Cuatro veces que su sonrisa cambió.

ficha obligatoria:

i.
La primera vez fue tan natural como inhalar. Sus mejillas se sonrojaron, sus dientes se mostraron, y sus hoyuelos aparecieron. La inocencia que sus rasgos poseían le daban el toque final. La risa de un niño, la alegría juvenil, paradigma de felicidad.

ii.
La segunda vez fue más lenta. Comenzó con sus ojos, grises como el cielo en tormenta, nublados de deseo, arrastrándose en los mares del querer y no poder. Primero fue extendiéndose hacia un lado, picardía siendo claramente reconocida a primera vista. Luego, fue contagiada al otro lado, simétricamente. No mostró la dentadura, pues no era alegría, era deseo, desesperación, una pasión esperada hacía mucho tiempo, un sentimiento que tuvo que ser apaciguado, pero escondido no más.

iii.
La tercera fue tétrica. El campo de batalla era la escena, y él era como un dios en presencia de simples mortales. Eso no estaba muy lejos de lo que en verdad era. Una maníaca expresión nubló su rostro, ojos, ahora negros, abiertos, labios separados, manchas sangrientas por ahí y por allá. No estaba sonriendo, estaba riendo. ¿Quién osaba enfrentarse a él, el mejor de los griegos? ¿Quién avanzaba para dar su último suspiro gracias a su divina habilidad? No eran nadie comparados a él, y lo sabían, y él lo sabía, y por eso reía. Lo rodeaba un río de líquido escarlata, un llanto masivo de súplicas por sus vidas, un repulsivo olor a entrañas, y el maníaco sentimiento de querer más. El campo de batalla era su circo.

iv.
La cuarta fue la última que realizó en vida. La flecha, un lado en su espalda, el otro lado en su pecho, era su mayor alegría. Exhaló, y casi derrama lágrimas. Había terminado. Luego de años, luego de tanto sufrimiento, al fin volvían a estar juntos. Una simple, cerrada, modesta sonrisa hizo su camino en su rostro, y murió al mismo tiempo que él, dejando a su paso una última palabra, un rezo. «Patroclo.»

v.
De la quinta no puedo decir nada. No sé si fue suya, o si fue mía. Tal vez fue de ambos, o tal vez fue de ninguno. En el momento en el que nos encontramos, juntos en la oscuridad, después de días vagando en la soledad, sin él, sin nadie, solo pude imaginar que la primera sonrisa que vi en él volvió a hacer presencia. Él volvía a ser un niño, despojándose de toda profecía, todo peso en sus hombros que lo ligaba a la grandeza. Él ya era grande, el más grande de los grandes, y lo sabía. Jamás sería olvidado, así lo quiso. Los dos juntos, al fin, sin distracciones, sin preocupaciones, sin nada que probar a nadie. Volvían a ser niños, y sonreían con alegría, pues esta los llenaba otra vez.

je: