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Skin hecho por Hardrock de Captain Knows Best. Personalización del skin por Insxne.
Gráficos por y codes hechos por Kaffei e Insxne.
Gráficos por y codes hechos por Kaffei e Insxne.
El Hombre Perfecto
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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El Hombre Perfecto
Nombre: El Hombre Perfecto
Autor: Linda Howard
Adaptación: Si (El Hombre Perfecto)
Género: Romance
Advertencias: No necesitare chicas
Otras páginas: No
Autor: Linda Howard
Adaptación: Si (El Hombre Perfecto)
Género: Romance
Advertencias: No necesitare chicas
Otras páginas: No
sweet-puky
Prologo
Prólogo
—¡Esto es ridículo! —Agarrando con fuerza el bolso hasta que los nudillos se
le pusieron blancos, la mujer dirigió una mirada furiosa al director de la escuela, situado al otro lado de la mesa—. Ha dicho que no tocó el hámster, y mi hijo no miente.
¡Faltaría más!
J. Clarence Cosgrove llevaba seis años de director de la Escuela Media
Ellington, y antes de eso veinte años de profesor. Estaba acostumbrado a tratar con
padres enfurecidos, pero aquella mujer alta y delgada que estaba sentada frente a él y el niño tan pacífico que ocupaba otro asiento junto a ella lo estaban poniendo nervioso.
Odiaba emplear lenguaje vulgar, pero es que los dos eran raritos. Aunque sabía que era perder el tiempo, intentó razonar con ella.
—Había un testigo...
—La señora Whitcomb le obligó a decir eso. Corin nunca jamás habría hecho daño a ese hámster, ¿verdad que no, cariño?
—No, madre. —El pequeño lo dijo con una voz casi sobrenatural, de tan dulce
que era, pero sus ojos mostraban una expresión fría cuando se posaron sin parpadear en el señor Cosgrove, como si estuvieran sopesando el efecto que causaba en él aquella negativa.
—¿Lo ve? ¡Ya se lo había dicho! —exclamó la mujer en tono triunfante.
El señor Cosgrove lo intentó de nuevo.
—La señora Whitcomb...
—... no le ha gustado Corin desde el primer día de colegio. Es ella a quien
debería usted interrogar, no a mi hijo. —La mujer tenía los labios apretados de rabia—Hace dos semanas hablé con ella de la inmundicia que está metiendo en la cabeza a los niños, y le dije que mientras yo no pudiera controlar lo que decía a los demás niños, de ningún modo pienso permitir que hable de —lanzó una mirada fugaz a Corin— sexo a mi hijo. Ése es el motivo por el que ha hecho esto.
—La señora Whitcomb cuenta con un excelente historial como profesora. Ella
jamás haría...
—¡Pues lo ha hecho! ¡No me diga lo que no haría esa mujer cuando es evidente
que lo ha hecho! Mire, ¡no me extrañaría lo más mínimo que ella misma hubiera matado
al hámster!
—Ese hámster era su mascota personal, lo trajo a la escuela para enseñar a los
niños lo de...
—Aun así pudo matarlo. Dios santo, si no era más que una rata grande —dijo la
mujer en tono despectivo—. Aun en el caso de que lo hubiera matado Corin, lo cual no es cierto, no entiendo que se haya armado tanta bulla. Mi hijo está siendo perseguido —recalcó la palabra— y yo no pienso consentirlo. O se encarga de esa mujer, o lo haré yo por usted.
El señor Cosgrove se quitó las gafas y limpió las lentes despacio, sólo para tener
algo que hacer mientras trataba de pensar en un modo de neutralizar el veneno de
aquella mujer antes de que ella echase a perder la carrera de una buena profesora.
Razonar con ella quedaba descartado; hasta aquel momento no le había permitido
terminar ni una sola frase. Miró a Corin; el niño continuaba observándolo fijamente, con una expresión angelical que contradecía por completo aquella frialdad de sus ojos.
—¿Puedo hablar con usted en privado? —preguntó a la mujer.
Ella pareció desconcertada.
—¿Para qué? Si está pensando que va a convencerme de que mi querido Corin...
—Será sólo un momento —la interrumpió el director ocultando la leve
sensación de alivio que experimentó al ser él quien interrumpiera esa vez. A juzgar por la expresión de la mujer, a ésta no le gustó en absoluto—. Por favor. —Añadió ese ruego, aunque casi le costaba ser educado.
—Está bien —repuso ella de mala gana—. Corin, cariño, ve afuera y quédate al
lado de la puerta, donde pueda verte tu madre.
—Sí, madre.
El señor Cosgrove se levantó y cerró firmemente la puerta después de que el
niño saliera. La mujer pareció alarmarse ante aquel giro de los acontecimientos, por no poder ver a su hijo, y se levantó a medias de la silla.
—Por favor —repitió el director—. Siéntese.
—Pero Corin...
—No le pasará nada. —Otra interrupción que se marcaba por su parte, pensó.
Volvió a su sillón, tomó un bolígrafo y dio con él unos golpecitos sobre el secante de su escritorio, mientras intentaba pensar en una forma diplomática de exponer el tema.
Entonces comprendió que no existía ninguna forma que fuera lo bastante diplomática para aquella mujer, y decidió entrar a tumba abierta—. ¿Ha pensado alguna vez en llevar a Corin a que lo vea un profesional? Un buen psicólogo infantil...
—¿Está loco? —dijo ella con el rostro convulso en un acceso instantáneo de
rabia, al tiempo que se ponía en pie—. ¡Corin no necesita ningún psicólogo! No le pasa nada. El problema lo tiene esa zorra, no mi hijo. Debería haberme imaginado que esta entrevista iba a ser una pérdida de tiempo, que usted iba a ponerse de parte de ella.
—Yo deseo lo mejor para Corin —dijo él, consiguiendo mantener un tono de
voz calmado—. El hámster es sólo el último incidente que ha tenido lugar, no el
primero. Se han venido dando una serie de conductas perturbadoras que constituyen
algo más que simple una travesura...
—Los demás niños están celosos de él —acusó la mujer—. Sé que esos
pequeños sinvergüenzas se meten con él y que esa zorra no hace nada para evitarlo o protegerlo. El niño me lo cuenta todo. Si cree usted que voy a permitir que se quede en este colegio para que lo acosen...
—Tiene usted razón —replicó el director suavemente. En el tablero de
puntuaciones las interrupciones de ella superaban en número a las suyas, pero ésta era la más importante—. Probablemente lo mejor sea cambiar de colegio, llegados a este punto. Corin no encaja aquí. Puedo recomendarle algunos buenos colegios privados...
—No se moleste —saltó ella al tiempo que se encaminaba rápidamente hacia la
puerta—. No veo por qué piensa usted que yo voy a fiarme de una recomendación suya.
—Y con aquella última andanada, abrió la puerta de un tirón y agarró a Corin por el
brazo—. Vamos, cariño. Ya no vas a tener que regresar nunca más a este sitio.
