Vi como caía.

La depresión era tan grande, enorme, que no lograba darme cuenta de que me estaba volviendo mucho más paranoico. Que hacía las cosas por impulso y la única víctima de mi locura era ella.

Pero, en el fondo, sabía que aún había una parte de mí que era cuerda, que debía detenerme o las cosas se podrían mucho peor. Pero cada día mi comportamiento sólo empeoró, fui más agresivo, más estúpido a cada golpe.

Hasta que, finalmente, paré, me detuve y nunca más lo volví a hacer. Lastimosamente era demasiado tarde, porque ya nada importaba, porque ella ya no estaba; porque  vi como la mujer que amaba caía en mis brazos, muerta, sin ningún rastro de vida.

Sus ojos eran estáticos, pálidos y sin vida; sus manos frágiles, repletas de sangre, tendidas en el suelo. Su bello y hermoso rostro estaba desdichado. Y yo, tremendamente inconformado.  

Las sostuve en mis brazos, la observé y lloré, grité y maldecí porque era lo único que podría hacer; pero todo era inútil, en vano, ya nada haría que ella volviera a vivir.

Fue ahí cuando me di cuenta: yo era un verdadero maniático, un desequilibrado y, por ende, psicópata total.