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21 - Write a short story set during a thunderstorm in a tiny village
En un pueblito donde casi nunca llueve, porque sólo llueve en una época del año durante unas dos o tres semanas, se formó una tormenta. Lejos de las fechas conocidas, un día cualquiera en el que el pronóstico anunciaba buen tiempo, se nubló el cielo.
Los habitantes del pueblito se vieron extrañados ante tan inusual evento. Pues, el cielo siempre solía verse celeste y sin una nube en él. Ahora era gris, y una cortina oscura se alzaba por el horizonte. Pasaría pronto, claro que sí. Así lo había predicho el pronóstico.
Al día siguiente, el pronóstico anunciaba al menos veinte grados. Ninguna nube, un excelente día para salir a pasear. La realidad fue que aquel día se mantuvo gris, el viento azotaba las casas y la temperatura había bajado estrepitosamente hasta los cinco grados. Quizás se había equivocado el pronóstico, era el pensamiento del pueblito. Mañana sería un mejor día. Seguro que sí.
Pero de hecho, fue peor. Durante la noche, se precipitó una helada. Y la fina capa de hielo se mantuvo durante todo el día. ¿Qué sucedía con las predicciones? Eran estudios avanzados de meteorología, ¿acaso se habían tomado vacaciones en la central? Los habitantes enviaron cartas a sus vecinos, ninguno tenía problemas de ese tipo. Con ellos, el clima se había mantenido acorde a la época. Incluso estaba en el diario publicado: esperaban días de pleno sol y un aumento de la temperatura.
La tormenta no aflojaba, se mantenía justo sobre las cabezas de los habitantes, volviendo de color gris toda la escena, que solía ser un parador espectacular de grandes vistas. Estaba enfermando a las plantas, todas muertas, ponía tristes a los animales de todos los tamaños, incluso los que tenían cuatro patas pero usaban dos. Nadie entendía por qué, pero el pueblito perdía su esencia cada día.
La primera gota cayó sobre la tierra. Nadie se enteró de que existía. La segunda, sobre el rostro de una mujer que se quejaba sobre los nubarrones. Todos, muertos de miedo, esperaban que la lluvia cayera de una buena vez. Y que la normalidad volviera a ellos. Se ponían a discutir en las puertas de los hogares, señalaban al cielo, pateaban enojados el suelo. La tercera gota golpeó contra un vidrio, como avisando que el resto no tardarían en llegar.
Apenas unos minutos pasaron. Primero, quienes sentían la humedad de una simple gota se miraban extrañados. Se la intentaban quitar del rostro, como si les quemara. O les enfermara lo mucho que se había hecho desear la tormenta. ¿Tenía personalidad el cielo? ¿Podía este estar en una fase de rebeldía? Si el pronóstico decía que iba a haber sol, era por algo. Alguno de los dos entes estaban equivocados, y sin embargo la escuela de meteorología mostraba sus cálculos de forma segura y correcta.
Se había esperado una lluviecita. Con más frío que agua, que durara apenas unas horas y ya fuera historia antigua. Cayeron las gotas, sopló el viento, y lejos, muy lejos en el horizonte, como si estuviera tomando carrera, algo brillaba. Latía con irregularidad. No era un corazón, ni tampoco un motor. Pero se parecía mucho. La tormenta no se había terminado de formar, era adolescente aún, y tenía en su interior un poder destructivo.
Rayos salieron de la panza de la tormenta. Golpearon con violencia el suelo, sin poder ser guiados a un lugar seguro. El pueblo no tenía pararrayos, nunca lo había necesitado de todas formas. Las corrientes de electricidad habían terminado por todos lados. Apenas un toque, apenas un segundo. Y se volvió un quemón en la superficie. La gente corría, se encerraba en sus casas. Buscaban velas y a los santos, rezaban todo el rosario, espiando por la ventana para ver si ya había aflojado la tormenta.
Era una verdadera tragedia. Todos temblaban de miedo. Excepto en una casa. Una mujer lo había visto por la ventana de la cocina, y se lo había avisado a su esposa. En tal casa, había sol. Salir era muy peligroso, así que llamaron por teléfono. ¿Acaso la mujer estaba viendo mal? Muchos ojos podían contar la misma historia si era correcta.
Efectivamente había una casa que no se mojaba, a la que la tormenta no llegaba, y en donde el sol alumbraba el día. ¿Cómo podía ser eso posible?
Dentro de la casa no había nada. No habitaba nadie. Era sólo una casa vacía. La razón detrás del asombroso fenómeno era que la niña que jugaba con todo el pueblito, se la había olvidado y dejó de tener importancia para la historia. La tormenta sólo existía en la mente de la niña, una tormenta feroz, que llevaba sombreros y abría puertas de un golpe. Porque así se le había ocurrido.
