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Antes de partir...

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Mensaje por Mafe_Directioner920 Dom 01 Dic 2013, 4:25 pm

Ficha...
Nombre: Antes de partir
Autor: Jessica Warman
Adaptación: Si, Mafe_Directioner920
Género: Romance Drama De todo un poco.
Advertencias: No necesito chicas,  Otra cosa, si algo no les gusta no duden en comentármelo, intentaré mejorar, Y No lectoras fantasmas




SINOPSIS

Antes de partir... Z



Elizabeth despierta la mañana siguiente a la celebración de su decimoctavo cumpleaños en el yate de sus padres y hace un descubrimiento aterrador: su propio cadáver flota enganchado a la quilla. Sin tiempo para poder digerir qué está pasando, la protagonista se da cuenta de que no está sola. A su lado se encuentra Alex, el marginado del instituto, que murió atropellado por un conductor que se dio a la fuga. Ahora Elizabeth comparte con alguien a quien jamás se dignó a mirar a la cara ese confuso territorio entre la vida y la muerte. Juntos por primera vez, y unidos por la necesidad de comprender sus respectivas tragedias, los jóvenes recorrerán el pasado y el presente y desvelarán lo que el otro no se atreve a confesarse a sí mismo.

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Mensaje por Mafe_Directioner920 Dom 01 Dic 2013, 4:45 pm


Capitulo 1







 
 
Son poco más de las dos de la mañana. Fuera del Elizabeth Se oye solo calma. Los barcos (yates, más bien) están amarrados al muelle. El chapoteo del agua que golpea los barcos y la orilla, es una constante de fondo. En casi todos los otros barcos, preside la paz.
En cambio, en el Elizabeth gobierna la inquietud. El elizabeth es un crucero de veinte metros, equipado con cocina completa, dos baños, dos dormitorios y espacio de sobra para que duerman hasta veinte personas. Pero esta noche solo hay seis. La fiesta es pequeña; mis padres no me habrían dejado dar una grande. Todos duermen, creo, salvo yo.
Llevo ya veinte minutos mirando el reloj, escuchando ese molesto zas, zas, zas contra el barco. Estamos a finales de agosto. Fuera, el aire es frío y el agua, desde luego, está helada. Aquí siempre es así: el agua caliente dura más o menos un mes, el de julio, pero al final del verano está fría otra vez. A veces parece que en Connecticut solo haya dos estaciones: invierno y casi invierno.
A pesar de la temperatura del agua, estoy convencida de que hay peces ahí fuera, atrapados entre el muelle y el barco, golpeándose contra el casco al tratar de escapar. El ruido lleva sonando como una eternidad. Me ha despertado a la 1:57 exactamente y empieza a ponerme de los nervios.
Hasta que no lo aguanto más, Si es un pez, ¡es un pez estúpido!
—Eh, ¿oyes eso? —le digo a Josie, mi mejor amiga y hermanastra, que duerme a mi lado en el sofá cama de proa, con su sucio pelo rubio con mechas pegado a la cara.
No me responde, sigue roncando flojito, traspuesta desde poco después de medianoche por la combinación de alcohol y marihuana que nos derrotó a todos antes de que acabara la programación nocturna. Eso es lo último que recuerdo antes de quedarme dormida: que procuraba que no se me cerraran los ojos y le mascullaba a Josie que no podíamos dormirnos hasta la 1.37, porque esa era la hora exacta a la que había nacido. Ninguno de nosotros lo consiguió. Al menos, sé que yo no.
Me levanto casi a oscuras. La única luz del barco proviene del televisor, en silencio, de las imágenes de la teletienda.
—¿Hay alguien despierto? —pregunto, sin levantar la voz.
Las olas del estrecho zarandean el barco… Zas, zas, zas. Ahí está otra vez.
Miro el reloj. Son las 2:18 Sonrío para mis adentros: hace más de media hora que tengo oficialmente dieciocho años.
De no ser por el golpeteo, con la oscilación del barco me sentiría como dentro de una cuna. Este es mi sitio favorito del mundo entero. Que estén aquí mis amigos lo hace aún mejor, si cabe. Todo parece tranquilo y sereno. La quietud de la noche me resulta casi mágica hoy.
Zas.
—Voy afuera, a liberar a un pez —anuncio—. Que alguien venga conmigo.
Pero nadie se inmuta, ni uno solo de ellos.


—Menuda panda de borrachos egoístas —mascullo. Lo digo en broma. Además, puedo salir yo sola. Ya soy mayor. No hay nada que temer.


Sé que puede sonar hipócrita, dado que hemos estado bebiendo y fumando, pero es cierto: somos buenos chicos. Nuestra ciudad es segura. Todos los que estamos a bordo hemos crecido juntos, en Noank, Connecticut. Nuestras familias son amigas. Nos queremos. Cuando los contemplo —a Josie en la proa, y a Mera, a Caroline, a Topher y a Richie en sacos de dormir, en el suelo de popa—, la vida en el Elizabeth me parece un sueño brumoso.
Elizabeth Valchar. Esa soy yo; mis padres le pusieron mi nombre a este barco cuando yo tenía seis años. Pero eso fue hace mucho. Años antes de que muriera mamá, y de que mi padre se casara con la madre de Josie. Papá se deshizo de muchas cosas de mamá después de su muerte, pero siempre fue partidario de quedarse con el barco. Guardamos muchos recuerdos felices del Elizabeth. Siempre me siento segura aquí. Mamá lo habría querido así.
Aun así, a estas horas de la noche puede resultar espeluznante, sobre todo fuera. Salvo por el chapoteo de las olas y su sordo batir contra el casco, la noche es oscura y silenciosa. El olor del agua salada, de las algas secas en las gruesas formaciones rocosas tan cerca de la orilla, es tan intenso que, según el viento, a veces me produce arcadas.
No tengo especial interés en averiguar de dónde viene ese ruido misterioso, aunque estoy casi segura de que no es más que un pez, así que vuelvo a probar despertar a Josie.
—¡Eh, despierta! —le digo más alto.
Alargo la mano para tocarla, pero algo me lo impide. Es una sensación rarísima, como si no debiera molestarla. Por un segundo, pienso que debo de estar borracha todavía. Lo veo todo algo borroso. Josie pestañea.
—¿Liz? —susurra.
Parece perpleja, sin duda aún dormida. Detecto un destello de algo… ¿miedo? ¿La habré asustado? Luego se queda traspuesta otra vez, y yo sola, la única despierta. Zas, zas, zas. Maldito pez…
Los muelles son una especie de puzle de madera. Las olas rompen en alta mar y, al llegar al estrecho, suelen ser ya bastante suaves, pero esta noche las veo más altas de lo normal, y nos adormecen con su balanceo como si fuéramos un puñado de bebés. Aunque quiero ser valiente, me siento pequeñita y asustada cuando traspaso de puntillas la puerta corredera de cristal, seguida del leve chasquido de mis zapatos en la cubierta de fibra de vidrio. En cada pantalán hay solo dos luces altas: una en el centro y otra al final del todo. No se ve la luna. Se eriza el vello de mi piel desnuda.


Permanezco en la cubierta, helada, escuchando. Quizá el ruido desaparezca.


Zas. No.


Viene de popa, entre muelle y barco, y parece algo pesado, vivo, persistente, atrapado. Somos el último barco de este pantalán, nuestra popa está casi completamente iluminada por la luz. No sé por qué siento la necesidad de guardar silencio. El ruido de mi calzado en la cubierta resulta irritante, cada paso me sobresalta, por despacio que camine. Recorro un costado del barco, agarrándome con fuerza a la barandilla. Cuando estoy justo encima del sonido, miro abajo.
«Mojado.» Es la primera palabra que me viene a la cabeza antes de gritar.
«Empapada. Anegada. Boca abajo.» ¡Mierda!
No es un pez; es una persona. Una chica. De pelo largo, muy rubio, casi blanco, de un bonito color natural que resplandece bajo el agua. Su melena ondulante, mecida como las algas, le llega casi a la cintura. Lleva vaqueros y suéter rosa de manga corta.
Sin embargo, no es eso lo que hace el ruido. Son sus pies, su botas, en realidad. Calza botas de cowboy blancas, incrustadas de gemas y con una puntera de acero alucinante.
Las botas han sido regalo de cumpleaños de sus padres. Las ha llevado orgullosa toda la noche, y ahora la puntera metálica de la bota izquierda se encuentra atrapada entre el barco y el muelle, y golpea
el casco con cada ola, como si quisiera despertar a los demás.
¿Cómo lo sé? Porque las botas son mías. Y la ropa. La chica del agua soy yo.



Vuelvo a gritar, lo bastante alto para despertar a cualquiera que se halle a kilómetro y medio a la redonda. Pero tengo la sensación de que nadie me oye.




_______________________________________

Chicas hasta aca el cap, comenten si quieren que la siga, en verdad yo amo este libro...
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Mensaje por Carolina1DForever Dom 01 Dic 2013, 5:37 pm

Hola!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! primera y fiel lectora

AMO EL LIBRO CHICA

:) siguelaaaaaaa muero por saber q pasa 
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Mensaje por Mafe_Directioner920 Dom 01 Dic 2013, 6:53 pm

Carolina1DForever escribió:
Hola!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! primera y fiel lectora

AMO EL LIBRO CHICA

:) siguelaaaaaaa muero por saber q pasa 
Bienvenida!!!!
yo igual, no sabes lo que se viene mañana subo
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Mensaje por Mafe_Directioner920 Lun 02 Dic 2013, 11:18 am


