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Mensaje por kuchta Miér 02 Mar 2016, 8:52 pm

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Capítulo 13

Isabella durmió profundamente el resto de la noche. Finalmente la despertó con rudeza una mano que le sacudía el hombro. Isabella pestañeó y, al abrir los ojos, vio a Pearl inclinada sobre ella.
—¿Qué ocurre? —inquirió la joven, volviéndose con cautela.
Descubrió que la espalda le dolía mucho menos, pero todavía un poco si le aplicaba demasiada presión. Cuando se movió, las mantas se deslizaron de sus hombros, e Isabella se quedó mirando su propia piel desnuda. Aunque estaba agradecida por el uso de esos camisones (y se preguntaba si acaso eran los que se ponían habitualmente las muchachas en el Carrusel de Oro), habría preferido mucho más algo un poco más similar a los suyos de muselina y bien entallados. O si no se disponía de ellos, y pensándolo bien, no creía que los hubiese en un burdel, entonces al menos algo con un mínimo de decencia.
Pensativa, Pearl miró a Isabella de arriba a abajo.
—Si te encuentras necesitada de ocupación, ángel, siempre puedo utilizarte en la planta baja. Muchos caballeros parecen disfrutar de las más jóvenes, las que parecen inocentes. Probablemente les recuerden a sus hijas.
Con una exclamación ahogada, Isabella agarró las mantas para envolverse con ellas.
—No, gracias —logró decir.
Pearl se encogió de hombros y fue a abrir las cortinas para que entrara en la habitación la pálida y fría luz del sol. A través de los cristales escarchados, Isabella pudo ver una capa de hielo sobre los barrotes de hierro que obstruían las dos ventanas.
—¿Por qué tienen barrotes las ventanas? —preguntó.
Según lo dicho por Alec, no había habido tiempo para colocar barrotes en las ventanas tan sólo para tenerla prisionera a ella, aunque hubiesen querido hacerlo, cosa que Alec le había asegurado que no. De modo muy extraño, Isabella descubrió que confiaba en que Alec le decía la verdad, por penosa que fuese. Aunque la verdad, tal como él la veía, podía no ser siempre la verdad tal como era....
—Oh, a veces es necesario encerrar a una muchacha nueva hasta que aprenda las reglas del establecimiento y se acostumbre a sus obligaciones, por así decirlo. No es que tenga que hacerlo muy a menudo, pero aquí está la habitación cuando eso hace falta. Y es conveniente para Alec también. No tiene que preocuparse de que alguien entre por las ventanas en su busca. Así sólo debemos vigilar la puerta.
—¿Cree realmente que alguien vendrá a tratar de matarlo?
—Lo harían si supiesen dónde está, no lo dude. Pero no lo saben, y no lo sabrán si puedo impedirlo. No permitiré que ninguna de mis muchachas entre en esta habitación hasta que Alec esté a salvo, y nadie más sabe dónde está, salvo yo, Paddy, el matasanos... y tú.
Fijó en Isabella una mirada reflexiva.
—Yo no haría nada para traicionarla —se apresuró a decir Isabella—. ¿Cómo podría hacerlo aunque quisiese?
Pearl frunció los labios.
—Habrías podido delatarlo la otra noche al salir corriendo de ese modo. Pero lo pasado, pasado, y no te lo reprocharé. Paddy me lo ha explicado todo y comprendo que hayas podido pensar que te hallabas en una situación desesperada. Con tal de que no lo vuelvas a hacer...
—No lo haré —prometió Isabella.
Pearl se quedó un momento mirándola, como si le pesara la veracidad de sus palabras. Luego se encogió de hombros, y fijó su atención en una bandeja de plata que sin duda había puesto sobre la mesita de noche antes de despertar a Isabella.
Isabella se acomodó un poco, tirando del cubrecama, y distraídamente alzó una mano para apartarse del rostro un mechón de cabello. Observó a Pearl con cierta fascinación mientras las manos de la mujer revoloteaban sobre el contenido de la bandeja. Pearl tenía el cabello rubio, casi blanco, peinado en bucles infantiles que caían de un moño de raso rosado que le adornaba la coronilla. Su rostro era del mismo blanco exquisito de la noche anterior, pero a la luz del día Isabella pudo ver que al menos parte de la perfección de porcelana de su piel se debía a la cuidadosa aplicación de una ligera capa de cosmético. Sus mejillas florecían, rosadas; su boca estaba pintada de un rojo suave y las pestañas que circundaban sus ojos de medianoche eran largas y negras como el hollín. La envolvía un pesado aroma de rosas. Isabella tuvo que esforzarse para no fruncir la nariz. Pintada y perfumada, Pearl no se parecía a ninguna mujer, dama o criada o campesina, que Isabella hubiese visto antes.
—He traído tu desayuno. Y haciéndolo me siento como una maldita camarera, no me importa decírtelo. Atender mujeres no es algo a lo que yo esté habituada.
—Lo siento —repuso Isabella, sintiendo que la respuesta era inadecuada, pero sin saber qué podía decir. Luego ofreció a la otra mujer una sonrisa vacilante.
Pearl hizo una mueca; después suspiró.
—No es culpa tuya, supongo —dijo mientras, alzando la tapa de una fuente de plata, observaba el contenido. Aparentemente satisfecha, volvió a colocar la tapa y se dispuso a levantar la bandeja.
—¡Espere, por favor! —Isabella alzó una mano. No podía comer con sus pechos apenas cubiertos como estaban por una delgada gasa. Y tampoco podía comer y sostener las mantas en torno a su cuello al mismo tiempo. Y estaba realmente hambrienta. Suponía que había tomado alimento durante el período de su enfermedad, aunque no lo recordaba—. Detesto pedirlo, pero ya que ha tenido la bondad de prestarme sus ropas, ¿tiene usted una bata o un chal o algo que pueda yo usar para ponerme encima de este camisón?
—¿Tienes frío? —preguntó Pearl con evidente sorpresa—. Oh, me olvidaba de que eres una dama, ¿verdad? Claro que tengo algo, ángel. Espera un minuto, nada más.
Pearl fue a rebuscar en el alto armario que había frente a la cama. Cuando volvió, sostenía una pequeña chaqueta esponjosa, hecha de raso color lavanda y adornada con vellosas plumas.
—Es una chaqueta de cama —dijo sosteniéndola para que Isabella la examinara—. ¿No te parece preciosa? Le pedí a mi modista que hiciese algunas para mis muchachas... ya sabes, para las mañanas cuando ellas quieren tomar el desayuno en la cama con un caballero.
Pearl dijo esto con tanta naturalidad, que Isabella comprendió que, para ella, desayunar en la cama con un caballero era algo tan habitual como respirar. Probablemente era algo que ella hacía a menudo con Alec...
Este pensamiento, y la imagen que lo acompañó, fueron perturbadores. Isabella procuró desterrar los dos, murmurando algo incoherente a modo de agradecimiento mientras aceptaba la chaqueta. Necesitó la ayuda de Pearl para ponérsela correctamente y los movimientos le causaron una punzada de malestar en la espalda. Pero fue sólo molestia, no dolor, e Isabella se sintió estimulada al darse cuenta de que su herida, en realidad, se estaba curando.
El raso contra la piel le causaba una sensación de frescura y suavidad. Para alivio suyo, despedía apenas un tenue aroma a lirios. A juzgar por el suave olor, se inclinó a pensar que la prenda no pertenecía a Pearl, cuya preferencia parecía ser el aroma de las rosas, más embriagador.
—¿Es tuyo esto? —inquirió Isabella mientras anudaba las cintas que sujetaban la prenda.
—Oh, no. Perteneció a Lily. Cada una de mis muchachas tiene su color y su aroma característicos, y los de Lily eran lavanda y lirios. Por supuesto, su verdadero nombre era Doreen, pero cuando eligió el aroma se cambió el nombre para hacer juego. Una vez que captó cómo funcionaba el asunto, se hizo muy popular entre los hombres.
—¿Qué le pasó?
—Se buscó un protector que la instaló en una casita propia. Muchas de mis muchachas hacen eso. No me molesta; eso contribuye a renovar el Carrusel. Sabes, a los caballeros les agrada la variedad.
Pearl colocó la bandeja con el desayuno sobre el regazo de Isabella. Al aspirar el embriagador aroma de los panecillos y la mermelada la joven sintió que la boca se le hacía agua. Rápidamente untó un panecillo y le dio un buen mordisco. Luego volvió su atención hacia Pearl.
Esa mañana Pearl lucía un vestido asombroso, de gasa rosada con adornos de encaje plateado, el cual, excepto por el bajísimo escote, no merecía ninguna objeción. A Isabella le encantaban las ropas elegantes, aunque no poseía muchas. Como Bernard había señalado muy razonablemente —e Isabella estaba de acuerdo—, las galas eran superfluas en el campo. Pero siempre había tenido un anhelo furtivo de tener un guardarropas muy elegante, y no pudo dejar de preguntarse cómo le quedaría el vestido de Pearl... con un escote más alto, por supuesto.
—Qué hermoso vestido —dijo con cierto anhelo—. ¿El rosa es tu color?
Sentía extrañeza, pues recordaba que Pearl había usado el color púrpura la otra noche. Pearl la miró fijamente, como para calibrar si se estaba burlando de ella o no. Cuando vio que Isabella era sincera, su expresión se suavizó.
