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Y No quedo ninguno

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Y No quedo ninguno Empty Y No quedo ninguno

Mensaje por alexismusiclive Jue 14 Feb 2013, 3:09 pm

Nombre: Y No quedo ninguno
Autor: Agatha Christie es la autora yo solo lo eh adaptado
Adaptación: Si de un Libro que se llama Y no quedo ninguno de Agatha Christie.
Género: Misterio, suspence...
Advertencias: Ninguna
Otras páginas: Ninguna



Diez negritos se fueron a cenar.
Uno de ellos se asfixió y quedaron
Nueve.

Nueve negritos trasnocharon mucho.
Uno de ellos no se pudo despertar y quedaron
Ocho.

Ocho negritos viajaron por el Devon.
Uno de ellos se escapó y quedaron
Siete.

Siete negritos cortaron leña con un hacha.
Uno se cortó en dos y quedaron
Seis.

Seis negritos jugaron con una avispa.
A uno de ellos le picó y quedaron
Cinco.

Cinco negritos estudiaron derecho.
Uno de ellos se doctoró y quedaron
Cuatro.

Cuatro negritos fueron a nadar.
Uno de ellos se ahogó y quedaron
Tres.

Tres negritos se pasearon por el Zoológico.
Un oso les atacó y quedaron
Dos.

Dos negritos se sentaron a tomar el sol.
Uno de ellos se quemó y quedó nada más que
Uno.

Un negrito se encontraba solo.
Y se ahorcó y no quedó...
¡Ninguno!


________________________________________________________________________

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Y No quedo ninguno Empty Re: Y No quedo ninguno

Mensaje por alexismusiclive Jue 14 Feb 2013, 3:53 pm

Capitulo 1


Confortablemente instalado en la esquina de un departamento de
primera clase, el ahora juez Payne, , echaba
bocanadas de humo de su cigarro, recorriendo además con mirada
sagaz las noticias políticas del Times.
De pronto puso el diario sobre el asiento y echó un vistazo por la
ventanilla. En este momento el tren pasaba por el condado de
Somerset. El juez consulto su reloj: todavía le quedaban dos horas de
viaje.
Entonces recordó los artículos publicados en la Prensa sobre el asunto
de la isla del Negro. Desde luego se había hablado de un millonario
americano, loco por las cosas del mar, que había ocupado esta
pequeña isla y había construido en la misma una lujosa residencia
moderna. Desgraciadamente, la tercera esposa de este rico yanqui no
tenía gustos marinos y por ello la isla, con su espléndida mansión,
fueron puestas en venta. Una formidable publicidad se hizo patente
en los periódicos, y un buen día se supo que la isla habíala adquirido
un tal mister Owen.
Las habladurías más fantásticas no tardaron en circular por la Prensa
londinense. La isla del Negro, decíase, había sido adquirida realmente
por miss Gabrielle Turl. La famosa «estrella» de Hollywood deseaba
descansar algunos meses, lejos de los reporteros indiscretos. «La
abeja Laboriosa» insinuaba delicadamente que aquélla era una
morada digna de una reina. Merry Weather deslizó que la isla había
sido comprada por una pareja deseosa de pasar allí su luna de miel.
Hasta se rumoreaba el nombre del joven lord L..., alcanzado por las
flechas de Cupido. Jonas afirmaba que la isla del Negro había caído
en manos del Almirantazgo británico que quería dedicarla a muy
secretas experiencias.
En breve, la isla del Negro fue, en aquella temporada, un maná para
los periodistas faltos de información.
El juez sacó de su bolsillo una carta cuya escritura era, por así
decirlo, ilegible; pero, aun desperdigadas las palabras, se destacaban
unas más que otras con cierta claridad.
Mi querido Lawrence... después de tantos años de haberme dejado
sin noticias... Venid a la isla del Negro... un sitio verdaderamente
encantador... tantas cosas tenemos para contarnos... del tiempo
pasado... en comunión con la naturaleza... tostarse al sol... a las
12.40 salida de Paddington.... a
Y la carta terminaba así:

Siempre vuestra,

CONSTANCE CULMINGTON

Adornando su firma con una gran rúbrica.
El juez Wargrave intentó recordar la fecha exacta de su último
encuentro con lady Constance Culmington; debía de remontarse a
siete u ocho años atrás. La joven se volvió a Italia para tostarse al
sol, comulgar con la naturaleza y los contadini. Más tarde se dijo que
había proseguido su viaje hasta Siria, donde quizá se prometió
tostarse bajo un sol más ardiente todavía y «comunicarse» con la
naturaleza y los beduinos.