2






Llevo sentada en el muelle… ¿cuánto?, ¿horas, minutos tal vez? No sabría decirlo. Me miro, atrapada en el agua, mi cuerpo a la espera de que alguien vivo despierte y me descubra. Aún es de noche.
He estado llorando. Estremecida. Intentando encontrar una explicación plausible a lo que ha sucedido esta noche. Durante un rato he estado tratando de despertarme, convencida de que tenía una pesadilla. Al ver que no funcionaba, he cruzado de nuevo la puerta abierta del barco —sin esforzarme por no hacer ruido esta vez— y he tratado de despertarlos a todos. Me he puesto de pie frente a ellos y he chillado. He intentado zarandearlos, abofetearlos; he taconeado con las botas y he gritado a todos, a cada uno, que abrieran los ojos y me vieran. Nada. Al tocarlos, ha sido como si hubiera una capa fina de aislante invisible entre mi mano y sus cuerpos. Como si no pudiera alcanzarlos.
Vuelvo a estar fuera, contemplando mi cadáver. Decidido: estoy alucinando.
—Elizabeth Valchar —digo en alto, con toda la gravedad de que soy capaz—, no puedes estar muerta.
Estás sentada en el muelle. Estás aquí. Todo irá bien.
Pero hay cierto titubeo en mi voz, que tiembla cuando digo las palabras en alto. Me siento tan joven y sola, tan desamparada. Esto es mucho peor que una pesadilla. Esto es un infierno. Quiero a mis padres. Quiero a mis amigos. Quiero a quien sea.
—En realidad, no irá bien.
Alzo la vista, sobresaltada. Hay un chico a mi lado. No tendrá más de dieciséis o diecisiete años. Me llevo la mano a la boca, me levanto de un brinco y doy palmas de emoción.
—¡Me ves! ¡Sí! ¡Y me oyes!
—Obviamente —dice él—. Te tengo delante. —Me mira de arriba abajo—. Siempre has estado muy buena —añade. Luego mira mi cuerpo ahogado y, casi con aire de complacencia, dice—: Pero ya no.
—¿Cómo? Un momento… ¿tú también la ves?
Los dos miramos mi cadáver. De pronto, me noto agotada y tengo mucho frío. Bajo la luz del muelle, veo la cara del chico lo suficiente como para darme cuenta de que lo conozco. Pero, por alguna razón, no recuerdo su nombre. Estoy atontada. Cansadísima.
—Obviamente —repite él.
Me muerdo el labio. No me duele. Inspiro hondo e intento contener las lágrimas. Al hacerlo, me siento ridícula. Ya he estado llorando. Algo horrible está ocurriendo; ¿por qué me da vergüenza que este chico me vea llorar? Ahora es cuando debería llorar.
—Muy bien. Obviamente, algo raro está pasando, ¿no?
Se encoge de hombros.
—Raro, no. Muere gente todos los días.
—¿Insinúas que… que estoy… —me cuesta decir la palabra— muerta?
—Obviam…
—¡Vale, vale! Dios. Esto es una pesadilla. Tiene que serlo. No está ocurriendo de verdad.
Pateo el suelo entre frustrada y aterrada. Las botas me quedan algo justas; el dolor me recorre la pantorrilla hasta la corva. ¡Dolor! ¡Me duelen los pies! Debo de estar viva si puedo sentir eso, ¿no?
—No puedo estar muerta. —Me agarro a sus hombros—. Me duelen los pies. Y lo siento. También te
siento a ti. No podría sentirlos a ellos —digo, refiriéndome a todos los que están en el barco—. ¿Tú me sientes?
—Obviamente. —Se aparta de mí como con repelús—. Si no te importa, preferiría que no me tocaras.
—¿No quieres que te toque?
—Obviam…
—Vuelve a decir «obviamente». Venga.
Intento dirigirle una mirada cruel, pero no me sale. Es el único que puede verme. Me siento confundida: ¿por qué quiero ser cruel con él? ¿No intenta ayudarme? Pero no quiere que lo toque. ¿Qué le pasa?
Se me queda mirando, con gesto indefinido. Tiene un pelo castaño alborotado. Su rostro es joven y terso, sus ojos de un gris intenso. ¿Por qué no recuerdo su nombre?
—Tú eres Elizabeth Valchar —dice él.
Asiento con la cabeza.
—Liz. Todos me llaman Liz.
Mientras hablo, tengo una sensación rarísima, como si no estuviera segura de nada, ni de mi nombre. Me siento indecisa y, de pronto, caigo en que no recuerdo mucho de anoche. Sé que hubo una fiesta; eso queda patente con solo echar un vistazo al barco, por las botellas de cerveza vacías y los restos de tarta de cumpleaños. Pero los detalles están difusos. ¿Tanto bebí?
Antes de que pueda preguntarle al chico, me suelta:
—Y eres tú la del agua. La del agua helada.
Miro a la chica del agua. «Soy yo. Estoy muerta.» ¿Cómo? ¿Cuándo? No salí del barco en toda la noche, ¿no? Me frustra mucho no recordar lo ocurrido. Mi recuerdo de lo sucedido se ha deshecho en mil pedazos, todos ellos tan pequeños y fugaces que no puedo convertirlos en un todo lógico. Recuerdo haber soplado las velas de cumpleaños. Recuerdo haberme hecho una foto con Caroline, Mera y Josie. Recuerdo haber estado de pie en el baño, procurando mantener el equilibrio mientras las olas mecían el barco, respirando hondo como si tratara de tranquilizarme. Pero no recuerdo qué me disgustaba o si estaba disgustada por algo. Igual solo estaba borracha.
Cuando hablo, mi voz es apenas un susurro. Noto que voy a echarme a llorar.
—Eso parece. Sí.
—Y no te mueves. No respiras. —Se asoma a mirar mi cadáver—. Estás pálida. Pálida como una muerta, quiero decir.
Me miro los brazos desnudos. Allí a su lado, no tengo un aspecto tan horrendo como la chica del agua. Sigo entera, aún guapa.
—Siempre he tenido un bronceado estupendo.
La idea me resulta absurda. ¿Por qué recuerdo mi bronceado? ¿Y quién quiere estar moreno en un momento así?
Él asiente con la cabeza.
—Lo recuerdo. También tus botas están de muerte. —Una pausa—. Con perdón.
—Tranquilo. Es que… son tan bonitas. —No sé cómo, tengo la sensación de que han costado muy caras—. ¿Sabes? En clase de historia nos contaron que los egipcios solían enterrar a los muertos con un montón de objetos personales para que pudieran llevárselos a la otra vida. ¿Puedo llevarme las botas? — Una pausa—. ¿Hay otra vida? —Me miro el caro calzado, allí de pie, al lado de comosellame—. Ya las llevo puestas —murmuro.
¿Tan bonitas son? ¡Qué más da! ¡Son solo botas! Y me están destrozando los dedos de los pies. No quiero quedármelas; quiero quitármelas.








