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in the crooks of your body, I find my religon
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in the crooks of your body, I find my religon
"In the crooks of your body, I find my religon."
Sappho.
Espero que esto se pueda leer sin problemas. Voy a subir las siete situaciones en siete posteos diferentes. TW! hay menciones de violencia y escenas que pueden resultar gráficas para algunas personas. Por favor, discreción. Todos los personajes aquí mencionados son parte de la historia original que estoy haciendo, un remake de una novela colectiva de este foro.
Sappho.
Espero que esto se pueda leer sin problemas. Voy a subir las siete situaciones en siete posteos diferentes. TW! hay menciones de violencia y escenas que pueden resultar gráficas para algunas personas. Por favor, discreción. Todos los personajes aquí mencionados son parte de la historia original que estoy haciendo, un remake de una novela colectiva de este foro.
proserpina
first
first
personajes: Frances Makira & Meyline Barros. ● autore: Spirwell. ● nº palabras: 16k.
—¿Segura que estás bien? —pregunté.
Ella me sonrió, como si mi preocupación fuese algo lindo, algo dulce y tierno que pudiera poner su dedo alrededor, tenerlo en su mano, y admirar. Para mí, sin embargo, era un nudo en la boca de mi estómago, tomando prisionero mi esófago, con el pago de un rescate pendiente, que no podía abonarse en dinero o desaparecer. Tan sólo se arrojaría al depósito en mi cabeza, junto a otra miles de cosas con las que cargar en la cervical.
Tomó mis manos, las suyas estaban frías, y besó mis nudillos. Casi parecía creer que una sonrisa suya podía arrastrarme fuera de la prisión de mis propias preocupaciones. A veces se sentía así, por un momento, un segundo, una vida entera que pasaba frente a nuestros ojos. Ni siquiera podía oír la voz de mis pensamientos, esa que está gritando todo el tiempo, que me recuerda lo que yo olvido y me hace olvidar lo que intento recordar. Por ese instante que parece eterno, pero jamás dura lo suficiente, soy toda suya. Todo el mundo, el universo mismo, la fuerza gravitacional del cosmos, se para para que yo pueda observarla con atención, en su estado natural, en su estado más bello. Y el que jamás se repite de la misma forma, como un copo de nieve. Ella ríe, con su voz resonándome en los huesos, y yo siento que vivo por esa vibración.
Asintió con la cabeza, porque mi rostro aún tenía parte de la ansiedad pintada, se acercó y acarició mi mejilla. Incluso aunque tenía todo el poder de destruir, incluso a mí, me dedicaba las caricias más suaves y cargadas de un diferente poder, uno que podría mover montañas y redirigir ríos. Y yo era el testigo de milagros terrenales, que las multitudes parecían ignorar. Podría predicar por ellos todos los días, hasta que incluso el sol se aburriera de mis palabras. Pero, también quería guardar el secreto, porque había encontrado un tesoro que no podría replicar, y quizás, jamás volver a presenciar: la existencia misma de ella.
—Claro que lo estoy —respondió por fin—. Vamos, no quiero que pongas esa cara. Sé que no podés saber cuál es, pero cuando tus cejas hacen esa pequeña tensión —tocó sobre mis ojos con uno de sus dedos—, siempre estás preocupada. ¿No te he dicho que, pase lo que pase, te protegeré hasta que la voluntad se me quiebre?
—O los huesos —agregué.
Ella se rió, porque también recordó toda la frase, y cuándo me lo había dicho por primera vez. Sus manos abandonaron mi rostro, y tomaron una de las mías, escondiéndola de los ojos curiosos, en el bolsillo de su vestido. Cual afortunado robo inocente, donde yo era aquello preciado, me cubrió incluso los hombros con su propia capa, llevándome lejos de la entrada del castillo. A su lado, iría hasta el fin del mundo sin tener que pensarlo ni una vez.
—O los huesos —asintió—. Lo que suceda primero.
Habíamos planeado todo un día juntas. Desde el desayuno, hasta la cena. Yo me sabía el itinerario, tan bien como la posibilidad que no pudiéramos completar ni las primeras paradas. Porque a veces, sólo necesitaba su compañía, su cálido abrazo, y su notable presencia, como el de una diosa, para que mi día pase corriendo.
Ignoraba a su vez, todo lo que podría preocuparme, lo que me atormentaba desde que abría los ojos, hasta que los cerraba, y también aquello que me perseguía en sueños. Ella, mi propio amuleto, era todo lo que quería.
Pero incluso su magnificencia, similar a un sol, no lograba ahuyentar los grises nubarrones de la melancolía que se orquestaba sobre mis hombros. Y aunque yo era muy fuerte a causa de los años, y sabía cómo abrir los brazos a aquellos sentimientos, estos nunca dejaban de tratar a mi ser como si fuese de ellos, destrozando con cada visita, un poco más de mis capacidades, y mis esperanzas. Podía saber con la seguridad de mis mejores días, que mi felicidad era algo real y tan accesible como estar frente a un árbol, y extender la mano para tocar sus hojas. Que mi amor por la persona más maravillosa que conocería en toda mi miserable existencia, y su amor de vuelta, era capaz de entibiar mi corazón y hacer de mi soledad más soportable. Pese a todo aquello, no era suficiente.
Igual que pensar en el astro rey, aún durante las precipitaciones más peligrosas, donde el cielo parece desmembrarse a sí mismo, sangrar rayos y gritar truenos, aún cuando es el fin del mundo que se acerca a cada minuto, el sol sigue en su lugar, orbitando alrededor de la tierra. Y así estaba yo, doblándome sobre mí misma, revolcándome en mi propia desgracia ojos para dentro de mi propio cráneo. Mi cuerpo seguía de pie, obrando como debía, respondiendo como se esperaba, y esperando cada momento de cada día a que los rayos de mi propia estrella ahuyentaran tan sólo un poco las tinieblas que se habían adherido a mi esencia con los infortunios de la vida. Cuando ella entraba por la puerta, parecía que la luz abrazaba su silueta y la realzaba con el color del oro. Entonces yo, aún cuando sufría por dentro, aplazaba incluso mi aliento, para absorber de ella su existencia.
Tan sólo bastaba para verle el rostro, intentar adivinar la expresión que me presentaba, para dar con la excusa perfecta. Podía poner dentro de una bolsa, aquellos demonios insaciables que tenía como mercenarios en busca de mí, su botín, junto con todo residuo que sobrara y que no me sirviera. Ataría esta bolsa, la colgaría sobre mis hombros y la cargaría contenta, de saber que no debía meter la mano en aquella caja de Pandora, porque mi atención tenía una vacante libre cuando mi amor estaba presente.
—Lamento no poder realizar todo lo que teníamos planeado, sé que no te gusta improvisar con este tipo de cosas —se lamentó ella, en voz baja, sólo para mí, y para el duende que descansaba en mi hombro, borracho de mis preocupaciones líquidas, que se escurrían de mi cuerpo, las cuales él bebía tan encantado.
El deber poco conocía de los descansos del cuerpo mortal, y no podía sino compadecer a mi amada por ser esencial en la vida de muchas más almas que la mía. Apreté su mano, pues no tenía tiempo siquiera de pensar en algo que decir que no fuera la verborragia que se agitaba como las olas en los confines de mi cerebro. Verla ir era de lo más difícil, honda en mi pecho la sensación que no había suficiente horas en el día para disfrutar de su estadía a mi lado.
Por otro lado, la recompensa por el sacrificio era de lo más dulce.
No era, jamás lo he sido, una persona de instintos animales. En todo caso, soy escéptica de estos porque no puedo entenderlos. No comprendo la lógica de las mentes tan similares a las mías, que parecen haber sido calibradas con otras capacidades, las cuales no tengo acceso. Incluso entre ella y yo, mi amor, nuestros caminos cerebrales son tan extensos como el de cualquiera, y dan tantas vueltas que a veces se unen. Donde jamás parecían siquiera acercarse, era en un vértice vital de la lista de placeres de ella, el cual yo apenas tenía como una actividad agradable. Gracias a los dioses, aunque obrar a diario me resultaba una tarea insoportable, observar y maravillarme pasmada como si fuese la primera vez, me era tan gratificante como a cualquiera a mi alrededor.
Podía ser testigo, junto con tantas personas que tenían su completa atención en ella, de la forma en que se movía su cuerpo. Una persona completamente diferente, poco conocida, un peligroso depredador, con pasos estudiados, a punto de comenzar el ritual tan extraño de la caza de su presa. En esta oportunidad, ella ya no vestía su capa, lo que dejaba a la vista el largo cuello en su piel tersa y la forma de sus hombros. Su cabello trenzado caía desparramado por su espalda, con los pequeños adornos que yo había ayudado a colocar en él, brillando como pequeñas estrellas. Yo veía maravillas en esa mujer que con gracia y destreza comenzaba a enfrentarse con una pobre víctima, que tenía más miedo que coraje, en lo que los otros veían la promesa de sangre y el entretenimiento de la adrenalina sin ser parte.
Recordé brevemente cuando yo fui la pobre víctima enfrentada a su grandioso porte. Estaba tan concentrada en calmar la situación, pues sabía que los intentos no tendrían sus frutos, que no la había mirado más que lo que se mira a un desconocido pasar. Pues, eso era para mí. Alguien nuevo, que no quería conocer, del cual quería escapar. Sin embargo, luchar contra su poder y dominio sería estúpido, pues, incluso cuando de ella sabía apenas su nombre, estaba segura que podría hacer de mí cualquier cosa que se le ordenara. Una persona que sigue las reglas, no era exactamente una descripción que le hiciera justicia. Pues estas debían coincidir con sus propios morales, sin embargo, en esa época no tenía opciones de las que disfrutar. Cada deseo de los superiores se volvían indicaciones para ella, y pocas veces tuvo el privilegio de negarse a los pedidos.
No había necesitado nada para quebrarme. Quizás haya sido una gran coincidencia, el movimiento de los planetas en alineación perfecta. La razón la desconozco incluso hoy, pues sólo recuerdo de ese momento cómo el aire se me escapaba de los pulmones aunque nadie estuviera asfixiándome. ¿Qué me había hecho, esa chica tan misteriosa? ¿Apurarme y perseguirme, como una voz maligna adherida a los oídos, en un mantra repetitivo que siempre decía lo mismo mientras que yo sentía que cada vez que lo oía me llenaba de nervios y estos se acumulaban en mi resistencias? Vamos, vamos, decía. Sé que se disculpaba mientras por el otro lado, pinchaba mis costados. Yo deseaba que se callara de una vez. Me mareaba. Se había metido a mi cerebro, y lo había congelado, lo había encantado con sus palabras y yo sólo quería rogar porque tuviera piedad de mí y me dejara en paz.
Esa chica misteriosa ignoró mis deseos, los hubiera ignorado también si yo los hubiera profesado a los gritos. Pues, segura cómo era de sí misma, su método no sólo tenía resultados, sino que los tuvo conmigo. Entonces caí yo, sobre mis rodillas, liberando por primera vez, junto a gritos y llantos, el don por el que había corrido detrás tantos años. En un instante, ella había sacado de mí interior, partes que ni siquiera conocía. Un huracán.
Su accionar me había obsequiado una nueva mirada a mis adentros. Me había mostrado, incluso sin decir una palabra sobre el tema, que tenía un renovado valor y valía, capaz de darme una nueva motivación para el enfoque de mi existencia misma. Ella no sabía lo que había hecho por mí, excepto lo que debía. Aunque podría jamás entenderlo, yo estaba en deuda con ella de formas indescriptibles. Esa fue la razón por la cual no quise alejarla, incluso cuando tenerla cerca me generaba sensaciones muy diferentes a las que ahora sentía por ella. Pese a todo, me había prometido que estaría cerca de ella para asistirle, si la oportunidad se me fuera a presentar.
Mi suerte era grande, porque mi asistencia era casi a diario. Pues, cuando ella aceptaba esa parte de su deber, que era iniciar a nuevos miembros de Clan, pelear amistosamente con emisarios de otras regiones, o hacer una muestra de entretenimiento bélico, aunque solía ganar, jamás salía por completo ilesa de esos encuentros. Yo me preocupaba, y ella sonreía encantada por el subidón de energía que incluso la derrota le provocaba. Entonces, en esas ocasiones era yo la responsable de las dos, y me tragaba su atractivo por los ojos para grabarlos eternamente en mi memoria. Porque cualquiera que la viera al menos una vez luchar, estaría de acuerdo conmigo: Meyline Barros era atractiva por donde se la mirase, y su destreza, movimientos y porte la volvían un faro de deseo como de admiración.
Hacía tiempo, cuando era más joven, las iniciaciones eran un encuentro violento y traumático donde se doblegaba al objetivo hasta romperlo. Por suerte, varias cosas habían cambiado. Entre ellas, el acceso al entrenamiento de todos los miembros del Clan, incluso aquellos que no tenían un don desarrollado. Por lo que Meyline no se enfrentaba esta vez a un inexperto soldado, pero a un joven entrenado. El cual, por su supuesto, aún con la experiencia tenía miedo de verse en una lucha contra alguien que podría destruirlo, literalmente. Pues ella tenía la peor de todas las habilidades, creadora de una energía cósmica que podría destruir todo a su paso. Y, por muy prometedora que pueda sonar dicha habilidad, jamás la vi haciendo uso de esta, sino de sus capacidades físicas en batalla, y otro tipo de encantamientos cuando eran necesarios.
Entonces, ella tomaba de las instalaciones de armas una espada, o podía ser un hacha o incluso un grupo de dagas. Giraba en sus dedos el mango, hasta estudiar por completo a su rival, y atacaba. La gente no gritaba hasta que el combate finalizaba, pero nunca hubo una pelea en silencio. Era una cuestión de respeto, muchos de los espectadores habían tenido que pasar por algo similar, y con ello, conocían por completo que preferían oír una voz a cientos de ellas como un monótono chillido. Por lo que Meyline le hablaba al oponente, incluso si era para burlársele. Combinado con el enfrentamiento físico, podía acelerar las cosas.
En esta ocasión, había tomado una espada y un largo cuchillo, lo que a mí me parecía como otra espada. Alguien con mayor idea diría que era una daga muy funcional. Y todo se volvía muy dinámico. Su estatura y su facilidad para desplazarse la hacía saltar de un lado al otro, para atacar justo cuando lo necesitaba. No se sobrepasaba, pues quién tenía el control debía ser ella. El joven, mucho más bajo que ella, strava despacio por el camino del dilema. No sabía cuán fuerte debía golpearla, o si estaba bien cómo estaba defendiéndose. Pues, Meyline no sólo era una Destructora conocida por ser de las pocas en la región, sino soldado condecorado que había servido incluso para la liberación y protección de personas muy importantes. Era humano dudar, y mucho más lo era errar. Así que, cuando el joven hizo ambas en un movimiento que lo dejó expuesto, ella aprovechó la oportunidad para lanzarlo al piso.
Era por lo menos, un deleite ver su sonrisa, y su confianza frente a los movimientos frenéticos del otro. Ni siquiera estaba segura de que estuviera sudando. Parecía que todo, ella lo había previsto. Tan buena como era, también ansiaba un buen desafío, por lo que solía equilibriar la escena, dejándose debilitar para animar al iniciado a confiar en sí mismo. En el golpe de vuelta, por haberlo hecho caer de bruces al suelo, recargado con el sentimiento de la vergüenza, ella se movió menos de lo que necesitaba y la espada contraria rasgó el costado de su vestido, y llegó hasta su corsé. De no haber estado aquella barrera, una línea de sangre estaría sobre su piel, abierta.
Yo me cubrí la boca, sorprendida, aún si podía haber imaginado. Meyline se reía otra vez, alimentado las emociones que tenía alrededor. Los ataques se volvieron más violentos y decididos, al punto en el que su sonrisa se borró y ahora todo su rostro era la máscara de la concentración. Perdió su daga en un momento, lo que dejó la herramienta para bloquear los golpes lejos del círculo de pelea. Ahora sólo tenía la espalda, y yo temía que su ambición la dejara magullada.
Hubo un destello de luz, brillante en la opacidad de los días de invierno. Entonces el enfrentamiento fue dado por concluído, y también la iniciación. El joven tenía el nuevo don revelado, su habilidad para crear cegadores rayos de luz. Todo el mundo, aguantándose desde el inicio, desató los gritos que estaban esperando para lanzar con apremio. Aplaudieron y vitorearon, pues el joven había sido descubierto, y cada vez que eso ocurría, le seguía una merecida celebración. La multitud estaba feliz, pero el iniciado, aún resentido por las risas que había provocado la humillación que necesitó para descubrirse, hizo uso de su don y disparó esta explosión similar al sol contra Meyline, desprevenida ya pues se acercaba a hablar con el chico.
El descuido le salió caro, y cayó de espaldas. Su mano soltó la espalda, y sus manos desnudas era todo lo que tenía para defenderse del otro, que aún tenía su arma por el mango. Fue, un instante. Ella se paró, se preparó y arremetió, evitando cada corte que rasgó el aire hasta acercarse lo suficiente al joven y propinarle un golpe en el abdomen. Los espectadores volvieron a sus lugares, inseguros de marcharse o continuar viendo. El cuerpo del iniciado se dobló en dos, y ella subió su rodilla para golpearle la cara. Eso llevó al otro a trastabillar. Se puso de pie como pudo, y lanzó un grito, en dirección a Meyline otra vez. Ella estudió el golpe, y se agachó, para que la trayectoria pasara por arriba de su cabeza.
Provechoso de la oportunidad, este tomó sus trenzas y tironeó de ellas. Ahí, le propinó un golpe en el rostro y supe que el espectáculo se había acabado. Por fin le estaban dando lo que ella tanto quería, una pelea de verdad. Había cortado alguna parte de su ceja o su mejilla, no estaba segura. Sólo podía ver a la distancia la sangre en su rostro oscuro. La emoción se llevó lo mejor de ella. En pocos segundos, su codo se conectó con las costillas del chico, y la escena dio un giro en el aire. Uno de sus puños se estampó contra su rostro, y lo tomó de las tiras del uniforme para alzarlo apenas sobre el suelo. Le dio un sacudón, como el que le dan a uno para despertarse de un mal sueño, acto seguido lo lanzó lejos de ella. El chico rodó por el piso, aún molesto, y encontró su arma cerca. Pero el pie de Meyline estaba en su mano, pisándole con fuerza los dedos hasta que este gritó del dolor.
—Si querés terminar en una pieza, te recomiendo que te rindas ahora mismo.
Y el tono me sacudió incluso a mí los huesos. El otro, aceptó de mala gana.
Sólo ahí pude respirar otra vez.
—¿Estás bien? —pregunté, revisando con la luz de la vela los contrastes de su rostro.
Ella tenía un corte, como había predecido, en la ceja, bajo el hueso. No le hinchará el ojo, pero dolería mañana también. Gracias a que aún hacía frío, sólo necesitaba salir del cuarto y poner un poco de agua en un balde de metal. Este congelaría, como si fuese hielo. De mientras, también le limpiaba el rostro con el ceño fruncido. No estaba molesta, creo, pero la preocupación no me había abandonado desde que la sentí la primera vez.
—No me duele, en serio —me aseguró ella. La pelea la había emocionado, el desacato la había vuelto consciente de lo sucedido. Le tomó mucho tiempo pensar en ello, mientras me acariciaba las manos—. ¿Te preocupé?
—Un poco.
Besó mis manos.
—Lo siento, habibti. Me dejé llevar.
—Lo sé —suspiré—. Sin embargo, al menos tuve mi recompensa por dejarte ir a iniciar aquel chico. Verte en tu estado natural, por supuesto. El más atrevido de todos, es… bueno, ya sabés.
Ella encantada por la pérdida de mis palabras, incapaz de terminar la oración, negó con la cabeza. Sus ojos oscuros eran los de un perrito, desconocedores e inocentes. Yo sabía que necesitaba menos de una chispa, para que su expresión cambiara por completo y se despertara otro tipo de apetito el cual yo nunca podía saciar, aunque intentara. El recuerdo de su desempeño en la tarde, magnética como sólo podía serlo ella, me devolvió el hormigueo en el abdomen.
Ahora sus pensamientos estaban dirigidos a mí, y aunque yo retrocedía en la cama, ella avanzaba, con la misma decisión que había demostrado en la iniciación. Implacable, yo era la presa ahora y el pulso se me aceleraba en lo que buscaba algún pensamiento coherente en mi cabeza. Besó mis labios, y yo puse mis manos en los costados de su rostro. Se quejó del dolor y rompí el beso, buscando qué había hecho mal. Tenía todas las campanillas chillando en señal de alarma, casi al punto de quejarme audiblemente por ello.
—Por mucho que me gustaría terminar la noche de una forma diferente, una bebida caliente es lo único que puedo ofrecerte. Creo que mi final está llegando pronto, los chicos que tienen diez años menos me están dando palizas —se lamentó, poniéndose de pie de la cama y con un quejido, revisando su propio cuerpo en busca de heridas internas.
—No, no —dije yo—. Así no lo hagas, dejame a mí.
Puse mis manos sobre las de ellas, y las quité de su propio cuerpo. Era de noche ya, no había nada que hacer, excepto estar despiertas un poco más hasta que pudiera dormirme. Aunque la fiesta sí se había llevado a cabo, ni yo tenía deseos de asistir, ni Meyline de estar sola en ella. Por lo que, lo más lógico sería quitarse las pesadas capas que nos protegían del frío y acurrucarnos en la cama, en la seguridad de los brazos de la otra.
Busqué el nudo más cercano que tenía, para comenzar a deshacerlo. El peto de su corsé, ajustado con alfileres fue lo siguiente que quité. No quería ver arriba, porque su rostro estaba muy cerca del mío y necesitaba que mis dedos y mi cerebro funcionaran lo suficiente para desvestirla correctamente antes de olvidarme mi propio nombre. Entonces, seguí desatando la falda. Hice que alzara los brazos, y que los mantuviera ahí, en lo que yo rodeaba su cintura para soltar los lazos que aseguraban todo el vestido en su lugar.
—Quizás —dije yo, peleando con el lazo—, si no te empeñaras en llevar al límite a todos los iniciados, ellos no se molestarían tanto durante el combate.
Hizo una mueca. También estaba pensando en eso.
—Quiero ahorrarles el daño —me explicó—. Hay muy pocas personas capacitadas para iniciar a los nuevos, y las opciones van entre Mentalistas y Empatías. Y no para hacerles entender sus sentimientos. Pensé que un momento al límite les ahorraría las pesadillas y los prepararía para el verdadero combate. Ahora creo que estoy equivocada.
—No tenés que ser vos quién lleva toda la culpa, mi amor.
Quitándole ya las mangas y la última de las faldas, la miré por un momento. Estaba frente a mis ojos, pero no estaba ahí, en la habitación, conmigo. Estaba pensando en cómo sus acciones afectaron a ese chico, y cómo esas mismas acciones habían afectado a otros. Tenía una responsabilidad a veces demasiado grande, la de soportar ser quien diera el mal momento a las personas, porque ya pensaban mal de ella desde un inicio. La diferencia no sería demasiada.
En batalla, su facilidad para intimidar a los demás era aplaudida. En la vida después de ello, era justo lo que no quería mostrarse demasiado. Por ello, me rompía el corazón las decisiones que tomaba por el llamado "bien común", donde ella hacía el trabajo sucio, y el resto podía llevarse el crédito. Para Meyline, era la solución más obvia, pues eso no afectaba al Clan. Solía ponerse tanto en los zapatos del resto, que olvidaba lo difícil que podía ser usar los suyos.
—Me pregunto cómo estará el chico —murmuró en voz baja.
Estaba tan distraída en ello, que aún tenía los brazos levantados, aunque ya vestía sólo lo esencial.
—Mañana podés ir a verlo. ¿Te duele acá?
—Debería disculparme —agregó ella.
Bajé sus brazos y la guié hasta nuestro lecho.
—Pero no en el medio de la noche. No va a dormir del susto —me reí, pero en realidad no tenía nada de divertido. Era ese tipo de risa que soltaba cuando alguien o algo me generaba… bueno, sentimientos buenos y compasivos.
