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AMOR GRIEGO (Joe y Tu) Adaptación
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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AMOR GRIEGO (Joe y Tu) Adaptación
HOLA CHICAS AKI LES TRAIGO UNA NUEVA NOVELA, ESPERO QUE LES GUSTE...
Nombre: AMOR GRIEGO
Adaptación: Si.
Género: Hot, Romance & Drama!
Advertencias: Solo que hay escenas hot! nada mas.. (AKI JOE VA A TENER OTRO APELLIDO, ES QUE ES GRIEGA LA NOVELA)
Otras páginas: por mi parte no CREUP
ARGUMENTO
Poseída por un griego: como amante, como esposa…
Joseph Pavlidis siempre ponía fin a sus aventuras amorosas antes de empezar a aburrirse. No esperaba volver a ver a ______ Gibbs, su amante de Londres, pero ella apareció con una inquietante noticia: ¡Iba a tener gemelos de él!
A Joe le intrigó que ______ no tocara un penique de la considerable pensión que ingresaba en su cuenta. Y cuando nacieron los bebés, todo cambió. Eran herederos de un Pavlidis, así que puso rumbo a Londres para reclamar a sus hijos.
BUENO CHICAS AKI LES DEJO EL ARGUMENTO ESPERO K LES GUSTE LA NOVELA
COMENTEN SIP ;) A VER SI LA SIGO O NO???
xox
Nombre: AMOR GRIEGO
Adaptación: Si.
Género: Hot, Romance & Drama!
Advertencias: Solo que hay escenas hot! nada mas.. (AKI JOE VA A TENER OTRO APELLIDO, ES QUE ES GRIEGA LA NOVELA)
Otras páginas: por mi parte no CREUP
ARGUMENTO
Poseída por un griego: como amante, como esposa…
Joseph Pavlidis siempre ponía fin a sus aventuras amorosas antes de empezar a aburrirse. No esperaba volver a ver a ______ Gibbs, su amante de Londres, pero ella apareció con una inquietante noticia: ¡Iba a tener gemelos de él!
A Joe le intrigó que ______ no tocara un penique de la considerable pensión que ingresaba en su cuenta. Y cuando nacieron los bebés, todo cambió. Eran herederos de un Pavlidis, así que puso rumbo a Londres para reclamar a sus hijos.
BUENO CHICAS AKI LES DEJO EL ARGUMENTO ESPERO K LES GUSTE LA NOVELA
COMENTEN SIP ;) A VER SI LA SIGO O NO???
xox
kadita_lovatica
Capitulo 1
No era la primera vez que llegaba tarde, pero sí la primera que no se molestaba en avisarla.
Afuera, la lluvia daba a la calle un brillo satinado, de vieja fotografía en blanco negro, pero los ojos de ______ estaban clavados en el cruce donde tendría el primer atisbo de su coche.
Tenía las palmas de las manos frías y húmedas y se mordía el labio, dando vueltas a pensamientos que ya no podía ignorar. Porque tal vez así empezaba el fin de una relación. Con un lento goteo de gestos desconsiderados, en vez de con una discusión apasionada.
Sus labios se curvaron con una sonrisa dolorida al comprender que darle el título de relación era otorgarle más importancia de la que tenía. Sólo eran dos personas que vivían en continentes distintos y disfrutaban de algunos momentos robados y secretos.
Tal vez «aventura» fuera mejor definición. Una aventura que nunca debería haber empezado y a la que ella había intentado resistirse.
Pero al final había sido débil, por supuesto. Ésa era la gran destreza de Joe: volver débiles a las mujeres que lo rodeaban. No era difícil entender el por qué. Dado el carisma y poder de persuasión del multimillonario griego, era sorprendente que ella se hubiera resistido tanto a él.
Tal vez empezaba a sufrir las consecuencias de empezar a enamorarse de un hombre como Joseph Pavlidis, Joe para sus amigos y amantes. Incluso aunque se decía que no quería estar enamorada, que era imposible estar enamorada tras sólo unas cuantas citas fantásticas y encuentros sexuales más fantásticos aún.
Se lo repetía una y otra vez, hasta casi llegar a creerlo. Entonces él llamaba en el último minuto y oía su voz profunda y sexy preguntarle si quería salir a cenar; su corazón daba un brinco y el mundo parecía iluminarse. Y por más que se odiaba por estar siempre disponible para él, era incapaz de decir que no.
La luz de unos faros iluminaron la noche y ______ vio el reluciente morro negro de la limusina. Se apartó rápidamente de la ventana. No resultaría nada atractivo que la vieran escrutando ansiosa por la ventana.
Se miró en el espejo. Tenía el pelo limpio y reluciente, suelto, como le gustaba a Joe. Llevaba un vestido lila pálido y era lo suficientemente delgada y joven para sacarle el mejor partido a la poco pretenciosa prenda. A Joe no le gustaba el maquillaje excesivo y a ella tampoco. Un toque de carmín y rímel, no llevaba más.
Pero ni los más cuidadosos preparativos habrían podido ocultar sus leves ojeras ni que últimamente se mordía el labio inferior a menudo, como un estudiante que, en un examen, no hubiera entendido la pregunta.
Sonó el timbre y ella esbozó una sonrisa que se borró en cuanto abrió la puerta y vio a un hombre alto y uniformado, con agua goteándole de la gorra. Tardó un momento en comprender que era el chófer de Joe.
—¿Señorita Gibbs? —inquirió él con cortesía, como si no la conociera. Como si no hubiera visto a Joe besarla apasionadamente en el asiento trasero del coche. Como si no hubiera tenido que matar el tiempo ante su diminuto piso durante más de una hora, esperando a que reapareciera su jefe, sin corbata, con el pelo alborotado y una sonrisa satisfecha en su sensual boca. Las mejillas de ______ enrojecieron de vergüenza al recordar ese episodio en concreto.
—¿Dónde está Joe? —preguntó, intranquila—. ¿Está bien? No le habrá ocurrido nada malo, ¿verdad?
El rostro del chófer parecía de madera. Madera dura y desaprobadora, como si estuviera acostumbrado a tratar con cientos de mujeres tan preocupadas como ______.
—El señor Joseph Pavlidis le presenta sus disculpas, tiene una conferencia telefónica. Me ha pedido que la recoja y la lleve allí.
______ tragó saliva. «Que la recoja y la lleve», se repitió. Como si fuera un paquete. Algo útil pero sin mayor importancia. Eso era ella.
Calibró sus opciones, preguntándose cuál sería la mejor reacción cuando el amante enviaba al chófer y se sospechaba que podía ser porque lo novedoso ya no lo era tanto y él empezaba a cansarse. Podía sonreír con gratitud y acomodarse en el lujoso coche, considerándose afortunada.
O tal vez sería más respetada y deseada si le decía al chófer que le comunicara a su jefe que había cambiado de opinión respecto a la cena y prefería quedarse en casa. Que si estaba tan ocupado, lo más indicado era dejarle en paz con su trabajo.
Pero el atractivo de Joe era mucho, y también lo era el miedo de ______ a que manifestar enojo conllevara la ruptura antes de lo esperado. Antes de lo que se sentía capaz de soportar.
—Iré a por mi abrigo —dijo.
Había mucho tráfico y hacía mal tiempo para ser una noche de abril. El viento le alborotó el cabello cuando el portero del hotel le abrió la puerta del coche. Descendió.
Casi había tenido la esperanza de que Joe estuviera en el vestíbulo para no tener que recorrer sola la interminable y lujosa alfombra, imaginando que todos la miraban, preguntándose quién era la mujer del vestido barato. Una parte de ella seguía temiendo que un empleado del hotel la detuviera y exigiera saber por qué utilizaba el ascensor que llevaba a la suite del ático.
Pero el recorrido transcurrió sin incidencias y, una vez en el ascensor, tuvo la oportunidad de pasarse un cepillo por el pelo y recomponer su rostro con una expresión adecuada.
Se preguntó qué aspecto había tenido la primera vez que él la vio y empezó a perseguirla como un depredador hambriento. Sin duda podía recrear esa misma expresión. Una que sugiriera que tenía una vida llena y satisfactoria, y que no estaba a la caza de ningún hombre, ni siquiera de un multimillonario griego de fama mundial.
El problema era que las cosas cambiaban. Una persona cambiaba cuando había sido poseída por un hombre como Joe. Tenía el poder de convertir a las mujeres en sus deseosas esclavas, tal vez para luego despreciarlas por desearlo tanto.
Se preguntó si la despreciaba a ella. Y también si ya no le quedaba orgullo para resistirse.
Las puertas del ascensor se abrieron silenciosamente y oyó su voz en la sala de estar. Una voz única: profunda, suave, peligrosa y sexy. Estaba hablando en griego y pasó al inglés cuando ella ya iba en su busca.
Sentado ante un enorme escritorio con vistas a Hyde Park, llevaba una camisa de seda blanca que contrastaba con su piel morena. Tenía el cabello negro alborotado y salpicado de gotas de agua que brillaban como diamantes; era obvio que acababa de salir de la ducha.
—Diles que no —estaba diciendo—. Diles… —en ese momento debió percibir su presencia, porque alzó la vista de unos documentos.
La estudió largamente y los ojos negros chispearon. Sonrió y se pasó la punta de la lengua por los labios, como un animal hambriento que hubiera visto la llegada de su comida.
—Diles que tendrán que esperar —dijo con voz suave. Luego colgó el teléfono sin despedirse—. ______ —murmuró—. ______ mu.
—Hola, Joe —le saludó. Solía estremecerse cuando se refería a ella de forma cariñosa y sensual, pero no esa noche.
Él entrecerró los ojos, se recostó en el sillón y siguió estudiándola.
—Discúlpame por no ir a recogerte en persona, pero surgió un asunto del que debía ocuparme.
______ miró la hilera de vello negro que revelaban los botones abiertos de la camisa y sintió la habitual oleada de deseo, tan intensa que podía con todo, incluso con su cordura. Pero no debía ignorar la falta de cortesía; eso sería equivalente a darle permiso para tratarla como le viniera en gana. Si fuera cualquier otro hombre, habría protestado. «¡Si fuera otro hombre no te importaría!», se dijo.
—Podrías haber telefoneado.
—Es verdad —aceptó él tras una leve pausa.
Sintió que una vena le latía en la sien. «Ten cuidado, agapi mu. Ten mucho cuidado», pensó.
—Y aún no estás listo para salir.
Él estrechó los ojos. Eso parecía una crítica. Ella ya debería de saber que no toleraba que lo juzgasen. Ninguna mujer lo había hecho y ninguna lo haría. Se preguntó si no era consciente de que corría el peligro de aventurarse por el camino de lo predecible, el camino que habían elegido muchas mujeres antes que ella; y que si lo hacía sólo podía haber un posible resultado.
Cruzó una de sus largas piernas sobre la otra, observando cómo ella seguía el movimiento con los ojos e intentaba disimular su deseo. Se preguntó si tomarla en ese momento. No estaba seguro de querer molestarse charlando y cenando en un restaurante cuando en realidad sólo quería perderse en la dulzura de su cuerpo.
—No, no estoy listo —corroboró con voz suave, viendo como ella miraba sus pies desnudos y recordando la fantástica vez que ella…—. Pero eso tiene fácil remedio. Iré al dormitorio a terminar de vestirme —dijo con voz algo ronca.
—De acuerdo —dijo ______ titubeante. Tenía la sensación de que estaba jugando con ella.
—O… —esbozó una mueca que pretendía ser una sonrisa—. O podrías venir aquí y saludarme de la manera apropiada.
______ se preguntó si era una forma sutil de decirle que aún no lo había hecho. Percibía algo en el ambiente, algo inexpresado y peligroso. El instinto le dijo que estaría jugando con fuego si seguía quejándose sobre su retraso. Y un instinto aún más fuerte le hacía desear besarlo.
Dejó caer el bolso al suelo y cruzó la habitación. Se inclinó hacia él y besó sus labios. Pensó que un beso podía borrarlo todo. Puso las manos sobre sus hombros, anhelante.
—Bien —murmuró él—. Oreos. Quiero más.
Ella lo besó de nuevo, más profunda e intensamente, hasta que él gruñó, la agarró y la sentó sobre su regazo.
—¡Joe! —exclamó ella.
—Tócame —urgió, acercando la boca a su oreja, inhalando su ligero perfume floral y sintiendo el roce de su sedoso cabello en la piel.
—¿Dónde?
—Donde quieras, agapi mu.
Las posibilidades eran muchas y era difícil elegir. Tal vez su rostro, un puro contraste de planos, aristas y curvas. Pasó los dedos por la luminosa piel morena como si quisiera rememorar la forma de sus pómulos, hasta que llegó a la piel rasposa de su mentón.
—Hoy no te has afeitado —musitó.
—Sí, claro que sí.
—Oh.
—¿No sabes lo que dicen de los hombres que necesitan afeitarse con frecuencia?
—No. ¿Qué dicen?
—¿Tú que crees? —la pinchó él—. Dicen que son hombres de verdad. ¿Quieres que te lo demuestre? —agarró su mano y la condujo hacia su entrepierna. ______ se ruborizó al sentir la increíble dureza que tensaba la tela de los elegantes pantalones—. Ne. Tócame ahí. Justo ahí.
—¿Así? —susurró ella, poniendo la palma sobre su miembro.
—Ne. Más. Haz eso más.
Ella deslizó los dedos sobre la dureza de su sexo y él dejó escapar un gemido impaciente. Sus ojos de color ébano brillaban de pasión y fuego cuando acarició la piel de su escote.
—No había visto este vestido antes —dijo con voz ronca y temblorosa.
—¿Te gusta?
—No. Quiero arrancártelo del cuerpo.
—No hagas eso, Joe, es nuevo.
—Entonces, ¿por qué no te lo quitas para mí?
De repente ella sintió timidez. Las dudas que llevaban asaltándola todo el día volvieron como fantasmas. Se preguntó si era aceptable ser tratada así por un hombre: primero hacía que se sintiera insegura y después le pedía que se desnudara para él, mientras seguía sentado ante su escritorio.
—¿No sería mejor ir al dormitorio?
Él soltó una risa seca, pero estaba tan excitado que dudaba que pudiera llegar hasta la puerta. El poder sensual que ella era capaz de ejercer sobre él lo llevó a intentar recuperar el control.
—¿No te parece un poco pronto para que las convenciones rijan los movimientos de dos conocidos?
______ se quedó helada. «Conocidos», era una definición que no tenía precio. Él vio que su boca temblaba y lamió su labios con la punta de la lengua. Luego bajó las manos a su cintura.
—Quítatelo —dijo con urgencia.
Ella deseó decir «No puedo», pero él podría preguntar por qué y no tenía respuesta. Decirle que quería que la respetara y que no la tratase como un mero objeto sexual podría sonar a chantaje emocional. El respeto había que ganárselo, no exigirlo. Se dijo que tal vez todos los millonarios actuaban así en sus aventuras amorosas.
Además, una parte de ella disfrutaba con su recién descubierta capacidad de excitarlo, de hacer que su cuerpo se tensara y sus ojos negros se nublaran de deseo. Sólo entonces tenía la sensación de dominar la relación, en los momentos de tensión física y emocional que precedían al sexo.
Se levantó y se alzó el cabello con las manos, antes de volver a dejarlo caer sobre sus hombros, observando cómo los ojos negros la observaban. Sabía que él adoraba su pelo desde el primer día. Había dicho que era del color del sol poniéndose, antes de que la noche se lo tragara. Y al decirlo la había mirado como si deseara tragársela a ella, entera.
La había asombrado que un hombre pudiera ser la viva imagen de la virilidad y aun así ser capaz de expresarse de una manera que derretía a una mujer. Su poético dominio de las palabras la había desarmado tanto o más que su cuerpo moreno y esbelto y su bello rostro.
Pero tal vez sólo había sido una de sus estrategias de seducción habituales. Intentó recordar cuánto tiempo hacía que no le decía que sus ojos eran como las flores violáceas que salpicaban las rocas durante la primavera griega. O que su piel era pura nata y por eso le gustaba lamerla.
______ se estremeció. El orgullo le decía que no debía desnudarse para él, pero sabía que la velada se estropearía si se negaba.
Se quitó el vestido y lo dejó caer sobre el escritorio, encima de sus documentos, retándolo a protestar, deseando que protestara. Quería que, de alguna manera, ese hombre poderoso se sintiera tan impotente como ella.
—Espero que no interfiera con tu trabajo —dijo.
—______.
—¿Sí, Joe?
—Date la vuelta —dijo con voz ronca—. Date la vuelta y deja que me regale la vista con tu cuerpo.
Ella le hizo esperar un momento. Después caminó hacia el otro lado del escritorio.
—¿______?
—¿Así, Joe? ¿Quieres ver mi trasero? —lentamente bamboleó las caderas, luciéndose. Él se rió pero la risa se transformó en gruñido al ver las excitantes braguitas color escarlata y el sujetador a juego, que realzaba sus senos.
—Ne. Justo así.
Adoraba su trasero, al igual que su cabello. También se lo había dicho y había insistido en comprarle lencería de encaje en la tienda más exclusiva de Londres, pero ella se había negado. No permitiría que la comprara, a pesar de que a veces hacía que se sintiera como una posesión, como uno de sus lujosos coches o de sus pisos.
Empezó a bajarse las braguitas con manos temblorosas y sacó un pie y luego el otro. Se dio la vuelta, hizo una bola con ellas y se las lanzó, enfadada.
Joe las atrapó en el aire, arqueó una ceja y luego, despacio, se las llevó al rostro y cerró los ojos mientras inhalaba su aroma.
______ se sintió desfallecer. La dominaba. Tenía el poder de hacer que se abandonara a la lujuria cuando estaba con él, y también de que se sintiera abandonada en su ausencia.
—Delicioso —murmuró él—. Ahora el sujetador. Quítatelo.
—Quítamelo tú.
—No alcanzo.
—Muévete.
—¿Me estás dando órdenes, agapi mu?
—Puedes apostar a que sí.
Riendo suavemente, se levantó y fue hacia ella con la elegancia de un felino. Después, sin previo aviso, la estrechó entre sus brazos y le dio un beso tan apasionado que ella casi perdió el equilibrio.
Joe la sujetó con firmeza y siguió besándola, disfrutando de la suavidad de su cuerpo y de los leves gemidos que emitía. Esa mujer le había hecho esperar más que ninguna otra, pero su victoria ya era casi total.