«Pero son chulas.» Me siento aturdida, abrumada, como si fuera a desmayarme. Antes de poder centrarme en otra cosa, prosigo. «Me van de miedo con el conjunto.»
Me siento muy inestable, como si nada de esto estuviera ocurriendo de verdad. No puede ser. Vuelvo a tener la efímera esperanza de que se trata solo de una pesadilla, de que despertaré, menearé los pies descalzos, tumbada en mi cama, y luego mis amigos y yo saldremos a tomar café juntos y nos reiremos de la absurda pesadilla que he tenido.
O igual no. El chico niega con la cabeza.
—Relájate. Te precipitas. —Respira hondo—. No quiero hablar de tus botas. Antes que nada, ¿no sientes curiosidad por saber cómo es que te veo? ¿No te preguntas por qué puedo hablar contigo? Asiento con la cabeza.
—A ver si lo adivinas —dice.
Me llevo las manos a la cara. Noto las palmas húmedas y frías en las mejillas.
—Porque no estoy muerta. Esto no está pasando. —Lo miro entre los dedos—. Haré lo que sea. Por favor. Solo dime que esto no es real.
Él niega con la cabeza.
—No puedo decirte eso. Lo siento.
—Entonces, ¿qué ocurre? No estoy muerta. ¿Lo entiendes? —Me acerco a él. Grito con todas mis fuerzas, como para alertar a todo el barco, a los barcos vecinos—: ¡No estoy muerta! —Se me ocurre algo—. Nos drogamos. Creo que tomamos drogas. Sí, ahora me acuerdo: nos fumamos unos canutos.
Igual tomé algún alucinógeno. A lo mejor estoy colocadísima y esto es un efecto secundario.
Enarca las cejas. Es obvio que no se lo traga.
—¿Tomaste alucinógenos anoche? ¿En serio?
Niego con la cabeza, desilusionada.
—No, ojalá lo hubiera hecho. Ojalá hubiera comido más tarta también. —Frunzo el ceño—. No sé cómo me acuerdo de eso. No me acuerdo de casi nada. ¿Por qué?
—Me ves —dice, ignorando mi pregunta—, porque estoy muerto. Igual que tú —añade, como para reforzar el argumento.
Un leve sopor se adueña de mí mientras habla. Por un instante, el frío penetrante abandona mi cuerpo y siento calor por todas partes. La sensación desaparece tan rápido como ha venido. Y, de pronto, lo reconozco.
—Ya sé quién eres —le digo.
El descubrimiento me emociona. Quiero aferrarme a él; cada nueva idea me hace sentir más estable, más dueña de mí misma. Qué curioso; pues claro que sé quién es. No sé cómo no me he acordado de su nombre enseguida. Hemos ido juntos al cole desde jardín de infancia.
—Eres Alex Berg.
Cierra los ojos un instante. Cuando los abre, sereno, declara:
—Eso es.
—Sí. Te recuerdo.
No puedo dejar de mirar de reojo mi cadáver en el agua; miro a Alex, luego mi cadáver, y el miedo me paraliza. Mientras miro, la bota derecha, que llevo floja desde la primera vez que me he visto, por fin se suelta. Se llena despacio de agua, se sumerge con un gluglú y desaparece cuando me dispongo a atraparla. En el agua, mi pie desnudo queda expuesto, a la vez hinchado y arrugado.
Aparte de que hemos ido juntos al colegio toda la vida, recuerdo otra cosa de Alex. Su rostro ha salido en todos los periódicos durante el último año. El pasado septiembre, justo después de que empezaran las clases, volvía a casa en bici ya de noche —trabajaba en el Mystic Market, al final de mi calle— cuando
un coche lo atropelló. Su cuerpo salió despedido a la cuneta. Aunque sus padres denunciaron enseguida su desaparición, cayó tan lejos de la calzada que tardaron un par de días en encontrarlo. No supieron dónde estaba hasta que alguien que hacía jogging pasó por delante, detectó el hedor y decidió investigar.
—¡Qué horror! —susurro. De nuevo, la idea me sorprende. ¿Qué me pasa? Aparte de lo obvio, parece que no hubiera filtro entre mi cerebro y mi boca. «Sé buena, Elizabeth. El pobre chico está muerto.» Procuro rectificar y añado—: Bueno, no parece que te atropellara un coche. —Y es verdad. Salvo por el pelo revuelto, nadie diría que ha sido víctima de un accidente.
—Tú tampoco tienes pinta de haberte ahogado hace unas horas. —Una pausa—. Te has ahogado, ¿verdad?
Niego con la cabeza. Es la primera vez que se me ocurre preguntármelo.
—No sé lo que ha pasado. Ni recuerdo haberme dormido. Me he despertado de pronto porque he oído un ruido fuera. —Hago una pausa—. No he podido ahogarme. A ver si te enteras, es imposible. Nado muy bien. Si casi nos hemos criado en la playa.
—Entonces, ¿qué ha ocurrido? —pregunta.
Contemplo mi cadáver.
—Ni idea. No me acuerdo de nada. Tengo una especie de… amnesia, o algo así. —Lo miro—. ¿Eso es normal? ¿A ti también te pasó? ¿Tú recuerdas algo de antes de… morirte?
—Recuerdo más ahora que justo después de… después de que me pasara a mí —dice—. No soy experto ni nada de eso, pero supongo que es normal que estés un poco atontada un tiempo. Plantéatelo así —me explica—: la gente suele tener amnesia después de sufrir algún trauma, ¿no? Me encojo de hombros.
—Supongo.
—Bueno, pues morirse es un trauma de los gordos, ¿no te parece?
—Muerta. ¡Mierda! —Me muerdo el labio y lo miro—. Perdona, Alex. Es que no me lo puedo creer.
Es un sueño… ¿verdad? Estoy dormida, ya está. Tú no estás aquí.
Se me queda mirando.
—Si es un sueño, ¿por qué no te pellizcas?
Lo miro. Me siento tan poca cosa y tan desesperadamente triste que casi no puedo hablar, pero logro menear la cabeza un poco y pronunciar a duras penas un «no».
No quiero pellizcarme. Temo no despertar si lo hago. En el fondo, sé de sobra que no despertaré. Respiro hondo. Siento cómo los pulmones se me llenan de aire; me siento viva.
—Eres un fiambre, desde luego.
Lo dice tan tranquilo, con tanta parsimonia que me dan ganas de soltarle un bofetón.
—Vale. Pongamos que todo esto es real. Si de verdad estoy muerta, ¿por qué no me lo demuestras? — Entorno los ojos y lo miro desafiante—. En serio.
Eso lo divierte.
—¿No te basta con ver tu cadáver flotando en el agua?
—No he dicho eso. Lo que digo es que hay otra explicación. Tiene que haberla.
—Ponme la mano en el hombro —dice.
—Pensé que no querías que te tocara.
—Y no quiero, pero voy a hacer una excepción.
—¿Por qué no quieres que te toque?
—¿Te importaría limitarte…?
—No. Quiero saberlo, Alex. ¿Por qué no quieres que te toque? —Y entonces, sin más, se lo suelto—:
¿Un chico como tú? Un don nadie. ¡Yo soy Elizabeth Valchar! Cualquier tío daría un meñique por que yo
le pusiera la mano encima.
¿Por qué lo trato así? Estoy sola con él, sin nadie más con quien poder hablar en el mundo entero, y me porto como una bruja.
Se me queda mirando un buen rato, pero no contesta. Sé que puedo sonar creída, pero se me ocurre que lo que digo es cierto. Sí, soy guapa. Guapísima.
Alex mira más allá de donde estoy, al agua.
—Dices que te parece que tienes amnesia, pero es curioso lo que sí recuerdas. Sabes que yo era un don nadie. Y sabes que tú eras popular. —Me mira de nuevo—. ¿Qué más recuerdas? Niego con la cabeza.
—No sé.
Él se encoge de hombros.
—Es igual. Ya lo recordarás.
—¿Qué has querido decir? —pregunto.
Pero no me contesta. En cambio, dice:
—Tú hazlo, Liz. Ponme la mano en el hombro.
Y eso hago. Luego cierra los ojos, y yo lo imito. Siento que un vacío gelatinoso succiona todo mi cuerpo. Casi quito la mano de su hombro, pero, cuando estoy a punto de hacerlo, el vacío se esfuma y lo sustituye (¡Dios!) la cafetería de mi instituto.
Está repleta de estudiantes, pero enseguida diviso mi antigua mesa, junto al bufé de patatas, al fondo, cerca de la puerta de doble hoja que conduce al aparcamiento.
—Ahí estás —dice Alex, señalándome—. Con los guay.
Me veo; es como vivir la realidad, pero sin vivirla. Estoy ahí, y aquí, mirando. Me acompañan mis amigos: Richie, Josie, Caroline, Mera y Topher. Todos estaban conmigo anoche, en el barco. Siguen dentro, durmiendo.
—Ay, Dios, qué pelo —mascullo.
En cuanto esas palabras salen de mi boca, sé que suenan ridículas.
—A tu pelo no le pasa nada —suspira Alex—. Lo llevas igual que las demás.
Veo que tiene razón: mis amigas y yo llevamos nuestra larga melena rubia recogida por los lados, con un pequeño tupé en la coronilla, resultado de veinte minutos de esmerado cardado y rociado con laca por las mañanas. Recuerdo que lo llamábamos «el pelo bollo». Estuvo de moda hace unos años. El único peinado que varía un poco es el de Caroline, que lleva el pelo decorado con cintas rojas y blancas, del mismo tono que su uniforme de animadora.
—¿Qué curso es este? —pregunto—. No tendremos más de… —Dieciséis. Es el segundo año de instituto. ¿Sabes cómo lo sé?
—¿Cómo?
Me fastidia reconocerlo, pero, aunque seamos fantasmas y yo sepa que nadie nos ve, me siento rara en compañía de Alex. Como si temiera que mis amigos fueran a volverse en cualquier momento y a tacharme enseguida de rarita por ir con él. Madre mía… ¿qué diría Josie?
¿Por qué me siento así? ¿Qué clase de persona era yo? Sé que era popular, pero, aunque parezca raro, no recuerdo bien por qué, ni cómo solía ser en mi vida cotidiana. De pronto, soy consciente de que una parte de mí, en el fondo, no quiere saberlo.
Alex nos mira.
—Sé que no tenemos más de dieciséis porque sigo vivo. —Me da un codazo—. Ahí vengo.
Lo veo entrar solo. Lleva el almuerzo en una bolsa de papel marrón.
—¿Por qué no comprabas allí el almuerzo? —pregunto—. Nadie lleva bolsas de papel marrón en el
instituto.
Me mira irritado.
—¿Qué? —digo. A mí me parece una pregunta de lo más lógica.
—Comer en el instituto son cuatro dólares al día —dice—. No teníamos dinero.
Lo miro espantada.
—¿No podías gastarte cuatro dólares diarios?
—No. Mis padres eran muy estrictos, y muy tacaños. Si quería comprarme algo, aunque fuera el almuerzo en el instituto, tenía que ganármelo yo. En el Mystic Market, donde trabajaba, pagaban el salario mínimo. —Niega con la cabeza. Casi parece que me compadece—. No sabes la suerte que tenías. No todo el mundo consigue siempre todo lo que quiere. Además, no era el único que traía el almuerzo de casa. —Señala—. Mira.
Seguimos a Alex con la mirada mientras cruza la cafetería hasta una mesa vacía no lejos de la que ocupamos mis amigos y yo. En otra mesa próxima está sentado, solo, Frank Wainscott. Frank es un año mayor que nosotros, así que, por entonces, estaría en el tercer año de instituto. Tiene el pelo rojo brillante, y pecas. Lleva una camiseta azul y unos vaqueros demasiado cortos que le quedan fatal. Además, es un auténtico pringado, eso lo recuerdo. Como Alex, se ha traído el almuerzo de casa, pero en la bolsa marrón le han puesto (su madre, seguro) el nombre con rotulador negro dentro de un corazón.
Casi siento un escalofrío de vergüenza ajena.
Mientras Frank saca su comida, Alex y yo nos ponemos a espiar a mis amigos.
Caroline mira con ansia una resplandeciente manzana roja, que se va pasando de una mano a otra. —Hoy ya he ingerido seiscientas calorías —señala—. ¿Cuántas calorías tiene una manzana?
«Ochenta», me digo. «¿Cómo lo sé?»
—Ochenta —la informa mi yo vivo—. Pero las manzanas son buenas, Caroline. Contienen fibra y nutrientes. Adelante. Cómetela.
