ojos pequeños–. Simplemente piénselo, querida.
–Señor, me ofende –respondió, dedicándole un gesto glacial como si fuera una baronesa en un salón y no una chica desesperada y prácticamente sin un penique, sola en las calles de la gran ciudad.
–Doblaré la cantidad –susurró el hombre, acercándose.
Ella alzó la barbilla.
–No estoy en venta.
El hombre mofletudo se puso rojo como un tomate ante aquella mirada imponente y desdeñosa. Se marchó corriendo lleno de vergüenza, con la peluca colocada de lado. Bel se estremeció ligera¬mente, se rascó la frente para recuperar la compostura y se dio la vuelta para atender a toda prisa a los otros clientes. No había tarda¬do mucho en darse cuenta de que no todos deseaban comprar naranjas, un hecho que se permitió pasar cortésmente por alto.
Cuando se hubo marchado el último cliente, se inclinó sobre la gran cesta ovalada y comenzó a colocar las naranjas en filas ordenadas.
–Eh, jovencita –gritó uno de los vendedores ambulantes de rostro adusto que había al otro lado de la calle–. No vamos a dejar que sigas en nuestra esquina, muñeca. Tenemos bocas que alimentar. Nos estás dejando sin clientes.
–¿Por qué no te vas a ganar dinero de verdad? –chilló su compañero–. ¿Por qué vender naranjas cuando podrías sacar más con tus bonitos melocotones?
Los dos se rieron a carcajadas de su gracia como si fueran hunos borrachos.
–¡Callaos, cretinos! –replicó ella en un tono pendenciero que habría escandalizado a sus alumnas en la academia de la señora Hall. Sin embargo, en realidad la grosería era lo único que entendían aquellas criaturas soeces y vulgares. Aquellas gentes interpretaban las buenas formas como una señal de debilidad o cobardía... y en sus circunstancias era imprescindible no mostrar miedo.
–Este no es tu sitio, doña Finolis. Tarde o temprano te convertirás en la querida de algún rico.
–¡Soy la hija de un auténtico caballero!
–Es exactamente lo que pareces con esos harapos.
Los dos hombres se rieron a carcajadas, y ella lanzó una mirada alrededor con una vergüenza digna de una dama, justo a tiempo para ver cómo el pequeño Tommy, el barrendero, casi era atropellado por un carruaje de alquiler. Su hermano Andrew lo agarró del pescuezo y tiró de él con fuerza justo a tiempo. ____ soltó un jadeo al ver que se salvaba de milagro, y contuvo la irritación.
–¡Andy! ¡Tommy! –los llamó.
–¡Hola, señorita _____! –respondieron los dos niños traviesos y desnutridos, saludándola con la mano.
Ella les hizo señas para que se acercaran. Estuvieron a punto de meterse entre las ruedas de una carreta pesada, y cuando llegaron al otro lado de la calle y se pusieron a salvo, ella los reprendió por ser tan poco cuidadosos y luego les dio a cada uno un par de peniques y una naranja. Con semblante preocupado, vio cómo los dos muchachos regresaban al trabajo, Tommy, pelando su naranja, y Andrew, empleando todo su encanto jovial con el fin de convencer a un caballero con sombrero de copa de que lo dejara barrer el cruce antes de pasar.
Ella creía que su propia suerte era funesta hasta que descubrió a aquellos muchachos. Para ella fueron una inspiración, con sus corazones alegres y su espíritu despreocupado a pesar de las condiciones infernales que soportaban. Las calles estaban plagadas de niños como ellos, sin hogar, descalzos, medio desnudos y hambrientos. No se dio cuenta de la auténtica y terrible dimensión del problema hasta una noche gélida de enero en que Londres quedó cubierto por la mayor tempestad de nieve que se recordaba. Mientras los ricos celebraban un festival invernal en el Támesis helado, ella fue a bus¬car a Andrew y Tommy con la intención de llevarlos a la habitación del destartalado bloque de pisos en el que se alojaba, para que por lo menos pudieran estar bajo techo. Buscó por todas partes y finalmente una muchacha arisca le indicó un edificio oscuro que parecía un almacén vacío. Una vez dentro, alzó su farol y contempló una masa temblorosa de niños hacinados. Debía de haber unos setenta.
Cuando dio con Andrew, este le explicó que se trataba de una madriguera. El muchacho no tuvo que decirle lo que su mente adulta comprendió al instante: allí los niños aprendían a ser ladrones, y las niñas, prostitutas. Aquel era el momento más espantoso y terrible que había vivido en sus veintitrés años. Durante su etapa como dama refinada en el condado de Oxford no había imaginado en ningún momento una pesadilla semejante.
Lo peor de todo era lo poco que ella podía hacer para ayudar. No tenía la arrogancia suficiente para decirles que no robasen cuando estaban hambrientos. El mayor crimen, sin embargo, lo cometía el despiadado código penal, que enviaba a la horca a cualquier niño mayor de siete años por haber robado cinco miserables chelines. Todo lo que ella podía hacer, además de echar una mano a las sociedades de beneficencia, era brindar su cariño a aquellos desgraciados, cuidar de ellos lo mejor que pudiera y darles la lata para que fueran a la iglesia.
Vio cómo a Tommy se le caía un gajo de naranja en el suelo y rápidamente lo recogía, lo limpiaba con sus mugrientos dedos y se lo metía en la boca. Ella soltó un suspiro y se volvió justo en el momento en que un faetón lujoso que le resultaba demasiado familiar doblaba la esquina y se acercaba a ella.
Su rostro palideció. Se le hizo un nudo en el estómago vacío. Se inclinó rápidamente y levantó la cesta entre sus brazos mientras el estruendo de los caballos se hacía cada vez más fuerte.
«Dios mío, no dejes que me vea, por favor.»
Mientras se marchaba a toda prisa acarreando su cesta, el brillante faetón redujo la velocidad y se detuvo a la altura de ella con un tintineo de riendas. Ella apretó los dientes, consciente de que a su atormentador le daría una enorme satisfacción ver que se iba corriendo. Era mejor quedarse y mantenerse firme, por muy desagradable que resultara la larga batalla que libraban. Se dio la vuelta lentamente preparándose para el combate, mientras sir Frankie Breckinridge, vestido de forma extravagante, saltaba de su carroza con su imprescindible puro colgando a un lado de la boca.
Dejando el faetón en manos de su mozo de cuadra, que tenía un ojo morado, se acercó con aire fanfarrón a ella. Era un hombre alto, bronceado y musculoso, con el pelo rubio cortado al rape. Al son¬reír, el puro se balanceó entre sus dientes, blancos y lobunos, era la viva imagen de lo que había descrito a las chicas de la academia de señora Hall como «un hombre repugnante».
–No te acerques a mí con eso –le advirtió ella.
–Sí, señora –respondió el hombre; ese día le divertía la idea de obedecerla.
Tiró cuidadosamente el puro al suelo y lo pisó con una de sus caras botas de color champán brillante, y a continuación se dedicó a seguirla... como había estado haciendo durante los últimos ocho meses. Sir Frankie estaba obsesionado con ella de forma absoluta y destructiva desde principios del otoño del año anterior. Ella no tenía ni idea del porqué. Tal vez era propio de él fijarse en un objeto hasta que conseguía atraparlo o destruirlo. Únicamente estaba segura de una cosa, todo lo que le había ocurrido era culpa de aquel hombre.
Se desvió con una expresión indiferente y siguió caminando, cargando con la cesta de naranjas. Podía oler su presencia detrás de ella. Siempre llevaba demasiada colonia.
–¿Vas a alguna parte, querida?
_____ se limitó a lanzarle una mirada desdeñosa y avanzó en dirección a los transeúntes.
–¡Naranjas!
La brillante sonrisa del hombre se ensanchó y reveló sus dientes mellados, producto de una de sus innumerables peleas, al igual que su nariz ladeada.
Frankie estaba orgulloso de sus heridas de guerra. Carente del menor sentido del decoro, acostumbraba quitarse la ropa a la menor provocación para impresionar con sus ilustres cicatrices a todo aquel con el que se topaba. Estaba especialmente orgulloso de una que atravesaba sesgadamente su musculoso pecho y que le había causado un oso al golpearlo durante una partida de caza en los Alpes. ____ había visto la cicatriz. Él se la había enseñado la noche en que se conocieron, lo cual a ella le había producido pasmo y bochorno, pues ambos se encontraban en un baile. Ella tan solo deseó que el oso hubiera sido más atrevido.
Frankie se frotó las manos y fingió un escalofrío.
–Hoy hace fresco. Apuesto a que tienes hambre.
–¡Naranjas! ¡Naranjas dulces y frescas de la soleada Italia!
–Es tu última oportunidad para venir a Brighton conmigo. Me marcho mañana. No habrá ninguna otra mujer presente, si es lo que te preocupa. –Permaneció a la espera, pero ella siguió sin hacerle caso–. La querida del regente va a dar una fiesta en la casa de la costa. Mis amigos y yo estamos invitados...
–¡Naranjas! ¡A un penique la pieza!
Frankie gruñó, irritado.
–¿Es que no significa nada para ti que te haya escogido entre todas las mujeres del mundo?
–Si vas a venir a molestarme todos los días, por lo menos podrías comprarme una naranja.
–Un penique, ¿verdad? Lo siento, no tengo suelto –dijo él con una risita–. Las naranjas me producen urticaria. Y, además, ¿por qué debería ayudarte? Eres muy mala, siempre estás huyendo de mí. ¿Cuánto tiempo más vas a estar dándome largas?
–Hasta que dé resultado –murmuró ella, mientras cargaba con la cesta por la calle.
Frankie avanzó tras ella y se rió con gusto. Su mozo de cuadra condujo el faetón hasta su altura, siguiéndolos por la calle a una distancia respetuosa.
______ apartó la vista desesperada, ansiosa por vislumbrar un uniforme escarlata entre la multitud y ver a su querido y voluntarioso Mick Braden acercarse a ella de vuelta de la guerra. Ahora era el capitán Mick Braden, pues había demostrado su valor en los campos de Francia. _____ pensó con una oleada de orgullo en el joven y engreído oficial de su pueblecito natal de Kelmscot, el hombre con el que más o menos había planeado casarse desde que cumplió los dieseis años.
–_____, cariño, eres una presa muy digna, pero ya es hora de poner fin al juego. Has demostrado que eres tan ingeniosa como testaruda, y tan inteligente como hermosa. Has hecho frente a cada uno mis movimientos con una energía admirable. Te aplaudo. Y ahora ¬por el amor de Dios, déjate de tonterías y ven conmigo a casa. Te estás ultrajando.
–Es un trabajo honrado –replicó ella, apretando los dientes–. ¡Naranjas!
–¿Acaso dudas de mi cariño?
–¿Cariño? –Bel se volvió hacia él y dejó la cesta en el suelo con tanta brusquedad que las naranjas salieron rodando–. Mira lo nos has hecho a mí y a mi padre. ¡Cuando uno se interesa por alguien no le arruina la vida!
–¡Te aparté de aquella vida para darte una mejor! Voy a convertirte en condesa, muchachita desagradecida.
–No quiero ser condesa, Frankie. Solo quiero que me dejes paz.
–Oh, estoy harto de ti y de tus aires –dijo él con desprecio, agarrándola de un brazo–. Eres mía. Solo es cuestión de tiempo.
–.Suéltame ahora mismo.
Frankie le apretó con fuerza el brazo.
–Esta vez nada va a evitar que te recupere, _____. ¿No te das cuenta? Mis actos demuestran mi amor por ti.
–Tus actos demuestran que eres egoísta hasta extremos inimaginables.
El hombre entrecerró los ojos, furioso.
–Sé buena...
–¿Buena? –gritó ella cuando Frankie le soltó el brazo, y se echó atrás de un tirón–. Hiciste que encerraran a mi padre en la cárcel y que me despidieran de la academia. ¡Perdimos nuestra casa!
–Y ahora puedes recuperarlo todo... ¡solo con hacer así! –Chasqueó sus dedos, enfundados en unos guantes de piel, mirándola lascivamente–. Ríndete. Di que vas a ser mi esposa. Esta vez no puedes ganar, ____. No es que mi proposición sea deshonesta, que digamos... ya no –añadió, ligeramente enfurruñado.
–Se supone que vas a casarte con la hija de lord Coldfell.
–¿Qué pinto yo con una mujer boba y sordomuda? Creo que me merezco algo mejor.
–Frankie, eso es muy poco considerado por tu parte. Ya sabes que estoy prometida al capitán Braden –dijo, modificando ligera¬mente la verdad, pues su larga relación no era realmente un compromiso formal.
–¡Braden! No menciones ese nombre. ¡No es nadie! Probable¬mente esté muerto.
–Está vivo. Vi su nombre en la lista del Times después de la batalla de Toulouse.
–¿Dónde está entonces, _____? ¿Dónde está tu héroe? ¿En París? ¿Celebrando el regreso del rey Luis con las putas francesas? Porque no le veo por aquí, si es que tanto te quiere.
–Va a venir –dijo ella, con más convicción de la que sentía.
–Perfecto, porque estoy deseando conocer a ese tipo y darle una buena paliza. No te casarás con él.
–Pues tampoco me casaré contigo. Te conozco demasiado bien. –Y, sujetando el asa de la cesta con un brazo, levantó la barbilla y si¬guió caminando.
–Eres una orgullosa –dijo él con un repentino y peligroso des¬precio que consiguió transformar en una sonrisa tensa y destemplada–. Muy bien, sigues negándote a ceder. Puede que hoy todavía te resistas. Pero pronto cederás.
–Nunca. Estás perdiendo el tiempo.
–La dulce, boba y hermosa señorita Hamilton. –Frankie recorrió su cuerpo con la mirada de forma posesiva–. Dices que me conoces. ¿No te das cuenta de que cuanto más huyas, más aumentará mi deseo al perseguirte?
_____ dio un paso atrás y agarró una naranja, con la vaga intención lanzársela para que se marchara.
Con un brillo especial en los ojos y una sonrisa afectada en los labios, Frankie sacó otro puro.
–Hasta la próxima semana, querida. Voy a pasar unas semanas en Brighton pero puedes descansar tranquila, volveré.
Encendió el puro, exhaló el humo en dirección a ella y se dio la vuelta para subirse a su faetón. Y soltando un rugido fustigó a sus medrosos caballos, que inmediatamente comenzaron a trotar al galope.
Sobresaltada por el restallido del cuero, _____ consiguió mantener la serenidad hasta que el elegante faetón se alejó. Los dos vendedores ¬ambulantes que había al otro lado de la calle se burlaron de ella a gritos, unas burlas de las que estaba empezando a cobrar una nueva y temerosa conciencia. Hizo caso omiso de ellos, tragó saliva y recorrió ¬la calle con la mirada, rezando para atisbar el elegante uniforme pero por el momento seguía sin haber rastro de su salvador. Cuando hubo vendido el resto de las naranjas llegó la hora de la diaria a su padre en la prisión de Fleet, donde había sido encarcelado desde Navidad por una pequeña deuda de poco más de mil libras. El trayecto hasta la gigantesca prisión de ladrillo rojo Faringdon Street era largo y frío, y a cada paso _____ gastaba un poco más las suelas agujereadas de sus botas de piel de cabritilla. Mientras caminaba soñaba con la casa de campo cálida, confortable y de color de rosa en la que había vivido en Kelmscot, un pintoresco pueblo situado junto al Támesis, a varios kilómetros de Oxford.
Su padre era un caballero erudito y, a decir verdad, un tanto excéntrico. Nada agradaba más a Alfred Hamilton que pasar el rato estudiando los antiguos manuscritos iluminados que constituían su verdadera pasión, o frecuentar la impresionante biblioteca Bodleian de la Universidad de Oxford. Ella y su padre llevaban una vida tranquila y plácida que se movía al majestuoso ritmo del río, pero un buen día apareció Frankie e intimidó a los acreedores de Hamilton para que lo procesaran por sus deudas impagadas. Él siempre se había despreocupado de esas cosas. Bel intentó ocuparse de los problemas financieros de la casa, pero, como un niño culpable, su padre le había ocultado lo seriamente comprometida que se hallaba la economía familiar por culpa de su incontrolable afán por hacerse con todos los manuscritos iluminados con los que topaba. De modo que al poco tiempo fue a parar a la prisión de Fleet.
Bel se trasladó precipitadamente a Londres para estar cerca de él, y encontró trabajo en la academia de la señora Hall con la esperanza de aliviar sus problemas, pero entonces Frankie se las ingenió para que la despidieran. Él quería que se quedara desvalida y privada de recursos, de modo que no le quedara más remedio que pedirle ayuda. ____ sacudió la cabeza para sí misma mientras caminaba. Aquello era algo que nunca haría.
Cuando la enorme entrada en forma de arco de la prisión de Fleet apareció entre los elevados muros de la cárcel, ______ se puso nerviosa y comenzó a ensayar mentalmente el ruego que iba a elevar al alcaide para que le concediese un crédito durante quince días, tras los cuales ella podría pagar enteramente los gastos de la habitación de su padre.
La duda la atormentaba mientras avanzaba penosamente hacia las inmensas puertas de la fachada. Siendo realista, sabía que las posibilidades de que sus ruegos conmovieran al enorme alcaide con la cara atravesada por una cicatriz eran limitadas. Ni siquiera el mismísimo Señor retorciéndose en la cruz habría conmovido al alcaide de la prisión de Fleet, un hombre que se había curtido supervisando prisiones en la colonia penitenciaria de Nuevo Gales del Sur, según ella había oído. Se decía que incluso se había ocupado de las cárceles de mujeres, de modo que Bel no esperaba un trato humanitario basado en su condición de dama de casta.
Los diferentes carceleros y guardias la conocían de sus visitas diarias. Uno de ellos la condujo a través del largo vestíbulo. Al acercarse al despacho del alcaide, _____ oyó su voz ronca y grave a través de la puerta abierta, mientras insultaba en tono vulgar a uno de sus subordinados, citando códigos y normas como un tirano mezquino.
Londres, 1814
Cuando era un joven de cabello rizado en pleno viaje por Europa, hacía muchos años, se había enamorado locamente de la belleza, y por ello había recalado en Florencia para recibir lecciones de un auténtico maestro italiano. Idealista y romántico, había seguido a las musas aladas hacia el sur, hasta la bahía de Sorrento, donde había oído por primera vez el antiguo refrán italiano «La venganza es un plato que se sirve frío». Ahora era un anciano sin ilusiones, distante y cauto como un Papa intrigante. La belleza lo había trai-cionado; pero, por extraño que parezca, décadas más tarde el refrán siciliano reveló su autenticidad aquel día invernal en Inglaterra.