—¿Sigues queriendo ir al dormitorio? —la provocó, apartando la boca—. ¿O tenías algún otro sitio en mente?
A ella ya le daba igual, pero ni en sueños iba a admitirlo. No iba a rendirse de nuevo. La deseaba ya y allí mismo, pero bien podía esperar, como había tenido que esperarle ella esa tarde.
—La cama —consiguió decir, maldiciéndolo mil veces por dentro. Con él todo era una batalla, pero esa la ganaría. No le importaba que fuera convencional querer ir al dormitorio, al menos no sería tan insultante como ser seducida allí mismo, en el suelo, como había hecho tantas otras veces.
Entonces él la alzó en brazos, como ella había sabido que haría, y toda su ira se disipó, porque eso sí era una fantasía hecha realidad. Su moreno y viril amante llevándola cautiva para someterla a los placeres que podía provocar con su cuerpo. ¿No era el sueño secreto de toda mujer ser dominada y seducida por un hombre poderoso?
______ besó su cuello mientras la llevaba por el largo pasillo de la suite que alquilaba siempre que estaba en Londres. Ocupaba toda la planta superior del hotel Park Lañe. Recordó que la primera vez que había visto el dormitorio se había quedado sin habla.
Las fotos de las revistas de decoración mostraban lujo, pero nunca había imaginado una habitación tan espaciosa. La cama sólo era un poco menor que el dormitorio de su casa, y todo parecía controlarse pulsando un botón.
Había una pantalla de televisión gigante, una mini nevera llena de champán y bombones y floreros de cristal tallado llenos de flores que perfumaban la habitación. Incluso había un expositor con periódicos internacionales. Pero Joe y ella sólo hacían una cosa cuando cruzaban el umbral…
Joe la dejó sobre la cama y empezó a desabrocharse el cinturón, observando su rostro y viendo como sus ojos se oscurecían de excitación, como siempre.
—¿Quieres que me desnude para ti? —inquirió.
—Sí. Insisto —farfulló ______, aunque para ella lo realmente erótico era verlo vulnerable.
Sin embargo, no vio un atisbo de vulnerabilidad en Joe mientras se quitaba la ropa. Primero se abrió la camisa, botón a botón, tantos que a ella le parecieron inacabables.
—¿Quieres que vaya más rápido? —se burló él, al ver que se lamía los labios resecos.
______ negó con la cabeza mientras él se quitaba la prenda de los anchos hombros y la dejaba caer al suelo como una bandera de rendición, aunque ella sabía que ni una célula de ese cuerpo era capaz de rendirse.
Lo vio hacer un burlón gesto de dolor mientras se bajaba lentamente la cremallera del pantalón. Dijo mucho de su férreo control que no se apresurara, a pesar de su evidente erección.
Ella se preguntó cómo podía parecer elegante y sexy mientras se quitaba los pantalones y los dejaba sobre el respaldo de una silla. Estaba descalzo, así que sólo tenía que quitarse los calzoncillos de seda para descubrir su atlético cuerpo. Se libró de ellos de una patada y se quedó inmóvil, completamente desnudo y excitado, con los ojos brillantes de reto y arrogancia. En ese momento tenía un aspecto tan peligrosamente viril que el corazón de ______ se desbocó con algo más parecido al miedo que al deseo.
—¿Quieres que vaya a tu lado, agapi mu? —su voz sonó como una caricia burlona—. ¿Es eso lo que quieres?
Ella quería decirle que le prometiera no romperle el corazón, que lo deseaba más de lo que había deseado nada en su vida, más que el aire que respiraba. Se preguntó si él lo sabía; si sabía que a veces hacía que se sintiera emocionalmente desnuda, como si le arrancara una capa de piel y la expusiera al cruel análisis de su mirada. Suponía que al mirarla veía a una joven que vivía como otras muchas, pero que tenía relaciones con un hombre que estaba por encima de su nivel.
—Si quieres —contestó, como si le fuera indiferente.
—Ven aquí —dijo él, subiendo a la cama y dejando escapar una risa deleitada.
—No.
—Ah, ______. ______ mu —estiró los brazos y atrajo su cuerpo tembloroso a la calidez del suyo. Con un pulgar acarició un rosado pezón, hasta que, duro, se clavó contra él—. ¿Sigues enfadada conmigo por haberme retrasado?
«Díselo. ¡Díselo!», se ordenó.
—Podrías haberme avisado. Me disgusta que no me tengan en cuenta, Joe. Pensé que tú…
La silenció con un beso, lo más efectivo del mundo con las mujeres. Si pretendía someterlo al manido sermón sobre el trato que esperaba una mujer… Lo había escuchado más veces de las que quería recordar.
Un beso era mejor. La sensación de piel contra piel, el ardor que unía sus cuerpos hasta casi fundirse en uno. En sus brazos era cuanto podía desear de una amante, algo inexperta, cierto, pero eso le gustaba. No tenía tiempo para mujeres que tenían mil trucos que probar, eran poco mejores que prostitutas. Le gustaba sorprenderla y, durante el tiempo que durase la aventura, le enseñaría cuanto sabía de sexo.
Disfrutaba con la batalla mental que establecía durante el encuentro sexual. Le gustaba ponerse a prueba, llevar a la mujer al éxtasis una y otra vez, negándose a sí mismo el placer hasta que era incapaz de resistir más.
—Oh, Joe —suplicó ella con un gritito de placer.
—¿Hum?
—¡Por favor!
—Por favor, ¿qué, agapi mu?
—¡Ahora!
Le gustaba su impaciencia, lo pronto que llegaba a la cima. Alzó la cabeza del seno que había estado chupando y se colocó sobre ella, con ojos negros y brillantes. La penetró de una sola vez, con un gruñido de placer.
Solía disfrutar observando el rostro de una mujer sonrojarse y florecer, pero ______ aferró sus hombros y lo atrajo hasta que sus bocas se encontraron, sin dejar de moverse bajo él.
Lo atrapó, rodeándolo con piernas y brazos, moviendo las caderas con abandono, hasta que él sintió que perdía el control. Su orgasmo llegó con una fuerza e intensidad que le sorprendió; había sido así con ella desde la primera vez y no entendía por qué.
Tal vez porque le había hecho pensar lo impensable: que no conseguiría llevarla a su cama.
______ tenía la cabeza contra su corazón y acarició su cabello, echando de menos su cálido aliento cuando ella giró la cabeza hacia la pared, sin decir una palabra.
Irónicamente, era entonces cuando más le gustaba, cuando se distanciaba de él, como la marea alejándose de la playa. Joe sólo deseaba algo cuando no estaba a su alcance. Porque una vez lo poseía seguía su camino, como había hecho a lo largo de toda su inquieta vida.
—¿Sigues queriendo salir a cenar? —se estiró perezosamente y bostezó—. ¿O nos quedamos aquí y pedimos algo?
______ tardó en contestar. En cierto modo sería feliz quedándose allí, se sentía tan satisfecha como puede sentirse una mujer. Joe llamaría al servicio de habitaciones y les llevarían un lujoso carrito con vajilla cubierta con cubreplatos de plata. Un camarero silencioso pondría la mesa mientras ellos lo observaban. Habría flores, buen vino y comida deliciosa que picotear, y pronto estarían de nuevo en la cama. Ó harían el amor en el sofá, viendo una película. Y Joe contestaría al menos una llamada de negocios.
La alternativa era vestirse para salir a cenar. A todas las mujeres les gustaba algo de vida fuera de la intimidad del dormitorio, por maravilloso que fuera lo que ocurría en él. Si su relación fuera normal, le habría entusiasmado que la vieran con él, pero no lo era. Su aventura era secreta, así que se movían como ladrones en la oscuridad. Iban a restaurantes discretos o se quedaban en la suite. ______ a veces se preguntaba si alguien la creería si dijera que salía con el multimillonario griego.
Pero tampoco tenía a quién contárselo. Había arriesgado su puesto de trabajo accediendo a salir con él y ninguna de sus compañeras lo sabía.
Giró la cabeza para mirarlo y acarició la curva de su mandíbula con la punta del dedo. Se preguntó si su deseo de salir era egoísta, él parecía muy cansado. Sus dudas y miedos se disolvieron y se acurrucó contra su cálido cuerpo, masajeando sus hombros. Tal vez las mujeres nacían con el instinto de nutrir y cuidar a su hombre.
—¿Qué prefieres tú? —inquirió con voz suave—. ¿Quedarte aquí?
Joe controló una instintiva punzada de impaciencia. Deseó decirle que no siguiera acomodándose a él y a sus deseos. Pero era algo que sucedía inevitablemente. Las mujeres intentaban complacer a un hombre y al hacerlo su identidad se disolvía en la de él. Entonces el hombre olvidaba lo que le había atraído en un principio, porque ya no estaba a la vista.
—Preferiría quedarme aquí —contestó secamente—. Pero temo que si lo hago me quedaré dormido y he hecho una reserva en el Pentagram para las nueve; me dijiste que siempre habías querido ir. Así que más vale que decidas tú.
—Supongo que será mejor que salgamos —dijo. La seca respuesta de Joe era el mejor recordatorio de que ese hombre en concreto no necesitaba que lo cuidaran. Se estiró y lo rozó con el muslo, preguntándose si eso bastaría para que volviera a tomarla entre sus brazos: no fue así. Le sonrió con nerviosismo—. Voy a vestirme.
Él se recostó en la almohada, observándola moverse por la habitación. Era tan grácil como bella, pero no podía negar que algo empezaba a cambiar entre ellos. Algo inevitable como que el sol saliera cada mañana. Lo predecible había alzado su fea cabeza. Joe dio a su voz un tono aterciopelado, para paliar el golpe de lo que iba a decir.
—Bien, porque esta podría ser la última oportunidad que tengamos de cenar juntos durante un tiempo.
______ se quedó inmóvil. Compuso el rostro y se dio la vuelta lentamente. Se le aceleró el corazón al considerar las posibles implicaciones de sus palabras, pero rezó por que su expresión no la delatara.
—¿Qué quieres decir?
—¿No te lo había dicho? —preguntó él con indiferencia—. Mañana vuelo a Nueva York.
«No reacciones», se dijo. «Mantén la calma»
—¿Ah, sí? ¿Estarás fuera mucho tiempo?
Él vio cómo se esforzaba por ocultar su decepción y se encogió de hombros. Su tiempo era suyo. No se lo habría dicho antes aunque lo hubiera sabido, para Joe la libertad era tan importante como respirar.
—Imposible predecirlo. Quince días al menos. Puede que más, depende de cómo vaya el trato.
—¡Es maravilloso! —exclamó ella con el entusiasmo de una agente de viajes—. Supongo que la ciudad está preciosa en esta época del año.
—Sí que lo está —corroboró él. En un sentido casi perverso, a Joe le decepcionó que lo aceptara tan bien. Había anticipado una escena que sería el principio del fin. Si ella hubiera protestado o puesto mala cara, habría acabado con ella sin pensárselo dos veces, porque ninguna mujer tenía derecho a cuestionar sus movimientos, por mucho placer que le diera en la cama ni por mucho que hubiera empezado a imaginar un posible futuro con él.
Ella se dio la vuelta y empezó a salir del dormitorio, presumiblemente en busca de la ropa que se había quitado de forma tan deliciosa. Joe sintió un cosquilleo al ver la curva firme de su trasero desnudo y comprendió que aún no la había sacado de su mente. Se mojó los labios con la lengua antes de hablar.
—Pero te veré a mi regreso, agapi mu.
Era una aseveración, no una solicitud. ______ se sintió como un ratoncito al que el gato dejaba escapar en el último segundo, tras aterrorizarlo con sus juegos.
—Podría ser. Si tienes suerte —comentó, con un tono de indiferencia que a ella misma le pareció bastante convincente.
Gracias a Dios, él no podía ver su expresión, porque habría captado de inmediato su alivio al saber que volvería y pretendía verla de nuevo. Tal vez fuera lo bastante listo como para adivinar que ella había comprendido que pronto llegaría el día en que la aventura concluiría y que eso haría que se sintiera un millón de veces peor que en ese momento.
Cuando llegó a la sala y empezó a recoger su ropa, le temblaban las manos. Se preguntó cómo diablos se había permitido llegar a ese punto. Había sabido desde el primer momento que se estaba enredando en algo que no podía acabar bien. Deseó haber podido seguir manteniendo la fuerza de carácter que había atraído a Joe en un principio. La de aquellos días en los que le había resultado tan fácil rechazarlo.
BUENO CHICAS AHI LES DEJO EL 1eR CAPITULO, ESPERO QUE LES GUSTE
COMENTEN SIP
xox
Afuera, la lluvia daba a la calle un brillo satinado, de vieja fotografía en blanco negro, pero los ojos de ______ estaban clavados en el cruce donde tendría el primer atisbo de su coche.
Tenía las palmas de las manos frías y húmedas y se mordía el labio, dando vueltas a pensamientos que ya no podía ignorar. Porque tal vez así empezaba el fin de una relación. Con un lento goteo de gestos desconsiderados, en vez de con una discusión apasionada.
Sus labios se curvaron con una sonrisa dolorida al comprender que darle el título de relación era otorgarle más importancia de la que tenía. Sólo eran dos personas que vivían en continentes distintos y disfrutaban de algunos momentos robados y secretos.
Tal vez «aventura» fuera mejor definición. Una aventura que nunca debería haber empezado y a la que ella había intentado resistirse.
Pero al final había sido débil, por supuesto. Ésa era la gran destreza de Joe: volver débiles a las mujeres que lo rodeaban. No era difícil entender el por qué. Dado el carisma y poder de persuasión del multimillonario griego, era sorprendente que ella se hubiera resistido tanto a él.
Tal vez empezaba a sufrir las consecuencias de empezar a enamorarse de un hombre como Joseph Pavlidis, Joe para sus amigos y amantes. Incluso aunque se decía que no quería estar enamorada, que era imposible estar enamorada tras sólo unas cuantas citas fantásticas y encuentros sexuales más fantásticos aún.
Se lo repetía una y otra vez, hasta casi llegar a creerlo. Entonces él llamaba en el último minuto y oía su voz profunda y sexy preguntarle si quería salir a cenar; su corazón daba un brinco y el mundo parecía iluminarse. Y por más que se odiaba por estar siempre disponible para él, era incapaz de decir que no.
La luz de unos faros iluminaron la noche y ______ vio el reluciente morro negro de la limusina. Se apartó rápidamente de la ventana. No resultaría nada atractivo que la vieran escrutando ansiosa por la ventana.
Se miró en el espejo. Tenía el pelo limpio y reluciente, suelto, como le gustaba a Joe. Llevaba un vestido lila pálido y era lo suficientemente delgada y joven para sacarle el mejor partido a la poco pretenciosa prenda. A Joe no le gustaba el maquillaje excesivo y a ella tampoco. Un toque de carmín y rímel, no llevaba más.
Pero ni los más cuidadosos preparativos habrían podido ocultar sus leves ojeras ni que últimamente se mordía el labio inferior a menudo, como un estudiante que, en un examen, no hubiera entendido la pregunta.
Sonó el timbre y ella esbozó una sonrisa que se borró en cuanto abrió la puerta y vio a un hombre alto y uniformado, con agua goteándole de la gorra. Tardó un momento en comprender que era el chófer de Joe.
—¿Señorita Gibbs? —inquirió él con cortesía, como si no la conociera. Como si no hubiera visto a Joe besarla apasionadamente en el asiento trasero del coche. Como si no hubiera tenido que matar el tiempo ante su diminuto piso durante más de una hora, esperando a que reapareciera su jefe, sin corbata, con el pelo alborotado y una sonrisa satisfecha en su sensual boca. Las mejillas de ______ enrojecieron de vergüenza al recordar ese episodio en concreto.
—¿Dónde está Joe? —preguntó, intranquila—. ¿Está bien? No le habrá ocurrido nada malo, ¿verdad?
El rostro del chófer parecía de madera. Madera dura y desaprobadora, como si estuviera acostumbrado a tratar con cientos de mujeres tan preocupadas como ______.
—El señor Joseph Pavlidis le presenta sus disculpas, tiene una conferencia telefónica. Me ha pedido que la recoja y la lleve allí.
______ tragó saliva. «Que la recoja y la lleve», se repitió. Como si fuera un paquete. Algo útil pero sin mayor importancia. Eso era ella.
Calibró sus opciones, preguntándose cuál sería la mejor reacción cuando el amante enviaba al chófer y se sospechaba que podía ser porque lo novedoso ya no lo era tanto y él empezaba a cansarse. Podía sonreír con gratitud y acomodarse en el lujoso coche, considerándose afortunada.
O tal vez sería más respetada y deseada si le decía al chófer que le comunicara a su jefe que había cambiado de opinión respecto a la cena y prefería quedarse en casa. Que si estaba tan ocupado, lo más indicado era dejarle en paz con su trabajo.
Pero el atractivo de Joe era mucho, y también lo era el miedo de ______ a que manifestar enojo conllevara la ruptura antes de lo esperado. Antes de lo que se sentía capaz de soportar.
—Iré a por mi abrigo —dijo.
Había mucho tráfico y hacía mal tiempo para ser una noche de abril. El viento le alborotó el cabello cuando el portero del hotel le abrió la puerta del coche. Descendió.
Casi había tenido la esperanza de que Joe estuviera en el vestíbulo para no tener que recorrer sola la interminable y lujosa alfombra, imaginando que todos la miraban, preguntándose quién era la mujer del vestido barato. Una parte de ella seguía temiendo que un empleado del hotel la detuviera y exigiera saber por qué utilizaba el ascensor que llevaba a la suite del ático.
Pero el recorrido transcurrió sin incidencias y, una vez en el ascensor, tuvo la oportunidad de pasarse un cepillo por el pelo y recomponer su rostro con una expresión adecuada.
Se preguntó qué aspecto había tenido la primera vez que él la vio y empezó a perseguirla como un depredador hambriento. Sin duda podía recrear esa misma expresión. Una que sugiriera que tenía una vida llena y satisfactoria, y que no estaba a la caza de ningún hombre, ni siquiera de un multimillonario griego de fama mundial.
El problema era que las cosas cambiaban. Una persona cambiaba cuando había sido poseída por un hombre como Joe. Tenía el poder de convertir a las mujeres en sus deseosas esclavas, tal vez para luego despreciarlas por desearlo tanto.
