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Mensaje por peeta. Vie 13 Feb 2015, 10:04 pm

A lesson in love.


Me llamo Patrick, tengo 47 años y vengo a contarles algo. Tal vez no debería; quizás debería guardármelo para mí mismo, pero ha sido algo que creo que debe ser compartido, para que otra gente -como yo- pueda comprenderlo  y cambiar su vida. 

Nací en cuna de oro, con unos padres que me daban todo lo que deseaba con tal rapidez que nunca había logrado apreciar el verdadero valor de las cosas; solía creer que era mejor que el resto, mirando a las demás personas como insignificantes seres que no servían más que para gastar oxígeno en el mundo. Y me da mucha vergüenza admitir que pensaba semejante estupidez.  

Crecí, y al morir mi padre heredé un montón de empresas que le entregaban a mi bolsillo tanto dinero que parecía incontable. Eso era todo lo que me interesaba en el mundo, más que la familia que había formado, más que aquella mujer que era mi esposa, más que  aquel niño de 5 años que me admiraba por el simple hecho de ser su padre. Me encerré en mi avaricia, concentrándome tanto en el trabajo que terminé por dejar de lado a mi familia. Poco a poco fui viendo la desilusión en los ojos de mi pequeño hijo, que iba creciendo hasta volverse un adolescente, pero no me causaba nada. Así como tampoco me lo causaban las lágrimas de Cecilia, mi esposa, cuando decía que parecía que ya no le amaba. Debí haber prestado atención, pero claro, uno jamás presta atención a las señales de alerta sino hasta cuando ya no puedes volver atrás; esa es, sincera y estúpidamente, la naturaleza humana. ¿Qué había sucedido? ¿Cual era el badén contra el que me había estampado? Los papeles de divorcio estaban firmados, esperando tan sólo que yo aceptara los términos para que aquella separación se concretara. ¿Quién era el culpable? Sería bastante cobarde de mi parte no admitir que el único culpable era yo. Yo, yo y yo. 

Mas eso no fue todo, y la vida parecía querer castigarme por todos mis pecados. Años después la empresa quedó en banca rota y yo tenía tantas deudas que parecía que me ahogaría en ellas. Tuve que vender todo lo que tenía, quedándome nada más que con lo que traía puesto, pasando de servido a servidor, de rey a empleado. Fue horrible, sobretodo las primeras noches, cuando lo único que me cubría era una caja de cartón desarmada, y aquellos primeros días en los que mi estómago reclamaba por comida que no tenía. 
Poca gente me había ofrecido ayuda al pasar por la calle que se había vuelto mi nuevo hogar, pero a pesar de todo lo que me había ocurrido, el orgullo seguía en mí, impidiéndome recibir la mano de auxilio que ellos me ofrecían. Pagándoles con nada más que miradas cargadas de odio y resentimiento; en aquel momento no quería admitir que el único culpable era yo. Y luego las miradas cargadas de repulsión ya no las entregaba yo, sino que eran las mismas personas que pisaban el asfalto a diario quienes me las regalaban. Yo no quería nada de eso.
Pasaron diez días y sentía que me moría, no había nada que comer y mucho menos nada con lo que engañar al estómago; los párpados me pesaban, con la fatiga atacándome tanto que nada podría ser peor que eso. Muchos asemejan la muerte como encontrar la salida de un túnel larguísimo y oscuro; encontrar la luz. Pero para mí sólo había oscuridad, porque todo lo que había hecho no me hacía merecedor de una luz, no me hacía merecedor de un cielo. Porque yo mismo me había sumergido de lleno en el infierno de mis vicios. Me había lanzado de cabeza a la densa oscuridad de mis propios pecados. Pero no me morí, porque la vida me daba otra oportunidad y de parte de alguien que jamás esperaría: Una niña pequeña, de siete años como máximo, venía hacia mí con alimento, contándome que si se desmayaba en la escuela por fatiga sería completamente mi culpa, pero ella no me observaba con ojos acusadores, sino con una sonrisa, con los ojos brillantes y llenos de lástima hacia mi persona. Por primera vez, deseché mi orgullo y acepté el sándwich con una sonrisa, mientras lágrimas de agradecimiento rodaban por mis ojos.   ¿Qué era lo que movía el corazón de aquella niña para que se compadeciera de mí? ¿Es que acaso no veía que no merecía su bondad? ¿Querría algo a cambio tal vez? No tenía una certera explicación a ello.