Ella sonrió, sin decir algo en respuesta. Me abrazó de golpe, cayendo lento en la cama. Su cuerpo, grande y tibio, me llegó como una manta contra el frío. Estaba mi rostro, siempre caliente a su lado, contra su pecho, presionado, oyéndole latir su corazón. Un órgano que podía hacerme sentir tan agradecida porque nunca dejara de funcionar, que la mantuviera viva y que este también le permitiera al resto de su cuerpo, sentir felicidad en cualquier ocasión, aunque yo no estuviera o fuera parte de su vida en ese momento. Mi mayor deseo no era ser feliz, sino saber que aquellos que amo, son felices. A mí me conformaba sólo no ser miserable todos los días, pese a que las maravillosas personas que me rodeaban hicieran todo lo posible por aliviar la carga, mi propio fracaso me llenaba de culpa. Por lo que, sólo podía esperar para ellos las mejores intenciones.
En este caso, Meyline era alguien a quién parecía jamás poder devolverle todo lo bueno que hacía por mí. Tal vez por ello, intentaría devolvérselo de la mejor forma que podía: con todo el amor que su mera existencia me generaba.
Ni siquiera había notado que estaba quedándome sin aire, hasta que sentí que la habitación se estaba volviendo borrosa. Abrí la boca, para decir algo, y dejé salir un quejido. Eso puso en alerta a la guerrera que tenía sobre mí en un abrazo perezoso. Podría decir que hasta se asustó, porque, en un intento por darme espacio para respirar pero sin dejar de revisar mi estado, clavó las rodillas en la cama, y se enredó con el largo de su ropa interior y casi se cae otra vez sobre mí. Pocas veces la veía ser torpe a mi alrededor, cuando parecía que cada paso que daba ya lo había estudiado antes de considerar darlo. Cairo decía que fuera de mi vista, ella era tan torpe como un niño desarrollando el equilibrio, pero jamás había podido presenciarlo. Murmuró una disculpa, tirando la tela fuera del agarre de sus rodillas, y hasta oí a la tela desatarse, o quizás a unas costuras soltarse. La conciencia volvía a mí.
Ella puso sus manos a los costados de mi rostro, sosteniendo todo el resto de su cuerpo sobre mí. Me miraba con ojos preocupados, buscando otra señal de incomodidad o dolor que pudiera ofrecerle mi rostro, sin que yo supiera lo que expresan mis facciones. Algunos mechones de su cabello trenzado cayeron a los costados de su rostro, y por su espalda también. Parecía que al cielo ella lo había reemplazado, y sus ojos eran las estrellas. Ella era incluso la luna, con su ropa interior blanca cubriendo su cuerpo firme y poderoso, con la atracción que movía a los océanos y a los mares a seguir a Artemisa cada vez que esta salía completa en la oscuridad de la noche.
Acaricié su mejilla, asegurándome de que me fuera a creer cuando le dijera que estaba bien.
—Me olvidé de respirar, no es nada —me reí—. Y no podés enviarle una carta al chico.
Ella suspiró derrotada, fingiendo que se desmoronaba en cuanto yo leí la otra parte de sus pensamientos. A veces podía leerla también, como ella podía hacerlo conmigo. Sin embargo, yo estudiaba a un rostro a la vez, por lo que podía absorber de ella y de nadie más, cada minúsculo gesto y cada cambio en su voz. Su ávida mente estaba preparada para tantear y entender a las personas en grupo, lo que me permitía esconder mis propias reservas para más tarde.
—Podría hacerlo. Una disculpa formal —insistió.
—Creo que más honesto sería, que mañana hablaras con él.
—Me siento terrible. Lamento haberte preocupado.
Besé su frente.
—Lo sé. Vení —me deslicé de sus brazos para poner mi cuerpo a lo largo de nuestra cama, y palmé la superficie plana—, recostate conmigo.
Ella sonrió, esta vez rendida por fin de sus intentos por escapar de la habitación para explicarle al pobre chico, y a quién sabe cuántos más, que sus acciones no estaban mal intencionadas, y que todo lo hacía por un bien mayor. Pero la noche ya estaba avanzada, la mayor parte de las personas debían seguir bailando y festejando hasta emborracharse hasta el desmayo, tocando música y zapateando al ritmo. Que ella llegara, sólo arruinaría el clima festivo y el buen humor del iniciado, al tener una fiesta al coste de un momento de humillación.
La abracé, acariciando su cabello hasta que sus hombros se hubieran aflojado por fin. Dejé que mi mano acariciara la definición de sus músculos, sobre la tela, delineando cada curva que subiera hasta el nacimiento de su nuca. Tarareé una melodía como una nana, besando su cabeza de a ratos. Sabía que ella se había dormido finalmente, pero yo quería disfrutar de la presión de su cuerpo, como el de una bestia peligrosa y mortal, indestructible e impecable, con un corazón grande y tierno que amaba y estaba listo para arriesgar su vida por cualquier persona que lo mereciera. Era la belleza mucho más que física, y yo la amaba por ello.
Tanto como amaba cuidar de ella.
Murmuró en sueños una pequeña frase. Yo la había oído antes, sólo que no podía descifrar qué significaba. Incluso podía repetirlo de memoria.
Ya rouhi.
يا روحي.
Ella me sonrió, como si mi preocupación fuese algo lindo, algo dulce y tierno que pudiera poner su dedo alrededor, tenerlo en su mano, y admirar. Para mí, sin embargo, era un nudo en la boca de mi estómago, tomando prisionero mi esófago, con el pago de un rescate pendiente, que no podía abonarse en dinero o desaparecer. Tan sólo se arrojaría al depósito en mi cabeza, junto a otra miles de cosas con las que cargar en la cervical.
Tomó mis manos, las suyas estaban frías, y besó mis nudillos. Casi parecía creer que una sonrisa suya podía arrastrarme fuera de la prisión de mis propias preocupaciones. A veces se sentía así, por un momento, un segundo, una vida entera que pasaba frente a nuestros ojos. Ni siquiera podía oír la voz de mis pensamientos, esa que está gritando todo el tiempo, que me recuerda lo que yo olvido y me hace olvidar lo que intento recordar. Por ese instante que parece eterno, pero jamás dura lo suficiente, soy toda suya. Todo el mundo, el universo mismo, la fuerza gravitacional del cosmos, se para para que yo pueda observarla con atención, en su estado natural, en su estado más bello. Y el que jamás se repite de la misma forma, como un copo de nieve. Ella ríe, con su voz resonándome en los huesos, y yo siento que vivo por esa vibración.
Asintió con la cabeza, porque mi rostro aún tenía parte de la ansiedad pintada, se acercó y acarició mi mejilla. Incluso aunque tenía todo el poder de destruir, incluso a mí, me dedicaba las caricias más suaves y cargadas de un diferente poder, uno que podría mover montañas y redirigir ríos. Y yo era el testigo de milagros terrenales, que las multitudes parecían ignorar. Podría predicar por ellos todos los días, hasta que incluso el sol se aburriera de mis palabras. Pero, también quería guardar el secreto, porque había encontrado un tesoro que no podría replicar, y quizás, jamás volver a presenciar: la existencia misma de ella.
—Claro que lo estoy —respondió por fin—. Vamos, no quiero que pongas esa cara. Sé que no podés saber cuál es, pero cuando tus cejas hacen esa pequeña tensión —tocó sobre mis ojos con uno de sus dedos—, siempre estás preocupada. ¿No te he dicho que, pase lo que pase, te protegeré hasta que la voluntad se me quiebre?
—O los huesos —agregué.
Ella se rió, porque también recordó toda la frase, y cuándo me lo había dicho por primera vez. Sus manos abandonaron mi rostro, y tomaron una de las mías, escondiéndola de los ojos curiosos, en el bolsillo de su vestido. Cual afortunado robo inocente, donde yo era aquello preciado, me cubrió incluso los hombros con su propia capa, llevándome lejos de la entrada del castillo. A su lado, iría hasta el fin del mundo sin tener que pensarlo ni una vez.
—O los huesos —asintió—. Lo que suceda primero.
Habíamos planeado todo un día juntas. Desde el desayuno, hasta la cena. Yo me sabía el itinerario, tan bien como la posibilidad que no pudiéramos completar ni las primeras paradas. Porque a veces, sólo necesitaba su compañía, su cálido abrazo, y su notable presencia, como el de una diosa, para que mi día pase corriendo.
Ignoraba a su vez, todo lo que podría preocuparme, lo que me atormentaba desde que abría los ojos, hasta que los cerraba, y también aquello que me perseguía en sueños. Ella, mi propio amuleto, era todo lo que quería.
Pero incluso su magnificencia, similar a un sol, no lograba ahuyentar los grises nubarrones de la melancolía que se orquestaba sobre mis hombros. Y aunque yo era muy fuerte a causa de los años, y sabía cómo abrir los brazos a aquellos sentimientos, estos nunca dejaban de tratar a mi ser como si fuese de ellos, destrozando con cada visita, un poco más de mis capacidades, y mis esperanzas. Podía saber con la seguridad de mis mejores días, que mi felicidad era algo real y tan accesible como estar frente a un árbol, y extender la mano para tocar sus hojas. Que mi amor por la persona más maravillosa que conocería en toda mi miserable existencia, y su amor de vuelta, era capaz de entibiar mi corazón y hacer de mi soledad más soportable. Pese a todo aquello, no era suficiente.
Igual que pensar en el astro rey, aún durante las precipitaciones más peligrosas, donde el cielo parece desmembrarse a sí mismo, sangrar rayos y gritar truenos, aún cuando es el fin del mundo que se acerca a cada minuto, el sol sigue en su lugar, orbitando alrededor de la tierra. Y así estaba yo, doblándome sobre mí misma, revolcándome en mi propia desgracia ojos para dentro de mi propio cráneo. Mi cuerpo seguía de pie, obrando como debía, respondiendo como se esperaba, y esperando cada momento de cada día a que los rayos de mi propia estrella ahuyentaran tan sólo un poco las tinieblas que se habían adherido a mi esencia con los infortunios de la vida. Cuando ella entraba por la puerta, parecía que la luz abrazaba su silueta y la realzaba con el color del oro. Entonces yo, aún cuando sufría por dentro, aplazaba incluso mi aliento, para absorber de ella su existencia.
Tan sólo bastaba para verle el rostro, intentar adivinar la expresión que me presentaba, para dar con la excusa perfecta. Podía poner dentro de una bolsa, aquellos demonios insaciables que tenía como mercenarios en busca de mí, su botín, junto con todo residuo que sobrara y que no me sirviera. Ataría esta bolsa, la colgaría sobre mis hombros y la cargaría contenta, de saber que no debía meter la mano en aquella caja de Pandora, porque mi atención tenía una vacante libre cuando mi amor estaba presente.
—Lamento no poder realizar todo lo que teníamos planeado, sé que no te gusta improvisar con este tipo de cosas —se lamentó ella, en voz baja, sólo para mí, y para el duende que descansaba en mi hombro, borracho de mis preocupaciones líquidas, que se escurrían de mi cuerpo, las cuales él bebía tan encantado.
El deber poco conocía de los descansos del cuerpo mortal, y no podía sino compadecer a mi amada por ser esencial en la vida de muchas más almas que la mía. Apreté su mano, pues no tenía tiempo siquiera de pensar en algo que decir que no fuera la verborragia que se agitaba como las olas en los confines de mi cerebro. Verla ir era de lo más difícil, honda en mi pecho la sensación que no había suficiente horas en el día para disfrutar de su estadía a mi lado.
Por otro lado, la recompensa por el sacrificio era de lo más dulce.
No era, jamás lo he sido, una persona de instintos animales. En todo caso, soy escéptica de estos porque no puedo entenderlos. No comprendo la lógica de las mentes tan similares a las mías, que parecen haber sido calibradas con otras capacidades, las cuales no tengo acceso. Incluso entre ella y yo, mi amor, nuestros caminos cerebrales son tan extensos como el de cualquiera, y dan tantas vueltas que a veces se unen. Donde jamás parecían siquiera acercarse, era en un vértice vital de la lista de placeres de ella, el cual yo apenas tenía como una actividad agradable. Gracias a los dioses, aunque obrar a diario me resultaba una tarea insoportable, observar y maravillarme pasmada como si fuese la primera vez, me era tan gratificante como a cualquiera a mi alrededor.
Podía ser testigo, junto con tantas personas que tenían su completa atención en ella, de la forma en que se movía su cuerpo. Una persona completamente diferente, poco conocida, un peligroso depredador, con pasos estudiados, a punto de comenzar el ritual tan extraño de la caza de su presa. En esta oportunidad, ella ya no vestía su capa, lo que dejaba a la vista el largo cuello en su piel tersa y la forma de sus hombros. Su cabello trenzado caía desparramado por su espalda, con los pequeños adornos que yo había ayudado a colocar en él, brillando como pequeñas estrellas. Yo veía maravillas en esa mujer que con gracia y destreza comenzaba a enfrentarse con una pobre víctima, que tenía más miedo que coraje, en lo que los otros veían la promesa de sangre y el entretenimiento de la adrenalina sin ser parte.
Recordé brevemente cuando yo fui la pobre víctima enfrentada a su grandioso porte. Estaba tan concentrada en calmar la situación, pues sabía que los intentos no tendrían sus frutos, que no la había mirado más que lo que se mira a un desconocido pasar. Pues, eso era para mí. Alguien nuevo, que no quería conocer, del cual quería escapar. Sin embargo, luchar contra su poder y dominio sería estúpido, pues, incluso cuando de ella sabía apenas su nombre, estaba segura que podría hacer de mí cualquier cosa que se le ordenara. Una persona que sigue las reglas, no era exactamente una descripción que le hiciera justicia. Pues estas debían coincidir con sus propios morales, sin embargo, en esa época no tenía opciones de las que disfrutar. Cada deseo de los superiores se volvían indicaciones para ella, y pocas veces tuvo el privilegio de negarse a los pedidos.
No había necesitado nada para quebrarme. Quizás haya sido una gran coincidencia, el movimiento de los planetas en alineación perfecta. La razón la desconozco incluso hoy, pues sólo recuerdo de ese momento cómo el aire se me escapaba de los pulmones aunque nadie estuviera asfixiándome. ¿Qué me había hecho, esa chica tan misteriosa? ¿Apurarme y perseguirme, como una voz maligna adherida a los oídos, en un mantra repetitivo que siempre decía lo mismo mientras que yo sentía que cada vez que lo oía me llenaba de nervios y estos se acumulaban en mi resistencias? Vamos, vamos, decía. Sé que se disculpaba mientras por el otro lado, pinchaba mis costados. Yo deseaba que se callara de una vez. Me mareaba. Se había metido a mi cerebro, y lo había congelado, lo había encantado con sus palabras y yo sólo quería rogar porque tuviera piedad de mí y me dejara en paz.
Esa chica misteriosa ignoró mis deseos, los hubiera ignorado también si yo los hubiera profesado a los gritos. Pues, segura cómo era de sí misma, su método no sólo tenía resultados, sino que los tuvo conmigo. Entonces caí yo, sobre mis rodillas, liberando por primera vez, junto a gritos y llantos, el don por el que había corrido detrás tantos años. En un instante, ella había sacado de mí interior, partes que ni siquiera conocía. Un huracán.
Su accionar me había obsequiado una nueva mirada a mis adentros. Me había mostrado, incluso sin decir una palabra sobre el tema, que tenía un renovado valor y valía, capaz de darme una nueva motivación para el enfoque de mi existencia misma. Ella no sabía lo que había hecho por mí, excepto lo que debía. Aunque podría jamás entenderlo, yo estaba en deuda con ella de formas indescriptibles. Esa fue la razón por la cual no quise alejarla, incluso cuando tenerla cerca me generaba sensaciones muy diferentes a las que ahora sentía por ella. Pese a todo, me había prometido que estaría cerca de ella para asistirle, si la oportunidad se me fuera a presentar.
Mi suerte era grande, porque mi asistencia era casi a diario. Pues, cuando ella aceptaba esa parte de su deber, que era iniciar a nuevos miembros de Clan, pelear amistosamente con emisarios de otras regiones, o hacer una muestra de entretenimiento bélico, aunque solía ganar, jamás salía por completo ilesa de esos encuentros. Yo me preocupaba, y ella sonreía encantada por el subidón de energía que incluso la derrota le provocaba. Entonces, en esas ocasiones era yo la responsable de las dos, y me tragaba su atractivo por los ojos para grabarlos eternamente en mi memoria. Porque cualquiera que la viera al menos una vez luchar, estaría de acuerdo conmigo: Meyline Barros era atractiva por donde se la mirase, y su destreza, movimientos y porte la volvían un faro de deseo como de admiración.
Hacía tiempo, cuando era más joven, las iniciaciones eran un encuentro violento y traumático donde se doblegaba al objetivo hasta romperlo. Por suerte, varias cosas habían cambiado. Entre ellas, el acceso al entrenamiento de todos los miembros del Clan, incluso aquellos que no tenían un don desarrollado. Por lo que Meyline no se enfrentaba esta vez a un inexperto soldado, pero a un joven entrenado. El cual, por su supuesto, aún con la experiencia tenía miedo de verse en una lucha contra alguien que podría destruirlo, literalmente. Pues ella tenía la peor de todas las habilidades, creadora de una energía cósmica que podría destruir todo a su paso. Y, por muy prometedora que pueda sonar dicha habilidad, jamás la vi haciendo uso de esta, sino de sus capacidades físicas en batalla, y otro tipo de encantamientos cuando eran necesarios.
Entonces, ella tomaba de las instalaciones de armas una espada, o podía ser un hacha o incluso un grupo de dagas. Giraba en sus dedos el mango, hasta estudiar por completo a su rival, y atacaba. La gente no gritaba hasta que el combate finalizaba, pero nunca hubo una pelea en silencio. Era una cuestión de respeto, muchos de los espectadores habían tenido que pasar por algo similar, y con ello, conocían por completo que preferían oír una voz a cientos de ellas como un monótono chillido. Por lo que Meyline le hablaba al oponente, incluso si era para burlársele. Combinado con el enfrentamiento físico, podía acelerar las cosas.
En esta ocasión, había tomado una espada y un largo cuchillo, lo que a mí me parecía como otra espada. Alguien con mayor idea diría que era una daga muy funcional. Y todo se volvía muy dinámico. Su estatura y su facilidad para desplazarse la hacía saltar de un lado al otro, para atacar justo cuando lo necesitaba. No se sobrepasaba, pues quién tenía el control debía ser ella. El joven, mucho más bajo que ella, strava despacio por el camino del dilema. No sabía cuán fuerte debía golpearla, o si estaba bien cómo estaba defendiéndose. Pues, Meyline no sólo era una Destructora conocida por ser de las pocas en la región, sino soldado condecorado que había servido incluso para la liberación y protección de personas muy importantes. Era humano dudar, y mucho más lo era errar. Así que, cuando el joven hizo ambas en un movimiento que lo dejó expuesto, ella aprovechó la oportunidad para lanzarlo al piso.
Era por lo menos, un deleite ver su sonrisa, y su confianza frente a los movimientos frenéticos del otro. Ni siquiera estaba segura de que estuviera sudando. Parecía que todo, ella lo había previsto. Tan buena como era, también ansiaba un buen desafío, por lo que solía equilibriar la escena, dejándose debilitar para animar al iniciado a confiar en sí mismo. En el golpe de vuelta, por haberlo hecho caer de bruces al suelo, recargado con el sentimiento de la vergüenza, ella se movió menos de lo que necesitaba y la espada contraria rasgó el costado de su vestido, y llegó hasta su corsé. De no haber estado aquella barrera, una línea de sangre estaría sobre su piel, abierta.
Yo me cubrí la boca, sorprendida, aún si podía haber imaginado. Meyline se reía otra vez, alimentado las emociones que tenía alrededor. Los ataques se volvieron más violentos y decididos, al punto en el que su sonrisa se borró y ahora todo su rostro era la máscara de la concentración. Perdió su daga en un momento, lo que dejó la herramienta para bloquear los golpes lejos del círculo de pelea. Ahora sólo tenía la espalda, y yo temía que su ambición la dejara magullada.
Hubo un destello de luz, brillante en la opacidad de los días de invierno. Entonces el enfrentamiento fue dado por concluído, y también la iniciación. El joven tenía el nuevo don revelado, su habilidad para crear cegadores rayos de luz. Todo el mundo, aguantándose desde el inicio, desató los gritos que estaban esperando para lanzar con apremio. Aplaudieron y vitorearon, pues el joven había sido descubierto, y cada vez que eso ocurría, le seguía una merecida celebración. La multitud estaba feliz, pero el iniciado, aún resentido por las risas que había provocado la humillación que necesitó para descubrirse, hizo uso de su don y disparó esta explosión similar al sol contra Meyline, desprevenida ya pues se acercaba a hablar con el chico.
El descuido le salió caro, y cayó de espaldas. Su mano soltó la espalda, y sus manos desnudas era todo lo que tenía para defenderse del otro, que aún tenía su arma por el mango. Fue, un instante. Ella se paró, se preparó y arremetió, evitando cada corte que rasgó el aire hasta acercarse lo suficiente al joven y propinarle un golpe en el abdomen. Los espectadores volvieron a sus lugares, inseguros de marcharse o continuar viendo. El cuerpo del iniciado se dobló en dos, y ella subió su rodilla para golpearle la cara. Eso llevó al otro a trastabillar. Se puso de pie como pudo, y lanzó un grito, en dirección a Meyline otra vez. Ella estudió el golpe, y se agachó, para que la trayectoria pasara por arriba de su cabeza.
Provechoso de la oportunidad, este tomó sus trenzas y tironeó de ellas. Ahí, le propinó un golpe en el rostro y supe que el espectáculo se había acabado. Por fin le estaban dando lo que ella tanto quería, una pelea de verdad. Había cortado alguna parte de su ceja o su mejilla, no estaba segura. Sólo podía ver a la distancia la sangre en su rostro oscuro. La emoción se llevó lo mejor de ella. En pocos segundos, su codo se conectó con las costillas del chico, y la escena dio un giro en el aire. Uno de sus puños se estampó contra su rostro, y lo tomó de las tiras del uniforme para alzarlo apenas sobre el suelo. Le dio un sacudón, como el que le dan a uno para despertarse de un mal sueño, acto seguido lo lanzó lejos de ella. El chico rodó por el piso, aún molesto, y encontró su arma cerca. Pero el pie de Meyline estaba en su mano, pisándole con fuerza los dedos hasta que este gritó del dolor.
—Si querés terminar en una pieza, te recomiendo que te rindas ahora mismo.
Y el tono me sacudió incluso a mí los huesos. El otro, aceptó de mala gana.
Sólo ahí pude respirar otra vez.
—¿Estás bien? —pregunté, revisando con la luz de la vela los contrastes de su rostro.
Ella tenía un corte, como había predecido, en la ceja, bajo el hueso. No le hinchará el ojo, pero dolería mañana también. Gracias a que aún hacía frío, sólo necesitaba salir del cuarto y poner un poco de agua en un balde de metal. Este congelaría, como si fuese hielo. De mientras, también le limpiaba el rostro con el ceño fruncido. No estaba molesta, creo, pero la preocupación no me había abandonado desde que la sentí la primera vez.
—No me duele, en serio —me aseguró ella. La pelea la había emocionado, el desacato la había vuelto consciente de lo sucedido. Le tomó mucho tiempo pensar en ello, mientras me acariciaba las manos—. ¿Te preocupé?
—Un poco.
Besó mis manos.
—Lo siento, habibti. Me dejé llevar.
—Lo sé —suspiré—. Sin embargo, al menos tuve mi recompensa por dejarte ir a iniciar aquel chico. Verte en tu estado natural, por supuesto. El más atrevido de todos, es… bueno, ya sabés.
Ella encantada por la pérdida de mis palabras, incapaz de terminar la oración, negó con la cabeza. Sus ojos oscuros eran los de un perrito, desconocedores e inocentes. Yo sabía que necesitaba menos de una chispa, para que su expresión cambiara por completo y se despertara otro tipo de apetito el cual yo nunca podía saciar, aunque intentara. El recuerdo de su desempeño en la tarde, magnética como sólo podía serlo ella, me devolvió el hormigueo en el abdomen.