—Sí, madre.
El señor Cosgrove se acercó a la ventana y observó cómo madre e hijo se
introducían en un viejo Pontiac de dos puertas, amarillo y con manchas marrones de
óxido que picaban el lado izquierdo del parachoques delantero. Había resuelto su
problema inmediato, el de proteger a la señora Whitcomb, pero era muy consciente de que el problema más importante acababa de salir andando de su despacho. Que Dios ayudara a los profesores del próximo colegio al que fuera a parar Corin. Quizá más adelante alguien tomara cartas en el asunto y enviara al niño a un profesional antes de que estuviera todo perdido... a no ser que ya fuera demasiado tarde.
Dentro del automóvil, la mujer condujo furiosa, en un tenso silencio, hasta que
perdieron de vista el colegio. Entonces se detuvo junto a una señal de STOP y, sin
previo aviso, propinó a Corin una bofetada con tal fuerza que la cabeza le golpeó contra la ventanilla.
—Maldito idiota —dijo apretando los dientes—. ¡Cómo te atreves a humillarme
así! A que me llamen al despacho del director y me hablen como si fuera imbécil. Ya sabes lo que te espera cuando lleguemos a casa, ¿no? ¿No lo sabes? —Las últimas palabras las pronunció gritando.
—Sí, madre. —El niño mostraba un semblante inexpresivo, pero en sus ojos
brillaba algo que casi podría ser un placer anticipado.
Su madre aferró el volante con ambas manos, como si intentara estrangularlo.
—Vas a ser perfecto, aunque tenga que enseñártelo a golpes. ¿Me oyes? Mi hijo será perfecto.
—Sí, madre —contestó Corin.
—¡Esto es ridículo! —Agarrando con fuerza el bolso hasta que los nudillos se
le pusieron blancos, la mujer dirigió una mirada furiosa al director de la escuela, situado al otro lado de la mesa—. Ha dicho que no tocó el hámster, y mi hijo no miente.
¡Faltaría más!
J. Clarence Cosgrove llevaba seis años de director de la Escuela Media
Ellington, y antes de eso veinte años de profesor. Estaba acostumbrado a tratar con
padres enfurecidos, pero aquella mujer alta y delgada que estaba sentada frente a él y el niño tan pacífico que ocupaba otro asiento junto a ella lo estaban poniendo nervioso.
Odiaba emplear lenguaje vulgar, pero es que los dos eran raritos. Aunque sabía que era perder el tiempo, intentó razonar con ella.
—Había un testigo...
—La señora Whitcomb le obligó a decir eso. Corin nunca jamás habría hecho daño a ese hámster, ¿verdad que no, cariño?
—No, madre. —El pequeño lo dijo con una voz casi sobrenatural, de tan dulce
que era, pero sus ojos mostraban una expresión fría cuando se posaron sin parpadear en el señor Cosgrove, como si estuvieran sopesando el efecto que causaba en él aquella negativa.
—¿Lo ve? ¡Ya se lo había dicho! —exclamó la mujer en tono triunfante.
El señor Cosgrove lo intentó de nuevo.
—La señora Whitcomb...
—... no le ha gustado Corin desde el primer día de colegio. Es ella a quien
debería usted interrogar, no a mi hijo. —La mujer tenía los labios apretados de rabia—Hace dos semanas hablé con ella de la inmundicia que está metiendo en la cabeza a los niños, y le dije que mientras yo no pudiera controlar lo que decía a los demás niños, de ningún modo pienso permitir que hable de —lanzó una mirada fugaz a Corin— sexo a mi hijo. Ése es el motivo por el que ha hecho esto.
—La señora Whitcomb cuenta con un excelente historial como profesora. Ella
jamás haría...
—¡Pues lo ha hecho! ¡No me diga lo que no haría esa mujer cuando es evidente
que lo ha hecho! Mire, ¡no me extrañaría lo más mínimo que ella misma hubiera matado
al hámster!
—Ese hámster era su mascota personal, lo trajo a la escuela para enseñar a los
niños lo de...
—Aun así pudo matarlo. Dios santo, si no era más que una rata grande —dijo la
mujer en tono despectivo—. Aun en el caso de que lo hubiera matado Corin, lo cual no es cierto, no entiendo que se haya armado tanta bulla. Mi hijo está siendo perseguido —recalcó la palabra— y yo no pienso consentirlo. O se encarga de esa mujer, o lo haré yo por usted.
El señor Cosgrove se quitó las gafas y limpió las lentes despacio, sólo para tener
algo que hacer mientras trataba de pensar en un modo de neutralizar el veneno de
aquella mujer antes de que ella echase a perder la carrera de una buena profesora.
Razonar con ella quedaba descartado; hasta aquel momento no le había permitido
terminar ni una sola frase. Miró a Corin; el niño continuaba observándolo fijamente, con una expresión angelical que contradecía por completo aquella frialdad de sus ojos.
—¿Puedo hablar con usted en privado? —preguntó a la mujer.
Ella pareció desconcertada.
—¿Para qué? Si está pensando que va a convencerme de que mi querido Corin...
—Será sólo un momento —la interrumpió el director ocultando la leve
sensación de alivio que experimentó al ser él quien interrumpiera esa vez. A juzgar por la expresión de la mujer, a ésta no le gustó en absoluto—. Por favor. —Añadió ese ruego, aunque casi le costaba ser educado.
—Está bien —repuso ella de mala gana—. Corin, cariño, ve afuera y quédate al
lado de la puerta, donde pueda verte tu madre.
—Sí, madre.
El señor Cosgrove se levantó y cerró firmemente la puerta después de que el
niño saliera. La mujer pareció alarmarse ante aquel giro de los acontecimientos, por no poder ver a su hijo, y se levantó a medias de la silla.
—Por favor —repitió el director—. Siéntese.
—Pero Corin...
—No le pasará nada. —Otra interrupción que se marcaba por su parte, pensó.
Volvió a su sillón, tomó un bolígrafo y dio con él unos golpecitos sobre el secante de su escritorio, mientras intentaba pensar en una forma diplomática de exponer el tema.
Entonces comprendió que no existía ninguna forma que fuera lo bastante diplomática para aquella mujer, y decidió entrar a tumba abierta—. ¿Ha pensado alguna vez en llevar a Corin a que lo vea un profesional? Un buen psicólogo infantil...
—¿Está loco? —dijo ella con el rostro convulso en un acceso instantáneo de
rabia, al tiempo que se ponía en pie—. ¡Corin no necesita ningún psicólogo! No le pasa nada. El problema lo tiene esa zorra, no mi hijo. Debería haberme imaginado que esta entrevista iba a ser una pérdida de tiempo, que usted iba a ponerse de parte de ella.
—Yo deseo lo mejor para Corin —dijo él, consiguiendo mantener un tono de
voz calmado—. El hámster es sólo el último incidente que ha tenido lugar, no el
primero. Se han venido dando una serie de conductas perturbadoras que constituyen
algo más que simple una travesura...