Estudia mi cuerpo espigado, visiblemente delgado a pesar de que estoy sentada. Llevo una camisa sin mangas; mis brazos son delgados y musculosos.
—A ti no te preocupa nada engordar, Liz. Tus genes son de los buenos.
Josie le arrebata la manzana a Caroline.
—¿No ibas a hacer una dieta de mil doscientas calorías? Con esto, te plantarás en las setecientas. Y sabes que, después del entrenamiento de las animadoras, estarás muerta de hambre. Caroline frunce el ceño.
—Cenaré ligero.
—La última vez que cené en tu casa —le recuerda— tu madre hizo pizza casera. De pan blanco. —
Pausa de efecto—. Con queso curado. —Josie le da un buen mordisco a la manzana—. Te hago un favor —le dice, con la boca llena, a la desolada Caroline—. Me lo agradecerás, créeme. —Josie mira alrededor—. ¿Creéis que tendrán mantequilla de cacahuete en la barra? Me encantan las manzanas con mantequilla de cacahuete.
—Te pondrás como una foca si no te cuidas un poco —digo a mi hermanastra—. Dos cucharadas de mantequilla de cacahuete tienen doscientas calorías, y es todo grasa.
Josie se detiene a medio masticar y me mira.
—Ya has oído lo que ha dicho Caroline: nuestros genes son de los buenos.
No respondo. Le lanzo una mirada asesina, muda. Se hace el silencio un instante en la mesa, un silencio incómodo.
—Creía que era tu hermanastra —me dice Alex.
—Lo es.
—Entonces, ¿por qué dice que tenéis genes de los buenos? No sois parientes.
—Vale. Ya lo sé. Pero Josie cree… bah, da igual. Es absurdo.
—Quiero saberlo —insiste—. ¿Qué cree Josie?
Niego con la cabeza.
—Venga ya, Alex. Has vivido en Noank toda la vida, ¿no? Habrás oído rumores.
Pero no me da tiempo a explicarme.
Alex y Frank están en las únicas mesas vacías de todo el comedor. Alex empieza a desenvolver su almuerzo. Se encoge en la silla, como si quisiera hacerse invisible. Frank hace lo mismo.
A Alex le funciona, pero a Frank no. Topher lo ve enseguida.
—Eh, mirad. Nuestro niño mimado preferido. —Topher sonríe de oreja a oreja, mostrando sus dientes blanquísimos—. Frankie —grita—, ¿qué te ha puesto mamá hoy?
Frank no contesta.
—¡Qué mezquino! —murmuro—. ¿Por qué hace eso?
—Porque puede. Porque es un matón —responde Alex.
—Pero Frank no hace nada malo. No molesta a nadie.
Alex me mira fijamente, como si no entendiera mi perplejidad.
—Liz, el comedor era zona de guerra. Tus amigos y tú os sentabais en esa mesa como si fuerais los amos y señores del instituto. —Hace una pausa—. Sigue mirando.
Caroline, Josie y yo sonreímos con disimulo mientras Topher sigue machacando a Frank, pero no decimos nada. Solo Richie parece incómodo.
—Vamos, hombre —le dice a Topher—. Deja en paz al pobre chico. Él no tiene la culpa de… —Por favor.
Topher se columpia sobre las patas traseras de la silla y empieza a aplaudir.
—Ojalá se caiga de bruces —me dice Alex en voz baja.
Pero no se cae. Se endereza, se levanta y se acerca despacio a la mesa de Frank. Topher le da la vuelta a una silla y se sienta a horcajadas, con el respaldo por delante, junto a Frank. Luego empieza a hurgar en el almuerzo de Frank.
Se me encoge el estómago de vergüenza y remordimiento al ver a mi yo jovencito y a todos mis amigos reír como bobos mientras Topher atormenta a Frank.
—Mirad esto —dice Topher, sosteniendo en alto el sándwich de Frank para que todos lo vean—. Mamá le ha hecho un sándwich en forma de corazón. ¿Te limpia mamá el culete cuando haces caquita, chiquitín?
Frank, aún sentado, se pone colorado como un tomate. Veo que está a punto de echarse a llorar. En la mesa de al lado, Alex escucha con gesto estoico. Le molesta lo que Topher le está haciendo a Frank, es obvio, pero implicarse sería un suicidio social.
Me tapo la boca con la mano.
—Lo siento, Alex —digo—. Nos estamos portando todos como idiotas, lo sé, pero créeme si te digo que no recuerdo esta escena.
—Da igual que te acuerdes o no, Liz. Eso no cambia lo que ocurrió.
—Pero yo no hice nada… a ver, fue sobre todo Topher…
—Cierto —me interrumpe—, no hiciste nada. Nunca hiciste nada por ayudarlo. No te habrías atrevido; habrías dejado de ser guay.
Lo miró extrañada.
—Tampoco tú hiciste nada.
—¿Y qué iba a hacer yo, defenderlo y salir escaldado? —Menea la cabeza—. No, gracias. Bastante
tenía con impedir que tus amigos me hicieran la vida imposible. No iba a tragarme también los marrones de Frank. Ya tenía bastante con lo mío, créeme.
Me deja sin palabras. Al poco, le digo:
—Yo no te caigo bien, ¿verdad? Le caigo bien a todo el mundo.
Se me queda mirando.
—Cierto. No me caes bien, Liz.
Lo miro. Cuando hablo, me sorprende la aspereza de mi propia voz.
—Entonces, ¿por qué no me dejas en paz?
—Quítame la mano del hombro.
Lo hago. Y, como si nada, estamos de nuevo junto al barco; el muelle se mece suavemente bajo nuestros pies mientras nos miramos furiosos.
—¿Qué haces aquí? —le pregunto—. Si de verdad estoy muerta, ¿por qué estás tú aquí?
Niega con la cabeza.
—Pues la verdad es que no lo sé. Porque yo también estoy muerto, supongo. Porque llevo un año dando vueltas por ahí, esperando a que aparezca alguien más. Tampoco yo quiero estar aquí, en serio. Preferiría estar con cualquier otra persona.
Por primera vez desde que vi mi cadáver en el agua, la verdad me parece real. Indiscutible. No sueño. Esto no es una pesadilla de la que voy a despertar. Estoy muerta.
Entonces se me ocurre algo. Cómo no lo he pensado antes. En cuanto lo suelto, noto que me echo a llorar otra vez. Los muertos lloran. ¿Quién lo iba a decir?
