Old Life

Era una noche fría y melancólica para los ojos de aquel artista. Una noche de murmullos y perfumes rosas, donde la luna era testigo del amor de los jóvenes. Y aunque las estrellas se alzaban fulgurantes en el horizonte, la enorme pesadumbre que arrastraba en su pecho hacía que cada destello de la lluvia de estrellas se le hiciera imposible de mirar, lleno de infinitas amarguras y agonías por su muerte.
Ella, ella y tan sólo ella, todo giraba alrededor de esa chica: sus finos labios, su dulce mirada, y su melena rojiza oliendo a vainilla.
¿Cómo era posible que una simple chica le hubiera robada hasta su último aliento?
Pero lo peor era la forma en la que se había ido, dándole una última mirada de esperanza y consuelo. Para desgracias de todos, fue llamada al cielo ese mismo día, antes de lo que se esperaba.
Esa misma noche, él salió del hospital, busco un lienzo y su paleta de pintura, salió a dar una vuelta por la costa por si la inspiración lo asaltaba.
Y ahí estaba él, pensando en ella. Sin la inspiración necesaria para que el pincel trazará por lo menos una figura abstracta. Carecía de atención, pues todo en aquella playa le recordaba a aquellos tiempos en los que solía ser joven, pero sobretodo, cuando eran libres como un melodía en sus corazones, sin ser preso de sus miedos, y teniendo un camino por delante.
Recuerda muy bien como era estar con ella, los cielos azulosos, profundos e infinitos; las mañanas largas, llenas de rocío y nuevas esperanzas; las tardes largas y tranquilas, donde el canto de las aves era música para sus oídos.
Y fue aquello, esos recuerdos y ese sentimiento de que su sombra le seguía, fina y pálida, como una alma vagando por el mundo, esperanzada de que escuchen sus silenciosos gritos. Separado del amor por el tiempo y la distancia, donde su voz no alcanza, y su corazón se dilataba.
Y así comenzó.
Una pincelada tras otra, llenando el lienzo de colores deslumbrantes. No la pintaba a ella, tampoco pintaba la luna.
Pintaba los recuerdos con ella bajo la luna.
Sueños e ilusiones que imaginaban juntos, mundos por descubrir y vidas por conocer.

Después de las doce de la noche, aquel artista había terminado. Se sentaba en el pequeño muelle con su trabajo tras de él, con sus pies flotando en aire, deseosos de tocar el agua. Y sintió un frío: el frío de la muerte, el frío de la nada, el frío del vacío.
Cerró sus ojos, y se recostó. Fue en sus sueños cuando la vio. Su figura esbelta y ágil, tal y como la recordaba, corriendo por aquel prado lleno de tulipanes.
Dejo que aquella alucinación lo absorbiera por completo, hasta que retomó el camino de la verdad. Ahora no veía su bella figura. Era una sombra, sangrienta y lánguida, que pedía a gritos que la salvaran de su sufrimiento, de su condena y su traición.
Despertó porque aunque no lo aceptará, él era un esclavo.
Un esclavo de sus miedos.
Un esclavo de la muerte.
Un esclavo de su propia soledad.
Suspiró derrotado mientras se levantaba, y antes de irse, un susurro retumbo en sus oídos.
«Te amo, no lo olvides»
Era su voz que lo tranquilizó.
Y con el alma en paz se fue, dejando todos aquellos momentos vividos, sus sufrimientos heridos, y sus ilusiones perdidas en aquel lugar. Dejando todo ello en su pintura.
La pintura de los recuerdos.