Se preguntó si la despreciaba a ella. Y también si ya no le quedaba orgullo para resistirse.
Las puertas del ascensor se abrieron silenciosamente y oyó su voz en la sala de estar. Una voz única: profunda, suave, peligrosa y sexy. Estaba hablando en griego y pasó al inglés cuando ella ya iba en su busca.
Sentado ante un enorme escritorio con vistas a Hyde Park, llevaba una camisa de seda blanca que contrastaba con su piel morena. Tenía el cabello negro alborotado y salpicado de gotas de agua que brillaban como diamantes; era obvio que acababa de salir de la ducha.
—Diles que no —estaba diciendo—. Diles… —en ese momento debió percibir su presencia, porque alzó la vista de unos documentos.
La estudió largamente y los ojos negros chispearon. Sonrió y se pasó la punta de la lengua por los labios, como un animal hambriento que hubiera visto la llegada de su comida.
—Diles que tendrán que esperar —dijo con voz suave. Luego colgó el teléfono sin despedirse—. ______ —murmuró—. ______ mu.
—Hola, Joe —le saludó. Solía estremecerse cuando se refería a ella de forma cariñosa y sensual, pero no esa noche.
Él entrecerró los ojos, se recostó en el sillón y siguió estudiándola.
—Discúlpame por no ir a recogerte en persona, pero surgió un asunto del que debía ocuparme.
______ miró la hilera de vello negro que revelaban los botones abiertos de la camisa y sintió la habitual oleada de deseo, tan intensa que podía con todo, incluso con su cordura. Pero no debía ignorar la falta de cortesía; eso sería equivalente a darle permiso para tratarla como le viniera en gana. Si fuera cualquier otro hombre, habría protestado. «¡Si fuera otro hombre no te importaría!», se dijo.
—Podrías haber telefoneado.
—Es verdad —aceptó él tras una leve pausa.
Sintió que una vena le latía en la sien. «Ten cuidado, agapi mu. Ten mucho cuidado», pensó.
—Y aún no estás listo para salir.
Él estrechó los ojos. Eso parecía una crítica. Ella ya debería de saber que no toleraba que lo juzgasen. Ninguna mujer lo había hecho y ninguna lo haría. Se preguntó si no era consciente de que corría el peligro de aventurarse por el camino de lo predecible, el camino que habían elegido muchas mujeres antes que ella; y que si lo hacía sólo podía haber un posible resultado.
Cruzó una de sus largas piernas sobre la otra, observando cómo ella seguía el movimiento con los ojos e intentaba disimular su deseo. Se preguntó si tomarla en ese momento. No estaba seguro de querer molestarse charlando y cenando en un restaurante cuando en realidad sólo quería perderse en la dulzura de su cuerpo.
—No, no estoy listo —corroboró con voz suave, viendo como ella miraba sus pies desnudos y recordando la fantástica vez que ella…—. Pero eso tiene fácil remedio. Iré al dormitorio a terminar de vestirme —dijo con voz algo ronca.
—De acuerdo —dijo ______ titubeante. Tenía la sensación de que estaba jugando con ella.
—O… —esbozó una mueca que pretendía ser una sonrisa—. O podrías venir aquí y saludarme de la manera apropiada.
______ se preguntó si era una forma sutil de decirle que aún no lo había hecho. Percibía algo en el ambiente, algo inexpresado y peligroso. El instinto le dijo que estaría jugando con fuego si seguía quejándose sobre su retraso. Y un instinto aún más fuerte le hacía desear besarlo.
Dejó caer el bolso al suelo y cruzó la habitación. Se inclinó hacia él y besó sus labios. Pensó que un beso podía borrarlo todo. Puso las manos sobre sus hombros, anhelante.
—Bien —murmuró él—. Oreos. Quiero más.
Ella lo besó de nuevo, más profunda e intensamente, hasta que él gruñó, la agarró y la sentó sobre su regazo.
—¡Joe! —exclamó ella.
—Tócame —urgió, acercando la boca a su oreja, inhalando su ligero perfume floral y sintiendo el roce de su sedoso cabello en la piel.
—¿Dónde?
—Donde quieras, agapi mu.
Las posibilidades eran muchas y era difícil elegir. Tal vez su rostro, un puro contraste de planos, aristas y curvas. Pasó los dedos por la luminosa piel morena como si quisiera rememorar la forma de sus pómulos, hasta que llegó a la piel rasposa de su mentón.
—Hoy no te has afeitado —musitó.
—Sí, claro que sí.
—Oh.
—¿No sabes lo que dicen de los hombres que necesitan afeitarse con frecuencia?
—No. ¿Qué dicen?
—¿Tú que crees? —la pinchó él—. Dicen que son hombres de verdad. ¿Quieres que te lo demuestre? —agarró su mano y la condujo hacia su entrepierna. ______ se ruborizó al sentir la increíble dureza que tensaba la tela de los elegantes pantalones—. Ne. Tócame ahí. Justo ahí.
—¿Así? —susurró ella, poniendo la palma sobre su miembro.
—Ne. Más. Haz eso más.
Ella deslizó los dedos sobre la dureza de su sexo y él dejó escapar un gemido impaciente. Sus ojos de color ébano brillaban de pasión y fuego cuando acarició la piel de su escote.
—No había visto este vestido antes —dijo con voz ronca y temblorosa.
—¿Te gusta?
—No. Quiero arrancártelo del cuerpo.
—No hagas eso, Joe, es nuevo.
—Entonces, ¿por qué no te lo quitas para mí?
De repente ella sintió timidez. Las dudas que llevaban asaltándola todo el día volvieron como fantasmas. Se preguntó si era aceptable ser tratada así por un hombre: primero hacía que se sintiera insegura y después le pedía que se desnudara para él, mientras seguía sentado ante su escritorio.
—¿No sería mejor ir al dormitorio?
Él soltó una risa seca, pero estaba tan excitado que dudaba que pudiera llegar hasta la puerta. El poder sensual que ella era capaz de ejercer sobre él lo llevó a intentar recuperar el control.
—¿No te parece un poco pronto para que las convenciones rijan los movimientos de dos conocidos?
______ se quedó helada. «Conocidos», era una definición que no tenía precio. Él vio que su boca temblaba y lamió su labios con la punta de la lengua. Luego bajó las manos a su cintura.
—Quítatelo —dijo con urgencia.
Ella deseó decir «No puedo», pero él podría preguntar por qué y no tenía respuesta. Decirle que quería que la respetara y que no la tratase como un mero objeto sexual podría sonar a chantaje emocional. El respeto había que ganárselo, no exigirlo. Se dijo que tal vez todos los millonarios actuaban así en sus aventuras amorosas.
Además, una parte de ella disfrutaba con su recién descubierta capacidad de excitarlo, de hacer que su cuerpo se tensara y sus ojos negros se nublaran de deseo. Sólo entonces tenía la sensación de dominar la relación, en los momentos de tensión física y emocional que precedían al sexo.
Se levantó y se alzó el cabello con las manos, antes de volver a dejarlo caer sobre sus hombros, observando cómo los ojos negros la observaban. Sabía que él adoraba su pelo desde el primer día. Había dicho que era del color del sol poniéndose, antes de que la noche se lo tragara. Y al decirlo la había mirado como si deseara tragársela a ella, entera.
La había asombrado que un hombre pudiera ser la viva imagen de la virilidad y aun así ser capaz de expresarse de una manera que derretía a una mujer. Su poético dominio de las palabras la había desarmado tanto o más que su cuerpo moreno y esbelto y su bello rostro.
Pero tal vez sólo había sido una de sus estrategias de seducción habituales. Intentó recordar cuánto tiempo hacía que no le decía que sus ojos eran como las flores violáceas que salpicaban las rocas durante la primavera griega. O que su piel era pura nata y por eso le gustaba lamerla.
______ se estremeció. El orgullo le decía que no debía desnudarse para él, pero sabía que la velada se estropearía si se negaba.
Se quitó el vestido y lo dejó caer sobre el escritorio, encima de sus documentos, retándolo a protestar, deseando que protestara. Quería que, de alguna manera, ese hombre poderoso se sintiera tan impotente como ella.
—Espero que no interfiera con tu trabajo —dijo.
—______.
—¿Sí, Joe?
—Date la vuelta —dijo con voz ronca—. Date la vuelta y deja que me regale la vista con tu cuerpo.
Ella le hizo esperar un momento. Después caminó hacia el otro lado del escritorio.
—¿______?
—¿Así, Joe? ¿Quieres ver mi trasero? —lentamente bamboleó las caderas, luciéndose. Él se rió pero la risa se transformó en gruñido al ver las excitantes braguitas color escarlata y el sujetador a juego, que realzaba sus senos.
—Ne. Justo así.
Adoraba su trasero, al igual que su cabello. También se lo había dicho y había insistido en comprarle lencería de encaje en la tienda más exclusiva de Londres, pero ella se había negado. No permitiría que la comprara, a pesar de que a veces hacía que se sintiera como una posesión, como uno de sus lujosos coches o de sus pisos.
Empezó a bajarse las braguitas con manos temblorosas y sacó un pie y luego el otro. Se dio la vuelta, hizo una bola con ellas y se las lanzó, enfadada.
Joe las atrapó en el aire, arqueó una ceja y luego, despacio, se las llevó al rostro y cerró los ojos mientras inhalaba su aroma.
______ se sintió desfallecer. La dominaba. Tenía el poder de hacer que se abandonara a la lujuria cuando estaba con él, y también de que se sintiera abandonada en su ausencia.
—Delicioso —murmuró él—. Ahora el sujetador. Quítatelo.
—Quítamelo tú.
—No alcanzo.
—Muévete.
—¿Me estás dando órdenes, agapi mu?
—Puedes apostar a que sí.
Riendo suavemente, se levantó y fue hacia ella con la elegancia de un felino. Después, sin previo aviso, la estrechó entre sus brazos y le dio un beso tan apasionado que ella casi perdió el equilibrio.
Joe la sujetó con firmeza y siguió besándola, disfrutando de la suavidad de su cuerpo y de los leves gemidos que emitía. Esa mujer le había hecho esperar más que ninguna otra, pero su victoria ya era casi total.
—¿Sigues queriendo ir al dormitorio? —la provocó, apartando la boca—. ¿O tenías algún otro sitio en mente?
A ella ya le daba igual, pero ni en sueños iba a admitirlo. No iba a rendirse de nuevo. La deseaba ya y allí mismo, pero bien podía esperar, como había tenido que esperarle ella esa tarde.
—La cama —consiguió decir, maldiciéndolo mil veces por dentro. Con él todo era una batalla, pero esa la ganaría. No le importaba que fuera convencional querer ir al dormitorio, al menos no sería tan insultante como ser seducida allí mismo, en el suelo, como había hecho tantas otras veces.
Entonces él la alzó en brazos, como ella había sabido que haría, y toda su ira se disipó, porque eso sí era una fantasía hecha realidad. Su moreno y viril amante llevándola cautiva para someterla a los placeres que podía provocar con su cuerpo. ¿No era el sueño secreto de toda mujer ser dominada y seducida por un hombre poderoso?
______ besó su cuello mientras la llevaba por el largo pasillo de la suite que alquilaba siempre que estaba en Londres. Ocupaba toda la planta superior del hotel Park Lañe. Recordó que la primera vez que había visto el dormitorio se había quedado sin habla.
Las fotos de las revistas de decoración mostraban lujo, pero nunca había imaginado una habitación tan espaciosa. La cama sólo era un poco menor que el dormitorio de su casa, y todo parecía controlarse pulsando un botón.
Había una pantalla de televisión gigante, una mini nevera llena de champán y bombones y floreros de cristal tallado llenos de flores que perfumaban la habitación. Incluso había un expositor con periódicos internacionales. Pero Joe y ella sólo hacían una cosa cuando cruzaban el umbral…
Joe la dejó sobre la cama y empezó a desabrocharse el cinturón, observando su rostro y viendo como sus ojos se oscurecían de excitación, como siempre.
—¿Quieres que me desnude para ti? —inquirió.
—Sí. Insisto —farfulló ______, aunque para ella lo realmente erótico era verlo vulnerable.
Sin embargo, no vio un atisbo de vulnerabilidad en Joe mientras se quitaba la ropa. Primero se abrió la camisa, botón a botón, tantos que a ella le parecieron inacabables.
—¿Quieres que vaya más rápido? —se burló él, al ver que se lamía los labios resecos.
______ negó con la cabeza mientras él se quitaba la prenda de los anchos hombros y la dejaba caer al suelo como una bandera de rendición, aunque ella sabía que ni una célula de ese cuerpo era capaz de rendirse.
Lo vio hacer un burlón gesto de dolor mientras se bajaba lentamente la cremallera del pantalón. Dijo mucho de su férreo control que no se apresurara, a pesar de su evidente erección.
Ella se preguntó cómo podía parecer elegante y sexy mientras se quitaba los pantalones y los dejaba sobre el respaldo de una silla. Estaba descalzo, así que sólo tenía que quitarse los calzoncillos de seda para descubrir su atlético cuerpo. Se libró de ellos de una patada y se quedó inmóvil, completamente desnudo y excitado, con los ojos brillantes de reto y arrogancia. En ese momento tenía un aspecto tan peligrosamente viril que el corazón de ______ se desbocó con algo más parecido al miedo que al deseo.
—¿Quieres que vaya a tu lado, agapi mu? —su voz sonó como una caricia burlona—. ¿Es eso lo que quieres?
Ella quería decirle que le prometiera no romperle el corazón, que lo deseaba más de lo que había deseado nada en su vida, más que el aire que respiraba. Se preguntó si él lo sabía; si sabía que a veces hacía que se sintiera emocionalmente desnuda, como si le arrancara una capa de piel y la expusiera al cruel análisis de su mirada. Suponía que al mirarla veía a una joven que vivía como otras muchas, pero que tenía relaciones con un hombre que estaba por encima de su nivel.
—Si quieres —contestó, como si le fuera indiferente.
—Ven aquí —dijo él, subiendo a la cama y dejando escapar una risa deleitada.
—No.
—Ah, ______. ______ mu —estiró los brazos y atrajo su cuerpo tembloroso a la calidez del suyo. Con un pulgar acarició un rosado pezón, hasta que, duro, se clavó contra él—. ¿Sigues enfadada conmigo por haberme retrasado?
«Díselo. ¡Díselo!», se ordenó.
—Podrías haberme avisado. Me disgusta que no me tengan en cuenta, Joe. Pensé que tú…
La silenció con un beso, lo más efectivo del mundo con las mujeres. Si pretendía someterlo al manido sermón sobre el trato que esperaba una mujer… Lo había escuchado más veces de las que quería recordar.
Un beso era mejor. La sensación de piel contra piel, el ardor que unía sus cuerpos hasta casi fundirse en uno. En sus brazos era cuanto podía desear de una amante, algo inexperta, cierto, pero eso le gustaba. No tenía tiempo para mujeres que tenían mil trucos que probar, eran poco mejores que prostitutas. Le gustaba sorprenderla y, durante el tiempo que durase la aventura, le enseñaría cuanto sabía de sexo.
Disfrutaba con la batalla mental que establecía durante el encuentro sexual. Le gustaba ponerse a prueba, llevar a la mujer al éxtasis una y otra vez, negándose a sí mismo el placer hasta que era incapaz de resistir más.
—Oh, Joe —suplicó ella con un gritito de placer.
—¿Hum?
—¡Por favor!
—Por favor, ¿qué, agapi mu?
—¡Ahora!
Le gustaba su impaciencia, lo pronto que llegaba a la cima. Alzó la cabeza del seno que había estado chupando y se colocó sobre ella, con ojos negros y brillantes. La penetró de una sola vez, con un gruñido de placer.
Solía disfrutar observando el rostro de una mujer sonrojarse y florecer, pero ______ aferró sus hombros y lo atrajo hasta que sus bocas se encontraron, sin dejar de moverse bajo él.
Lo atrapó, rodeándolo con piernas y brazos, moviendo las caderas con abandono, hasta que él sintió que perdía el control. Su orgasmo llegó con una fuerza e intensidad que le sorprendió; había sido así con ella desde la primera vez y no entendía por qué.
Tal vez porque le había hecho pensar lo impensable: que no conseguiría llevarla a su cama.
______ tenía la cabeza contra su corazón y acarició su cabello, echando de menos su cálido aliento cuando ella giró la cabeza hacia la pared, sin decir una palabra.
Irónicamente, era entonces cuando más le gustaba, cuando se distanciaba de él, como la marea alejándose de la playa. Joe sólo deseaba algo cuando no estaba a su alcance. Porque una vez lo poseía seguía su camino, como había hecho a lo largo de toda su inquieta vida.
—¿Sigues queriendo salir a cenar? —se estiró perezosamente y bostezó—. ¿O nos quedamos aquí y pedimos algo?
______ tardó en contestar. En cierto modo sería feliz quedándose allí, se sentía tan satisfecha como puede sentirse una mujer. Joe llamaría al servicio de habitaciones y les llevarían un lujoso carrito con vajilla cubierta con cubreplatos de plata. Un camarero silencioso pondría la mesa mientras ellos lo observaban. Habría flores, buen vino y comida deliciosa que picotear, y pronto estarían de nuevo en la cama. Ó harían el amor en el sofá, viendo una película. Y Joe contestaría al menos una llamada de negocios.
La alternativa era vestirse para salir a cenar. A todas las mujeres les gustaba algo de vida fuera de la intimidad del dormitorio, por maravilloso que fuera lo que ocurría en él. Si su relación fuera normal, le habría entusiasmado que la vieran con él, pero no lo era. Su aventura era secreta, así que se movían como ladrones en la oscuridad. Iban a restaurantes discretos o se quedaban en la suite. ______ a veces se preguntaba si alguien la creería si dijera que salía con el multimillonario griego.
Pero tampoco tenía a quién contárselo. Había arriesgado su puesto de trabajo accediendo a salir con él y ninguna de sus compañeras lo sabía.
Giró la cabeza para mirarlo y acarició la curva de su mandíbula con la punta del dedo. Se preguntó si su deseo de salir era egoísta, él parecía muy cansado. Sus dudas y miedos se disolvieron y se acurrucó contra su cálido cuerpo, masajeando sus hombros. Tal vez las mujeres nacían con el instinto de nutrir y cuidar a su hombre.
