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La saga de Harry Potter

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La saga de Harry Potter Empty La saga de Harry Potter

Mensaje por Esa Carol Lun 13 Ago 2012, 11:52 am

¿No Seria genial poder leer los libros de Harry Potter? Si, si, si Aqui en el foro. ¿Les gustaria volver a revivir la magia en sus libros? ¿Por cada capitulo? Para todas aquellas personas que no podieron y para las que si, aqui les traigo un Tema que les gustara y que les engancharas. Todos los libros de Harry Potter al alcance de todos.

1- Harry Potter y La Piedra Filosofal

2- Harry Potter y La Camara de los Secretos

3- Harry Potter y El Prisionero de Azkaban

4- Harry Potter y El Caliz de Fuego

5- Harry Potter y La Orden del Fenix

6- Harry Potter y El Principe Meztizo

7- Harry Potter y Las Reliquias de la Muerte
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La saga de Harry Potter Empty Prologo.

Mensaje por Esa Carol Lun 13 Ago 2012, 12:03 pm

J.K. ROWLING


Harry Potter
y
la piedra filosofal




Harry Potter se ha quedado huérfano y vive en casa de sus abominables tíos y del insoportable primo Dudley. Harry se siente muy triste y solo, hasta que un buen día recibe una carta que cambiará su vida para siempre. En ella le comunican que ha sido aceptado como alumno en el colegio interno Hogwarts de magia y hechicería. A partir de ese momento, la suerte de Harry da un vuelco espectacular. En esa escuela tan especial aprenderá encantamientos, trucos fabulosos y tácticas de defensa contra las malas artes. Se convertirá en el campeón escolar de quidditch, especie de fútbol aéreo que se juega montado sobre escobas, y se hará un puñado de buenos amigos... aunque también algunos temibles enemigos. Pero sobre todo, conocerá los secretos que le permitirán cumplir con su destino. Pues, aunque no lo parezca a primera vista, Harry no es un chico común y corriente. ¡Es un mago!
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La saga de Harry Potter Empty PARTE I

Mensaje por Esa Carol Lun 13 Ago 2012, 12:10 pm

Parte I
El niño que vivió






El señor y la señora Dursley, que vivían en el número 4 de Pri­vet Drive, estaban orgullosos de decir que eran muy nor­males, afortunadamente. Eran las últimas personas que se esperaría encontrar relacionadas con algo extraño o miste­rioso, porque no estaban para tales tonterías.

El señor Dursley era el director de una empresa llamada Grunnings, que fabricaba taladros. Era un hombre corpulen­to y rollizo, casi sin cuello, aunque con un bigote inmenso. La señora Dursley era delgada, rubia y tenía un cuello casi el doble de largo de lo habitual, lo que le resultaba muy útil, ya que pasaba la mayor parte del tiempo estirándolo por enci­ma de la valla de los jardines para espiar a sus vecinos. Los Dursley tenían un hijo pequeño llamado Dudley, y para ellos no había un niño mejor que él.

Los Dursley tenían todo lo que querían, pero también te­nían un secreto, y su mayor temor era que lo descubriesen: no habrían soportado que se supiera lo de los Potter.
La señora Potter era hermana de la señora Dursley, pero no se veían desde hacía años; tanto era así que la señora Durs­ley fingía que no tenía hermana, porque su hermana y su ma­rido, un completo inútil, eran lo más opuesto a los Dursley que se pudiera imaginar. Los Dursley se estremecían al pen­sar qué dirían los vecinos si los Potter apareciesen por la ace­ra. Sabían que los Potter también tenían un hijo pequeño, pero nunca lo habían visto. El niño era otra buena razón para mantener alejados a los Potter: no querían que Dudley se juntara con un niño como aquél.
Nuestra historia comienza cuando el señor y la señora Dursley se despertaron un martes, con un cielo cubierto de nubes grises que amenazaban tormenta. Pero nada había en aquel nublado cielo que sugiriera los acontecimientos extraños y misteriosos que poco después tendrían lugar en toda la región. El señor Dursley canturreaba mientras se ponía su corbata más sosa para ir al trabajo, y la señora Dursley parloteaba alegremente mientras instalaba al ruidoso Dudley en la silla alta.

Ninguno vio la gran lechuza parda que pasaba volando por la ventana.

A las ocho y media, el señor Dursley cogió su maletín, besó a la señora Dursley en la mejilla y trató de despedirse de Dudley con un beso, aunque no pudo, ya que el niño tenía un berrinche y estaba arrojando los cereales contra las pare­des. «Tunante», dijo entre dientes el señor Dursley mientras salía de la casa. Se metió en su coche y se alejó del número 4.