Constance Culmington, pensaba el magistrado, era una mujer capaz
de comprarse una isla y rodearse de misterio. Aprobando con una
inclinación de cabeza la lógica de su argumentación, el juez Payne
se dejó mecer por el movimiento del tren.
Y se adormeció.

Irene Smitsh, sentada en un vagón de tercera clase en compañía
de otros viajeros, cerraba los ojos, recostada hacia atrás su cabeza.
¡Qué calor más sofocante hacía dentro de aquel tren...!, ¡qué bien se
estaría a orillas del mar! Esta situación constituía para la joven una
verdadera suerte. Conmuévete; cuando solicitáis un empleo para los
meses de vacaciones, se os encarga la vigilancia de una chiquillería...
las plazas de secretaria, en esta época, se presentan muy de tarde en
tarde. La oficina de colocaciones no le dio sino una ligera esperanza.
Al fin la esperada carta había llegado:

La agencia para colocaciones profesionales me propone su nombre y
me la recomienda calurosamente. Creo entender que la directora la
conoce personalmente. Estoy dispuesta a concederle los honorarios
propuestos por usted y cuento con que podrá entrar en funciones el
día 8 de agosto. Tome el tren de las 12.40 en Paddington y se la irá a
recibir a la estación de Oakbridge. Adjunto un billete de cinco libras

para sus gastos de viaje.
Sinceramente suya

UNA NANCY OWEN

En la cabecera de esta carta consignábase la dirección:

Isla del Negro, Sticklehaven (Devon)

¡La isla del Negro! ¡Y tanto como se habían ocupado de ella los
periódicos! Toda suerte de insinuaciones y de rumores extraños
circulaban motivados por este pedazo de tierra rodeada de agua. Sin
duda no habría nada de verdad en ellos. De todas maneras, la casa,
Aldeanos, labriegos.

construida bajo los cuidados de un millonario americano sería, al
parecer, el «último grito» del lujo y del «confort».
Miss Smitsh, fatigada por su último trimestre de clases
pensaba:

«La situación del profesor de cultura física en una escuela de tercer
orden no es muy brillante... Si por lo menos pudiese hallar un empleo
en un establecimiento mejor...»
Luego, con el corazón oprimido, pensó:

«Yo debo aún considerarme dichosa... La gente, por lo regular, no
quiere tener en sus casas a una persona que ha sido procesada...,
aunque luego quedase absuelta.»

Hasta el fiscal la había cumplimentado por su presencia de ánimo y
su serenidad. En suma, el juicio le fue favorable del todo. La señora
Hamilton habíale testimoniado su gran bondad; solamente Hugo...
Pero ella no quería pensar en Hugo.
De súbito, a pesar del calor sofocante del departamento, se
estremeció y deseó encontrarse a orillas del mar. Un cuadro se
dibujaba con toda claridad en su espíritu. Veía la cabeza de Cyril subir
y bajar de la superficie del agua y dirigirse hacia las rocas. La cabeza
subía y bajaba..., aparecía y sumergíase... y ella misma, Irene,
nadadora experta, se reprochaba por ello, al hendir fácilmente las
olas, aunque persuadida de que llegaría... demasiado tarde...
El mar..., sus aguas profundas, calientes y azuladas..., las mañanas
pasadas tendidos sobre la arena... Hugo..., Hugo... que le había
vendido su amor.
Era preciso no pensar más en Hugo...
Abriendo los ojos, miró desabridamente al viajero sentado frente a
ella, un hombrón de cara bronceada, ojos claros y boca arrogante,
casi cruel.
«Yo apostaría a que este hombre ha recorrido el mundo y visto cosas
sumamente interesantes.»