Kevin Breckinridge, conde de Coldfell, un hombre impecable de constitución débil, agarró el puño de mármol de su bastón con sus nudosos dedos, doloridos por la fastidiosa lluvia de abril. Descendió de su lujoso carruaje negro con ayuda de su lacayo mientras otro sirviente lo cubría con el paraguas.
El silencio del lugar, solo turbado por el golpeteo de la lluvia, recordaba el de una iglesia. Se volvió lentamente, miró más allá de los rostros inexpresivos de sus sirvientes, más allá de la verja puntiaguda de hierro forjado, en dirección al cementerio de St. George, en Uxhridge Road, al norte de Hyde Park. Hacía tres semanas que había enterrado allí a su joven esposa. El monumento de mármol en su memoria se alzaba bajo una fría y grisácea llovizna en el lugar donde la colina formaba una curva verde, como una aguja furiosa contra el cielo del color del humo. Al pie del monumento, justo donde Coldfell esperaba encontrarlo, se divisaba la silueta alta y poderosa de un hombre; despeinado por el viento y absorto en sus pensamientos, no parecía advertir el viento racheado que agitaba su gabán negro.
Jonas.
La boca de Coldfell se convirtió en una fina línea. Tomó el para¬guas de la mano del lacayo.
–No tardaré mucho.
–Sí, señor.
Apoyándose en su bastón, comenzó la lenta ascensión por el sendero de grava.
Con su actitud pétrea e inmóvil, similar al monumento, Nicholas Jonas, de treinta y cinco años, noveno duque de Hawkscliffe, no dio muestras de percatarse de su llegada. Permaneció en una quietud digna de un pedazo de granito, con la mirada clavada en los narcisos amarillos que habían plantado en la tumba, mientras la lluvia le pegaba el cabello moreno y ondulado a la frente, se deslizaba en fríos regueros por sus mejillas lisas y firmes, y goteaba por su duro perfil.
Coldfell hizo una mueca al pensar en la intrusión poco caballerosa que se disponía a hacer en la intimidad de aquel hombre. Después de todo, Jonas era el único miembro de la nueva generación al que respetaba. Algunos tories de la vieja escuela consideraban que sus ideas tenían un tono inquietantemente liberal, pero nadie podía negar que Jonas era el doble de hombre que el pusilánime de su padre.
Ese era el motivo, reflexionó Coldfell mientras ascendía con dificultad por el sendero, por el que lo había visto convertirse en duque a los diecisiete años, administrar tres grandes fincas y criar prácticamente sin ayuda a cuatro hermanos pequeños y revoltosos y a una hermana. Más recientemente lo había oído pronunciar discursos en la Cámara de los Lores con una serenidad y una elocuencia que hacían que todos los presentes se pusieran en pie. La integridad de Jonas estaba fuera de toda duda; su honor era tan auténtico como el de una persona de los más elevados méritos. Dentro del grupo de los jóvenes había algunos, como el estúpido sobrino y heredero de Coldfell, sir Frankie Breckinridge, que consideraban al virtuoso duque un rigorista; pero, en opinión de las mentes más juiciosas, Jonas era, en una palabra, impecable.
Era una lástima ver cómo lo había afectado la muerte de Danielle.
En fin, los hombres veían en una mujer lo que querían ver.
Coldfell carraspeó. Jonas, sobresaltado, se estremeció al oír el sonido y se dio la vuelta. Una emoción turbulenta brillaba en sus ojos oscuros. Al ver a Coldfell, su expresión aturdida dejó tras¬lucir una punzada de culpabilidad. Teniendo en cuenta el carácter íntegro del duque, no cabía duda de que lo atormentaba haber deseado a la mujer de un viejo amigo. Él nunca había sido tan caballeroso. Kevin lo saludó con la cabeza.
–Jonas.
–Le ruego que me disculpe, señor, pero me iba a ir ahora mismo –dijo entre dientes, bajando la cabeza.
–Por favor, quédese, excelencia –respondió Coldfell, aliviando la tensión del momento–. Acompañe a un anciano en un día tan gris como el de hoy.
–Como desee, señor. –Entornando los ojos ante la lluvia, Jonas apartó la mirada con inquietud y estudió el anguloso horizonte formado por las lápidas.
Coldfell avanzó cojeando hasta el borde del sendero de grava maldiciendo sus doloridas articulaciones. Cuando hacía buen tiempo podía pasar el día entero cazando sin cansarse. Pero no había tenido la suficiente energía para Danielle, ¿verdad?
Bueno, ella había tenido un funeral elegante en Londres, como le habría gustado. Al haber muerto en su casa situada en las inmediaciones de Londres, tuvo un sitio en el cementerio más exclusivo de la ciudad, con un monumento funerario de Flaxman y todo, el súmmum del buen gusto, para el cual no reparó en gastos. Él debía pagar ahora su error más caro: «la locura de un viejo», pensó con amargura. La belleza era ciertamente su debilidad. Sin mejores recomendaciones que su espléndida melena de un cobrizo intenso y los muslos más sensuales de la cristiandad, Danielle O'Malley, de veintiséis años, había hecho de modelo para artistas en Sheffield antes de persuadirlo para que la convirtiera en su segunda esposa. Él le había hecho jurar que mantendría su pasado en secreto y le había proporcionado uno falso. Al menos ella se había comprometido sinceramente a ello, ansiosa como estaba por formar parte de la alta sociedad.
Coldfell solamente se alegraba de que no lo hubieran obligado a enterrarla junto a Margaret, su primera esposa, que había sido reverentemente depositada en Seven Oaks, el pabellón ancestral situado en el condado de Leicester. Ah, la sabía Margaret, su compañera del alma, cuyo único defecto había sido su incapacidad para darle un hijo.
–Lamento... mucho su pérdida, señor –dijo Jonas con rigidez, evitando su mirada.
Coldfell lanzó una ojeada furtiva al duque y suspiró mientras asentía con la cabeza.
–Cuesta creer que se haya ido. Era tan joven, estaba tan llena de vida...
–¿Qué va a hacer ahora?
–Mañana partiré hacia el condado de Leicester. Un par de semanas en el campo me vendrán bien, se lo aseguro. –Una visita a Seven Oaks también apartaría de él las sospechas cuando aquel hombre hiciera su trabajo por él.
–Estoy seguro de que lo reconfortará –dijo Jonas de forma cortés y automática.
Ambos permanecieron en silencio durante un largo rato; Jonas, absorto en sus pensamientos, y Coldfell, meditando sobre la molestia de abandonar su elegante villa en South Kensington, con su bonita hectárea y media de jardines esculpidos: el lugar donde había muerto Danielle.
–«Dejadla en la tierra para que broten violetas de su carne hermosa y pura» –recitó Jonas de forma apenas audible. Coldfell lo miró apenado.
–El discurso de Laertes en la tumba de Ofelia.
El duque no dijo nada; se limitó a contemplar fijamente las letras grabadas en el monumento: el nombre de Danielle, la fecha de su nacimiento y la de su muerte.
–Nunca la toqué –soltó bruscamente, volviéndose hacia Cold¬fell con una angustia impetuosa–. Le doy mi palabra de caballero. Nunca lo traicionó.
Coldfell sostuvo su mirada sin alterarse, y a continuación asintió con la cabeza como si estuviera satisfecho, aunque obviamente aquello no era nada nuevo para él.
–Ah, Nicholas –dijo con aire grave al cabo de un largo rato–, resulta tan extraña la forma en que la encontraron... Cada día iba a nuestro estanque a dibujar a los cisnes. ¿Cómo es posible que res¬balara? Puede que esté confundido por la tristeza, pero no me pare¬ce que tenga sentido.
–Es imposible que resbalara –dijo el duque con vehemencia.–¬ Era ágil..., muy ágil.
Coldfell se quedó sorprendido por su impetuosidad. Aquello iba a resultar mucho más fácil de lo que había pensado.
–¿Aquel día sus sirvientes le informaron de algo extraño, señor, si me permite la pregunta? –continuó el duque.
–No.
–¿Alguien vio algo u oyó algo? Ella estaba a un tiro de piedra de la casa. ¿Es posible que no oyeran sus gritos de socorro?
–Tal vez no le dio tiempo a gritar antes de hundirse en el agua.
Jonas se apartó nuevamente, frunciendo los labios de forma hosca.
–Señor, tengo una terrible sospecha.
Coldfell lo observó en silencio por unos instantes.
–Ojalá pudiera tranquilizarlo, pero me temo que yo también tengo serias dudas –dijo al cabo.
Jonas se volvió y se quedó mirándolo de forma penetran¬te. Sus ojos oscuros brillaban como las llamas del infierno.
–Continúe.
–No tiene sentido. No había sangre en la roca con la que dicen que... se golpeó la cabeza. ¿Qué puedo hacer? Soy un viejo. Mis piernas doloridas están débiles. No tengo la fuerza suficiente –dijo lenta y enfáticamente– para hacer lo que le corresponde a un marido.¬
–Yo lo haré –prometió Jonas.
El conde sintió un estremecimiento al ver la determinación que reflejaban los ardientes ojos del joven.
–¿De quién sospecha? –preguntó Jonas con una ferocidad apenas contenida.
Coldfell nunca lo había visto en un estado tan exaltado e impetuoso. Debía ocultar su regocijo. Todo lo que tenía que hacer era pronunciar el nombre, facilitar un objetivo a aquella furia agitada, y entonces Jonas se batiría en duelo y la víbora que lo había atacado caería fulminada. Estaba dispuesto a hacer que los admiradores de Danielle se enfrentaran para salvarse a sí mismo y a Demetria, su dulce hija discapacitada. ¿Qué otra cosa podía hacer? Tenía casi setenta años y cada día se sentía más débil. Frankie estaba en la flor de la vida; era un cazador brutalmente dotado que se había estrenado a la tierna edad de nueve años con su primer ciervo.
Un temblor auténtico le sacudió las piernas.
–Que Dios me perdone –dijo Coldfell entre dientes con una mirada de inquietud.
–¿De quién sospecha, Coldfell? ¿Sabe algo? Estoy convencido de que no fue un accidente, aunque el juez de instrucción dijo eso. Usted y yo no somos tontos –dijo acaloradamente–. Estuvo cuatro días en el estanque hasta que la encontraron. No hay forma de saber qué otras cosas pudieron hacerle antes de matarla.
–Veo que nuestros temores son muy parecidos, Nicholas. Ambos pensamos que pudo haber sido... violada. Oh, Dios. –Se apoyó en Jonas, y el duque lo sostuvo–. Es peor que la muerte.
Jonas apretó su pronunciada mandíbula.
–Se lo ruego, señor. Dígame lo que sabe.
–No sé nada, Nicholas. Solo tengo sospechas. Una vez Danielle me dijo...
–¿Sí?
Coldfell se detuvo. «Ansía castigar a alguien, culpar a alguien», pensó, echando una mirada sagaz a la cara de Nicholas y examinando sus facciones como un artista que se preparaba para pintar un retrato. Era el rostro duro y noble de un guerrero. El cabello oscuro le caía abundantemente desde la amplia frente, bajo las cejas, anchas y negras como el carbón, brillaban unos ojos penetrantes con una voluntad férrea, tenía una nariz aguileña como el pico de un halcón, y una boca firme y prieta, aunque había en sus labios una sensibilidad que cautivaba a las mujeres.
–Me dijo que había un hombre que... la asustaba.
–¿Quién era? –inquirió Jonas.
Coldfell respiró hondo y apartó la mirada, consciente de que es¬taba dictando una sentencia de muerte.
Se alegraba de ello.
–Mi sobrino, excelencia –dijo, con la serenidad de un italiano de pura cepa–. Mi heredero, Frankie Breckinridge.
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–¡Naranjas! A un penique la pieza, señor. ¡Gracias, y que pase un buen día! ¿Quién es el siguiente?
Estaba tan fuera de lugar en medio del ajetreo de un día gris en el centro de Londres como las brillantes y dulces naranjas que vendía en la concurrida esquina de Fleet Street y Chancery Lane, ofreciéndolas como pequeños soles a los ajetreados caballeros vestidos de negro que iban y venían del mundo del gobierno al de las finanzas: Westminster y el centro económico de la ciudad, respectivamente. Empleados de bancos y abogados, periodistas, escritorzuelos, sastres, tenderos respetables; incluso un diácono que iba a toda prisa hacia St. Paul se paró en seco al verla y, como el resto de las personas, se sintió irresistiblemente atraído por ella.
Si la señorita _____ Hamilton era consciente de que había una cualidad indescifrable en su persona que hacía que el tráfico masculino se detuviera, no mostraba la menor señal de ello; era toda seriedad y eficiencia contando el cambio con sus dedos enrojecidos por el frío que asomaban por unos guantes raídos, decidida a afrontar su caída con la elegancia resignada de una auténtica dama.
Meses antes había estado en la Academia para Jóvenes Damas de La señora Hall preparando a muchachas de risa tonta para su presentación en sociedad; ahora estaba allí, casi al límite de la respetabilidad, aferrándose con tenacidad únicamente por la fuerza de su orgullo.
Un mechón rubio como el trigo cayó sobre su mejilla sonrosada cuando alzó la vista hacia su cliente y le dio el cambio con una lozana sonrisa, cansina pero alegre.
–¡Naranjas! ¿Quién es el siguiente, por favor?
Uno de sus clientes habituales dio un paso adelante; se trataba de un abogado corpulento de uno de los bufetes cercanos. Su ropa negra ondeaba al viento, y le dedicó una sonrisa con desazón mientras se sujetaba la peluca de abogado en su enorme cabeza para evitar que saliera volando. Le lanzó una mirada de arriba abajo.
_____ apartó la vista y seleccionó una naranja grande y reluciente para él. Le sacó brillo con el extremo de su delantal y, reprimiendo su tremendo orgullo mediante un esfuerzo de voluntad, extendió la mano con expectación.
–Un penique, señor –dijo suspirando.
El abogado vaciló y le entregó algo que no era una moneda, sino un billete que estuvo a punto de salir volando. ____ frunció el ceño y lo miró de cerca. ¡Veinte libras! Contuvo un grito ahogado de asombro y apretó el billete contra la palma sudada de su mano, asqueada, a pesar de que aquella cantidad equivalía prácticamente a la suma que ganaría con tres meses de trabajo.
–No, señor. No.
–¿No? –repitió él, con un brillo en sus ojos pequeños–. Simplemente piénselo, querida.
–Señor, me ofende –respondió, dedicándole un gesto glacial como si fuera una baronesa en un salón y no una chica desesperada y prácticamente sin un penique, sola en las calles de la gran ciudad.
–Doblaré la cantidad –susurró el hombre, acercándose.
Ella alzó la barbilla.
–No estoy en venta.
El hombre mofletudo se puso rojo como un tomate ante aquella mirada imponente y desdeñosa. Se marchó corriendo lleno de vergüenza, con la peluca colocada de lado. Bel se estremeció ligera¬mente, se rascó la frente para recuperar la compostura y se dio la vuelta para atender a toda prisa a los otros clientes. No había tarda¬do mucho en darse cuenta de que no todos deseaban comprar naranjas, un hecho que se permitió pasar cortésmente por alto.
Cuando se hubo marchado el último cliente, se inclinó sobre la gran cesta ovalada y comenzó a colocar las naranjas en filas ordenadas.
–Eh, jovencita –gritó uno de los vendedores ambulantes de rostro adusto que había al otro lado de la calle–. No vamos a dejar que sigas en nuestra esquina, muñeca. Tenemos bocas que alimentar. Nos estás dejando sin clientes.
–¿Por qué no te vas a ganar dinero de verdad? –chilló su compañero–. ¿Por qué vender naranjas cuando podrías sacar más con tus bonitos melocotones?
Los dos se rieron a carcajadas de su gracia como si fueran hunos borrachos.
–¡Callaos, cretinos! –replicó ella en un tono pendenciero que habría escandalizado a sus alumnas en la academia de la señora Hall. Sin embargo, en realidad la grosería era lo único que entendían aquellas criaturas soeces y vulgares. Aquellas gentes interpretaban las buenas formas como una señal de debilidad o cobardía... y en sus circunstancias era imprescindible no mostrar miedo.
–Este no es tu sitio, doña Finolis. Tarde o temprano te convertirás en la querida de algún rico.
–¡Soy la hija de un auténtico caballero!
–Es exactamente lo que pareces con esos harapos.
Los dos hombres se rieron a carcajadas, y ella lanzó una mirada alrededor con una vergüenza digna de una dama, justo a tiempo para ver cómo el pequeño Tommy, el barrendero, casi era atropellado por un carruaje de alquiler. Su hermano Andrew lo agarró del pescuezo y tiró de él con fuerza justo a tiempo. ____ soltó un jadeo al ver que se salvaba de milagro, y contuvo la irritación.
–¡Andy! ¡Tommy! –los llamó.
–¡Hola, señorita _____! –respondieron los dos niños traviesos y desnutridos, saludándola con la mano.
Ella les hizo señas para que se acercaran. Estuvieron a punto de meterse entre las ruedas de una carreta pesada, y cuando llegaron al otro lado de la calle y se pusieron a salvo, ella los reprendió por ser tan poco cuidadosos y luego les dio a cada uno un par de peniques y una naranja. Con semblante preocupado, vio cómo los dos muchachos regresaban al trabajo, Tommy, pelando su naranja, y Andrew, empleando todo su encanto jovial con el fin de convencer a un caballero con sombrero de copa de que lo dejara barrer el cruce antes de pasar.
Ella creía que su propia suerte era funesta hasta que descubrió a aquellos muchachos. Para ella fueron una inspiración, con sus corazones alegres y su espíritu despreocupado a pesar de las condiciones infernales que soportaban. Las calles estaban plagadas de niños como ellos, sin hogar, descalzos, medio desnudos y hambrientos. No se dio cuenta de la auténtica y terrible dimensión del problema hasta una noche gélida de enero en que Londres quedó cubierto por la mayor tempestad de nieve que se recordaba. Mientras los ricos celebraban un festival invernal en el Támesis helado, ella fue a bus¬car a Andrew y Tommy con la intención de llevarlos a la habitación del destartalado bloque de pisos en el que se alojaba, para que por lo menos pudieran estar bajo techo. Buscó por todas partes y finalmente una muchacha arisca le indicó un edificio oscuro que parecía un almacén vacío. Una vez dentro, alzó su farol y contempló una masa temblorosa de niños hacinados. Debía de haber unos setenta.