Desde aquel día no dejó de aparecer; día tras día llegaba con algo nuevo para darme, desde comida hasta frazadas que guardaba en su pequeña mochila verde. Sonreía contándome cómo actuaba con tal sigilo que su madre ni su hermano mayor se daban cuenta de lo que estaba haciendo, mientras que yo no hacía nada más que agradecerle enormemente, no sólo verbalmente, sino con el alma. Recuerdo un día en específico, cuando me abrazó sin importarle que llevaba mucho tiempo sin bañarme, sin preocuparse de mi ropa hecha jirones ni de mi rostro demacrado; y no puedo expresar la alegría que aquello me produjo. Sentir que alguien, en algún rincón del mundo -que gracias a Dios coincidía con el rincón en el que me encontraba yo- me seguía considerando una persona, pensar que aquella pequeña me quería; que fuera por lástima o no, ella me protegía. Aquello me hacía re plantearme todo. Las lágrimas que rodaban por mi rostro eran enjugadas por ella misma, que con una sonrisa me pedía que dejara de llorar. Que ya nada malo me sucedería, porque ella estaría ahí para cuidarme.

Ya no era tan malo todo aquello que me había ocurrido, porque me había enseñado lo que era el cariño. Aquella niña me entregaba un amor sin condición, sin esperar nada a cambio y yo se lo agradecía enormemente. Comenzaba a alegrarme de mi estado, de haber caído en la ruina, apartándome de mi amor por el dinero para enseñarme una lección, para mostrarme que ni todo el dinero del mundo me entregaría aquella sensación de realización que me llenaba por completo cada vez que ella me daba una muestra de afecto. Pero nuevamente, todo se fue abajo

La pequeña chica de cabellos castaños y ojos azules como el mar no apareció al día siguiente, ni al siguiente. Es más, no apareció durante toda una semana; yo no comprendía nada, y en mi incomprensión me sentí vacío. El día viernes luego de la desaparición de Alina -como me había contado que se llamaba- me encontraba mirando al suelo, pensando en dónde podría estar la chica, ¿Qué le habría sucedido para que desapareciera tan bruscamente? ¿Es que acaso había comprendido al fin que no me merecía su afecto? Esperaba que no fuera aquello, porque no soportaría la idea de otra persona odiándome por mi estúpida vanidad.

La voz de una mujer había interrumpido mis pensamientos, contándome que su hija le había dejado una nota, en la que decía que viniera al lugar donde me encontraba, y que una vez llegara, se fijara en una mantita amarilla fosforescente y no dudara en acercarse, que hiciera el intento de perdonar al hombre que la tuviese, y que ella ya lo sabía todo.  Yo la verdad no comprendía nada de lo que decía, hasta que alcé mi mirada. Era ella. Todo lo decía así, sus facciones eran las mismas de siempre...Era imposible no reconocerla, y por la mirada de estupefacción que me dirigió, puedo decir que también me reconoció. 

― ¿Dónde está Alina?― recuerdo haber preguntado, evitándome la conversación que quería largar. La pequeña niña me había enseñado a ver el mundo de otra forma, y había comprendido que yo realmente amaba a Cecilia, aunque en aquel tiempo no  supe valorarla.

―Ése es el problema, Patrick, ella murió el domingo. Tenía leucemia...Ella era tu hija―respondió entre un mar de lágrimas que por poco hizo incomprensible la frase. No podía aguantarme las lágrimas, que por si solas rodaron por mis mejillas. Ella lo sabía, sabía aquello de lo que ni siquiera yo era consciente. 

Recuerdo cuánto me costó superar aquella pérdida, pero lo logré, me recuperé, y no sólo, sino con la ayuda de Cecilia y Brendon, con quienes arreglamos los problemas y comenzamos una nueva vida juntos, con la fiel creencia de que Alina siempre estaría para guiarme, y comprendí qué era eso tan especial que tenía mi pequeña: Ella poseía lo más grande en todo el universo: Ella amaba,  amó hasta su último aliento, sigue y seguirá amando por la eternidad. Porque amar no es simplemente decir aquella frase vacía, sino dar todo lo que tienes por otro, considerar al otro antes que a ti mismo, hacer todo lo posible para verle sonreír, estar ahí para apoyarle cuando vengan las dificultades. Y si bien yo no merecía la luz después del túnel...Ella me la enseñó, Alina se convirtió en aquello que me sacaba de la oscuridad. 


abrep.:

peeta.
peeta.


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