» the flames begin beneath the sea.

— No puedes estar con él, Arlette —le advirtió.
— ¿Por qué no? —la castaña lo desafió.
— Porqué él no es con quién debes estar —se encogió de hombros, por más que ella no pueda verlo.
— ¿Y con quién debo estar?, ¿contigo?
— Sí, porqué nacimos para estar juntos.
— ¿En serio crees que nacimos para estar juntos? —había tanta seriedad en las palabras de Matthew y la parecía tan cómico ver cómo este intentaba y fallaba, que la castaña estaba a punto de estallar a carcajadas.
— No lo creo, lo sé.

Arttie dejo de sonreír, haciendo que la sonrisa de Matthew se agrandara.  Al parecer, ella no era la única que te hacía caer.

— ¿En serio no aceptaste ir con Tate o es todo una maldita mentira? —indagó con enfado.
— No me acosté con ella, Arttie —contestó con irritación.
— ¿Y entonces con quién?
— ¡Con nadie, mujer! —exclamó. Ni siquiera estaba dispuesto a seguir con los juegos de la castaña.
— No te creo.
— Y si me acosté con alguien, ¿en serio te importa? —enarcó una ceja, haciéndole frente.
— Sabía que no valías la pena.

Caminaba a paso veloz hasta el departamento. Su pansa rugía al igual que un león y esperaba a que alguien en ese maldito lugar se dignara a cocinar algo. Dirigió su mirada hacia al parque y pudo apreciar la imagen de una Arttie solitaria. Se veía triste, hasta creía que había estado llorando. Se acercó sin hacer ruido, para sentarse junto a ella en los bancos del parque.

— ¿Qué quieres ahora, Matthew?

— Saber que te pasa —agachó la cabeza, en busca de sus ojos.

— Nada, estoy bien —miró hacia el otro lado, tratando de ignorarlo.

— No te hagas la fuerte conmigo, Arlette.

Tomó su rostro y sus ojos estaban llenos de lágrimas. Se veía hermosa cuándo lloraba, pero lo destrozaba al verla tan vulnerable. Admiró su rostro por unos largos instantes. Había hecho eso toda la semana, pero ahora que la tenía de cerca, era aún más hermosa. Matt sonrió. La acurrucó en sus brazos y Arttie no se alejó. Se sentía tan bien estar así con ella. Plantó un largo beso en su frente y ni siquiera recordaba el porqué estaba enojado con ella.

— Aún te odio por no decirme lo de Tate —murmuró en su pecho. Matthew rió con ganas.

— Para odiar hay que querer primero, querida Arlette —afirmó con seguridad —. ¿En serio te importa si me acosté con alguien o no?

— Mejor no me digas, ya es bastante difícil sacar la horrible imagen de mi mente.

— Quisieras ser la que está en esa imagen.

— En realidad, no esperaba ser una más —se alejó para mirarlo a los ojos.

— Y no lo serás.

— Tu tío parece un gangster —murmuró.
— Tal vez lo sea —se encogió de hombros, sin apartar la vista de aquel disco de los Beatles que tanto le gustaba escuchar con su hermano.

¿Los cuentos nos hacen dormir o nos despiertan? Todo depende de qué cuento nos contemos. Si te contas un cuento feliz tenes una historia feliz, si te contas un cuento triste tenes una historia triste. Cuando te crees el cuento que te contaron es muy difícil imaginar otro cuento ¿no? Uno se cree la historia que más le conviene. Uno elige que cuento creer, pero no elige quién nos cuenta cada cuento. Lo triste es darse cuenta que el cuento que más te gusta es solo eso, un cuento.
En Hansel y Gretel el padre de ellos ¿Es bueno? ¿Es malo? Depende de quien lo lea.
Los cuentos para dormir son lindos, son como una caricia que llenan de lindos sueños. Pero cuando esos cuentos te mienten y te cuentan una historia que no es, no son lindos, no son una caricia, son cuentos para no despertar.

—Nunca había notado lo pacifico que es este lugar —comentó West al observar con más atención el lugar. Sin miedo, sin apuro y despreocupados, los cuatro amigos caminaron hacia el borde del gran balcón. Sadie se aferró al barandal y suspiró, apreciando el hermoso paisaje. Dante también suspiro, apreciando lo hermosa que se veía Sadie en ese momento. Por otro lado, Thea abrazó a su hermano. Lo había necesitado por tanto tiempo y por fin lo tenía, junto a ella. West besó la frente de Thea, en un intento desesperado por arrancarle de la memoria esos malos recuerdos.

El aire llenó sus pulmones, el viento movió sus cabellos, la paz los hizo sonreír.

Y por un momento, fue suficiente.

Ella escribía en mayúsculas siempre, cómo si eso fuera a hacer que la escucharan. Cómo si a alguien realmente le importara lo que ella tenía que decir.

Colocó el Atlas en su regazo y pasó su mano por el mundo. —¿Dónde duele? —preguntó la pelirroja.
—En todas partes —susurró apenas inaudible.

Ella es la chica de calcetines hasta la rodilla, la de sonrisa amable, la que te sirve el café y tararea aquella vieja canción de los Beatles. Blackbird. Te hace sentir bien. Pero mientras no la miras, sus ojos se llenan de una especie de carencia, un vacío. Sacude la cabeza, se sube los calcetines y se pierde en la rutina de aquel café en el cuál todos entran, pero nadie permacene, tomando sus alas rotas y aprendiendo a volar.

Quizás Sea hablaba mucho, pero decía poco y nada. Quizás ella no te dejó entrar, pero callando por primera vez, esperó a que tú esperaras en su puerta. Ella necesitaba que a alguien le importe.