Cuando dio con Andrew, este le explicó que se trataba de una madriguera. El muchacho no tuvo que decirle lo que su mente adulta comprendió al instante: allí los niños aprendían a ser ladrones, y las niñas, prostitutas. Aquel era el momento más espantoso y terrible que había vivido en sus veintitrés años. Durante su etapa como dama refinada en el condado de Oxford no había imaginado en ningún momento una pesadilla semejante.
Lo peor de todo era lo poco que ella podía hacer para ayudar. No tenía la arrogancia suficiente para decirles que no robasen cuando estaban hambrientos. El mayor crimen, sin embargo, lo cometía el despiadado código penal, que enviaba a la horca a cualquier niño mayor de siete años por haber robado cinco miserables chelines. Todo lo que ella podía hacer, además de echar una mano a las sociedades de beneficencia, era brindar su cariño a aquellos desgraciados, cuidar de ellos lo mejor que pudiera y darles la lata para que fueran a la iglesia.
Vio cómo a Tommy se le caía un gajo de naranja en el suelo y rápidamente lo recogía, lo limpiaba con sus mugrientos dedos y se lo metía en la boca. Ella soltó un suspiro y se volvió justo en el momento en que un faetón lujoso que le resultaba demasiado familiar doblaba la esquina y se acercaba a ella.
Su rostro palideció. Se le hizo un nudo en el estómago vacío. Se inclinó rápidamente y levantó la cesta entre sus brazos mientras el estruendo de los caballos se hacía cada vez más fuerte.
«Dios mío, no dejes que me vea, por favor.»
Mientras se marchaba a toda prisa acarreando su cesta, el brillante faetón redujo la velocidad y se detuvo a la altura de ella con un tintineo de riendas. Ella apretó los dientes, consciente de que a su atormentador le daría una enorme satisfacción ver que se iba corriendo. Era mejor quedarse y mantenerse firme, por muy desagradable que resultara la larga batalla que libraban. Se dio la vuelta lentamente preparándose para el combate, mientras sir Frankie Breckinridge, vestido de forma extravagante, saltaba de su carroza con su imprescindible puro colgando a un lado de la boca.
Dejando el faetón en manos de su mozo de cuadra, que tenía un ojo morado, se acercó con aire fanfarrón a ella. Era un hombre alto, bronceado y musculoso, con el pelo rubio cortado al rape. Al son¬reír, el puro se balanceó entre sus dientes, blancos y lobunos, era la viva imagen de lo que había descrito a las chicas de la academia de señora Hall como «un hombre repugnante».
–No te acerques a mí con eso –le advirtió ella.
–Sí, señora –respondió el hombre; ese día le divertía la idea de obedecerla.
Tiró cuidadosamente el puro al suelo y lo pisó con una de sus caras botas de color champán brillante, y a continuación se dedicó a seguirla... como había estado haciendo durante los últimos ocho meses. Sir Frankie estaba obsesionado con ella de forma absoluta y destructiva desde principios del otoño del año anterior. Ella no tenía ni idea del porqué. Tal vez era propio de él fijarse en un objeto hasta que conseguía atraparlo o destruirlo. Únicamente estaba segura de una cosa, todo lo que le había ocurrido era culpa de aquel hombre.
Se desvió con una expresión indiferente y siguió caminando, cargando con la cesta de naranjas. Podía oler su presencia detrás de ella. Siempre llevaba demasiada colonia.
–¿Vas a alguna parte, querida?
_____ se limitó a lanzarle una mirada desdeñosa y avanzó en dirección a los transeúntes.
–¡Naranjas!
La brillante sonrisa del hombre se ensanchó y reveló sus dientes mellados, producto de una de sus innumerables peleas, al igual que su nariz ladeada.
Frankie estaba orgulloso de sus heridas de guerra. Carente del menor sentido del decoro, acostumbraba quitarse la ropa a la menor provocación para impresionar con sus ilustres cicatrices a todo aquel con el que se topaba. Estaba especialmente orgulloso de una que atravesaba sesgadamente su musculoso pecho y que le había causado un oso al golpearlo durante una partida de caza en los Alpes. ____ había visto la cicatriz. Él se la había enseñado la noche en que se conocieron, lo cual a ella le había producido pasmo y bochorno, pues ambos se encontraban en un baile. Ella tan solo deseó que el oso hubiera sido más atrevido.
Frankie se frotó las manos y fingió un escalofrío.
–Hoy hace fresco. Apuesto a que tienes hambre.
–¡Naranjas! ¡Naranjas dulces y frescas de la soleada Italia!
–Es tu última oportunidad para venir a Brighton conmigo. Me marcho mañana. No habrá ninguna otra mujer presente, si es lo que te preocupa. –Permaneció a la espera, pero ella siguió sin hacerle caso–. La querida del regente va a dar una fiesta en la casa de la costa. Mis amigos y yo estamos invitados...
–¡Naranjas! ¡A un penique la pieza!
Frankie gruñó, irritado.
–¿Es que no significa nada para ti que te haya escogido entre todas las mujeres del mundo?
–Si vas a venir a molestarme todos los días, por lo menos podrías comprarme una naranja.
–Un penique, ¿verdad? Lo siento, no tengo suelto –dijo él con una risita–. Las naranjas me producen urticaria. Y, además, ¿por qué debería ayudarte? Eres muy mala, siempre estás huyendo de mí. ¿Cuánto tiempo más vas a estar dándome largas?
–Hasta que dé resultado –murmuró ella, mientras cargaba con la cesta por la calle.
Frankie avanzó tras ella y se rió con gusto. Su mozo de cuadra condujo el faetón hasta su altura, siguiéndolos por la calle a una distancia respetuosa.
______ apartó la vista desesperada, ansiosa por vislumbrar un uniforme escarlata entre la multitud y ver a su querido y voluntarioso Mick Braden acercarse a ella de vuelta de la guerra. Ahora era el capitán Mick Braden, pues había demostrado su valor en los campos de Francia. _____ pensó con una oleada de orgullo en el joven y engreído oficial de su pueblecito natal de Kelmscot, el hombre con el que más o menos había planeado casarse desde que cumplió los dieseis años.
–_____, cariño, eres una presa muy digna, pero ya es hora de poner fin al juego. Has demostrado que eres tan ingeniosa como testaruda, y tan inteligente como hermosa. Has hecho frente a cada uno mis movimientos con una energía admirable. Te aplaudo. Y ahora ¬por el amor de Dios, déjate de tonterías y ven conmigo a casa. Te estás ultrajando.
–Es un trabajo honrado –replicó ella, apretando los dientes–. ¡Naranjas!
–¿Acaso dudas de mi cariño?
–¿Cariño? –Bel se volvió hacia él y dejó la cesta en el suelo con tanta brusquedad que las naranjas salieron rodando–. Mira lo nos has hecho a mí y a mi padre. ¡Cuando uno se interesa por alguien no le arruina la vida!
–¡Te aparté de aquella vida para darte una mejor! Voy a convertirte en condesa, muchachita desagradecida.
–No quiero ser condesa, Frankie. Solo quiero que me dejes paz.
–Oh, estoy harto de ti y de tus aires –dijo él con desprecio, agarrándola de un brazo–. Eres mía. Solo es cuestión de tiempo.
–.Suéltame ahora mismo.
Frankie le apretó con fuerza el brazo.
–Esta vez nada va a evitar que te recupere, _____. ¿No te das cuenta? Mis actos demuestran mi amor por ti.
–Tus actos demuestran que eres egoísta hasta extremos inimaginables.
El hombre entrecerró los ojos, furioso.
–Sé buena...
–¿Buena? –gritó ella cuando Frankie le soltó el brazo, y se echó atrás de un tirón–. Hiciste que encerraran a mi padre en la cárcel y que me despidieran de la academia. ¡Perdimos nuestra casa!
–Y ahora puedes recuperarlo todo... ¡solo con hacer así! –Chasqueó sus dedos, enfundados en unos guantes de piel, mirándola lascivamente–. Ríndete. Di que vas a ser mi esposa. Esta vez no puedes ganar, ____. No es que mi proposición sea deshonesta, que digamos... ya no –añadió, ligeramente enfurruñado.
–Se supone que vas a casarte con la hija de lord Coldfell.
–¿Qué pinto yo con una mujer boba y sordomuda? Creo que me merezco algo mejor.
–Frankie, eso es muy poco considerado por tu parte. Ya sabes que estoy prometida al capitán Braden –dijo, modificando ligera¬mente la verdad, pues su larga relación no era realmente un compromiso formal.
–¡Braden! No menciones ese nombre. ¡No es nadie! Probable¬mente esté muerto.
–Está vivo. Vi su nombre en la lista del Times después de la batalla de Toulouse.
–¿Dónde está entonces, _____? ¿Dónde está tu héroe? ¿En París? ¿Celebrando el regreso del rey Luis con las putas francesas? Porque no le veo por aquí, si es que tanto te quiere.
–Va a venir –dijo ella, con más convicción de la que sentía.
–Perfecto, porque estoy deseando conocer a ese tipo y darle una buena paliza. No te casarás con él.
–Pues tampoco me casaré contigo. Te conozco demasiado bien. –Y, sujetando el asa de la cesta con un brazo, levantó la barbilla y si¬guió caminando.
–Eres una orgullosa –dijo él con un repentino y peligroso des¬precio que consiguió transformar en una sonrisa tensa y destemplada–. Muy bien, sigues negándote a ceder. Puede que hoy todavía te resistas. Pero pronto cederás.
–Nunca. Estás perdiendo el tiempo.
–La dulce, boba y hermosa señorita Hamilton. –Frankie recorrió su cuerpo con la mirada de forma posesiva–. Dices que me conoces. ¿No te das cuenta de que cuanto más huyas, más aumentará mi deseo al perseguirte?
_____ dio un paso atrás y agarró una naranja, con la vaga intención lanzársela para que se marchara.
Con un brillo especial en los ojos y una sonrisa afectada en los labios, Frankie sacó otro puro.
–Hasta la próxima semana, querida. Voy a pasar unas semanas en Brighton pero puedes descansar tranquila, volveré.
Encendió el puro, exhaló el humo en dirección a ella y se dio la vuelta para subirse a su faetón. Y soltando un rugido fustigó a sus medrosos caballos, que inmediatamente comenzaron a trotar al galope.
Sobresaltada por el restallido del cuero, _____ consiguió mantener la serenidad hasta que el elegante faetón se alejó. Los dos vendedores ¬ambulantes que había al otro lado de la calle se burlaron de ella a gritos, unas burlas de las que estaba empezando a cobrar una nueva y temerosa conciencia. Hizo caso omiso de ellos, tragó saliva y recorrió ¬la calle con la mirada, rezando para atisbar el elegante uniforme pero por el momento seguía sin haber rastro de su salvador. Cuando hubo vendido el resto de las naranjas llegó la hora de la diaria a su padre en la prisión de Fleet, donde había sido encarcelado desde Navidad por una pequeña deuda de poco más de mil libras. El trayecto hasta la gigantesca prisión de ladrillo rojo Faringdon Street era largo y frío, y a cada paso _____ gastaba un poco más las suelas agujereadas de sus botas de piel de cabritilla. Mientras caminaba soñaba con la casa de campo cálida, confortable y de color de rosa en la que había vivido en Kelmscot, un pintoresco pueblo situado junto al Támesis, a varios kilómetros de Oxford.
Su padre era un caballero erudito y, a decir verdad, un tanto excéntrico. Nada agradaba más a Alfred Hamilton que pasar el rato estudiando los antiguos manuscritos iluminados que constituían su verdadera pasión, o frecuentar la impresionante biblioteca Bodleian de la Universidad de Oxford. Ella y su padre llevaban una vida tranquila y plácida que se movía al majestuoso ritmo del río, pero un buen día apareció Frankie e intimidó a los acreedores de Hamilton para que lo procesaran por sus deudas impagadas. Él siempre se había despreocupado de esas cosas. Bel intentó ocuparse de los problemas financieros de la casa, pero, como un niño culpable, su padre le había ocultado lo seriamente comprometida que se hallaba la economía familiar por culpa de su incontrolable afán por hacerse con todos los manuscritos iluminados con los que topaba. De modo que al poco tiempo fue a parar a la prisión de Fleet.
Bel se trasladó precipitadamente a Londres para estar cerca de él, y encontró trabajo en la academia de la señora Hall con la esperanza de aliviar sus problemas, pero entonces Frankie se las ingenió para que la despidieran. Él quería que se quedara desvalida y privada de recursos, de modo que no le quedara más remedio que pedirle ayuda. ____ sacudió la cabeza para sí misma mientras caminaba. Aquello era algo que nunca haría.
Cuando la enorme entrada en forma de arco de la prisión de Fleet apareció entre los elevados muros de la cárcel, ______ se puso nerviosa y comenzó a ensayar mentalmente el ruego que iba a elevar al alcaide para que le concediese un crédito durante quince días, tras los cuales ella podría pagar enteramente los gastos de la habitación de su padre.
La duda la atormentaba mientras avanzaba penosamente hacia las inmensas puertas de la fachada. Siendo realista, sabía que las posibilidades de que sus ruegos conmovieran al enorme alcaide con la cara atravesada por una cicatriz eran limitadas. Ni siquiera el mismísimo Señor retorciéndose en la cruz habría conmovido al alcaide de la prisión de Fleet, un hombre que se había curtido supervisando prisiones en la colonia penitenciaria de Nuevo Gales del Sur, según ella había oído. Se decía que incluso se había ocupado de las cárceles de mujeres, de modo que Bel no esperaba un trato humanitario basado en su condición de dama de casta.
Los diferentes carceleros y guardias la conocían de sus visitas diarias. Uno de ellos la condujo a través del largo vestíbulo. Al acercarse al despacho del alcaide, _____ oyó su voz ronca y grave a través de la puerta abierta, mientras insultaba en tono vulgar a uno de sus subordinados, citando códigos y normas como un tirano mezquino.
See.Into.My.Mind♥
Re: Seductora Inocencia (Nick y ____.) TERMINADA
Tembló ante la sola idea de tener que solicitar gracia a un hombre así.
Cuando el guardia entró con ella en el despacho, los desvaídos ojos del alcaide, carentes de la menor emoción, parpadearon al verla. Estaba de pie detrás de su escritorio, un hombre grande, cuadrado y fornido, con la piel tan bronceada y curtida como una silla de montar. Una cicatriz blanquecina y rosada le surcaba una ceja y una mejilla y se deslizaba hasta la mandíbula. Llevaba un pesado aro con llaves colgando del cinturón, junto a la pistola y la porra. Le hizo una seña a _____ con la cabeza cuando entró, y ella pudo sentir cómo la seguía con la mirada.
Cuando el guardia la llevó a la celda de su padre se estremeció, aunque conocía bien el camino. Al llegar a la sólida puerta de madera, entregó al guardia la moneda obligatoria. El hombre se la metió en el bolsillo con una sonrisa zalamera y a continuación giró la llave y la dejó pasar.
Cuando entró encontró a su padre, Alfred Hamilton –soñador, violinista, estudioso de la Edad Media–, absorto, estudiando de los raros y preciosos manuscritos que habían caído en sus manos en la cárcel para deudores. Llevaba unas gafas redondas apoyadas en la nariz. Tenía el pelo blanco como la nieve, revuelto y encrespado, y los mechones asomaban bajo su querido faz en todas direcciones.
–Hola –dijo ella, divertida.
Al oír su saludo, él alzó la vista sorprendido y sobresaltado, y regresó al siglo actual. Una sonrisa asomó a su arrugado y sonrosado ¬rostro, como si no hubiera visto a su hija el mismísimo día anterior, y el anterior a este.
–¿Qué es esa luz que entra por la ventana? ¡Vaya, si es la bella Linda
–Oh, papá. –Se acercó a él dando grandes zancadas y lo abrazó. Él la llamaba «la bella Linda» desde que era una cría, era algo típico de él. Se sentó de nuevo en su taburete, mientras ella permanecía de pie junto a él y le daba golpecitos cariñosamente en el hombro.
–¿Cómo te han tratado hoy? ¿Has cenado ya?
– Si, estofado de cordero. Me temo que voy a volverme irlandés con tanto cordero –exclamó él, dándose palmadas en el muslo mientras se reía entre dientes–. Cómo me gustaría comer un buen bistec inglés. Ah, carne de vaca estofada y unos panecillos como los que solías hacer... ¡El paraíso!
–Bueno, si volviéndote irlandés se acabasen tus desgracias, yo estaría encantada. Pareces animado.
–Siempre lo estoy, querida, siempre, aunque aquí no todos pueden decir lo mismo. Esta tarde he salido al patio y he visto tantas caras largas que me he puesto a tocar el violín para entretener a todo el mundo con un poco de aire del norte. Al poco rato algunos incluso se han puesto a bailar. Confieso que he recibido una calurosa ovación.
–¡Bien hecho! –dijo ella riendo. Sabía que el viejo Albert había cautivado a la mayoría de los guardias y a todos los presos con su carácter alegre y dulce, su forma de tocar el violín y sus historias sobre la antigua caballería y sobre dragones, caballeros y doncellas, que ayudaban a pasar las horas de interminable hastío de quienes permanecían allí encerrados.
De momento ya había conseguido que los presos más fuertes y algunos de los guardias más amables cuidasen de él, pero la prisión de Fleet no era un club de caballeros, y su caballeroso padre nunca se había visto en un sitio semejante. Con la cabeza asediada por semejantes pensamientos, la risa de ____ disminuyó.
Él se colocó las gafas en la punta de la nariz y la miró con ojos de miope.
–Vamos, conozco esa mirada. No tienes que preocuparte por mí, pequeña damisela. Las nubes se apartarán, siempre lo hacen. Solo tienes que cuidar de ti y de tus jóvenes alumnas. La profesión de maestro es la más noble del mundo civilizado. Cuando tus bobas debutantes hayan aprendido las posturas correctas y la forma de caminar, acuérdate de decirles que a ninguna dama le ha pasado nada por coger el libro que sostienen en la cabeza y abrirlo para variar. Como yo te enseñé a ti.
–Sí, papá. –Apartó la vista.
Su padre era un optimista empedernido, pero sin duda no estaría tan alegre si ella no le hubiera escondido la verdad. Decidida a conseguir que no se preocupara, se había dedicado a mantener las apariencias y a poner buena cara. No le había dicho una palabra de su injusto despido de la academia de la señora Hall.