Al llegar a la esquina percibió el primer indicio de que sucedía algo raro: un gato estaba mirando un plano de la ciu­dad. Durante un segundo, el señor Dursley no se dio cuenta de lo que había visto, pero luego volvió la cabeza para mirar otra vez. Sí había un gato atigrado en la esquina de Privet Drive, pero no vio ningún plano. ¿En qué había estado pen­sando? Debía de haber sido una ilusión óptica. El señor Dursley parpadeó y contempló al gato. Éste le devolvió la mi­rada. Mientras el señor Dursley daba la vuelta a la esquina y subía por la calle, observó al gato por el espejo retrovisor: en aquel momento el felino estaba leyendo el rótulo que decía «Privet Drive» (no podía ser, los gatos no saben leer los rótu­los ni los planos). El señor Dursley meneó la cabeza y alejó al gato de sus pensamientos. Mientras iba a la ciudad en coche no pensó más que en los pedidos de taladros que esperaba conseguir aquel día.
Pero en las afueras ocurrió algo que apartó los taladros de su mente. Mientras esperaba en el habitual embotella­miento matutino, no pudo dejar de advertir una gran canti­dad de gente vestida de forma extraña. Individuos con capa. El señor Dursley no soportaba a la gente que llevaba ropa ridícula. ¡Ah, los conjuntos que llevaban los jóvenes! Supuso que debía de ser una moda nueva. Tamborileó con los dedos sobre el volante y su mirada se posó en unos extraños que estaban cerca de él. Cuchicheaban entre sí, muy excitados. El señor Dursley se enfureció al darse cuenta de que dos de los desconocidos no eran jóvenes. Vamos, uno era incluso mayor que él, ¡y vestía una capa verde esmeralda! ¡Qué valor! Pero entonces se le ocurrió que debía de ser alguna tontería publi­citaria; era evidente que aquella gente hacía una colecta para algo. Sí, tenía que ser eso. El tráfico avanzó y, unos mi­nutos más tarde, el señor Dursley llegó al aparcamiento de Grunnings, pensando nuevamente en los taladros.
El señor Dursley siempre se sentaba de espaldas a la ventana, en su oficina del noveno piso. Si no lo hubiera hecho así, aquella mañana le habría costado concentrarse en los ta­ladros. No vio las lechuzas que volaban en pleno día, aunque en la calle sí que las veían y las señalaban con la boca abier­ta, mientras las aves desfilaban una tras otra. La mayoría de aquellas personas no había visto una lechuza ni siquie­ra de noche. Sin embargo, el señor Dursley tuvo una mañana perfectamente normal, sin lechuzas. Gritó a cinco personas. Hizo llamadas telefónicas importantes y volvió a gritar. Es­tuvo de muy buen humor hasta la hora de la comida, cuando decidió estirar las piernas y dirigirse a la panadería que es­taba en la acera de enfrente.

Había olvidado a la gente con capa hasta que pasó cerca de un grupo que estaba al lado de la panadería. Al pasar los miró enfadado. No sabía por qué, pero le ponían nervioso. Aquel grupo también susurraba con agitación y no llevaba ni una hucha. Cuando regresaba con un donut gigante en una bolsa de papel, alcanzó a oír unas pocas palabras de su con­versación.

—Los Potter, eso es, eso es lo que he oído...

—Sí, su hijo, Harry...

El señor Dursley se quedó petrificado. El temor lo inva­dió. Se volvió hacia los que murmuraban, como si quisiera decirles algo, pero se contuvo.
Se apresuró a cruzar la calle y echó a correr hasta su ofi­cina. Dijo a gritos a su secretaria que no quería que le moles­taran, cogió el teléfono y, cuando casi había terminado de marcar los números de su casa, cambió de idea. Dejó el apa­rato y se atusó los bigotes mientras pensaba... No, se estaba comportando como un estúpido. Potter no era un apellido tan especial. Estaba seguro de que había muchísimas personas que se llamaban Potter y que tenían un hijo llamado Harry. Y pensándolo mejor, ni siquiera estaba seguro de que su so­brino se llamara Harry. Nunca había visto al niño. Podría llamarse Harvey. O Harold. No tenía sentido preocupar a la señora Dursley, siempre se trastornaba mucho ante cual­quier mención de su hermana. Y no podía reprochárselo. ¡Si él hubiera tenido una hermana así...! Pero de todos modos, aquella gente de la capa...
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La saga de Harry Potter Empty Re: La saga de Harry Potter

Mensaje por Esa Carol Lun 13 Ago 2012, 1:31 pm


Parte II
Aquella tarde le costó concentrarse en los taladros, y cuando dejó el edificio, a las cinco en punto, estaba todavía tan preocupado que, sin darse cuenta, chocó con un hombre que estaba en la puerta.

—Perdón —gruñó, mientras el diminuto viejo se tamba­leaba y casi caía al suelo. Segundos después, el señor Dursley se dio cuenta de que el hombre llevaba una capa violeta. No parecía disgustado por el empujón. Al contrario, su rostro se iluminó con una amplia sonrisa, mientras decía con una voz tan chillona que llamaba la atención de los que pasaban:

—¡No se disculpe, mi querido señor, porque hoy nada puede molestarme! ¡Hay que alegrarse, porque Quien-usted-sabe finalmente se ha ido! ¡Hasta los muggles como usted de­berían celebrar este feliz día!

Y el anciano abrazó al señor Dursley y se alejó.

El señor Dursley se quedó completamente helado. Lo ha­bía abrazado un desconocido. Y por si fuera poco le había lla­mado muggle, no importaba lo que eso fuera. Estaba descon­certado. Se apresuró a subir a su coche y a dirigirse hacia su casa, deseando que todo fueran imaginaciones suyas (algo que nunca había deseado antes, porque no aprobaba la ima­ginación).

Cuando entró en el camino del número 4, lo primero que vio (y eso no mejoró su humor) fue el gato atigrado que se ha­bía encontrado por la mañana. En aquel momento estaba sentado en la pared de su jardín. Estaba seguro de que era el mismo, pues tenía unas líneas idénticas alrededor de los ojos.

—¡Fuera! —dijo el señor Dursley en voz alta.

El gato no se movió. Sólo le dirigió una mirada severa. El señor Dursley se preguntó si aquélla era una conducta nor­mal en un gato. Trató de calmarse y entró en la casa. Todavía seguía decidido a no decirle nada a su esposa.

La señora Dursley había tenido un día bueno y normal. Mientras comían, le informó de los problemas de la señora Puerta Contigua con su hija, y le contó que Dudley había aprendido una nueva frase («¡no lo haré!»). El señor Dursley trató de comportarse con normalidad. Una vez que acostaron a Dudley, fue al salón a tiempo para ver el informativo de la noche.

—Y por último, observadores de pájaros de todas partes han informado de que hoy las lechuzas de la nación han teni­do una conducta poco habitual. Pese a que las lechuzas habi­tualmente cazan durante la noche y es muy difícil verlas a la luz del día, se han producido cientos de avisos sobre el vuelo de estas aves en todas direcciones, desde la salida del sol. Los expertos son incapaces de explicar la causa por la que las le­chuzas han cambiado sus horarios de sueño. —El locutor se permitió una mueca irónica—. Muy misterioso. Y ahora, de nuevo con Jim McGuffin y el pronóstico del tiempo. ¿Habrá más lluvias de lechuzas esta noche, Jim?
—Bueno, Ted —dijo el meteorólogo—, eso no lo sé, pero no sólo las lechuzas han tenido hoy una actitud extraña. Te­lespectadores de lugares tan apartados como Kent, Yorkshire y Dundee han telefoneado para decirme que en lugar de la lluvia que prometí ayer ¡tuvieron un chaparrón de estrellas fugaces! Tal vez la gente ha comenzado a celebrar antes de tiempo la Noche de las Hogueras. ¡Es la semana que viene, señores! Pero puedo prometerles una noche lluviosa.

El señor Dursley se quedó congelado en su sillón. ¿Estre­llas fugaces por toda Gran Bretaña? ¿Lechuzas volando a la luz del día? Y aquel rumor, aquel cuchicheo sobre los Potter...

La señora Dursley entró en el comedor con dos tazas de té. Aquello no iba bien. Tenía que decirle algo a su esposa. Se aclaró la garganta con nerviosismo.

—Eh... Petunia, querida, ¿has sabido últimamente algo sobre tu hermana?

Como había esperado, la señora Dursley pareció moles­ta y enfadada. Después de todo, normalmente ellos fingían que ella no tenía hermana.

—No —respondió en tono cortante—. ¿Por qué?

—Hay cosas muy extrañas en las noticias —masculló el señor Dursley—. Lechuzas... estrellas fugaces... y hoy había en la ciudad una cantidad de gente con aspecto raro...

—¿Y qué? —interrumpió bruscamente la señora Dursley

—Bueno, pensé... quizá... que podría tener algo que ver con... ya sabes... su grupo.

La señora Dursley bebió su té con los labios fruncidos. El señor Dursley se preguntó si se atrevería a decirle que ha­bía oído el apellido «Potter». No, no se atrevería. En lugar de eso, dijo, tratando de parecer despreocupado:

—El hijo de ellos... debe de tener la edad de Dudley, ¿no?

—Eso creo —respondió la señora Dursley con rigidez.

—¿Y cómo se llamaba? Howard, ¿no?

—Harry. Un nombre vulgar y horrible, si quieres mi opinión.

—Oh, sí—dijo el señor Dursley, con una espantosa sen­sación de abatimiento—. Sí, estoy de acuerdo.
No dijo nada más sobre el tema, y subieron a acostarse. Mientras la señora Dursley estaba en el cuarto de baño, el señor Dursley se acercó lentamente hasta la ventana del dor­mitorio y escudriñó el jardín delantero. El gato todavía esta­ba allí. Miraba con atención hacia Privet Drive, como si estu­viera esperando algo.

¿Se estaba imaginando cosas? ¿O podría todo aquello te­ner algo que ver con los Potter? Si fuera así... si se descubría que ellos eran parientes de unos... bueno, creía que no podría soportarlo.

Los Dursley se fueron a la cama. La señora Dursley se quedó dormida rápidamente, pero el señor Dursley perma­neció despierto, con todo aquello dando vueltas por su mente. Su último y consolador pensamiento antes de quedarse dor­mido fue que, aunque los Potter estuvieran implicados en los sucesos, no había razón para que se acercaran a él y a la se­ñora Dursley. Los Potter sabían muy bien lo que él y Petunia pensaban de ellos y de los de su clase... No veía cómo a él y a Petunia podrían mezclarlos en algo que tuviera que ver (bos­tezó y se dio la vuelta)... No, no podría afectarlos a ellos...

¡Qué equivocado estaba!

El señor Dursley cayó en un sueño intranquilo, pero el gato que estaba sentado en la pared del jardín no mostraba señales de adormecerse. Estaba tan inmóvil como una esta­tua, con los ojos fijos, sin pestañear, en la esquina de Privet Drive. Apenas tembló cuando se cerró la puertezuela de un coche en la calle de al lado, ni cuando dos lechuzas volaron sobre su cabeza. La verdad es que el gato no se movió hasta la medianoche.

Un hombre apareció en la esquina que el gato había es­tado observando, y lo hizo tan súbita y silenciosamente que se podría pensar que había surgido de la tierra. La cola del gato se agitó y sus ojos se entornaron.

En Privet Drive nunca se había visto un hombre así. Era alto, delgado y muy anciano, a juzgar por su pelo y barba pla­teados, tan largos que podría sujetarlos con el cinturón. Lle­vaba una túnica larga, una capa color púrpura que barría el suelo y botas con tacón alto y hebillas. Sus ojos azules eran claros, brillantes y centelleaban detrás de unas gafas de cris­tales de media luna. Tenía una nariz muy larga y torcida, como si se la hubiera fracturado alguna vez. El nombre de aquel hombre era Albus Dumbledore.

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La saga de Harry Potter Empty Re: La saga de Harry Potter

Mensaje por Esa Carol Lun 13 Ago 2012, 1:37 pm


Parte III

Albus Dumbledore no parecía darse cuenta de que había llegado a una calle en donde todo lo suyo, desde su nombre hasta sus botas, era mal recibido. Estaba muy ocupado revol­viendo en su capa, buscando algo, pero pareció darse cuenta de que lo observaban porque, de pronto, miró al gato, que todavía lo
contemplaba con fijeza desde la otra punta de la calle. Por alguna razón, ver al gato pareció divertirlo. Rió en­tre dientes y murmuró:

—Debería haberlo sabido.

Encontró en su bolsillo interior lo que estaba buscando. Parecía un encendedor de plata. Lo abrió, lo sostuvo alto en el aire y lo encendió. La luz más cercana de la calle se apagó con un leve estallido. Lo encendió otra vez y la siguiente lám­para quedó a oscuras. Doce veces hizo funcionar el Apagador, hasta que las únicas luces que quedaron en toda la calle fue­ron dos alfileres lejanos: los ojos del gato que lo observaba. Si alguien hubiera mirado por la ventana en aquel momento, aunque fuera la señora Dursley con sus ojos como cuentas, pequeños y brillantes, no habría podido ver lo que sucedía en la calle. Dumbledore volvió a guardar el Apagador dentro de su capa y fue hacia el número 4 de la calle, donde se sentó en la pared, cerca del gato. No lo miró, pero después de un momento le dirigió la palabra.

—Me alegro de verla aquí, profesora McGonagall.

Se volvió para sonreír al gato, pero éste ya no estaba. En su lugar, le dirigía la sonrisa a una mujer de aspecto severo que llevaba gafas de montura cuadrada, que recordaban las líneas que había alrededor de los ojos del gato. La mujer tam­bién llevaba una capa, de color esmeralda. Su cabello negro estaba recogido en un moño. Parecía claramente disgustada.

—¿Cómo ha sabido que era yo? —preguntó.

—Mi querida profesora, nunca he visto a un gato tan tieso.

—Usted también estaría tieso si llevara todo el día sen­tado sobre una pared de ladrillo —respondió la profesora McGonagall.

—¿Todo el día? ¿Cuando podría haber estado de fiesta? Debo de haber pasado por una docena de celebraciones y fies­tas en mi camino hasta aquí.

La profesora McGonagall resopló enfadada.

—Oh, sí, todos estaban de fiesta, de acuerdo —dijo con impaciencia—. Yo creía que serían un poquito más pruden­tes, pero no... ¡Hasta los muggles se han dado cuenta de que algo sucede! Salió en las noticias. —Terció la cabeza en direc­ción a la ventana del oscuro salón de los Dursley—. Lo he oído. Bandadas de lechuzas, estrellas fugaces... Bueno, no son totalmente estúpidos. Tenían que darse cuenta de algo. Estrellas fugaces cayendo en Kent... Seguro que fue Dedalus Diggle. Nunca tuvo mucho sentido común.

—No puede reprochárselo —dijo Dumbledore con tono afable—. Hemos tenido tan poco que celebrar durante once años...

—Ya lo sé —respondió irritada la profesora McGona­gall—. Pero ésa no es una razón para perder la cabeza. La gente se ha vuelto completamente descuidada, sale a las calles a plena luz del día, ni siquiera se pone la ropa de los muggles, intercambia rumores...
Lanzó una mirada cortante y de soslayo hacia Dumbledore, como si esperara que éste le contestara algo. Pero como no lo hizo, continuó hablando.

