3 veces, 2 personas...1 miedo

Ese día hubiera deseado no estar ahí… Ese mismo día en la mañana, yo me preparaba para ir al colegio, como hago normalmente, pero sabía que había algo más. Dicen que todas las mujeres tenemos intuición femenina. Y no sólo lo dicen, es verdad, sólo que algunas no distinguen entre intuición e imaginación. Ése es exactamente mi problema. Imagino demasiadas cosas, lo que hace que no sepa si algo malo va a pasar, o sólo me parece. Pero bueno, cuestión que algo me decía que no debía ir al colegio, pero fui igual. Al llegar todo era como siempre, totalmente normal. Afuera estaba oscuro y parecía que una fuerte tormenta se avecinaba. De repente, y en medio de la clase, la luz se apagó, y se escucharon gritos y disparos desde otro salón. La profesora dijo que nos quedáramos tranquilos, pero que nos escondiéramos detrás de los últimos bancos, en el fondo. Todos estábamos asustados, los valientes y los cobardes, y todos en la misma situación: en peligro, y totalmente vulnerables. Todos estaban callados, tal vez demasiado. Esa vez, fue la primera vez que temí por mi vida, y por la de los demás.
En ese momento fue cuando escuché un fuerte golpe. Era la puerta, siendo abierta de un portazo. Unos hombres con armas entraron gritando. Pidieron celulares, plata, todo lo que fuera de valor. Poco a poco se les fueron entregando todo lo pedido.
Soy de acotar, y a veces demasiado fuerte. Nunca me jugó en contra, pero esta vez sí. Uno de los hombres dijo:
−Dejen todo acá y salgan afuera.
Por lo que acoté:
−Y sí, no vamos a salir adentro.
El tipo, que se llamaba Alan, me miró y me levantó del piso (donde estaba sentada) bruscamente. Me puso cerca de su cara y su cuerpo, sosteniéndome por la cintura, y poniendo el arma en mi cuello. Mi respiración se aceleró, la adrenalina recorría mis venas como el agua recorre el curso del río. No podía evitar mirarlo a los ojos, algo de ellos me atraía. Tal vez eran sus ojos color miel que tenían un brillo particular, o esa mirada misteriosa que tenía desde que llegó. Sea como fuere, sólo buscaba que me soltara, pero no lo hacía. Es más, cada vez me apretaba más a él. Sin dejar de mirarme, le dijo al otro:
−Sacála de acá, esta y sus ojos celestes es mía.
Yo comencé a gritar y moverme, no quería dejar a todos ahí. Me tapó la boca, pero lo mordí y salí corriendo hacia Alan para sacarle el arma. No funcionó. Él me atrapó antes de llegar y me arrastró hacia afuera. Me empujó contra la pared, y me encerró entre sus brazos. Yo bajé la cabeza, y al ver mis lágrimas, me dijo “perdón”, me tapó los ojos con una venda y los oídos con sus manos. Pero eso no fue suficiente para que no escuchara más gritos y disparos que, sabía, venían del aula. Yo lloraba, mientras intentaba soltarme y entrar a ayudarlos. Unos minutos después, todo era silencio. Un silencio absoluto y aterrador. Alan, muy lentamente, me soltó. No pude moverme. No quería moverme. Y lo más importante, no me animaba a hacerlo. Mi mirada estaba fija en el piso. En ese instante prefería haber muerto. Miré a todos a mi alrededor, y no dudé. Corrí a toda velocidad hacia el baño de profesores, que tenía traba. Por suerte, ese día tenía el celular en el bolsillo, por lo que al llegar al baño, lo saqué y marqué el 911. Del lado de afuera, golpeaban fuertemente la puerta. Cada golpe era como una estruendosa bomba para mí, como un bombardeo que nunca acababa. Ahí temí por mi vida por segunda vez.
Escuché sirenas de la policía, que estaba viniendo. Pero no llegaron a tiempo. Los tipos lograron abrir la puerta, me agarraron del brazo fuertemente, y mientras dos me sostenían, Alan me apuntó. Supliqué piedad con la mirada, pero no funcionó. Al menos no del todo. A los que pude ver en las otras aulas mientras corría, les habían disparado en la cabeza. Sin embargo, a mí me disparó en la panza. Me dejaron en el piso, perdiendo sangre a montones, agonizando. Pero antes de irse, Alan se acercó a mí, y me dio un dulce y tierno beso en los labios. Me pidió perdón una vez más, y se fue. Luego de unos minutos, él volvió, y se quedó conmigo hasta que vinieron los policías y los médicos, y luego se entregó.