Ahora sus pensamientos estaban dirigidos a mí, y aunque yo retrocedía en la cama, ella avanzaba, con la misma decisión que había demostrado en la iniciación. Implacable, yo era la presa ahora y el pulso se me aceleraba en lo que buscaba algún pensamiento coherente en mi cabeza. Besó mis labios, y yo puse mis manos en los costados de su rostro. Se quejó del dolor y rompí el beso, buscando qué había hecho mal. Tenía todas las campanillas chillando en señal de alarma, casi al punto de quejarme audiblemente por ello.
—Por mucho que me gustaría terminar la noche de una forma diferente, una bebida caliente es lo único que puedo ofrecerte. Creo que mi final está llegando pronto, los chicos que tienen diez años menos me están dando palizas —se lamentó, poniéndose de pie de la cama y con un quejido, revisando su propio cuerpo en busca de heridas internas.
—No, no —dije yo—. Así no lo hagas, dejame a mí.
Puse mis manos sobre las de ellas, y las quité de su propio cuerpo. Era de noche ya, no había nada que hacer, excepto estar despiertas un poco más hasta que pudiera dormirme. Aunque la fiesta sí se había llevado a cabo, ni yo tenía deseos de asistir, ni Meyline de estar sola en ella. Por lo que, lo más lógico sería quitarse las pesadas capas que nos protegían del frío y acurrucarnos en la cama, en la seguridad de los brazos de la otra.
Busqué el nudo más cercano que tenía, para comenzar a deshacerlo. El peto de su corsé, ajustado con alfileres fue lo siguiente que quité. No quería ver arriba, porque su rostro estaba muy cerca del mío y necesitaba que mis dedos y mi cerebro funcionaran lo suficiente para desvestirla correctamente antes de olvidarme mi propio nombre. Entonces, seguí desatando la falda. Hice que alzara los brazos, y que los mantuviera ahí, en lo que yo rodeaba su cintura para soltar los lazos que aseguraban todo el vestido en su lugar.
—Quizás —dije yo, peleando con el lazo—, si no te empeñaras en llevar al límite a todos los iniciados, ellos no se molestarían tanto durante el combate.
Hizo una mueca. También estaba pensando en eso.
—Quiero ahorrarles el daño —me explicó—. Hay muy pocas personas capacitadas para iniciar a los nuevos, y las opciones van entre Mentalistas y Empatías. Y no para hacerles entender sus sentimientos. Pensé que un momento al límite les ahorraría las pesadillas y los prepararía para el verdadero combate. Ahora creo que estoy equivocada.
—No tenés que ser vos quién lleva toda la culpa, mi amor.
Quitándole ya las mangas y la última de las faldas, la miré por un momento. Estaba frente a mis ojos, pero no estaba ahí, en la habitación, conmigo. Estaba pensando en cómo sus acciones afectaron a ese chico, y cómo esas mismas acciones habían afectado a otros. Tenía una responsabilidad a veces demasiado grande, la de soportar ser quien diera el mal momento a las personas, porque ya pensaban mal de ella desde un inicio. La diferencia no sería demasiada.
En batalla, su facilidad para intimidar a los demás era aplaudida. En la vida después de ello, era justo lo que no quería mostrarse demasiado. Por ello, me rompía el corazón las decisiones que tomaba por el llamado "bien común", donde ella hacía el trabajo sucio, y el resto podía llevarse el crédito. Para Meyline, era la solución más obvia, pues eso no afectaba al Clan. Solía ponerse tanto en los zapatos del resto, que olvidaba lo difícil que podía ser usar los suyos.
—Me pregunto cómo estará el chico —murmuró en voz baja.
Estaba tan distraída en ello, que aún tenía los brazos levantados, aunque ya vestía sólo lo esencial.
—Mañana podés ir a verlo. ¿Te duele acá?
—Debería disculparme —agregó ella.
Bajé sus brazos y la guié hasta nuestro lecho.
—Pero no en el medio de la noche. No va a dormir del susto —me reí, pero en realidad no tenía nada de divertido. Era ese tipo de risa que soltaba cuando alguien o algo me generaba… bueno, sentimientos buenos y compasivos.
Ella sonrió, sin decir algo en respuesta. Me abrazó de golpe, cayendo lento en la cama. Su cuerpo, grande y tibio, me llegó como una manta contra el frío. Estaba mi rostro, siempre caliente a su lado, contra su pecho, presionado, oyéndole latir su corazón. Un órgano que podía hacerme sentir tan agradecida porque nunca dejara de funcionar, que la mantuviera viva y que este también le permitiera al resto de su cuerpo, sentir felicidad en cualquier ocasión, aunque yo no estuviera o fuera parte de su vida en ese momento. Mi mayor deseo no era ser feliz, sino saber que aquellos que amo, son felices. A mí me conformaba sólo no ser miserable todos los días, pese a que las maravillosas personas que me rodeaban hicieran todo lo posible por aliviar la carga, mi propio fracaso me llenaba de culpa. Por lo que, sólo podía esperar para ellos las mejores intenciones.
En este caso, Meyline era alguien a quién parecía jamás poder devolverle todo lo bueno que hacía por mí. Tal vez por ello, intentaría devolvérselo de la mejor forma que podía: con todo el amor que su mera existencia me generaba.
Ni siquiera había notado que estaba quedándome sin aire, hasta que sentí que la habitación se estaba volviendo borrosa. Abrí la boca, para decir algo, y dejé salir un quejido. Eso puso en alerta a la guerrera que tenía sobre mí en un abrazo perezoso. Podría decir que hasta se asustó, porque, en un intento por darme espacio para respirar pero sin dejar de revisar mi estado, clavó las rodillas en la cama, y se enredó con el largo de su ropa interior y casi se cae otra vez sobre mí. Pocas veces la veía ser torpe a mi alrededor, cuando parecía que cada paso que daba ya lo había estudiado antes de considerar darlo. Cairo decía que fuera de mi vista, ella era tan torpe como un niño desarrollando el equilibrio, pero jamás había podido presenciarlo. Murmuró una disculpa, tirando la tela fuera del agarre de sus rodillas, y hasta oí a la tela desatarse, o quizás a unas costuras soltarse. La conciencia volvía a mí.
Ella puso sus manos a los costados de mi rostro, sosteniendo todo el resto de su cuerpo sobre mí. Me miraba con ojos preocupados, buscando otra señal de incomodidad o dolor que pudiera ofrecerle mi rostro, sin que yo supiera lo que expresan mis facciones. Algunos mechones de su cabello trenzado cayeron a los costados de su rostro, y por su espalda también. Parecía que al cielo ella lo había reemplazado, y sus ojos eran las estrellas. Ella era incluso la luna, con su ropa interior blanca cubriendo su cuerpo firme y poderoso, con la atracción que movía a los océanos y a los mares a seguir a Artemisa cada vez que esta salía completa en la oscuridad de la noche.
Acaricié su mejilla, asegurándome de que me fuera a creer cuando le dijera que estaba bien.
—Me olvidé de respirar, no es nada —me reí—. Y no podés enviarle una carta al chico.
Ella suspiró derrotada, fingiendo que se desmoronaba en cuanto yo leí la otra parte de sus pensamientos. A veces podía leerla también, como ella podía hacerlo conmigo. Sin embargo, yo estudiaba a un rostro a la vez, por lo que podía absorber de ella y de nadie más, cada minúsculo gesto y cada cambio en su voz. Su ávida mente estaba preparada para tantear y entender a las personas en grupo, lo que me permitía esconder mis propias reservas para más tarde.
—Podría hacerlo. Una disculpa formal —insistió.
—Creo que más honesto sería, que mañana hablaras con él.
—Me siento terrible. Lamento haberte preocupado.
Besé su frente.
—Lo sé. Vení —me deslicé de sus brazos para poner mi cuerpo a lo largo de nuestra cama, y palmé la superficie plana—, recostate conmigo.
Ella sonrió, esta vez rendida por fin de sus intentos por escapar de la habitación para explicarle al pobre chico, y a quién sabe cuántos más, que sus acciones no estaban mal intencionadas, y que todo lo hacía por un bien mayor. Pero la noche ya estaba avanzada, la mayor parte de las personas debían seguir bailando y festejando hasta emborracharse hasta el desmayo, tocando música y zapateando al ritmo. Que ella llegara, sólo arruinaría el clima festivo y el buen humor del iniciado, al tener una fiesta al coste de un momento de humillación.
La abracé, acariciando su cabello hasta que sus hombros se hubieran aflojado por fin. Dejé que mi mano acariciara la definición de sus músculos, sobre la tela, delineando cada curva que subiera hasta el nacimiento de su nuca. Tarareé una melodía como una nana, besando su cabeza de a ratos. Sabía que ella se había dormido finalmente, pero yo quería disfrutar de la presión de su cuerpo, como el de una bestia peligrosa y mortal, indestructible e impecable, con un corazón grande y tierno que amaba y estaba listo para arriesgar su vida por cualquier persona que lo mereciera. Era la belleza mucho más que física, y yo la amaba por ello.
Tanto como amaba cuidar de ella.
Murmuró en sueños una pequeña frase. Yo la había oído antes, sólo que no podía descifrar qué significaba. Incluso podía repetirlo de memoria.
Ya rouhi.
يا روحي.
Última edición por proserpina el Dom 08 Mayo 2022, 11:02 pm, editado 1 vez
proserpina
second tw: graphic violence
second
Una mañana no era tranquila si no se estaba sobre un caballo o a pie, marchando hacia una misión, por ridícula y pequeña que fuera. De lo contrario, parecía que algo me faltaba por hacer. Tener la mente en acción, y también el cuerpo. Además, las caminatas resultaban igual de agradables cuando se dirigían fuera de la ciudad. Odiaba estar en la ciudad. Odiaba el ruido, odiaba sus olores, la masa de gente que vivía demasiado junta, demasiado cerca, porque todos podían saber del otro en apenas un par de horas, y el tiempo era demasiado instantáneo para soportarlo. Por suerte, gracias a la acción del destino o de una nota sellada con un cerógrafo particular, estaba yo de camino a no sé qué pueblito a una distancia considerable de Mabelle.
Ya tenía la pesada carga mental de todos los encantamientos que se me tenían que obrar primero, antes de abandonar los límites seguros para que no fuera a caer de pronto, seca como una hoja, convertida en una anciana frágil y pálida. Que hierbas para evitar las enfermedades, que tónicos para fortalecer el cuerpo, que amuletos para alejar las situaciones de peligro para mi delicada esencia. La mitad de esas cosas no las entendía del todo, había nombres raros, yo me confundía unos con otros, y ponerme a cargo de semejante tarea sólo sería posible si tuviera escrito todo, y no hubiera una cola considerable de personas esperando para que realizara el mismo proceso una y otra vez. Dado que se negaban a facilitarme esas condiciones, no era yo quién ayudaba en esa ocasión. Meyline, por el otro lado, podía con todo lo que yo mencioné, de memoria y sin dudar.
Estuvo desde muy temprano en la mañana, mucho antes de que me despertara la primera vez, de un lado al otro, buscando y ayudando a otros con la lista de materiales para los encantamientos de protección. La primera vez que me desperté, apenas podía abrir los ojos por el sueño, y murmuré un intento de conversación tan poco coherente que caí dormida otra vez. La segunda, y la definitiva, sí me puse de pie más o menos como una persona y menos como un intento de esta. Me vestí con los dedos fríos, castañeando los dientes, hasta que me cubrí de ropas y mi cuerpo empezó a sudar del calor. Mi tarea más próxima tan sólo sería esperar a mi turno en niveles de importancia, claro está, para tener también mi trago del elixir de la vida y marchar feliz por los campos que apenas tenían caminos marcados en nuevas aventuras.
De poder vivir en una casa fuera de Mabelle, pequeña y rodeada de campos, lejos de los caminos, lo haría. Lo más cercano tenía a mi utopía era cuando el castillo quedaba a medio aforo, siendo que los nobles visitaban sus casas familiares, y muchos de los soldados tenían un momento de descanso o eran enviados a cubrir otros puestos. Me gustaba porque podía presenciar el silencio. Este, frágil, se rompía con el ruido de mis pasos, pero en cuanto yo me quedaba parada, volvía a envolver el ambiente. Mi propia respiración podría oírse sin problemas desde un extremo de la sala al otro, por la acústica en sus paredes. Y en ese silencio que no era tan, se podían percibir otros. Los pájaros cantando, el viento pasando entre las hojas, la música lejana de los artistas, y el rumor de los incansables trabajadores que charlaban entre sí, amenos de que su productividad fuera requerida tan sólo a la mitad, lo que les permitía distenderse, reírse y crear vínculos con otros sectores. Era como si las personas volvieran a ser seres de sociedad, sin importar sus objetivos, gustos o privilegios.
Esperaba, luego de mi servicio voluntario, poder adquirir tal buenas acciones que se me permitiera el exilio fuera de la ciudad. Para ello, aún me quedaba mucho camino por delante. Sin embargo, la idea de despertarme con el canto de un gallo, y recoger los huevos de mis propias gallinas, tener uno o dos animales para compañía y criar vacas sólo para verlas pastear, era motivación suficiente para soportar todo los protocolos y dar de mí, tanto como me fuera posible.
No sabía si mis propios planes se alineaban con los de mi amada, pues conocía que ella no planeaba la extensión de su vida mucho más que a mitad de esta. Luego de ese momento, en realidad no contaba con sobrevivir. Quizás era su don que podría acabar con ella, o simplemente personas en su familia no duraban lo que el resto. En todo caso, fuera como fuere, ese pensamiento siempre lograba tomarme con la guardia baja.
—Estás triste —anunció una voz en a mi espalda.
Arya se posaba con toda su altura a unos pasos de mí, en el límite de mi espacio personal, mirándome con ojos curiosos. Otra vez estaba él intentando con todas sus fuerzas, leer dentro de mi cabeza como si su habilidad fuera otra.
—Sólo un poco —le aseguré en un susurro—. Pero estoy segura que puedo con ello. Buenos días, Capitán, ¿viene con nosotros a la misión encargada o sólo pasa a saludar?
—A verte —respondió él en un asentimiento—. Supe que marcharías en la misión, y estábamos muy confundidos de leer tu nombre en la lista.
—¿Por qué?
—Porque nunca salís del castillo.
—Estoy de buen humor, Arya —bostecé, y le palmeé el brazo—, no lo arruines.
Él se rió, y palmeó de una forma muy extraña mi cabeza. Podía resultar difícil hacerlo reír, porque no solía mantener la felicidad al igual que cualquier otra emoción por demasiado tiempo. Por lo que su sonrisa llamó la atención de más de una persona a nuestro al rededor. No, no estaban alucinando, el Capitán Dhanasevi se estaba riendo.
Marchamos los dos, con mi brazo enganchado al suyo, al único lugar que me quedaba por asistir antes de poder escaparme del castillo. Arya me entretuvo e hizo del martirio mucho más tolerable, pero también actuó como la barrera perfecta para que no pudiera arrepentirme de todo aquello y encerrarme en mi pequeño cuarto compartido a la espera por mi valiente y generosa amada, en vez de acompañarla. Debo admitir que durante todo el tiempo perdido en el que me rociaron con lluvias de aromas y líquidos diferentes, mi mente divagó un poco, perdida en los confines de mi propia conciencia, con un pie justo en el borde, que me permitía responder como si estuviera en el presente, pero en realidad sólo era una capa de mí la que respondía. En realidad no era del tipo aventurera, sino, más como un gato casero. Pese a ello, también soy consiente de lo divertido que resulta para mis amigos enrolarse en misiones. Y, a veces era necesario tomar algunos pasos fuera de mi pequeño círculo de seguridad para también tener algunas memorias que compartir colectivamente.
Salvo por mis buenas intenciones, pocas ideas tenía sobre lo que haría en esta misión. Mi ayuda sería casi útil, dependiendo si hay que tratar una tormenta o un sorpresivo tornado a punto de destruir una aldea o atacar silos. Fuera de eso… en realidad no tenía entrenamiento apropiado en restauración y ayuda a los más afectados por los conflictos y zonas de devastación. Supongo que podría acelerar el clima, y dejar un bonito y brillante sol para que los caminos no se empantanen ni que el frío evite que los vecinos salgan a recibirnos. Debía preveer varios escenarios diferentes antes de sólo el momento llegara, podría resultar hasta estresante para mí y mi compañía.
Arya percibió mi estrés, elevó los ojos, alargó la mano para alcanzarme. Yo lo observé también, con los ojos bien abiertos para que no pudiera siquiera pensar en abrir la boca, porque como llamado del cielo, Meyline entraba en la habitación, silbando en voz baja. Con pequeños frascos en sus manos, y un perro pisándole los talones, mi amada entraba con todo el buen humor que sólo ella podía tener en un día ocupado. Podría fingir una sonrisa, aunque no lo necesitara. No sólo su presencia borraba de mi mente cualquier sentimiento negativo que podía acabar con mi compañero y su frágil equilibrio emocional, pero también me ponía de genuino buen humor junto al golpe pulsaciones que mi corazón tenía que pasar y al hormigueo en mis piernas y brazos por correr a ella.
Mi amada me saludó con una amplia sonrisa. Dejó apresuradamente los frascos sobre los brazos de quién me estaba preparando y se precipitó hasta mí. Puso sus palmas sobre mis mejillas, y arrugó la nariz aún contenta. Creo que me hubiera besado ahí mismo, de no haber notado la presencia extra, alta como una torre, igual de maciza, a mi lado. Arya se presentaba incómodo a demostraciones románticas de afecto.
—Capitán, Frances, me disculpo si interrumpo algo.
Arya carraspeó y puso sus manos detrás de la espalda.
—Por supuesto que no, por favor. Le estaba diciendo a Frances que nos vimos sorprendidos por su nombre en esta misión.
—¿”Nos”?
—Kali y yo.
Ella soltó una risa.
—Puedo imaginarlo.
A la distancia, sonó una campana. Quedaba poco tiempo para que el grupo marchara fuera de la ciudad, al horario programado, y no después de este. Una cuestión de seguridad, según me había dicho Arya.
Como si la campana le recordara a todos sus obligaciones, una fila de al menos cinco personas se formó fuera de la tienda. Sin sus protecciones, tampoco se les permitiría salir de la ciudad. Meyline los observó con mala cara, suspiró y se giró hacia nosotros. Soltó con dificultad mi rostro, yo extrañé el frío de sus palmas sobre mis mejillas. Se disculpó en una reverencia, pues fuera de la tienda, podía oír la risita tonta de muchachas viéndonos tan cerca.
—Capitán, si tiene dos o tres pares de manos extra, me gustaría que me lo haga saber —comentó ella, atándose a la cintura un pedazo de tela con bolsillos.
Arya asintió. Me miró, y se despidió hasta vernos más tarde. Yo me quedé ahí, aún, con los últimos encantamientos siendo realizados en mi cuerpo, sin poder marcharme también. Mis ojos se dirigieron a la silueta de Meyline, ordenando a la gente por altura, edad y peso en un santiamén. Tratando con los más difíciles primero, y dejando a los más rápidos al final.
Aparecieron dos personas más en la carpa. No para recibir los tratamientos, sino para realizarlos. Ella aplaudió al cielo, y les indicó con paciencia los pasos a seguir. Me di cuenta que me había perdido en ella, pues, no me había movido del lugar donde estaba, aunque toda la protección necesaria para mí estaba lista. Tenía las manos apoyadas sobre el abdomen, y mi cabeza observaba cada uno de sus movimientos.
Un ligero peso se manifestó sobre mi cabeza. Elevé los ojos, aunque no pudiera verme, para saber qué tenía encima. Tanteé con los dedos hasta que me topé con algo suave y aterciopelado, lo puse en mi palma para observarlo bien.
Una flor de color blanca había aparecido en mi cabeza, como arte de magia.
Meyline me miró por unos segundos, con su rostro de concentración aún plasmado. Cuando yo hice contacto visual con sus ojos, ella sonrió y se dio la vuelta.
Podía sentir el calor subiendo a mi rostro.
Sonó la campana otra vez, a la distancia.
El estruendo de las armas, sonaba justo igual que el metal de las campanas. Si me hubiese esforzado lo suficiente, quizás podría volver a ese momento. Dentro de la ciudad, en la seguridad de las murallas y los escudos, alrededor de rondas completas de guardias y soldados, preparados, sin miedo para luchar y defender. Con lanzas, escudos, con espadas y cascos, protegidos dentro y fuera de sus cuerpos, con encantamientos también. Algunos decían, que entre tantos polvos mágicos y pociones extrañas, ponían a los que salían de Mabelle, valentía líquida, para que a la noche, los fantasmas no lleguen a sus almas y no los obliguen a volver caminando hasta las grandes puertas de la ciudad.
Si la valentía se pudiera reducir a unas gotas, y hacer que cualquiera la bebiera, a mí me hubiera gustado probar sólo un poco antes de aventurarme. Para estar lista. O al menos, para poder hacer algo mientras veía el conflicto pasar frente a mi nariz.
No tenía miedo, realmente sólo estaba sorprendida. Sin embargo, mi cuerpo y mi mente iban por diferentes direcciones. Uno estaba congelado en el lugar, la otra, corría libremente sin que nadie pudiera atraparle.
Nos habían estudiado, o quizás sólo éramos una coincidencia que podía terminar muy mal. Un grupo de personas, era difícil decir cuántos, excepto que nos superaban en número, habían caído al campamento que teníamos montado. Pidiendo un lugar al lado del fuego, bajó uno de los hombres, escondiendo entre sus ropas el mango de su arma. Reconocieron las banderas, y su líder nos ofreció protección, para que nosotros le compartiéramos la comida y otros materiales.
Meyline, que estaba sentada a mi lado, me dejó entre las faldas una de sus dagas, y se puso de pie para recibir al extraño. Hablaron pocas palabras, pero yo sentía que algo andaba mal. Quizás eran las miradas que el resto de las personas en sus caballos nos daban, sin el verdadero deseo de pasar una noche tranquila, pero buscando un nuevo desafío. La música que tocaba Tahiel, no se detuvo pese a la ligera tensión, sólo bajó el sonido de la melodía, de forma que las palabras eran fáciles de oír para todos.
Cairodin, sentada al lado de Tahiel, miró a Meyline por un segundo. Luego, volvió a cuchichear con los jóvenes a su alrededor. Por lo menos, era bastante tarde para evitar que la pequeña mujer hubiera revuelto la cabeza del extraño, junto al resto de ellos, y le hubiera hecho saber a Meyline sus intenciones. Arya, quien menos sabía mantener la compostura y fingir como si nada, intentó volverse más pequeño y pasar desapercibido, jugando con sus dedos, con medio cuerpo escondido dentro de su carpa.
—Por supuesto, un poco de fuego no se le niega a nadie, en especial durante una noche tan fría. Por favor —dijo Meyline, mostrando cortesía—. Mi nombre es Meyline, y soy la cabeza de este modesto campamento.
Sólo el hombre desconocido se acercó a ella, y ambos calentaron sus manos en la fogata más cercana, que tenía una olla de agua que se mantenía caliente. Meyline le ofreció una calabaza hueca, con hierba dentro y un cilindro de caña. Un brebaje. Una infusión. Un mate. Que tampoco se negaba a nadie. Era una muestra de paz, pues lo que yo ignoraba en ese momento, eran todas las instancias que ella había planteado para evitar el conflicto. Aún conociendo los malos deseos que abundaban en la cabeza de aquellas personas.
El extraño tomó el mate. Succionó con la caña el líquido, y se rió. Las tensiones se disminuyeron, él estaba contento, no había razón para atacar. Por un tiempo, durante la noche, hubo tranquilidad.
Todo dio un brusco giro cuando, Tahiel observó con la ayuda de sus amigos especiales que los últimos miembros de tan caravana aún estaban cerca de los caballos. Y, sobre los lomos de estos animales, descansaban tres niños atados de pies y manos. Un espíritu le indicó el lugar, Cairo lo supo de él cuando entró a su mente, si es que alguna vez salía de esta, y se lo advirtió al resto del grupo.