—Sería extraordinario que el mismo día en que Quien-usted-sabe parece haber desaparecido al fin, los muggles lo descubran todo sobre nosotros. Porque realmente se ha ido, ¿no, Dumbledore?

—Es lo que parece —dijo Dumbledore—. Tenemos mu­cho que agradecer. ¿Le gustaría tomar un caramelo de limón?

—¿Un qué?

—Un caramelo de limón. Es una clase de dulces de los muggles que me gusta mucho.

—No, muchas gracias —respondió con frialdad la pro­fesora McGonagall, como si considerara que aquél no era un momento apropiado para caramelos—. Como le decía, aunque Quien-usted-sabe se haya ido...

—Mi querida profesora, estoy seguro de que una perso­na sensata como usted puede llamarlo por su nombre, ¿ver­dad? Toda esa tontería de Quien-usted-sabe... Durante once años intenté persuadir a la gente para que lo llamara por su verdadero nombre, Voldemort. —La profesora McGonagall se echó hacia atrás con temor, pero Dumbledore, ocupado en desenvolver dos caramelos de limón, pareció no darse cuenta—. Todo se volverá muy confuso si seguimos diciendo «Quien-usted-sabe». Nunca he encontrado ningún motivo para temer pronunciar el nombre de Voldemort.

—Sé que usted no tiene ese problema —observó la profe­sora McGonagall, entre la exasperación y la admiración—. Pero usted es diferente. Todos saben que usted es el único al que Quien-usted... Oh, bueno, Voldemort, tenía miedo.

—Me está halagando —dijo con calma Dumbledore—. Voldemort tenía poderes que yo nunca tuve.

—Sólo porque usted es demasiado... bueno... noble... para utilizarlos.

—Menos mal que está oscuro. No me he ruborizado tan­to desde que la señora Pomfrey me dijo que le gustaban mis nuevas orejeras.

La profesora McGonagall le lanzó una mirada dura, an­tes de hablar.

—Las lechuzas no son nada comparadas con los rumores que corren por ahí. ¿Sabe lo que todos dicen sobre la forma en que desapareció? ¿Sobre lo que finalmente lo detuvo?
Parecía que la profesora McGonagall había llegado al punto que más deseosa estaba por discutir, la verdadera ra­zón por la que había esperado todo el día en una fría pared pues, ni como gato ni como mujer, había mirado nunca a Dum­bledore con tal intensidad como lo hacía en aquel momento. Era evidente que, fuera lo que fuera «aquello que todos de­cían», no lo iba a creer hasta que Dumbledore le dijera que era verdad. Dumbledore, sin embargo, estaba eligiendo otro caramelo y no le respondió.

—Lo que están diciendo —insistió— es que la pasada noche Voldemort apareció en el valle de Godric. Iba a buscar a los Potter. El rumor es que Lily y James Potter están... es­tán... bueno, que están muertos.

Dumbledore inclinó la cabeza. La profesora McGonagall se quedó boquiabierta.

—Lily y James... no puedo creerlo... No quiero creerlo... Oh, Albus...

Dumbledore se acercó y le dio una palmada en la espalda.

—Lo sé... lo sé... —dijo con tristeza.

La voz de la profesora McGonagall temblaba cuando continuó.

—Eso no es todo. Dicen que quiso matar al hijo de los Potter, a Harry. Pero no pudo. No pudo matar a ese niño. Na­die sabe por qué, ni cómo, pero dicen que como no pudo ma­tarlo, el poder de Voldemort se rompió... y que ésa es la razón por la que se ha ido.

Dumbledore asintió con la cabeza, apesadumbrado.

—¿Es... es verdad? —tartamudeó la profesora McGona­gall—. Después de todo lo que hizo... de toda la gente que mató... ¿no pudo matar a un niño? Es asombroso... entre to­das las cosas que podrían detenerlo... Pero ¿cómo sobrevivió Harry en nombre del cielo?

—Sólo podemos hacer conjeturas —dijo Dumbledore—. Tal vez nunca lo sepamos.

La profesora McGonagall sacó un pañuelo con puntilla y se lo pasó por los ojos, por detrás de las gafas. Dumbledore resopló mientras sacaba un reloj de oro del bolsillo y lo exa­minaba. Era un reloj muy raro. Tenía doce manecillas y nin­gún número; pequeños planetas se movían por el perímetro del círculo. Pero para Dumbledore debía de tener sentido, porque lo guardó y dijo:

—Hagrid se retrasa. Imagino que fue él quien le dijo que yo estaría aquí, ¿no?

—Sí —dijo la profesora McGonagall—. Y yo me imagino que usted no me va a decir por qué, entre tantos lugares, te­nía que venir precisamente aquí.

Esa Carol
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Mensaje por Esa Carol Jue 16 Ago 2012, 8:35 am


Parte IV

—He venido a entregar a Harry a su tía y su tío. Son la única familia que le queda ahora.