Pasé mucho tiempo en terapia intensiva. Perdí la cuenta después del año. Mis papás confiaban en que abriría los ojos, y yo también. Pero los médicos no. Pero mientras mis padres confiaran, yo iba a hacer lo que pudiera. Además, quería saber dónde estaba Alan para, de alguna manera, agradecerle, porque de no ser por él, me habrían disparado en la cabeza, y habría muerto en el momento.

Recién escuché a los médicos decir que ya es hora de desconectarme, que ya no vale la pena. Por eso, intenté abrir los ojos con todas mis fuerzas. Esa fue la tercera vez que temí por mi vida.
Intenté decirles que esperaran un poco, pero no podía. Aunque hubo algo que hizo que esperaran. Mi mamá me había agarrado la mano, y yo se la apreté. Ellos se quedaron inmóviles, lo que me dio tiempo para poder abrir los ojos. Lo hice, y hasta pude hablar. Los médicos se sorprendieron, y mis padres comenzaron a llorar de la emoción. Apenas desperté, vino la avalancha de abrazos y preguntas, y yo solo pude decir:
−Dónde está Alan?
Todos se miraron, pero mi papá dijo:
−Está preso.

Cuando me dieron el alta, busqué en qué prisión estaba. Me costó un mes, pero lo hice, y lo fui a ver. Pregunté por él, y cuando dije mi nombre, el guardia se sorprendió. Estoy segura de que pensó “Debe estar loca”. Pero él no conocía mis razones, por lo que continué. Encontré su celda, y lo vi. Estaba en la parte más oscura, con un cuaderno y un lápiz, dibujando. Con voz baja y dulce, le dije:
−Hola
Él se dio vuelta, se acercó a mí, me miró a los ojos, y creo que me reconoció en ese momento, porque se alejó asustado, se sentó en un rincón, y puso su cabeza entre las piernas, temblando. Le dije:
− ¿Estás bien?
− ¡Andate!–me gritó−no necesito que vengas a atormentarme, ya lo hago yo solo con esa pared.
Señaló una de las paredes, que tenía muchos dibujos. Observé cada dibujo individualmente, y hubo algo que me llamó mucho la atención. En todos y cada uno de los dibujos había una chica, bastante parecida a mí, y en todos había un nombre: el mío. Cuando acabé, lo miré nuevamente. Él me dijo:
− ¿Qué no te das cuenta que no puedo evitar arrepentirme por lo que hice?
− ¿Pero entonces por qué lo hiciste? Si no lo hubieras hecho no te arrepentirías de nada… y no estarías acá adentro.
Él se intentó abalanzar sobre mí, pero las rejas estaban en medio. De todas maneras ya me había alejado.
−¡Vení acá!–me gritó.
−Tal vez deba volver en otro momento−le respondí, y me fui.
Nunca más me atreví a ir. Tal vez en otro momento lo haga, pero por ahora no. Gracias a él fue que sentí lo que es el verdadero miedo, aunque no sé si debería agradecerle.
Tres. Tres fue el número de veces que temí por mi vida. Y por lo tanto, tres veces fueron las veces que supe cuánto amaba a mi familia y a mis amigos. Ése es el número que me marcó y me va a marcar para toda la vida:
3