Las casas eran de madera. Los habitantes de plástico. No había en realidad animales o plantas, eran decoraciones hechas con papel. Y el centro meteorológico sólo existía como una vaga idea en la cabeza de la niña. También el diario, y el resto de los pueblitos vecinos, donde no tenían lluvias porque así lo había decidido la mente maestra detrás de tal historia. La tormenta terrible paró de golpe, y los vientos dejaron de soplar. El agua no corrió por las calles, se paró, esperando la siguiente orden.
La tormenta tenía que esperar. Era la hora de la cena.
Los habitantes del pueblito se vieron extrañados ante tan inusual evento. Pues, el cielo siempre solía verse celeste y sin una nube en él. Ahora era gris, y una cortina oscura se alzaba por el horizonte. Pasaría pronto, claro que sí. Así lo había predicho el pronóstico.
Al día siguiente, el pronóstico anunciaba al menos veinte grados. Ninguna nube, un excelente día para salir a pasear. La realidad fue que aquel día se mantuvo gris, el viento azotaba las casas y la temperatura había bajado estrepitosamente hasta los cinco grados. Quizás se había equivocado el pronóstico, era el pensamiento del pueblito. Mañana sería un mejor día. Seguro que sí.
Pero de hecho, fue peor. Durante la noche, se precipitó una helada. Y la fina capa de hielo se mantuvo durante todo el día. ¿Qué sucedía con las predicciones? Eran estudios avanzados de meteorología, ¿acaso se habían tomado vacaciones en la central? Los habitantes enviaron cartas a sus vecinos, ninguno tenía problemas de ese tipo. Con ellos, el clima se había mantenido acorde a la época. Incluso estaba en el diario publicado: esperaban días de pleno sol y un aumento de la temperatura.
La tormenta no aflojaba, se mantenía justo sobre las cabezas de los habitantes, volviendo de color gris toda la escena, que solía ser un parador espectacular de grandes vistas. Estaba enfermando a las plantas, todas muertas, ponía tristes a los animales de todos los tamaños, incluso los que tenían cuatro patas pero usaban dos. Nadie entendía por qué, pero el pueblito perdía su esencia cada día.
La primera gota cayó sobre la tierra. Nadie se enteró de que existía. La segunda, sobre el rostro de una mujer que se quejaba sobre los nubarrones. Todos, muertos de miedo, esperaban que la lluvia cayera de una buena vez. Y que la normalidad volviera a ellos. Se ponían a discutir en las puertas de los hogares, señalaban al cielo, pateaban enojados el suelo. La tercera gota golpeó contra un vidrio, como avisando que el resto no tardarían en llegar.
Apenas unos minutos pasaron. Primero, quienes sentían la humedad de una simple gota se miraban extrañados. Se la intentaban quitar del rostro, como si les quemara. O les enfermara lo mucho que se había hecho desear la tormenta. ¿Tenía personalidad el cielo? ¿Podía este estar en una fase de rebeldía? Si el pronóstico decía que iba a haber sol, era por algo. Alguno de los dos entes estaban equivocados, y sin embargo la escuela de meteorología mostraba sus cálculos de forma segura y correcta.
Se había esperado una lluviecita. Con más frío que agua, que durara apenas unas horas y ya fuera historia antigua. Cayeron las gotas, sopló el viento, y lejos, muy lejos en el horizonte, como si estuviera tomando carrera, algo brillaba. Latía con irregularidad. No era un corazón, ni tampoco un motor. Pero se parecía mucho. La tormenta no se había terminado de formar, era adolescente aún, y tenía en su interior un poder destructivo.
Rayos salieron de la panza de la tormenta. Golpearon con violencia el suelo, sin poder ser guiados a un lugar seguro. El pueblo no tenía pararrayos, nunca lo había necesitado de todas formas. Las corrientes de electricidad habían terminado por todos lados. Apenas un toque, apenas un segundo. Y se volvió un quemón en la superficie. La gente corría, se encerraba en sus casas. Buscaban velas y a los santos, rezaban todo el rosario, espiando por la ventana para ver si ya había aflojado la tormenta.
Era una verdadera tragedia. Todos temblaban de miedo. Excepto en una casa. Una mujer lo había visto por la ventana de la cocina, y se lo había avisado a su esposa. En tal casa, había sol. Salir era muy peligroso, así que llamaron por teléfono. ¿Acaso la mujer estaba viendo mal? Muchos ojos podían contar la misma historia si era correcta.
Efectivamente había una casa que no se mojaba, a la que la tormenta no llegaba, y en donde el sol alumbraba el día. ¿Cómo podía ser eso posible?
Dentro de la casa no había nada. No habitaba nadie. Era sólo una casa vacía. La razón detrás del asombroso fenómeno era que la niña que jugaba con todo el pueblito, se la había olvidado y dejó de tener importancia para la historia. La tormenta sólo existía en la mente de la niña, una tormenta feroz, que llevaba sombreros y abría puertas de un golpe. Porque así se le había ocurrido.
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