—¿Quiere decir...? ¡No puede referirse a la gente que vive aquí! —gritó la profesora, poniéndose de pie de un salto y señalando al número 4—. Dumbledore... no puede. Los he estado observando todo el día. No podría encontrar a gente más distinta de nosotros. Y ese hijo que tienen... Lo vi dando patadas a su madre mientras subían por la escalera, pidien­do caramelos a gritos. ¡Harry Potter no puede vivir ahí!

—Es el mejor lugar para él —dijo Dumbledore con fir­meza—. Sus tíos podrán explicárselo todo cuando sea mayor. Les escribí una carta.

—¿Una carta? —repitió la profesora McGonagall, vol­viendo a sentarse—. Dumbledore, ¿de verdad cree que puede explicarlo todo en una carta? ¡Esa gente jamás comprenderá a Harry! ¡Será famoso... una leyenda... no me sorprende­ría que el día de hoy fuera conocido en el futuro como el día de Harry Potter! Escribirán libros sobre Harry... todos los niños del mundo conocerán su nombre.

—Exactamente —dijo Dumbledore, con mirada muy se­ria por encima de sus gafas—. Sería suficiente para marear a cualquier niño. ¡Famoso antes de saber hablar y andar! ¡Famoso por algo que ni siquiera recuerda! ¿No se da cuenta de que será mucho mejor que crezca lejos de todo, hasta que esté preparado para asimilarlo?

La profesora McGonagall abrió la boca, cambió de idea, tragó y luego dijo:

—Sí... sí, tiene razón, por supuesto. Pero ¿cómo va a lle­gar el niño hasta aquí, Dumbledore? —De pronto observó la capa del profesor, como si pensara que podía tener escondido a Harry.

—Hagrid lo traerá.

—¿Le parece... sensato... confiar a Hagrid algo tan im­portante como eso?

—A Hagrid, le confiaría mi vida—dijo Dumbledore.

—No estoy diciendo que su corazón no esté donde debe estar —dijo a regañadientes la profesora McGonagall—. Pero no me dirá que no es descuidado. Tiene la costumbre de... ¿Qué ha sido eso?

Un ruido sordo rompió el silencio que los rodeaba. Se fue haciendo más fuerte mientras ellos miraban a ambos lados de la calle, buscando alguna luz. Aumentó hasta ser un rugido mientras los dos miraban hacia el cielo, y entonces una pesada moto cayó del aire y aterrizó en el camino, frente a ellos.

La moto era inmensa, pero si se la comparaba con el hombre que la conducía parecía un juguete. Era dos veces más alto que un hombre normal y al menos cinco veces más ancho. Se podía decir que era demasiado grande para que lo aceptaran y además, tan desaliñado... Cabello negro, largo y revuelto, y una barba que le cubría casi toda la cara. Sus manos tenían el mismo tamaño que las tapas del cubo de la basura y sus pies, calzados con botas de cuero, parecían crías de delfín. En sus enormes brazos musculosos sostenía un bulto envuelto en mantas.
—Hagrid —dijo aliviado Dumbledore—. Por fin. ¿Y dón­de conseguiste esa moto?

—Me la han prestado; profesor Dumbledore —contestó el gigante, bajando con cuidado del vehículo mientras habla­ba—. El joven Sirius Black me la dejó. Lo he traído, señor.

—¿No ha habido problemas por allí?

—No, señor. La casa estaba casi destruida, pero lo saqué antes de que los muggles comenzaran a aparecer. Se quedó dormido mientras volábamos sobre Bristol.

Dumbledore y la profesora McGonagall se inclinaron sobre las mantas. Entre ellas se veía un niño pequeño, pro­fundamente dormido. Bajo una mata de pelo negro azabache, sobre la frente, pudieron ver una cicatriz con una forma curiosa, como un relámpago.

—¿Fue allí...? —susurró la profesora McGonagall.

—Sí —respondió Dumbledore—. Tendrá esa cicatriz para siempre.

—¿No puede hacer nada, Dumbledore?

—Aunque pudiera, no lo haría. Las cicatrices pueden ser útiles. Yo tengo una en la rodilla izquierda que es un diagra­ma perfecto del metro de Londres. Bueno, déjalo aquí, Ha­grid, es mejor que terminemos con esto.

Dumbledore se volvió hacia la casa de los Dursley

—¿Puedo... puedo despedirme de él, señor? —preguntó Hagrid.

Inclinó la gran cabeza desgreñada sobre Harry y le dio un beso, raspándolo con la barba. Entonces, súbitamente, Ha­grid dejó escapar un aullido, como si fuera un perro herido.

—¡Shhh! —dijo la profesora McGonagall—. ¡Vas a des­pertar a los muggles!

—Lo... siento —lloriqueó Hagrid, y se limpió la cara con un gran pañuelo—. Pero no puedo soportarlo... Lily y Ja­mes muertos... y el pobrecito Harry tendrá que vivir con muggles...