–No te olvides de la frase de Milton –añadió su padre–: «La mente es un ámbito propio, y puede hacer del infierno un cielo, y del cielo un infierno». Cuando tú miras estas cuatro paredes ves una celda, pero yo veo... el estudio de un hechicero –afirmó con una amplia sonrisa.
–Oh, papá, es que... no sé cómo voy a sacarte de aquí. Es mucho dinero. Eres mi padre y nunca te lo reprocharía, pero a veces desearía... que hubieras vendido los manuscritos en vez de donarlos a la biblioteca Bodleian.
Su padre frunció sus pobladas cejas y le lanzó una rara y severa mirada de desaprobación.
–¿Venderlos? Por el amor de Dios, hija. Piensa en lo que acabas de decir. Son obras de arte de un valor inestimable que rescaté las manos de comerciantes sin escrúpulos. ¿Se puede vender la belleza? ¿Se puede vender la verdad? Esos libros pertenecen a la humanidad.
–Pero para comprarlos gastaste el dinero reservado para el alquiler de la carroza y la comida, papá.
–Y soy yo quien va a pagar por sus principios, ¿no es así? En ese sentido me considero en buena compañía: san Pablo, Galileo... Bueno tienes todo lo que necesitas, ¿verdad? La academia te proporciona una habitación y comida, y allí tienes a otras chicas con las que hablar.
–Sí, sí, pero...
–Entonces no te preocupes por mi bienestar. En esta vida todos pagamos el precio de nuestras decisiones. No me da miedo lo que me depare el destino.
–Sí, papá –murmuró _____, agachando la cabeza. Se enojó al oír ingenuo sermón, pero no se le ocurrió decirle que vivía cómodamente en su estudio de hechicero gracias al constante trabajo y los sacrificios de ella. En lugar de ello, decidió poner fin a su visita. Sin duda el estaba ansioso por volver a su trabajo en aquel texto deteriorado. Lo besó obedientemente en la mejilla y le prometió que volvería al día siguiente. Él le dio una palmadita cariñosa en la cabeza y a continuación el guardia la dejó salir.
_____ recobró el ánimo mientras seguía al guardia por el hueco de la escalera. Era el momento de enfrentarse al alcaide de la prisión. La puerta trasera del largo vestíbulo estaba abierta. Vio cómo los presos salían del patio arrastrando los pies para regresar a sus celdas. Había empezado a llover de nuevo. Lanzó un suspiro de disgusto al pensar en sus botas agujereadas y en el largo camino de vuelta a casa.
Le dio un golpecito al guardia en el hombro.
–¿Puedo hablar un momento con el alcalde en privado, por favor?
–Claro, señorita. Estará encantado de reunirse con usted... en privado –dijo el guardia con una mirada maliciosa y cómplice.
____ lo miró con el ceño fruncido, pero un instante después se encontraba en el interior del despacho. El gigantesco alcaide se puso en pie cuando ella entró, pero no sonrió. El guardia cerró la puerta al salir.
–Gracias por recibirme –dijo nerviosa–. Soy la señorita Hamilton. Mi padre, Alfred Hamilton, está en la celda ciento doce B. ¿Le importa que me siente?
El alcaide asintió con la cabeza con aire marcial. ____ se sentó con cuidado en la silla situada al otro lado del escritorio y echó un vistazo alrededor de aquel despacho pequeño, oscuro y lúgubre. Había rifles colocados en las paredes, una caja de munición cerrada y un látigo para toros enrollado que colgaba de un clavo.
–¿Cuál es el problema? –preguntó él en tono brusco e impaciente, con un dejo australiano en su voz ronca. Aquel hombre la ponía nerviosa.
–Bueno, señor, verá... El caso es que... me temo que este mes no me alcanza para pagar el dinero de la habitación de mi padre. Lo... lo siento mucho, y le prometo que no volverá a pasar, pero si pudiera darme un plazo de quince días solo por esta vez, podría pagárselo todo...
Vaciló al ver que aquel rostro curtido se endurecía. A juzgar por su mirada escéptica, parecía que albergaba la ligera sospecha de que se había gastado el dinero en ginebra o en otra cosa igualmente deshonrosa.
–Esto no es una casa de préstamos, señorita.
–Lo entiendo, pero... seguro que se puede hacer algo. –Intentó dedicarle una sonrisa encantadora–. Tengo varios trabajos, pero unos amigos necesitaban zapatos para el invierno... –Su voz se apagó. La expresión del hombre le indicaba claramente que no quería oír sus excusas–. Estoy en una situación bastante desesperada, señor. Eso es todo.
–¿No tiene a ningún hombre que pueda ayudarla? ¿Hermanos? ¿Tíos? ¿Un marido?
–No, señor, no tengo a nadie.
El alcaide bajó la vista.
–Bueno, vamos a echar un vistazo. –Las llaves tintinearon ando se sentó en su escritorio y comenzó a hojear el libro mayor, a continuación señaló una columna–. Parece que es la primera vez que hay atrasos en su cuenta.
–Desde luego hago todo lo que puedo –asintió ella, al ver una débil chispa de esperanza.
–Hum. –El hombre le lanzó una mirada, y sus ojos fríos y vi¬ciosos emitieron un brillo que hizo que Bel retrocediera ligeramente. Vamos a ver. –Se acarició la cicatriz–. Teniendo en cuenta las circunstancias, estoy seguro de que podemos llegar a un acuerdo satisfactorio. Deje que lo piense. ¡Jones! –rugió bruscamente, llamando a su ayudante–. Trae mi coche para la señorita.
–¿Cómo? –dijo ella, con los ojos muy abiertos.
Él no la miró hasta que su ayudante hubo desaparecido.
–Me he fijado en que viene a pie todos los días, señorita Hamilton. Y ahora está lloviendo. Mi ayudante la llevará a casa.
–Se lo agradezco, señor. Es usted muy amable, pero no es necesario...
–Si que lo es. Que tenga un buen día.
Tras despedirse sumariamente de ella, el alcaide de la prisión de Fleet regresó a su trabajo.
–Que tenga un buen día –respondió ella de forma vacilante, poniéndose en pie. Y, frunciendo el ceño con inquietud, volvió a la parte delantera de la cárcel. No quería aceptar el paseo en coche. Era algo muy poco decoroso. Pero, por otra parte, tampoco quería ofender a aquel hombre, pues el destino de su padre estaba en sus manos. Se mordió el labio con indecisión bajo el arco de la entrada, mientras caía la lluvia, fría y deprimente. Fundamentalmente era una mujer práctica. ¿Qué pasaría si enfermaba al ir a casa caminando con aquel tiempo? No se podía permitir perder un día de trabajo. Otra cosa sería que aquel hombre fuera a ir con ella en el coche.
Un antiguo coche de alquiler destartalado tirado por un rocín con el lomo hundido se detuvo delante de ella. El cochero, que llevaba un sombrero de copa empapado, le indicó por señas que subiera. Después de dudar por un momento, _____ echó a correr por la acera y subió al carruaje.
Con total inocencia, le dijo al cochero del alcaide dónde vivía.
Cuando el duque Jonas estaba en la ciudad, se hospedaba en un suntuoso palacio urbano con vistas a Green Park. Tras un muro de ladrillo rematado con clavos de hierro forjado, se alzaba Jonas House en todo su esplendor paladino, distante e inexpugnable, deslumbrante, fría y nacarada en medio de la oscura y húmeda noche de abril.
Las largas sombras de las farolas esculpían la austera y elegante simetría de su perfecta fachada, mientras que los grandes perros de Terranova y los mastines de cuerpo recio pisaban con suavidad el suelo pulido, atentos a los intrusos, aunque en los alrededores de la enorme mansión reinaba el silencio. Tras la puerta principal, dentro de la opulenta entrada con arañas de luces y a través de los pasillos de mármol, una quietud vacía se extendía por todas partes. Los sirvientes, activos y silenciosos, limpiaban el comedor donde el amo había cenado solo, como siempre.
Ahora estaba sentado inmóvil ante el espléndido piano situado en una esquina de la oscura biblioteca. Poseía varios instrumentos, pues tenía algo de coleccionista y de experto musical. Tenía un Clementi en el salón de baile, un piano de cola Broadwood en el salón, un Walter junto con el querido y viejo clavicémbalo en la sala de música... pero aquel, su adorado Graf, el rey de los pianos, era su orgullo y su alegría. El hecho de mantener su mejor instrumento guardado bajo llave en una habitación a la que nadie podía entrar constituía un rasgo típico de su carácter obstinado y extraordinariamente reservado. Cualquier persona que hubiera pagado una suma semejante por un piano sin duda lo habría expuesto en uno de los salones públicos, pero la música era un asunto muy personal para Jonas, y, de todos modos, no había nadie que pudiese oír la poderosa voz del Graf.
Tocó las teclas tristemente con una mano y descubrió que aquello ya no le ofrecía ningún consuelo. Su música y sus nobles causas habían quedado olvidadas. Esa noche había una sesión en la Cámara de los Lores, pero no se sentía con el valor suficiente para acudir.
Repantigado en el banco, se quedó mirando fijamente las teclas blancas y negras. La tenue luz procedente del débil fuego de la chimenea parpadeaba en su rostro, pero no lograba acabar con el frío que lo invadía desde hacía tres semanas, cuando Danielle desapareció.
Apretando en su mano el relicario de plata que contenía su retrato en miniatura, alargó la mano para coger la copa de brandy, colocada en un posavasos sobre el mudo piano. Alzó la copa y examinó el matiz de la luz del fuego que brillaba a través del cristal. «El color de su pelo», pensó. Pero no, sus largos mechones eran de un rojo más intenso; no bermejos, sino de un cobrizo brillante.
Se preguntó quién o qué era él, y dónde estaba antes de que Danielle Coldfell entrara en su vida y la cambiara por completo. «Ah, sí –pensó con amargura–. Estaba buscando una mujer.»
Apartó de nuevo el brandy, recordando la primera vez que había posado sus ojos en la joven esposa de Coldfell. Desde luego no había reaccionado de la misma manera ante la hija de Coldfell, lo cual habría sido muchísimo más adecuado. «Esa es la mujer con la que debería haberme casado», se había dicho a sí mismo entonces.
Demasiado tarde.
Demasiado tarde para amarla. Demasiado tarde para salvarla.
Se puso en pie de repente y arrojó la copa con todas sus fuerzas al fuego. El cristal se rompió en pedazos y las llamas brotaron violentamente en la chimenea, avivadas por el alcohol.
Temblando de rabia al recordar lo que Coldfell le había dicho ese mismo día, se levantó y comenzó a andar de un lado a otro a lo largo de la habitación, aplastando la alfombra de Aubusson bajo sus botas. Se dirigió hacia la chimenea, se apoyó contra la repisa de alabastro, y se frotó la boca con el puño, pensativo.
En algún momento del pasado le habían presentado al fanfarrón grosero y vigoroso del sobrino de Coldfell, sir Frankie Breckinridge. Naturalmente, había oído hablar de la reputación de Frankie como cazador. El baronet era conocido por ser un tirador de primera. También era conocido por ser un hombre amigo de los placeres al que le gustaba vivir por encima de sus posibilidades, y por esa razón, Nicholas supuso que al tal Frankie deseaba enormemente pasar a ser el nuevo conde de Coldfell.
Nicholas no sabía ni se atrevía a preguntarse si el viejo Kevin sería capaz de engendrar a un hijo a su avanzada edad... Abraham, en la Biblia, lo había conseguido, ¿no era cierto? Lo único que sabía era que, si Coldfell hubiera dejado embarazada a Danielle, habría sido su hijo, y no Frankie, quien hubiera estado en la línea de sucesión para heredar el título de conde. De modo que gracias al libre acceso que tenía a las propiedades de su tío, Frankie contaba con muchas oportunidades de enfrentarse a Danielle a solas. Como el célebre cazador que era, sin duda poseía destreza en el arte de matar, y con la amenaza del posible embarazo de la condesa, tenía un motivo irrebatible para apartar a Danielle de su camino de fortuna y dignidad.
Nicholas se planteó la posibilidad de contratar a un ordenanza de Bow Street para que investigara el asunto, pero decidió que era un tema profundamente personal para confiarlo a un extraño.
Después de abandonar la tumba de Danielle esa tarde, y gracias a una breve parada en White's y a varias preguntas casuales, se había enterado de que el regente iba a dar otra fiesta en Brighton. Todos los derrochadores que iban tras el grupo de Carlton House seguirían al príncipe hasta allí, entre ellos Danielle y sus amigos.
Nicholas deseaba ardientemente ir en busca de Frankie de inmediato. Pero, como le había dicho Coldfell, no sabía si había sido él, solo tenía sospechas. Se pasó una mano por el cabello, abundante y oscuro.
Se iba a volver loco si no descubría la verdad, pero no podía desmandarse y arrojar graves acusaciones sin nada que las respaldara; acusaciones que implicaban a la mujer de otro hombre. Un comportamiento tan impulsivo por su parte daría lugar a todo un torbellino de rumores en la alta sociedad, y el escándalo, Dios no lo quisiera, era lo único que no estaba dispuesto a tolerar.
Tenía que pensar en todo momento en el prestigio de su familia, en su propia reputación y en la de su joven hermana. Jacinda haría su debut al cabo de un año aproximadamente, y él no quería que se viera mancillada por el más mínimo rastro de escándalo. Era una chica caprichosa y testaruda por naturaleza, y, como tutor suyo, él había albergado íntimamente el temor a que el famoso desenfreno de su madre corriese también por sus venas.
Por otra parte, también debía proteger sus aspiraciones políticas. El primer ministro, lord Liverpool, había puesto sus ojos en él para la próxima vacante del gabinete que surgiese. Mientras tanto, Nicholas seguía siendo diputado en la junta formada por una docena de comités parlamentarios, su reputación de hombre íntegro se traducía en poder e influencia para introducir sus proyectos de ley en las dos cámaras. Una pérdida de credibilidad podría perjudicar sus esfuerzos por lograr una reforma del código penal, entre otros proyectos. Tampoco podía cargar con la responsabilidad de manchar el recuerdo de Danielle con rumores maliciosos. Además, pensó, si realizaba acusaciones de forma prematura, Frankie podía escapársele de las manos y lo único que conseguiría sería quedar en ridículo.
Se quedó mirando fijamente la alfombra con los brazos cruza¬dos, absorto en sus pensamientos. La razón le dictaba que reconociera que cabía una pequeña posibilidad de que la muerte de Danielle hubiera sido el accidente que parecía. Como hombre de justicia, estaba obligado por sus principios a actuar con fría objetividad. No podía pasar cada minuto del día luchando por la justicia en el Parlamento, y luego, en un arrebato de furia, matar en un duelo a un hombre que quizá fuera inocente.
Tenía que conocer los hechos antes de poder entrar en acción, pero Frankie no iba a limitarse a admitir el asesinato. Hacía falta un subterfugio. Tendría que investigar a Frankie, tal vez incluso fingir que era amigo suyo hasta que encontrara el modo de ponerlo entre la espada y la pared. Todos los hombres tenían un punto débil. Él encontraría el de Frankie y lo utilizaría para acabar con él. Le sacaría la verdad de algún modo.
Paciencia.
Lo invadía una ira que clamaba justicia, pero la contuvo dando forma a su plan. La espera hasta el momento adecuado exigiría un enorme ejercicio de autocontrol por su parte, pero con más información podría actuar de forma más discreta... y letal.
Resuelto a seguir su camino, se dirigió a la puerta de la biblioteca dando grandes zancadas y envió al lacayo que permanecía apostado en el vestíbulo en busca de su ayuda de cámara.
Partiría hacia Brighton al amanecer.
La tenue luz de la vela de sebo parpadeó en la habitación cuando _____ terminó de remendar las camisas en cuya reparación trabajaba a des¬tajo.
Se levantó, estiró su dolorida espalda y fue a ponerse su capa gris de lana. Le había prometido a la lavandera que le entregaría las ca¬misas esa noche para que pudieran ser almidonadas, planchadas y devueltas a sus dueños por la mañana. Tras alisar las camisas zurcidas con el brazo, cerró la puerta de su habitación con llave y levantó la capucha con rayas rojas de su capa. Los pliegues ondulantes se agitaron detrás de ella cuando salió a las calles oscuras.
Aquella noche de abril sin luna era oscura como boca de lobo. La temperatura había bajado diez grados o más. Su respiración formaba un vaho que brillaba a la luz del solitario farol de la esquina, pero cuando echó una ojeada al cruce no vio al sereno. Aquellos tipos le parecían un engorro durante el día, siempre diciéndole que se marchara y fuera a vender naranjas a otra parte, pero le alegraba contar con su presencia por las noches.
Se ató la cinta de su capa alrededor del cuello y apretó el paso. Cuando se acercó a la ruidosa y sórdida taberna, cruzó al otro lado de la calle y caminó sin hacer ruido entre las sombras. Los hombres sobrios ya eran suficientemente indecentes.
Finalmente llegó sana y salva a la casa de la lavandera, con un suspiro de alivio, y le entregó a la mujer las camisas remendadas. La lavandera inspeccionó su trabajo asintiendo con satisfacción, le dio otras que debía arreglar para el día siguiente y luego le pagó. _____ se detuvo para esconder las monedas en la cartera de piel que llevaba en la cintura, bajo la capa. Y respirando profundamente, se subió la capucha, le dio las buenas noches a la lavandera haciendo un gesto con la cabeza, y se obligó a salir de nuevo a la fría oscuridad.
Solo se tardaba un cuarto de hora en llegar al cuchitril que llamaba hogar. La niebla pegajosa y amarillenta parecía haberse vuelto más espesa, y a su espalda se alzaban sonidos que sonaban como pisadas, hasta sus propios pasos sonaban de forma extraña al alejarse de las casas de ladrillos en las callejuelas estrechas y serpenteantes de aquel barrio de maleantes. Miró por encima del hombro y caminó más deprisa.
Un gato callejero con el pelaje a rayas se deslizó sigilosamente. Una carcajada estridente se escapó de una ventana iluminada encima de ella. Miró hacia arriba, dobló la esquina y, en una fracción de segundo, un hombre la agarró.
Su grito de terror se vio amortiguado por una mano áspera y callosa.
Inmediatamente comenzó a forcejear, lanzando golpes a ciegas contra el hombre que la agarraba férreamente mientras la arrastraba hacia un callejón lateral.
–Cállate. –El hombre la sacudió y la empujó con fuerza contra la pared.