—He visto el equipaje que llevan en los caballos, creí que era un animal, pero resulta ser humano —comentó Meyline, recibiendo el mate en sus manos, y aprisionándolo. La charla amena se había terminado—. ¿Qué me decís de eso?
Uno de los hombres en la ronda, miró con desconfianza a Meyline.
—¿Por qué preguntás?
Ella se encogió de hombros.
—No pude evitar pensar que quizás tenían hambre, es todo.
En mi cabeza, apenas percibía la voz de Cairo que intentaba indicarme algo. No podía oírla, pues, como si estuviera a la distancia, sólo percibía el rumor de su voz. Mis ojos estaban pegados en Meyline.
Otro de ellos, escupió al suelo.
—Pensá menos. Ellos están bien. Y van a estar mejor —comentó. Al final, lo cerró con una risa que fue acompañada por otras.
El primer hombre, probablemente su líder, tomó la palabra y las risas se murieron al instante.
—¿Te gustaría comprarlos?
—¿Son tus hijos?
—Eran hijos de alguien —repuso él—. Ya no.
Los ánimos comenzaban a caldearse. Oía sin entender a Cairodin de nuevo. Me gritaba, pero tenía la cabeza calcificada sobre el cuello, no podía moverme. Sólo sabía que no me había vuelto de piedra, porque mis dedos presionaron con más fuerza el mango de la daga que Meyline me había dejado. De lo contrario, creo que sería roca y hierro.
La oportunidad de comprar a los niños, había despertado el descontento en el campamento. Muy lentamente, tal cómo Meyline hacía, cada miembro se removía casi de forma invisible, cubriendo sus propias armas entre las ropas y las capas, moviendo la cabeza al compás del instrumento que Tahiel no había dejado de tocar.
No puedo decir qué sucedió primero: si la flecha que se dirigía al pecho de Meyline, cortando el aire cayó inútil frente al escudo que batió sólo con una de sus manos o el filo de las espadas que se encontraron en un castañeo evitando que la otra cortara el cuello del adversario. El conflicto empezó justo después. Kali me levantó del piso, tirándome del brazo, y ahí supe que también podía correr. Me metió entre los pastizales, y el ruido de la acción camufló todo nuestro pequeño recorrido. Kali me soltó por fin, dio un asentimiento a alguien que no podía ver y se perdió dentro de la lucha.
Natanielo estaba a mi espalda, puso sus manos en mis hombros y yo salté en mi lugar, con el corazón en la boca. Él no me dijo nada, pero me hizo señas para que lo siguiera. El caminito entre los pastizales por el que Kali me llevó, también me acercó a los caballos y miembros que tenían a los niños atados. Los brutos no querían abandonar el puesto, pero deseosos de la lucha observaban el conflicto.
—¿Qué hacemos? ¿Cuál es el plan? —mascullé a Natanielo, aún entre las sombras, para no delatarnos.
—¿El mío? Atacar. ¿El tuyo? Liberar a los niños —respondió él. Cuando me di la vuelta, tan sólo para mirar a mi costado, ya no estaba. Corría en dirección a los brutos, riéndose a carcajadas, dejándome con la palabra en la boca.
Así, terminé en mi posición inicial. Tenía al cuidado, al menos tres niños bien despiertos y asustados que dudaban sobre confiar en mí. También estaba la cuestión de que me había congelado en mi lugar, aún con la daga en mano, y con los gritos locos de Natanielo a mi alrededor. Debía improvisar, ¿cómo lograría hacer tal cosa cuando las indicaciones del plan resultaban nulas? Tampoco podría preguntarle porque el desquiciado saltaba de un lado al otro golpeando con los puños a quienes intentaban alcanzarnos.
Escondí a los niños discretamente en el pastizaje. Les rogué que me obedecieran sólo esta vez, si no querían volver con esa gente tan mala. Sólo tenía tiempo para lanzar o provocar uso de mi habilidad una única vez, de lo contrario, no sólo estaría a la vista, pero me resultaría imposible cuidar de todos. Por lo que me concentré, me temblaban los dedos y hasta las rodillas, escuchaba los gemidos de la pelea, el choque del metal, incluso podía sentir el ligero viento de la noche, la fría humedad del aire y la presión en mi piel. Cerré los ojos, y estudié el campo hasta dónde podía extender mis sentidos.
Había nubes, muy arriba en el cielo, escondidas en la penumbra. Las junté a paso apresurado, como recolectando arena, hacía mi propio castillo. Las nubes corrían, podía sentirlo, recolectaban la humedad que había en el aire, el proceso se hacía aún más rápido que de costumbre. Antes de que volviera a abrir los ojos, la tormenta estaba en nuestras cabezas, rugiendo como una bestia.
La tormenta giró sobre nosotros, con ráfagas de viento igual de violentas y apagó de sopetón la fogata más pequeña. La luz disminuía, y a todos mis amigos se los tragaba la oscuridad. Los relámpagos iluminaban apenas unos segundos la escena, entonces yo podía ver lo que pasaba. La desventaja era, que si mis ojos podían acostumbrarse a los destellos de luz, también podían los adversarios.
Meyline estaba rodeada, cada vez que se volvía visible su cuerpo, había alguien más que intentaba atacarla. Aunque se movía con destreza, y al menos desarmaba algunos de ellos, más enemigos se acercaban, algunos sin armas, pues también en el conflicto entraban las habilidades de ellos. Sabíamos cómo manejar en conjunto las nuestras, pero no cómo defendernos del todo a un grupo tan grande. Sólo quedaba confiar en que Arya afectara el coraje de los extraños, y que Cairo aprovechara sus debilidades en cuanto se topara con ellas. Figurativamente, tanto como de forma literal, estábamos a ciegas. La mejor luchadora estaba contra cinco personas esta vez, y yo sentía que el control de la tormenta se me escapaba de las manos, como si atara las nubes con sogas y ni mi voluntad fuera suficiente para controlarlo. Tenía un disparo para hacer, al menos uno antes de que perdiera los estribos, y necesitaba el tiempo para apuntarlo.
Grité el nombre de Kali, un sonido que esperé que viajara hasta sus oídos, y que entendiera las palabras que le faltaban al mensaje. Para mi suerte, él lo hizo. Lanzó una bola de fuego al cielo, y eso distrajo a muchos de los otros. Meyline aprovechó y con un rápido movimiento pasó el filo de su espada por la panza de uno de ellos, y lanzó su daga justo entre los ojos del otro. Ambos cuerpos cayeron, entonces había dos menos de los que defenderse. Pero mi alivio duró poco, pues el más grande de ellos le asestó un golpe con su hacha sobre el cuerpo de Meyline, y ella, ágil como era, evitó casi todo el corte. La sangre surgió de todas formas, en su brazo, y la manga de su vestido se desgarró la tela. Ella soltó un grito, y yo no pude seguir viendo a mis compañeros porque a su voz la conocía demasiado, no podría ignorarla aún si lo deseara. Todo mi cuerpo estaba en su dirección, y sabía que estaba dejándome ver pero no me importaba, no tenía la habilidad para defenderme, pero si me moría ahí mismo, al menos quería ver su rostro y que ese fuera el recuerdo que mis ojos se llevaran cuando se apagaran eternamente.
Meyline se tomó el brazo, ahora tenía una manos menos para pelear. Logró deshacerse de un hombre, pequeño y robusto, cuando el filo de la espada pasó por su cuello. Lo pateó para quitarlo del medio, y rodó en el suelo. Su cabeza giró, sus ojos me buscaron en apenas un suspiro, me encontraron de pie, con ambas piernas bien plantadas en la tierra, y los brazos sosteniendo el tiempo que se me escapaba por los dedos. El viento le acarició el rostro, pues yo lo controlaba, y ojalá ese mismo viento hubiera podido enviarle mi beso antes de que todo fuera en picada. Se elevó con toda su altura, su líder, hombre alto y musculoso, en un grito que no llegué a oír, bandeando un arma en cada mano, pesadas, bolas enormes de metal que podrían aplastar el cuerpo de mi amada con uno de sus golpes. Había preparado el envión, un movimiento de carga con un poder imposible de frenar. Y ella no lo había notado, no lo había visto, porque me veía a mí, y yo la veía a ella y a todo a su alrededor. Pero sabía, sabía aunque no sé cómo, no se iba a defender, no se iba a mover, quizás ni siquiera quería hacerlo. Sus ojos estaban en mí, y los míos viajaron hasta el arma. Como si el tiempo se hubiera detenido, casi podía llegar a ella si me lo proponía. Había visto a todos mis amigos peleando, a los niños escondidos, invisibles entre los pastizales, al pilar de fuego que Kali apenas lograba mantener y a mi tormenta, vibrando como con alma propia. Aunque con mi voluntad. Sólo había tiempo para un movimiento, y ya.
Elevé el brazo.
Un rayo sacudió la tierra.
Sonó como miles de campanas.
Ya tenía la pesada carga mental de todos los encantamientos que se me tenían que obrar primero, antes de abandonar los límites seguros para que no fuera a caer de pronto, seca como una hoja, convertida en una anciana frágil y pálida. Que hierbas para evitar las enfermedades, que tónicos para fortalecer el cuerpo, que amuletos para alejar las situaciones de peligro para mi delicada esencia. La mitad de esas cosas no las entendía del todo, había nombres raros, yo me confundía unos con otros, y ponerme a cargo de semejante tarea sólo sería posible si tuviera escrito todo, y no hubiera una cola considerable de personas esperando para que realizara el mismo proceso una y otra vez. Dado que se negaban a facilitarme esas condiciones, no era yo quién ayudaba en esa ocasión. Meyline, por el otro lado, podía con todo lo que yo mencioné, de memoria y sin dudar.
Estuvo desde muy temprano en la mañana, mucho antes de que me despertara la primera vez, de un lado al otro, buscando y ayudando a otros con la lista de materiales para los encantamientos de protección. La primera vez que me desperté, apenas podía abrir los ojos por el sueño, y murmuré un intento de conversación tan poco coherente que caí dormida otra vez. La segunda, y la definitiva, sí me puse de pie más o menos como una persona y menos como un intento de esta. Me vestí con los dedos fríos, castañeando los dientes, hasta que me cubrí de ropas y mi cuerpo empezó a sudar del calor. Mi tarea más próxima tan sólo sería esperar a mi turno en niveles de importancia, claro está, para tener también mi trago del elixir de la vida y marchar feliz por los campos que apenas tenían caminos marcados en nuevas aventuras.
De poder vivir en una casa fuera de Mabelle, pequeña y rodeada de campos, lejos de los caminos, lo haría. Lo más cercano tenía a mi utopía era cuando el castillo quedaba a medio aforo, siendo que los nobles visitaban sus casas familiares, y muchos de los soldados tenían un momento de descanso o eran enviados a cubrir otros puestos. Me gustaba porque podía presenciar el silencio. Este, frágil, se rompía con el ruido de mis pasos, pero en cuanto yo me quedaba parada, volvía a envolver el ambiente. Mi propia respiración podría oírse sin problemas desde un extremo de la sala al otro, por la acústica en sus paredes. Y en ese silencio que no era tan, se podían percibir otros. Los pájaros cantando, el viento pasando entre las hojas, la música lejana de los artistas, y el rumor de los incansables trabajadores que charlaban entre sí, amenos de que su productividad fuera requerida tan sólo a la mitad, lo que les permitía distenderse, reírse y crear vínculos con otros sectores. Era como si las personas volvieran a ser seres de sociedad, sin importar sus objetivos, gustos o privilegios.
Esperaba, luego de mi servicio voluntario, poder adquirir tal buenas acciones que se me permitiera el exilio fuera de la ciudad. Para ello, aún me quedaba mucho camino por delante. Sin embargo, la idea de despertarme con el canto de un gallo, y recoger los huevos de mis propias gallinas, tener uno o dos animales para compañía y criar vacas sólo para verlas pastear, era motivación suficiente para soportar todo los protocolos y dar de mí, tanto como me fuera posible.
No sabía si mis propios planes se alineaban con los de mi amada, pues conocía que ella no planeaba la extensión de su vida mucho más que a mitad de esta. Luego de ese momento, en realidad no contaba con sobrevivir. Quizás era su don que podría acabar con ella, o simplemente personas en su familia no duraban lo que el resto. En todo caso, fuera como fuere, ese pensamiento siempre lograba tomarme con la guardia baja.
—Estás triste —anunció una voz en a mi espalda.
Arya se posaba con toda su altura a unos pasos de mí, en el límite de mi espacio personal, mirándome con ojos curiosos. Otra vez estaba él intentando con todas sus fuerzas, leer dentro de mi cabeza como si su habilidad fuera otra.
—Sólo un poco —le aseguré en un susurro—. Pero estoy segura que puedo con ello. Buenos días, Capitán, ¿viene con nosotros a la misión encargada o sólo pasa a saludar?
—A verte —respondió él en un asentimiento—. Supe que marcharías en la misión, y estábamos muy confundidos de leer tu nombre en la lista.
—¿Por qué?
—Porque nunca salís del castillo.
—Estoy de buen humor, Arya —bostecé, y le palmeé el brazo—, no lo arruines.
Él se rió, y palmeó de una forma muy extraña mi cabeza. Podía resultar difícil hacerlo reír, porque no solía mantener la felicidad al igual que cualquier otra emoción por demasiado tiempo. Por lo que su sonrisa llamó la atención de más de una persona a nuestro al rededor. No, no estaban alucinando, el Capitán Dhanasevi se estaba riendo.
Marchamos los dos, con mi brazo enganchado al suyo, al único lugar que me quedaba por asistir antes de poder escaparme del castillo. Arya me entretuvo e hizo del martirio mucho más tolerable, pero también actuó como la barrera perfecta para que no pudiera arrepentirme de todo aquello y encerrarme en mi pequeño cuarto compartido a la espera por mi valiente y generosa amada, en vez de acompañarla. Debo admitir que durante todo el tiempo perdido en el que me rociaron con lluvias de aromas y líquidos diferentes, mi mente divagó un poco, perdida en los confines de mi propia conciencia, con un pie justo en el borde, que me permitía responder como si estuviera en el presente, pero en realidad sólo era una capa de mí la que respondía. En realidad no era del tipo aventurera, sino, más como un gato casero. Pese a ello, también soy consiente de lo divertido que resulta para mis amigos enrolarse en misiones. Y, a veces era necesario tomar algunos pasos fuera de mi pequeño círculo de seguridad para también tener algunas memorias que compartir colectivamente.
Salvo por mis buenas intenciones, pocas ideas tenía sobre lo que haría en esta misión. Mi ayuda sería casi útil, dependiendo si hay que tratar una tormenta o un sorpresivo tornado a punto de destruir una aldea o atacar silos. Fuera de eso… en realidad no tenía entrenamiento apropiado en restauración y ayuda a los más afectados por los conflictos y zonas de devastación. Supongo que podría acelerar el clima, y dejar un bonito y brillante sol para que los caminos no se empantanen ni que el frío evite que los vecinos salgan a recibirnos. Debía preveer varios escenarios diferentes antes de sólo el momento llegara, podría resultar hasta estresante para mí y mi compañía.
Arya percibió mi estrés, elevó los ojos, alargó la mano para alcanzarme. Yo lo observé también, con los ojos bien abiertos para que no pudiera siquiera pensar en abrir la boca, porque como llamado del cielo, Meyline entraba en la habitación, silbando en voz baja. Con pequeños frascos en sus manos, y un perro pisándole los talones, mi amada entraba con todo el buen humor que sólo ella podía tener en un día ocupado. Podría fingir una sonrisa, aunque no lo necesitara. No sólo su presencia borraba de mi mente cualquier sentimiento negativo que podía acabar con mi compañero y su frágil equilibrio emocional, pero también me ponía de genuino buen humor junto al golpe pulsaciones que mi corazón tenía que pasar y al hormigueo en mis piernas y brazos por correr a ella.
Mi amada me saludó con una amplia sonrisa. Dejó apresuradamente los frascos sobre los brazos de quién me estaba preparando y se precipitó hasta mí. Puso sus palmas sobre mis mejillas, y arrugó la nariz aún contenta. Creo que me hubiera besado ahí mismo, de no haber notado la presencia extra, alta como una torre, igual de maciza, a mi lado. Arya se presentaba incómodo a demostraciones románticas de afecto.
—Capitán, Frances, me disculpo si interrumpo algo.
Arya carraspeó y puso sus manos detrás de la espalda.
—Por supuesto que no, por favor. Le estaba diciendo a Frances que nos vimos sorprendidos por su nombre en esta misión.
—¿”Nos”?
—Kali y yo.
Ella soltó una risa.
—Puedo imaginarlo.
A la distancia, sonó una campana. Quedaba poco tiempo para que el grupo marchara fuera de la ciudad, al horario programado, y no después de este. Una cuestión de seguridad, según me había dicho Arya.
Como si la campana le recordara a todos sus obligaciones, una fila de al menos cinco personas se formó fuera de la tienda. Sin sus protecciones, tampoco se les permitiría salir de la ciudad. Meyline los observó con mala cara, suspiró y se giró hacia nosotros. Soltó con dificultad mi rostro, yo extrañé el frío de sus palmas sobre mis mejillas. Se disculpó en una reverencia, pues fuera de la tienda, podía oír la risita tonta de muchachas viéndonos tan cerca.
—Capitán, si tiene dos o tres pares de manos extra, me gustaría que me lo haga saber —comentó ella, atándose a la cintura un pedazo de tela con bolsillos.
Arya asintió. Me miró, y se despidió hasta vernos más tarde. Yo me quedé ahí, aún, con los últimos encantamientos siendo realizados en mi cuerpo, sin poder marcharme también. Mis ojos se dirigieron a la silueta de Meyline, ordenando a la gente por altura, edad y peso en un santiamén. Tratando con los más difíciles primero, y dejando a los más rápidos al final.
Aparecieron dos personas más en la carpa. No para recibir los tratamientos, sino para realizarlos. Ella aplaudió al cielo, y les indicó con paciencia los pasos a seguir. Me di cuenta que me había perdido en ella, pues, no me había movido del lugar donde estaba, aunque toda la protección necesaria para mí estaba lista. Tenía las manos apoyadas sobre el abdomen, y mi cabeza observaba cada uno de sus movimientos.
Un ligero peso se manifestó sobre mi cabeza. Elevé los ojos, aunque no pudiera verme, para saber qué tenía encima. Tanteé con los dedos hasta que me topé con algo suave y aterciopelado, lo puse en mi palma para observarlo bien.
Una flor de color blanca había aparecido en mi cabeza, como arte de magia.
Meyline me miró por unos segundos, con su rostro de concentración aún plasmado. Cuando yo hice contacto visual con sus ojos, ella sonrió y se dio la vuelta.
Podía sentir el calor subiendo a mi rostro.
Sonó la campana otra vez, a la distancia.
El estruendo de las armas, sonaba justo igual que el metal de las campanas. Si me hubiese esforzado lo suficiente, quizás podría volver a ese momento. Dentro de la ciudad, en la seguridad de las murallas y los escudos, alrededor de rondas completas de guardias y soldados, preparados, sin miedo para luchar y defender. Con lanzas, escudos, con espadas y cascos, protegidos dentro y fuera de sus cuerpos, con encantamientos también. Algunos decían, que entre tantos polvos mágicos y pociones extrañas, ponían a los que salían de Mabelle, valentía líquida, para que a la noche, los fantasmas no lleguen a sus almas y no los obliguen a volver caminando hasta las grandes puertas de la ciudad.
Si la valentía se pudiera reducir a unas gotas, y hacer que cualquiera la bebiera, a mí me hubiera gustado probar sólo un poco antes de aventurarme. Para estar lista. O al menos, para poder hacer algo mientras veía el conflicto pasar frente a mi nariz.
No tenía miedo, realmente sólo estaba sorprendida. Sin embargo, mi cuerpo y mi mente iban por diferentes direcciones. Uno estaba congelado en el lugar, la otra, corría libremente sin que nadie pudiera atraparle.
Nos habían estudiado, o quizás sólo éramos una coincidencia que podía terminar muy mal. Un grupo de personas, era difícil decir cuántos, excepto que nos superaban en número, habían caído al campamento que teníamos montado. Pidiendo un lugar al lado del fuego, bajó uno de los hombres, escondiendo entre sus ropas el mango de su arma. Reconocieron las banderas, y su líder nos ofreció protección, para que nosotros le compartiéramos la comida y otros materiales.
Meyline, que estaba sentada a mi lado, me dejó entre las faldas una de sus dagas, y se puso de pie para recibir al extraño. Hablaron pocas palabras, pero yo sentía que algo andaba mal. Quizás eran las miradas que el resto de las personas en sus caballos nos daban, sin el verdadero deseo de pasar una noche tranquila, pero buscando un nuevo desafío. La música que tocaba Tahiel, no se detuvo pese a la ligera tensión, sólo bajó el sonido de la melodía, de forma que las palabras eran fáciles de oír para todos.
Cairodin, sentada al lado de Tahiel, miró a Meyline por un segundo. Luego, volvió a cuchichear con los jóvenes a su alrededor. Por lo menos, era bastante tarde para evitar que la pequeña mujer hubiera revuelto la cabeza del extraño, junto al resto de ellos, y le hubiera hecho saber a Meyline sus intenciones. Arya, quien menos sabía mantener la compostura y fingir como si nada, intentó volverse más pequeño y pasar desapercibido, jugando con sus dedos, con medio cuerpo escondido dentro de su carpa.
—Por supuesto, un poco de fuego no se le niega a nadie, en especial durante una noche tan fría. Por favor —dijo Meyline, mostrando cortesía—. Mi nombre es Meyline, y soy la cabeza de este modesto campamento.
Sólo el hombre desconocido se acercó a ella, y ambos calentaron sus manos en la fogata más cercana, que tenía una olla de agua que se mantenía caliente. Meyline le ofreció una calabaza hueca, con hierba dentro y un cilindro de caña. Un brebaje. Una infusión. Un mate. Que tampoco se negaba a nadie. Era una muestra de paz, pues lo que yo ignoraba en ese momento, eran todas las instancias que ella había planteado para evitar el conflicto. Aún conociendo los malos deseos que abundaban en la cabeza de aquellas personas.
El extraño tomó el mate. Succionó con la caña el líquido, y se rió. Las tensiones se disminuyeron, él estaba contento, no había razón para atacar. Por un tiempo, durante la noche, hubo tranquilidad.
Todo dio un brusco giro cuando, Tahiel observó con la ayuda de sus amigos especiales que los últimos miembros de tan caravana aún estaban cerca de los caballos. Y, sobre los lomos de estos animales, descansaban tres niños atados de pies y manos. Un espíritu le indicó el lugar, Cairo lo supo de él cuando entró a su mente, si es que alguna vez salía de esta, y se lo advirtió al resto del grupo.
—He visto el equipaje que llevan en los caballos, creí que era un animal, pero resulta ser humano —comentó Meyline, recibiendo el mate en sus manos, y aprisionándolo. La charla amena se había terminado—. ¿Qué me decís de eso?
Uno de los hombres en la ronda, miró con desconfianza a Meyline.
—¿Por qué preguntás?
Ella se encogió de hombros.
—No pude evitar pensar que quizás tenían hambre, es todo.
En mi cabeza, apenas percibía la voz de Cairo que intentaba indicarme algo. No podía oírla, pues, como si estuviera a la distancia, sólo percibía el rumor de su voz. Mis ojos estaban pegados en Meyline.
Otro de ellos, escupió al suelo.
—Pensá menos. Ellos están bien. Y van a estar mejor —comentó. Al final, lo cerró con una risa que fue acompañada por otras.
El primer hombre, probablemente su líder, tomó la palabra y las risas se murieron al instante.
—¿Te gustaría comprarlos?
—¿Son tus hijos?
—Eran hijos de alguien —repuso él—. Ya no.