—Los demás niños están celosos de él —acusó la mujer—. Sé que esos
pequeños sinvergüenzas se meten con él y que esa zorra no hace nada para evitarlo o protegerlo. El niño me lo cuenta todo. Si cree usted que voy a permitir que se quede en este colegio para que lo acosen...
—Tiene usted razón —replicó el director suavemente. En el tablero de
puntuaciones las interrupciones de ella superaban en número a las suyas, pero ésta era la más importante—. Probablemente lo mejor sea cambiar de colegio, llegados a este punto. Corin no encaja aquí. Puedo recomendarle algunos buenos colegios privados...
—No se moleste —saltó ella al tiempo que se encaminaba rápidamente hacia la
puerta—. No veo por qué piensa usted que yo voy a fiarme de una recomendación suya.
—Y con aquella última andanada, abrió la puerta de un tirón y agarró a Corin por el
brazo—. Vamos, cariño. Ya no vas a tener que regresar nunca más a este sitio.
—Sí, madre.
El señor Cosgrove se acercó a la ventana y observó cómo madre e hijo se
introducían en un viejo Pontiac de dos puertas, amarillo y con manchas marrones de
óxido que picaban el lado izquierdo del parachoques delantero. Había resuelto su
problema inmediato, el de proteger a la señora Whitcomb, pero era muy consciente de que el problema más importante acababa de salir andando de su despacho. Que Dios ayudara a los profesores del próximo colegio al que fuera a parar Corin. Quizá más adelante alguien tomara cartas en el asunto y enviara al niño a un profesional antes de que estuviera todo perdido... a no ser que ya fuera demasiado tarde.
Dentro del automóvil, la mujer condujo furiosa, en un tenso silencio, hasta que
perdieron de vista el colegio. Entonces se detuvo junto a una señal de STOP y, sin
previo aviso, propinó a Corin una bofetada con tal fuerza que la cabeza le golpeó contra la ventanilla.
—Maldito idiota —dijo apretando los dientes—. ¡Cómo te atreves a humillarme
así! A que me llamen al despacho del director y me hablen como si fuera imbécil. Ya sabes lo que te espera cuando lleguemos a casa, ¿no? ¿No lo sabes? —Las últimas palabras las pronunció gritando.
—Sí, madre. —El niño mostraba un semblante inexpresivo, pero en sus ojos
brillaba algo que casi podría ser un placer anticipado.
Su madre aferró el volante con ambas manos, como si intentara estrangularlo.
—Vas a ser perfecto, aunque tenga que enseñártelo a golpes. ¿Me oyes? Mi hijo será perfecto.
—Sí, madre —contestó Corin.
sweet-puky
Re: El Hombre Perfecto
Warren, Michigan, 2000
______ Bright se despertó de mal humor.
Su vecino, la plaga del barrio, había llegado a su casa a las tres de la madrugada
haciendo un ruido insoportable. Si su automóvil tenía un silenciador, hacía mucho
tiempo que había dejado de funcionar. Por desgracia, su dormitorio estaba situado en el mismo lado de la casa que el camino de entrada del vecino; ni siquiera tapándose la cabeza con la almohada pudo amortiguar el ruido de aquel Pontiac de ocho cilindros.
El vecino cerró la portezuela de golpe, encendió la luz del porche de la cocina —la cual, por algún malvado designio, estaba colocada de forma que le daba a ella directamente en los ojos si se nimbaba de frente a la ventana, tal como era el caso—, dejó que la puerta de rejilla golpeara tres veces al entrar, salió de nuevo unos minutos más tarde, luego volvió a entrar en la casa, y evidentemente se olvidó de la luz del porche, porque momentos después se apagó la luz de la cocina, pero aquella maldita bombilla del porche permaneció encendida.
Si antes de comprar aquella casa hubiera sabido que iba a tener aquel vecino,
jamás de los jamases habría cerrado la operación. En las dos semanas que llevaba
viviendo allí, aquel tipo había conseguido él sólito estropearle toda la alegría que le
había causado el hecho de comprarse su primera casa.
Era un borracho. ¿Pero por qué no podía ser un borracho feliz?, se preguntó con
amargura. No, tenía que ser un borracho hosco y desagradable, de los que hacían que una tuviera miedo de dejar salir al gato cuando él estaba en casa. Bubú no era gran cosa como gato —ni siquiera era suyo—, pero su madre le tenía mucho cariño, de modo que ______ no quería que le sucediera nada mientras estuviera temporalmente bajo su custodia. Jamás podría volver a mirar a su madre a la cara si sus padres regresaran de las vacaciones de sus sueños, un viaje de seis semanas por Europa, y se encontraran con que Bubú había muerto o desaparecido.
De todos modos, el vecino ya se la tenía jurada al pobre gato, porque había
encontrado huellas de sus pisadas en el parabrisas y el capó del coche. A juzgar por el modo en que reaccionó, uno pensaría que tenía un Rolls nuevo en vez de un Pontiac de diez años con el parachoques cubierto de manchas de suciedad que resbalaban por ambos lados.
Por suerte para ella, se marchaba a trabajar a la misma hora que él; por lo
menos, en principio creyó que él se iba a trabajar. Ahora pensaba que probablemente iba a comprar más bebida. Si es que trabajaba, desde luego tenía un horario de lo más extraño, porque hasta el momento no había logrado discernir pauta alguna en sus entradas y salidas.
De todas formas, había intentado mostrarse simpática el día en que él descubrió
las huellas del gato; incluso le sonrió, lo cual, teniendo en cuenta el modo en que él la increpó porque su fiesta de inauguración lo había despertado —¡a las dos de la tarde!—le supuso un gran esfuerzo. Pero el tipo no prestó la menor atención aquel sonriente ofrecimiento de paz, sino que en cambio saltó furioso de su automóvil casi en el mismo momento de haber puesto las posaderas en el asiento.
—¿Qué le parece si prohibiera a su gato que se suba a mi coche, señora?
A _____ se le congeló la sonrisa en la cara. Odiaba desperdiciar una sonrisa, sobre todo con un individuo sin afeitar, malhumorado y que tenía los ojos inyectados en sangre. Le vinieron a la mente varios comentarios feroces, pero los reprimió. Al fin y al cabo, ella era nueva en el barrio y con aquel tipo ya había empezado con mal pie. Lo último que deseaba era declararle la guerra. Así que decidió probar una vez más con la diplomacia, aunque era obvio que aquel método no había funcionado durante la fiesta de inauguración.
—Lo siento —dijo, manteniendo un tono tranquilo—. Procuraré vigilarlo. Estoy
cuidándolo hasta que vuelvan mis padres, así que no va a estar aquí mucho tiempo. —Sólo otras cinco semanas.