Logró agarrarse a tiempo y evitó caer de cabeza. Miró al hombre aterrorizada, con los ojos como platos, y descubrió que era el alcaide de la prisión de Fleet, visiblemente borracho.
Sintió que una insoportable certeza descendía por la boca de su estómago y se quedó paralizada. El paseo en coche...
Él había planeado aquello.
–Hola, preciosa –balbució, empujándola con fuerza contra el muro del callejón como si fuera uno de sus presos rebeldes.
______ tragó saliva haciendo un esfuerzo por calmarse. Temblaba de forma incontrolable. Estaba aterrada y el pecho le palpitaba. Intentó retroceder deslizándose a lo largo del muro. Él la detuvo, apoyando su mano carnosa en los ladrillos para impedirle el paso. Con la otra mano le tocó el pelo y sonrió. Ella sollozó.
–Te dije que habíamos llegado a un acuerdo, ¿verdad? Todo va a salir bien, chica. Siempre que me des lo que quiero.
–No –replicó ____.
–Oh, claro que sí –dijo él con voz ronca. Acercó su boca apestosa a ella e intentó besarla.
Ella comenzó a chillar mientras apartaba la cara, pero el hombre consiguió reprimir el sonido tapándole otra vez la boca con la mano. ____ luchó contra la fuerza brutal de aquel individuo, como si de algún modo su mente se negara a aceptar lo que estaba ocurriendo. Entonces el hombre le rodeó el cuello con su mano, caliente y sucia, y se pegó a su cuerpo, respirando de forma entrecortada a la altura de la oreja de _____. Ella se debatía, completamente aterrada, y sus ojos se inundaron de lágrimas.
–Y ahora tranquilízate, pequeña, y quédate quieta –dijo en tono estridente, con una voz que parecía un hierro oxidado–. Ya sabías lo que te esperaba. –Le sujetó las manos por encima de la cabeza.
Ella nunca conseguiría recordar con claridad los detalles de los varios minutos que siguieron.
El mundo se oscureció y su ritmo se ralentizó, y ella tan solo podía oír los latidos de su corazón retumbando en sus oídos. Sollozó y alzó la vista para contemplar las estrellas, pequeños y fríos puntos de luz como cabezas de agujas. Solo el tintineo metálico del enorme llavero que él llevaba en la cintura logró atravesar el velo de su salvaje y oscura histeria, mientras la sostenía contra los ladrillos fríos y cortantes, le rompía el vestido, la agarraba y le hacía daño. Y luego, un dolor más intenso que el horror, un dolor que no había conocido antes, surgió ante sus ojos angustiados, cegador como un relámpago y afilado como un cuchillo en el vientre. El alcaide soltó un gruñido y se encorvó de repente contra ella, jadeando, aflojando la presión, ella se soltó con dificultad emitiendo un grito ahogado y echó a correr.
–¡Como se lo digas a alguien haré pedazos a tu padre! –gritó débilmente detrás de ella.
Cegada por las lágrimas, con la ropa rasgada y el cabello despeinado, se metió en una calle transitada iluminada por farolas. No se acordaba del tipo que la había encontrado y que al ver su estado desastrado e incoherente la había confundido con una buscona borracha, y que al parecer la había acompañado al asilo para prostitutas. No se acordaba de las mujeres que la habían ayudado allí. Solo recordaba haber estado casi tres días sentada en un catre contra una pared vacía, con las piernas flexionadas, pensando una y otra vez: “Es lo único para lo que sirvo ahora».
La vida que ella había conocido había terminado.
Ella –la mojigata y respetable señorita Hamilton– sabía mejor que nadie que había una línea clara que separaba la decencia de la deshonra.
Habían pasado siglos desde que había sido una refinada dama de buena familia de Kelmscot que charlaba con sus vecinos, daba clase en la escuela dominical a los niños campesinos después del servicio, y asistía al baile ocasional de la asamblea. Ahora era otro tipo de criatura, tan perdida y degradada como las prostitutas que acudían a aquel lugar en busca de comida y un refugio donde guarecerte del frío, y de tratamientos a base de mercurio para sus horribles enfermedades.
No tenía ningún lugar a donde ir. La idea de visitar a su padre estaba descartada. Ni siquiera podía denunciar a su atacante porque, como responsable de una importante prisión de Londres, sin duda el alcaide tendría amigos dentro del tribunal de Bow Street. Ni siquiera podía hacer algo para evitar que lo intentara otra vez.
Al tercer día una de las mujeres de la calle que se habían refugiado en aquel lugar intentó hablar con ella mientras permanecía acurrucada mirando la pared. _____ no recordaba gran parte de la conversación que tuvo lugar hasta el momento en que aquella ramera descarada y avejentada se inclinó hacia ella y le dijo en tono perspicaz:
–Si yo tuviera tu aspecto y tu aire de señorita fina, iría a casa de Harriette Wilson y me buscaría un protector rico. ¡Entonces sí que viviría por todo lo alto!
Al oír aquello, _____ alzo la vista con una mirada distinta.
Había escuchado antes aquel nombre pronunciado únicamente en susurros. La divina Harriette Wilson era la mujer mundana más famosa de Londres.
Ella y sus hermanas eran cortesanas por excelencia. Los sábados por la noche, después de la ópera, celebraban escandalosas fiestas en su casa que, según se decía, solo eran equiparables a las del club White's en los corazones de los varones más ricos y poderosos de Londres. Los rumores aseguraban que el regente, el poeta rebelde lord Byron, e incluso el gran Wellington podían ser vistos en compañía de esas mujeres impuras especialmente aficionadas a los diamantes.
Frankie se movía en esos círculos. Al pensar en la posibilidad de convertirse en la querida de su peor enemigo, una débil y fría sonrisa le iluminó la cara. Qué humillado se sentiría, como ella se sentía ahora, qué impotente y furioso se pondría si viera que ella prefería ser la fulana de otro hombre antes que su esposa. Porque aquello, al fin y al cabo, había ocurrido por culpa de Frankie.
Protector. Una palabra deliciosa.
Alguien que la ayudara, que despejara sus temores. Alguien que fuese amable con ella y no le hiciera daño. Aquella idea insensata y destructiva ardió como la fiebre en su cerebro. ¿Por qué no? Estaba perdida de forma irrevocable. Ni siquiera Mick Braden, dondequiera que estuviera, se casaría con ella en aquel vergonzoso estado.
Al pensar en su amor de la infancia la invadió una sensación de disgusto. Él le había fallado. Ahora podía admitirlo, probablemente estuviera allí en algún lugar de Londres, coqueteando con una fulana de una taberna, disfrutando sin prisas de su soltería antes de partir hacia Kelmscot, donde sin duda pensaba que ella seguiría esperándolo.
Qué estúpida era. De no haber sido por las ingenuas esperanzas que había depositado en él, se habría convertido en la esposa de otro hombre y nada de aquello tendría por qué haber ocurrido, pensó amargamente. Harriette Wilson podía enseñarle a arreglárselas por sí misma.
Su ardiente ira se volvía cada vez más poderosa, más acre, más peligrosa.
Tenía demasiado orgullo para arrojarse a los brazos de la impopular caridad de las cortesanas, pero podía dirigirse a ella como una mujer de negocios que se enfrenta a otra. Si le prometía a Harriette Wilson un porcentaje de las ganancias que obtuviera de su futuro protector, sin duda aquella mujer accedería a enseñarle las artes de una cortesana. ¿Qué más podía perder?
Momentos más tarde, _____ estaba recogiendo sus escasas posesiones, con las manos ligeramente temblorosas por lo impetuoso de su decisión. Sabía que no pensaba con claridad, pero su rabia era demasiado fría y profunda para preocuparse por ello. Dio las gracias a las buenas personas que habían cuidado de ella durante los últimos tres días y le preguntó a la despabilada mujerzuela dónde vivía Harriette Wilson.
Con la capa bien ceñida, partió en busca de su destino un día con sol y nubes jaspeadas. Le esperaba un largo paseo desde el centro de la ciudad hasta los alrededores limpios y lujosos de Marylebone, en el norte de Mayfair, donde se estaban construyendo carreteras y espléndidas urbanizaciones en el nuevo Regent's Park. La ira que se arremolinaba en su interior la mantenía caliente. No había comido desde hacía un par de días, pero el hambre física no era comparable al ansia aguda de venganza.
Protector. Una dulce palabra.
No tenía por qué ser atractivo. No tenía por qué ser joven, pensó mientras caminaba rápidamente dando grandes zancadas por las calles, sin mirar atrás, abrazándose con fuerza. No tenía por qué colmarla de delicadezas y joyas.
Únicamente tenía que ser amable y no hacerle la vida demasiado desagradable, y debía ayudarla a sacar a su padre de la cárcel y apoyarla cuando se enfrentara a aquella bestia abominable.
Si el destino le enviaba a esa persona, juró amargamente al cielo, ahora que era una mujer perdida compensaría a ese hombre generosamente.
Ahí está el primer capi (: espero que les guste *--*
Cuando el guardia entró con ella en el despacho, los desvaídos ojos del alcaide, carentes de la menor emoción, parpadearon al verla. Estaba de pie detrás de su escritorio, un hombre grande, cuadrado y fornido, con la piel tan bronceada y curtida como una silla de montar. Una cicatriz blanquecina y rosada le surcaba una ceja y una mejilla y se deslizaba hasta la mandíbula. Llevaba un pesado aro con llaves colgando del cinturón, junto a la pistola y la porra. Le hizo una seña a _____ con la cabeza cuando entró, y ella pudo sentir cómo la seguía con la mirada.
Cuando el guardia la llevó a la celda de su padre se estremeció, aunque conocía bien el camino. Al llegar a la sólida puerta de madera, entregó al guardia la moneda obligatoria. El hombre se la metió en el bolsillo con una sonrisa zalamera y a continuación giró la llave y la dejó pasar.
Cuando entró encontró a su padre, Alfred Hamilton –soñador, violinista, estudioso de la Edad Media–, absorto, estudiando de los raros y preciosos manuscritos que habían caído en sus manos en la cárcel para deudores. Llevaba unas gafas redondas apoyadas en la nariz. Tenía el pelo blanco como la nieve, revuelto y encrespado, y los mechones asomaban bajo su querido faz en todas direcciones.
–Hola –dijo ella, divertida.
Al oír su saludo, él alzó la vista sorprendido y sobresaltado, y regresó al siglo actual. Una sonrisa asomó a su arrugado y sonrosado ¬rostro, como si no hubiera visto a su hija el mismísimo día anterior, y el anterior a este.
–¿Qué es esa luz que entra por la ventana? ¡Vaya, si es la bella Linda
–Oh, papá. –Se acercó a él dando grandes zancadas y lo abrazó. Él la llamaba «la bella Linda» desde que era una cría, era algo típico de él. Se sentó de nuevo en su taburete, mientras ella permanecía de pie junto a él y le daba golpecitos cariñosamente en el hombro.
–¿Cómo te han tratado hoy? ¿Has cenado ya?
– Si, estofado de cordero. Me temo que voy a volverme irlandés con tanto cordero –exclamó él, dándose palmadas en el muslo mientras se reía entre dientes–. Cómo me gustaría comer un buen bistec inglés. Ah, carne de vaca estofada y unos panecillos como los que solías hacer... ¡El paraíso!
–Bueno, si volviéndote irlandés se acabasen tus desgracias, yo estaría encantada. Pareces animado.
–Siempre lo estoy, querida, siempre, aunque aquí no todos pueden decir lo mismo. Esta tarde he salido al patio y he visto tantas caras largas que me he puesto a tocar el violín para entretener a todo el mundo con un poco de aire del norte. Al poco rato algunos incluso se han puesto a bailar. Confieso que he recibido una calurosa ovación.
–¡Bien hecho! –dijo ella riendo. Sabía que el viejo Albert había cautivado a la mayoría de los guardias y a todos los presos con su carácter alegre y dulce, su forma de tocar el violín y sus historias sobre la antigua caballería y sobre dragones, caballeros y doncellas, que ayudaban a pasar las horas de interminable hastío de quienes permanecían allí encerrados.
De momento ya había conseguido que los presos más fuertes y algunos de los guardias más amables cuidasen de él, pero la prisión de Fleet no era un club de caballeros, y su caballeroso padre nunca se había visto en un sitio semejante. Con la cabeza asediada por semejantes pensamientos, la risa de ____ disminuyó.
Él se colocó las gafas en la punta de la nariz y la miró con ojos de miope.
–Vamos, conozco esa mirada. No tienes que preocuparte por mí, pequeña damisela. Las nubes se apartarán, siempre lo hacen. Solo tienes que cuidar de ti y de tus jóvenes alumnas. La profesión de maestro es la más noble del mundo civilizado. Cuando tus bobas debutantes hayan aprendido las posturas correctas y la forma de caminar, acuérdate de decirles que a ninguna dama le ha pasado nada por coger el libro que sostienen en la cabeza y abrirlo para variar. Como yo te enseñé a ti.
–Sí, papá. –Apartó la vista.
Su padre era un optimista empedernido, pero sin duda no estaría tan alegre si ella no le hubiera escondido la verdad. Decidida a conseguir que no se preocupara, se había dedicado a mantener las apariencias y a poner buena cara. No le había dicho una palabra de su injusto despido de la academia de la señora Hall.
–No te olvides de la frase de Milton –añadió su padre–: «La mente es un ámbito propio, y puede hacer del infierno un cielo, y del cielo un infierno». Cuando tú miras estas cuatro paredes ves una celda, pero yo veo... el estudio de un hechicero –afirmó con una amplia sonrisa.
–Oh, papá, es que... no sé cómo voy a sacarte de aquí. Es mucho dinero. Eres mi padre y nunca te lo reprocharía, pero a veces desearía... que hubieras vendido los manuscritos en vez de donarlos a la biblioteca Bodleian.
Su padre frunció sus pobladas cejas y le lanzó una rara y severa mirada de desaprobación.
–¿Venderlos? Por el amor de Dios, hija. Piensa en lo que acabas de decir. Son obras de arte de un valor inestimable que rescaté las manos de comerciantes sin escrúpulos. ¿Se puede vender la belleza? ¿Se puede vender la verdad? Esos libros pertenecen a la humanidad.
–Pero para comprarlos gastaste el dinero reservado para el alquiler de la carroza y la comida, papá.
–Y soy yo quien va a pagar por sus principios, ¿no es así? En ese sentido me considero en buena compañía: san Pablo, Galileo... Bueno tienes todo lo que necesitas, ¿verdad? La academia te proporciona una habitación y comida, y allí tienes a otras chicas con las que hablar.
–Sí, sí, pero...
–Entonces no te preocupes por mi bienestar. En esta vida todos pagamos el precio de nuestras decisiones. No me da miedo lo que me depare el destino.
–Sí, papá –murmuró _____, agachando la cabeza. Se enojó al oír ingenuo sermón, pero no se le ocurrió decirle que vivía cómodamente en su estudio de hechicero gracias al constante trabajo y los sacrificios de ella. En lugar de ello, decidió poner fin a su visita. Sin duda el estaba ansioso por volver a su trabajo en aquel texto deteriorado. Lo besó obedientemente en la mejilla y le prometió que volvería al día siguiente. Él le dio una palmadita cariñosa en la cabeza y a continuación el guardia la dejó salir.
_____ recobró el ánimo mientras seguía al guardia por el hueco de la escalera. Era el momento de enfrentarse al alcaide de la prisión. La puerta trasera del largo vestíbulo estaba abierta. Vio cómo los presos salían del patio arrastrando los pies para regresar a sus celdas. Había empezado a llover de nuevo. Lanzó un suspiro de disgusto al pensar en sus botas agujereadas y en el largo camino de vuelta a casa.
Le dio un golpecito al guardia en el hombro.
–¿Puedo hablar un momento con el alcalde en privado, por favor?
–Claro, señorita. Estará encantado de reunirse con usted... en privado –dijo el guardia con una mirada maliciosa y cómplice.
____ lo miró con el ceño fruncido, pero un instante después se encontraba en el interior del despacho. El gigantesco alcaide se puso en pie cuando ella entró, pero no sonrió. El guardia cerró la puerta al salir.
–Gracias por recibirme –dijo nerviosa–. Soy la señorita Hamilton. Mi padre, Alfred Hamilton, está en la celda ciento doce B. ¿Le importa que me siente?
El alcaide asintió con la cabeza con aire marcial. ____ se sentó con cuidado en la silla situada al otro lado del escritorio y echó un vistazo alrededor de aquel despacho pequeño, oscuro y lúgubre. Había rifles colocados en las paredes, una caja de munición cerrada y un látigo para toros enrollado que colgaba de un clavo.
–¿Cuál es el problema? –preguntó él en tono brusco e impaciente, con un dejo australiano en su voz ronca. Aquel hombre la ponía nerviosa.
–Bueno, señor, verá... El caso es que... me temo que este mes no me alcanza para pagar el dinero de la habitación de mi padre. Lo... lo siento mucho, y le prometo que no volverá a pasar, pero si pudiera darme un plazo de quince días solo por esta vez, podría pagárselo todo...
Vaciló al ver que aquel rostro curtido se endurecía. A juzgar por su mirada escéptica, parecía que albergaba la ligera sospecha de que se había gastado el dinero en ginebra o en otra cosa igualmente deshonrosa.
–Esto no es una casa de préstamos, señorita.
–Lo entiendo, pero... seguro que se puede hacer algo. –Intentó dedicarle una sonrisa encantadora–. Tengo varios trabajos, pero unos amigos necesitaban zapatos para el invierno... –Su voz se apagó. La expresión del hombre le indicaba claramente que no quería oír sus excusas–. Estoy en una situación bastante desesperada, señor. Eso es todo.
–¿No tiene a ningún hombre que pueda ayudarla? ¿Hermanos? ¿Tíos? ¿Un marido?
–No, señor, no tengo a nadie.
El alcaide bajó la vista.
–Bueno, vamos a echar un vistazo. –Las llaves tintinearon ando se sentó en su escritorio y comenzó a hojear el libro mayor, a continuación señaló una columna–. Parece que es la primera vez que hay atrasos en su cuenta.
–Desde luego hago todo lo que puedo –asintió ella, al ver una débil chispa de esperanza.
–Hum. –El hombre le lanzó una mirada, y sus ojos fríos y vi¬ciosos emitieron un brillo que hizo que Bel retrocediera ligeramente. Vamos a ver. –Se acarició la cicatriz–. Teniendo en cuenta las circunstancias, estoy seguro de que podemos llegar a un acuerdo satisfactorio. Deje que lo piense. ¡Jones! –rugió bruscamente, llamando a su ayudante–. Trae mi coche para la señorita.