—Sí, sí, es todo muy triste, pero domínate, Hagrid, o van a descubrirnos —susurró la profesora McGonagall, dando una palmada en un brazo de Hagrid, mientras Dumbledore pasaba sobre la verja del jardín e iba hasta la puerta que ha­bía enfrente. Dejó suavemente a Harry en el umbral, sacó la carta de su capa, la escondió entre las mantas del niño y lue­go volvió con los otros dos. Durante un largo minuto los tres contemplaron el pequeño bulto. Los hombros de Hagrid se estremecieron. La profesora McGonagall parpadeó furiosa­mente. La luz titilante que los ojos de Dumbledore irradiaban habitualmente parecía haberlos abandonado.
—Bueno —dijo finalmente Dumbledore—, ya está. No tenemos nada que hacer aquí. Será mejor que nos vayamos y nos unamos a las celebraciones.

—Ajá —respondió Hagrid con voz ronca—. Voy a devol­ver la moto a Sirius. Buenas noches, profesora McGonagall, profesor Dumbledore.

Hagrid se secó las lágrimas con la manga de la chaqueta, se subió a la moto y le dio una patada a la palanca para poner el motor en marcha. Con un estrépito se elevó en el aire y de­sapareció en la noche.

—Nos veremos pronto, espero, profesora McGonagall —dijo Dumbledore, saludándola con una inclinación de cabeza. La profesora McGonagall se sonó la nariz por toda res­puesta.

Dumbledore se volvió y se marchó calle abajo. Se detuvo en la esquina y levantó el Apagador de plata. Lo hizo funcio­nar una vez y todas las luces de la calle se encendieron, de manera que Privet Drive se iluminó con un resplandor ana­ranjado, y pudo ver a un gato atigrado que se escabullía por una esquina, en el otro extremo de la calle. También pudo ver el bulto de mantas de las escaleras de la casa número 4.

—Buena suerte, Harry —murmuró. Dio media vuelta y, con un movimiento de su capa, desapareció.

Una brisa agitó los pulcros setos de Privet Drive. La ca­lle permanecía silenciosa bajo un cielo de color tinta. Aquél era el último lugar donde uno esperaría que ocurrieran cosas asombrosas. Harry Potter se dio la vuelta entre las mantas, sin despertarse. Una mano pequeña se cerró sobre la carta y siguió durmiendo, sin saber que era famoso, sin saber que en unas pocas horas le haría despertar el grito de la señora Dursley, cuando abriera la puerta principal para sacar las botellas de leche. Ni que iba a pasar las próximas semanas pinchado y pellizcado por su primo Dudley.. No podía saber tampoco que, en aquel mismo momento, las personas que se reunían en secreto por todo el país estaban levantando sus copas y diciendo, con voces quedas: «¡Por Harry Potter... el niño que vivió!».

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Mensaje por Esa Carol Jue 16 Ago 2012, 8:39 am

2


El vidrio que se desvaneció






Habían pasado aproximadamente diez años desde el día en que los Dursley se despertaron y encontraron a su sobrino en la puerta de entrada, pero Privet Drive no había cam­biado en absoluto. El sol se elevaba en los mismos jardincitos, iluminaba el número 4 de latón sobre la puerta de los Dursley y avanzaba en su salón, que era casi exactamente el mismo que aquél donde el señor Dursley había oído las omi­nosas noticias sobre las lechuzas, una noche de hacía diez años. Sólo las fotos de la repisa de la chimenea eran testimo­nio del tiempo que había pasado. Diez años antes, había una gran cantidad de retratos de lo que parecía una gran pelota rosada con gorros de diferentes colores, pero Dudley Dursley ya no era un niño pequeño, y en aquel momento las fotos mostraban a un chico grande y rubio montando su primera bicicleta, en un tiovivo en la feria, jugando con su padre en el ordenador, besado y abrazado por su madre... La habitación no ofrecía señales de que allí viviera otro niño.

Sin embargo, Harry Potter estaba todavía allí, durmien­do en aquel momento, aunque no por mucho tiempo. Su tía Petunia se había despertado y su voz chillona era el primer ruido del día.

—¡Arriba! ¡A levantarse! ¡Ahora!

Harry se despertó con un sobresalto. Su tía llamó otra vez a la puerta.

—¡Arriba! —chilló de nuevo. Harry oyó sus pasos en di­rección a la cocina, y después el roce de la sartén contra el fo­gón. El niño se dio la vuelta y trató de recordar el sueño que había tenido. Había sido bonito. Había una moto que volaba. Tenía la curiosa sensación de que había soñado lo mismo an­teriormente.

Su tía volvió a la puerta.

—¿Ya estás levantado? —quiso saber.

—Casi —respondió Harry

—Bueno, date prisa, quiero que vigiles el beicon. Y no te atrevas a dejar que se queme. Quiero que todo sea perfecto el día del cumpleaños de Duddy.

Harry gimió.

—¿Qué has dicho? —gritó con ira desde el otro lado de la puerta.

