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Mensaje por indigo. Dom 21 Oct 2018, 3:45 am

Leer:


CAPÍTULO 07.
THE HANGGIRL GAME.


Vela bien podría dar media vuelta. Regresar a su rincón y olvidar el asunto. Pretender que aquello no había sido más que un pensamiento repentino e inoportuno. Después de todo, nadie sabía que se escabullía cada noche a aquel hangar con un libro bajo el brazo y la ballesta colgada al hombro. No era el lugar más apacible del mundo. Pero en el hangar donde almacenaban los saqueos que no entraban en las instalaciones reinaba el silencio. Y solo por eso merecía la pena recorrer media Colonia para llegar.

El intruso continuaba hurgando entre las estanterías, una sombra más oscura en medio de la oscuridad. Escuchaba su respiración trabajosa y sus susurros, que le llegaban como una argamasa de arrullos indescifrables. Estaba asustado. No se trataba de un imprudente que buscara hacer algo prohibido cansado de acatar órdenes. Había contemplado el riesgo y decidido que valía la pena correrlo.

Ahora era Vela quien debía tomar una decisión.

Consciente de que podía elegir; peleaba consigo misma. Agazapada tras una de las estanterías circundantes. Si daba la vuelta, quizás tendría una oportunidad. Y si se quedaba, lo condenaba. Hasta la Colonia, nunca antes había meditado acerca del impacto de sus decisiones. Cómo eran capaces de cambiar el rumbo de una vida. Las que recaían sobre Vela siempre acarreaban consecuencias que mutaban a pesadillas cuando cerraba los ojos.

Inconsciente, enganchó los dedos en la cadena de plata que colgaba de su cuello y la retorció entorno a éstos hasta que le aguijoneó la piel y toda la sangre se le concentró en los dedos. Notaba estrecharse sus cuerdas vocales. Su boca se abrió buscando aire, corazón acelerado.

Por encima de la angustia, experimentó alivio. Todavía podía dolerle y su corazón latía y su cuerpo reaccionaba. Porque a veces se le olvidaba seguía siendo una persona. Que era más que esa máquina descorazonada que actuaba por mera inercia.

Ese era el juego, aprieta hasta que estés viva. Deshizo la fuerza y dejó colgar la mano al costado: dedos palpitantes, cuello ardiente. Respiró fuerte.

Pero, a pesar de que su cuerpo reaccionara, Vela ya había alcanzado un punto sin retorno. Sin integridad, ni empatía. Y ya solo se guiaba por un parámetro: toma la decisión que no te mate. Sobrevivir era lo único que le quedaba. No darle un motivo al Padre de Todos para fijar su impía mirada sobre ella.

Abandonó su escondrijo con los pulmones cargados de determinación. Vistiéndose con la cara más cruel, estoica e imperturbable que disponía. Al final, no era más que un teatro. God’s Army era una función de monstruos que peleaban por el puesto al más letal, al más temible.

Vela cargó la ballesta con una flecha y con el arma extendida frente a su cuerpo, se abandonó una vez más para poder cumplir con su deber. Sigilosa, anduvo hasta que se situó tras su presa. El hombre estaba agachado, rebuscando aún en el estante con frenesí. Su respiración sonaba trabajosa y agitada. Una mancha de sudor le pegaba la camiseta a la espalda, aunque el inclemente frío del desierto nocturno helaba el hangar con un frío seco que alcanzaba los huesos.

Sin titubeos, colocó el arma en la nuca del intruso: sin presión, solo un toque. El individuo quedo petrificado, alzó las manos por encima de la cabeza, éstas se le sacudían, incapaces de retener el temor.

—Date la vuelta —ordenó Vela, sin alzar la voz.

Dio un paso atrás, ahora con la ballesta en alto, apuntándole directamente a la cabeza. Atenta, concentrada. El miedo nos hace imprudentes, desesperados. Se arrastró sobre sus rodillas, aún tembloroso: el castañeo de sus dientes inundaba el silencio oscuro. Entonces, empezaron las súplicas:

—Por fa-favor, por favor, por favor… —bisbiseaba entre dientes, lastimero—. No-o me mate, por favor.