Los ánimos comenzaban a caldearse. Oía sin entender a Cairodin de nuevo. Me gritaba, pero tenía la cabeza calcificada sobre el cuello, no podía moverme. Sólo sabía que no me había vuelto de piedra, porque mis dedos presionaron con más fuerza el mango de la daga que Meyline me había dejado. De lo contrario, creo que sería roca y hierro.
La oportunidad de comprar a los niños, había despertado el descontento en el campamento. Muy lentamente, tal cómo Meyline hacía, cada miembro se removía casi de forma invisible, cubriendo sus propias armas entre las ropas y las capas, moviendo la cabeza al compás del instrumento que Tahiel no había dejado de tocar.
No puedo decir qué sucedió primero: si la flecha que se dirigía al pecho de Meyline, cortando el aire cayó inútil frente al escudo que batió sólo con una de sus manos o el filo de las espadas que se encontraron en un castañeo evitando que la otra cortara el cuello del adversario. El conflicto empezó justo después. Kali me levantó del piso, tirándome del brazo, y ahí supe que también podía correr. Me metió entre los pastizales, y el ruido de la acción camufló todo nuestro pequeño recorrido. Kali me soltó por fin, dio un asentimiento a alguien que no podía ver y se perdió dentro de la lucha.
Natanielo estaba a mi espalda, puso sus manos en mis hombros y yo salté en mi lugar, con el corazón en la boca. Él no me dijo nada, pero me hizo señas para que lo siguiera. El caminito entre los pastizales por el que Kali me llevó, también me acercó a los caballos y miembros que tenían a los niños atados. Los brutos no querían abandonar el puesto, pero deseosos de la lucha observaban el conflicto.
—¿Qué hacemos? ¿Cuál es el plan? —mascullé a Natanielo, aún entre las sombras, para no delatarnos.
—¿El mío? Atacar. ¿El tuyo? Liberar a los niños —respondió él. Cuando me di la vuelta, tan sólo para mirar a mi costado, ya no estaba. Corría en dirección a los brutos, riéndose a carcajadas, dejándome con la palabra en la boca.
Así, terminé en mi posición inicial. Tenía al cuidado, al menos tres niños bien despiertos y asustados que dudaban sobre confiar en mí. También estaba la cuestión de que me había congelado en mi lugar, aún con la daga en mano, y con los gritos locos de Natanielo a mi alrededor. Debía improvisar, ¿cómo lograría hacer tal cosa cuando las indicaciones del plan resultaban nulas? Tampoco podría preguntarle porque el desquiciado saltaba de un lado al otro golpeando con los puños a quienes intentaban alcanzarnos.
Escondí a los niños discretamente en el pastizaje. Les rogué que me obedecieran sólo esta vez, si no querían volver con esa gente tan mala. Sólo tenía tiempo para lanzar o provocar uso de mi habilidad una única vez, de lo contrario, no sólo estaría a la vista, pero me resultaría imposible cuidar de todos. Por lo que me concentré, me temblaban los dedos y hasta las rodillas, escuchaba los gemidos de la pelea, el choque del metal, incluso podía sentir el ligero viento de la noche, la fría humedad del aire y la presión en mi piel. Cerré los ojos, y estudié el campo hasta dónde podía extender mis sentidos.
Había nubes, muy arriba en el cielo, escondidas en la penumbra. Las junté a paso apresurado, como recolectando arena, hacía mi propio castillo. Las nubes corrían, podía sentirlo, recolectaban la humedad que había en el aire, el proceso se hacía aún más rápido que de costumbre. Antes de que volviera a abrir los ojos, la tormenta estaba en nuestras cabezas, rugiendo como una bestia.
La tormenta giró sobre nosotros, con ráfagas de viento igual de violentas y apagó de sopetón la fogata más pequeña. La luz disminuía, y a todos mis amigos se los tragaba la oscuridad. Los relámpagos iluminaban apenas unos segundos la escena, entonces yo podía ver lo que pasaba. La desventaja era, que si mis ojos podían acostumbrarse a los destellos de luz, también podían los adversarios.
Meyline estaba rodeada, cada vez que se volvía visible su cuerpo, había alguien más que intentaba atacarla. Aunque se movía con destreza, y al menos desarmaba algunos de ellos, más enemigos se acercaban, algunos sin armas, pues también en el conflicto entraban las habilidades de ellos. Sabíamos cómo manejar en conjunto las nuestras, pero no cómo defendernos del todo a un grupo tan grande. Sólo quedaba confiar en que Arya afectara el coraje de los extraños, y que Cairo aprovechara sus debilidades en cuanto se topara con ellas. Figurativamente, tanto como de forma literal, estábamos a ciegas. La mejor luchadora estaba contra cinco personas esta vez, y yo sentía que el control de la tormenta se me escapaba de las manos, como si atara las nubes con sogas y ni mi voluntad fuera suficiente para controlarlo. Tenía un disparo para hacer, al menos uno antes de que perdiera los estribos, y necesitaba el tiempo para apuntarlo.
Grité el nombre de Kali, un sonido que esperé que viajara hasta sus oídos, y que entendiera las palabras que le faltaban al mensaje. Para mi suerte, él lo hizo. Lanzó una bola de fuego al cielo, y eso distrajo a muchos de los otros. Meyline aprovechó y con un rápido movimiento pasó el filo de su espada por la panza de uno de ellos, y lanzó su daga justo entre los ojos del otro. Ambos cuerpos cayeron, entonces había dos menos de los que defenderse. Pero mi alivio duró poco, pues el más grande de ellos le asestó un golpe con su hacha sobre el cuerpo de Meyline, y ella, ágil como era, evitó casi todo el corte. La sangre surgió de todas formas, en su brazo, y la manga de su vestido se desgarró la tela. Ella soltó un grito, y yo no pude seguir viendo a mis compañeros porque a su voz la conocía demasiado, no podría ignorarla aún si lo deseara. Todo mi cuerpo estaba en su dirección, y sabía que estaba dejándome ver pero no me importaba, no tenía la habilidad para defenderme, pero si me moría ahí mismo, al menos quería ver su rostro y que ese fuera el recuerdo que mis ojos se llevaran cuando se apagaran eternamente.
Meyline se tomó el brazo, ahora tenía una manos menos para pelear. Logró deshacerse de un hombre, pequeño y robusto, cuando el filo de la espada pasó por su cuello. Lo pateó para quitarlo del medio, y rodó en el suelo. Su cabeza giró, sus ojos me buscaron en apenas un suspiro, me encontraron de pie, con ambas piernas bien plantadas en la tierra, y los brazos sosteniendo el tiempo que se me escapaba por los dedos. El viento le acarició el rostro, pues yo lo controlaba, y ojalá ese mismo viento hubiera podido enviarle mi beso antes de que todo fuera en picada. Se elevó con toda su altura, su líder, hombre alto y musculoso, en un grito que no llegué a oír, bandeando un arma en cada mano, pesadas, bolas enormes de metal que podrían aplastar el cuerpo de mi amada con uno de sus golpes. Había preparado el envión, un movimiento de carga con un poder imposible de frenar. Y ella no lo había notado, no lo había visto, porque me veía a mí, y yo la veía a ella y a todo a su alrededor. Pero sabía, sabía aunque no sé cómo, no se iba a defender, no se iba a mover, quizás ni siquiera quería hacerlo. Sus ojos estaban en mí, y los míos viajaron hasta el arma. Como si el tiempo se hubiera detenido, casi podía llegar a ella si me lo proponía. Había visto a todos mis amigos peleando, a los niños escondidos, invisibles entre los pastizales, al pilar de fuego que Kali apenas lograba mantener y a mi tormenta, vibrando como con alma propia. Aunque con mi voluntad. Sólo había tiempo para un movimiento, y ya.
Elevé el brazo.
Un rayo sacudió la tierra.
Sonó como miles de campanas.
Última edición por proserpina el Dom 08 Mayo 2022, 8:26 pm, editado 2 veces
proserpina
third tw: blood and self injuries
third
Mi puño conectó con algo duro, no llegué a sentir el dolor pero el impacto. Seguido de ello, estuvo la queja. Y cuando me di cuenta que no provenía de mí, me paré en seco. Puse las manos para que cubrieran mi boca, que estaba abierta de sorpresa, salté a un lado, asustada por haberla herido demasiado.
—¡Lo siento! —mascullé.
Ella estaba quieta aún, en la última posición donde había quedado luego del golpe. De hecho, estaba tan quieta que creí que mi golpe la había herido más de lo que podría procesar en el momento. Preocupada, y hasta asustada de la reprimenda, me acerqué con paso tenebroso, las manos extendidas para tocarle el brazo y asegurarme que no le había cortado la piel. Tenía que preguntarle, pero la verdad es que no lograba sacar el coraje para usar la voz. En todo el tiempo, ella se quedó quieta, muy quieta, como en reposo, como en una siesta de pie. Entonces, movió las piernas, giró el cuello hacia los costados y me mostró su rostro, y su sonrisa.
—¿Estás bien? —pregunté de golpe, incrédula.
Meyline me miró sin entender.
—¿Te referís al golpe? —Yo asentí. —¡Pues claro! ¡Fue un muy buen golpe! Vamos, vamos, otra vez.
Estaba tan emocionada, que aquello me hizo sentir peor. Quizás le había dado fuerte, y eso le había mezclado los cajones de su mente. Se le habían salido los caramelos del tarro. Estaba mal, de verdad. Así que, esperé, aún con mis manos sobre la boca. Esta vez, ya la había cerrado. Estaba más extrañada de lo que estaba preocupada, aunque si se desmayaba ahí mismo, podía creerlo y ya lo habría previsto.
Pero la chica relajó la postura al ver que no volvía a atacarla y me observó.
—Estoy bien, de verdad —me aseguró. Extendió su mano para que yo la tomara, y cuando lo hice, puso mis dedos sobre la parte más alta de su ceja. Al darme cuenta que tocaba dónde le había golpeado, quise sacar mi mano de su agarre, como si la superficie estuviera caliente. Pero ella me tranquilizó con un chistido. No le dolía, me dijo—. Me han golpeado mucho más fuerte que eso, Frances. Quizás tu potencial esté en el uso de tus habilidades, pero es la pelea física que debés controlar. No siempre vas a disponer de la magia para facilitarnos la vida.
Mi mano quedó libre. Ya no estaba siendo guiada a dónde debía tocar. Y, pese a ello, seguía en el mismo lugar, sobre su rostro, acariciando con pena la zona, como si ello fuera a disipar el golpe.
—Es la primera vez que golpeo a alguien —admití, tragando saliva—. Alguien que no me ha hecho algo primero.
—La idea del entrenamiento es que me ataques para que puedas aprender del conflicto, y que yo pueda corregirte.
Tomé aire, girándome para darle la espalda.
—Lo sé. Pero no me gusta.
—¿Golpear a alguien? —se aventuró ella. Podía oír los pasos que daba a mi alrededor.
Negué con la cabeza.
—Golpearte a vos.
Hubo silencio.
Me daba vergüenza tener que explicarme. ¿A quién le gustaba atacar sin razón a otro, que no le había hecho nada malo? ¿Y por qué yo debía aprender, si en realidad prefería perderme entre las personas, y no ser parte de ningún enfrentamiento, incluso de los que se llevaban mi mal genio y eran alimentados por mis miedos? ¿Por qué tenía que entrenar de esta forma, cuando las personas más terribles en mi vida no me habían herido con los puños, sino con otros golpes que marcaban de formas invisibles, y dejaban recuerdos que aparecían cada noche de penumbra?
Apareció frente a mí. Tenía la cabeza gacha, así que sólo pude ver el final de su vestido marrón, y las puntas de sus botas. Tocó mi hombro, para que la observara, y con mucha pena elevé mis ojos para hacerlo.
—¿A quién te gustaría golpear, entonces?
Negué con la cabeza.
—A nadie, no quiero herir a las personas.
Caminé fuera de su presencia, debatiéndome si debía simplemente abandonar la sala y hundirme en la penosa tarea de adivinar los dibujos de los que estaban formados los libros en la biblioteca. En cualquiera de ambas situaciones, la tendría a ella pisándome los talones. Porque no sólo era buena en todo, sino que estaba segura de ello. Y dado que yo no era buena en nada y tampoco pediría ayuda para aprender, no me quedaba más que tolerar su presencia y su sonrisa torcida, la cual sólo debía hacer para molestar a los otros, y no porque se veía bien luciéndola. Dicho sea de paso, sí se veía bien sonriendo de esa forma. Pero no lo sabría de mí.
Me senté en el suelo. Estaba nerviosa, no tenía idea por qué.
El silencio me molestaba. Necesitaba ruido. Necesitaba música, o pájaros, o ladridos, o risas incluso. Necesitaba movimiento, porque el silencio me ahogaba como si fuera sólido. Como si fuera agua. Salía del suelo, y llenaba las paredes, entonces ya no podía oír más que el silencio. Un sonido finito, un sonido interminable de un sólo punto que chillaba dentro de mi cabeza, y que hilaba sobre los recuerdos y que recolectaba también las palabras, pues también cosía la coherencia de estas, y en un caldo me recordaba todo aquello que yo intentaba sepultar.
Toc-toc, toc-toc otra vez. Mis uñas golpeaban contra el pequeño objeto de metal que tenía en la mano. Solía guardarlo en el corsé de mi vestido, para no perderlo o que alguien me lo viera. No querían que me lo quitaran, el sonido me dejaba concentrarme en mis latidos, o en el ritmo de mi respiración. Distraía a los otros, ya sabía yo. Pero yo lo necesitaba, lo quería, y lo guardaría hasta que su sonido no pudiera incomodar a más personas y sólo tuviera la función de reconfortar a mi cabeza. En la biblioteca no podía estamparlo contra mis uñas, o sacudirlo libremente, pero podía jugar con él, dentro de mi mano libre, escondiendo mi pequeño tesoro, sólo yo en mi propio mundo.
No me había dado cuenta, pero mi pie se sacudía como si hubiera sido encantado. Como si deseara salirse, abandonar mi pierna y ser libre. Pero, aún conectado a esta, se movía y la suela de mi zapato golpeaba la roca del suelo. Una vez, otra vez. De nuevo. Una, dos, tres. Cuarenta y ochenta. No paraba. El tac, tac, iba más rápido que mi capacidad de recordar todos los números.
Pasé un tiempo de esta forma, no estoy segura cuánto. Era difícil saber, pero Meyline se las había ingeniado para entrar por mis puntos ciegos y sentarse en el suelo también, a menos de un metro de distancia. Su porte era elegante, y la curva de su cuello colgaba su cabeza de costado, observándome sin decir nada. Aunque parecía querer decir mucho más que eso. Respiraba al mismo tiempo que yo, pues cuando me daba cuenta que inhalaba de forma consciente perdía la cuenta, teniendo que volver a hacerlo. Ella, se mantenía al mismo paso, sin detenerse o equivocarse. Discretamente me unía a sus respiraciones cuando perdía la noción de las mías.
—Voy a preguntar, pero no necesitás responder —empezó a decir—. ¿A quién le has hecho tanto daño, Frances, que eso no te permite siquiera defenderte? ¿Cuánta culpa creés que puedas cargar en esos hombros, hasta que te des cuenta que es demasiado?
Dejé de mover el pie.
—No me gustan los conflictos, y ser la razón detrás de ellos me parece aún peor.
—Habrán ocasiones dónde las cosas no se darán como lo planeaste. Sos muy ágil con las palabras, pero habrán altercados que lastimaran más que tu propio ego. Y de ellos, muy difícilmente se sale hablando.
—¿Y si lastimo a alguien? —pregunté, asustada.
—¿Y si te lastiman a vos? —me respondió ella, en el mismo tono.
—Quizás lo merecía. —Me encogí de hombros—. A veces hago más mal que bien. Mi mal genio me ha llevado a muchos lugares deplorables.
Meyline asintió, escuchándome. Se puso de pie, y tomó del suelo la espada que había insistido traer. Era plateada, tenía un mango austero sin decoraciones o grabados, con cintas de cuero bien apretadas para asegurar el agarre. Apenas seguí su figura, pero sí pude ver cómo su mano agarraba la espada por el filo, clavándose la hoja en la piel.
—¿Qué estás haciendo? —exclamé, poniéndome de pie en un salto.
Corrí a ella, y aunque luché por quitarle la espada de la mano, ella no la soltó.
Me miró, en cambio, sin enojo, sin dolor, con tristeza. Yo la observaba, y a la espada, y a su mano, y a la sangre que comenzaba a correr por el dorso de esta, gota a gota, deslizándose hasta el piso. Me emborrachaba la situación, la cabeza me daba vueltas, estaba haciendo fuerza para quitarle el arma de su agarre, mi pecho subía y bajaba del esfuerzo, mi pedazo de metal había quedado tirado en el suelo.
—Quizás lo merezco —me respondió.
—No, claro que no. ¡Soltá eso, por favor! ¿Por qué te hacés daño?
—¿Por qué te lo hacés vos? —me preguntó en cambio.
Sentí que era mi mano la que agarraba la espalda. Que era yo quién presionaba el filo contra la piel. Que una parte de mí, gritaba del dolor y la otra parte se convencía que era el castigo que tenía que soportar. Y era también yo, quien intentaba que el agarre se aflojara alrededor de la espada. Y era también yo quien me preguntaba qué era lo que hacía, y yo quién respondía. Yo quién lloraba. Y yo quien estaba entre ambas decisiones, con ambas manos heridas tomándome el pecho, de rodillas, sin entender qué tenía dentro, si era malo o bueno, si yo era mala o buena, si a mis alegrías las merecía y a las desgracias debía aceptarlas porque eran lo que debía soportar.
Entonces, solté la espada.
Meyline lo hizo al momento después. Aún sin una queja del dolor, aún sin decir una palabra más. No había sangre en el piso, y creo que me lo había imaginado, o quizás se había borrado en las lágrimas que había llorado en los años que la escena había durado. Me entregó el mango de la espada, para que lo tomara. Lo hice, y ella colocó ambas manos sobre mis brazos.
—Fue horrible —dije, llorando aún, sin poder contenerme.
Ella empujó mi torso contra el suyo, y yo volví a llorar sobre este. Acarició mi espalda, yo dejé salir el aire.
—¿Si te acordás que Eva cura cualquier herida?—dijo Meyline a mi oído. Podía sentirla sonreír.
—Es igual de serio que si no se cerrara con magia —repuse yo.
—No —se rió—, no lo es.
Yo saqué la cabeza de entre sus brazos. También estaba sonriendo, incluso a través de los surcos salados que tenía en el rostro. Fruncí el ceño y me separé de ella. Le tomé la mano y dejé la espada sobre la mesa más cercana. Me preguntó a dónde la estaba llevando, pero no respondí. Justo en la puerta de la sala, la dejé, para correr por los pasillos que ya me había aprendido, bajo las escaleras que ya había descubierto, y robar una bolsa de cuero de los cinturones colgados en los percheros de la pared de borrachos que dormían con la boca abierta. Volví a dónde la había dejado, ella más curiosa que extrañada, y mojé mi pañuelo con el alcohol para pasárselo por la herida.
Meyline inhaló con los dientes apretados. Intentó quitar su mano de la mía, pero la sostuve con convicción. Quité la sangre de su palma con un chorro de vino, y envolví la herida con mi pañuelo. Tenía las yemas de mis dedos sobre su piel, y no podía evitar deslizarme por sus tendones, aún sin ver, descubriendo las formas de sus manos.
—Ahora, vas a aprender a sanar como lo hacemos los mortales —le dije yo—. Despacio y con tiempo.
—Estás loca —me dijo sin poder creérselo, pero sonriendo al final.
—Tal vez, pero voy a verte todos los días para comprobar que no estés tomando el camino más corto. A cambio de mi paciencia, vas a tenerla conmigo cuando entrenemos.
Ahora su sonrisa se torció por fin, y su mejilla parecía ocultar en la sombra de su piel secretos que yo quería descubrir.
—¿Tan sólo querías paciencia? ¿Por qué no lo dijiste? ¿Si entendiste mi punto?
Apreté su mano.
—¡Ay!
Cuidé de la mano de Meyline todos los días, como había dicho que lo haría. A cambio, ella me ofrecía más tiempo para decidir qué quería aprender y qué cosas quería evitar. Tenía tiempo hasta que la herida cicatrizara por completo, para cumplir al menos, con un punto clave: deslizarme entre las defensas de Meyline, y asestarle un golpe, por pequeño que fuera. Si algo resultaba demasiado, podía parar y descansar. Sin embargo, en algún momento tenía que golpearla de verdad, para que pudiera aprender esa parte también del entrenamiento. Habíamos descubierto juntas, que si me molestaba lo suficiente, terminaría por desear golpearle el rostro de forma consciente. Ese era nuestro modo de operar, presionando y liberando, de a poco, llegué a completar el primer objetivo.
Mi codo conectó con sus costillas, y el envión terminó por mandarla al suelo.
—¡Lo siento!
—¡Lo siento! —mascullé.
Ella estaba quieta aún, en la última posición donde había quedado luego del golpe. De hecho, estaba tan quieta que creí que mi golpe la había herido más de lo que podría procesar en el momento. Preocupada, y hasta asustada de la reprimenda, me acerqué con paso tenebroso, las manos extendidas para tocarle el brazo y asegurarme que no le había cortado la piel. Tenía que preguntarle, pero la verdad es que no lograba sacar el coraje para usar la voz. En todo el tiempo, ella se quedó quieta, muy quieta, como en reposo, como en una siesta de pie. Entonces, movió las piernas, giró el cuello hacia los costados y me mostró su rostro, y su sonrisa.
—¿Estás bien? —pregunté de golpe, incrédula.
Meyline me miró sin entender.
—¿Te referís al golpe? —Yo asentí. —¡Pues claro! ¡Fue un muy buen golpe! Vamos, vamos, otra vez.
Estaba tan emocionada, que aquello me hizo sentir peor. Quizás le había dado fuerte, y eso le había mezclado los cajones de su mente. Se le habían salido los caramelos del tarro. Estaba mal, de verdad. Así que, esperé, aún con mis manos sobre la boca. Esta vez, ya la había cerrado. Estaba más extrañada de lo que estaba preocupada, aunque si se desmayaba ahí mismo, podía creerlo y ya lo habría previsto.
Pero la chica relajó la postura al ver que no volvía a atacarla y me observó.
—Estoy bien, de verdad —me aseguró. Extendió su mano para que yo la tomara, y cuando lo hice, puso mis dedos sobre la parte más alta de su ceja. Al darme cuenta que tocaba dónde le había golpeado, quise sacar mi mano de su agarre, como si la superficie estuviera caliente. Pero ella me tranquilizó con un chistido. No le dolía, me dijo—. Me han golpeado mucho más fuerte que eso, Frances. Quizás tu potencial esté en el uso de tus habilidades, pero es la pelea física que debés controlar. No siempre vas a disponer de la magia para facilitarnos la vida.
Mi mano quedó libre. Ya no estaba siendo guiada a dónde debía tocar. Y, pese a ello, seguía en el mismo lugar, sobre su rostro, acariciando con pena la zona, como si ello fuera a disipar el golpe.
—Es la primera vez que golpeo a alguien —admití, tragando saliva—. Alguien que no me ha hecho algo primero.
—La idea del entrenamiento es que me ataques para que puedas aprender del conflicto, y que yo pueda corregirte.
Tomé aire, girándome para darle la espalda.
—Lo sé. Pero no me gusta.
—¿Golpear a alguien? —se aventuró ella. Podía oír los pasos que daba a mi alrededor.
Negué con la cabeza.
—Golpearte a vos.
Hubo silencio.
Me daba vergüenza tener que explicarme. ¿A quién le gustaba atacar sin razón a otro, que no le había hecho nada malo? ¿Y por qué yo debía aprender, si en realidad prefería perderme entre las personas, y no ser parte de ningún enfrentamiento, incluso de los que se llevaban mi mal genio y eran alimentados por mis miedos? ¿Por qué tenía que entrenar de esta forma, cuando las personas más terribles en mi vida no me habían herido con los puños, sino con otros golpes que marcaban de formas invisibles, y dejaban recuerdos que aparecían cada noche de penumbra?