El vecino contestó con un gruñido ininteligible, volvió a entrar en el coche
cerrando de un portazo y se alejó haciendo rugir el potente motor con un ruido de mil demonios. ______ ladeó la cabeza, escuchando. La carrocería del Pontiac ofrecía un aspecto deplorable, pero el motor sonaba suave como la seda. Había muchos caballos debajo de aquel capó.
Era evidente que la diplomacia no funcionaba con aquel tipo.
Pero allí estaba ahora, despertando a todo el vecindario a las tres de la
madrugada con aquel maldito automóvil. La injusticia de ese hecho, después de que él la había sermoneado por haberlo despertado en mitad de la tarde, hizo que le entraran ganas de ir hasta su casa y pulsar el botón del timbre hasta que él estuviera tan levantado y despierto como todos los demás.
Sólo que había un pequeño problema. Le tenía un poquitín de miedo.
Y eso no le gustaba. ______ no estaba acostumbrada a retroceder ante nadie, pero
aquel individuo la ponía nerviosa. Ni siquiera sabía cómo se llamaba, porque las dos
veces que se habían visto no fueron encuentros de los de «Hola, me llamo fulano de
tal». Lo único que sabía era que era un personaje de aspecto desaliñado y que por lo visto no tenía un empleo fijo. En el mejor de los casos, era un borracho, y los borrachos pueden ser mezquinos y destructivos. En el caso peor, estaría metido en algo ilegal, lo cual agregaba a la lista el calificativo de peligroso.
Era un individuo grande y musculoso, con cabello oscuro y tan corto que casi
parecía un skinhead*. Cada vez que lo veía tenía el aspecto de no haberse afeitado en dos o tres días. Si a eso se le añadían los ojos inyectados en sangre y el mal genio, la palabra que le venía a la cabeza era «borracho». El hecho de que fuera grande y musculoso no hacía sino incrementar su nerviosismo. Aquel barrio le parecía muy seguro, pero ella no se sentía segura teniendo a semejante tipo por vecino.
Gruñendo para sus adentros, saltó de la cama y bajó la persiana de la ventana.
Con los años se acostumbró a no cerrar las persianas, ya que era posible que no se
despertase con el despertador, pero sí con la luz del sol. El amanecer era mejor que un molesto sonido metálico para levantarse de la cama. Como varias veces se había
encontrado el despertador tirado por el suelo, supuso que la habría reanimado lo suficiente para atacarlo, pero no lo bastante para despertarla del todo.
Ahora su sistema consistía en usar visillos y una persiana; los visillos impedían
que se viera el interior del dormitorio a no ser que estuviera la luz encendida, y
levantaba la persiana sólo después de haber apagado la luz para dormir. Si hoy llegaba tarde a trabajar, sería por culpa del vecino, por obligarla a depender del despertador en vez del sol.
De vuelta a la cama tropezó con Bubú. El gato dio un salto con un maullido de sorpresa, y _____ estuvo a punto de sufrir un infarto.
—¡Dios santo! Bubú, me has dado un susto de muerte.
No estaba acostumbrada a tener un animal doméstico en casa, y siempre se le
olvidaba mirar dónde pisaba. No comprendía por qué demonios habría querido su madre que ella le cuidara el gato, en vez de hacerlo Shelley o Dave. Los dos tenían niños que podían jugar con Bubú y tenerlo entretenido. Como no había colegio por ser las vacaciones de verano, siempre había alguien en cualquiera de las dos casas, casi todo el día y todos los días.
Pero no; Bubú tenía que quedarse con _____. Poco importaba que ella estuviera
soltera, trabajase cinco días a la semana y no tuviera costumbre de tener animales
domésticos. De todas maneras, si tuviera uno, no sería como Bubú. Éste había puesto mala cara desde que lo castraron, y desahogaba su frustración con los muebles. En una sola semana había destrozado el sofá hasta el punto de que _____ tendría que tapizarlo de nuevo.
Y ella tampoco le gustaba a Bubú. Le gustaba cuando él se encontraba en su
auténtica casa y se acercaba para que ella lo acariciase, pero no le gustaba nada estar su casa. Ahora, cada vez que _____ intentaba acariciarlo, él arqueaba el lomo y le bufaba.
Además de todo eso, Shelley estaba furiosa con ella porque mamá la había
elegido para cuidar de su querido Bubú. Después de todo, Shelley era la mayor, y
obviamente la más asentada. No tenía lógica que hubiera escogido a _____ en lugar de ella. _______ estaba de acuerdo en aquel punto, pero eso no aliviaba sus sentimientos heridos.
No, en realidad lo peor de todo era que David, que era un año más joven que
Shelley, también estaba enfadado con ella. No por causa de Bubú; David era alérgico a los gatos. No, lo que lo ponía furioso era que papá hubiera guardado su preciado coche en el garaje de ella, lo cual significaba que ella no podía aparcar en su propio garaje, ya que era de una sola plaza, y eso resultaba de lo más incómodo. Ojalá se hubiera encargado David del maldito coche. Ojalá hubiera dejado papá el coche en su propio garaje, pero es que le daba miedo dejarlo solo durante seis semanas. ______ lo comprendía, pero lo que no comprendía era por qué la habían escogido a ella para cuidar del gato y del coche. Shelley no entendía lo del gato, David no entendía lo del coche, y _______ no entendía ninguna de las dos cosas.
De modo que su hermano y su hermana estaban furiosos con ella, Bubú
destrozaba sistemáticamente su sofá, a ella la aterrorizaba que le ocurriera algo al
automóvil de su padre mientras lo tenía a su cuidado, y aquel borracho de vecino le
estaba amargando la existencia.
Dios, ¿por qué se habría comprado una casa? Si se hubiera quedado en su
apartamento, no estaría sucediendo nada de aquello, porque no tenía garaje y no se
permitía que hubiera animales domésticos.
Pero es que se había enamorado de aquel barrio, de sus casas antiguas, de los
años cuarenta, y del bajo precio que tenían a consecuencia de ello. Había visto una
mezcla de gente, desde familias jóvenes con niños hasta jubilados cuyos familiares iban a visitarlos todos los domingos. Algunas de las personas de más edad se sentaban en el porche a tomar el fresco por la noche, saludando a los que pasaban, y los niños jugaban en los patios sin preocuparse por un posible tiroteo desde un automóvil. Debería haber examinado a todos los vecinos, pero a primera vista le había parecido una zona agradable y segura para una mujer sola, y estaba encantada de haber encontrado una buena casa y sólida a un precio tan bajo.
______ Bright se despertó de mal humor.
Su vecino, la plaga del barrio, había llegado a su casa a las tres de la madrugada
haciendo un ruido insoportable. Si su automóvil tenía un silenciador, hacía mucho
tiempo que había dejado de funcionar. Por desgracia, su dormitorio estaba situado en el mismo lado de la casa que el camino de entrada del vecino; ni siquiera tapándose la cabeza con la almohada pudo amortiguar el ruido de aquel Pontiac de ocho cilindros.