Cuando se hubo girado por completo, Vela pudo observarlo bien. Era joven, entre los veintimuchos y los treinta y pocos. Unos ojos grandes marrones intentaban no cerrarse antes el miedo y las gotas de sudor que le descendían por las sienes, hasta una barba poblada e hirsuta. El pelo se le apelmazaba sobre la frente, negro azabache. Habría sido guapo de no ser porque tenía toda la cara contraía y desfigurada por el miedo.

—Mi hija está enferma. —Volvió a hablar, con las manos pegadas sobre el pecho, dispuesto a rezar cualquier excusa que lo salvara. Vela apuntaba con la ballesta—. Hemos agotado todas las medicinas que nos correspondían. —Se pasó la mano por debajo de la nariz para sacarse los mocos—. Solo es una caja, nadie…, ¡por favor!

Y cayó a sus pies. Salmodiando ruegos desesperados mientras le manchaba la punta de las botas de babas y lágrimas. El cuerpo de Vela se tensó, pero se quedó quieta, observando; como quien mira una tragedia en la televisión. Triste, pero lejana. El hombre buscaba compasión en un cuerpo árido.

Cansada de los llantos, se lo sacó de encima con una fuerte patada. El individuo quedó tendido de espaldas, con los brazos extendidos y la sangre saliéndole por la nariz, allí donde Vela le había dado. Sus ojos se perdían en el techo, ausentes.

Ahí estaba ese hombre, dispuesto a jugarse la vida por salvar la de su hija. Y ahí estaba Vela, que vendió la de su hermana para no perder la suya.

—Levanta.

La miró de soslayo, tragando saliva con fuerza. La sangre le manchaba la boca y le resbalaba por la barbilla. En la oscuridad tenía el color del alquitrán. Vela acercó la ballesta al hombre, como un aviso. Este la hizo caso por fin y, torpe, se levantó. Con rapidez, se hizo con las esposas que pendían de su cinturón y se las puso. Sentencia de muerte.

Permaneció quieto, ya no lloraba, ni temblaba. Ni siquiera hizo amagos por salir huyendo. Parecía haberlo aceptado: iba a morir. Vela, egoísta, quiso gritarle que lo intentara, que hiciera algo que frenara su culpabilidad. Escapaste y tuve que actuar. Pero no fue así.

Cerró los ojos solo un momento para reestructurar el teatro. A continuación, lo agarró por el codo y clavó la ballesta entre sus omoplatos, el prisionero dio un respingo. Lo condujo entre las estanterías, que se desdibujaban por el rabillo del ojo, hasta la puerta. La abrió de una patada; la chapa retumbó y vibró.

Una vez fuera, un viento seco y un cielo lleno de estrellas los iluminó. La Colonia se encontraba en un silencio casi solemne. Salvo por el crepitar de alguna que otra hoguera, donde los vigilantes se calentaban las manos. La Colonia resultaba siniestra, aunque la noche camuflaba su decadencia. Los edificios y chozas ruinosas, así como los barracones, infundían respeto en lugar de lástima.

Vela caminó sobre el polvo en dirección a Los Juicios: el complejo de una sola planta donde encerraban a los desertores que esperan recibir sentencia. Así funcionaban las cosas bajo el mando del Padre de Todos: u obedecías o te mataban. Aunque los había con suerte, si tu crimen no era demasiado grabe, quizá solo te mutilasen. Sin embargo, el hurto no se encontraba entre ellos. El hurto se consideraba todo un atentando contra la Colonia. Aquello era un hormiguero, cualquier acto individualista, estaba penado.  

Y ella había firmado la sentencia de muerte de un hombre valiente. Pensó en Maddox, en sus diferencias inabarcables. Su hermana no solo habría hecho la vista gorda, sino que hubiera ayudado a aquel hombre. Vela tomaba el camino fácil. Siempre lo había hecho. Mientras que ella aceptó sin rechistar su reclutamiento en los God’s Army, Maddox se negó a participar de esa barbarie sin importarle las consecuencias. Diferencias.

Cuando los dos centinelas que guardaban Los Juicios se hicieron visibles a sus ojos, Vela se vio asaltada por un recuerdo, por palabras viejas. «Que vivamos con un tirano no significa que nosotras también tengamos que serlo». Su hermana, otra vez. Y, acogida por ese momento de flaqueza, pegó los labios a la oreja del hombre:

—¿Dónde está tu hija? —masculló.

El hombre se tensó.

—No pienso decírtelo —renegó, determinado, malinterpretando la pregunta. Aunque, después de todo, no podía culparlo.  Aquella muchacha lo llevaba al matadero y lo único que le quedaba era proteger a su familia.

—Has decidido tu suerte, pero tu hija no tiene por qué correr la misma. Dime dónde está, le llevaré las medicinas —aseguró.

Tardó unos segundos en reaccionar. Vela tampoco se fiaría de ella. Pero, al final, accedió:

—En el Sector Dos, frente a la valla Este, la choza con la puerta azul.

—De acuerdo.

A solo dos metros del complejo, Vela volvió a adquirir su máscara de fiereza. Se separó cuanto pudo del cuerpo del hombre y añadió determinación a sus andares. Los guardias de la puerta fruncieron el ceño cuando las dos figuras se posicionaron en el círculo de luz que proyectaba la bombilla exterior sobre el suelo. Vela no los conocía: la de la derecha era una mujer fornida y tuerta, el de la izquierda un hombre calvo con nariz en forma de berenjena.

—Motivos —preguntó la mujer, con voz impostada.

—Lo he encontrado robando en uno de los hangares —explicó Vela.

El hombre se adelantó un paso. Con ojos pequeños de roedor, la evaluó de arriba abajo, con la barbilla alzada.

—¿Qué hacías tú allí? —preguntó con prepotencia y queriendo atemorizarla.

Así era, los hombres intentaban atemorizar a las mujeres, demostrar su superioridad. Sobre todo si eran jóvenes y apariencia frágil. Vela cuadró los hombros, sin dejar de agarrar a su prisionero. Ella también hizo sus contemplaciones: vestían de uniforme y tenían una porra como arma, por lo que no pertenecían a los God’s Army. No eran más que civiles con un cargo importante.

—No es de tu incumbencia, civil —argumentó, marcando bien la última palabra.

La mujer tuerta carraspeó.

—Es la hija de Hiram. —Le advirtió, bajando la mirada.

La mención de su padre era todo cuanto necesitaba para ganarse el respeto y el temor de los demás. Vela, junto a su familia, había llegado con el primer grupo a la Colonia. Cuando el mundo comenzaba a irse al traste Robert y su equipo de militares, del que Hiram formaba parte, fueron destinados al complejo que ahora era su hogar. Su padre, que durante los primeros meses había sido uno de los héroes que, junto a su líder, se encargaban de proteger a la población: ahora no era más que uno de los nombres que inspiraban pavor. Mantenía amistad con el Padre de Todos, uno de sus súbditos más fieles, por lo tanto, uno a los que más había que temer.

—Disculpe, señorita —rectificó el guardia, echándose para atrás.

Vela lo ignoró.

—Llevad al prisionero a las celdas.

Empujó al hombre y fue la mujer quien atrapó su cuerpo, despojado de la voluntad.

—Dinos tu nombre —ordenó el guardia, propinándole un golpe con la porra en el pecho.

Tosió y se encogió sobre su cuerpo, miró a Vela desde abajo, como pidiendo ayuda. La sangre de la nariz se le había resacado en la cara, cuarteada. Mostraba un aspecto aún más deprimente que cuando se había tirado a sus botas para suplicarle clemencia.