Harry Styles, juzgando con una sola ojeada a la joven que
sentábase frente a él, pensó:
«Encantadora..., quizá con demasiado aspecto de institutriz...»
Una mujer con la cabeza erguida, se dijo, es una mujer capaz de
defenderse... en amor como en la guerra. Procuraría conducirse bien.
Puso el ceño adusto. No, inútil pensar en cuchufletas. Los negocios
ante todo. Le era preciso concentrar todas sus energías en su trabajo. ¿De qué se preocupaba, en resumen? Aquel Joven hombre se había
mostrado excesivamente misterioso.
—Hay que tomarlo o dejarlo, capitán Styles.
—Cien guineas, ¿eh? —le había dicho entonces con gesto indiferente,
como si cien guineas no significasen nada para él. ¡Cien guineas,
ahora que no contaba con recursos! Adivinó sin embargo que el
Joven no era cándido; el fastidio con los Jovenes es Digitalizado por kamparina para Biblioteca en Septiembre de 2.003
precisamente nuestra impotencia para engañarles en materia de
dinero... Parecen leer nuestros pensamientos.
Le había pedido bien claramente:

—¿No puede usted proporcionarme unos más amplios informes?
Mister Isaac Morris había sacudido con energía su pequeña cabeza
calva.
—No, capitán Styles, las cosas están así. Para mi cliente, usted es
una buena persona, acorralada en un callejón sin salida. Estoy
autorizado para entregarle la suma de cien guineas, y en
reciprocidad, usted debe ir a Sticklehaven, en el Devon. La estación
más próxima es Oakbridge; desde ella será usted conducido en
automóvil hasta Sticklehaven y luego una canoa de motor le llevará a
la isla del Negro. Una vez allí, usted se pondrá a la disposición de mi
cliente.

Styles había preguntado bruscamente:
—¿Por mucho tiempo?
—Una semana a lo más.
Pasandose la mano por el pelo, el capitán Styles hizo observar:
—Está bien entendido que no exigirá de mi ningún trabajo ilegal, ¿no
es cierto?
Al pronunciar estas palabras, Styles lanzó una rápida mirada a su
interlocutor. Una ligera sonrisa había aflorado a los labios carnosos
del pequeño Londinense y respondió seriamente:
—Con toda seguridad; si le pidiera alguna cosa ilegal, queda en
completa libertad para retirarse.
¡Vaya al cuerno este Joven meloso!
Había sonreído. A buen seguro sabía que en el pasado del capitán
Styles no todos los actos habían revestido caracteres de legalidad.
Los labios de Styles se entreabrieron como en una mueca.
¡En una o en dos ocasiones le faltó poco para dejarse ahorcar, pero
siempre se había librado! ¿A qué, pues, atormentarse por anticipado?
Contaba con darse buena vida en la isla del Negro.

En un departamento de no fumadores, miss Emily Mart permanecía
sentada, erguido el busto, según su costumbre. Aunque tenía sesenta
y cinco años, reprobaba todo abandono. Su padre, coronel de la
antigua escuela, siempre habíase mostrado acicalado y meticuloso en
su atuendo.
La generación actual alardeaba de un vergonzoso despechugamiento
tanto en las actitudes como en las demás cosas.
Rodeada de una aureola de honestidad y de rígidos principios, miss
Mart, en aquel vagón de tercera clase, abarrotado de viajeros,
triunfaba de la falta de «confort» y del calor. En estos tiempos las
gentes ven obstáculos por todas partes. Se prefiere una inyección
antes de dejarse arrancar una muela... se toma un soporífero si el
sueño no llega... se arrellanan en las butacas entre los cojines... y las Digitalizado por kamparina para Biblioteca-irc en Septiembre de 2.003
muchachas medio desnudas, se exhiben en las playas durante el
verano.
Miss Mart, con los labios fruncidos, hubiera querido dar una lección a
ciertas gentes.
Ella recordaba sus vacaciones del año anterior. Este año sería
diferente. La isla del Negro...
En su imaginación releía una vez más la carta tan frecuentemente
recorrida y que ya se sabía de memoria:

Querida miss Brent:

Quiero creer que se acordará de mí. Hace algunos años pasamos
juntas el mes de agosto en una pensión familiar en Bellhaven... ¡Y
nos descubrimos tantos gustos comunes!
En este momento tengo en marcha establecer una pensión parecida
en una isla a lo largo de la costa del Devon. Siempre he pensado que
para alcanzar el éxito en esta clase de empresas era preciso una
prima sencilla, pero excelente y la presencia de una persona amable
de la vieja escuela. ¡Yo estaría encantada si quisiera hacer sus
preparativos para venir a pasar estas vacaciones de verano en la isla
del Negro, sin retribución alguna tan sólo a título de invitada! ¿A
principios de agosto, le convendría...? ¿Y si fijásemos el día 8?
Con mis mejores recuerdos, sinceramente suya,

U. N. O.

¿Qué nombre sería éste? La firma aparecía casi ilegible, Emily Mart
tenia poca paciencia y se hizo esta observación:
«¡Tanta gente firma tan mal con su nombre que no hay medio de
descifrarlo...!»

Y esto pensando, pasó revista a los huéspedes de Bellhaven, donde
hacía más de dos años ella había pasado el verano... Había una gentil
mujer, de edad madura, señora... señora... veamos, ¿Cómo se
llamaba...? Era hija de un canónigo y después aquella miss Olton...
Ormen... no decididamente se llamaba Oliver. Sí, si, estaba bien
segura, miss Oliver.
¡La isla del Negro! Se había hablado mucho en los periódicos... a
propósito de una actriz de cinema... ¿o quizás mejor de un millonario
americano? Total: una isla no cuesta un ojo de la cara y tampoco es
del gusto de todos.

La idea de habitar una isla parece muy romántica, pero una vez
instalados en ella no se tarda en comprobar los disgustos y uno se
siente dichoso al poder desembarazarse.
A manera de conclusión, Emily Brent pensó:
«Sea como fuera, este año mis vacaciones no me costarán nada.»
Sus rentas se reducían más y más cada día, una buena parte de sus
dividendos persistían impagados, por eso apareció su buena suerte.
¡Si su memoria le permitiera recordar solamente un poco mejor, a la
señora... o señorita (no podía precisarlo) Oliver

El general Malik se asomó a la ventanilla de su departamento. El
convoy llegaba a Exeter, donde el bravo general debía cambiar de
tren. ¡Esos trenes de líneas secundarias avanzaban con lentitud más
propia de caracoles! ¡Y pensar que, a vuelo de pájaro, la isla del
Negro estaba tan cerca!
No sabía de fijo quién era el llamado Owen... según parecía, un
amigo de Spoof Leggard y de Johnnie Dyer...
Uno o dos de sus viejos camaradas serán de los nuestros... se
sentirán encantados de charlar con usted de los tiempos pasados...
A fe que no deseaba cosa mejor que evocar el pasado en alegre
compañía.
En estos últimos tiempos se había imaginado que sus amigos le
ponían en cuarentena. ¡Todo a causa de sus estúpidas chinchorrerías!
¡Dios mío! La píldora era dura de tragar... aquello se remontaba a
más de treinta años. Armitage no había sabido contener su lengua.
¿Qué sabía aquel charlatán? ¿A qué tanto alborotar? Uno se figura un
montón de cosas y se imagina que los otros le miran de reojo.
Después de todo le agradaría ver aquella isla del Negro que tanto
gasto hizo en las crónicas periodísticas. Seguramente algo habría de
verdad en el ruido que se produjo, según el cual el Almirantazgo, la
Guerra o la Aviación se posesionaron de aquélla.