—¿Qué prefieres tú? —inquirió con voz suave—. ¿Quedarte aquí?
Joe controló una instintiva punzada de impaciencia. Deseó decirle que no siguiera acomodándose a él y a sus deseos. Pero era algo que sucedía inevitablemente. Las mujeres intentaban complacer a un hombre y al hacerlo su identidad se disolvía en la de él. Entonces el hombre olvidaba lo que le había atraído en un principio, porque ya no estaba a la vista.
—Preferiría quedarme aquí —contestó secamente—. Pero temo que si lo hago me quedaré dormido y he hecho una reserva en el Pentagram para las nueve; me dijiste que siempre habías querido ir. Así que más vale que decidas tú.
—Supongo que será mejor que salgamos —dijo. La seca respuesta de Joe era el mejor recordatorio de que ese hombre en concreto no necesitaba que lo cuidaran. Se estiró y lo rozó con el muslo, preguntándose si eso bastaría para que volviera a tomarla entre sus brazos: no fue así. Le sonrió con nerviosismo—. Voy a vestirme.
Él se recostó en la almohada, observándola moverse por la habitación. Era tan grácil como bella, pero no podía negar que algo empezaba a cambiar entre ellos. Algo inevitable como que el sol saliera cada mañana. Lo predecible había alzado su fea cabeza. Joe dio a su voz un tono aterciopelado, para paliar el golpe de lo que iba a decir.
—Bien, porque esta podría ser la última oportunidad que tengamos de cenar juntos durante un tiempo.
______ se quedó inmóvil. Compuso el rostro y se dio la vuelta lentamente. Se le aceleró el corazón al considerar las posibles implicaciones de sus palabras, pero rezó por que su expresión no la delatara.
—¿Qué quieres decir?
—¿No te lo había dicho? —preguntó él con indiferencia—. Mañana vuelo a Nueva York.
«No reacciones», se dijo. «Mantén la calma»
—¿Ah, sí? ¿Estarás fuera mucho tiempo?
Él vio cómo se esforzaba por ocultar su decepción y se encogió de hombros. Su tiempo era suyo. No se lo habría dicho antes aunque lo hubiera sabido, para Joe la libertad era tan importante como respirar.
—Imposible predecirlo. Quince días al menos. Puede que más, depende de cómo vaya el trato.
—¡Es maravilloso! —exclamó ella con el entusiasmo de una agente de viajes—. Supongo que la ciudad está preciosa en esta época del año.
—Sí que lo está —corroboró él. En un sentido casi perverso, a Joe le decepcionó que lo aceptara tan bien. Había anticipado una escena que sería el principio del fin. Si ella hubiera protestado o puesto mala cara, habría acabado con ella sin pensárselo dos veces, porque ninguna mujer tenía derecho a cuestionar sus movimientos, por mucho placer que le diera en la cama ni por mucho que hubiera empezado a imaginar un posible futuro con él.
Ella se dio la vuelta y empezó a salir del dormitorio, presumiblemente en busca de la ropa que se había quitado de forma tan deliciosa. Joe sintió un cosquilleo al ver la curva firme de su trasero desnudo y comprendió que aún no la había sacado de su mente. Se mojó los labios con la lengua antes de hablar.
—Pero te veré a mi regreso, agapi mu.
Era una aseveración, no una solicitud. ______ se sintió como un ratoncito al que el gato dejaba escapar en el último segundo, tras aterrorizarlo con sus juegos.
—Podría ser. Si tienes suerte —comentó, con un tono de indiferencia que a ella misma le pareció bastante convincente.
Gracias a Dios, él no podía ver su expresión, porque habría captado de inmediato su alivio al saber que volvería y pretendía verla de nuevo. Tal vez fuera lo bastante listo como para adivinar que ella había comprendido que pronto llegaría el día en que la aventura concluiría y que eso haría que se sintiera un millón de veces peor que en ese momento.
Cuando llegó a la sala y empezó a recoger su ropa, le temblaban las manos. Se preguntó cómo diablos se había permitido llegar a ese punto. Había sabido desde el primer momento que se estaba enredando en algo que no podía acabar bien. Deseó haber podido seguir manteniendo la fuerza de carácter que había atraído a Joe en un principio. La de aquellos días en los que le había resultado tan fácil rechazarlo.
BUENO CHICAS AHI LES DEJO EL 1eR CAPITULO, ESPERO QUE LES GUSTE
COMENTEN SIP
xox
kadita_lovatica
Re: AMOR GRIEGO (Joe y Tu) Adaptación
2 lectoraaaaaa :lol!: :lol!: :lol!:
me encantooooooooooo el primer cap...
tienes que seguila lo mas pronto posibleeee....
por cierto me llamo Antonella :)
sigueeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee
me encantooooooooooo el primer cap...
tienes que seguila lo mas pronto posibleeee....
por cierto me llamo Antonella :)
sigueeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee
@ntonella
Re: AMOR GRIEGO (Joe y Tu) Adaptación
Simplemente me encanto, tienes que seguirla, las novelas griegas son mis favoritas
misterygirl
Capitulo 2
Sus caminos nunca deberían haberse cruzado, por supuesto. Las chicas comunes como ______ no se relacionaban con multimillonarios como Joseph Pavlidis.
Pero ______ trabajaba como azafata para una exclusiva aerolínea privada y eso la ponía en contacto con la clase de gente sobre la que la mayoría de los mortales sólo leía en las revistas.
La aerolínea Evolo tenía su sede cerca de Londres y trasladaba a sus clientes a todo el mundo, siempre que pudieran pagar sus astronómicas tarifas. ______ recibía un salario mucho mayor del que habría pagado cualquier gran aerolínea comercial, pero a cambio tenía que estar disponible sin apenas aviso previo y, sobre todo, ser muy discreta.
Estrellas del rock, actores de Hollywood, miembros de la realeza y ricos sin más eran clientes habituales de la empresa creada por una ambiciosa piloto rubia llamada Vanessa Gilmour.
Cada vez que volaba, Vanessa o su ayudante masculino informaban a ______ de la lista de pasajeros. Una mañana vio un nombre que no reconoció. Un nombre muy bonito.
—¿Quién es éste? —preguntó—. ¿Joseph Pavlidis? —se le atascó la lengua al pronunciarlo.
—¿Nunca lees los periódicos? —preguntó Vanessa con una mueca de extrañeza.
—A veces —______ se ajustó el sombrerito del uniforme y sonrió—. Pero prefiero los libros.
—Es arquitecto —explicó Vanessa, desechando el tema de los libros con un desdeñoso movimiento de la mano—. O «súper arquitecto», como suele llamarlo la prensa. Es un griego afincado en Nueva York; está diseñando un nuevo banco junto al Puente de Londres. Lo conocí en una fiesta y lo persuadí de que Evolo satisfaría todas sus necesidades. Es la primera vez que vuela con nosotros y no quiero que sea la última. Así que sé agradable con él, ______, pero no demasiado agradable.
______ captó la advertencia en el tono de su jefa, aunque era innecesaria. Sabía que estaba prohibido salir con los clientes.
—¿Cómo es? —preguntó con cortesía. Los miembros de la tripulación debían estar al tanto de lo que gustaba y disgustaba a los pasajeros.
—Es difícil —admitió Vanessa tras una breve pausa—. Muy difícil —sus ojos brillaron de una manera que ______ no había visto antes y el tono de su voz se convirtió en un susurro embelesado—. Y tan guapo como para morirse.
Más tarde, cuando ______ lo conoció, decidió que si decir que era difícil era un eufemismo, también lo era llamarle guapo. La sobresaltó su abrumador carisma y también su impresionante atractivo.
Si alguien hubiera dicho «Tráeme al hombre más delicioso del mundo», Joseph Pavlidis habría sido el primero de la lista. Para quien buscara un hombre alto, moreno y de facciones duras y perfectas, que emanara un irresistible aire de frialdad, Pavlidis sería el hombre ideal.
El griego era seco hasta el punto de la grosería y se movía rápidamente; el séquito que seguía a la alta figura vestida de negro a la sala de embarque casi tenía que correr para ajustarse a sus largas zancadas.
A ______ tampoco se le escapó que todas las mujeres que trabajaban en el edificio buscaban algún pretexto para ir a echarle un vistazo.
Pero su trabajo no era admirar a sus clientes. Su obligación era tratarlo con educación y respeto. Simplemente, le llevaba todo lo que pedía. No intentó entablar ninguna conversación con él y todo su diálogo se limitó a satisfacer sus peticiones con toda cortesía.
Él empezó a utilizar Evolo con regularidad en sus viajes a Europa dado que, por lo visto, había vendido su avión privado por respeto al medio ambiente y su trabajo le obligaba a viajar por todo el mundo. ______ intentaba no estar demasiado pendiente de él, pero no era fácil. No podía controlar la excitación que sentía siempre que veía su nombre en la lista de pasajeros.
Y aunque hacía lo imposible por disimularlo, empezó a establecerse una corriente eléctrica entre ellos; nada podía ocultar la química, por más que se intentara. Sus ojos negros se entrecerraban pensativamente cuando la veía, y a ella le daba un brinco el corazón cada vez que le dedicaba una de sus escasas y lentas sonrisas.
Pero recordaba bien las instrucciones de Vanessa respecto a la discreción y los límites establecidos, así que rechazaba su reacción. Incluso si no hubiera estado prohibido salir con los clientes, ella no podía ser en ningún caso el tipo de mujer con quien saldría alguien como Joe.
Sin embargo, su aparente falta de interés parecía enardecerlo. Hacía lo posible por conversar con ella y habría sido una falta de cortesía por parte de ______ no contestar.
—¿Qué harás cuando aterricemos? —le preguntó una noche oscura y estrellada, cuando el avión descendía sobre Madrid.
—Acostarme temprano —contestó ella.
—¡Ah! —sus ojos negros chispearon con comprensión; por fin algo explicaba que fuera tan reacia a coquetear con él. Sintió una punzada de decepción, rápidamente seguida por la inevitable excitación del reto. No había rival a quien Joe no pudiera superar si deseaba algo.
—¿Y quién es el hombre afortunado?
—¡Señor Pavlidis! —______ se ruborizó.
—Ne, agapi mu, dímelo.
Ella se preguntó por qué la llamaba así. Significaba «cariño», o algo parecido.
—¿Es eso todo?
—Ochi —respondió él con brusquedad. La había visto ruborizarse y eso era algo tan poco frecuente como los estorninos rosados que a veces sobrevolaban las islas del Egeo—. No es todo. Quiero que cenes conmigo. De hecho, lo exijo.
Tal vez si hubiera accedido a su deseo, todo habría acabado antes de empezar. Pero ______ hizo algo que pocas mujeres hacían. Lo rechazó.
Cuando un hombre lo tenía todo, quería lo que no podía tener, y Joe quería a ______. La deseaba como hacía años que no deseaba a una mujer y se veía obligado a perseguirla, algo casi desconocido para él. Incluso cuando había llegado a Nueva York siendo un poco sofisticado adolescente de dieciocho años, las mujeres habían caído rendidas a sus pies.
—¿Qué tiene de malo una cena? —le preguntó la siguiente vez que volaron juntos. Era una tarde invernal y el jet de lujo iniciaba su descenso hacia París mientras el sol poniente teñía el cielo de fuego. Sus ojos oscuros como el carbón la miraron burlones—. No te preocupes —su voz era como seda bordada con sorna—. Me has rechazado suficientes veces como para impresionarme, agapi mu. Ahora que tu reputación ha quedado por encima de toda duda, comprenderás que no hay razón para que no disfrutemos el uno con la compañía del otro.
Era una oferta increíblemente tentadora. ______ tironeó sin necesidad de la chaqueta de su uniforme.
—Se supone que no debo relacionarme con los clientes, señor Pavlidis —dijo.
—¿Quién lo dice?
—Lo dice mi jefa.
—¿Tu jefa es Vanessa? —inquirió él, estrechando los ojos.
—Correcto.
Él asintió como si eso le aclarara las cosas con respecto a algo. O a alguien.
—Vanessa tiene su propia agenda —masculló con lentitud—. Y no te estoy proponiendo un futuro juntos —añadió con sarcasmo—. Sólo opino que París no es una ciudad en la que se deba estar solo y que sería agradable tener un poco de compañía. ¿Qué podría tener eso de malo?
Sus ojos chispearon con la pregunta. En el fondo de su corazón, ______ sabía que no estaba siendo sincero con ella; sospechaba que tenía una agenda llena de números de teléfono de mujeres bellas y dispuestas, en multitud de ciudades. Pero llevaba tanto tiempo resistiéndose a lo que sentía por él que en ese momento se sintió indefensa contra el embate de su encanto.
—¿Sólo cenar? —inquirió casi sin aliento.
—Si eso es lo que quieres —replicó Joe con una sonrisa indiferente.
Por supuesto, no había sido «sólo cenar». Era imposible impedir que un hombre como Joe la besara después, cuando llevaba deseando un beso suyo desde el primer momento en que lo vio. Y luego libró una batalla consigo misma, más que con él. Su sentido de lo que era correcto y apropiado se debatió con los deseos de su corazón y de su cuerpo.
Y su cuerpo ganó la batalla. Había acabado en la cama con él. Era un hombre poderoso y viril que no habría quedado satisfecho con un beso casto al final de una primera cita y, por primera vez en su vida, ella estuvo de acuerdo.
______ nunca se había sentido tan físicamente vulnerable a las caricias de un hombre como con Joe. Se odió a sí misma por su rápida capitulación esa noche, pero no pudo evitarla. La necesidad de su cuerpo hambriento pudo con todo lo demás, acallando la voz en su cabeza que le exigía saber cómo podría respetarla él después.
Si embargo, ante Joe sólo interpuso una objeción práctica.
—Nadie del trabajo debe enterarse —le urgió, mientras la mano de él iniciaba un inevitable y anhelado recorrido por el interior de su muslo.
—¿Por qué iban a enterarse? —inquirió él, liberándola del tanga con un gruñido satisfecho.
—Porque… oh, oh, ¡Joe! Porque la gente… —cerró los ojos y tragó saliva—. La gente habla —concluyó.
—Entonces no les daremos nada de qué hablar —le aseguró él con voz sedosa, mientras sus dedos trabajaban sobre su carne excitada, sintiendo cómo se entregaba a él—. Nadie lo sabrá. Lo mantendremos en secreto, ¿ne? Nuestro pequeño secreto.
Pero los secretos no eran nada buenos. En cierto sentido parecía que él quisiera mantenerla oculta, como algo furtivo de lo que podría avergonzarse. ______ había intentado apartarse, pero el atractivo de su abrazo era demasiado fuerte, la caricia de sus dedos demasiado intensa.
—¿Joe? —aventuró, en un último intento.
—Ochi —negó él con fiereza—. ¡No digas nada! ¡Limítate a estar entre mis brazos, sabiendo que es lo que ambos deseamos! —después la besó hasta conseguir su sumisión.
Sin embargo, incluso cuando experimentó su primer intenso orgasmo, ______ notó un pinchazo de dolor en el corazón. Supo que su rendición podría suponer su desmoronamiento emocional y que se arriesgaba a perderlo todo, con un riesgo enorme para su corazón. En su vida y su futuro no encajaba un hombre como Joe; sin embargo, tras probar el placer que él podía hacerle sentir, la idea de un futuro sin él se le antojaba amarga y vacía.
Lo había sabido desde el principio y no se había detenido. Le costaba entender el porqué de haber aceptado algo que intuía estaba condenado al fracaso en varios niveles.
Así era la naturaleza humana. Llevaba a las personas a intentar conseguir lo inalcanzable.
* * *
La neblina de sus recuerdos se disipó y ______ parpadeó ante el lujoso entorno que la rodeaba. Se inclinó para recoger uno de los zapatos que se había quitado mientras se desnudaba para su amante griego y dejó escapar un suspiro. No servía de nada rememorar lo ocurrido. Nada cambiaría el pasado, lo único que podía hacer era concentrarse en el presente.
Y el presente no la reconfortaba.
Estaba allí en la suite de Joe, a punto de salir a degustar una cena que sabía que ninguno de ellos deseaba. Después él se marcharía a Nueva York y no sabía cuándo volvería a verlo. Se preguntó cómo comportarse. No sabía si era lo bastante buena actriz para convencerlo de que no le importaba, o si él le leería el pensamiento.
—¿______?
La sedosa voz de acento griego flotó en el aire. ______ se concentró en abrocharse los zapatos mientras recuperaba la compostura. Sólo entonces se enderezó y lo miró. Sus ojos negros eran como joyas oscuras engarzadas en su piel morena; se le encogió el corazón de amor y anhelo. Deseó que no fuera tan devastadoramente atractivo. Metió la mano en el bolso, sacó el cepillo y empezó a cepillarse el largo cabello, alborotado tras la sesión de sexo.
—¿Sí, Joe? —contestó con voz serena.
A él le gustaba verla cepillarse el cabello. La primera vez que se lo había soltado ante él, le había dicho que era del color de la miel griega, de un tono más oscuro e intenso que el de ninguna otra miel del mundo.
—El coche espera abajo, agapi mu —estrechó los ojos interrogativamente—. ¿Sigues queriendo salir a cenar?
Habría sido interesante saber qué diría él si le dijese la verdad: que lo que quería era saber qué sentía por ella. Saber si realmente se estaba cansando de ella o si eran imaginaciones suyas. Pero su instinto básico le dijo que Joe despreciaría a una mujer que necesitara esa clase de reafirmación. A un hombre independiente le parecería un indicio de necesidad y nada podía ser menos atractivo que eso.
—Por supuesto que quiero —afirmó ella, moviendo la cabeza. La melena recién cepillada se movió en el aire, acariciando sus mejillas aún sonrosadas. Incluso consiguió ofrecerle una mirada levemente burlona—. Hace rato que tengo bastante apetito, aunque no tengo ni idea de a qué se debe.
Joe asintió, recogió su abrigo y lo abrió para ayudarla a ponérselo, contemplando el sinuoso movimiento de su cuerpo. Su respuesta había mantenido la cantidad justa de distanciamiento y su aparente compostura sirvió para avivar las llamas de su deseo de nuevo. Deseó volver a tenerla entre sus brazos y eso provocó que un músculo se tensara en su sien.