—Nada, nada...
El cumpleaños de Dudley... ¿cómo había podido olvidar­lo? Harry se levantó lentamente y comenzó a buscar sus cal­cetines. Encontró un par debajo de la cama y, después de sacar una araña de uno, se los puso. Harry estaba acostumbrado a las arañas, porque la alacena que había debajo de las esca­leras estaba llena de ellas, y allí era donde dormía.
Cuando estuvo vestido salió al recibidor y entró en la co­cina. La mesa estaba casi cubierta por los regalos de cum­pleaños de Dudley. Parecía que éste había conseguido el or­denador nuevo que quería, por no mencionar el segundo televisor y la bicicleta de carreras. La razón exacta por la que Dudley podía querer una bicicleta era un misterio para Harry, ya que Dudley estaba muy gordo y aborrecía el ejerci­cio, excepto si conllevaba pegar a alguien, por supuesto. El saco de boxeo favorito de Dudley era Harry, pero no podía atraparlo muy a menudo. Aunque no lo parecía, Harry era muy rápido.

Tal vez tenía algo que ver con eso de vivir en una oscura alacena, pero Harry había sido siempre flaco y muy bajo para su edad. Además, parecía más pequeño y enjuto de lo que real­mente era, porque toda la ropa que llevaba eran prendas viejas de Dudley, y su primo era cuatro veces más grande que él. Harry tenía un rostro delgado, rodillas huesudas, pelo ne­gro y ojos de color verde brillante. Llevaba gafas redondas siempre pegadas con cinta adhesiva, consecuencia de to­das las veces que Dudley le había pegado en la nariz. La única cosa que a Harry le gustaba de su apariencia era aquella pequeña cicatriz en la frente, con la forma de un relámpago. La tenía desde que podía acordarse, y lo primero que recor­daba haber preguntado a su tía Petunia era cómo se la había hecho.

—En el accidente de coche donde tus padres murieron —había dicho—. Y no hagas preguntas.

«No hagas preguntas»: ésa era la primera regla que se debía observar si se quería vivir una vida tranquila con los Dursley.

Tío Vernon entró a la cocina cuando Harry estaba dando la vuelta al tocino.

—¡Péinate! —bramó como saludo matinal.

Una vez por semana, tío Vernon miraba por encima de su periódico y gritaba que Harry necesitaba un corte de pelo. A Harry le habían cortado más veces el pelo que al resto de los niños de su clase todos juntos, pero no servía para nada, pues su pelo seguía creciendo de aquella manera, por todos lados.
Harry estaba friendo los huevos cuando Dudley llegó a la cocina con su madre. Dudley se parecía mucho a tío Vernon. Tenía una cara grande y rosada, poco cuello, ojos pequeños de un tono azul acuoso, y abundante pelo rubio que cubría su cabeza gorda. Tía Petunia decía a menudo que Dudley pare­cía un angelito. Harry decía a menudo que Dudley parecía un cerdo con peluca.
Harry puso sobre la mesa los platos con huevos y beicon, lo que era difícil porque había poco espacio. Entretanto, Dudley contaba sus regalos. Su cara se ensombreció.

—Treinta y seis —dijo, mirando a su madre y a su pa­dre—. Dos menos que el año pasado.

—Querido, no has contado el regalo de tía Marge. Mira, está debajo de este grande de mamá y papá.

—Muy bien, treinta y siete entonces —dijo Dudley, po­niéndose rojo.

Harry; que podía ver venir un gran berrinche de Dudley, comenzó a comerse el beicon lo más rápido posible, por si vol­caba la mesa.

Tía Petunia también sintió el peligro, porque dijo rápi­damente:

—Y vamos a comprarte dos regalos más cuando salga­mos hoy. ¿Qué te parece, pichoncito? Dos regalos más. ¿Está todo bien?

Dudley pensó durante un momento. Parecía un trabajo difícil para él. Por último, dijo lentamente.

—Entonces tendré treinta y.. treinta y..

—Treinta y nueve, dulzura —dijo tía Petunia.

—Oh —Dudley se dejó caer pesadamente en su silla y co­gió el regalo más cercano—. Entonces está bien.

Tío Vernon rió entre dientes.

—El pequeño tunante quiere que le den lo que vale, igual que su padre. ¡Bravo, Dudley! —dijo, y revolvió el pelo de su hijo.

En aquel momento sonó el teléfono y tía Petunia fue a co­gerlo, mientras Harry y tío Vernon miraban a Dudley, que es­taba desembalando la bicicleta de carreras, la filmadora, el avión con control remoto, dieciséis juegos nuevos para el or­denador y un vídeo. Estaba rompiendo el envoltorio de un re­loj de oro, cuando tía Petunia volvió, enfadada y preocupada ala vez.

—Malas noticias, Vernon —dijo—. La señora Figg se ha fracturado una pierna. No puede cuidarlo. —Volvió la cabeza en dirección a Harry.

La boca de Dudley se abrió con horror, pero el corazón de Harry dio un salto. Cada año, el día del cumpleaños de Dud­ley, sus padres lo llevaban con un amigo a pasar el día a un parque de atracciones, a comer hamburguesas o al cine. Cada año, Harry se quedaba con la señora Figg, una anciana loca que vivía a dos manzanas. Harry no podía soportar ir allí. Toda la casa olía a repollo y la señora Figg le hacía mirar las fotos de todos los gatos que había tenido.
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Mensaje por Young Paws Mar 28 Ago 2012, 5:56 pm

*O* TE AMO! Ya quiero seguir leyendo!! :D
Young Paws
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