—Yo puedo ponerme lo que quiera. Soy la dueña del establecimiento, no una de las muchachas.
Mientras Isabella untaba con mermelada otro panecillo, tras haber devorado el primero, Pearl se acercó al espejo móvil de cuerpo entero que estaba en un rincón del cuarto, acicalándose al examinar su reflejo.
—Es elegante el vestido, ¿verdad? Me lo he hecho hacer especialmente, para dar a Alec algo en qué pensar, aparte del peligro en que se encuentra. El rosa es su color favorito.
—¿Lo... lo es?—logró decir débilmente Isabella, tragando el trozo de panecillo que había perdido de pronto gran parte de su sabor. El tono de Pearl expresaba con suma claridad que era la amante de Alec... ¡salvo que fuera su esposa! Esta horrible idea se le ocurrió súbitamente a Isabella.
Isabella quedó sorprendida de lo mucho que le desagradaba pensarlo.
 —Tú y él no estáis casados, ¿o sí? —soltó la pregunta antes de poder contenerla.
Pearl rió, saltó hasta la cama y se sentó casi en el mismo sitio ocupado por Alec la noche anterior. Isabella tuvo que sujetar su taza de té para evitar que el líquido se volcara.
—No, ángel, aunque no digo que no me empeñe en ello. Pero Alec es un pez resbaladizo.
—Parece tenerte mucho afecto —dijo Isabella.
—Oh, me tiene afecto, no hay duda. Creo que algún día aceptará casarse. Ahora come.
—¿Hace mucho que lo conoces?
—Más o menos veinte años. Desde que éramos unos rapaces.
—Eres muy amable al permitirle... y a mí... recuperarnos en tu casa. O, en fin, lo que sea.
Pearl volvió a reír.
—El Carrusel no es mío. Pertenece a Alec, igual que medio Londres. Es un verdadero rey Midas.
—¿Lo es?
Fascinada, Isabella se olvidó totalmente de la taza que tenía suspendida en una mano, y miró por encima de ella a Pearl, pestañeando.
—Ángel, tú no sabes nada, ¿verdad? ¿Dónde has estado, que nunca has oído hablar de Alec Tyron, el Tigre? —el tono de Pearl parecía levemente escandalizado.
—Nunca he salido de Norfolk —admitió Isabella—. Y ciertamente que nunca he oído hablar de nadie llamado el Tigre. ¿Por qué lo llaman así, de todos modos?
—Debido a sus ojos... ¿acaso no te estremecen? Y porque es quien manda por estos lares... el que manda en Londres, en realidad.
—No entiendo.
—Pues, Alec lo hace todo... maneja los garitos, como el Carrusel, y las prostitutas, como yo y mis muchachas, y los rateros, los asaltantes y estafadores, y los salteadores...
—Cállate de una vez, hija mía —interrumpió de pronto Alec.
Cuando alzó la vista, Isabella lo vio de pie en el vano que separaba las dos habitaciones. Esta vez, aunque estaba descalzo, vestía pantalones de montar negros y una camisa blanca semiabierta. Llevaba el cabello leonado bien sujeto en la nuca con una cinta y se había afeitado. Sus dorados ojos brillaban al observar a las dos mujeres. Isabella sintió una extraña turbación por haber sido sorprendida hablando de él y bajó la mirada otra vez hacia su bandeja.
Al oír su voz, Pearl saltó de la cama con aire culpable. Luego emitió una risita gorgoteante y fue hacia él a pasitos cortos.
—Oh, Alec, ¿qué hay de malo en chismorrear un poco? Querido, ¿deberías estar levantado? Ya sabes lo que dijo el matasanos.
—No empieces tú también —repuso él, soportando que ella le propinara un beso en la boca y se quedara apretada contra él, ciñéndole la cintura con los brazos—. Empiezas a hablar igual que Paddy, quien a su vez se parece a mi madre.
—No puedo evitar preocuparme por ti —se enfurruñó Pearl, lo cual hizo que sus labios rojos pareciesen deliciosamente pequeños y curvos. Isabella lo advirtió y coligió que Pearl conocía bien ese efecto. Tal como conocía el resplandeciente atractivo de su hermoso vestido rosa y la tentación del blanco pecho desnudo que apretaba contra el brazo musculoso de Alec. Aunque hacía poco que la conocía, Isabella estaba segura de que Pearl no hacía nada sin percibir su efecto sobre el público.
—Lo sé y te lo agradezco. Creo que estoy malhumorado porque tengo hambre. ¿Dónde está mi desayuno, mujer?
Deslizó un brazo en torno al talle de Pearl y le dio un cariñoso apretón. Isabella tuvo que desviar la mirada, afectada por una súbita punzada de malestar, viendo cómo Alec sonreía a Pearl.