–¿Cómo? –dijo ella, con los ojos muy abiertos.
Él no la miró hasta que su ayudante hubo desaparecido.
–Me he fijado en que viene a pie todos los días, señorita Hamilton. Y ahora está lloviendo. Mi ayudante la llevará a casa.
–Se lo agradezco, señor. Es usted muy amable, pero no es necesario...
–Si que lo es. Que tenga un buen día.
Tras despedirse sumariamente de ella, el alcaide de la prisión de Fleet regresó a su trabajo.
–Que tenga un buen día –respondió ella de forma vacilante, poniéndose en pie. Y, frunciendo el ceño con inquietud, volvió a la parte delantera de la cárcel. No quería aceptar el paseo en coche. Era algo muy poco decoroso. Pero, por otra parte, tampoco quería ofender a aquel hombre, pues el destino de su padre estaba en sus manos. Se mordió el labio con indecisión bajo el arco de la entrada, mientras caía la lluvia, fría y deprimente. Fundamentalmente era una mujer práctica. ¿Qué pasaría si enfermaba al ir a casa caminando con aquel tiempo? No se podía permitir perder un día de trabajo. Otra cosa sería que aquel hombre fuera a ir con ella en el coche.
Un antiguo coche de alquiler destartalado tirado por un rocín con el lomo hundido se detuvo delante de ella. El cochero, que llevaba un sombrero de copa empapado, le indicó por señas que subiera. Después de dudar por un momento, _____ echó a correr por la acera y subió al carruaje.
Con total inocencia, le dijo al cochero del alcaide dónde vivía.
Cuando el duque Jonas estaba en la ciudad, se hospedaba en un suntuoso palacio urbano con vistas a Green Park. Tras un muro de ladrillo rematado con clavos de hierro forjado, se alzaba Jonas House en todo su esplendor paladino, distante e inexpugnable, deslumbrante, fría y nacarada en medio de la oscura y húmeda noche de abril.
Las largas sombras de las farolas esculpían la austera y elegante simetría de su perfecta fachada, mientras que los grandes perros de Terranova y los mastines de cuerpo recio pisaban con suavidad el suelo pulido, atentos a los intrusos, aunque en los alrededores de la enorme mansión reinaba el silencio. Tras la puerta principal, dentro de la opulenta entrada con arañas de luces y a través de los pasillos de mármol, una quietud vacía se extendía por todas partes. Los sirvientes, activos y silenciosos, limpiaban el comedor donde el amo había cenado solo, como siempre.
Ahora estaba sentado inmóvil ante el espléndido piano situado en una esquina de la oscura biblioteca. Poseía varios instrumentos, pues tenía algo de coleccionista y de experto musical. Tenía un Clementi en el salón de baile, un piano de cola Broadwood en el salón, un Walter junto con el querido y viejo clavicémbalo en la sala de música... pero aquel, su adorado Graf, el rey de los pianos, era su orgullo y su alegría. El hecho de mantener su mejor instrumento guardado bajo llave en una habitación a la que nadie podía entrar constituía un rasgo típico de su carácter obstinado y extraordinariamente reservado. Cualquier persona que hubiera pagado una suma semejante por un piano sin duda lo habría expuesto en uno de los salones públicos, pero la música era un asunto muy personal para Jonas, y, de todos modos, no había nadie que pudiese oír la poderosa voz del Graf.
Tocó las teclas tristemente con una mano y descubrió que aquello ya no le ofrecía ningún consuelo. Su música y sus nobles causas habían quedado olvidadas. Esa noche había una sesión en la Cámara de los Lores, pero no se sentía con el valor suficiente para acudir.
Repantigado en el banco, se quedó mirando fijamente las teclas blancas y negras. La tenue luz procedente del débil fuego de la chimenea parpadeaba en su rostro, pero no lograba acabar con el frío que lo invadía desde hacía tres semanas, cuando Danielle desapareció.
Apretando en su mano el relicario de plata que contenía su retrato en miniatura, alargó la mano para coger la copa de brandy, colocada en un posavasos sobre el mudo piano. Alzó la copa y examinó el matiz de la luz del fuego que brillaba a través del cristal. «El color de su pelo», pensó. Pero no, sus largos mechones eran de un rojo más intenso; no bermejos, sino de un cobrizo brillante.
Se preguntó quién o qué era él, y dónde estaba antes de que Danielle Coldfell entrara en su vida y la cambiara por completo. «Ah, sí –pensó con amargura–. Estaba buscando una mujer.»
Apartó de nuevo el brandy, recordando la primera vez que había posado sus ojos en la joven esposa de Coldfell. Desde luego no había reaccionado de la misma manera ante la hija de Coldfell, lo cual habría sido muchísimo más adecuado. «Esa es la mujer con la que debería haberme casado», se había dicho a sí mismo entonces.
Demasiado tarde.
Demasiado tarde para amarla. Demasiado tarde para salvarla.
Se puso en pie de repente y arrojó la copa con todas sus fuerzas al fuego. El cristal se rompió en pedazos y las llamas brotaron violentamente en la chimenea, avivadas por el alcohol.
Temblando de rabia al recordar lo que Coldfell le había dicho ese mismo día, se levantó y comenzó a andar de un lado a otro a lo largo de la habitación, aplastando la alfombra de Aubusson bajo sus botas. Se dirigió hacia la chimenea, se apoyó contra la repisa de alabastro, y se frotó la boca con el puño, pensativo.
En algún momento del pasado le habían presentado al fanfarrón grosero y vigoroso del sobrino de Coldfell, sir Frankie Breckinridge. Naturalmente, había oído hablar de la reputación de Frankie como cazador. El baronet era conocido por ser un tirador de primera. También era conocido por ser un hombre amigo de los placeres al que le gustaba vivir por encima de sus posibilidades, y por esa razón, Nicholas supuso que al tal Frankie deseaba enormemente pasar a ser el nuevo conde de Coldfell.
Nicholas no sabía ni se atrevía a preguntarse si el viejo Kevin sería capaz de engendrar a un hijo a su avanzada edad... Abraham, en la Biblia, lo había conseguido, ¿no era cierto? Lo único que sabía era que, si Coldfell hubiera dejado embarazada a Danielle, habría sido su hijo, y no Frankie, quien hubiera estado en la línea de sucesión para heredar el título de conde. De modo que gracias al libre acceso que tenía a las propiedades de su tío, Frankie contaba con muchas oportunidades de enfrentarse a Danielle a solas. Como el célebre cazador que era, sin duda poseía destreza en el arte de matar, y con la amenaza del posible embarazo de la condesa, tenía un motivo irrebatible para apartar a Danielle de su camino de fortuna y dignidad.
Nicholas se planteó la posibilidad de contratar a un ordenanza de Bow Street para que investigara el asunto, pero decidió que era un tema profundamente personal para confiarlo a un extraño.
Después de abandonar la tumba de Danielle esa tarde, y gracias a una breve parada en White's y a varias preguntas casuales, se había enterado de que el regente iba a dar otra fiesta en Brighton. Todos los derrochadores que iban tras el grupo de Carlton House seguirían al príncipe hasta allí, entre ellos Danielle y sus amigos.
Nicholas deseaba ardientemente ir en busca de Frankie de inmediato. Pero, como le había dicho Coldfell, no sabía si había sido él, solo tenía sospechas. Se pasó una mano por el cabello, abundante y oscuro.
Se iba a volver loco si no descubría la verdad, pero no podía desmandarse y arrojar graves acusaciones sin nada que las respaldara; acusaciones que implicaban a la mujer de otro hombre. Un comportamiento tan impulsivo por su parte daría lugar a todo un torbellino de rumores en la alta sociedad, y el escándalo, Dios no lo quisiera, era lo único que no estaba dispuesto a tolerar.
Tenía que pensar en todo momento en el prestigio de su familia, en su propia reputación y en la de su joven hermana. Jacinda haría su debut al cabo de un año aproximadamente, y él no quería que se viera mancillada por el más mínimo rastro de escándalo. Era una chica caprichosa y testaruda por naturaleza, y, como tutor suyo, él había albergado íntimamente el temor a que el famoso desenfreno de su madre corriese también por sus venas.
Por otra parte, también debía proteger sus aspiraciones políticas. El primer ministro, lord Liverpool, había puesto sus ojos en él para la próxima vacante del gabinete que surgiese. Mientras tanto, Nicholas seguía siendo diputado en la junta formada por una docena de comités parlamentarios, su reputación de hombre íntegro se traducía en poder e influencia para introducir sus proyectos de ley en las dos cámaras. Una pérdida de credibilidad podría perjudicar sus esfuerzos por lograr una reforma del código penal, entre otros proyectos. Tampoco podía cargar con la responsabilidad de manchar el recuerdo de Danielle con rumores maliciosos. Además, pensó, si realizaba acusaciones de forma prematura, Frankie podía escapársele de las manos y lo único que conseguiría sería quedar en ridículo.
Se quedó mirando fijamente la alfombra con los brazos cruza¬dos, absorto en sus pensamientos. La razón le dictaba que reconociera que cabía una pequeña posibilidad de que la muerte de Danielle hubiera sido el accidente que parecía. Como hombre de justicia, estaba obligado por sus principios a actuar con fría objetividad. No podía pasar cada minuto del día luchando por la justicia en el Parlamento, y luego, en un arrebato de furia, matar en un duelo a un hombre que quizá fuera inocente.
Tenía que conocer los hechos antes de poder entrar en acción, pero Frankie no iba a limitarse a admitir el asesinato. Hacía falta un subterfugio. Tendría que investigar a Frankie, tal vez incluso fingir que era amigo suyo hasta que encontrara el modo de ponerlo entre la espada y la pared. Todos los hombres tenían un punto débil. Él encontraría el de Frankie y lo utilizaría para acabar con él. Le sacaría la verdad de algún modo.
Paciencia.
Lo invadía una ira que clamaba justicia, pero la contuvo dando forma a su plan. La espera hasta el momento adecuado exigiría un enorme ejercicio de autocontrol por su parte, pero con más información podría actuar de forma más discreta... y letal.
Resuelto a seguir su camino, se dirigió a la puerta de la biblioteca dando grandes zancadas y envió al lacayo que permanecía apostado en el vestíbulo en busca de su ayuda de cámara.
Partiría hacia Brighton al amanecer.
La tenue luz de la vela de sebo parpadeó en la habitación cuando _____ terminó de remendar las camisas en cuya reparación trabajaba a des¬tajo.
Se levantó, estiró su dolorida espalda y fue a ponerse su capa gris de lana. Le había prometido a la lavandera que le entregaría las ca¬misas esa noche para que pudieran ser almidonadas, planchadas y devueltas a sus dueños por la mañana. Tras alisar las camisas zurcidas con el brazo, cerró la puerta de su habitación con llave y levantó la capucha con rayas rojas de su capa. Los pliegues ondulantes se agitaron detrás de ella cuando salió a las calles oscuras.
Aquella noche de abril sin luna era oscura como boca de lobo. La temperatura había bajado diez grados o más. Su respiración formaba un vaho que brillaba a la luz del solitario farol de la esquina, pero cuando echó una ojeada al cruce no vio al sereno. Aquellos tipos le parecían un engorro durante el día, siempre diciéndole que se marchara y fuera a vender naranjas a otra parte, pero le alegraba contar con su presencia por las noches.
Se ató la cinta de su capa alrededor del cuello y apretó el paso. Cuando se acercó a la ruidosa y sórdida taberna, cruzó al otro lado de la calle y caminó sin hacer ruido entre las sombras. Los hombres sobrios ya eran suficientemente indecentes.
Finalmente llegó sana y salva a la casa de la lavandera, con un suspiro de alivio, y le entregó a la mujer las camisas remendadas. La lavandera inspeccionó su trabajo asintiendo con satisfacción, le dio otras que debía arreglar para el día siguiente y luego le pagó. _____ se detuvo para esconder las monedas en la cartera de piel que llevaba en la cintura, bajo la capa. Y respirando profundamente, se subió la capucha, le dio las buenas noches a la lavandera haciendo un gesto con la cabeza, y se obligó a salir de nuevo a la fría oscuridad.
Solo se tardaba un cuarto de hora en llegar al cuchitril que llamaba hogar. La niebla pegajosa y amarillenta parecía haberse vuelto más espesa, y a su espalda se alzaban sonidos que sonaban como pisadas, hasta sus propios pasos sonaban de forma extraña al alejarse de las casas de ladrillos en las callejuelas estrechas y serpenteantes de aquel barrio de maleantes. Miró por encima del hombro y caminó más deprisa.
Un gato callejero con el pelaje a rayas se deslizó sigilosamente. Una carcajada estridente se escapó de una ventana iluminada encima de ella. Miró hacia arriba, dobló la esquina y, en una fracción de segundo, un hombre la agarró.
Su grito de terror se vio amortiguado por una mano áspera y callosa.
Inmediatamente comenzó a forcejear, lanzando golpes a ciegas contra el hombre que la agarraba férreamente mientras la arrastraba hacia un callejón lateral.
–Cállate. –El hombre la sacudió y la empujó con fuerza contra la pared.
Logró agarrarse a tiempo y evitó caer de cabeza. Miró al hombre aterrorizada, con los ojos como platos, y descubrió que era el alcaide de la prisión de Fleet, visiblemente borracho.
Sintió que una insoportable certeza descendía por la boca de su estómago y se quedó paralizada. El paseo en coche...
Él había planeado aquello.
–Hola, preciosa –balbució, empujándola con fuerza contra el muro del callejón como si fuera uno de sus presos rebeldes.
______ tragó saliva haciendo un esfuerzo por calmarse. Temblaba de forma incontrolable. Estaba aterrada y el pecho le palpitaba. Intentó retroceder deslizándose a lo largo del muro. Él la detuvo, apoyando su mano carnosa en los ladrillos para impedirle el paso. Con la otra mano le tocó el pelo y sonrió. Ella sollozó.
–Te dije que habíamos llegado a un acuerdo, ¿verdad? Todo va a salir bien, chica. Siempre que me des lo que quiero.
–No –replicó ____.
–Oh, claro que sí –dijo él con voz ronca. Acercó su boca apestosa a ella e intentó besarla.
Ella comenzó a chillar mientras apartaba la cara, pero el hombre consiguió reprimir el sonido tapándole otra vez la boca con la mano. ____ luchó contra la fuerza brutal de aquel individuo, como si de algún modo su mente se negara a aceptar lo que estaba ocurriendo. Entonces el hombre le rodeó el cuello con su mano, caliente y sucia, y se pegó a su cuerpo, respirando de forma entrecortada a la altura de la oreja de _____. Ella se debatía, completamente aterrada, y sus ojos se inundaron de lágrimas.
–Y ahora tranquilízate, pequeña, y quédate quieta –dijo en tono estridente, con una voz que parecía un hierro oxidado–. Ya sabías lo que te esperaba. –Le sujetó las manos por encima de la cabeza.
Ella nunca conseguiría recordar con claridad los detalles de los varios minutos que siguieron.
El mundo se oscureció y su ritmo se ralentizó, y ella tan solo podía oír los latidos de su corazón retumbando en sus oídos. Sollozó y alzó la vista para contemplar las estrellas, pequeños y fríos puntos de luz como cabezas de agujas. Solo el tintineo metálico del enorme llavero que él llevaba en la cintura logró atravesar el velo de su salvaje y oscura histeria, mientras la sostenía contra los ladrillos fríos y cortantes, le rompía el vestido, la agarraba y le hacía daño. Y luego, un dolor más intenso que el horror, un dolor que no había conocido antes, surgió ante sus ojos angustiados, cegador como un relámpago y afilado como un cuchillo en el vientre. El alcaide soltó un gruñido y se encorvó de repente contra ella, jadeando, aflojando la presión, ella se soltó con dificultad emitiendo un grito ahogado y echó a correr.
–¡Como se lo digas a alguien haré pedazos a tu padre! –gritó débilmente detrás de ella.
Cegada por las lágrimas, con la ropa rasgada y el cabello despeinado, se metió en una calle transitada iluminada por farolas. No se acordaba del tipo que la había encontrado y que al ver su estado desastrado e incoherente la había confundido con una buscona borracha, y que al parecer la había acompañado al asilo para prostitutas. No se acordaba de las mujeres que la habían ayudado allí. Solo recordaba haber estado casi tres días sentada en un catre contra una pared vacía, con las piernas flexionadas, pensando una y otra vez: “Es lo único para lo que sirvo ahora».
La vida que ella había conocido había terminado.
Ella –la mojigata y respetable señorita Hamilton– sabía mejor que nadie que había una línea clara que separaba la decencia de la deshonra.
Habían pasado siglos desde que había sido una refinada dama de buena familia de Kelmscot que charlaba con sus vecinos, daba clase en la escuela dominical a los niños campesinos después del servicio, y asistía al baile ocasional de la asamblea. Ahora era otro tipo de criatura, tan perdida y degradada como las prostitutas que acudían a aquel lugar en busca de comida y un refugio donde guarecerte del frío, y de tratamientos a base de mercurio para sus horribles enfermedades.
No tenía ningún lugar a donde ir. La idea de visitar a su padre estaba descartada. Ni siquiera podía denunciar a su atacante porque, como responsable de una importante prisión de Londres, sin duda el alcaide tendría amigos dentro del tribunal de Bow Street. Ni siquiera podía hacer algo para evitar que lo intentara otra vez.
Al tercer día una de las mujeres de la calle que se habían refugiado en aquel lugar intentó hablar con ella mientras permanecía acurrucada mirando la pared. _____ no recordaba gran parte de la conversación que tuvo lugar hasta el momento en que aquella ramera descarada y avejentada se inclinó hacia ella y le dijo en tono perspicaz:
–Si yo tuviera tu aspecto y tu aire de señorita fina, iría a casa de Harriette Wilson y me buscaría un protector rico. ¡Entonces sí que viviría por todo lo alto!
Al oír aquello, _____ alzo la vista con una mirada distinta.
Había escuchado antes aquel nombre pronunciado únicamente en susurros. La divina Harriette Wilson era la mujer mundana más famosa de Londres.
Ella y sus hermanas eran cortesanas por excelencia. Los sábados por la noche, después de la ópera, celebraban escandalosas fiestas en su casa que, según se decía, solo eran equiparables a las del club White's en los corazones de los varones más ricos y poderosos de Londres. Los rumores aseguraban que el regente, el poeta rebelde lord Byron, e incluso el gran Wellington podían ser vistos en compañía de esas mujeres impuras especialmente aficionadas a los diamantes.