Poner fin a esa aventura iba a ser más difícil de lo que había supuesto.
BUENO CHICAS AHI LES DEJO EL CAPITULO 2, ESPERO K LO DISFRUTEN
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xox
Pero ______ trabajaba como azafata para una exclusiva aerolínea privada y eso la ponía en contacto con la clase de gente sobre la que la mayoría de los mortales sólo leía en las revistas.
La aerolínea Evolo tenía su sede cerca de Londres y trasladaba a sus clientes a todo el mundo, siempre que pudieran pagar sus astronómicas tarifas. ______ recibía un salario mucho mayor del que habría pagado cualquier gran aerolínea comercial, pero a cambio tenía que estar disponible sin apenas aviso previo y, sobre todo, ser muy discreta.
Estrellas del rock, actores de Hollywood, miembros de la realeza y ricos sin más eran clientes habituales de la empresa creada por una ambiciosa piloto rubia llamada Vanessa Gilmour.
Cada vez que volaba, Vanessa o su ayudante masculino informaban a ______ de la lista de pasajeros. Una mañana vio un nombre que no reconoció. Un nombre muy bonito.
—¿Quién es éste? —preguntó—. ¿Joseph Pavlidis? —se le atascó la lengua al pronunciarlo.
—¿Nunca lees los periódicos? —preguntó Vanessa con una mueca de extrañeza.
—A veces —______ se ajustó el sombrerito del uniforme y sonrió—. Pero prefiero los libros.
—Es arquitecto —explicó Vanessa, desechando el tema de los libros con un desdeñoso movimiento de la mano—. O «súper arquitecto», como suele llamarlo la prensa. Es un griego afincado en Nueva York; está diseñando un nuevo banco junto al Puente de Londres. Lo conocí en una fiesta y lo persuadí de que Evolo satisfaría todas sus necesidades. Es la primera vez que vuela con nosotros y no quiero que sea la última. Así que sé agradable con él, ______, pero no demasiado agradable.
______ captó la advertencia en el tono de su jefa, aunque era innecesaria. Sabía que estaba prohibido salir con los clientes.
—¿Cómo es? —preguntó con cortesía. Los miembros de la tripulación debían estar al tanto de lo que gustaba y disgustaba a los pasajeros.
—Es difícil —admitió Vanessa tras una breve pausa—. Muy difícil —sus ojos brillaron de una manera que ______ no había visto antes y el tono de su voz se convirtió en un susurro embelesado—. Y tan guapo como para morirse.
Más tarde, cuando ______ lo conoció, decidió que si decir que era difícil era un eufemismo, también lo era llamarle guapo. La sobresaltó su abrumador carisma y también su impresionante atractivo.
Si alguien hubiera dicho «Tráeme al hombre más delicioso del mundo», Joseph Pavlidis habría sido el primero de la lista. Para quien buscara un hombre alto, moreno y de facciones duras y perfectas, que emanara un irresistible aire de frialdad, Pavlidis sería el hombre ideal.
El griego era seco hasta el punto de la grosería y se movía rápidamente; el séquito que seguía a la alta figura vestida de negro a la sala de embarque casi tenía que correr para ajustarse a sus largas zancadas.
A ______ tampoco se le escapó que todas las mujeres que trabajaban en el edificio buscaban algún pretexto para ir a echarle un vistazo.
Pero su trabajo no era admirar a sus clientes. Su obligación era tratarlo con educación y respeto. Simplemente, le llevaba todo lo que pedía. No intentó entablar ninguna conversación con él y todo su diálogo se limitó a satisfacer sus peticiones con toda cortesía.
Él empezó a utilizar Evolo con regularidad en sus viajes a Europa dado que, por lo visto, había vendido su avión privado por respeto al medio ambiente y su trabajo le obligaba a viajar por todo el mundo. ______ intentaba no estar demasiado pendiente de él, pero no era fácil. No podía controlar la excitación que sentía siempre que veía su nombre en la lista de pasajeros.
Y aunque hacía lo imposible por disimularlo, empezó a establecerse una corriente eléctrica entre ellos; nada podía ocultar la química, por más que se intentara. Sus ojos negros se entrecerraban pensativamente cuando la veía, y a ella le daba un brinco el corazón cada vez que le dedicaba una de sus escasas y lentas sonrisas.
Pero recordaba bien las instrucciones de Vanessa respecto a la discreción y los límites establecidos, así que rechazaba su reacción. Incluso si no hubiera estado prohibido salir con los clientes, ella no podía ser en ningún caso el tipo de mujer con quien saldría alguien como Joe.
Sin embargo, su aparente falta de interés parecía enardecerlo. Hacía lo posible por conversar con ella y habría sido una falta de cortesía por parte de ______ no contestar.
—¿Qué harás cuando aterricemos? —le preguntó una noche oscura y estrellada, cuando el avión descendía sobre Madrid.
—Acostarme temprano —contestó ella.
—¡Ah! —sus ojos negros chispearon con comprensión; por fin algo explicaba que fuera tan reacia a coquetear con él. Sintió una punzada de decepción, rápidamente seguida por la inevitable excitación del reto. No había rival a quien Joe no pudiera superar si deseaba algo.
—¿Y quién es el hombre afortunado?
—¡Señor Pavlidis! —______ se ruborizó.
—Ne, agapi mu, dímelo.
Ella se preguntó por qué la llamaba así. Significaba «cariño», o algo parecido.
—¿Es eso todo?
—Ochi —respondió él con brusquedad. La había visto ruborizarse y eso era algo tan poco frecuente como los estorninos rosados que a veces sobrevolaban las islas del Egeo—. No es todo. Quiero que cenes conmigo. De hecho, lo exijo.
Tal vez si hubiera accedido a su deseo, todo habría acabado antes de empezar. Pero ______ hizo algo que pocas mujeres hacían. Lo rechazó.
Cuando un hombre lo tenía todo, quería lo que no podía tener, y Joe quería a ______. La deseaba como hacía años que no deseaba a una mujer y se veía obligado a perseguirla, algo casi desconocido para él. Incluso cuando había llegado a Nueva York siendo un poco sofisticado adolescente de dieciocho años, las mujeres habían caído rendidas a sus pies.
—¿Qué tiene de malo una cena? —le preguntó la siguiente vez que volaron juntos. Era una tarde invernal y el jet de lujo iniciaba su descenso hacia París mientras el sol poniente teñía el cielo de fuego. Sus ojos oscuros como el carbón la miraron burlones—. No te preocupes —su voz era como seda bordada con sorna—. Me has rechazado suficientes veces como para impresionarme, agapi mu. Ahora que tu reputación ha quedado por encima de toda duda, comprenderás que no hay razón para que no disfrutemos el uno con la compañía del otro.
Era una oferta increíblemente tentadora. ______ tironeó sin necesidad de la chaqueta de su uniforme.
—Se supone que no debo relacionarme con los clientes, señor Pavlidis —dijo.
—¿Quién lo dice?
—Lo dice mi jefa.
—¿Tu jefa es Vanessa? —inquirió él, estrechando los ojos.
—Correcto.
Él asintió como si eso le aclarara las cosas con respecto a algo. O a alguien.
—Vanessa tiene su propia agenda —masculló con lentitud—. Y no te estoy proponiendo un futuro juntos —añadió con sarcasmo—. Sólo opino que París no es una ciudad en la que se deba estar solo y que sería agradable tener un poco de compañía. ¿Qué podría tener eso de malo?
Sus ojos chispearon con la pregunta. En el fondo de su corazón, ______ sabía que no estaba siendo sincero con ella; sospechaba que tenía una agenda llena de números de teléfono de mujeres bellas y dispuestas, en multitud de ciudades. Pero llevaba tanto tiempo resistiéndose a lo que sentía por él que en ese momento se sintió indefensa contra el embate de su encanto.
—¿Sólo cenar? —inquirió casi sin aliento.
—Si eso es lo que quieres —replicó Joe con una sonrisa indiferente.
Por supuesto, no había sido «sólo cenar». Era imposible impedir que un hombre como Joe la besara después, cuando llevaba deseando un beso suyo desde el primer momento en que lo vio. Y luego libró una batalla consigo misma, más que con él. Su sentido de lo que era correcto y apropiado se debatió con los deseos de su corazón y de su cuerpo.
Y su cuerpo ganó la batalla. Había acabado en la cama con él. Era un hombre poderoso y viril que no habría quedado satisfecho con un beso casto al final de una primera cita y, por primera vez en su vida, ella estuvo de acuerdo.
______ nunca se había sentido tan físicamente vulnerable a las caricias de un hombre como con Joe. Se odió a sí misma por su rápida capitulación esa noche, pero no pudo evitarla. La necesidad de su cuerpo hambriento pudo con todo lo demás, acallando la voz en su cabeza que le exigía saber cómo podría respetarla él después.
Si embargo, ante Joe sólo interpuso una objeción práctica.
—Nadie del trabajo debe enterarse —le urgió, mientras la mano de él iniciaba un inevitable y anhelado recorrido por el interior de su muslo.
—¿Por qué iban a enterarse? —inquirió él, liberándola del tanga con un gruñido satisfecho.
—Porque… oh, oh, ¡Joe! Porque la gente… —cerró los ojos y tragó saliva—. La gente habla —concluyó.
—Entonces no les daremos nada de qué hablar —le aseguró él con voz sedosa, mientras sus dedos trabajaban sobre su carne excitada, sintiendo cómo se entregaba a él—. Nadie lo sabrá. Lo mantendremos en secreto, ¿ne? Nuestro pequeño secreto.
Pero los secretos no eran nada buenos. En cierto sentido parecía que él quisiera mantenerla oculta, como algo furtivo de lo que podría avergonzarse. ______ había intentado apartarse, pero el atractivo de su abrazo era demasiado fuerte, la caricia de sus dedos demasiado intensa.
—¿Joe? —aventuró, en un último intento.
—Ochi —negó él con fiereza—. ¡No digas nada! ¡Limítate a estar entre mis brazos, sabiendo que es lo que ambos deseamos! —después la besó hasta conseguir su sumisión.
Sin embargo, incluso cuando experimentó su primer intenso orgasmo, ______ notó un pinchazo de dolor en el corazón. Supo que su rendición podría suponer su desmoronamiento emocional y que se arriesgaba a perderlo todo, con un riesgo enorme para su corazón. En su vida y su futuro no encajaba un hombre como Joe; sin embargo, tras probar el placer que él podía hacerle sentir, la idea de un futuro sin él se le antojaba amarga y vacía.
Lo había sabido desde el principio y no se había detenido. Le costaba entender el porqué de haber aceptado algo que intuía estaba condenado al fracaso en varios niveles.
Así era la naturaleza humana. Llevaba a las personas a intentar conseguir lo inalcanzable.
* * *
La neblina de sus recuerdos se disipó y ______ parpadeó ante el lujoso entorno que la rodeaba. Se inclinó para recoger uno de los zapatos que se había quitado mientras se desnudaba para su amante griego y dejó escapar un suspiro. No servía de nada rememorar lo ocurrido. Nada cambiaría el pasado, lo único que podía hacer era concentrarse en el presente.
Y el presente no la reconfortaba.
Estaba allí en la suite de Joe, a punto de salir a degustar una cena que sabía que ninguno de ellos deseaba. Después él se marcharía a Nueva York y no sabía cuándo volvería a verlo. Se preguntó cómo comportarse. No sabía si era lo bastante buena actriz para convencerlo de que no le importaba, o si él le leería el pensamiento.
—¿______?
La sedosa voz de acento griego flotó en el aire. ______ se concentró en abrocharse los zapatos mientras recuperaba la compostura. Sólo entonces se enderezó y lo miró. Sus ojos negros eran como joyas oscuras engarzadas en su piel morena; se le encogió el corazón de amor y anhelo. Deseó que no fuera tan devastadoramente atractivo. Metió la mano en el bolso, sacó el cepillo y empezó a cepillarse el largo cabello, alborotado tras la sesión de sexo.
—¿Sí, Joe? —contestó con voz serena.
A él le gustaba verla cepillarse el cabello. La primera vez que se lo había soltado ante él, le había dicho que era del color de la miel griega, de un tono más oscuro e intenso que el de ninguna otra miel del mundo.
—El coche espera abajo, agapi mu —estrechó los ojos interrogativamente—. ¿Sigues queriendo salir a cenar?
Habría sido interesante saber qué diría él si le dijese la verdad: que lo que quería era saber qué sentía por ella. Saber si realmente se estaba cansando de ella o si eran imaginaciones suyas. Pero su instinto básico le dijo que Joe despreciaría a una mujer que necesitara esa clase de reafirmación. A un hombre independiente le parecería un indicio de necesidad y nada podía ser menos atractivo que eso.
—Por supuesto que quiero —afirmó ella, moviendo la cabeza. La melena recién cepillada se movió en el aire, acariciando sus mejillas aún sonrosadas. Incluso consiguió ofrecerle una mirada levemente burlona—. Hace rato que tengo bastante apetito, aunque no tengo ni idea de a qué se debe.
Joe asintió, recogió su abrigo y lo abrió para ayudarla a ponérselo, contemplando el sinuoso movimiento de su cuerpo. Su respuesta había mantenido la cantidad justa de distanciamiento y su aparente compostura sirvió para avivar las llamas de su deseo de nuevo. Deseó volver a tenerla entre sus brazos y eso provocó que un músculo se tensara en su sien.
Poner fin a esa aventura iba a ser más difícil de lo que había supuesto.
BUENO CHICAS AHI LES DEJO EL CAPITULO 2, ESPERO K LO DISFRUTEN
COMENTEN SIP ;)
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kadita_lovatica
Re: AMOR GRIEGO (Joe y Tu) Adaptación
Ah que puedo decir, me encanta esta novela, siguela pronto por favor
misterygirl
Re: AMOR GRIEGO (Joe y Tu) Adaptación
siguelaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa....
prontooooooooooo...
me encanto el CAP....
sigueeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeela
prontooooooooooo...
me encanto el CAP....
sigueeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeela
@ntonella
Capitulo 3
A la mañana siguiente, ______ se despertó con el sonido de la ducha y de Joe canturreando en griego de forma poco melodiosa. Sonaba feliz y ella pensó, con desconsuelo, que no tenía razón para no serlo. Abrió los ojos y miró la lámpara de araña que brillaba sobre la enorme cama como un dosel de diamantes. La noche anterior, durante la cena, Joe había descrito el elegante edificio de apartamentos que estaba diseñando, con un jardín en la planta superior, que llevaría frondosos y aromáticos arbustos a la zona urbana en la que estaba situado. Quería que fuera el primero de muchos, diseñados para llevar el verdor a zonas grises. Quería un mundo que no dejara fuera a la naturaleza. Su voz grave había resonado de pasión y entusiasmo, arrastrando a ______ en su estela, dividida entre la admiración y la envidia. Había sido como escucharle describir un paraíso del que ella nunca sería parte.
Oyó que el agua dejaba de correr y él entró al dormitorio unos minutos después, completamente desnudo, secándose el pelo con una toalla.
Su cuerpo brillaba y la anchura de su torso iba disminuyendo hasta las caderas estrechas, seguidas por unas piernas largas y cubiertas de vello. Era un hombre totalmente cómodo con su desnudez, pero no era de extrañar con un físico como ése. Nadaba a diario, estuviera donde estuviera. Le había dicho que era lo único que había seguido con él de su Grecia nativa, el deseo de sentir el agua en la piel y la deliciosa sensación de libertad que eso le provocaba.
La miró mientras ella seguía tumbada entre las sábanas revueltas y su boca se suavizó con una sonrisa.
—Kherete —murmuró.
—Hola —contestó ella, asombrada por seguir sintiendo timidez cuando la miraba así, a pesar de que conocía su cuerpo mejor que ningún otro hombre—. Estoy tan perezosa que no puedo moverme.
—Verte ahí tumbada hace que desee quedarme.
Ella pensó que era fácil decirlo.
—Pero no puedes.
—No —se puso unos calzoncillos negros—, por desgracia no puedo. En cuando baje del avión, tengo que asistir a una larga lista de reuniones —alzó la vista y se encogió de hombros, pero sus ojos brillaron de entusiasmo—. Hay un nuevo contrato listo para la firma, nuevos planos que diseñar.
—Y sin duda un montón de invitaciones a fiestas deslumbrantes, de todas las mujeres de la alta sociedad de Nueva York —______ no había pretendido decirlo, pero las palabras salieron de su boca a borbotones.
—Eso también —admitió él tras una brevísima pausa y enarcar una ceja.
______ sabía que estaba entrando en territorio desconocido. Joe, más que cualquier otro hombre, compartimentaba su vida, y ella estaba limitada a la parte inglesa. Pero pensó que demostrar interés no podía interpretarse como una señal de celos posesivos. Suponía que acostarse con él le daba derecho a saber al menos algo, por poco que fuera, de su vida.
—¿Y asistes a ellas?
—¿A las fiestas? —se encogió de hombros y sacó una camisa de seda salvaje de color marfil del armario. Se la puso y empezó a abotonarla—. A veces, como casi todo el mundo, cuando no estoy demasiado ocupado. ¿Por qué no iba a hacerlo? —se puso unos pantalones oscuros—. ¿Y tú, ______? ¿Qué haces cuando tu amante griego no está en la ciudad?
Ella se preguntó si era significativo que lo preguntara en ese momento, cuando nunca había sentido el más mínimo interés con anterioridad. Tal vez sólo estaba devolviéndole la pregunta por cortesía. Su orgullo le hizo desear embellecer su vida social, aunque incluso así sonaría vulgar para alguien de su nivel. No podía ni imaginar cómo reaccionaría si le dijera que pasaba gran parte de su tiempo libre pensando en él. Incluso el supermercado era zona peligrosa, porque a veces se descubría buscando la marca de aceite de oliva que la empresa de su familia producía en Grecia. Aún no había conseguido encontrarla.
—Oh, un poco de todo —se apartó un mechón de pelo de los ojos—. Voy al cine, a veces al teatro…
—Con tus amigas, claro —interrumpió él, deteniendo lo dedos en el momento de subirse la cremallera del pantalón.
El tono desdeñoso de su voz la ofendió. Debía creerse un dios. A pesar de que él no le ofrecía ni prometía nada, parecía pensar que, cuando se iba de viaje, ella se escondía en un rincón oscuro, como un animal enjaulado que esperase jadeante el regreso de su amo.