—Alex, ¿hay más gente por aquí? —inquiero—. ¿Podemos ver a otras personas?
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a otras personas que… ya sabes…
—¿A otros muertos? —Niega con la cabeza—. No lo creo.
—Pero tú me ves.
—Ya. Eres la primera que veo. —Hace una pausa—. ¿Por qué quieres saberlo? ¿Por qué lloras?
¿Que por qué lloro? Me seco las lágrimas, aunque ya no me da vergüenza que Alex me vea llorar. Pienso en mis padres, mi padre y mi madrastra, Nicole, mis amigos, dentro del barco, y me pregunto cuándo despertarán y me encontrarán, pero sobre todo pienso en mi madre. Mi madre de verdad.
—Por mi madre —digo—. Murió cuando yo tenía nueve años. Estaba pensando que quizá…
—¿Podrías verla? —Se encoge de hombros—. No sé, Liz. Eh, no llores, ¿vale? —Su tono no me consuela en absoluto. Más bien parece que le molesta mi despliegue de emociones—. No te pongas triste. No es que yo sepa mucho de esto ni nada de eso, pero tengo la sensación de que esta situación, ya sabes, el que estemos aquí atrapados, es transitoria. Sigo llorando.
—¿Y luego qué? —quiero saber—. ¿Qué eres tú, mi guía o algo por el estilo? Porque no lo estás haciendo muy bien. No has respondido a ninguna de mis preguntas. —Hago una pausa—. Salvo lo de la memoria. Y más bien me has dado una explicación. Pero, por lo demás, eres penoso.
Estoy al borde de la histeria. No me siento muerta. Me siento viva, desamparada, y tengo muchísimo frío. Quiero irme a mi casa. Quiero estar con mi padre y con Nicole. Y, si con ellos no puede ser, quiero a mi madre. ¿Dónde está? ¿Por qué no está aquí? ¿Cómo demonios he terminado flotando en el agua?
—Esto no puede estar sucediendo de verdad —le digo, aunque sé que así es—. Hoy es mi cumpleaños. ¡Nadie se muere el día de su cumpleaños! Y yo menos todavía. Yo soy Liz Valchar. —Casi grito—. ¡Soy muy popular! Esto no le va a gustar a nadie.
—Sí, Liz, soy consciente de tu estatus social —me dice con voz muy seca.
—Esto no es posible. —Niego con la cabeza—. No. No es real.
—Sí. Sí lo es. —Me contradice sin inmutarse, hastiado—. Venga, respira hondo. Igual… igual tengo que ser yo, no sé, quien te ayude.
Respiro. El aire me sabe a sal. Noto cómo se balancea el muelle bajo mis pies y las botas me hacen tambalearme. Si no fuera por mi cadáver, a menos de tres metros, todo parecería normal.
—Yo tampoco entiendo bien lo que pasa —me dice Alex—. Nadie me ha dado un manual de instrucciones ni nada así. A mí me ocurrió algo muy parecido a lo que te está sucediendo a ti. Recuerdo que iba en la bici, camino de casa al salir del trabajo. Eran poco más de las diez de la noche. Empezó a llover a cántaros. Yo casi no veía. Luego, nada… me desperté en la cuneta, tirado junto a mi cadáver. — Se estremece—. Tenía un aspecto horrible.
Me seco los ojos.
—¿No puedes recordar nada? ¿Ni el coche que te atropelló? ¿Ni lo que sucedió justo antes? ¿No recuerdas haber oído o visto nada?
Niega con la cabeza.
—Ya te lo he dicho, nada. —Titubea. Por primera vez desde que estamos juntos, su tono se suaviza un poquitín—. Estaba solo, Liz. No como tú. No tenía a nadie que me ayudara. Disculpa si he sido un poco borde, pero figúrate… llevo solo casi un año.
—¿Qué has estado haciendo? —pregunto—. Estás aquí, así que puedes moverte de un sitio a otro.
¿Has visto a tu familia, a tus padres?
Asiente con la cabeza.
—Sí, claro. Voy a casa de vez en cuando. Pero lo cierto es que preferiría estar en cualquier otro sitio. En estos momentos, en mi casa no reina la alegría precisamente. Mis padres llevan meses sin apenas salir de la iglesia; andan liados rezando por mi alma. Y, cuando están en casa, mi madre casi siempre está en la cama. —Hace una pausa—. Cuando no anda deambulando por la casa, llorando mi muerte.
—Lo siento mucho —susurro.
—No pasa nada. —Medio sonríe—. No es culpa tuya, ¿no? El caso es que sí, puedo desplazarme, pero eso no me entretiene mucho. Casi siempre voy a la carretera en la que morí. Y luego, zas, aparezco aquí.
—Niega con la cabeza—. No sé para qué. La verdad, estoy tan confundido como tú.
Lo miro.
—Entonces, podemos desplazarnos. ¿No es eso? Puedo irme a casa si quiero.
Asiente con la cabeza.
—Sí, pero no vas a querer. Cuando hayas ido un par de veces, no querrás volver. Es horrible verlos a todos llorar y andar por ahí alicaídos, verlos sufrir. Saber que no puedes tocarlos y hacerles sentir mejor, o siquiera que sepan que estás bien.
—Pero no estamos bien —digo—. Creo yo. A ver, estamos atrapados.
Parece que se lo piensa.
—Sí —coincide—. Supongo que tienes razón. Estamos atrapados.
—Y tú llevas así, tirado, ¿cuánto… un año?
—Bueno… no exactamente. Hay algo más. —Titubea—. Lo que te he enseñado. Puedes acceder a tus recuerdos. Retroceder en el tiempo y verte. ¿Te has fijado en que no lo recuerdas todo de cuando estabas viva?
—Sí. ¿Por qué pasa eso? ¿Lo sabes tú?
Lo veo meditar.
—No estoy seguro, pero tengo una teoría.
Me quedo mirándolo. Se queda callado un rato.
—¿Y bien? —lo presiono—. ¿Me lo vas a decir o nos vamos a quedar aquí?
Suspira.
—Vale. Pero puede que te suene raro. Como he dicho, no es más que una teoría.
—Cuéntame.
—A ver… estamos aquí, en la tierra. No estamos… en ningún otro sitio.
—¿Qué quieres decir, que no estamos en el cielo?
Alex asiente con la cabeza.
—Cielo, infierno… te estás liando. Lo que quiero decir es que, por alguna razón, estamos atrapados. Los dos hemos muerto jóvenes, y los dos queremos saber por qué, ¿verdad?