Frankie se movía en esos círculos. Al pensar en la posibilidad de convertirse en la querida de su peor enemigo, una débil y fría sonrisa le iluminó la cara. Qué humillado se sentiría, como ella se sentía ahora, qué impotente y furioso se pondría si viera que ella prefería ser la fulana de otro hombre antes que su esposa. Porque aquello, al fin y al cabo, había ocurrido por culpa de Frankie.
Protector. Una palabra deliciosa.
Alguien que la ayudara, que despejara sus temores. Alguien que fuese amable con ella y no le hiciera daño. Aquella idea insensata y destructiva ardió como la fiebre en su cerebro. ¿Por qué no? Estaba perdida de forma irrevocable. Ni siquiera Mick Braden, dondequiera que estuviera, se casaría con ella en aquel vergonzoso estado.
Al pensar en su amor de la infancia la invadió una sensación de disgusto. Él le había fallado. Ahora podía admitirlo, probablemente estuviera allí en algún lugar de Londres, coqueteando con una fulana de una taberna, disfrutando sin prisas de su soltería antes de partir hacia Kelmscot, donde sin duda pensaba que ella seguiría esperándolo.
Qué estúpida era. De no haber sido por las ingenuas esperanzas que había depositado en él, se habría convertido en la esposa de otro hombre y nada de aquello tendría por qué haber ocurrido, pensó amargamente. Harriette Wilson podía enseñarle a arreglárselas por sí misma.
Su ardiente ira se volvía cada vez más poderosa, más acre, más peligrosa.
Tenía demasiado orgullo para arrojarse a los brazos de la impopular caridad de las cortesanas, pero podía dirigirse a ella como una mujer de negocios que se enfrenta a otra. Si le prometía a Harriette Wilson un porcentaje de las ganancias que obtuviera de su futuro protector, sin duda aquella mujer accedería a enseñarle las artes de una cortesana. ¿Qué más podía perder?
Momentos más tarde, _____ estaba recogiendo sus escasas posesiones, con las manos ligeramente temblorosas por lo impetuoso de su decisión. Sabía que no pensaba con claridad, pero su rabia era demasiado fría y profunda para preocuparse por ello. Dio las gracias a las buenas personas que habían cuidado de ella durante los últimos tres días y le preguntó a la despabilada mujerzuela dónde vivía Harriette Wilson.
Con la capa bien ceñida, partió en busca de su destino un día con sol y nubes jaspeadas. Le esperaba un largo paseo desde el centro de la ciudad hasta los alrededores limpios y lujosos de Marylebone, en el norte de Mayfair, donde se estaban construyendo carreteras y espléndidas urbanizaciones en el nuevo Regent's Park. La ira que se arremolinaba en su interior la mantenía caliente. No había comido desde hacía un par de días, pero el hambre física no era comparable al ansia aguda de venganza.
Protector. Una dulce palabra.
No tenía por qué ser atractivo. No tenía por qué ser joven, pensó mientras caminaba rápidamente dando grandes zancadas por las calles, sin mirar atrás, abrazándose con fuerza. No tenía por qué colmarla de delicadezas y joyas.
Únicamente tenía que ser amable y no hacerle la vida demasiado desagradable, y debía ayudarla a sacar a su padre de la cárcel y apoyarla cuando se enfrentara a aquella bestia abominable.
Si el destino le enviaba a esa persona, juró amargamente al cielo, ahora que era una mujer perdida compensaría a ese hombre generosamente.
Ahí está el primer capi (: espero que les guste *--*
See.Into.My.Mind♥
Re: Seductora Inocencia (Nick y ____.) TERMINADA
Primera gran fiel lectora
me encanta tienes q seguirla por favor
adoro este tipo de nove
espero con ansias el proximo capitulo :)
me encanta tienes q seguirla por favor
adoro este tipo de nove
espero con ansias el proximo capitulo :)
ElitzJb
Re: Seductora Inocencia (Nick y ____.) TERMINADA
new reder siguela pronto plis me ecnata pobre ralllis
lovely last
Re: Seductora Inocencia (Nick y ____.) TERMINADA
hola! Nueva lectora
Meencanta la nove!!
Siguela porfavor
Meencanta la nove!!
Siguela porfavor
aranzhitha
Re: Seductora Inocencia (Nick y ____.) TERMINADA
ElitzJb escribió:Primera gran fiel lectora
me encanta tienes q seguirla por favor
adoro este tipo de nove
espero con ansias el proximo capitulo :)
aaw mi primera lectora♥ sii y eso que después se pone mucho mejor :D en un ratito mas la sigo
See.Into.My.Mind♥
Re: Seductora Inocencia (Nick y ____.) TERMINADA
lovely last escribió:new reder siguela pronto plis me ecnata pobre ralllis
Bienvenidaa ya la sigoo :D
Última edición por See.Into.My.Mind♥ el Dom 21 Oct 2012, 9:42 am, editado 1 vez
See.Into.My.Mind♥
Re: Seductora Inocencia (Nick y ____.) TERMINADA
aranzhitha escribió:hola! Nueva lectora
Meencanta la nove!!
Siguela porfavor
Bienvenidaa sii altiro la sigo c:
Última edición por See.Into.My.Mind♥ el Dom 21 Oct 2012, 9:42 am, editado 1 vez
See.Into.My.Mind♥
Re: Seductora Inocencia (Nick y ____.) TERMINADA
yaaa chicas me alegro que le haya gustado♥ aqui les dejo el capitulo 2 (: ..a cierto mi nombre es iovana diganme iova o iovi .. y ustedes como se llaman :B
Capítulo 2 1/2
Con las tonificantes brisas del mar de Brighton, Nicholas descubrió que podía respirar. Ya fuese por la distancia que lo separaba de las multitudes de Londres y de todos los lugares que le recordaban a ella, o por el influjo del mar sereno y silencioso, la tristeza comenzó a aflojar la presión que ejercía sobre su corazón.
Destinaba las noches a su investigación, pero durante los apacibles días de abril encontraba soledad siempre que lo deseaba, caminando descalzo sobre la arena con los pantalones remangados a la altura de las pantorrillas. Lejos del paseo marítimo y de las casetas de la playa, solo se oía el murmullo del mar y el sonido de las gaviotas. Sentía que se estaba curando, que se estaba reponiendo.
Muchas mañanas le gustaba alejarse de la playa remando hasta perder prácticamente de vista Inglaterra. Solía pescar. Un día, estando bajo el caluroso sol primaveral, tentado por el agua plácida del color de un jade pálido, se quitó las botas, la chaqueta y el chaleco, y se zambulló en el mar.
El agua estaba helada y se quedó sin aliento al hundirse en picado en medio de las olas agitadas, como una flecha lanzada por un arco. El frío era intenso, pero le despejó la cabeza hasta el extremo de proporcionarle una lucidez casi visionaria. Buceó profundamente, saboreando el silencio, la luz verdeazulada que se veía bajo la superficie. Pensó en Danielle al ahogarse en el estanque y trató de imaginar lo que debía de haber sentido.
Conteniendo la respiración hasta que le dolieron los pulmones, se sintió igual de solo que siempre, pero libre, flotando, y sintió que se desligaba de la esclavitud de Danielle, hasta que finalmente emergió a la superficie jadeando, sin ninguna perla en las manos, excepto la vaga certeza extrañamente reconfortante, de que tal vez había estado más enamorado de su idea de Danielle que de la propia mujer. Sabía que su tendencia a vivir demasiado encerrado en su mente era tanto una virtud como un defecto.
Se sentía él mismo, algo que no le ocurría desde hacía meses, y finalmente remó de nuevo hasta la playa con movimientos largos y vigorosos, temblando a causa del viento fresco. Se alojaba en la posada Castle, en el lado oeste de Steine. Cuando llegó a sus aposentos se dio un baño, se cambió de ropa, comió y a continuación salió para asistir a la habitual fiesta nocturna. Su nuevo amigo, Frankie Breckinridge, iba a acudir a un concierto en el jardín del regente, y Nicholas pensaba hacer otro tanto.
Cultivar la amistad del libertino grupo del baronet había sido más fácil de lo que había imaginado, aunque todavía era demasiado pronto para sacar a colación el tema de Danielle sin levantar sospechas. Tuvo que aguantar pacientemente que aquellos holgazanes se mofaran de la superioridad de su moral, pero ellos aceptaron su asociación casual como una forma de mejorar su propia reputación. Él esperaba el momento adecuado, sintiendo que su objetivo estaba muy cerca.
Las fiestas que el regente celebraba en Brighton eran tan multitudinarias que Nicholas casi se sentía como un personaje anónimo, paseándose distraídamente de habitación en habitación para salir al fin al césped, donde tocaba una orquesta alemana. Para su satisfacción encontró a Frankie solo en un rincón de la terraza, contemplando el mar en actitud pensativa.
Quizá después de cultivar la amistad del baronet durante diez días, esa noche por fin podría descubrir la pista que buscaba. Nicholas se acercó a la balaustrada, ocultando su enconada hostilidad bajo una fachada impecable de cordial reserva.
–Breckinridge.
–Jonas –farfulló Frankie, y a continuación suspiró profundamente y bebió un trago de su botella.
«Está borracho –pensó Nicholas–. Perfecto.»
–¿Pasa algo, amigo?
Frankie lo miró de reojo, con aquellos ojos de gruesos párpados que parecían más apagados de lo normal.
–¿Alguna vez has estado enamorado, Jonas?
Con las manos en los bolsillos, Nicholas miró discretamente al mar.
–No.
–No, supongo que un tipo aburrido como tú no se ha enamorado nunca –dijo, demasiado borracho para reparar en su insolencia–. Apuesto a que naciste bajo el signo de Saturno.
Nick arqueó una ceja.
–Y tú ¿estás enamorado, si puede saberse, Breckinridge?
–Jonas, he encontrado un diamante.
–Ah, ¿aquella morena que estaba sentada en tu regazo la otra noche después del teatro?
Frankie sacudió la cabeza e hizo un ademán distraído con la botella.
–Aquella solo era para pasar el rato. No, he encontrado a la chica más hermosa, adorable, deseable, inteligente y dulce. Siento... tanto amor –dijo, apretando la botella contra su corazón– que no te lo puedes ni imaginar.
Nick lo miró fijamente, desconcertado. Hasta ese momento nunca había oído hablar a aquel hombre de nada con tanta pasión, exceptuando la caza, los caballos y los perros de caza.
–Cuéntame.
–Tendrías que verla –continuó Frankie–. No... no... El caso es que nadie podrá verla hasta que me haya casado con ella. La mantengo apartada de todos vosotros. Dios sabe que te lanzarías sobre ella con tu título de duque y tu gran reputación, e intentarías robármela –dijo, riéndose con voz de borracho–. Y si no tú, uno de tus insoportables hermanos.
—Debe de ser toda una joya.
–Más de lo que llegarás a saber nunca –declaró Frankie con arrogancia, y bebió un trago.
–¿Y tiene nombre tu ángel?
–_____.
–¿Cuándo es la boda?
Frankie suspiró otra vez.
–No se va a casar conmigo. Todavía.
–Estás bromeando –dijo Nick con suavidad.
–Lo hará a su debido tiempo –le aseguró–. Debe de estar echándome tanto de menos mientras estoy fuera, que cuando vuelva a la ciudad seguro que ha reconsiderado mi oferta.
–Bueno, te deseo que tengas mucho éxito con ella –dijo Nick despreocupadamente, y se volvió con una mirada calculadora en los ojos.
«Justo en el blanco», pensó.
Después de haber concedido a su presa suficiente tiempo para meditar sobre la desgracia de su existencia sin él, Frankie Breckinridge regresó a la ciudad con el entusiasmo optimista de un cazador en el punto culminante de su persecución. La raposa estaba acorralada. No le quedaba ningún sitio donde esconderse.
¡Qué magnífico trofeo sería!, pensaba mientras fustigaba sus caballos por la costa. _____ le había llevado ventaja en aquella alegre persecución, pero la separación forzosa que él le había impuesto seguramente habría hecho que su resistencia cediese. Frankie pensaba que finalmente se portaría dócilmente y se mostraría ansiosa por reunirse con él. Si no era así, él tendría que idear alguna forma de impedir sus ridículos intentos de vivir sin él.
Corrió a toda velocidad por la calle en su faetón, sin prestar atención a los destrozos que estuvo a punto de causar y a los peatones que por poco arrolla bajo las ruedas rechinantes. Impaciente por encontrarla, recorrió con la mirada las caras de las vendedoras e hizo que su faetón se inclinara al girar en el siguiente cruce. Gritó un improperio a un carro del reparto que avanzaba demasiado lento por la carretera y lo adelantó, y casi chocó de frente con un coche del correo.
Soltó un grito al conductor y de no haber tenido cosas más importantes que hacer le habría gustado parar y pelearse con él. Fustigó sus caballos, malhumorado, y se precipitó hacia delante.
¿Dónde diablos estaba? No podía esperar a discutir con ella, y es que Belinda había sido uno de los pocos desafíos reales con los que había topado.
La vida había sido fácil para Frankie Breckinridge. Todo parecía salir siempre a su favor, como la herencia del título de conde de su tío. Sus padres nunca habían estado a la altura de su férrea voluntad, ni siquiera cuando era niño. Había pasado por Eton y Oxford sin esfuerzo obligando a las ratas de biblioteca de los primeros cursos universitarios a que trabajaran para él. Gracias a su extraordinario físico y a la apariencia que Dios le había dado, las mujeres también lo obedecían... todas excepto la exquisita e indomable señorita Hamilton.
Ninguna mujer había logrado que deseara tan ardientemente conquistarla. ¡Menudo tanto se apuntaría cuando la consiguiera! Con una esposa tan refinada, obediente y hermosa, sería la envidia de sus amigos... entre los cuales se contaba ahora el extremadamente poderoso duque de Hawkscliffe (es Nick (: porsiacaso), pensó felicitándose por ello.
–¡Demonios! ¿Dónde te metes, muchacha? –dijo entre dientes. Las orejas de sus caballos se movieron nerviosamente ante el sonido de su voz.
Al no divisarla en los lugares donde habitualmente se encontraba, Frankie se tomó un respiro en plena persecución y salió a toda velocidad en dirección a su club, consciente de que una buena comida y una copa aliviarían su frustración. Luego reanudaría la búsqueda y sin duda encontraría a su presa en campo abierto.
No tardó mucho en quitarse sus gruesos guantes de piel y entrar pavoneándose en Watier's. La visión de una bulliciosa conversación en el salón principal no resultaba extraña, pues aquel era uno de los clubes más animados.
Una docena de hombres estaban discutiendo cordialmente sobre alguna nueva apuesta. Frankie avanzó a grandes zancadas para reunirse con sus compañeros del club, e intercambió saludos con algunos mientras proseguía la discusión. Apenas escuchó lo que decían, pues estaba más interesado en pedir un buen pastel de carne.
–Primer artículo. Nadie se acercará a ella a menos que le dé car¬ta blanca, Ya me entendéis.
–Eso me excluye a mí... como mínimo hasta que mi venerado pariente expire.
Se oyeron risitas y vanas carcajadas.
–¿A quién creéis que escogerá?
–Diez libras a que elige a Argyll.
–No, Argyll pertenece a Harriette.
–¿Y Worcester?
–A ella no le gusta.
–¡A ella le gusto yo!
–Oh, por favor.
–¡Dijo que yo era gracioso!
–No le gusta nadie. Por eso resulta tan atractiva. Ah, pero el que consiga derretir el hielo...Eso sí que tiene mérito.
–Pues no se ha parado a mirarte dos veces, ni a ti ni a ninguno de nosotros.
–Pero ¿qué es lo que quiere? ¿Un semidiós? ¿La perfección? ¿Un santo?
–Apuesto veinte guineas a que dice que está esperando a que llegue el zar Alejandro. Las mujeres están medio enamoradas de él. El Times dice que llegará de un día a otro...
–No, no, ella es una buena chica inglesa. ¡No querrá nada con un extranjero! –dijo otro en tono de mofa–. Yo creo que elegirá a Wellington, acordaos bien de lo que os digo. ¡Ponme diez libras a Wellington! Y me atrevería a decir que él se la merece más que cualquiera de nosotros.
–Con el debido respeto, Wellington podría ser su padre –mur¬muró alguien.
–Yo creo que como no me elija me voy a acabar colgando –dijo otro con jovialidad.
–De acuerdo, de acuerdo –declaró Frankie, dándose la vuelta con los brazos en jarras–. Habéis picado mi curiosidad. ¿De quién estáis hablando?
Los hombres se detuvieron de forma brusca, mirándose unos a otros, y sonrieron maliciosamente.
–¿Cómo dices? –preguntó Luttrell con aire inocente. –¿Dónde has estado? –inquirió otro.
–En Brighton, con el regente –repuso Frankie altivamente–. ¿Qué ha pasado?
–Hay una nueva cortesana que nos trae a todos por la calle de la amargura –dijo el coronel Hanger–. Estamos haciendo apuestas para ver a quién aceptará como su protector.
Frankie soltó una risita, indiferente. Aquellos idiotas pensaban que sabían lo que era la belleza.
–¿No nos crees? –preguntó indignado uno de los exquisitos caballeros.
–¿Cómo es físicamente? –respondió Frankie con escepticismo. Un suspiro colectivo se elevó del grupo. –Sus cabellos parecen hilos de luz...
–Oh, ahórrate tu poesía, por el amor de Dios, Alvanley –dijo Brummell arrastrando las palabras–. Es rubia y tiene los ojos azules. En una palabra, impresionante.
–Bah –dijo Frankie con un bufido–. Esas se consiguen fácilmente.
De repente se sintió algo incómodo por razones que no podía determinar, y les dio la espalda cuando apareció el camarero y le colocó su pastel de carne delante.
–¿Os habéis enterado de dónde va a estar la señorita Hamilton esta noche? –preguntó uno de los hombres detrás de él.
A Frankie se le atragantó el bocado del pastel.
–Supongo que pasará la velada en casa de Harriette.
Frankie apagó la tos con un trago de cerveza, saltó de su asiento y se dio la vuelta, limpiándose la boca con el antebrazo.
–¿Cómo decís que se llama?
–¿Quién?
–La cortesana –rugió, bajando la cabeza como un toro listo para embestir.
El coronel Hanger le sonrió y levantó su vaso en un brindis.