—Max —respondió entre resoplidos.

—Max, se te condena a muerte por crímenes contra la Colonia —comenzó a enunciar la tuerta, mientras se giraba para meterlo en la estancia—. ¡Viva el Padre de todos! —A Robert le iban mucho los discursos y se habían encargado de imponer uno para cada ocasión.

—¡Viva! —coreó el hombre.

Vela no pudo decir nada.

Mientras lo conducían al purgatorio, Max todavía tuvo tiempo suficiente para mirar a Vela por encima del hombro.

«Salva a mi hija», suplicaba.  


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Vela dio un rodeo para volver al hangar, cuidándose de no ser vista. Puede que pertenecer a los God’s Army proporcionase cierta libertad para vagar por la Colonia, pero teniendo en cuenta lo que estaba a punto de hacer: prefería ser cauta. Repitió el camino hasta la estantería donde lo encontró. Las cajas de las medicinas se hallaban desordenadas, revueltas por las manos de un padre desesperado.

Se puso de cuchillas, suspiró. Tomó unos antibióticos y observó. Antes, bastaba con ir a una farmacia a por ellos. Antes, no se racionaban y nadie moría si se acababan, solo había que comprar más. Ahora, costaban vidas.

Vela volvió a estrangularse con el collar. Apretó y apretó. En eso consistía el juego; a ver qué sucedía antes, si terminaba por ahogarse o conseguía sentir. Pero, aunque sus pulmones suplicaban aire, su humanidad no se despertó. Que le daba igual que la gente muriera, que vivieran atemorizados y que una niña acabara de perder a su padre. Le reconfortaba un poco pensar que a la Vela de antes si le hubiera espantado, aunque a la de ahora le diera igual mientras siguiera con vida.

Dejó de apretar, no tenía tiempo para jugar.

Vació el contenido de la caja en su mano y volvió a depositarla en su lugar, ordenado el desbarajuste causado por las manos de Max. Cuando hicieran inventario de nuevo la caja seguiría allí, aunque su contenido hubiera desaparecido. Pensarían que la caja llegó vacía.

Se metió las tiras de pastillas en el interior de la chaqueta. Una vez en la puerta, comprobó que no había nadie por los alrededores. Abandonó el hangar y caminó pegada a la valla de metal, agazapada. Tuvo que bordearla casi toda hasta llegar al Sector Dos, sitiado al otro lado de la Colonia.

Los sectores no eran más que conjuntos de chozas donde habitaban la mayoría de los civiles. Cuando no hubo sitio en los edificios, se vieron en la obligación de añadir anexos. Con el tiempo, la Colonia se había convertido en una pequeña ciudad rudimentaria.

Una vez llegó al sector, con las manos entumecidas por el frío, buscó entre las chozas hasta que dio con la de la puerta azul. Una vela iluminada en el interior creaba circunferencias de luz en la ventana. Antes de llamar a la puerta, se tomó unos segundos para observar por el cuadrado. En el interior, vio a una mujer sentada en el centro de la única estancia, agachada junto a un camastro de paja al raso, donde un bulto pequeño de pelo negro temblaba.

Antes, los niños no morían por gripe. No los del primer mundo, al menos. Pero en la Colonia las raciones eran estrictas e inclementes. Si se te agotaban hasta la próxima entrega, no había posibilidad de obtener más. Así cuidaba el Padre de Todos a sus súbditos.

Se puso la capucha y se recogió el pelo a la espalda, con el pañuelo que llevaba al cuello, se tapó el rostro hasta que no se la veían más que los ojos. Dio un toque en la puerta al tiempo que sacaba las pastillas. La mujer no tardó ni dos segundos en abrir la puerta.