—Iré a buscarlo. Ya lo habría traído, pero pensé que aún estarías dormido.
—Oye, ¿cuándo has visto que duerma hasta tarde?
—Nunca... pero tampoco te he visto herido ni enfermo antes.
—Es cierto, pero casi he recuperado mis fuerzas. Si me alimentas bien, ¿quién sabe de qué podría ser capaz?
—¿De veras? —se animó Pearl. En descarada provocación, se frotó contra el costado de Alec y le sonrió ampliamente—. Traeré tu desayuno.
—Y dile a Paddy que necesito verlo —agregó Alec cuando la mujer partía.
Pearl asintió y, al salir, cerró la puerta. Notando que se cuidaba de cerrarla con llave, Isabella se extrañó de que siguieran tan empeñados en mantenerla encerrada. Por supuesto que Pearl no debía estar enterada de lo sucedido por la noche. Hasta que supiera la verdad acerca de Bernard, Isabella no podía volver a casa... Entonces se le ocurrió pensar que no sólo la encerraban a ella; también dejaban fuera a los enemigos de Alec. Esas precauciones tan complejas no eran en su propio beneficio, ni mucho menos.
—Pearl es una magnífica mujer, pero tiene tendencia a parlotear cuando debería guardar silencio. Espero que se esfuerce por olvidar lo que ella le ha dicho sobre mí.
—De todos modos, no he podido entender ni la mitad —admitió Isabella—. Cuando empezó a hablar de rateros, asaltantes y timadores, me perdí.
Sacudiendo la cabeza, Alec se detuvo al pie de la cama, con las manos indiferentemente apretadas en torno al rodapié dorado. Isabella se dio cuenta de que era esa la primera vez que lo veía a la luz del día. A diferencia de Pearl, él era más guapo todavía a la fría luz del sol, que a la luz de una vela. La pálida luz solar se reflejaba en las texturas lisas y firmes de su bronceada piel y hacía brotar claroscuros dorados en su leonado cabello. Sus ojos relucían también, brillantes y rapaces al posarse en ella. Isabella comprendió por qué se lo había llegado a conocer como el Tigre.
—Mejor así. ¿Qué está comiendo? Huele bien.
—Panecillos con mermelada de naranja. Y té. Hay de sobra si quiere un poco.
Consciente de que él la miraba, Isabella sintió una extraña turbación y percibió un deseo intenso, casi doloroso de ser el tipo de mujer que le hiciera contener el aliento. Por primera vez en su vida anheló sinceramente poseer el don de la belleza. Pero en el momento de desearlo, supo que su actitud era absurda. Esos ojos dorados que quitaban el aliento la estaban viendo tal como ella era: una joven menuda, demasiado delgada, de grandes ojos, con una chaqueta de cama de raso incongruentemente lujosa; su cabello, díscolo, más desaseado que nunca por no haber sido peinado en más de una semana, soltaba hebras que le hacían cosquillas en la nariz, mientras la mayor parte le caía embrollado sobre la espalda. Sabía que no era nada extraordinario, con su piel pálida, sus pecas y su delicado rostro afilado. Sin duda su apariencia se tornaba insignificante junto a la deslumbrante hermosura de Alec o la rubia y extravagante belleza de Pearl.
—Gracias, pero esperaré a que Pearl regrese —dijo bruscamente Alec.
Sobresaltada por algo que notó en su tono, Isabella alzó la mirada hasta su rostro. Alec arrugaba un poco la frente, aunque no tanto por ella, pensó la joven, como por sus propios pensamientos. O acaso sentía dolor. Irradiaba tanta vitalidad, que era fácil olvidar que había recibido un disparo en el pecho no hacía mucho tiempo.
Tan súbitamente como había aparecido, su mal gesto se esfumó. Tenía la mirada fija en el rostro de ella.
—¿Ha decidido algo? ¿Quiere que intente averiguar quién quiere verla muerta?
La pregunta tomó por sorpresa a Isabella pero, al parecer, lo había decidido durante esa larga noche sin dormir.
—Sí, por favor —dijo.
Alec inclinó la cabeza, aceptando la decisión de la joven sin comentario alguno.
—Si me permite, entonces, terminaré de vestirme.
Isabella asintió con la cabeza. Alec giró sobre sus talones y, con fácil donaire, fue a la puerta del gabinete. Allí se detuvo un instante, mirándola con ceño, como si quisiera decir algo más. Evidentemente lo pensó mejor, sacudió la cabeza y dejó sola a Isabella.
Esta se quedó mirando el vacío. La imagen de esos anchos hombros y esas musculosas piernas, tal como los había visto al alejarse él, le acompañaron mucho después de que Alec desapareciera de su vista.
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