—Desde luego —digo.
—Cuando empecé a analizar lo que era capaz de recordar, me di cuenta de algo. Por lo visto, solo recordaba datos triviales: sabía quién era cada uno, me acordaba de algunas cosas que habían pasado, pero no recordaba nada… esencial. Al principio, no. —Inspira hondo—. Creo que estamos aquí para aprender algo. No solo cómo morimos, no sé… creo que… debemos aprender algo más profundo. Para poder seguir adelante. —Hace una pausa—. ¿Le encuentras sentido?
Ahora mismo, nada tiene sentido para mí, pero no quiero admitirlo delante de él. —A ver, tú llevas muerto casi un año. ¿Qué has averiguado de momento? Desvía la mirada.
—Algunas cosas.
—¿Has visto lo que te ocurrió la noche en que moriste?
—Aún no.
—¿Qué? —digo, casi chillando—. ¿Después de un año entero?
—¡Igual en tu caso es distinto! Yo qué sé. Solo te digo lo que creo, ¿vale?
Lo miro furiosa. No me apetece nada quedarme en una especie de limbo terrenal durante el próximo año. Tiene que haber algo más, ¿no?
—Puedo contarte otras cosas —se ofrece Alex.
Me siento tan frustrada que me parece que voy a echarme a llorar otra vez.
—¿Como qué?
—Pues… ¿te notas cansada? —me dice.
Asiento con la cabeza.
—Cansadísima.
—Yo también. Pero descubrirás, o por lo menos es lo que me pasa a mí, que no puedes dormir. En lugar de eso, te ocurre algo distinto.
—¿El qué? ¿Visitaré otros recuerdos? ¿Me acordaré de cosas?
Empieza a salir el sol. El tiempo pasa deprisa; parece que llevo aquí fuera diez minutos, pero deben de haber pasado horas.
Alex se rasca la cabeza, pensativo.
—¿Sabes eso que se dice de que, cuando te mueres, toda tu vida te pasa por delante de los ojos como si fuera una película?
Asiento con la cabeza.
—Pues es algo así. Salvo que es mucho más… lento. Te notas muy cansado, como si te fueras a quedar dormido. Cierras los ojos, pero no te duermes. En cambio, ves cosas.
—¿Qué clase de cosas?
—De tu vida. Unas veces son recuerdos al azar; otras, son cosas más importantes. Es como si estuvieras haciendo un rompecabezas. Ves cómo pasan las cosas y, al verlas desde fuera, las entiendes
mejor. Como lo que te he enseñado en la cafetería.
—¿Y tú aún no sabes quién te atropelló?
—No, aún no.
Hago un puchero.
—Pero ¿estarás a punto de averiguarlo?
Asiente con la cabeza.
—Sí, estoy a punto. —Luego añade—: Pero igual lo tuyo es distinto. No sé.
—Huy, sí, eres de gran ayuda. Muchísimas gracias.
—¿Quieres que te dé un buen consejo? —se ofrece.
—Por favor. Ya me has ayudado tanto…
Mi voz bulle de irritación y sarcasmo. Ya he superado la conmoción de mi impertinencia inicial. Alex y yo no combinamos bien. No tiene sentido que finjamos buen rollo, ¿no?
Alex señala el barco con la cabeza.
—Mira. La cosa empieza a ponerse interesante.
Me vuelvo. En cubierta, sin nada encima más que unos calzoncillos a cuadros, está mi novio, Richie Wilson.
—Richie —digo echándome a llorar de nuevo. Alzo la voz para gritarle—: ¡Richie!
—No te oye —suspira Alex—. No eres la más lista del rebaño, ¿eh?
—No se dice así —espeto, sin dejar de mirar a Richie—. Es «eres la más lista de la clase».
—Ya —asiente Alex—. Solo que tú eres un borrego. Y yo no. Por eso no puedo adaptar la expresión a tu caso…
—¡Cállate ya! ¡Richie! —vuelvo a gritar.
Alex menea la cabeza.
—¿Liz? —llama Richie en voz baja, mirando alrededor. Se envuelve el torso con los brazos, temblando por el aire frío de la mañana—. Liz, ¿estás ahí?
Lo llamo a gritos, una y otra vez, hasta que me siento tan agotada que creo que voy a desplomarme. Es evidente que no puede oírme.
Richie sigue mirando alrededor unos minutos. No parece preocupado, ¿por qué iba a estarlo? La casa de mis padres está a menos de un par de minutos del barco. Seguro que piensa que me he despertado temprano y me he ido a correr. Ni se le ocurre, desde luego, que estoy a tres metros escasos de él, casi a su lado, ni que estoy flotando en el agua, bajo sus pies.
Espera unos segundos más, luego vuelve adentro, probablemente para acostarse otra vez, y cierra la puerta corredera a su paso. Richie y yo nos conocemos desde bebés. Crecimos en la misma calle. Somos pareja desde séptimo. Nos queremos. Lo sé bien, aunque ignoro por qué. Esta es la clase de cosas que no imagino que pudiera olvidar.
—Maldita sea —susurro, viéndolo entrar en el barco, y me seco las lágrimas de los ojos.
—No te preocupes —dice Alex.
—¿Por qué no?
—No tardará en enterarse.
—Ya no volverá a ser el mismo —mascullo—. Ninguno de ellos lo será.
—Seguro que no. ¿Cómo va a vivir ninguno de tus amigos sin ti?
Decido ignorar su ironía de momento; tengo cosas importantes de las que ocuparme.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunto.
El sol comienza a brillar y se refleja en el agua. Más allá del barco, de los muelles, veo que la ciudad de Noank empieza a iluminarse.
—Esperar —dice. Me sigue con la vista. Contemplamos nuestra pequeña ciudad, donde todo solía parecer tan seguro—. Ya no tardarán en encontrar tu cadáver —añade.
—¿Y luego qué? —susurro.
Hace una pausa, meditando la respuesta.
—Luego averiguaremos lo que te ha ocurrido.
—¿En serio?
—Sí. —Otra pausa, esta vez más larga—. A lo mejor.




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Mensaje por Carolina1DForever Vie 13 Dic 2013, 2:50 pm

aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa siguela me encanta me encanta me encanta me encanta!!!!!!!!!!!!!!!!!
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