Lo único que importa.

Ella era distinta a todo lo que alguna vez había visto. Diferente a lo que le habían enseñado y extraña a la vista de sus ojos, que jamás en su vida se habían logrado deslumbrar por la espectacular belleza del cuerpo humano y de la simpatía de un alma sin fallos. Era exquisita en virtudes e imperfecta al no tener defecto alguno, la palabra desperfecto no existía en su vocabulario y no se era capaz de referirse a ella de tal forma.

Anatómicamente humana, pero una diosa de pies a cabeza, lograba atraerlo con sus dulces miradas y sus tímidas sonrisas que escondían un toque de provocación. De palabras débiles pero de corazón hablador, todo en ella era una caja de misterios que no tenía fin.

Gustaba de tocar el cielo con sus manos aunque no lo alcanzara, se divertía contando las estrellas a pesar de que tuviera que empezar de nuevo al confundirse de número. Era un alma mágica que disfrutaba de la soledad y de la compañía, de la diversión y del aburrimiento, del día y de la noche.

Era el sol, esparciendo luz por donde quiera que pasara y traspasando energía con sus traviesas risas que hacían que su corazón latiera rápidamente; sin embargo, también era la luna, tan callada y hermosa de apreciar, tan distante pero a la vez tan cercana.

Solía admirarla mientras ella, pensativa, se quedaba mirando a la nada, y a veces, a todo. Desviaba su mirada por las ventanas, observando los distintos paisajes que le acompañaban. Y él, con ambas manos en sus bolsillos, se dedicaba a dibujar con sus ojos cada centímetro de su rostro, de sus manos, de su cabello y de sus gestos.

Disfrutaba mirar a sus fantásticos ojos de colores inexplicables, que cambiaban con cada minuto que pasaba. Por las noches, tan oscuros y cansados; por las mañanas, tan brillantes y renovados. La mirada que aquellos ojos le brindaban, decían todo lo que las palabras no podían. Con tan solo una mirada, lograba conocer su universo entero y las emociones que rondaban en su magnífica aura.

Sus labios, que nunca estaban resecos y siempre llevaban un tono rojizo natural, le hacían la vida más liviana y armoniosa. Cada palabra que pronunciaba tenía un distinto movimiento en sus labios de corazón, por lo que muchas veces no podía evitar mirar a aquella obra que únicamente un artista pudo haber diseñado.

La amaba tanto que su propio amor hacia ella le dejaba sin aire en instantes. Tanta adoración sentía hacia la joven, que en todos sus sueños la veía, sonriendo levemente mientras que una de sus finas manos le tocaba el rostro, haciéndole temblar incluso en aquel espacio inexistente. Era su cielo, su mar, su tierra, era todas las tonalidades habidas y por haber en conjunto. Sin ella no existía oxígeno para vivir, no había razón por la que disfrutar el día o dormir por las noches.

Ella era la vida que él había elegido, era su mundo, su universo. La muerte se llevaría su alma si es que ella se alejaba, dejando un solitario e inútil cuerpo en la Tierra, que escaparía de sus infinitas pesadillas y musitaría el nombre de la dueña de su corazón por las noches, con un par de lágrimas acompañando la débil voz que tendría en aquellos instantes.

La escuchaba pedir a las estrellas a que su amor nunca se acabara. Y él, con su silencio, le decía que no se preocupara, porque jamás se separaría de ella. Aunque la tormenta cayera sobre sus cabezas con intensidad; aunque el viento se la llevase de su lado, él siempre la buscaría y la protegería, porque eso era lo único que importaba.

Ella era lo único que importaba.