El joven Elmer Robson, el millonario americano, había construido
efectivamente una magnífica morada que hubo de costarle unos miles
de libras esterlinas. Un lujo difícil de imaginar.
¡Exeter! ¡Una hora de parada! ¡Exeter! ¡Una hora de parada!
Impaciente, el general Malik hubiera querido continuar.
El doctor Horan su auto a través de la llanura de
Salisbury. Sentíase fatigado... La gloria se paga. Un tiempo hubo en
que tranquilamente sentado en un gabinete de consulta de Harley
Street, correctamente vestido, rodeado de los más modernos
aparatos y los muebles más lujosos, esperaba... esperaba a lo largo
de las horas el éxito o el fracaso de un esfuerzo.
¡Pero ya había triunfado! ¡La suerte le había sonreído! La suerte,
secundada por su saber, vale decirlo. Conocía admirablemente su
oficio... pero esto no era siempre suficiente para triunfar. Era preciso
también el factor suerte. ¡Y ésa llegó! Un diagnóstico exacto y la
gratitud de los clientes, dos ricas damas de la mejor sociedad...
crearon su reputación.
—Debéis ir a consultar al doctor Horan, un joven médico, pero
sumamente inteligente y hábil. Pam ha sido visitada por toda clase de
médicos durante dos años y sólo él vio inmediatamente la causa de
su mal.

Y así había empezado la bola de nieve.
Actualmente el doctor Horan era el médico de moda. No tenía un
minuto para él. Todos sus días estaban empleados. Así en esta
deliciosa mañana de agosto se divertía dejando Londres para ir a
pasar algunos días en una isla situada a lo largo de la ribera del
Devon. No le fue preciso un permiso. La carta que recibió estaba
redactada en términos excesivamente vagos, pero nada de vago tenia
el cheque que la acompañaba. ¡Unos honorarios fabulosos!
Decididamente esos Owen rodaban sobre oro. El marido, al parecer,
se atormentaba a causa de la salud de su esposa y quería saber a
qué atenerse respecto a la naturaleza de la enfermedad sin que la
señora Owen concibiese ninguna alarma. Ella rehusaba ser visitada
por un médico... Sus nervios...
¡Los nervios! El médico levantó las cejas. ¡Las mujeres y sus nervios!
Al fin y al cabo, desde el punto de vista comercial él cometería una
tontería si las compadeciese. La mitad de las mujeres que iban a
consultarle no sufrían otra enfermedad que el aburrimiento... ¡Pero
iba a decírselo! Se puede siempre achacar a cualquier otra cosa.
Un estado ligeramente anormal, debido a (aquí una larga palabra
científica), nada de importancia, pero es preciso remediarlo. Un
tratamiento de los más sencillos.
En medicina lo corriente es la fe la que salva. Y el doctor Armstrong
conocía el mejor sistema: inspiraba confianza y esperanza.
Tras un toque estridente de claxon, un enorme «Super Sports
Daimler» le pasó a una velocidad de ciento treinta por hora. Le faltó
poco al doctor Armstrong para no ser lanzado a la cuneta... uno de
esos jóvenes imbéciles que devoran el camino. El médico no podía
sufrirlos... Cretinos, idiotas...

Louis Tomlinson, pasando como una tromba por el pueblecito de Mere,
pensaba:
«¡Es espantoso el número de bañistas que se arrastran por los
caminos y os impiden desfilar! ¡Es el colmo que circulen por el centro
de la calzada! ¡Así se hace imposible conducir un auto en Inglaterra!
¡Habladme de Francia, donde realmente se puede correr a gran
velocidad!»
¿Sería preciso detenerse allí para tomar un refresco o proseguiría su
camino? Tenía aún mucho tiempo y sólo le faltaba por recorrer un
centenar de kilómetros. Pediría una ginebra y una gaseosa... ¡Qué
calor más sofocante! Iría a divertirse en aquella isla, si persistía el
buen tiempo. Pero ¿quiénes serían esos Owen?, se preguntaba Tony
Marston. ¡Probablemente unos infectos nuevos ricos!
¡Con tal que tuvieran una buena bodega! Nada es seguro en las casas
de los ricos improvisados. Lástima que estos rumores concernientes a
la compra de la isla por Gabrielle Turl no tuviesen fundamento. Era
preferible juntarse a los adoradores de la hermosa artista. Quizá
también se encontrarían algunas lindas muchachas entre los invitados
de los Owen. Salió del mesón, estiró las piernas, los brazos, bostezó,
contempló el cielo azul y subió de nuevo en su «Daimler».
Varias muchachas le observaban. Su alta estatura (un metro
ochenta), sus cabellos Castaños y sus ojos azules casi celestes
, suscitaban la admiración.
Se apoyó sobre la palanca, rugió el motor y el auto trepó de un
brinco la estrecha calleja. Las viejas mujeres y los chicos de la
escuela se apartaban a su paso como medida de precaución y los
pilluelos, subyugados, se desviaban del camino para seguir con los
ojos al soberbio auto.
Louis Tomlinson continuaba su marcha triunfal.