—No siempre. Obviamente, tengo amistades de ambos sexos.
—¿Hombres? —la palabra sonó como un disparo y la taladró con su brillantes ojos negros.
Siguió un silencio. Él debía pensar que seguían viviendo en la Edad Media, o algo así.
—Por supuesto.
—¿Hombres con los que sales?
—¡No son hombres con los que salgo! —______ se sentó en la cama y su cabello cayó como una cascada sobre sus senos. Habría querido decir: «No salgo con ellos como contigo», pero habría sonado falso. En realidad no se podía decir que ellos dos salieran. Sólo se reunían para disfrutar del sexo cuando él estaba en la ciudad. Que de vez en cuando la llevase a cenar o a un espectáculo no podía tenerse en cuenta—. Hombres de cuya compañía disfruto. Ya sabes.
Él entrecerró los ojos, duros y astutos, que en ese momento emitían un brillo que podría haberse considerado cruel.
—No, no sé. Lo que dices no tiene sentido, agapi mu. En mi experiencia, los hombres y mujeres que salen juntos sólo tienen un propósito en mente. Ése que es el designio de la naturaleza.
Su voz sonó casi amenazadora. Y primitiva. ______ arrugó la frente, desconcertada por la tormenta de acusaciones que destellaba en sus ojos.
—¿Qué estás sugiriendo, Joe? —preguntó, titubeante—. ¿Qué practico el sexo con otros hombres cuando tú no estás aquí?
—¿Lo haces?
Al principio sintió desfallecimiento, luego dolor y finalmente ira. Pero era difícil mantener la dignidad estando completamente desnuda, así que ______ tiró de la sábana y se envolvió en ella. Al bajar de la cama para enfrentarse a él, se dio cuenta de que le temblaban las manos.
—¡Me cuesta creer que te atrevas siquiera a preguntarlo! Sugiriendo que soy una especie de una especie de… ¡prostituta! —acusó. Respiraba con agitación y él la escrutó con los ojos antes de ir hacia ella. ______ lo rechazó con un gesto de la mano—. ¿Con qué clase de mujeres sueles relacionarte para pensar algo así?
Él pensó que con ninguna que tuviera tanto fuego en los ojos como ella en ese momento; sintió una mezcla de deseo sexual y de algo mucho más oscuro que hacía tiempo que no sentía. Se obligó a alejarse del borde de ese abismo. Era un hombre que rara vez admitía cometer errores y le costaba mucho pedir disculpas.
—Ha sido una pregunta desafortunada, no tendría que haberla hecho —admitió.
—No, desde luego que no.
Estiró el brazo hacia ella y seguramente fue testigo de su debate interior: se decía que no debía perdonarlo demasiado pronto. Por fin, con un suspiro involuntario, ella permitió que se llevara su mano hacia los labios y le besara los dedos uno a uno; lo recompensó con una débil sonrisa.
—Perdóname —murmuró él contra esa piel que aún estaba impregnada de su olor tras una larga noche de sexo—. Perdóname, agapi mu.
Ella quería perdonarlo y también decirle que se fuera al infierno. Debatiéndose entre el deseo y la frustración, ______ cerró los ojos y deseó ser lo bastante fuerte como para alejarse de la dulce tortura que él le infligía. Cuando volvió a abrirlos, se encontró con su mirada, oscura, firme y cargada de promesas eróticas. Siempre que la miraba así se sentía perdida; no sabía si eso la convertía a ella en débil o a él en fuerte, o ambas cosas. «Oh, Joe», pensó.
—¿Me perdonas? —insistió él.
Con un esfuerzo, ella se encogió de hombros y agradeció que no pudiera leerle el pensamiento. Aunque no quisiera dejarlo marchar, no tenía ninguna intención de tirarse a sus pies como un felpudo, para que la pisoteara.
—Lo pensaré —lo miró con seriedad—. Pero, por favor, no vuelvas a acusarme de algo así. Está injustificado y es arcaico.
—Pero yo creo que la naturaleza humana no cambia nunca. Pienso que es imposible que entre un hombre y una mujer haya una amistad verdadera. ¿Cómo podría haberla cuando la hambrienta presencia del sexo está siempre en el aire? Sobre todo cuando la mujer tiene un aspecto como el tuyo, ______ —torció la boca con una extraña sonrisa y se obligó a decir la frase siguiente—. Pero acepto que no tienes intención de acostarte con otro hombre —se dijo que no tenía ninguna razón para hacerlo, dado que él era el mejor amante que podía desear una mujer.
Percibió que ella tenía aspecto de querer algo más, y eso le inquietó porque él no ofrecía estabilidad emocional. Nunca. Joe mantenía en sus relaciones la misma actitud fría y analítica que en su trabajo. Las aventuras seguían su curso, igual que un catarro, y a esas alturas había cubierto casi todas la fases con ______.
La había perseguido y seducido. Disfrutado haciéndole el amor, una y otra vez. Pero si duraba mucho más, la relación adquiriría un patrón aburrido y predecible, y Joe no toleraba ninguna de esas cosas. Era mejor ponerle fin estando aún en la cima. Así acabaría con recuerdos exquisitos, en vez de con la imagen del lento deterioro hacia la apatía.
Sin embargo, aunque percibía que su tiempo con ella llegaba al final, algo en su interior se resistía. Quería un poco más. De alguna manera, en contra de su costumbre, aún no había conseguido saciarse de ella y necesitaba más tiempo para liberar su mente y su cuerpo de la dulce tentación que suponía. Sintió una oleada de intenso deseo.
—En principio, tendría que regresar el día diez —murmuró—. Planifica algo para esa fecha, ¿quieres? Algo que te apetezca de verdad, un sitio que siempre hayas querido visitar. Cárgalo a mi cuenta.
______ dio un respingo y un teléfono empezó a sonar. Él ni siquiera parecía ser consciente de la naturaleza hiriente de sus palabras. La besó en la nariz, con la mente ya absorta en el día que tenía por delante.
—Te llamaré —prometió antes de pulsar una tecla para aceptar la llamada. «Pronto», formularon sus labios en silencio. Empezó a hablar en griego y ella fue hacia uno de los cuartos de baño.
______ estuvo distraída todo el camino de vuelta a casa. Y dolida, con esa clase de dolor que bullía por debajo sin llegar a desvanecerse. Normalmente, cuando Joe se marchaba, ella se permitía bombones, un baño de burbujas o un nuevo libro, pequeños y sencillos placeres que la aliviaban y disminuían el impacto de su partida.
Pero ese día no se sentía con ánimos. Tampoco le apetecía retirarse temprano, que habría sido lo más sensato tras dormir tan poco y sabiendo que tenía un vuelo al día siguiente, poco después del amanecer.
«Planifica algo», había dicho él. «Cárgalo a mi cuenta». Se preguntó si era consciente de lo desdeñosa que había sido esa frase, como si todo en la vida tuviera pegada una etiqueta con su precio. Supuso que tal vez para Joe fuera así. Tal vez pensaba que no era capaz de ofrecerle una velada agradable con sus limitados ingresos. Aunque su sueldo de azafata era como una gota de agua en el mar comparado con la riqueza de Joe, ella sabía vivir. No hacían falta vinos de reserva y alimentos caros para satisfacer el apetito.
______ entró en casa, cerró la puerta y miró a su alrededor. Joe apenas había estado allí, excepto para disfrutar de unos cuantos momentos de pasión, siempre de camino hacia otro sitio. Nunca había comido allí ni pasado la noche con ella en su relativamente estrecha cama. Que, en realidad, no era estrecha, sino una cama de matrimonio normal. El problema era que todo parecía pequeño comparado con aquello a lo que estaba acostumbrado Joe.
Puso agua a hervir para hacerse un café y miró por la ventana. Las primeras yemas verdes empezaban a suavizar las aristas de las ramas. La primavera solía traer consigo claridad, luz tras el largo y oscuro invierno, y tal vez hubiera llegado el momento de enfrentarse a los hechos.
Estaba enamorándose cada vez más de Joe, pero toda su relación se ajustaba a los términos impuestos por él. Le preocupaba que fuera a acabarse, pero aun así entendía que algo dirigido por una sola parte tenía pocas posibilidades de sobrevivir.
Sin duda Joe debía de cansarse de que todo el mundo accediera a sus más mínimos caprichos. Llegaría a hastiarse si siempre era satisfecho. El contraste era necesario para disfrutar al máximo de la vida.
«Planifica algo», había dicho.
La boca de ______ se curvó con una súbita y espontánea sonrisa. ¡Lo haría! Pero no lo cargaría a su cuenta, desde luego. Le ofrecería un aspecto distinto de la vida, estilo ______. Un poco de comida casera y normalidad.
Decidió prepararle una tartaleta de pollo, uno de sus platos favoritos desde la infancia y que dudaba que él pudiera degustar en los caros restaurantes que solía frecuentar. Fue a la tienda de vinos y compró una botella de tinto de precio medio, que según el encargado era una auténtica ganga. Después, dedicó unos días a hacer una limpieza general de su piso.
Fue muy satisfactorio sacar todos los muebles y limpiar, brotar y sacar brillo a todos los polvorientos rincones. Resultó liberador y se sintió como si estuviera limpiando también los rincones oscuros de su propia mente.
Joe no había telefoneado, pero decidió no irritarse por eso. No iba a actuar como una mujer necesitada y dependiente estando él tan ocupado. Había dicho el día diez e hizo sus planes para esa fecha.
Lavó toda la ropa de cama y la tendió al aire libre para que oliera a frescor primaveral. Pero mientras la planchaba y olisqueaba con el entusiasmo de una participante en un anuncio de detergente en polvo, sintió que cierta aprensión invadía su mente. Que hubiera decidido invitar a Joe a su territorio no implicaba que tuviera que transformarse en la perfecta ama de casa.
Además, Joe seguía sin llamar y cuando se dio cuenta de cuánto tiempo había pasado empezó a inquietarse, a pesar de que intentaba no hacerlo.
Empezó a estar pendiente del teléfono a todas horas, mientras contemplaba con desmayo los jarrones de flores frescas compradas en el mercado. Tal vez se habrían marchitado para cuando él apareciera, y el polvo podría volver a cubrir la superficie de sus muebles.
Fue ese pensamiento lo que la hizo detenerse y comprender que, aunque planeaba darle a Joe una visión de su vida, seguía comportándose como un perro hambriento que se conformaba con las migajas de la mesa de su amo.
No tenía por qué esperar a que él la llamara. Tenía su número de teléfono. Si compartía su cama, también debería tener derecho a telefonearle para confirmar sus planes.
Sin embargo, a pesar de sus razonamientos, le temblaban las manos cuando marcó su número y el corazón le latía aceleradamente. Se dijo que era una reacción estúpida. Al fin y al cabo era un hombre con quien había…
Al otro lado de la línea se oyó un clic y luego una voz automatizada anunció que su llamada estaba siendo transferida. Tras unos cuantos timbrazos más, recibió la instrucción de dejar un mensaje. No tenía nada preparado.
—Eh, hola, Joe, soy yo, ______. Sólo quería… —farfulló, quedándose atascada ahí.
No sabía qué quería exactamente. Decirle que necesitaba saber a qué hora tenía que meter la tartaleta de pollo en el horno habría sonado muy poco atractivo.
—Sólo llamaba para saludarte —siguió con voz más firme—. ¿Podrías llamarme cuando tengas un momento? —se dijo que sonaba como la ayudante de un dentista pidiéndole que confirmara que iba a acudir a la cita.
Entonces vio que tenía otro número anotado bajo su nombre. Lo marcó y contestó una voz femenina.
El corazón de ______ empezó a tronar en su pecho. «¿Quién diablos eres?», deseó decir.
—¿Puede ponerse Joe, por favor?
—Me temo que ahora no —contestó la fría voz de mujer—. ¿Quién le llama?
«Soy su novia», deseó gritarle.
—¿Podría decirle que ha llamado ______?
—Desde luego.
Una hora más tarde, sonó su teléfono.
—¿Me has llamado? —preguntó un Joe de voz distraída.
Quiso preguntarle quién era la mujer que había contestado y por qué nunca la llamaba tras decir que iba a hacerlo.
—¿Te he molestado? —preguntó en cambio, con un tono sumiso que la asqueó.
—Estaba en una reunión —contestó él tras una pausa. Una de esas reuniones con un constructor que parecía creer que ahorrar costes era imprescindible en cualquier proceso. Había sido demasiado larga y aún no había quedado resuelta satisfactoriamente—. ¿Qué puedo hacer por ti, ______?
Ella se preguntó si estaba imaginándose la indiferencia que percibía en su voz. Tal vez por eso siempre había esperado a que la llamara él. Un instinto primitivo la había llevado a protegerse de esa frialdad y lejanía que tan mal cuadraba con la ardorosa pasión que demostraba en la cama. Era un hombre a quien le gustaba mantener el control siendo él quien telefoneara; y ella estaba intentando recuperar parte de ese control.
Pero lo estaba haciendo porque quería un cambio de rumbo en esa relación que parecía atascada. Quería volver a ser la mujer chispeante y animosa que había sido.
—Sólo quería saber si sigues teniendo intención de volver el viernes.
Joe estrechó los ojos y miró la agenda que había abierta sobre su escritorio.
—Así es. Pero si no consigo cerrar el trato, es posible que tome un vuelo más tardío —su voz se suavizó un poco cuando se permitió recordar lo bien que lo recibía siempre a su llegada—. ¿Te parece que te llame cuando aterrice, para que vengas directamente a decirme hola, agapi? Mejor aún, avisaré al hotel para que puedas estar allí esperándome.
«¿Avisar al hotel?», se repitió ella. El timbre ronco de su voz al decirlo no había dejado ninguna duda sobre cómo le gustaría que lo recibiera. Seguramente con un ajustado sujetador de satén y un tanga a juego. Pensó en la tartaleta de pollo cuyos ingredientes ya había comprado. El piso estaba tan limpio que parecía que quisiera ponerlo en venta. Y también estaban el jarrón de lirios que había colocado junto a la cama.
—Preferiría que tú vinieras a mi casa, Joe.
—¿Ir yo a tu casa?
—Sí. Voy a preparar la cena aquí. Por cambiar un poco.
Joe frunció el ceño y contuvo un suspiro. No quería que ella cocinara para él. La quería como siempre la había tenido: esperando y disponible. Tamborileó con los dedos sobre la reluciente superficie de roble del escritorio.
—¿Por qué desperdiciar un tiempo valioso cocinando cuando hay formas mucho más agradables de utilizarlo? —preguntó con tono razonable.
Pero ______ no iba a cejar; notó cómo afloraba su determinación. No iba a seguir siendo un complaciente objeto sexual, disponible a cualquier hora y en cualquier lugar. Las cosas entre ellos iban a equilibrarse, porque era la única forma de que las relaciones avanzaran.
—Porque yo quiero hacerlo —afirmó, testaruda.
—¿Quién soy yo para objetar? —inquirió Joe con deje indiferente, por más que le hubiera desagradado su afirmación—. En ese caso, iré allí directamente desde el aeropuerto y te llamaré cuando esté de camino. ¿Qué te parece eso? ¿Estás ya satisfecha?
Pero ______ no quedó siquiera remotamente satisfecha cuando él puso fin a la conversación con un tono de voz que nunca le había oído utilizar antes. De hecho, una terrible aprensión le atenazó el estómago y tuvo la sensación de haber bajado el telón sobre el escenario antes de que acabara el último acto.
Oyó que el agua dejaba de correr y él entró al dormitorio unos minutos después, completamente desnudo, secándose el pelo con una toalla.
Su cuerpo brillaba y la anchura de su torso iba disminuyendo hasta las caderas estrechas, seguidas por unas piernas largas y cubiertas de vello. Era un hombre totalmente cómodo con su desnudez, pero no era de extrañar con un físico como ése. Nadaba a diario, estuviera donde estuviera. Le había dicho que era lo único que había seguido con él de su Grecia nativa, el deseo de sentir el agua en la piel y la deliciosa sensación de libertad que eso le provocaba.
La miró mientras ella seguía tumbada entre las sábanas revueltas y su boca se suavizó con una sonrisa.
—Kherete —murmuró.
—Hola —contestó ella, asombrada por seguir sintiendo timidez cuando la miraba así, a pesar de que conocía su cuerpo mejor que ningún otro hombre—. Estoy tan perezosa que no puedo moverme.
—Verte ahí tumbada hace que desee quedarme.
Ella pensó que era fácil decirlo.
—Pero no puedes.
—No —se puso unos calzoncillos negros—, por desgracia no puedo. En cuando baje del avión, tengo que asistir a una larga lista de reuniones —alzó la vista y se encogió de hombros, pero sus ojos brillaron de entusiasmo—. Hay un nuevo contrato listo para la firma, nuevos planos que diseñar.
—Y sin duda un montón de invitaciones a fiestas deslumbrantes, de todas las mujeres de la alta sociedad de Nueva York —______ no había pretendido decirlo, pero las palabras salieron de su boca a borbotones.
—Eso también —admitió él tras una brevísima pausa y enarcar una ceja.
______ sabía que estaba entrando en territorio desconocido. Joe, más que cualquier otro hombre, compartimentaba su vida, y ella estaba limitada a la parte inglesa. Pero pensó que demostrar interés no podía interpretarse como una señal de celos posesivos. Suponía que acostarse con él le daba derecho a saber al menos algo, por poco que fuera, de su vida.
—¿Y asistes a ellas?
—¿A las fiestas? —se encogió de hombros y sacó una camisa de seda salvaje de color marfil del armario. Se la puso y empezó a abotonarla—. A veces, como casi todo el mundo, cuando no estoy demasiado ocupado. ¿Por qué no iba a hacerlo? —se puso unos pantalones oscuros—. ¿Y tú, ______? ¿Qué haces cuando tu amante griego no está en la ciudad?
Ella se preguntó si era significativo que lo preguntara en ese momento, cuando nunca había sentido el más mínimo interés con anterioridad. Tal vez sólo estaba devolviéndole la pregunta por cortesía. Su orgullo le hizo desear embellecer su vida social, aunque incluso así sonaría vulgar para alguien de su nivel. No podía ni imaginar cómo reaccionaría si le dijera que pasaba gran parte de su tiempo libre pensando en él. Incluso el supermercado era zona peligrosa, porque a veces se descubría buscando la marca de aceite de oliva que la empresa de su familia producía en Grecia. Aún no había conseguido encontrarla.