El vecino cerró la portezuela de golpe, encendió la luz del porche de la cocina —la cual, por algún malvado designio, estaba colocada de forma que le daba a ella directamente en los ojos si se nimbaba de frente a la ventana, tal como era el caso—, dejó que la puerta de rejilla golpeara tres veces al entrar, salió de nuevo unos minutos más tarde, luego volvió a entrar en la casa, y evidentemente se olvidó de la luz del porche, porque momentos después se apagó la luz de la cocina, pero aquella maldita bombilla del porche permaneció encendida.
Si antes de comprar aquella casa hubiera sabido que iba a tener aquel vecino,
jamás de los jamases habría cerrado la operación. En las dos semanas que llevaba
viviendo allí, aquel tipo había conseguido él sólito estropearle toda la alegría que le
había causado el hecho de comprarse su primera casa.
Era un borracho. ¿Pero por qué no podía ser un borracho feliz?, se preguntó con
amargura. No, tenía que ser un borracho hosco y desagradable, de los que hacían que una tuviera miedo de dejar salir al gato cuando él estaba en casa. Bubú no era gran cosa como gato —ni siquiera era suyo—, pero su madre le tenía mucho cariño, de modo que ______ no quería que le sucediera nada mientras estuviera temporalmente bajo su custodia. Jamás podría volver a mirar a su madre a la cara si sus padres regresaran de las vacaciones de sus sueños, un viaje de seis semanas por Europa, y se encontraran con que Bubú había muerto o desaparecido.
De todos modos, el vecino ya se la tenía jurada al pobre gato, porque había
encontrado huellas de sus pisadas en el parabrisas y el capó del coche. A juzgar por el modo en que reaccionó, uno pensaría que tenía un Rolls nuevo en vez de un Pontiac de diez años con el parachoques cubierto de manchas de suciedad que resbalaban por ambos lados.
Por suerte para ella, se marchaba a trabajar a la misma hora que él; por lo
menos, en principio creyó que él se iba a trabajar. Ahora pensaba que probablemente iba a comprar más bebida. Si es que trabajaba, desde luego tenía un horario de lo más extraño, porque hasta el momento no había logrado discernir pauta alguna en sus entradas y salidas.
De todas formas, había intentado mostrarse simpática el día en que él descubrió
las huellas del gato; incluso le sonrió, lo cual, teniendo en cuenta el modo en que él la increpó porque su fiesta de inauguración lo había despertado —¡a las dos de la tarde!—le supuso un gran esfuerzo. Pero el tipo no prestó la menor atención aquel sonriente ofrecimiento de paz, sino que en cambio saltó furioso de su automóvil casi en el mismo momento de haber puesto las posaderas en el asiento.
—¿Qué le parece si prohibiera a su gato que se suba a mi coche, señora?
A _____ se le congeló la sonrisa en la cara. Odiaba desperdiciar una sonrisa, sobre todo con un individuo sin afeitar, malhumorado y que tenía los ojos inyectados en sangre. Le vinieron a la mente varios comentarios feroces, pero los reprimió. Al fin y al cabo, ella era nueva en el barrio y con aquel tipo ya había empezado con mal pie. Lo último que deseaba era declararle la guerra. Así que decidió probar una vez más con la diplomacia, aunque era obvio que aquel método no había funcionado durante la fiesta de inauguración.
—Lo siento —dijo, manteniendo un tono tranquilo—. Procuraré vigilarlo. Estoy
cuidándolo hasta que vuelvan mis padres, así que no va a estar aquí mucho tiempo. —Sólo otras cinco semanas.
El vecino contestó con un gruñido ininteligible, volvió a entrar en el coche
cerrando de un portazo y se alejó haciendo rugir el potente motor con un ruido de mil demonios. ______ ladeó la cabeza, escuchando. La carrocería del Pontiac ofrecía un aspecto deplorable, pero el motor sonaba suave como la seda. Había muchos caballos debajo de aquel capó.
Era evidente que la diplomacia no funcionaba con aquel tipo.
Pero allí estaba ahora, despertando a todo el vecindario a las tres de la
madrugada con aquel maldito automóvil. La injusticia de ese hecho, después de que él la había sermoneado por haberlo despertado en mitad de la tarde, hizo que le entraran ganas de ir hasta su casa y pulsar el botón del timbre hasta que él estuviera tan levantado y despierto como todos los demás.
Sólo que había un pequeño problema. Le tenía un poquitín de miedo.
Y eso no le gustaba. ______ no estaba acostumbrada a retroceder ante nadie, pero
aquel individuo la ponía nerviosa. Ni siquiera sabía cómo se llamaba, porque las dos
veces que se habían visto no fueron encuentros de los de «Hola, me llamo fulano de
tal». Lo único que sabía era que era un personaje de aspecto desaliñado y que por lo visto no tenía un empleo fijo. En el mejor de los casos, era un borracho, y los borrachos pueden ser mezquinos y destructivos. En el caso peor, estaría metido en algo ilegal, lo cual agregaba a la lista el calificativo de peligroso.
Era un individuo grande y musculoso, con cabello oscuro y tan corto que casi
parecía un skinhead*. Cada vez que lo veía tenía el aspecto de no haberse afeitado en dos o tres días. Si a eso se le añadían los ojos inyectados en sangre y el mal genio, la palabra que le venía a la cabeza era «borracho». El hecho de que fuera grande y musculoso no hacía sino incrementar su nerviosismo. Aquel barrio le parecía muy seguro, pero ella no se sentía segura teniendo a semejante tipo por vecino.
Gruñendo para sus adentros, saltó de la cama y bajó la persiana de la ventana.
Con los años se acostumbró a no cerrar las persianas, ya que era posible que no se
despertase con el despertador, pero sí con la luz del sol. El amanecer era mejor que un molesto sonido metálico para levantarse de la cama. Como varias veces se había
encontrado el despertador tirado por el suelo, supuso que la habría reanimado lo suficiente para atacarlo, pero no lo bastante para despertarla del todo.
Ahora su sistema consistía en usar visillos y una persiana; los visillos impedían
que se viera el interior del dormitorio a no ser que estuviera la luz encendida, y
levantaba la persiana sólo después de haber apagado la luz para dormir. Si hoy llegaba tarde a trabajar, sería por culpa del vecino, por obligarla a depender del despertador en vez del sol.
De vuelta a la cama tropezó con Bubú. El gato dio un salto con un maullido de sorpresa, y _____ estuvo a punto de sufrir un infarto.
—¡Dios santo! Bubú, me has dado un susto de muerte.
No estaba acostumbrada a tener un animal doméstico en casa, y siempre se le
olvidaba mirar dónde pisaba. No comprendía por qué demonios habría querido su madre que ella le cuidara el gato, en vez de hacerlo Shelley o Dave. Los dos tenían niños que podían jugar con Bubú y tenerlo entretenido. Como no había colegio por ser las vacaciones de verano, siempre había alguien en cualquiera de las dos casas, casi todo el día y todos los días.