Apareció frente a mí. Tenía la cabeza gacha, así que sólo pude ver el final de su vestido marrón, y las puntas de sus botas. Tocó mi hombro, para que la observara, y con mucha pena elevé mis ojos para hacerlo.
—¿A quién te gustaría golpear, entonces?
Negué con la cabeza.
—A nadie, no quiero herir a las personas.
Caminé fuera de su presencia, debatiéndome si debía simplemente abandonar la sala y hundirme en la penosa tarea de adivinar los dibujos de los que estaban formados los libros en la biblioteca. En cualquiera de ambas situaciones, la tendría a ella pisándome los talones. Porque no sólo era buena en todo, sino que estaba segura de ello. Y dado que yo no era buena en nada y tampoco pediría ayuda para aprender, no me quedaba más que tolerar su presencia y su sonrisa torcida, la cual sólo debía hacer para molestar a los otros, y no porque se veía bien luciéndola. Dicho sea de paso, sí se veía bien sonriendo de esa forma. Pero no lo sabría de mí.
Me senté en el suelo. Estaba nerviosa, no tenía idea por qué.
El silencio me molestaba. Necesitaba ruido. Necesitaba música, o pájaros, o ladridos, o risas incluso. Necesitaba movimiento, porque el silencio me ahogaba como si fuera sólido. Como si fuera agua. Salía del suelo, y llenaba las paredes, entonces ya no podía oír más que el silencio. Un sonido finito, un sonido interminable de un sólo punto que chillaba dentro de mi cabeza, y que hilaba sobre los recuerdos y que recolectaba también las palabras, pues también cosía la coherencia de estas, y en un caldo me recordaba todo aquello que yo intentaba sepultar.
Toc-toc, toc-toc otra vez. Mis uñas golpeaban contra el pequeño objeto de metal que tenía en la mano. Solía guardarlo en el corsé de mi vestido, para no perderlo o que alguien me lo viera. No querían que me lo quitaran, el sonido me dejaba concentrarme en mis latidos, o en el ritmo de mi respiración. Distraía a los otros, ya sabía yo. Pero yo lo necesitaba, lo quería, y lo guardaría hasta que su sonido no pudiera incomodar a más personas y sólo tuviera la función de reconfortar a mi cabeza. En la biblioteca no podía estamparlo contra mis uñas, o sacudirlo libremente, pero podía jugar con él, dentro de mi mano libre, escondiendo mi pequeño tesoro, sólo yo en mi propio mundo.
No me había dado cuenta, pero mi pie se sacudía como si hubiera sido encantado. Como si deseara salirse, abandonar mi pierna y ser libre. Pero, aún conectado a esta, se movía y la suela de mi zapato golpeaba la roca del suelo. Una vez, otra vez. De nuevo. Una, dos, tres. Cuarenta y ochenta. No paraba. El tac, tac, iba más rápido que mi capacidad de recordar todos los números.
Pasé un tiempo de esta forma, no estoy segura cuánto. Era difícil saber, pero Meyline se las había ingeniado para entrar por mis puntos ciegos y sentarse en el suelo también, a menos de un metro de distancia. Su porte era elegante, y la curva de su cuello colgaba su cabeza de costado, observándome sin decir nada. Aunque parecía querer decir mucho más que eso. Respiraba al mismo tiempo que yo, pues cuando me daba cuenta que inhalaba de forma consciente perdía la cuenta, teniendo que volver a hacerlo. Ella, se mantenía al mismo paso, sin detenerse o equivocarse. Discretamente me unía a sus respiraciones cuando perdía la noción de las mías.
—Voy a preguntar, pero no necesitás responder —empezó a decir—. ¿A quién le has hecho tanto daño, Frances, que eso no te permite siquiera defenderte? ¿Cuánta culpa creés que puedas cargar en esos hombros, hasta que te des cuenta que es demasiado?
Dejé de mover el pie.
—No me gustan los conflictos, y ser la razón detrás de ellos me parece aún peor.
—Habrán ocasiones dónde las cosas no se darán como lo planeaste. Sos muy ágil con las palabras, pero habrán altercados que lastimaran más que tu propio ego. Y de ellos, muy difícilmente se sale hablando.
—¿Y si lastimo a alguien? —pregunté, asustada.
—¿Y si te lastiman a vos? —me respondió ella, en el mismo tono.
—Quizás lo merecía. —Me encogí de hombros—. A veces hago más mal que bien. Mi mal genio me ha llevado a muchos lugares deplorables.
Meyline asintió, escuchándome. Se puso de pie, y tomó del suelo la espada que había insistido traer. Era plateada, tenía un mango austero sin decoraciones o grabados, con cintas de cuero bien apretadas para asegurar el agarre. Apenas seguí su figura, pero sí pude ver cómo su mano agarraba la espada por el filo, clavándose la hoja en la piel.
—¿Qué estás haciendo? —exclamé, poniéndome de pie en un salto.
Corrí a ella, y aunque luché por quitarle la espada de la mano, ella no la soltó.
Me miró, en cambio, sin enojo, sin dolor, con tristeza. Yo la observaba, y a la espada, y a su mano, y a la sangre que comenzaba a correr por el dorso de esta, gota a gota, deslizándose hasta el piso. Me emborrachaba la situación, la cabeza me daba vueltas, estaba haciendo fuerza para quitarle el arma de su agarre, mi pecho subía y bajaba del esfuerzo, mi pedazo de metal había quedado tirado en el suelo.
—Quizás lo merezco —me respondió.
—No, claro que no. ¡Soltá eso, por favor! ¿Por qué te hacés daño?
—¿Por qué te lo hacés vos? —me preguntó en cambio.
Sentí que era mi mano la que agarraba la espalda. Que era yo quién presionaba el filo contra la piel. Que una parte de mí, gritaba del dolor y la otra parte se convencía que era el castigo que tenía que soportar. Y era también yo, quien intentaba que el agarre se aflojara alrededor de la espada. Y era también yo quien me preguntaba qué era lo que hacía, y yo quién respondía. Yo quién lloraba. Y yo quien estaba entre ambas decisiones, con ambas manos heridas tomándome el pecho, de rodillas, sin entender qué tenía dentro, si era malo o bueno, si yo era mala o buena, si a mis alegrías las merecía y a las desgracias debía aceptarlas porque eran lo que debía soportar.
Entonces, solté la espada.
Meyline lo hizo al momento después. Aún sin una queja del dolor, aún sin decir una palabra más. No había sangre en el piso, y creo que me lo había imaginado, o quizás se había borrado en las lágrimas que había llorado en los años que la escena había durado. Me entregó el mango de la espada, para que lo tomara. Lo hice, y ella colocó ambas manos sobre mis brazos.
—Fue horrible —dije, llorando aún, sin poder contenerme.
Ella empujó mi torso contra el suyo, y yo volví a llorar sobre este. Acarició mi espalda, yo dejé salir el aire.
—¿Si te acordás que Eva cura cualquier herida?—dijo Meyline a mi oído. Podía sentirla sonreír.
—Es igual de serio que si no se cerrara con magia —repuse yo.
—No —se rió—, no lo es.
Yo saqué la cabeza de entre sus brazos. También estaba sonriendo, incluso a través de los surcos salados que tenía en el rostro. Fruncí el ceño y me separé de ella. Le tomé la mano y dejé la espada sobre la mesa más cercana. Me preguntó a dónde la estaba llevando, pero no respondí. Justo en la puerta de la sala, la dejé, para correr por los pasillos que ya me había aprendido, bajo las escaleras que ya había descubierto, y robar una bolsa de cuero de los cinturones colgados en los percheros de la pared de borrachos que dormían con la boca abierta. Volví a dónde la había dejado, ella más curiosa que extrañada, y mojé mi pañuelo con el alcohol para pasárselo por la herida.
Meyline inhaló con los dientes apretados. Intentó quitar su mano de la mía, pero la sostuve con convicción. Quité la sangre de su palma con un chorro de vino, y envolví la herida con mi pañuelo. Tenía las yemas de mis dedos sobre su piel, y no podía evitar deslizarme por sus tendones, aún sin ver, descubriendo las formas de sus manos.
—Ahora, vas a aprender a sanar como lo hacemos los mortales —le dije yo—. Despacio y con tiempo.
—Estás loca —me dijo sin poder creérselo, pero sonriendo al final.
—Tal vez, pero voy a verte todos los días para comprobar que no estés tomando el camino más corto. A cambio de mi paciencia, vas a tenerla conmigo cuando entrenemos.
Ahora su sonrisa se torció por fin, y su mejilla parecía ocultar en la sombra de su piel secretos que yo quería descubrir.
—¿Tan sólo querías paciencia? ¿Por qué no lo dijiste? ¿Si entendiste mi punto?
Apreté su mano.
—¡Ay!
Cuidé de la mano de Meyline todos los días, como había dicho que lo haría. A cambio, ella me ofrecía más tiempo para decidir qué quería aprender y qué cosas quería evitar. Tenía tiempo hasta que la herida cicatrizara por completo, para cumplir al menos, con un punto clave: deslizarme entre las defensas de Meyline, y asestarle un golpe, por pequeño que fuera. Si algo resultaba demasiado, podía parar y descansar. Sin embargo, en algún momento tenía que golpearla de verdad, para que pudiera aprender esa parte también del entrenamiento. Habíamos descubierto juntas, que si me molestaba lo suficiente, terminaría por desear golpearle el rostro de forma consciente. Ese era nuestro modo de operar, presionando y liberando, de a poco, llegué a completar el primer objetivo.
Mi codo conectó con sus costillas, y el envión terminó por mandarla al suelo.
—¡Lo siento!
proserpina
tw: blood!
fourth, and fifth and sixth
Cuando era más joven, había llegado al castillo con grandes ideas, grandes planes. Quería y estaba dispuesta a cambiar lo que pudiera del mundo, para que fuera más justo. No para mí, sino para todo aquel que estuviera fuera de lo que era considerado la norma. Me dolía profundamente ver que muchas personas sufrían incontables calvarios sólo porque así se lo dictaba el destino o una mano superior. Me costaba entender cómo mi propia vida era moneda común para muchos otros niños, y como nadie tenía la voz suficiente para que fueran escuchados sus reclamos. En mi inocencia, creía que sólo necesitaría un poco de tiempo, y que conseguiría generar un cambio, ayudar a más personas, desde mi propia experiencia y desde el resto de las que no pude ser parte. Lo haría, porque en realidad, mi vida no tenía ningún propósito extra, no había un camino para mí que me fuera agradable y enriquecedor. ¿Qué más quería yo que ser parte de un monasterio, donde ni siquiera se me dirigía la palabra y se me miraba mal? Cualquier cosa.
Así que, cuando me escapé, la primera vez mi libertad duró apenas un momento. Pude ver fuera de los límites del monasterio, darme cuenta que era un espacio ocupado en un vasto mundo que no parecía tener final. Era una niña en ese entonces. Me encontraron, porque no corrí, me quedé parada frente a un campo de flores, sin poder creer que algo tan hermoso estuvo siempre cerca de mí. Era como si estuviera viendo por primera vez.
La última vez que logré escapar del monasterio, lo hice con una técnica impecable. Tuve mayor éxito que todas las veces anteriores. Porque en mi camino, siempre en dirección a la ciudad, mientras más cerca, más tiempo tenía, me encontré con mi primer amigo. Y, con él, también la oportunidad perfecta para tomar la primera decisión en mi vida, dedicada a alguien más, para ayudar a alguien más, para hablar por alguien más. Me uní al Clan Shepherd. Creía que era la idea más acertada, todo debíamos tener voz ahí adentro, y podría encontrar a personas como yo, con objetivos similares.
Sólo había un pequeño problema: no tenía habilidad para enlistarme.
Por poco me quedo sin cerebro, de tanto que lo usé, pensando y revisando cómo haría, qué diría, pues no tenía habilidad y, por lo tanto, tampoco un nuevo propósito en lo que dedicar mi vida. Por suerte, una joven muy alta de cabello trenzado y piel oscura, se apiadó de mí. Me mostró algo que no sabía que tenía. Igual que mi madre antes de mí, yo tenía su habilidad. Podía controlar las tormentas, las nubes, los vientos, y hasta el sol. Tan sólo me quedaba aprender cómo darle uso, para poder asegurarme un puesto dentro del Clan, y entre las cabezas más importantes de este. Entonces, esta chica me entrenó.
Aprendí más partes de mí misma, como por ejemplo, que muy dentro en mi corazón, yo amaba a esa chica tan hábil que no se había detenido ni un momento a dudar sobre mi capacidad. La amaba con cada fibra de mi ser, con cada respiración que daba, y con cada pestañeo. Mi corazón latía con más fuerza, porque desde que ella había aparecido, el sentido de mi propia existencia había cambiado radicalmente. La amaba, estaba segura de eso, pero no sabía qué nombre tenía este amor que me hacía correr el cerebro, y que me dejaba sin palabras cuando me observaba hablar.
No se asimilaba al amor que yo había aprendido cuando leía las leyendas de los héroes, era mucho más arrollador. La amaba como algo que no podía terminar de describir, porque me parecía que las palabras no llegaban a expresar cómo cada parte de mi alma, tenía un sentido diferente cerca de ella. Era como un río, que se fundía en mi pecho y mi felicidad se volvía grande porque el sonido de su voz rebotaba en mis oídos. Necesitaba entender si había alguien que había sentido tanto como yo lo había hecho, alguna vez. Me dijeron que un señor llamado Orfeo, había amado tanto a su esposa, que cuando esta murió, él fue al inframundo para salvarla. Y, aunque desconfió al final, una vez muertos los dos, pudieron reencontrarse en el mundo de las almas. Casi se sentía, como si pudiera entender aquel sentimiento. Yo también estaría dispuesta a hacerlo, bajar hasta lo más profundo y rescatarla, pero prefería vivir a su lado, a que mi vida tuviera un final que no coincidiera con el suyo.
Quizás era todo sencillo porque podía decirlo, para mí misma. Porque podía materializarlo en mis pequeños monólogos, con el miedo que alguien más me escuchara hablar y quedara extrañado por mis sentimientos. Pero, ¿qué podría atreverme a decirle, si no era sólo que me daba gusto verla, pues tenía que reprimir en mi corazón y bajo la capa de mi piel, la forma en la que mi sangre pasaba por todo mi cuerpo a una velocidad impresionante, sin poder evitarlo? Sentía que podía volar en el mismo instante en que sus ojos se posaran frente a los míos por más de un momento. No podía decirle a ella cuánto la quería, sin embargo, podría asegurarme que el resto de las personas la vieran de la misma forma, me dije.
Circulaban toda clase de malos comentarios sobre ella, quien era por mucho, de las personas más maravillosas que yo había conocido. Y quien con una sonrisa podría hacerte olvidar la razón de un mal día. Yo fui detrás de esos duros corazones, secos y ásperos que no podían ver más allá de una persona, pero dentro de esta, y esperé el momento justo para presentar mi caso. Pues las personas nunca dejaban de hablar mal de otras, cuando estas no se encontraban en la mesa y había que conectar con otros de alguna forma. Meyline era un tema recurrente, muchos no querían que estuviera entre ellos, bajo el mismo techo, caminando por los mismos pisos. Preferían que fuera exiliada, como se había realizado años antes, cuando no teníamos escudos y el tiempo corría con normalidad, paranoicos que una habilidad pudiera tener el poder capaz de acabar con la mayoría de las habilidades descubiertas. Antes, simplemente se consideraba tratarles cómo menos que personas a sus portadores, responsabilizándolos por la forma en que sus poderes se habían canalizados, y ganándose el descontento y recelo de comunidades enteras. Había personas que no parecían tener pensamientos propios, o al menos desarrollarlos en contextos mucho más actuales, por lo que estos prejuicios se arrastraban y alimentaban cada incómoda situación por la que no se disculparían.
Creí que si mostraba las grandes diferencias que Meyline había causado dentro del Clan, de alguna forma la mirada que ellos tenían de ella, cambiaría también. Pero, necesitaba aliados para ello, y quién tenía el mayor poder era quién más la detestaba. La Gentildama del castillo, había apelado cada año contra la decisión del Jefe del Clan de mantener a la chica como miembro del grupo. Cual fuera la causa, yo no la conocía, pero me molestaba de igual manera. La Gentildama no tenía deseo alguno para hablar sobre aquello, por el contrario, se la pasaba en juegos de vigilancia donde poder conseguir pruebas del mal comportamiento de Meyline para presentarla en una audiencia y someter a votación su expulsión. Las casas nobles votarían a favor de cualquier cosa que ella decidiera, incluso si no estaban de acuerdo.
Pero fue imposible no reconocer el verdadero potencial de Meyline, cuando fue elegida por el Rey mismo para ser parte del grupo de guardia de sus hijos, los príncipes y princesas del Reino. Desde ese momento, hubo en ella una pesada capa de respeto y admiración entre el recelo. Aunque no se pudiera discutir o apelar a las decisiones del Rey, se podía hablar mal de él como de cualquier otra persona.
Mi problema era mucho más cercano y diario. Era ver a esa mujer que tanto adoraba fingir que el maltrato no le dolía, que las miradas poco le importaban, y que no sentía nada en el pecho cuando algunos miembros del Clan preferían no compartir los mismos lugares que ella. No podía contenerla lo suficiente. Mis brazos no lograba cubrirla de todo el mal al que estaba expuesta, cada día, todo el tiempo, a causa de ideas generadas en base a la ignorancia misma. Quería cuidarla de aquello que la dañaba, pero la experiencia me decía que el veneno ya estaba instalado, hacía mucho tiempo, y era imposible de recuperar. Pues, incluso cuando todo el mundo pudiera verla como sus amigos lo hacían, como su propia familia una vez la vio, en ella aún se mantendrían las peores opiniones, las frases más duras y el verdadero daño que ni siquiera Cairodin podría extraer de la conciencia.
Me había jactado de cuidarla desde que comenzó a crecer en mí. Preocupándome por cada herida que le veía, y por cada golpe que no quería dejarse sanar porque el dolor era una forma de recordatorio.
Las risas inundaban la habitación, y es que Meyliene encontraba divertido que yo quisiera atraparla, a sabiendas que mis pasos eran mucho más torpes que los suyos, y que aunque alzara los brazos no llegaría a los suyos porque era mucho más alta de lo que yo llegaría a ser jamás. Le gritaba que me devolviera el libro, temiendo que sus destartaladas páginas se fueran a caer por el piso de mármol. Pero a ella le fascinaba molestarme cuando tenía la energía para hacerlo. Me hacía cosquillas bajo las axilas y en el rincón de mi cuello, el tiempo justo para que me molestara pero que no me diera ansiedad el contacto. Yo me enojaba, aunque sonreía porque ella se carcajeaba y el sonido de su risa no me permitía estar enojada mucho tiempo.
—¡Dame, dame! —pedí ya sin energías para poder hacer mucho más. Saltaba, esperando que la distancia entre ambas se volviera menor, entonces escalaría sobre su cuerpo, o le arrebataría el libro de las manos en cuanto sus brazos se cansaran de sostenerlo encima de su cabeza.
—¡Pero si ya lo has terminado! ¡Es mi turno! —me dijo ella.
—¡Claro que no, no entendí el final!
Ella bajó el brazo, cerró el libro y lo apoyó en su pecho.
—Oh, entonces te lo cuento.
—Así no aprenderé nada —repuse yo, cruzándome de brazos—. Tengo que comprobar si he aprendido de verdad, y para ello, debo analizar el contenido de la obra.
Ella hizo una mueca, no muy convencida.
Me entregó el libro, en ofrenda de paz, pero antes de que pudiera tomarlo, ya había salido a correr otra vez con este, evitando con toda destreza los pilares decorados de la habitación y el hogar en el centro.
Escuché un quejido.
Confundida, paré en seco. Meyline había dejado de correr, y ahora, aunque seguía respirando agitada, ya no se movía con la misma energía. Estaba quedándose quieta, muy quieta, como aquella vez en que le había asestado el primer golpe de toda mi vida. Preocupada por el recuerdo, alcé la falda de mi vestido y me eché a correr hasta alcanzarla. Estaba de espaldas, así que la giré con delicadeza. Llamé su nombre, pero no me respondió al instante.
Luego, cuando sus ojos vieron los míos, respiró hondo, muy hondo por la nariz y se quedó ahí por un momento. Conteniendo el aire. Dejó el libro en mi mano libre, pero a mí este ya me importaba poco. Lo tiré al suelo, pues con la lentitud de verla pasar como si el tiempo estuviera detenido, ella se deslizaba por el piso, sosteniéndose de la pared, con la mano derecha en el abdomen.
—¡Meyline! —grité, asustada.
La tomé de los brazos para sentarla en el suelo, y acomodar su espalda. Ella estaba manteniendo la cordura, pero yo no sabía que hacía que quisiera perderla. Le pasé la mano por la frene, y vi mis dedos con sangre. Me sobresalté, pensando en que me había herido de alguna forma y que no sentía dolor. Sin embargo, la sangre no venía de mí, pero del costado de Meyline, el que se estaba cubriendo como si eso pudiera evitar la hemorragia. La sangre comenzó a manchar su vestido marrón, volviéndola de un color carmesí oscuro, casi negro. En lo que la observaba perder la conciencia, me quedaba yo sin protocolos para seguir. Estaba en blanco, no me podía mover.
Mi mente gritaba, ella cerraba los ojos. Yo quería correr y pedir ayuda, pero era día de festival y no llegaría a avisarle a nadie sin perderla de camino. No estaba segura que fuera capaz de soportar tanto, por la cantidad de sangre que corría sin parar. ¿De dónde venía? ¿Por qué no paraba?
Recuerdo que rompí parte de las costuras de su peto, y tuve que cortar una parte de su corsé con el cuchillo que habíamos usado para cortar queso. Había abierto su chaqueta para acceder a su ropa interior, y cuando hice un agujero en ella, pude ver dónde estaba la herida sangrante que le debilitaba las respiraciones. Creo que me lavé las manos con el jarrón de agua a las apuradas, tirando agua por doquier. También usé una de mis enaguas para limpiarle la herida, la desgarré con las manos manchadas e hice jirones de ella con el mismo cuchillo. Le apliqué presión, mientras la llamaba, queriendo que sus ojos me observaran de nuevo. Pero ella ya estaba desmayada, y no podía cargarla sin que me ayudase.
Alimentada por la preocupación, encontré mi rayo, muy lejos escondido en una discreta nube gris. Sacudí el cielo, sin detenerme a cuidar la forma. Y cuando los relámpagos se manifestaron en descargas brillantes contra la tierra, confié en que eso pudiera volverse un mensaje de ayuda para que alguien me socorriera. Por lo que me quedé junto a ella, apoyándola contra mi pecho, con ambas manos sobre su herida, rogando porque dejara de sangrar y que el tiempo se pusiera de mi lado, pues no me movería de ahí si ella no se iba conmigo.
Hubieron ocasiones menos dramáticas, donde mi única contribución era compartir mi comida con ella, darle compañía, y poder hablarle. Pues, por alguna razón, los temas más interesantes siempre nos encontraban a nosotras cuando parecía que nadie más en el mundo tenía tiempo para detenerse, mirar a sus costados y apreciar a quienes le rodeaban.
—Hoy encontré que el árbol en el que dormimos durante los días muy calurosos de verano, tiene un pequeño nido de pajaritos —comenté con una sonrisa, acostada sobre su regazo, pasando rápidamente las hojas del libro que tenía en las manos.
—¿De verdad? —me preguntó ella—. Deberías mostrármelo en el camino de vuelta. ¿Qué estás leyendo?
—Oh, esto. Una aventura sobre un señor llamado… —me detuve para leer el título del libro— Gulliver. Y sus viajes. Es uno de los libros que tradujiste de su idioma original.
—¿En serio? No lo recuerdo.