—Max…

Calló en cuanto se encontró con Vela. Dio un paso atrás, quedando a un centímetro del umbral. La mujer era menuda y flacucha. De aspecto envejecido aunque seguramente joven. Ojos azul cerúleo, hundidos y ojerosos. Podía ver el miedo ensombreciendo su rostro, pero también la valentía y fiereza de una madre dispuesta a todo por proteger a su hija. Vela pensó en su madre. Que también había entregado la vida por la de sus hijas. «Cuida de Maddox». ¿Qué pensaría su madre de ella?

Cuando la chica separó los labios de nuevo, Vela la acalló llevándose el índice a los suyos para indicarle que guardara silencio. Lanzó una mirada a ambos lados para comprobar que nadie miraba. Solo entonces, extendió la mano en la que sostenía las pastillas y, con un gesto de cabeza, la animó a cogerlas. Titubeante, la mujer obedeció, sin apartar los ojos de Vela.

Al ver lo que acababa de darle se le subieron las cejas al nacimiento del cabello. Lanzó una mirada fugaz al interior de la choza, de donde provenían las respiraciones dificultosas de la niña.

Escuchó cómo tragaba saliva, desconcertada por aquel acto. Miró la ballesta, después de nuevo a Vela.

—¿Y mi marido? —susurró de manera casi imperceptible.

Vela le sostuvo la mirada unos segundos, su respiración chocaba contra el pañuelo y la cara se le calentaba por momentos. Después se internó en la oscuridad, abandonando a la mujer con cientos de dudas.

Al día siguiente, cuando uno de los operarios de Los Juicios se presentase en su puerta para informarla del destino de su marido, al menos, resolvería una de ellas.  


Devuelta a sus aposentos, Vela se pasó por la sala donde comían los guerreros para buscar algo de beber. Ya debía ser de madrugada, así que, con un poco de suerte, no tendría que hacer frente a nadie. Pero se equivocaba, algunas de las mesas aún se hallaban ocupadas. Los God’s Army eran seres nocturnos, como las cucarachas.

Sin prestar especial atención a nadie, caminó hacia los mostradores en busca de un poco de agua. Tenía una botella de alcohol en su habitación, esta era para el día siguiente. Las conversaciones se imponían en el silencio, coreadas por toses, risas y algún que otro eructo.

—¡Vela!

Ya con la botella en la mano, Vela se dio la vuelta para buscar a su padre entre los presentes. Tenía una voz inconfundible y, además, solo él la llamaba por su nombre. El resto se referían a ella por el apellido: Blossom. Lo localizó en una de los bancos del fondo: levantaba la mano para llamar su atención. Estaba acompañado por un grupo de cinco hombres: militares, compañeros desde antes de desatarse el virus. Y, todos ellos, fieles a Robert.

Al alcanzarlos, vio que echaban una partida de cartas mientras fumaban cigarrillo tras cigarrillo y se emborrachaban. Salvo su padre Hiram, siempre estaba de servicio, así que procuraba mantenerse sereno. Era un hombre alto y atlético, con el pelo entrecano rapado al uno, unos ojos verdes que Vela había heredado de él y una barba oscura que ocultaba su mandíbula marcada.

—¿Dónde estabas? —preguntó, girándose hacia ella.

Aquello no era preocupación paternal. Sino una advertencia: no hagas nada prohibido, no llames la atención, nunca les des motivos.

—Cumpliendo la voluntad de Robert. —Uno de los compañeros de Hiram, Darly, carraspeó con fuerza. Nadie se refería al Padre de Todos por su nombre. Pero a Vela poco le importaba, no podía hacerle nada que no le hubiera hecho ya.

Ante la ambigüedad de las palabras de su hija, Hiram arrugó la frente. Vela se sirvió de ella a propósito. Quería ver la reacción de su padre: si el solo pensamiento de que Vela hubiera accedido a acostarse con un hombre porque Robert se lo había ordenado le horrizaba. Pero no supo dilucidar su expresión. Hiram la felicitó cuando delató a Maddox, no tendría por qué ser diferente en aquella situación. Si ser una de las chicas que el Padre de Todos utilizaba para satisfacer a sus guerreros aseguraba su supervivencia, bienvenido fuera.