Pero no; Bubú tenía que quedarse con _____. Poco importaba que ella estuviera
soltera, trabajase cinco días a la semana y no tuviera costumbre de tener animales
domésticos. De todas maneras, si tuviera uno, no sería como Bubú. Éste había puesto mala cara desde que lo castraron, y desahogaba su frustración con los muebles. En una sola semana había destrozado el sofá hasta el punto de que _____ tendría que tapizarlo de nuevo.
Y ella tampoco le gustaba a Bubú. Le gustaba cuando él se encontraba en su
auténtica casa y se acercaba para que ella lo acariciase, pero no le gustaba nada estar su casa. Ahora, cada vez que _____ intentaba acariciarlo, él arqueaba el lomo y le bufaba.
Además de todo eso, Shelley estaba furiosa con ella porque mamá la había
elegido para cuidar de su querido Bubú. Después de todo, Shelley era la mayor, y
obviamente la más asentada. No tenía lógica que hubiera escogido a _____ en lugar de ella. _______ estaba de acuerdo en aquel punto, pero eso no aliviaba sus sentimientos heridos.
No, en realidad lo peor de todo era que David, que era un año más joven que
Shelley, también estaba enfadado con ella. No por causa de Bubú; David era alérgico a los gatos. No, lo que lo ponía furioso era que papá hubiera guardado su preciado coche en el garaje de ella, lo cual significaba que ella no podía aparcar en su propio garaje, ya que era de una sola plaza, y eso resultaba de lo más incómodo. Ojalá se hubiera encargado David del maldito coche. Ojalá hubiera dejado papá el coche en su propio garaje, pero es que le daba miedo dejarlo solo durante seis semanas. ______ lo comprendía, pero lo que no comprendía era por qué la habían escogido a ella para cuidar del gato y del coche. Shelley no entendía lo del gato, David no entendía lo del coche, y _______ no entendía ninguna de las dos cosas.
De modo que su hermano y su hermana estaban furiosos con ella, Bubú
destrozaba sistemáticamente su sofá, a ella la aterrorizaba que le ocurriera algo al
automóvil de su padre mientras lo tenía a su cuidado, y aquel borracho de vecino le
estaba amargando la existencia.
Dios, ¿por qué se habría comprado una casa? Si se hubiera quedado en su
apartamento, no estaría sucediendo nada de aquello, porque no tenía garaje y no se
permitía que hubiera animales domésticos.
Pero es que se había enamorado de aquel barrio, de sus casas antiguas, de los
años cuarenta, y del bajo precio que tenían a consecuencia de ello. Había visto una
mezcla de gente, desde familias jóvenes con niños hasta jubilados cuyos familiares iban a visitarlos todos los domingos. Algunas de las personas de más edad se sentaban en el porche a tomar el fresco por la noche, saludando a los que pasaban, y los niños jugaban en los patios sin preocuparse por un posible tiroteo desde un automóvil. Debería haber examinado a todos los vecinos, pero a primera vista le había parecido una zona agradable y segura para una mujer sola, y estaba encantada de haber encontrado una buena casa y sólida a un precio tan bajo.
sweet-puky
Re: El Hombre Perfecto
Dado que pensar en su vecino estaba garantizado que le impediría volver a
dormirse, _____ cruzó las manos por detrás de la cabeza y contempló el oscuro techo mientras pensaba en todas las cosas que quería hacer con la casa. La cocina y el baño necesitaban modernizarse un poco, lo cual constituía una reforma muy cara que económicamente no estaba preparada para afrontar. Pero pintar la casa y poner
persianas nuevas haría mucho por mejorar el exterior, y además quería derribar la pared que separaba el salón y el comedor, y despejar aquel espacio para que el comedor fuera más una continuación que una habitación independiente, con un arco que podría pintar con una de esas pinturas de falsa piedra para que pareciera de roca...
Se despertó con el molesto pitido del despertador. Por lo menos aquel maldito
trasto la había despertado esta vez, pensó mientras rodaba hacia un costado para
silenciar la alarma. Los números rojos que brillaban ante sus ojos en la penumbra de la habitación la hicieron parpadear y mirar una vez más.
—Mierda —gimió disgustada al tiempo que saltaba de la cama. Las seis
cincuenta y ocho; la alarma llevaba casi una hora sonando, lo cual quería decir que era tarde. Muy tarde.
—Maldita sea, maldita sea —musitó mientras se metía en la ducha y, un minuto
después, volvía a salir. Mientras se lavaba los dientes, corrió a la cocina y abrió una lata de comida para Bubú, que ya estaba sentado junto a su cuenco mirándola con el gesto torcido.
Escupió en el fregadero y abrió el grifo para que el agua arrastrara la pasta de
dientes.
—Precisamente hoy, ¿no podías haber saltado encima de la cama cuando te entró el hambre? Pero no, hoy decides esperar, y ahora soy yo la que no tiene tiempo de
comer nada.
Bubú dio a entender que no lo preocupaba lo más mínimo que ella comiera o no,
siempre que él tuviera su comida.
Entró de nuevo como una flecha en el cuarto de baño, se maquilló a toda prisa,
se colocó un par de pendientes en las orejas y el reloj en la muñeca, y a continuación cogió la ropa que se ponía siempre que llevaba prisa, porque no tenía que preocuparse de nada; pantalón negro y cuerpo blanco de seda, con una elegante chaqueta roja como complemento. Se calzó los zapatos, agarró el bolso y salió por la puerta.
Lo primero que vio fue la mujercilla de cabellos grises que vivía al otro lado de
la calle sacando la basura.
Era día de recogida de basuras.
—Diablos, mierda, maldita sea y todo lo demás —musitó _____ por lo bajo al
tiempo que giraba en redondo y volvía a entrar en la casa—. Estoy intentando rebajar un poco el número de tacos que digo —le espetó a Bubú al tiempo que sacaba la bolsa de basura del cubo y ataba las cintas— pero tú y Don Simpático me lo estáis poniendo difícil.
Bubú le dio la espalda.
____ salió de nuevo de la casa, entonces se acordó de que no había cerrado la
puerta con llave y volvió sobre sus pasos. Arrastró su enorme cubo metálico de la
basura hasta el bordillo y depositó en él la ofrenda de la mañana, encima de las otras dos bolsas que ya había dentro. Por una vez, no intentó no armar ruido; esperaba de verdad despertar a aquel desconsiderado tipejo que vivía en la casa de al lado.
Regresó corriendo hasta el coche, un Dodge Viper de color rojo cereza que la
encantaba, y sólo como buena norma, al encender el motor, lo revolucionó unas cuantas veces antes de meter la marcha atrás. El automóvil se lanzó hacia atrás y con un poderoso entrechocar metálico colisionó con el cubo de la basura. Se produjo otro estruendo más cuando el recipiente se inclinó contra el cubo del vecino y lo volcó. La tapa del mismo rodó calle abajo.