Estaba segura de que estaba mintiendo, pues tenía una muy buena memoria para cuestiones literarias, amante de la literatura tanto como yo, y gran conocedora de ficción en otros idiomas, pues era de las pocas personas que podía entenderla. Sin embargo, yo ignoré aquello que ya sabía, para poder contarle la historia como si fuera nueva para ambas. Y ella se sorprendía en los momentos correctos, hacía preguntas para que yo le respondiera con profundidad, y jugábamos a adivinar qué haríamos nosotros si estuviéramos en las mismas situaciones. A veces, también le compartía del panecito que había horneado, lo untaba de manteca y le recordaba la importancia de comer a diario, sin saltearse las comidas porque eso debilitaba el cuerpo y ella necesitaba más fuerza que cualquier otra persona. También bebíamos jugo de naranjas, chupándonos hasta los dedos que limpiaban la comisura de nuestras bocas porque el dulzor era tanto que se volvía irresistible.
Y aunque tan sólo había compartido información de mi lectura actual, y la había hecho sonreír cuando ella me empujaba el hombro con una sonrisa de costado, o hubiera permitido que peinara y trenzara parte de mi cabello en la intimidad de las grandes y nudosas raíces en la que estábamos recostadas, ella me agradece como si yo hubiera hecho por ella mucho más.
Estaba segura de que estaba mintiendo, pues tenía una muy buena memoria para cuestiones literarias, amante de la literatura tanto como yo, y gran conocedora de ficción en otros idiomas, pues era de las pocas personas que podía entenderla. Sin embargo, yo ignoré aquello que ya sabía, para poder contarle la historia como si fuera nueva para ambas. Y ella se sorprendía en los momentos correctos, hacía preguntas para que yo le respondiera con profundidad, y jugábamos a adivinar qué haríamos nosotros si estuviéramos en las mismas situaciones. A veces, también le compartía del panecito que había horneado, lo untaba de manteca y le recordaba la importancia de comer a diario, sin saltearse las comidas porque eso debilitaba el cuerpo y ella necesitaba más fuerza que cualquier otra persona. También bebíamos jugo de naranjas, chupándonos hasta los dedos que limpiaban la comisura de nuestras bocas porque el dulzor era tanto que se volvía irresistible.
Y aunque tan sólo había compartido información de mi lectura actual, y la había hecho sonreír cuando ella me empujaba el hombro con una sonrisa de costado, o hubiera permitido que peinara y trenzara parte de mi cabello en la intimidad de las grandes y nudosas raíces en la que estábamos recostadas, ella me agradeció como si yo hubiera hecho por ella mucho más, tanto que en realidad no podría notarlo incluso si prestaba atención a ello. Yo le brindé un apretón en la mano, observándola, incapaz de apartar la mirada pero al mismo tiempo, sin soportar el contacto visual por demasiado tiempo. En mi interior, algo temblaba, no de forma violenta, sino como vibraban las cuerdas de una guitarra, y creaban música, así se sentía mi corazón a su alrededor.
Recuerdo que pudimos ver el atardecer en esa ocasión. Ella tuvo incluso un momento en que se tomó para poder rezar, y luego seguimos hablando. No había más tareas para mí, y nadie estaba ahí para indicarle cosas a Meyline, porque ya las había completado desde hacía días. Escritura, lectura, traducción, la iniciación durante la noche, el cuidado de los mal heridos después, revisar que pudieran integrarse sin dificultades a los grupos y hasta tomarse el tiempo de comer con algunos de ellos, sobre todo si compartían la misma religión. Yo sabía de ello, no sólo porque dejaba que me lo contara, sino porque podía verla interactuando con los diferentes círculos sociales. Se movía con fluidez, incluso aunque muchos de ellos parecían aún asustados por su presencia. Sabía qué preguntas hacerles, y recordaba detalles de ellos que podía usar para entablar conversaciones enriquecedoras.
Yo me quedaba en mi rinconcito, admirando a la distancia su tarea favorita. En especial acercar a los iniciados a Cairodin, enseñarles que estaban protegidos incluso ahí dentro, siempre y cuando se tomaran sus tareas y obligaciones en serio. El trabajo duro, sería recompensado con todo lo que ellos necesitaran. Muchos jóvenes, sacados de sus hogares temían de ir en contra de sus propias creencias, y necesitaban más acompañamiento que el resto. Por lo que ella, con toda la paciencia del mundo, les mostraba sobre las secciones en el Ala Menor para ellos, y el lugar de oración que se compartía con el resto de las personas religiosas en el castillo.
La veía sonreír, incluso si era de forma forzada. Sabía que al final, terminaría afectándole de alguna forma el cerebro, y la haría feliz incluso cuando no estaba convencida de que lo merecía. Me hubiera gustado decirle lo mucho que ayudaba a todas esas personas, cada vez que entraban por la puerta, incluso aunque los nobles mantuvieran ideas negativas sobre ella, la ayuda que brindaba cada día a quienes estaban dispuestos a recibirla, era mucho mayor a lo que aquellos nobles jamás podrían brindar por otras personas. Porque venía del deseo puro y simple de servir al otro, sin esperar nada a cambio, pero la satisfacción de, poquito a poco, contribuir en el Clan primero, y luego al resto.
Aunque yo estaba convencida que su reconocimiento debía ser mayor, puesto que era casi nulo, podía jurar que Meyline veía todo lo que nadie más podía y que estaba mal de sí misma. Ella insistía en que se sentía bien, cada vez que yo le preguntaba, no importara cuánto insistiera. Me hacía querer preguntarle cómo explicaría aquellas veces dónde la encontraba despierta, escondida como un búho sobre un tronco o un pilar, con los brazos cruzados, para mantener el calor de sus manos, la mirada perdida y sin la máscara que solía cargar a todos lados, los ojos tristes y la mente en otro lado.
Porque a veces, la luna nos despertaba a ambas, y la encontraba primero, sin que ella pudiera darse cuenta que yo estaba ahí pues estaba muy dentro de su propia cabeza, revolviendo viejos temores, antiguos martirios. Entonces hacía el ruido justo para alertar mi presencia y no tomarla por total sorpresa, susurrando le preguntaba si acaso no podía dormir. Ella me sonreía ligeramente, casi sin fuerzas. Pues bajo la luz plateada, no tenía sentido fingir también que nada pasaba, que todo no dolía y que no habían cosas que mantenían a uno despierto de un salto, en el medio de la madrugada, con el aliento atascado en la garganta, sin tener idea de por qué el sueño no quiere volver a uno. Me ubicaba justo frente a ella, podía observar cómo la luz jugaba con las formas de su rostro, una pintura nostálgica que podría colgar y ser digna de admirar durante horas. Por un momento, no hablábamos. Y aunque el silencio siempre se prestaba a tomar la palabra, yo rechazaba el turno, porque quería oír lo que alguien más podía decir.
—Me gusta encontrarte en ocasiones así —me dijo una vez, sin enfrentar mis ojos—. No creo que quisiera que alguien más me encontrara de esta forma.
—¿Vulnerable? —me aventuré yo.
—Deplorable —sentenció—. Algo que no debería tener siquiera oportunidad de ser.
Torcí la cabeza para observarla mejor. Claro, era la persona más hermosa que yo había conocido, y podría hablar sobre ello toda la vida, sin embargo, detrás de su belleza, de sus bonus modales y decisiones altruistas, había una pesada carga que sostenía sobre los hombros. Una carga invisible que nunca era suficiente, pues siempre había espacio para un problema más, una preocupación nueva, en especial si no eran propias.
—A mí me parece la más real de tus versiones —ofrecí—. En la que aún le mostrás, aunque sea a una persona, que sos una persona también.
—Supongo que la humanidad es de mis peores cualidades.
—O la mejor de ellas. Pero, olvidás cómo ser humana con la persona más importante.
Ella me observó, ahora de frente, esperando a que le diera la respuesta, pues no entendería de lo contrario que esa persona no podría ser encontrada por mucho que uno navegase, buscara y preguntara. Para verla, debía acercarse a un lago, y mirar su superficie, ahí, el reflejo mostraría a quién tanto le hacía falta.
—Vos misma —murmuré.
Meyline no dijo más nada. Acomodó sus brazos y se perdió otra vez en su propia cabeza. Yo hice lo mismo, aunque sin dejar de observarla de vez en cuando, en caso de que pudiera leer en su rostro alguna cosa que no podía decirme.
Pasábamos muchas noches de la misma forma. Nuestras conversaciones eran cortas, a veces no decíamos más que unas palabras. Pero cada una de ellas tenía cientos de significados dentro, algo que hacía pensar en ellas mucho más que hablar entre sí podría.
La luna nos liberó por fin del extraño magnetismo que nos mantenía juntas, conectadas mentalmente en un sitio en el tiempo. Ella se removió en su lugar, y yo imité sus movimientos. Me fui primera, sin despedirme porque era inútil hacerlo. Sabía, más bien esperaba, porque al alba también encontrara su rostro, incluso si era la mitad de persona que realmente era durante la noche. Llamó mi nombre, y paré en mi lugar, dejándole que me dijera aquello que deseaba.
—Me gusta también cómo luce tu cabello en la noche, creo que no lo he visto suelto desde que te conozco.
—Es difícil de contener, pero incluso este necesitaba descansar a veces —sonreí.
—Yo podría peinarlo y trenzarlo durante todo el día si fuera necesario. Sólo para verte una vez con el sol a tu espalda.
Me hubiera gustado invitarla a hacerlo, y perderme en su tacto y en su fragancia y en su presencia. En su calor, y en la seguridad que me brindaba. Pero otra voz resonó por los pasillos, y no era la suya. La conocía también, era tímida y dulce, casi podía recordar el color de su cabello frente al fuego, el espacio que ocupaba en el espacio de Meyline a su lado.
Eva buscaba a Meyline también, quizás no éramos la únicas bendecidas por la luna.
Me marché esa noche. E ignoré la forma en que su última frase también me hablaba a mi, porque incluso su agradecimiento en la noche me dolía.
Así que, cuando me escapé, la primera vez mi libertad duró apenas un momento. Pude ver fuera de los límites del monasterio, darme cuenta que era un espacio ocupado en un vasto mundo que no parecía tener final. Era una niña en ese entonces. Me encontraron, porque no corrí, me quedé parada frente a un campo de flores, sin poder creer que algo tan hermoso estuvo siempre cerca de mí. Era como si estuviera viendo por primera vez.
La última vez que logré escapar del monasterio, lo hice con una técnica impecable. Tuve mayor éxito que todas las veces anteriores. Porque en mi camino, siempre en dirección a la ciudad, mientras más cerca, más tiempo tenía, me encontré con mi primer amigo. Y, con él, también la oportunidad perfecta para tomar la primera decisión en mi vida, dedicada a alguien más, para ayudar a alguien más, para hablar por alguien más. Me uní al Clan Shepherd. Creía que era la idea más acertada, todo debíamos tener voz ahí adentro, y podría encontrar a personas como yo, con objetivos similares.
Sólo había un pequeño problema: no tenía habilidad para enlistarme.
Por poco me quedo sin cerebro, de tanto que lo usé, pensando y revisando cómo haría, qué diría, pues no tenía habilidad y, por lo tanto, tampoco un nuevo propósito en lo que dedicar mi vida. Por suerte, una joven muy alta de cabello trenzado y piel oscura, se apiadó de mí. Me mostró algo que no sabía que tenía. Igual que mi madre antes de mí, yo tenía su habilidad. Podía controlar las tormentas, las nubes, los vientos, y hasta el sol. Tan sólo me quedaba aprender cómo darle uso, para poder asegurarme un puesto dentro del Clan, y entre las cabezas más importantes de este. Entonces, esta chica me entrenó.
Aprendí más partes de mí misma, como por ejemplo, que muy dentro en mi corazón, yo amaba a esa chica tan hábil que no se había detenido ni un momento a dudar sobre mi capacidad. La amaba con cada fibra de mi ser, con cada respiración que daba, y con cada pestañeo. Mi corazón latía con más fuerza, porque desde que ella había aparecido, el sentido de mi propia existencia había cambiado radicalmente. La amaba, estaba segura de eso, pero no sabía qué nombre tenía este amor que me hacía correr el cerebro, y que me dejaba sin palabras cuando me observaba hablar.
No se asimilaba al amor que yo había aprendido cuando leía las leyendas de los héroes, era mucho más arrollador. La amaba como algo que no podía terminar de describir, porque me parecía que las palabras no llegaban a expresar cómo cada parte de mi alma, tenía un sentido diferente cerca de ella. Era como un río, que se fundía en mi pecho y mi felicidad se volvía grande porque el sonido de su voz rebotaba en mis oídos. Necesitaba entender si había alguien que había sentido tanto como yo lo había hecho, alguna vez. Me dijeron que un señor llamado Orfeo, había amado tanto a su esposa, que cuando esta murió, él fue al inframundo para salvarla. Y, aunque desconfió al final, una vez muertos los dos, pudieron reencontrarse en el mundo de las almas. Casi se sentía, como si pudiera entender aquel sentimiento. Yo también estaría dispuesta a hacerlo, bajar hasta lo más profundo y rescatarla, pero prefería vivir a su lado, a que mi vida tuviera un final que no coincidiera con el suyo.
Quizás era todo sencillo porque podía decirlo, para mí misma. Porque podía materializarlo en mis pequeños monólogos, con el miedo que alguien más me escuchara hablar y quedara extrañado por mis sentimientos. Pero, ¿qué podría atreverme a decirle, si no era sólo que me daba gusto verla, pues tenía que reprimir en mi corazón y bajo la capa de mi piel, la forma en la que mi sangre pasaba por todo mi cuerpo a una velocidad impresionante, sin poder evitarlo? Sentía que podía volar en el mismo instante en que sus ojos se posaran frente a los míos por más de un momento. No podía decirle a ella cuánto la quería, sin embargo, podría asegurarme que el resto de las personas la vieran de la misma forma, me dije.
Circulaban toda clase de malos comentarios sobre ella, quien era por mucho, de las personas más maravillosas que yo había conocido. Y quien con una sonrisa podría hacerte olvidar la razón de un mal día. Yo fui detrás de esos duros corazones, secos y ásperos que no podían ver más allá de una persona, pero dentro de esta, y esperé el momento justo para presentar mi caso. Pues las personas nunca dejaban de hablar mal de otras, cuando estas no se encontraban en la mesa y había que conectar con otros de alguna forma. Meyline era un tema recurrente, muchos no querían que estuviera entre ellos, bajo el mismo techo, caminando por los mismos pisos. Preferían que fuera exiliada, como se había realizado años antes, cuando no teníamos escudos y el tiempo corría con normalidad, paranoicos que una habilidad pudiera tener el poder capaz de acabar con la mayoría de las habilidades descubiertas. Antes, simplemente se consideraba tratarles cómo menos que personas a sus portadores, responsabilizándolos por la forma en que sus poderes se habían canalizados, y ganándose el descontento y recelo de comunidades enteras. Había personas que no parecían tener pensamientos propios, o al menos desarrollarlos en contextos mucho más actuales, por lo que estos prejuicios se arrastraban y alimentaban cada incómoda situación por la que no se disculparían.
Creí que si mostraba las grandes diferencias que Meyline había causado dentro del Clan, de alguna forma la mirada que ellos tenían de ella, cambiaría también. Pero, necesitaba aliados para ello, y quién tenía el mayor poder era quién más la detestaba. La Gentildama del castillo, había apelado cada año contra la decisión del Jefe del Clan de mantener a la chica como miembro del grupo. Cual fuera la causa, yo no la conocía, pero me molestaba de igual manera. La Gentildama no tenía deseo alguno para hablar sobre aquello, por el contrario, se la pasaba en juegos de vigilancia donde poder conseguir pruebas del mal comportamiento de Meyline para presentarla en una audiencia y someter a votación su expulsión. Las casas nobles votarían a favor de cualquier cosa que ella decidiera, incluso si no estaban de acuerdo.
Pero fue imposible no reconocer el verdadero potencial de Meyline, cuando fue elegida por el Rey mismo para ser parte del grupo de guardia de sus hijos, los príncipes y princesas del Reino. Desde ese momento, hubo en ella una pesada capa de respeto y admiración entre el recelo. Aunque no se pudiera discutir o apelar a las decisiones del Rey, se podía hablar mal de él como de cualquier otra persona.
Mi problema era mucho más cercano y diario. Era ver a esa mujer que tanto adoraba fingir que el maltrato no le dolía, que las miradas poco le importaban, y que no sentía nada en el pecho cuando algunos miembros del Clan preferían no compartir los mismos lugares que ella. No podía contenerla lo suficiente. Mis brazos no lograba cubrirla de todo el mal al que estaba expuesta, cada día, todo el tiempo, a causa de ideas generadas en base a la ignorancia misma. Quería cuidarla de aquello que la dañaba, pero la experiencia me decía que el veneno ya estaba instalado, hacía mucho tiempo, y era imposible de recuperar. Pues, incluso cuando todo el mundo pudiera verla como sus amigos lo hacían, como su propia familia una vez la vio, en ella aún se mantendrían las peores opiniones, las frases más duras y el verdadero daño que ni siquiera Cairodin podría extraer de la conciencia.
Me había jactado de cuidarla desde que comenzó a crecer en mí. Preocupándome por cada herida que le veía, y por cada golpe que no quería dejarse sanar porque el dolor era una forma de recordatorio.
Las risas inundaban la habitación, y es que Meyliene encontraba divertido que yo quisiera atraparla, a sabiendas que mis pasos eran mucho más torpes que los suyos, y que aunque alzara los brazos no llegaría a los suyos porque era mucho más alta de lo que yo llegaría a ser jamás. Le gritaba que me devolviera el libro, temiendo que sus destartaladas páginas se fueran a caer por el piso de mármol. Pero a ella le fascinaba molestarme cuando tenía la energía para hacerlo. Me hacía cosquillas bajo las axilas y en el rincón de mi cuello, el tiempo justo para que me molestara pero que no me diera ansiedad el contacto. Yo me enojaba, aunque sonreía porque ella se carcajeaba y el sonido de su risa no me permitía estar enojada mucho tiempo.
—¡Dame, dame! —pedí ya sin energías para poder hacer mucho más. Saltaba, esperando que la distancia entre ambas se volviera menor, entonces escalaría sobre su cuerpo, o le arrebataría el libro de las manos en cuanto sus brazos se cansaran de sostenerlo encima de su cabeza.
—¡Pero si ya lo has terminado! ¡Es mi turno! —me dijo ella.
—¡Claro que no, no entendí el final!
Ella bajó el brazo, cerró el libro y lo apoyó en su pecho.
—Oh, entonces te lo cuento.
—Así no aprenderé nada —repuse yo, cruzándome de brazos—. Tengo que comprobar si he aprendido de verdad, y para ello, debo analizar el contenido de la obra.
Ella hizo una mueca, no muy convencida.
Me entregó el libro, en ofrenda de paz, pero antes de que pudiera tomarlo, ya había salido a correr otra vez con este, evitando con toda destreza los pilares decorados de la habitación y el hogar en el centro.
Escuché un quejido.
Confundida, paré en seco. Meyline había dejado de correr, y ahora, aunque seguía respirando agitada, ya no se movía con la misma energía. Estaba quedándose quieta, muy quieta, como aquella vez en que le había asestado el primer golpe de toda mi vida. Preocupada por el recuerdo, alcé la falda de mi vestido y me eché a correr hasta alcanzarla. Estaba de espaldas, así que la giré con delicadeza. Llamé su nombre, pero no me respondió al instante.
Luego, cuando sus ojos vieron los míos, respiró hondo, muy hondo por la nariz y se quedó ahí por un momento. Conteniendo el aire. Dejó el libro en mi mano libre, pero a mí este ya me importaba poco. Lo tiré al suelo, pues con la lentitud de verla pasar como si el tiempo estuviera detenido, ella se deslizaba por el piso, sosteniéndose de la pared, con la mano derecha en el abdomen.
—¡Meyline! —grité, asustada.
La tomé de los brazos para sentarla en el suelo, y acomodar su espalda. Ella estaba manteniendo la cordura, pero yo no sabía que hacía que quisiera perderla. Le pasé la mano por la frene, y vi mis dedos con sangre. Me sobresalté, pensando en que me había herido de alguna forma y que no sentía dolor. Sin embargo, la sangre no venía de mí, pero del costado de Meyline, el que se estaba cubriendo como si eso pudiera evitar la hemorragia. La sangre comenzó a manchar su vestido marrón, volviéndola de un color carmesí oscuro, casi negro. En lo que la observaba perder la conciencia, me quedaba yo sin protocolos para seguir. Estaba en blanco, no me podía mover.
Mi mente gritaba, ella cerraba los ojos. Yo quería correr y pedir ayuda, pero era día de festival y no llegaría a avisarle a nadie sin perderla de camino. No estaba segura que fuera capaz de soportar tanto, por la cantidad de sangre que corría sin parar. ¿De dónde venía? ¿Por qué no paraba?
Recuerdo que rompí parte de las costuras de su peto, y tuve que cortar una parte de su corsé con el cuchillo que habíamos usado para cortar queso. Había abierto su chaqueta para acceder a su ropa interior, y cuando hice un agujero en ella, pude ver dónde estaba la herida sangrante que le debilitaba las respiraciones. Creo que me lavé las manos con el jarrón de agua a las apuradas, tirando agua por doquier. También usé una de mis enaguas para limpiarle la herida, la desgarré con las manos manchadas e hice jirones de ella con el mismo cuchillo. Le apliqué presión, mientras la llamaba, queriendo que sus ojos me observaran de nuevo. Pero ella ya estaba desmayada, y no podía cargarla sin que me ayudase.
Alimentada por la preocupación, encontré mi rayo, muy lejos escondido en una discreta nube gris. Sacudí el cielo, sin detenerme a cuidar la forma. Y cuando los relámpagos se manifestaron en descargas brillantes contra la tierra, confié en que eso pudiera volverse un mensaje de ayuda para que alguien me socorriera. Por lo que me quedé junto a ella, apoyándola contra mi pecho, con ambas manos sobre su herida, rogando porque dejara de sangrar y que el tiempo se pusiera de mi lado, pues no me movería de ahí si ella no se iba conmigo.
Hubieron ocasiones menos dramáticas, donde mi única contribución era compartir mi comida con ella, darle compañía, y poder hablarle. Pues, por alguna razón, los temas más interesantes siempre nos encontraban a nosotras cuando parecía que nadie más en el mundo tenía tiempo para detenerse, mirar a sus costados y apreciar a quienes le rodeaban.
—Hoy encontré que el árbol en el que dormimos durante los días muy calurosos de verano, tiene un pequeño nido de pajaritos —comenté con una sonrisa, acostada sobre su regazo, pasando rápidamente las hojas del libro que tenía en las manos.
—¿De verdad? —me preguntó ella—. Deberías mostrármelo en el camino de vuelta. ¿Qué estás leyendo?
—Oh, esto. Una aventura sobre un señor llamado… —me detuve para leer el título del libro— Gulliver. Y sus viajes. Es uno de los libros que tradujiste de su idioma original.
—¿En serio? No lo recuerdo.
Estaba segura de que estaba mintiendo, pues tenía una muy buena memoria para cuestiones literarias, amante de la literatura tanto como yo, y gran conocedora de ficción en otros idiomas, pues era de las pocas personas que podía entenderla. Sin embargo, yo ignoré aquello que ya sabía, para poder contarle la historia como si fuera nueva para ambas. Y ella se sorprendía en los momentos correctos, hacía preguntas para que yo le respondiera con profundidad, y jugábamos a adivinar qué haríamos nosotros si estuviéramos en las mismas situaciones. A veces, también le compartía del panecito que había horneado, lo untaba de manteca y le recordaba la importancia de comer a diario, sin saltearse las comidas porque eso debilitaba el cuerpo y ella necesitaba más fuerza que cualquier otra persona. También bebíamos jugo de naranjas, chupándonos hasta los dedos que limpiaban la comisura de nuestras bocas porque el dulzor era tanto que se volvía irresistible.
Y aunque tan sólo había compartido información de mi lectura actual, y la había hecho sonreír cuando ella me empujaba el hombro con una sonrisa de costado, o hubiera permitido que peinara y trenzara parte de mi cabello en la intimidad de las grandes y nudosas raíces en la que estábamos recostadas, ella me agradece como si yo hubiera hecho por ella mucho más.