—Oh, un poco de todo —se apartó un mechón de pelo de los ojos—. Voy al cine, a veces al teatro…
—Con tus amigas, claro —interrumpió él, deteniendo lo dedos en el momento de subirse la cremallera del pantalón.
El tono desdeñoso de su voz la ofendió. Debía creerse un dios. A pesar de que él no le ofrecía ni prometía nada, parecía pensar que, cuando se iba de viaje, ella se escondía en un rincón oscuro, como un animal enjaulado que esperase jadeante el regreso de su amo.
—No siempre. Obviamente, tengo amistades de ambos sexos.
—¿Hombres? —la palabra sonó como un disparo y la taladró con su brillantes ojos negros.
Siguió un silencio. Él debía pensar que seguían viviendo en la Edad Media, o algo así.
—Por supuesto.
—¿Hombres con los que sales?
—¡No son hombres con los que salgo! —______ se sentó en la cama y su cabello cayó como una cascada sobre sus senos. Habría querido decir: «No salgo con ellos como contigo», pero habría sonado falso. En realidad no se podía decir que ellos dos salieran. Sólo se reunían para disfrutar del sexo cuando él estaba en la ciudad. Que de vez en cuando la llevase a cenar o a un espectáculo no podía tenerse en cuenta—. Hombres de cuya compañía disfruto. Ya sabes.
Él entrecerró los ojos, duros y astutos, que en ese momento emitían un brillo que podría haberse considerado cruel.
—No, no sé. Lo que dices no tiene sentido, agapi mu. En mi experiencia, los hombres y mujeres que salen juntos sólo tienen un propósito en mente. Ése que es el designio de la naturaleza.
Su voz sonó casi amenazadora. Y primitiva. ______ arrugó la frente, desconcertada por la tormenta de acusaciones que destellaba en sus ojos.
—¿Qué estás sugiriendo, Joe? —preguntó, titubeante—. ¿Qué practico el sexo con otros hombres cuando tú no estás aquí?
—¿Lo haces?
Al principio sintió desfallecimiento, luego dolor y finalmente ira. Pero era difícil mantener la dignidad estando completamente desnuda, así que ______ tiró de la sábana y se envolvió en ella. Al bajar de la cama para enfrentarse a él, se dio cuenta de que le temblaban las manos.
—¡Me cuesta creer que te atrevas siquiera a preguntarlo! Sugiriendo que soy una especie de una especie de… ¡prostituta! —acusó. Respiraba con agitación y él la escrutó con los ojos antes de ir hacia ella. ______ lo rechazó con un gesto de la mano—. ¿Con qué clase de mujeres sueles relacionarte para pensar algo así?
Él pensó que con ninguna que tuviera tanto fuego en los ojos como ella en ese momento; sintió una mezcla de deseo sexual y de algo mucho más oscuro que hacía tiempo que no sentía. Se obligó a alejarse del borde de ese abismo. Era un hombre que rara vez admitía cometer errores y le costaba mucho pedir disculpas.
—Ha sido una pregunta desafortunada, no tendría que haberla hecho —admitió.
—No, desde luego que no.
Estiró el brazo hacia ella y seguramente fue testigo de su debate interior: se decía que no debía perdonarlo demasiado pronto. Por fin, con un suspiro involuntario, ella permitió que se llevara su mano hacia los labios y le besara los dedos uno a uno; lo recompensó con una débil sonrisa.
—Perdóname —murmuró él contra esa piel que aún estaba impregnada de su olor tras una larga noche de sexo—. Perdóname, agapi mu.
Ella quería perdonarlo y también decirle que se fuera al infierno. Debatiéndose entre el deseo y la frustración, ______ cerró los ojos y deseó ser lo bastante fuerte como para alejarse de la dulce tortura que él le infligía. Cuando volvió a abrirlos, se encontró con su mirada, oscura, firme y cargada de promesas eróticas. Siempre que la miraba así se sentía perdida; no sabía si eso la convertía a ella en débil o a él en fuerte, o ambas cosas. «Oh, Joe», pensó.
—¿Me perdonas? —insistió él.
Con un esfuerzo, ella se encogió de hombros y agradeció que no pudiera leerle el pensamiento. Aunque no quisiera dejarlo marchar, no tenía ninguna intención de tirarse a sus pies como un felpudo, para que la pisoteara.
—Lo pensaré —lo miró con seriedad—. Pero, por favor, no vuelvas a acusarme de algo así. Está injustificado y es arcaico.
—Pero yo creo que la naturaleza humana no cambia nunca. Pienso que es imposible que entre un hombre y una mujer haya una amistad verdadera. ¿Cómo podría haberla cuando la hambrienta presencia del sexo está siempre en el aire? Sobre todo cuando la mujer tiene un aspecto como el tuyo, ______ —torció la boca con una extraña sonrisa y se obligó a decir la frase siguiente—. Pero acepto que no tienes intención de acostarte con otro hombre —se dijo que no tenía ninguna razón para hacerlo, dado que él era el mejor amante que podía desear una mujer.
Percibió que ella tenía aspecto de querer algo más, y eso le inquietó porque él no ofrecía estabilidad emocional. Nunca. Joe mantenía en sus relaciones la misma actitud fría y analítica que en su trabajo. Las aventuras seguían su curso, igual que un catarro, y a esas alturas había cubierto casi todas la fases con ______.
La había perseguido y seducido. Disfrutado haciéndole el amor, una y otra vez. Pero si duraba mucho más, la relación adquiriría un patrón aburrido y predecible, y Joe no toleraba ninguna de esas cosas. Era mejor ponerle fin estando aún en la cima. Así acabaría con recuerdos exquisitos, en vez de con la imagen del lento deterioro hacia la apatía.
Sin embargo, aunque percibía que su tiempo con ella llegaba al final, algo en su interior se resistía. Quería un poco más. De alguna manera, en contra de su costumbre, aún no había conseguido saciarse de ella y necesitaba más tiempo para liberar su mente y su cuerpo de la dulce tentación que suponía. Sintió una oleada de intenso deseo.
—En principio, tendría que regresar el día diez —murmuró—. Planifica algo para esa fecha, ¿quieres? Algo que te apetezca de verdad, un sitio que siempre hayas querido visitar. Cárgalo a mi cuenta.
______ dio un respingo y un teléfono empezó a sonar. Él ni siquiera parecía ser consciente de la naturaleza hiriente de sus palabras. La besó en la nariz, con la mente ya absorta en el día que tenía por delante.
—Te llamaré —prometió antes de pulsar una tecla para aceptar la llamada. «Pronto», formularon sus labios en silencio. Empezó a hablar en griego y ella fue hacia uno de los cuartos de baño.
______ estuvo distraída todo el camino de vuelta a casa. Y dolida, con esa clase de dolor que bullía por debajo sin llegar a desvanecerse. Normalmente, cuando Joe se marchaba, ella se permitía bombones, un baño de burbujas o un nuevo libro, pequeños y sencillos placeres que la aliviaban y disminuían el impacto de su partida.
Pero ese día no se sentía con ánimos. Tampoco le apetecía retirarse temprano, que habría sido lo más sensato tras dormir tan poco y sabiendo que tenía un vuelo al día siguiente, poco después del amanecer.
«Planifica algo», había dicho él. «Cárgalo a mi cuenta». Se preguntó si era consciente de lo desdeñosa que había sido esa frase, como si todo en la vida tuviera pegada una etiqueta con su precio. Supuso que tal vez para Joe fuera así. Tal vez pensaba que no era capaz de ofrecerle una velada agradable con sus limitados ingresos. Aunque su sueldo de azafata era como una gota de agua en el mar comparado con la riqueza de Joe, ella sabía vivir. No hacían falta vinos de reserva y alimentos caros para satisfacer el apetito.
______ entró en casa, cerró la puerta y miró a su alrededor. Joe apenas había estado allí, excepto para disfrutar de unos cuantos momentos de pasión, siempre de camino hacia otro sitio. Nunca había comido allí ni pasado la noche con ella en su relativamente estrecha cama. Que, en realidad, no era estrecha, sino una cama de matrimonio normal. El problema era que todo parecía pequeño comparado con aquello a lo que estaba acostumbrado Joe.
Puso agua a hervir para hacerse un café y miró por la ventana. Las primeras yemas verdes empezaban a suavizar las aristas de las ramas. La primavera solía traer consigo claridad, luz tras el largo y oscuro invierno, y tal vez hubiera llegado el momento de enfrentarse a los hechos.
Estaba enamorándose cada vez más de Joe, pero toda su relación se ajustaba a los términos impuestos por él. Le preocupaba que fuera a acabarse, pero aun así entendía que algo dirigido por una sola parte tenía pocas posibilidades de sobrevivir.
Sin duda Joe debía de cansarse de que todo el mundo accediera a sus más mínimos caprichos. Llegaría a hastiarse si siempre era satisfecho. El contraste era necesario para disfrutar al máximo de la vida.
«Planifica algo», había dicho.
La boca de ______ se curvó con una súbita y espontánea sonrisa. ¡Lo haría! Pero no lo cargaría a su cuenta, desde luego. Le ofrecería un aspecto distinto de la vida, estilo ______. Un poco de comida casera y normalidad.
Decidió prepararle una tartaleta de pollo, uno de sus platos favoritos desde la infancia y que dudaba que él pudiera degustar en los caros restaurantes que solía frecuentar. Fue a la tienda de vinos y compró una botella de tinto de precio medio, que según el encargado era una auténtica ganga. Después, dedicó unos días a hacer una limpieza general de su piso.
Fue muy satisfactorio sacar todos los muebles y limpiar, brotar y sacar brillo a todos los polvorientos rincones. Resultó liberador y se sintió como si estuviera limpiando también los rincones oscuros de su propia mente.
Joe no había telefoneado, pero decidió no irritarse por eso. No iba a actuar como una mujer necesitada y dependiente estando él tan ocupado. Había dicho el día diez e hizo sus planes para esa fecha.
Lavó toda la ropa de cama y la tendió al aire libre para que oliera a frescor primaveral. Pero mientras la planchaba y olisqueaba con el entusiasmo de una participante en un anuncio de detergente en polvo, sintió que cierta aprensión invadía su mente. Que hubiera decidido invitar a Joe a su territorio no implicaba que tuviera que transformarse en la perfecta ama de casa.
Además, Joe seguía sin llamar y cuando se dio cuenta de cuánto tiempo había pasado empezó a inquietarse, a pesar de que intentaba no hacerlo.
Empezó a estar pendiente del teléfono a todas horas, mientras contemplaba con desmayo los jarrones de flores frescas compradas en el mercado. Tal vez se habrían marchitado para cuando él apareciera, y el polvo podría volver a cubrir la superficie de sus muebles.
Fue ese pensamiento lo que la hizo detenerse y comprender que, aunque planeaba darle a Joe una visión de su vida, seguía comportándose como un perro hambriento que se conformaba con las migajas de la mesa de su amo.
No tenía por qué esperar a que él la llamara. Tenía su número de teléfono. Si compartía su cama, también debería tener derecho a telefonearle para confirmar sus planes.
Sin embargo, a pesar de sus razonamientos, le temblaban las manos cuando marcó su número y el corazón le latía aceleradamente. Se dijo que era una reacción estúpida. Al fin y al cabo era un hombre con quien había…
Al otro lado de la línea se oyó un clic y luego una voz automatizada anunció que su llamada estaba siendo transferida. Tras unos cuantos timbrazos más, recibió la instrucción de dejar un mensaje. No tenía nada preparado.
—Eh, hola, Joe, soy yo, ______. Sólo quería… —farfulló, quedándose atascada ahí.
No sabía qué quería exactamente. Decirle que necesitaba saber a qué hora tenía que meter la tartaleta de pollo en el horno habría sonado muy poco atractivo.
—Sólo llamaba para saludarte —siguió con voz más firme—. ¿Podrías llamarme cuando tengas un momento? —se dijo que sonaba como la ayudante de un dentista pidiéndole que confirmara que iba a acudir a la cita.
Entonces vio que tenía otro número anotado bajo su nombre. Lo marcó y contestó una voz femenina.
El corazón de ______ empezó a tronar en su pecho. «¿Quién diablos eres?», deseó decir.
—¿Puede ponerse Joe, por favor?
—Me temo que ahora no —contestó la fría voz de mujer—. ¿Quién le llama?
«Soy su novia», deseó gritarle.
—¿Podría decirle que ha llamado ______?
—Desde luego.
Una hora más tarde, sonó su teléfono.
—¿Me has llamado? —preguntó un Joe de voz distraída.
Quiso preguntarle quién era la mujer que había contestado y por qué nunca la llamaba tras decir que iba a hacerlo.
—¿Te he molestado? —preguntó en cambio, con un tono sumiso que la asqueó.
—Estaba en una reunión —contestó él tras una pausa. Una de esas reuniones con un constructor que parecía creer que ahorrar costes era imprescindible en cualquier proceso. Había sido demasiado larga y aún no había quedado resuelta satisfactoriamente—. ¿Qué puedo hacer por ti, ______?
Ella se preguntó si estaba imaginándose la indiferencia que percibía en su voz. Tal vez por eso siempre había esperado a que la llamara él. Un instinto primitivo la había llevado a protegerse de esa frialdad y lejanía que tan mal cuadraba con la ardorosa pasión que demostraba en la cama. Era un hombre a quien le gustaba mantener el control siendo él quien telefoneara; y ella estaba intentando recuperar parte de ese control.
Pero lo estaba haciendo porque quería un cambio de rumbo en esa relación que parecía atascada. Quería volver a ser la mujer chispeante y animosa que había sido.
—Sólo quería saber si sigues teniendo intención de volver el viernes.
Joe estrechó los ojos y miró la agenda que había abierta sobre su escritorio.
—Así es. Pero si no consigo cerrar el trato, es posible que tome un vuelo más tardío —su voz se suavizó un poco cuando se permitió recordar lo bien que lo recibía siempre a su llegada—. ¿Te parece que te llame cuando aterrice, para que vengas directamente a decirme hola, agapi? Mejor aún, avisaré al hotel para que puedas estar allí esperándome.
«¿Avisar al hotel?», se repitió ella. El timbre ronco de su voz al decirlo no había dejado ninguna duda sobre cómo le gustaría que lo recibiera. Seguramente con un ajustado sujetador de satén y un tanga a juego. Pensó en la tartaleta de pollo cuyos ingredientes ya había comprado. El piso estaba tan limpio que parecía que quisiera ponerlo en venta. Y también estaban el jarrón de lirios que había colocado junto a la cama.
—Preferiría que tú vinieras a mi casa, Joe.
—¿Ir yo a tu casa?
—Sí. Voy a preparar la cena aquí. Por cambiar un poco.
Joe frunció el ceño y contuvo un suspiro. No quería que ella cocinara para él. La quería como siempre la había tenido: esperando y disponible. Tamborileó con los dedos sobre la reluciente superficie de roble del escritorio.
—¿Por qué desperdiciar un tiempo valioso cocinando cuando hay formas mucho más agradables de utilizarlo? —preguntó con tono razonable.
Pero ______ no iba a cejar; notó cómo afloraba su determinación. No iba a seguir siendo un complaciente objeto sexual, disponible a cualquier hora y en cualquier lugar. Las cosas entre ellos iban a equilibrarse, porque era la única forma de que las relaciones avanzaran.
—Porque yo quiero hacerlo —afirmó, testaruda.
—¿Quién soy yo para objetar? —inquirió Joe con deje indiferente, por más que le hubiera desagradado su afirmación—. En ese caso, iré allí directamente desde el aeropuerto y te llamaré cuando esté de camino. ¿Qué te parece eso? ¿Estás ya satisfecha?
Pero ______ no quedó siquiera remotamente satisfecha cuando él puso fin a la conversación con un tono de voz que nunca le había oído utilizar antes. De hecho, una terrible aprensión le atenazó el estómago y tuvo la sensación de haber bajado el telón sobre el escenario antes de que acabara el último acto.
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Capitulo 4
Joe había estado en casa de ______ antes, pero nunca había prestado atención. Cuando un hombre ardía de deseo, todo lo demás se difuminaba ante su vista. Le había hecho esperar tanto que el sexo había sido pura dinamita. Y no había llegado a cansarse de ella.
Apoyó el pulgar en el timbre. Seguía deseándola pero, inevitablemente, el deseo se corrompía. La vida y las circunstancias lo embarraban. Peor aún, las mujeres siempre intentaban cambiar lo que era bueno e ir más lejos. Siempre parecían querer más de lo que él estaba dispuesto a dar y al final eran ellas las que salían perdiendo. Los labios de Joe se tensaron con amargura. Las mujeres escondían su duplicidad y sus estratagemas tras bellas sonrisas y los hombres lo permitían. Él nunca olvidaría la expresión atónita de su padre cuando su madre anunció que iba a abandonarlos. ¿Cómo podía un hombre ser tan estúpido como para no intuir que iba a ocurrir algo así? ¿Cómo podían no haberlo intuido Kyros y él?
La puerta se abrió de golpe. ______, con el pelo recogido encima de la cabeza y un delantal a la cintura, sobre un vestido de algodón, tenía un aspecto más funcional que nunca. Sonreía alegremente, pero le pareció ver inquietud en sus ojos. Tal vez había comprendido que presionarlo no era una buena técnica y se había arrepentido, aunque demasiado tarde.
Joe había vivido esa escena a menudo en el pasado y era un maestro a la hora de manejarla. Tenía sus recursos, igual que ella había preparado los suyos. Se oía música de fondo y olía a comida cocinándose.
—Hola, ______ —saludó con voz suave.
—Hola, Joe —se quedó parada, como si no supiera qué hacer o qué decir. Aún estando en su casa, parecía un pez fuera del agua—. Entra.
Él, con un amago de sonrisa, entró y cerró la puerta a su espalda. Odiaba las convenciones y la sensación de tener que someterse a una situación impuesta. Hizo un esfuerzo por ignorar la fila de zapatos que había bajo el teléfono y miró los ojos azul violáceo de ______.
—¿No me das un beso? —dijo.
Ella rodeó su cuello con los brazos. Estaba nerviosa, pero cuando sus labios se unieron dejó sus miedos atrás. Habría sido imposible no hacerlo. La caricia de su beso y sentir el duro contorno de su cuerpo tan cerca provocaron en ella un anhelo inmediato. Se rindió al contacto de su boca y él, gruñendo, profundizó el beso.