____ cerró los ojos y golpeó la cabeza contra el volante... con suavidad; no
deseaba un moratón. Aunque quizá debiera infligirse un moratón; al menos así no
tendría que preocuparse por llegar al trabajo a la hora, lo cual ya era imposible
físicamente. Pero no lanzó ningún juramento; las únicas palabras que le vinieron a la mente eran palabras que en realidad no deseaba pronunciar.
Puso la palanca en la posición de estacionamiento y salió del coche. Lo que
necesitaba en aquel momento era control, no una rabieta temperamental. Volvió a
colocar en su sitio su maltrecho cubo y a introducir de nuevo las bolsas de basura, y
después encajó de un golpe la tapa deformada. Acto seguido, devolvió el cubo de su
vecino a la posición vertical, recogió la basura —no estaba, ni con mucho, tan ordenada como la de ella, pero qué se puede esperar de un borracho— y luego se fue calle abajo a buscar la tapa. Ésta yacía ladeada contra el bordillo enfrente de la casa siguiente.
Cuando se agachó para recogerla, oyó que alguien a su espalda cerraba de golpe una puerta de rejilla.
Bueno, su deseo se había hecho realidad: el tipejo desconsiderado estaba
despierto.
—¿Qué diablos está haciendo? —ladró el tipo. Lucía un aspecto que daba
miedo, con aquellos pantalones de algodón y aquella camiseta sucia, además de la
siniestra expresión que ofrecía su rostro sin afeitar.
____ se volvió y se dirigió hacia el deteriorado par de cubos para poner la tapa al cubo del vecino.
—Recoger su basura —replicó.
Sus ojos despedían fuego. De hecho, estaban inyectados en sangre, como de
costumbre, pero el efecto era el mismo.
—¿Se puede saber por qué se empeña en no dejarme dormir? Es usted la mujer
más ruidosa que he visto...
La injusticia de aquello la hizo olvidar que le tenía un poquito de miedo. _____ se
acercó a él lentamente, contenta de llevar unos zapatos con tacones de cinco centímetros que la elevaban hasta ponerla a la altura de... su barbilla. Casi.
¿Y qué importaba que fuera un individuo grande? Ella estaba furiosa, y estar
furiosa siempre ganaba a ser grande.
—¿Que yo soy ruidosa? —dijo con los dientes apretados. Costaba mucho subir
el volumen con la mandíbula fuertemente cerrada, pero lo intentó—. ¿Que yo soy
ruidosa? —Lo señaló con el dedo. En realidad no quería tocarlo, porque llevaba la
camiseta desgarrada y manchada de... algo—. No fui yo la que anoche despertó a todo el vecindario a las tres de la madrugada con ese montón de chatarra que usted llama coche. ¡Cómprese un silenciador, por el amor de Dios! No fui yo la que cerró de golpe la puerta del coche una vez, la puerta de rejilla tres veces... ¿Qué pasó? ¿Se le olvidó la botella y tuvo que volver a buscarla? Ni tampoco fui yo la que se dejó encendida la luz del porche que se ve desde mi dormitorio y no me dejó dormir.
Él abrió la boca para contestar a su vez, pero _____ no había terminado.
—Además, resulta muchísimo más razonable suponer que la gente esté
durmiendo a las tres de la madrugada que a las dos de la tarde, o —consultó su reloj— a las siete y veintitrés de la mañana. —Dios, qué tarde era—. ¡De modo que váyase a la porra, amigo! Vuelva a su botellita. Si bebe lo suficiente, se dormirá y no se enterará de nada.
Él abrió la boca de nuevo. _____ se olvidó de sí misma y llegó a tocarlo. Oh, qué
asco. Ahora tendría que meter aquel dedo en agua hirviendo.
—Mañana le compraré un cubo de la basura nuevo, así que cierre el pico. Y si le
hace algo al gato de mi madre, lo haré trocitos célula por célula. Le mutilaré el ADN
para que no pueda reproducirse jamás, lo cual seguramente supondrá hacerle un favor al mundo. —Lo recorrió con una mirada fulminante que tomó nota de aquellas ropas sucias y harapientas, y la barbilla sin afeitar—. ¿Me ha entendido?
Él afirmó con la cabeza.
_____ respiró hondo buscando un modo de controlar su arrebato de mal genio.
—Muy bien. De acuerdo, entonces. Maldita sea, me ha hecho decir tacos, y eso
que intentaba no hacerlo.
Él le dirigió una mirada extraña.
—Sí, desde luego que tiene que vigilar esa mierda de lenguaje.
Ella se apartó el pelo de la cara y trató de recordar si se había peinado o no.
—Llego tarde —dijo—. No he dormido nada, no he desayunado, ni siquiera he
tomado un café. Más vale que me vaya antes de que le haga algo.
Él asintió.
—Ésa es una buena idea. No me gustaría nada tener que arrestarla.
______ se lo quedó mirando, perpleja.
—¿Cómo?
—Soy policía —repuso él, y acto seguido dio media vuelta y regresó al interior de la casa.
______ observó cómo se iba, estupefacta. ¿Policía?
—Joder —dijo.
dormirse, _____ cruzó las manos por detrás de la cabeza y contempló el oscuro techo mientras pensaba en todas las cosas que quería hacer con la casa. La cocina y el baño necesitaban modernizarse un poco, lo cual constituía una reforma muy cara que económicamente no estaba preparada para afrontar. Pero pintar la casa y poner
persianas nuevas haría mucho por mejorar el exterior, y además quería derribar la pared que separaba el salón y el comedor, y despejar aquel espacio para que el comedor fuera más una continuación que una habitación independiente, con un arco que podría pintar con una de esas pinturas de falsa piedra para que pareciera de roca...
Se despertó con el molesto pitido del despertador. Por lo menos aquel maldito
trasto la había despertado esta vez, pensó mientras rodaba hacia un costado para
silenciar la alarma. Los números rojos que brillaban ante sus ojos en la penumbra de la habitación la hicieron parpadear y mirar una vez más.
—Mierda —gimió disgustada al tiempo que saltaba de la cama. Las seis
cincuenta y ocho; la alarma llevaba casi una hora sonando, lo cual quería decir que era tarde. Muy tarde.
—Maldita sea, maldita sea —musitó mientras se metía en la ducha y, un minuto
después, volvía a salir. Mientras se lavaba los dientes, corrió a la cocina y abrió una lata de comida para Bubú, que ya estaba sentado junto a su cuenco mirándola con el gesto torcido.
Escupió en el fregadero y abrió el grifo para que el agua arrastrara la pasta de
dientes.
—Precisamente hoy, ¿no podías haber saltado encima de la cama cuando te entró el hambre? Pero no, hoy decides esperar, y ahora soy yo la que no tiene tiempo de
comer nada.
Bubú dio a entender que no lo preocupaba lo más mínimo que ella comiera o no,
siempre que él tuviera su comida.