Estaba segura de que estaba mintiendo, pues tenía una muy buena memoria para cuestiones literarias, amante de la literatura tanto como yo, y gran conocedora de ficción en otros idiomas, pues era de las pocas personas que podía entenderla. Sin embargo, yo ignoré aquello que ya sabía, para poder contarle la historia como si fuera nueva para ambas. Y ella se sorprendía en los momentos correctos, hacía preguntas para que yo le respondiera con profundidad, y jugábamos a adivinar qué haríamos nosotros si estuviéramos en las mismas situaciones. A veces, también le compartía del panecito que había horneado, lo untaba de manteca y le recordaba la importancia de comer a diario, sin saltearse las comidas porque eso debilitaba el cuerpo y ella necesitaba más fuerza que cualquier otra persona. También bebíamos jugo de naranjas, chupándonos hasta los dedos que limpiaban la comisura de nuestras bocas porque el dulzor era tanto que se volvía irresistible.
Y aunque tan sólo había compartido información de mi lectura actual, y la había hecho sonreír cuando ella me empujaba el hombro con una sonrisa de costado, o hubiera permitido que peinara y trenzara parte de mi cabello en la intimidad de las grandes y nudosas raíces en la que estábamos recostadas, ella me agradeció como si yo hubiera hecho por ella mucho más, tanto que en realidad no podría notarlo incluso si prestaba atención a ello. Yo le brindé un apretón en la mano, observándola, incapaz de apartar la mirada pero al mismo tiempo, sin soportar el contacto visual por demasiado tiempo. En mi interior, algo temblaba, no de forma violenta, sino como vibraban las cuerdas de una guitarra, y creaban música, así se sentía mi corazón a su alrededor.
Recuerdo que pudimos ver el atardecer en esa ocasión. Ella tuvo incluso un momento en que se tomó para poder rezar, y luego seguimos hablando. No había más tareas para mí, y nadie estaba ahí para indicarle cosas a Meyline, porque ya las había completado desde hacía días. Escritura, lectura, traducción, la iniciación durante la noche, el cuidado de los mal heridos después, revisar que pudieran integrarse sin dificultades a los grupos y hasta tomarse el tiempo de comer con algunos de ellos, sobre todo si compartían la misma religión. Yo sabía de ello, no sólo porque dejaba que me lo contara, sino porque podía verla interactuando con los diferentes círculos sociales. Se movía con fluidez, incluso aunque muchos de ellos parecían aún asustados por su presencia. Sabía qué preguntas hacerles, y recordaba detalles de ellos que podía usar para entablar conversaciones enriquecedoras.
Yo me quedaba en mi rinconcito, admirando a la distancia su tarea favorita. En especial acercar a los iniciados a Cairodin, enseñarles que estaban protegidos incluso ahí dentro, siempre y cuando se tomaran sus tareas y obligaciones en serio. El trabajo duro, sería recompensado con todo lo que ellos necesitaran. Muchos jóvenes, sacados de sus hogares temían de ir en contra de sus propias creencias, y necesitaban más acompañamiento que el resto. Por lo que ella, con toda la paciencia del mundo, les mostraba sobre las secciones en el Ala Menor para ellos, y el lugar de oración que se compartía con el resto de las personas religiosas en el castillo.
La veía sonreír, incluso si era de forma forzada. Sabía que al final, terminaría afectándole de alguna forma el cerebro, y la haría feliz incluso cuando no estaba convencida de que lo merecía. Me hubiera gustado decirle lo mucho que ayudaba a todas esas personas, cada vez que entraban por la puerta, incluso aunque los nobles mantuvieran ideas negativas sobre ella, la ayuda que brindaba cada día a quienes estaban dispuestos a recibirla, era mucho mayor a lo que aquellos nobles jamás podrían brindar por otras personas. Porque venía del deseo puro y simple de servir al otro, sin esperar nada a cambio, pero la satisfacción de, poquito a poco, contribuir en el Clan primero, y luego al resto.
Aunque yo estaba convencida que su reconocimiento debía ser mayor, puesto que era casi nulo, podía jurar que Meyline veía todo lo que nadie más podía y que estaba mal de sí misma. Ella insistía en que se sentía bien, cada vez que yo le preguntaba, no importara cuánto insistiera. Me hacía querer preguntarle cómo explicaría aquellas veces dónde la encontraba despierta, escondida como un búho sobre un tronco o un pilar, con los brazos cruzados, para mantener el calor de sus manos, la mirada perdida y sin la máscara que solía cargar a todos lados, los ojos tristes y la mente en otro lado.
Porque a veces, la luna nos despertaba a ambas, y la encontraba primero, sin que ella pudiera darse cuenta que yo estaba ahí pues estaba muy dentro de su propia cabeza, revolviendo viejos temores, antiguos martirios. Entonces hacía el ruido justo para alertar mi presencia y no tomarla por total sorpresa, susurrando le preguntaba si acaso no podía dormir. Ella me sonreía ligeramente, casi sin fuerzas. Pues bajo la luz plateada, no tenía sentido fingir también que nada pasaba, que todo no dolía y que no habían cosas que mantenían a uno despierto de un salto, en el medio de la madrugada, con el aliento atascado en la garganta, sin tener idea de por qué el sueño no quiere volver a uno. Me ubicaba justo frente a ella, podía observar cómo la luz jugaba con las formas de su rostro, una pintura nostálgica que podría colgar y ser digna de admirar durante horas. Por un momento, no hablábamos. Y aunque el silencio siempre se prestaba a tomar la palabra, yo rechazaba el turno, porque quería oír lo que alguien más podía decir.
—Me gusta encontrarte en ocasiones así —me dijo una vez, sin enfrentar mis ojos—. No creo que quisiera que alguien más me encontrara de esta forma.
—¿Vulnerable? —me aventuré yo.
—Deplorable —sentenció—. Algo que no debería tener siquiera oportunidad de ser.
Torcí la cabeza para observarla mejor. Claro, era la persona más hermosa que yo había conocido, y podría hablar sobre ello toda la vida, sin embargo, detrás de su belleza, de sus bonus modales y decisiones altruistas, había una pesada carga que sostenía sobre los hombros. Una carga invisible que nunca era suficiente, pues siempre había espacio para un problema más, una preocupación nueva, en especial si no eran propias.
—A mí me parece la más real de tus versiones —ofrecí—. En la que aún le mostrás, aunque sea a una persona, que sos una persona también.
—Supongo que la humanidad es de mis peores cualidades.
—O la mejor de ellas. Pero, olvidás cómo ser humana con la persona más importante.
Ella me observó, ahora de frente, esperando a que le diera la respuesta, pues no entendería de lo contrario que esa persona no podría ser encontrada por mucho que uno navegase, buscara y preguntara. Para verla, debía acercarse a un lago, y mirar su superficie, ahí, el reflejo mostraría a quién tanto le hacía falta.
—Vos misma —murmuré.
Meyline no dijo más nada. Acomodó sus brazos y se perdió otra vez en su propia cabeza. Yo hice lo mismo, aunque sin dejar de observarla de vez en cuando, en caso de que pudiera leer en su rostro alguna cosa que no podía decirme.
Pasábamos muchas noches de la misma forma. Nuestras conversaciones eran cortas, a veces no decíamos más que unas palabras. Pero cada una de ellas tenía cientos de significados dentro, algo que hacía pensar en ellas mucho más que hablar entre sí podría.
La luna nos liberó por fin del extraño magnetismo que nos mantenía juntas, conectadas mentalmente en un sitio en el tiempo. Ella se removió en su lugar, y yo imité sus movimientos. Me fui primera, sin despedirme porque era inútil hacerlo. Sabía, más bien esperaba, porque al alba también encontrara su rostro, incluso si era la mitad de persona que realmente era durante la noche. Llamó mi nombre, y paré en mi lugar, dejándole que me dijera aquello que deseaba.
—Me gusta también cómo luce tu cabello en la noche, creo que no lo he visto suelto desde que te conozco.
—Es difícil de contener, pero incluso este necesitaba descansar a veces —sonreí.
—Yo podría peinarlo y trenzarlo durante todo el día si fuera necesario. Sólo para verte una vez con el sol a tu espalda.
Me hubiera gustado invitarla a hacerlo, y perderme en su tacto y en su fragancia y en su presencia. En su calor, y en la seguridad que me brindaba. Pero otra voz resonó por los pasillos, y no era la suya. La conocía también, era tímida y dulce, casi podía recordar el color de su cabello frente al fuego, el espacio que ocupaba en el espacio de Meyline a su lado.
Eva buscaba a Meyline también, quizás no éramos la únicas bendecidas por la luna.
Me marché esa noche. E ignoré la forma en que su última frase también me hablaba a mi, porque incluso su agradecimiento en la noche me dolía.
proserpina
seventh
seventh
Luego de mi rayo, todo quedó calmo. Eso fue porque el golpe lanzó lejos a quienes estaban alrededor. Aquel hombre que atacó primero, canalizó el rayo y lo quemó al instante. Estaba calcinado en el lugar, con una última pose eterna que marcaba todo su pasado. Ni siquiera había podido adivinar lo que le esperaba, pues el rayo cayó a la tierra con una fuerza brutal y extrajo toda la la energía de su cuerpo. También lanzó lejos sus pesadas armas, aquellos balones de metal que estaban a punto de estallar contra el cuerpo de Meyline sin que ella atinara a protegerse del impacto.
El primer rayo me drenó casi por completo la energía, como si hubiera necesitado de mucho más que mi habilidad para crear una descarga descomunal que nos pretegiera a todos. Y el peligro no había acabado, pero yo no lograba pensar más que en una cosa, una persona, que también había sido alcanzada por mi rayo, aunque intenté desviarlo con todo mi poder. Tirada en el piso, expulsada por la expansión del estallido, Meyline yacía inmóvil. Lo que yo vi, no fue ajeno tampoco al resto del grupo, pues duplicaron sus esfuerzos para acabar con el bando enemigo. Aunque de estos quedaban pocos, a causa del susto, y de los amigos tenebrosos de Tahiel que entraban y salían del cuerpo de los vivos poseyéndolos por apenas un momento.
Me arrojé al piso. Creo que me arrastré por la tierra, hasta llegar a ella. Hubiera nadado en el océano mismo si eso significaba que en algún punto la alcanzaría. Lloraba, creo yo, no lo sé, todos mis sentidos se habían adormecido. Me temblaban las manos, me latía el corazón, creo que lo había dejado perdido tras mi corrida, latiendo desbocado, desesperado por oír el ritmo de alguien más. Pero mis manos no sentían el latido. Su corazón no latía. El corazón de Meyline se había detenido, como a un reloj que no le dan cuerda, en el momento justo que mi rayo hizo contacto con la tierra.
Entonces era yo, finalmente, la razón de todo mal.
Creo que comencé a gritar, queria tomarme la cabeza pero mis manos no podían abandonar su cuerpo en caso que este volviera a la vida. Pensé en Orfeo, y en su esposa, pensé en pedirle a los espiritus con los que Tahiel hablaba que me ayudaran, incluso al dios que ella rezaba cinco veces en el día por mi ayuda. Que no me quitaran de esta vida mi sol, que me dejaran tenerlo y yo daría mi vida por ello. Pero aunque gritaba y rezaba sin saber una plegaria formal, nadie respondía.
Creo que manos intentaron tocarme, y yo me alejé de ellas. Me querían mover de su lado. No podía abandonarla. Porque entonces no tendría a nadie a quien ver cuando despertara. Porque abriría los ojos. Tenía que hacerlo. A quién debía pedirle ese favor. ¿Quién me socorrería, por favor? No aún, no ahora.
Arya intercedió en mis propias emociones, como pudo, para que mis oídos me dejaran de pitar y pudiera oír a alguien más que no fuera la voz en mi cabeza. Tenía a Cairodin frene a mí, Abría y cerraba la boca, sin poder compenderle u oírle. ¿Por qué no se daba cuenta que Meyline necesitaba ayuda? Incluso mi visión era borrosa. Quizás me estaba yendo, cambiando mi vida por la de ella, como había pedido que fuera. Pero si me estaba muriendo, ¿por qué aún veía a Cairo frente a mí?
—¡Invoca otro rayo! ¡Necesitamos otro rayo! —me gritaba, aunque no entendía.
No creo haber tenido la fuerza para descifrar el mensaje. No podía ni hacer el intento, tenía apenas la energía suficiente para mantenerme despierta, y más o menos consciente. No podía hacer más. No creo que pudiera soportar más.
Hasta que el mensaje llegó a mi cerebro.
El rayo, la descarga de energía pura que había parado el corazón de Meyline, ¿podría volver a hacerlo latir? ¿Podría yo, invocar uno lo suficientemente poderoso para sentir bajo mis dedos que su corazón latín en su pecho?
Así que, me preparé. Borré por un momento cada distracción. Incluso dónde estaba o qué sucedía. Sólo me dediqué a percibir la tormenta más cercana, y la furia de su poder. Pensé en cada vez que yo creía que había cuidado de Meyline, desde la primera vez que pude hacerlo, en mi primer entrenamiento, y luego de cada iniciación con el paso de los años, cada vez que se olvidaba de comer o las pesadillas la sorprendían de noche. Cuando no podía dormir, incluso cuando aún no sabía que la amaba, o que ella también lo hacía. Cada vez que sus métodos me daban ansiedad y no podía pensar, mucho menos actuar, y necesitaba tiempo y necesitaba paciencia también. Ella me daba todo eso.
Esperaba cuando sabía que me hacía falta. Me daba de su tiempo como si este le fuera ilimitado. Me enseñaba a defenderme para que yo tuviera el control en algo en mi vida, y pudiera decidir qué hacer con ello. Aunque tuviera que golpearla en los entrenamientos.
Me escuchaba cuando no había nadie a quién yo pudiera hablarle, porque mi emoción inusual por diversos gustos solía poner incómodas a muchas personas. Me preguntaba lo que me gustaba y qué pensaba del mundo, a mí, que tenía tanto para decir y ningún oído que quisiera oírme.
Se quedaba conmigo cuando me sentía abrumada por la cantidad de personas en una fiesta o celebración, incluso cuando éstas eran sus favoritas. Con la excusa perfecta de un golpe, aunque un par jamás la habían detenido de conocer a nuevas personas.
Me dejaba oírle, y ser su confidente, tanto como lo era de mí, cuando quería sentir que alguien podía confiarme algo, y que también tenía consejos y apoyo para dar. Mucho antes de que la amara, mucho antes de que quisiera dar mi vida por ella.
Caía a mis brazos cuando incluso su cuerpo se casaba de cada herida, de cada golpe, y se reía y ocultaba su dolor. Pero yo podía verlo, y podía interceder por él para compartir la carga.
También me había dado años de su vida, dedicados a la compañía de la otra, con el simple deseo de vernos todos los días. Aceptando mis itinerarios aunque prefiera las cosas espontáneas, para darme la seguridad que necesitaba. Siempre asegurándome que estaba bien, conmovida por mi preocupación.
Y es que estaba a sus pies.
Y también iría por ella hasta el centro de la tierra.
Sentí el rayo. Lo podía percibir en mis brazos, y en mis piernas. Lo podía sentir rugiendo en la punta de mis dedos. No había tormenta en el cielo, y los chispazos que oía no eran a causa del agua o mi sentido extenso. Era la energía misma que bailaba en mi palma, la palma que tenía sobre su pecho. Que brillaba en luz blanca y a una velocidad cegadora.
Había formado una descarga de energía sin la ayuda del cielo, y esta iba y venía al rededor de mis huesos, como agua. No hacía contacto con la piel de Meyline, no la dañaba o quemaba. Pero necesitaba de ella para volver a sentirla latir.
Mis dedos, se habían separado de su piel, apoyados en el talón de mi mano, en un equilibrio perfecto. En cuanto los bajé, entraron en contacto por completo con su piel, traspasado su ropa. El rayo entró en su cuerpo, con un ruido sordo. Y luego, mis oídos parecieron destaparse. Aunque sólo oía silencio.
Esperé, sin respirar para no perder noción de cada sonido, por una señal.
Esperé lo que me pareció una vida entera.
Esperé y esperaría aunque de mí tan sólo quedaran los huesos.
Sólo por ella.
Y una tos me devolvió a mí los latidos.
Meyline tosió en su nacimiento, débilmente, con los ojos cerrados.
Sus pestañas se batieron, luchando por abrirse.
Y cuando lo hicieron, pude ver en ellos mi vida entera.
El primer rayo me drenó casi por completo la energía, como si hubiera necesitado de mucho más que mi habilidad para crear una descarga descomunal que nos pretegiera a todos. Y el peligro no había acabado, pero yo no lograba pensar más que en una cosa, una persona, que también había sido alcanzada por mi rayo, aunque intenté desviarlo con todo mi poder. Tirada en el piso, expulsada por la expansión del estallido, Meyline yacía inmóvil. Lo que yo vi, no fue ajeno tampoco al resto del grupo, pues duplicaron sus esfuerzos para acabar con el bando enemigo. Aunque de estos quedaban pocos, a causa del susto, y de los amigos tenebrosos de Tahiel que entraban y salían del cuerpo de los vivos poseyéndolos por apenas un momento.
Me arrojé al piso. Creo que me arrastré por la tierra, hasta llegar a ella. Hubiera nadado en el océano mismo si eso significaba que en algún punto la alcanzaría. Lloraba, creo yo, no lo sé, todos mis sentidos se habían adormecido. Me temblaban las manos, me latía el corazón, creo que lo había dejado perdido tras mi corrida, latiendo desbocado, desesperado por oír el ritmo de alguien más. Pero mis manos no sentían el latido. Su corazón no latía. El corazón de Meyline se había detenido, como a un reloj que no le dan cuerda, en el momento justo que mi rayo hizo contacto con la tierra.
Entonces era yo, finalmente, la razón de todo mal.
Creo que comencé a gritar, queria tomarme la cabeza pero mis manos no podían abandonar su cuerpo en caso que este volviera a la vida. Pensé en Orfeo, y en su esposa, pensé en pedirle a los espiritus con los que Tahiel hablaba que me ayudaran, incluso al dios que ella rezaba cinco veces en el día por mi ayuda. Que no me quitaran de esta vida mi sol, que me dejaran tenerlo y yo daría mi vida por ello. Pero aunque gritaba y rezaba sin saber una plegaria formal, nadie respondía.
Creo que manos intentaron tocarme, y yo me alejé de ellas. Me querían mover de su lado. No podía abandonarla. Porque entonces no tendría a nadie a quien ver cuando despertara. Porque abriría los ojos. Tenía que hacerlo. A quién debía pedirle ese favor. ¿Quién me socorrería, por favor? No aún, no ahora.
Arya intercedió en mis propias emociones, como pudo, para que mis oídos me dejaran de pitar y pudiera oír a alguien más que no fuera la voz en mi cabeza. Tenía a Cairodin frene a mí, Abría y cerraba la boca, sin poder compenderle u oírle. ¿Por qué no se daba cuenta que Meyline necesitaba ayuda? Incluso mi visión era borrosa. Quizás me estaba yendo, cambiando mi vida por la de ella, como había pedido que fuera. Pero si me estaba muriendo, ¿por qué aún veía a Cairo frente a mí?
—¡Invoca otro rayo! ¡Necesitamos otro rayo! —me gritaba, aunque no entendía.
No creo haber tenido la fuerza para descifrar el mensaje. No podía ni hacer el intento, tenía apenas la energía suficiente para mantenerme despierta, y más o menos consciente. No podía hacer más. No creo que pudiera soportar más.
Hasta que el mensaje llegó a mi cerebro.
El rayo, la descarga de energía pura que había parado el corazón de Meyline, ¿podría volver a hacerlo latir? ¿Podría yo, invocar uno lo suficientemente poderoso para sentir bajo mis dedos que su corazón latín en su pecho?
Así que, me preparé. Borré por un momento cada distracción. Incluso dónde estaba o qué sucedía. Sólo me dediqué a percibir la tormenta más cercana, y la furia de su poder. Pensé en cada vez que yo creía que había cuidado de Meyline, desde la primera vez que pude hacerlo, en mi primer entrenamiento, y luego de cada iniciación con el paso de los años, cada vez que se olvidaba de comer o las pesadillas la sorprendían de noche. Cuando no podía dormir, incluso cuando aún no sabía que la amaba, o que ella también lo hacía. Cada vez que sus métodos me daban ansiedad y no podía pensar, mucho menos actuar, y necesitaba tiempo y necesitaba paciencia también. Ella me daba todo eso.
Esperaba cuando sabía que me hacía falta. Me daba de su tiempo como si este le fuera ilimitado. Me enseñaba a defenderme para que yo tuviera el control en algo en mi vida, y pudiera decidir qué hacer con ello. Aunque tuviera que golpearla en los entrenamientos.
Me escuchaba cuando no había nadie a quién yo pudiera hablarle, porque mi emoción inusual por diversos gustos solía poner incómodas a muchas personas. Me preguntaba lo que me gustaba y qué pensaba del mundo, a mí, que tenía tanto para decir y ningún oído que quisiera oírme.
Se quedaba conmigo cuando me sentía abrumada por la cantidad de personas en una fiesta o celebración, incluso cuando éstas eran sus favoritas. Con la excusa perfecta de un golpe, aunque un par jamás la habían detenido de conocer a nuevas personas.
Me dejaba oírle, y ser su confidente, tanto como lo era de mí, cuando quería sentir que alguien podía confiarme algo, y que también tenía consejos y apoyo para dar. Mucho antes de que la amara, mucho antes de que quisiera dar mi vida por ella.
Caía a mis brazos cuando incluso su cuerpo se casaba de cada herida, de cada golpe, y se reía y ocultaba su dolor. Pero yo podía verlo, y podía interceder por él para compartir la carga.
También me había dado años de su vida, dedicados a la compañía de la otra, con el simple deseo de vernos todos los días. Aceptando mis itinerarios aunque prefiera las cosas espontáneas, para darme la seguridad que necesitaba. Siempre asegurándome que estaba bien, conmovida por mi preocupación.
Y es que estaba a sus pies.
Y también iría por ella hasta el centro de la tierra.
Sentí el rayo. Lo podía percibir en mis brazos, y en mis piernas. Lo podía sentir rugiendo en la punta de mis dedos. No había tormenta en el cielo, y los chispazos que oía no eran a causa del agua o mi sentido extenso. Era la energía misma que bailaba en mi palma, la palma que tenía sobre su pecho. Que brillaba en luz blanca y a una velocidad cegadora.
Había formado una descarga de energía sin la ayuda del cielo, y esta iba y venía al rededor de mis huesos, como agua. No hacía contacto con la piel de Meyline, no la dañaba o quemaba. Pero necesitaba de ella para volver a sentirla latir.
Mis dedos, se habían separado de su piel, apoyados en el talón de mi mano, en un equilibrio perfecto. En cuanto los bajé, entraron en contacto por completo con su piel, traspasado su ropa. El rayo entró en su cuerpo, con un ruido sordo. Y luego, mis oídos parecieron destaparse. Aunque sólo oía silencio.
Esperé, sin respirar para no perder noción de cada sonido, por una señal.
Esperé lo que me pareció una vida entera.
Esperé y esperaría aunque de mí tan sólo quedaran los huesos.
Sólo por ella.
Y una tos me devolvió a mí los latidos.
Meyline tosió en su nacimiento, débilmente, con los ojos cerrados.
Sus pestañas se batieron, luchando por abrirse.
Y cuando lo hicieron, pude ver en ellos mi vida entera.
proserpina
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probablemente no se entienda cómo fragmenté esto.
sin embargo, lo hago desde mis más grandes sentimientos. A veces, cuidar a uno no significa hacerlo, pero dejar que el otro cuide de vos. Yo suelo creer que ayudo a otros, cuidándoles. Pero, a veces ellos me ayudan más a mí, dejándome sentir que puedo ayudarles y devolverles lo que ellos me dan.
sin embargo, lo hago desde mis más grandes sentimientos. A veces, cuidar a uno no significa hacerlo, pero dejar que el otro cuide de vos. Yo suelo creer que ayudo a otros, cuidándoles. Pero, a veces ellos me ayudan más a mí, dejándome sentir que puedo ayudarles y devolverles lo que ellos me dan.
proserpina
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