–Es la señorita _____ Hamilton.
Frankie retrocedió aterrorizado.
–¡Por la señorita Hamilton! –brindaron alegremente, pero para entonces Frankie ya había salido por la puerta.
Pidió a gritos su faetón y un momento después estaba atravesando St. James en dirección a Marylebone. Sabía dónde vivía Harriette Wilson, pues había asistido a muchas de las fiestas con fulanas que celebraba los sábados por la noche en su casa de York Place.
Era imposible. Era un error, o una broma, o una coincidencia. No podía ser ella... ¡No podía ser ella! Ella era una mojigata, una virgen, una dama. Maldita sea, era propiedad de él.
Demasiado furioso para concentrarse en la tarea de conducir, sembró el caos a su paso por las calles, mientras corría estruendosa¬mente hasta la modesta y elegante residencia urbana de la reina de las cortesanas.
Si aquello era cierto..., si su _____ estaba realmente allí, Dios no lo quisiera, echaría abajo la puerta y la sacaría a rastras de aquella casa por el pelo, y la llevaría así hasta Gretna Green.
Una vez delante de la casa de Harriette Wilson, saltó del faetón antes de que se detuviera, se acercó dando grandes zancadas a la puerta principal, y comenzó a golpearla con el puño.
–¡Abre! ¡Abre, Harriette, pedazo de zorra! ¡Maldita sea, ____, sé que estás ahí! ¡Vas a recibirme!
La puerta se abrió bruscamente bajo su puño, y Frankie se encontró cara a cara con uno de los matones de las fulanas, un lacayo alto y corpulento que parecía un antiguo boxeador profesional. Un traidor vestido con librea. Harriette tenía a un par de ellos merodeando por el local como guardaespaldas, según recordó Frankie.
–¿ En qué puedo ayudarlo? –refunfuñó el amenazante lacayo.
Capítulo 2 1/2
Con las tonificantes brisas del mar de Brighton, Nicholas descubrió que podía respirar. Ya fuese por la distancia que lo separaba de las multitudes de Londres y de todos los lugares que le recordaban a ella, o por el influjo del mar sereno y silencioso, la tristeza comenzó a aflojar la presión que ejercía sobre su corazón.
Destinaba las noches a su investigación, pero durante los apacibles días de abril encontraba soledad siempre que lo deseaba, caminando descalzo sobre la arena con los pantalones remangados a la altura de las pantorrillas. Lejos del paseo marítimo y de las casetas de la playa, solo se oía el murmullo del mar y el sonido de las gaviotas. Sentía que se estaba curando, que se estaba reponiendo.
Muchas mañanas le gustaba alejarse de la playa remando hasta perder prácticamente de vista Inglaterra. Solía pescar. Un día, estando bajo el caluroso sol primaveral, tentado por el agua plácida del color de un jade pálido, se quitó las botas, la chaqueta y el chaleco, y se zambulló en el mar.
El agua estaba helada y se quedó sin aliento al hundirse en picado en medio de las olas agitadas, como una flecha lanzada por un arco. El frío era intenso, pero le despejó la cabeza hasta el extremo de proporcionarle una lucidez casi visionaria. Buceó profundamente, saboreando el silencio, la luz verdeazulada que se veía bajo la superficie. Pensó en Danielle al ahogarse en el estanque y trató de imaginar lo que debía de haber sentido.
Conteniendo la respiración hasta que le dolieron los pulmones, se sintió igual de solo que siempre, pero libre, flotando, y sintió que se desligaba de la esclavitud de Danielle, hasta que finalmente emergió a la superficie jadeando, sin ninguna perla en las manos, excepto la vaga certeza extrañamente reconfortante, de que tal vez había estado más enamorado de su idea de Danielle que de la propia mujer. Sabía que su tendencia a vivir demasiado encerrado en su mente era tanto una virtud como un defecto.
Se sentía él mismo, algo que no le ocurría desde hacía meses, y finalmente remó de nuevo hasta la playa con movimientos largos y vigorosos, temblando a causa del viento fresco. Se alojaba en la posada Castle, en el lado oeste de Steine. Cuando llegó a sus aposentos se dio un baño, se cambió de ropa, comió y a continuación salió para asistir a la habitual fiesta nocturna. Su nuevo amigo, Frankie Breckinridge, iba a acudir a un concierto en el jardín del regente, y Nicholas pensaba hacer otro tanto.
Cultivar la amistad del libertino grupo del baronet había sido más fácil de lo que había imaginado, aunque todavía era demasiado pronto para sacar a colación el tema de Danielle sin levantar sospechas. Tuvo que aguantar pacientemente que aquellos holgazanes se mofaran de la superioridad de su moral, pero ellos aceptaron su asociación casual como una forma de mejorar su propia reputación. Él esperaba el momento adecuado, sintiendo que su objetivo estaba muy cerca.
Las fiestas que el regente celebraba en Brighton eran tan multitudinarias que Nicholas casi se sentía como un personaje anónimo, paseándose distraídamente de habitación en habitación para salir al fin al césped, donde tocaba una orquesta alemana. Para su satisfacción encontró a Frankie solo en un rincón de la terraza, contemplando el mar en actitud pensativa.
Quizá después de cultivar la amistad del baronet durante diez días, esa noche por fin podría descubrir la pista que buscaba. Nicholas se acercó a la balaustrada, ocultando su enconada hostilidad bajo una fachada impecable de cordial reserva.
–Breckinridge.
–Jonas –farfulló Frankie, y a continuación suspiró profundamente y bebió un trago de su botella.
«Está borracho –pensó Nicholas–. Perfecto.»
–¿Pasa algo, amigo?
Frankie lo miró de reojo, con aquellos ojos de gruesos párpados que parecían más apagados de lo normal.
–¿Alguna vez has estado enamorado, Jonas?
Con las manos en los bolsillos, Nicholas miró discretamente al mar.
–No.
–No, supongo que un tipo aburrido como tú no se ha enamorado nunca –dijo, demasiado borracho para reparar en su insolencia–. Apuesto a que naciste bajo el signo de Saturno.
Nick arqueó una ceja.
–Y tú ¿estás enamorado, si puede saberse, Breckinridge?
–Jonas, he encontrado un diamante.
–Ah, ¿aquella morena que estaba sentada en tu regazo la otra noche después del teatro?
Frankie sacudió la cabeza e hizo un ademán distraído con la botella.
–Aquella solo era para pasar el rato. No, he encontrado a la chica más hermosa, adorable, deseable, inteligente y dulce. Siento... tanto amor –dijo, apretando la botella contra su corazón– que no te lo puedes ni imaginar.
Nick lo miró fijamente, desconcertado. Hasta ese momento nunca había oído hablar a aquel hombre de nada con tanta pasión, exceptuando la caza, los caballos y los perros de caza.
–Cuéntame.
–Tendrías que verla –continuó Frankie–. No... no... El caso es que nadie podrá verla hasta que me haya casado con ella. La mantengo apartada de todos vosotros. Dios sabe que te lanzarías sobre ella con tu título de duque y tu gran reputación, e intentarías robármela –dijo, riéndose con voz de borracho–. Y si no tú, uno de tus insoportables hermanos.
—Debe de ser toda una joya.
–Más de lo que llegarás a saber nunca –declaró Frankie con arrogancia, y bebió un trago.
–¿Y tiene nombre tu ángel?
–_____.
–¿Cuándo es la boda?
Frankie suspiró otra vez.
–No se va a casar conmigo. Todavía.
–Estás bromeando –dijo Nick con suavidad.
–Lo hará a su debido tiempo –le aseguró–. Debe de estar echándome tanto de menos mientras estoy fuera, que cuando vuelva a la ciudad seguro que ha reconsiderado mi oferta.
–Bueno, te deseo que tengas mucho éxito con ella –dijo Nick despreocupadamente, y se volvió con una mirada calculadora en los ojos.
«Justo en el blanco», pensó.
Después de haber concedido a su presa suficiente tiempo para meditar sobre la desgracia de su existencia sin él, Frankie Breckinridge regresó a la ciudad con el entusiasmo optimista de un cazador en el punto culminante de su persecución. La raposa estaba acorralada. No le quedaba ningún sitio donde esconderse.
¡Qué magnífico trofeo sería!, pensaba mientras fustigaba sus caballos por la costa. _____ le había llevado ventaja en aquella alegre persecución, pero la separación forzosa que él le había impuesto seguramente habría hecho que su resistencia cediese. Frankie pensaba que finalmente se portaría dócilmente y se mostraría ansiosa por reunirse con él. Si no era así, él tendría que idear alguna forma de impedir sus ridículos intentos de vivir sin él.
Corrió a toda velocidad por la calle en su faetón, sin prestar atención a los destrozos que estuvo a punto de causar y a los peatones que por poco arrolla bajo las ruedas rechinantes. Impaciente por encontrarla, recorrió con la mirada las caras de las vendedoras e hizo que su faetón se inclinara al girar en el siguiente cruce. Gritó un improperio a un carro del reparto que avanzaba demasiado lento por la carretera y lo adelantó, y casi chocó de frente con un coche del correo.
Soltó un grito al conductor y de no haber tenido cosas más importantes que hacer le habría gustado parar y pelearse con él. Fustigó sus caballos, malhumorado, y se precipitó hacia delante.
¿Dónde diablos estaba? No podía esperar a discutir con ella, y es que Belinda había sido uno de los pocos desafíos reales con los que había topado.
La vida había sido fácil para Frankie Breckinridge. Todo parecía salir siempre a su favor, como la herencia del título de conde de su tío. Sus padres nunca habían estado a la altura de su férrea voluntad, ni siquiera cuando era niño. Había pasado por Eton y Oxford sin esfuerzo obligando a las ratas de biblioteca de los primeros cursos universitarios a que trabajaran para él. Gracias a su extraordinario físico y a la apariencia que Dios le había dado, las mujeres también lo obedecían... todas excepto la exquisita e indomable señorita Hamilton.
Ninguna mujer había logrado que deseara tan ardientemente conquistarla. ¡Menudo tanto se apuntaría cuando la consiguiera! Con una esposa tan refinada, obediente y hermosa, sería la envidia de sus amigos... entre los cuales se contaba ahora el extremadamente poderoso duque de Hawkscliffe (es Nick (: porsiacaso), pensó felicitándose por ello.
–¡Demonios! ¿Dónde te metes, muchacha? –dijo entre dientes. Las orejas de sus caballos se movieron nerviosamente ante el sonido de su voz.
Al no divisarla en los lugares donde habitualmente se encontraba, Frankie se tomó un respiro en plena persecución y salió a toda velocidad en dirección a su club, consciente de que una buena comida y una copa aliviarían su frustración. Luego reanudaría la búsqueda y sin duda encontraría a su presa en campo abierto.
No tardó mucho en quitarse sus gruesos guantes de piel y entrar pavoneándose en Watier's. La visión de una bulliciosa conversación en el salón principal no resultaba extraña, pues aquel era uno de los clubes más animados.
Una docena de hombres estaban discutiendo cordialmente sobre alguna nueva apuesta. Frankie avanzó a grandes zancadas para reunirse con sus compañeros del club, e intercambió saludos con algunos mientras proseguía la discusión. Apenas escuchó lo que decían, pues estaba más interesado en pedir un buen pastel de carne.
–Primer artículo. Nadie se acercará a ella a menos que le dé car¬ta blanca, Ya me entendéis.
–Eso me excluye a mí... como mínimo hasta que mi venerado pariente expire.
Se oyeron risitas y vanas carcajadas.
–¿A quién creéis que escogerá?
–Diez libras a que elige a Argyll.
–No, Argyll pertenece a Harriette.
–¿Y Worcester?
–A ella no le gusta.
–¡A ella le gusto yo!
–Oh, por favor.
–¡Dijo que yo era gracioso!
–No le gusta nadie. Por eso resulta tan atractiva. Ah, pero el que consiga derretir el hielo...Eso sí que tiene mérito.
–Pues no se ha parado a mirarte dos veces, ni a ti ni a ninguno de nosotros.
–Pero ¿qué es lo que quiere? ¿Un semidiós? ¿La perfección? ¿Un santo?
–Apuesto veinte guineas a que dice que está esperando a que llegue el zar Alejandro. Las mujeres están medio enamoradas de él. El Times dice que llegará de un día a otro...
–No, no, ella es una buena chica inglesa. ¡No querrá nada con un extranjero! –dijo otro en tono de mofa–. Yo creo que elegirá a Wellington, acordaos bien de lo que os digo. ¡Ponme diez libras a Wellington! Y me atrevería a decir que él se la merece más que cualquiera de nosotros.
–Con el debido respeto, Wellington podría ser su padre –mur¬muró alguien.
–Yo creo que como no me elija me voy a acabar colgando –dijo otro con jovialidad.
–De acuerdo, de acuerdo –declaró Frankie, dándose la vuelta con los brazos en jarras–. Habéis picado mi curiosidad. ¿De quién estáis hablando?
Los hombres se detuvieron de forma brusca, mirándose unos a otros, y sonrieron maliciosamente.
–¿Cómo dices? –preguntó Luttrell con aire inocente. –¿Dónde has estado? –inquirió otro.
–En Brighton, con el regente –repuso Frankie altivamente–. ¿Qué ha pasado?
–Hay una nueva cortesana que nos trae a todos por la calle de la amargura –dijo el coronel Hanger–. Estamos haciendo apuestas para ver a quién aceptará como su protector.
Frankie soltó una risita, indiferente. Aquellos idiotas pensaban que sabían lo que era la belleza.
–¿No nos crees? –preguntó indignado uno de los exquisitos caballeros.
–¿Cómo es físicamente? –respondió Frankie con escepticismo. Un suspiro colectivo se elevó del grupo. –Sus cabellos parecen hilos de luz...
–Oh, ahórrate tu poesía, por el amor de Dios, Alvanley –dijo Brummell arrastrando las palabras–. Es rubia y tiene los ojos azules. En una palabra, impresionante.
–Bah –dijo Frankie con un bufido–. Esas se consiguen fácilmente.
De repente se sintió algo incómodo por razones que no podía determinar, y les dio la espalda cuando apareció el camarero y le colocó su pastel de carne delante.
–¿Os habéis enterado de dónde va a estar la señorita Hamilton esta noche? –preguntó uno de los hombres detrás de él.
A Frankie se le atragantó el bocado del pastel.
–Supongo que pasará la velada en casa de Harriette.
Frankie apagó la tos con un trago de cerveza, saltó de su asiento y se dio la vuelta, limpiándose la boca con el antebrazo.
–¿Cómo decís que se llama?
–¿Quién?
–La cortesana –rugió, bajando la cabeza como un toro listo para embestir.
El coronel Hanger le sonrió y levantó su vaso en un brindis.
–Es la señorita _____ Hamilton.
Frankie retrocedió aterrorizado.
–¡Por la señorita Hamilton! –brindaron alegremente, pero para entonces Frankie ya había salido por la puerta.
Pidió a gritos su faetón y un momento después estaba atravesando St. James en dirección a Marylebone. Sabía dónde vivía Harriette Wilson, pues había asistido a muchas de las fiestas con fulanas que celebraba los sábados por la noche en su casa de York Place.
Era imposible. Era un error, o una broma, o una coincidencia. No podía ser ella... ¡No podía ser ella! Ella era una mojigata, una virgen, una dama. Maldita sea, era propiedad de él.
Demasiado furioso para concentrarse en la tarea de conducir, sembró el caos a su paso por las calles, mientras corría estruendosa¬mente hasta la modesta y elegante residencia urbana de la reina de las cortesanas.
Si aquello era cierto..., si su _____ estaba realmente allí, Dios no lo quisiera, echaría abajo la puerta y la sacaría a rastras de aquella casa por el pelo, y la llevaría así hasta Gretna Green.
Una vez delante de la casa de Harriette Wilson, saltó del faetón antes de que se detuviera, se acercó dando grandes zancadas a la puerta principal, y comenzó a golpearla con el puño.
–¡Abre! ¡Abre, Harriette, pedazo de zorra! ¡Maldita sea, ____, sé que estás ahí! ¡Vas a recibirme!
La puerta se abrió bruscamente bajo su puño, y Frankie se encontró cara a cara con uno de los matones de las fulanas, un lacayo alto y corpulento que parecía un antiguo boxeador profesional. Un traidor vestido con librea. Harriette tenía a un par de ellos merodeando por el local como guardaespaldas, según recordó Frankie.
–¿ En qué puedo ayudarlo? –refunfuñó el amenazante lacayo.
See.Into.My.Mind♥
Re: Seductora Inocencia (Nick y ____.) TERMINADA
awww me encanta la nove
Cuando se conoceran Nick y la rayiz??
En serio ese tipo si la quiere
O solo la quiere como trofeo??
Hola iovi, yo me llamo aranzazu, pero dime aranza o ari como quieras
Siguela!!!
Cuando se conoceran Nick y la rayiz??
En serio ese tipo si la quiere
O solo la quiere como trofeo??
Hola iovi, yo me llamo aranzazu, pero dime aranza o ari como quieras
Siguela!!!
aranzhitha
Re: Seductora Inocencia (Nick y ____.) TERMINADA
Holii, awww, soy tu nueva lectora *-* jajajaja, continuala csm que me gusta como va esto, está terriblemente serzy :$
Te amoo <3
Te amoo <3
DaanMcCartney
^^
Me encanto :love: espero seguir leyéndola ^^ , estas totalmente inspirada haciéndola xD [i][img][/img]
lin_love
Re: Seductora Inocencia (Nick y ____.) TERMINADA
aranzhitha escribió:awww me encanta la nove
Cuando se conoceran Nick y la rayiz??
En serio ese tipo si la quiere
O solo la quiere como trofeo??
Hola iovi, yo me llamo aranzazu, pero dime aranza o ari como quieras
Siguela!!!
holaa ari ellos se conoceran muy pronto :roll: xd! y me encanta que te haya encantado (? .. ya en la noche la sigo ya que ahora voy al maall .. aunqe alla un diluvio alla afuera xd
See.Into.My.Mind♥
Re: Seductora Inocencia (Nick y ____.) TERMINADA
DaanMcCartney escribió:Holii, awww, soy tu nueva lectora *-* jajajaja, continuala csm que me gusta como va esto, está terriblemente serzy :$
Te amoo <3
hoolo danana Bienvenidaa fea :D oye loca si mañana no llueve voy a tu casa si o si e.e porque te hecho de menos :( .. y gracias x pasarte :P
See.Into.My.Mind♥
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