Mister Harries viajaba en el tren ómnibus que venía de Plymouth. En su
departamento tan sólo se encontraba otra persona, un señor viejo
con trazas de marino y ojos legañosos. Entonces dormía.
Mister Harries escribía con cuidado en un pequeño cuaderno de notas.
—Esta vez mi lista está completa: Emily Mart, Irene Smitch,
doctor Horan, Louis Tomlinson, el Joven juez Payne, Harry Styles y el general Malik , C.M.G.

Cerró su cuaderno de notas y lo guardó en su bolsillo. Echó una
mirada hacia el rincón donde dormía su compañero de viaje.
—Contaba uno de más —dijo muy bajo.
Reflexionó un instante y terminó:
—El trabajo será de los más fáciles. No hay modo de equivocarse.
Confío que mi aspecto no deja nada que desear.
Se levantó y examinóse meticulosamente en el espejo del
departamento. La imagen reflejada presentaba un aspecto militar.
Había cierta expresión en su cara de ojos grises y labios adornados
con un corto bigote.
—¡Palabra! Se me tomaría por un comandante —observó mister
Harries—. ¡Ah, no!, olvidaba al general. Aquel viejo desperdicio no
tardaría en desenmascararme.
«África del Sur —siguió monologando mister Harries—. Este, éste es mi
rayo. Ninguna de esas personas ha estado en África del Sur, y como
yo acabo de leer estos prospectos del viaje, podré hablar del país con
conocimiento de causa.

La isla del Negro. Recordaba haber estado allí durante su infancia,
una especie de rocas nauseabundas, frecuentadas por las gaviotas, a
mil quinientos metros de la costa. Esta isla debía su nombre a su
parecido con una cabeza de hombre... con los labios negros.
¡Graciosa idea de edificar allí una morada! Es horrible vivir en un
islote cuando sopla el temporal. ¡Pero los millonarios son tan
caprichosos!
El viejo buen hombre del rincón se despertó diciendo:
—En el mar no se puede nunca prever nada..., ¡nunca!
A manera de consuelo replicó mister Harries:
—Exacto. No se sabe jamás qué os espera.
Sacudido por el hipo, el viejo continuó, con voz lastimera:
—Algo se espera.
—No, no, amigo. Hace un tiempo espléndido —respondió mister
Harries.
El viejo se enfadó.
—Le digo que la tormenta está en el aire. La percibo.
—Quizá tenga razón —le dijo mister Harries pacíficamente.
El tren se detuvo en una estación y el viejo se levantó penosamente.
—Yo bajo aquí.
Sacudió la portezuela para abrirla. Mister Harries acudió en su ayuda.
Antes de bajar al andén, el viejo levantó una mano con gesto
solemne y guiñó los ojos.
—¡Velad y orad! —conjuró—. ¡Velad y orad! ¡El día del Juicio se
aproxima!
Ganando, por fin, el andén, se enderezó, levantó los ojos hacia mister
Harries y le dijo con acento digno y severo:
—Es a usted a quien me dirijo, joven. El día del Juicio está muy
cercano.
Arrinconado en la esquina de su departamento, mister Harries pensó
en lo mismo:

—Es cierto; él está más cerca que yo del día del Juicio.
Pero mister Harries se equivocó.
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