Deslizó las manos por su cuerpo y, una vez más, quedó sorprendido por la intensidad de su deseo; se sentía como leña seca que prendería con la chispa de un beso de ella. Deseó hacerla suya allí mismo, de inmediato. Si en ese momento hubiera podido firmar un pacto que le permitiera pasar el resto de su vida dentro de ella, no habría dudado ni un segundo antes de firmarlo.
—Ay, ______ —gruñó—. ¿Qué estás haciendo conmigo?
—Joe —jadeó ella, sintiendo como ponía las manos en sus nalgas y la atraía hacia la prueba física de su deseo.
—¿Ne, agapi mu? ¿Qué quieres? ¿Esto? Ah, sí, eso te gusta, ¿verdad? ¿Y esto? Mmm. ¿Esto también?
Movía los dedos por su vientre al tiempo que recorría su cuello con la boca, provocándole escalofríos. Ella sabía exactamente lo que quería él, y era lo mismo que quería ella.
Pero ______ había decidido que esa velada sería distinta. Quería sentirse como algo más que un objeto en sus manos. Se apartó de él, con las mejillas ardientes y el corazón acelerado.
—Habrá tiempo para eso después, no quiero que la cena se eche a perder.
A Joe le pareció que sonaba como la típica ama de casa, pero no lo demostró. Le sorprendió que ella no se diera cuenta. Por lo visto no intuía cuántas mujeres habían acabado estropeándolo todo con su mal encaminada ambición.
—No, claro que no —afirmó con voz grave— Sería un crimen arruinar la cena.
—Ven, entra —______ sonrió con inquietud.
Joe entró a la sala de estar, con una zona de comedor en un extremo y una puerta que conducía a la diminuta cocina. La habitación era más pequeña que su vestidor del piso de Nueva York. Recordó que una vez le había hecho el amor en el sofá mientras su chófer lo esperaba afuera. Pero era obvio que esa noche la escena era distinta y que ella se había esforzado mucho.
Había velas encendidas por todos sitios y un jarrón con flores en el centro de la mesa, ya puesta para la cena. La vajilla y los cubiertos parecían luchar por el limitado espacio y el olor a cera para muebles competía con el que llegaba de la cocina. Joe forzó una sonrisa.
—La comida huele de maravilla —mintió.
—¿En serio? Espero que tengas hambre.
Él intuyó que era el momento de decirle que ya había comido algo en el avión, o callar.
—¿Por qué no bebemos algo antes?
—Sí, claro. Perdona, ya debería haberte ofrecido algo. ¿Te parece bien beber vino?
—Sí, muy bien —aceptó él. Le quitó la botella de las manos y empezó a abrirla—. Déjame a mí.
Las copas tintinearon cuando ella las dejó sobre la mesa. Deseó que él no notara que se debía a que le temblaban las manos, sin duda otra reacción estúpida. Joe era su amante y ella lo invitaba a cenar por primera vez, pero no tenía por qué sentirse nerviosa.
—¿Por qué brindamos? —preguntó él, tras servir dos copas de vino.
—Brindemos por la felicidad —sugirió. Habría deseado decir «por nosotros», pero sólo una tonta habría dicho algo tan inapropiado.
Él controló una mueca de desagrado y tomó un sorbo de vino. Después dejó la copa en la mesa y sacó un paquetito del bolsillo. Se lo ofreció.
—¿Qué es eso? —______ abrió los ojos de par en par y le miró a los ojos. Parecía…
—¿Por qué no lo abres y lo ves tú misma?
«Un regalo. Que parece una joya», pensó ______. Dejó la copa en la mesa y abrió la caja. Eran unos pendientes. Óvalos de ámbar, sencillos y del color de la miel, montados en plata. Los miró un momento y parpadeó, sorprendida por el inesperado detalle.
—Póntelos —dijo él.
—Oh, Joe, son preciosos —balbució ella. Destellaban y reflejaban el color de su cabello—. Pero, ¿por qué me has comprado unos pendientes?
—¿Es que un hombre no puede hacerle un regalo a una mujer? —replicó Joe mientras pensaba: «Quiero que tengas un recuerdo de mí».
—Bueno, sí, pero… —sonó una campanita en la cocina—. ¡Vaya! Tengo que ir a apagar el horno.
—Déjalo.
—No puedo dejarlo. La tartaleta se quemará.
—Que se queme —puso las manos en su cintura y la atrajo hacia él. Vio como sus ojos azul violeta se oscurecían de deseo mientras la besaba.
Pero ______, por primera vez, no se relajó. Olía a quemado y se había esforzado mucho…
—La cena… —musitó.
Él maldijo en griego, entre dientes, cuando ella se apartó.
—Joe, tengo que ir a la cocina.
—¿Es imprescindible?
Acarició su mejilla y ella titubeó un momento. Sabía que él la deseaba, y ella también a él, pero las cosas tenían que cambiar. Llevaba varios días planificando la velada perfecta; que él le hubiera comprado un regalo precioso no era razón para que cambiara sus planes.
—Me has llevado a cenar tantas veces que ahora quiero invitarte yo, para variar —le dijo, acariciando sus labios con un dedo—. No tardaré.
Joe, molesto, esperó. Oía movimientos de cazos y cacerolas y también de un extractor que zumbaba como un avión a punto de despegar. Cuando ella volvió, con bandejas y platos, tenía el rostro sonrosado y mechones de pelo húmedos por el vapor.
—Se ha quemado un poco.
—Ya lo veo.
—Es culpa tuya, por besarme.
—¿Culpa? —repitió él, incrédulo.
—Mía, por dejarte hacerlo —bromeó ella.
Pero él no sonrió al oír el comentario.
______, mientras le servía el trozo menos quemado de tartaleta en silencio, no pudo evitar una terrible sensación de ruptura inminente.
—¿Cuándo fue la última vez que te sirvieron una comida casera?
Joe deseó decir que nunca lo habían hecho, y no se habría alejado mucho de la verdad. Pero prefería callar y evitar las preguntas que, inevitablemente, seguirían.
Además, una parte de él se sentía halagada por las molestias que se había tomado esa noche. Aun así, cerró su corazón en banda porque sabía en qué categoría entraba la velada.
Era: «¿Ves lo buena ama de casa que puedo ser, Joe?»
Había otras posibilidades:
«Deja que te atrape con mi encanto sexual, Joe».
O tal vez: «Me haré tan imprescindible en tu vida que te preguntarás cómo has podido sobrevivir sin mí, Joe».
Todas ellas eran variaciones sobre un mismo tema. Y formaban parte de los juegos típicos de las mujeres. En cuanto veían a un hombre soltero con atractivo sexual y millones en el banco, se dejaban guiar por un predecible piloto automático. Joe sería el último en negar su arrogancia y seguridad en sí mismo, pero era un hecho que las mujeres llevaban años intentando casarse con él.
Se preguntó si ésa era la razón de que ______ hubiera montado la escenita de esa noche. Tal vez creía que un hombre acostumbrado a la riqueza sin límites quedaría cautivado por un entorno más humilde. No parecía saber que él ya había sido sometido a todo eso y a mucho más.
—Joe —dijo ella, odiando la máscara que parecía haber tensado su atractivo rostro—. Te he preguntado cuándo fue la última vez que disfrutaste de una cena casera.
—No lo recuerdo —contestó él, rellenando las copas de vino.
______ arrugó la frente. Nunca hablaban del tipo de cosas de las que solían hablar otras parejas. Llevaban el suficiente tiempo juntos para que ella pudiera hacerle preguntas sobre su pasado. Nunca llegarían a conocerse si no compartían datos básicos.
—¿Y cuando eras un niño? —preguntó con voz tierna, intentado imaginarlo en su infancia.
—¿Te interesa saber algún detalle específico? —replicó él con frialdad.
—Bueno, no específico, sino general —le sonrió y sus ojos intentaron comunicarle el mensaje de que sencillamente sentía interés—. No sueles hablar de tu vida en Grecia, ni de tu hermano. Ni siquiera recuerdo su nombre.
—Se llama Kyros —dijo él, aunque habría deseado contestar que su nombre era irrelevante—. Y no tengo mucho que decir. Conoces lo básico de mi vida anterior —los ojos negros le lanzaron una advertencia—. Salí de Grecia con dieciocho años y no he vuelto.
—Pero él, Kyros, es gemelo tuyo, ¿no?
—¿Y? —le molestó que utilizara el nombre de su hermano como si lo conociera; eso no iba a ocurrir nunca.
Joe apartó el plato y su mirada se heló; ella había insistido a pesar de que le había dejado claro que no quería hablar del tema.
—Todo el mundo parece tener una teoría universal sobre los gemelos, más basada en sentimentalismo que en hechos —gruñó—. El consenso es que existe algún tipo de telepatía o vínculo irrompible entre ellos. Deja que te diga, ______, que eso es pura fantasía —pensó que también lo eran muchos mitos sobre la vida familiar. Por ejemplo que las madres se preocupaban por sus hijos y que los padres jugaban con ellos.
A ella la desconcertó la dureza de su voz, se diría que había tocado una fibra sensible. La intuición le sugirió que no insistiera, pero triunfó un instinto mucho más poderoso. No tenía sentido estar con Joe si sólo le estaba permitido moverse dentro de los estrictos límites emocionales que él imponía. De hecho, había organizado la desafortunada cena para intentar encontrar al hombre real que había bajo la coraza fría y al tiempo apasionada.
—Hablas con mucha amargura, Joe —aventuró—. ¿Por qué no me dices la razón?
—¿Te atreves a acusarme de amargura? —se revolvió como si lo hubiera golpeado—. ¿Te atreves a hablar de aquello que desconoces?
—¡No lo he dicho con esa intención! —protestó ella, consciente de que estaba dando la vuelta a sus palabras—. No pretendía insultarte. Sólo quería…
—¡Me da igual lo que quieras! —escupió él—. Porque lo que yo no quiero es desahogarme contigo —la taladró con sus ojos negros—. Eso nunca fue parte del trato.
—¿El trato? —repitió ella con voz temblorosa—. ¿Qué trato?
Él corazón de él empezó a tronar y sintió el pulsar de la sangre en las venas. Terminó su vino de un trago y dejó la copa en la mesa.
—Se suponía que el tiempo que pasara contigo sería un interludio agradable, y de repente pretendes que desnude mi alma ante ti sólo porque has pelado unas cuantas patatas. Si buscara una maldita sesión de terapia, me bastaría con cruzar la calle en Nueva York y encontraría cien —al ver la expresión desolada de ella, hizo un esfuerzo para aplacar su ira—. Escucha, ______ —dijo con su tono más suave—, lo que hemos compartido ha sido…
—¡Nada! —interrumpió ______ furiosa. Veía claramente hacia dónde iba la situación, como si saliera de un túnel hacia la luz del sol. Estaba a punto de dejarla. Al comprenderlo también se dio cuanta de lo débil y complaciente que había sido con él, siempre acomodándose a sus deseos. Había sido Joe, Joe, Joe todo el tiempo. Había caminado a su alrededor de puntillas, intentando averiguar qué quería y qué sentía. Y su exquisito cuidado la había llevado a la situación en la que se encontraba. De repente, se sintió asqueada por cómo se había comportado.
Si no le gustaba cómo la había tratado, sólo podía culparse a sí misma. No era demasiado tarde para aferrarse al poco orgullo que le quedaba, antes de que él lo pisoteara. Tragó una bocanada de aire.
—A pesar de los restaurantes y hoteles de lujo, no ha habido nada excepto sexo y charla inane. ¡Eso es lo único que ha habido entre nosotros! —le lanzó—. ¿Sabes otra cosa, Joe? Me alegro de que se haya terminado. Sí, ¡me alegro!
—Pero yo no he dicho que haya terminado —Joe se tensó, en alerta.
______ estuvo a punto de soltar una carcajada ante su exquisita arrogancia, pero estaba demasiado dolida.
—Cierto. No lo has dicho. Porque lo estoy diciendo yo. Se acabó y tal vez nunca debería haber empezado. Dios sabe que hice cuanto pude para resistirme a ti.
—Pero no pudiste —alegó él.
—No. No pude. Eres muy bueno, Joe, lo admito. El mejor, de hecho. Haría falta una mujer mucho más fuerte que yo para resistirse a ti y al encanto que derrochabas conmigo, pero ha ido disminuyendo mucho con el tiempo —sus ojos lo retaron—. Al menos ahora sabemos cómo están las cosas. Tal vez deberías irte ya, ¿no crees?
Él vio el rubor que teñía sus pómulos y el fuego azul violeta que destellaban sus ojos. A pesar de su intensa ira por esa demostración de insolencia, sintió una oleada de deseo tan intensa que, a su pesar, tuvo una erección.
—Sí, me iré —dijo. Disfrutó al ver que ella, instintivamente, se mordisqueaba el labio inferior al ver que accedía tan fácilmente. Estaba seguro de que se arrepentiría de su impetuosidad. No pudo resistirse a otra arrogante demostración de que aún podía controlarla si quería—. Pero antes, ¿qué me dices de un beso de despedida? —sugirió con voz sedosa—. ¿Por los viejos tiempos?
—No —la protesta de ______ sonó poco convincente. Además, ya era tarde, él la había agarrado y la atraía a sus brazos.
Una caricia y estuvo perdida. Deliciosamente perdida. Era como si un incendio descendiera colina abajo, arrasándolo todo a su paso. Oyó el gemido de él al apretarla contra su cuerpo y después el suyo propio. «Por favor, impídeselo», se suplicó a sí misma, pero ni siquiera intentó hacerlo.
Más tarde intentaría justificarse diciéndose que era como si fuesen dos personas a punto de iniciar un largo viaje sin comida ni bebida; nadie podía culparlos por participar en un banquete previo a la partida.
Se encontraba ante un Joe distinto al habitual; era como un purasangre, todo excitación y fuego. Y su fervor salvaje azuzó su deseo. Deseó ahogarse en su beso y ahogarlo con ella. Él moldeó sus senos con las manos y luego descendió hacia sus caderas y sus nalgas, tironeando del vestido como un poseso.
Entretanto, no dejaba de besarla, variando entre dureza y dulzura. La tentaba e incitaba para que lo acariciase, para que acariciara el bulto que tensaba sus vaqueros.
—Bájame la cremallera —ordenó. Para su vergüenza, ella obedeció sin dudarlo.
Le arrancó de un tirón las caras braguitas que ella había comprado especialmente para seducirlo después y las tiró al suelo. En conciencia, ella no podía culparlo. Estaba tan excitada y se retorcía de tal modo que incluso cabía la posibilidad de que ella misma le hubiera pedido que lo hiciese.
En ese momento no había finura ni delicadeza. Joe la estaba tumbando en el suelo y ella alzaba los brazos a su cuello para que se situara sobre ella. Gruñendo, él se bajó los vaqueros de un tirón y ella comprendió que no iba a molestarse en quitárselos, sino que simplemente…
Él dejó escapar un rugido cuando la penetró. Ella gimió mientras profundizaba en su interior, llegando más adentro que nunca, como si pretendiera llegar hasta su alma. Dejó escapar un grito salvaje como preludio de su orgasmo. Pero sabía que también era el preludio de la ruptura de su corazón. Porque supo que su corazón no atendería a razones, y que por más que intentara evitarlo, lo amaba.
Percibió el sabor salado de las lágrimas en el fondo de la garganta al intentar imaginarse una vida sin Joe. Fue como evocar un paisaje árido y desnudo, sin luz en el horizonte.
Se quedó tumbada bajo él, hasta que dejó de moverse, sintió el peso de su cuerpo y su respiración recobró un ritmo más pausado. Pensó que él se había dormido, pero en ese momento se movió, saliendo de ella y apartándose. Ella mantuvo los ojos cerrados para contener las lágrimas, odiándose por desear sentirlo de nuevo entre sus brazos, deseando que la estúpida escena y la discusión no se hubieran producido nunca y que la velada hubiera seguido según sus planes. Maldijo para sí al comprender que ni siquiera recordaba qué había originado la discusión.
En silencio, Joe se puso en pie, se ajustó la ropa y se abrochó los vaqueros, con el corazón aún tronándole en el pecho. Miró a ______. Se le había soltado el cabello y caía sobre su cuello sonrojado, como oro sobre una rosa. Sintió un pinchazo de culpabilidad al ver las bragas desgarradas, pero se recordó que ella había deseado lo ocurrido tanto como él. O más.
—¿______?
Ella volvió el rostro hacia la pared y el dolor que sentía en el pecho le hizo desear acurrucarse como un animal herido.
—Vete, por favor, Joe —pidió con voz cansada.
Él entrecerró los ojos y capturó la escena que tenía ante sí como una foto para archivar en sus recuerdos.
—Adiós, ______ —dijo con voz suave. Salió y cerró la puerta a su espalda.
BUENO CHICAS AKI LES DEJO 2 CAPITULOS ESPERO QUE LO DISFRUTEN
COMENTEN SIP ;)
xox
kadita_lovatica
Re: AMOR GRIEGO (Joe y Tu) Adaptación
Geniales los dos capítulos, por favor siguela pronto!
misterygirl
Re: AMOR GRIEGO (Joe y Tu) Adaptación
Oh DIOS SANTO!!!!
Amo Esta Novela!!!
Enserio!!
Creo Haber Leido Una PArecida En Un blog pero BUEHHH!!!
Me Encanta!!
Siiguela MUJER!!
Esta Fantastica!!!
Aunque Joe Es Un pesado!
BESHHIITOOOO!!!!
Byyyeeeeeeeeee!!!!!!!!!!
Amo Esta Novela!!!
Enserio!!
Creo Haber Leido Una PArecida En Un blog pero BUEHHH!!!
Me Encanta!!
Siiguela MUJER!!
Esta Fantastica!!!
Aunque Joe Es Un pesado!
BESHHIITOOOO!!!!
Byyyeeeeeeeeee!!!!!!!!!!
Invitado
Invitado
Re: AMOR GRIEGO (Joe y Tu) Adaptación
hola nueva lectora
Me encanta la nove
Joe eres un maldito arrogante :(
Siguela!!
Me encanta la nove
Joe eres un maldito arrogante :(
Siguela!!
aranzhitha
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