Aunque ese fuera un límite que Vela no estuviera dispuesta a franquear. Que su cuerpo era suyo y de nadie más. Que ya había matado a unos cuantos por abusar de unas niñas. Puede que Vela estuviera rota, pero seguía siendo mujer.

—He detenido a un ladrón —explicó.

Hiram soltó el aire que retenían sus pulmones. Fuera lo que fuese que había pensado, la respuesta le proporcionó alivio.

—Bien hecho.

—Ya, me voy a la cama.

Trataba de pasar con su padre el menor tiempo posible. Afortunadamente, no era difícil. Aunque pertenecían al mismo grupo, estaban en unidades distintas. Su padre dirigía un escuadrón diferente, aunque seguía estando bajo el mando de Thalia, la Comandante. Desconocía los motivos por los que un misógino narcisista como Robert le había dado el mando a una mujer, pero lo agradecía. En un mundo en el que los hombres parecían tener el control, Vela agradecía que las órdenes las diera una mujer.

—Estoy orgulloso de ti.

Aquellas palabras le generaban absoluta repulsión. Se enorgullecía de su falta de humanidad, de piedad. Se enorgullecía de su tiranía, de su maldad. «Sobrevive, cueste lo que cueste», le había dicho en innumerables ocasiones.  

—Buenas noches —masculló.

Se dio la vuelta, rompiendo la nube de humo que se arremolinaba a su alrededor. Vela se preguntó si su padre dormiría por las noches, si, al contrario que a ella, los fantasmas de todo el daño no se colaban en sus sueños.

Quizá esa noche pudiera dormir. Le había salvado la vida a una niña. Quizá no estaba tan perdida como creía, quizá quedaba algo de la persona que había sido antes de los God's Army, de sus traiciones, de las muertes. Se dejó engañar por sus propias excusas, buscando un alivio que sabía no encontraría.

Se dijo una más: «Esta noche, al menos, no has matado a tu hermana».


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Mensaje por indigo. Lun 22 Oct 2018, 7:27 am

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Mensaje por indigo. Dom 28 Jul 2019, 5:10 pm

Solo me paso a decir que releí los capítulos, que me dieron los feels y que necesito que continuemos esta historia en algún momento.
Cambio y corto Badlands | Novela Colectiva. - Página 6 1054092304
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Mensaje por pixie. Lun 29 Jul 2019, 5:09 pm


Holi Kate, justo ayer estaba revisando las ncs y recordé esto tan especial que habíamos creado y recién veo que no comenté tu cap, que vergüenza Badlands | Novela Colectiva. - Página 6 3797107778 so vengo a darte tu debido comentario.

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Mensaje por indigo. Lun 29 Jul 2019, 5:45 pm

Zoe amé tu comentario, muchas gracias Badlands | Novela Colectiva. - Página 6 1477071114 los feels atacan again Badlands | Novela Colectiva. - Página 6 1054092304 Calaste a Vela tal cual y te percataste del guiño a Harry Potter Badlands | Novela Colectiva. - Página 6 2841648573
Vuelvo a decir que espero que continuemos (cuando sea) porque yo necesito ver a Thalia armar la revolución Badlands | Novela Colectiva. - Página 6 4162775227
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Mensaje por pixie. Mar 30 Jul 2019, 4:09 am


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Mensaje por pixie. Mar 30 Jul 2019, 4:09 am

gxnesis. escribió:Zoe amé tu comentario, muchas gracias Badlands | Novela Colectiva. - Página 6 1477071114 los feels atacan again Badlands | Novela Colectiva. - Página 6 1054092304 Calaste a Vela tal cual y te percataste del guiño a Harry Potter Badlands | Novela Colectiva. - Página 6 2841648573
Vuelvo a decir que espero que continuemos (cuando sea) porque yo necesito ver a Thalia armar la revolución Badlands | Novela Colectiva. - Página 6 4162775227
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