Entró de nuevo como una flecha en el cuarto de baño, se maquilló a toda prisa,
se colocó un par de pendientes en las orejas y el reloj en la muñeca, y a continuación cogió la ropa que se ponía siempre que llevaba prisa, porque no tenía que preocuparse de nada; pantalón negro y cuerpo blanco de seda, con una elegante chaqueta roja como complemento. Se calzó los zapatos, agarró el bolso y salió por la puerta.
Lo primero que vio fue la mujercilla de cabellos grises que vivía al otro lado de
la calle sacando la basura.
Era día de recogida de basuras.
—Diablos, mierda, maldita sea y todo lo demás —musitó _____ por lo bajo al
tiempo que giraba en redondo y volvía a entrar en la casa—. Estoy intentando rebajar un poco el número de tacos que digo —le espetó a Bubú al tiempo que sacaba la bolsa de basura del cubo y ataba las cintas— pero tú y Don Simpático me lo estáis poniendo difícil.
Bubú le dio la espalda.
____ salió de nuevo de la casa, entonces se acordó de que no había cerrado la
puerta con llave y volvió sobre sus pasos. Arrastró su enorme cubo metálico de la
basura hasta el bordillo y depositó en él la ofrenda de la mañana, encima de las otras dos bolsas que ya había dentro. Por una vez, no intentó no armar ruido; esperaba de verdad despertar a aquel desconsiderado tipejo que vivía en la casa de al lado.
Regresó corriendo hasta el coche, un Dodge Viper de color rojo cereza que la
encantaba, y sólo como buena norma, al encender el motor, lo revolucionó unas cuantas veces antes de meter la marcha atrás. El automóvil se lanzó hacia atrás y con un poderoso entrechocar metálico colisionó con el cubo de la basura. Se produjo otro estruendo más cuando el recipiente se inclinó contra el cubo del vecino y lo volcó. La tapa del mismo rodó calle abajo.
____ cerró los ojos y golpeó la cabeza contra el volante... con suavidad; no
deseaba un moratón. Aunque quizá debiera infligirse un moratón; al menos así no
tendría que preocuparse por llegar al trabajo a la hora, lo cual ya era imposible
físicamente. Pero no lanzó ningún juramento; las únicas palabras que le vinieron a la mente eran palabras que en realidad no deseaba pronunciar.
Puso la palanca en la posición de estacionamiento y salió del coche. Lo que
necesitaba en aquel momento era control, no una rabieta temperamental. Volvió a
colocar en su sitio su maltrecho cubo y a introducir de nuevo las bolsas de basura, y
después encajó de un golpe la tapa deformada. Acto seguido, devolvió el cubo de su
vecino a la posición vertical, recogió la basura —no estaba, ni con mucho, tan ordenada como la de ella, pero qué se puede esperar de un borracho— y luego se fue calle abajo a buscar la tapa. Ésta yacía ladeada contra el bordillo enfrente de la casa siguiente.
Cuando se agachó para recogerla, oyó que alguien a su espalda cerraba de golpe una puerta de rejilla.
Bueno, su deseo se había hecho realidad: el tipejo desconsiderado estaba
despierto.
—¿Qué diablos está haciendo? —ladró el tipo. Lucía un aspecto que daba
miedo, con aquellos pantalones de algodón y aquella camiseta sucia, además de la
siniestra expresión que ofrecía su rostro sin afeitar.
____ se volvió y se dirigió hacia el deteriorado par de cubos para poner la tapa al cubo del vecino.
—Recoger su basura —replicó.
Sus ojos despedían fuego. De hecho, estaban inyectados en sangre, como de
costumbre, pero el efecto era el mismo.
—¿Se puede saber por qué se empeña en no dejarme dormir? Es usted la mujer
más ruidosa que he visto...
La injusticia de aquello la hizo olvidar que le tenía un poquito de miedo. _____ se
acercó a él lentamente, contenta de llevar unos zapatos con tacones de cinco centímetros que la elevaban hasta ponerla a la altura de... su barbilla. Casi.
¿Y qué importaba que fuera un individuo grande? Ella estaba furiosa, y estar
furiosa siempre ganaba a ser grande.
—¿Que yo soy ruidosa? —dijo con los dientes apretados. Costaba mucho subir
el volumen con la mandíbula fuertemente cerrada, pero lo intentó—. ¿Que yo soy
ruidosa? —Lo señaló con el dedo. En realidad no quería tocarlo, porque llevaba la
camiseta desgarrada y manchada de... algo—. No fui yo la que anoche despertó a todo el vecindario a las tres de la madrugada con ese montón de chatarra que usted llama coche. ¡Cómprese un silenciador, por el amor de Dios! No fui yo la que cerró de golpe la puerta del coche una vez, la puerta de rejilla tres veces... ¿Qué pasó? ¿Se le olvidó la botella y tuvo que volver a buscarla? Ni tampoco fui yo la que se dejó encendida la luz del porche que se ve desde mi dormitorio y no me dejó dormir.
Él abrió la boca para contestar a su vez, pero _____ no había terminado.
—Además, resulta muchísimo más razonable suponer que la gente esté
durmiendo a las tres de la madrugada que a las dos de la tarde, o —consultó su reloj— a las siete y veintitrés de la mañana. —Dios, qué tarde era—. ¡De modo que váyase a la porra, amigo! Vuelva a su botellita. Si bebe lo suficiente, se dormirá y no se enterará de nada.
Él abrió la boca de nuevo. _____ se olvidó de sí misma y llegó a tocarlo. Oh, qué
asco. Ahora tendría que meter aquel dedo en agua hirviendo.
—Mañana le compraré un cubo de la basura nuevo, así que cierre el pico. Y si le
hace algo al gato de mi madre, lo haré trocitos célula por célula. Le mutilaré el ADN
para que no pueda reproducirse jamás, lo cual seguramente supondrá hacerle un favor al mundo. —Lo recorrió con una mirada fulminante que tomó nota de aquellas ropas sucias y harapientas, y la barbilla sin afeitar—. ¿Me ha entendido?
Él afirmó con la cabeza.
_____ respiró hondo buscando un modo de controlar su arrebato de mal genio.
—Muy bien. De acuerdo, entonces. Maldita sea, me ha hecho decir tacos, y eso
que intentaba no hacerlo.
Él le dirigió una mirada extraña.
—Sí, desde luego que tiene que vigilar esa mierda de lenguaje.
Ella se apartó el pelo de la cara y trató de recordar si se había peinado o no.
—Llego tarde —dijo—. No he dormido nada, no he desayunado, ni siquiera he
tomado un café. Más vale que me vaya antes de que le haga algo.
Él asintió.
—Ésa es una buena idea. No me gustaría nada tener que arrestarla.
______ se lo quedó mirando, perpleja.
—¿Cómo?
—Soy policía —repuso él, y acto seguido dio media vuelta y regresó al interior de la casa.
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