Cosas que perdimos en el fuego.

Cosas que perdimos en el fuego.
El grito de su madre fuera de su puerta lo despertó. El tono era urgente, demandante, algo que no era común en ella. Se levantó rápidamente de la cama, echándose una camiseta por encima de la cabeza y acomodándola en su torso. Se preguntó qué es lo que había mal, porque si su madre lo había llamado en medio de la noche, era que en definitiva había algo mal.
La luz del pasillo estaba prendida, seguramente, porque una luz naranja asomaba por debajo de la puerta de su cuarto. En el instante que toco la perilla de la misma para salir, un aroma sintió. Olía a quemado. Extrañado ante este olor tan peculiar (su madre nunca quemaba nada en la cocina), abrió rápidamente la puerta y se arrepintió de haberlo hecho. Un calor agobiante invadió su cuerpo, y de un tirón se sacó la camiseta que tan solo segundos atrás se había puesto. Miró hacia los costados y no pudo creer a sus ojos.
Toda la parte derecha de la casa estaba en llamas (al menos, por lo que él veía).
Gritos se escuchaban. Gritos de dolor, gritos de aviso, gritos de sorpresa.
La sangre se le congeló al reconocer que las habitaciones en donde dormían sus hermanos, primos y tíos estaban de ese lado de la casa.
Trató de correr hacia el baño, buscando algún balde para llenarlo con agua, o para ver si habían algo de arena, pero su madre lo interceptó en el momento en el que dio un paso hacia esa dirección. Le gritó que bajara las escaleras y se fuera. Que agarrara ropa y se largara.
El decir que estaba asustado quedaba corto. Y, como alguna vez leyó, en el único momento en el que se puede ser valiente es cuando se está asustado. Negó con la cabeza, se alejó de su progenitora y fue directamente hacia el fuego, hacia las otras habitaciones, en donde los gritos desgarradores tenían origen.
Tenía que salvarlos, tenía que salvar a su familia. Tenía que salvar por lo menos a alguien.
Agarró una sábana de su cuarto antes de dirigirse a su propia muerte y corrió hacia la habitación más cercana: la de su hermano menor.
Lo encontró en una esquina, la más alejada de las llamas que se acercaban por la parte trasera de la pieza, las que ya habían consumido la mitad de las posesiones del pequeño niño. Lo agarró entre sus brazos y le dijo que lo esperara afuera de la casa, que no intentara volver. Su hermano asintió, y con los ojitos llenos de lágrimas, se alejó de él y corrió hacia la vida. Sintió como algo corrió por su lado pero no alcanzó a ver quién fue el que se dirigió al fuego.
La siguiente habitación era la de su prima mayor, aunque cuando abrió la puerta, ella no se encontraba allí.
Los gritos continuaban, y él se dijo que primero tenía que ir a las más alejadas, en las cuales aún se escuchaban gritos, en las cuales aún había esperanza de vida.
Sintió como si le arrancaran el corazón al ver, a lo lejos, a su madre y a su padre, abrazados, tirados en el suelo y siendo consumidos por las llamas.
Su madre, la que lo había despertado y probablemente salvado, y su padre, el de la habitación más lejana, con el cual él se había peleado el día anterior. Ninguno de los dos gritaba, ni se retorcía. Se aferraban el uno al otro como si su vida dependiera de ello y se decían sus últimas palabras en los oídos del otro.
La primera cosa que perdió en el fuego.
Eran demasiados los gritos, demasiados los llantos, demasiadas las habitaciones. No sabía si podía llegar a alcanzar a sostener la vida de alguien más.
Se decidió. Iría por su primo, el menor, el de la tercera habitación más cercana, ya que las más lejanas y sus gritos ya estaban enterradas en cenizas, y los pequeños aún no habían vivido casi nada de la vida. La decisión que hizo capaz que lo persiguiera toda la vida, pero era lo justo.
Los mayores ya habían vivido su vida. Casi todos habían encontrado a alguien que amaban. Casi todos tenían hijos. Él era el menor, junto con su hermanito y su primo. Los tres eran los más jóvenes de la familia que vivía en esa casa, y supo lo que tenía que hacer.
Iba a salvar a los que no habían disfrutado de los placeres de la vida aún.
La segunda cosa que perdió en el fuego.
Así que corrió, corrió hacia la tercera y última pieza. La que contenía los gritos y llantos de su primo. Entró y vio que casi toda la misma estaba cubierta en naranja, y que el niño tenía un brazo en llamas. Actuando rápido, sacó a su primo de la habitación, le tiró la sábana encima del brazo y trató de asfixiar el fuego mientras corría con él hacia las escaleras. Luego de unos segundos se aseguro de que no había más fuego encima de la piel del pequeño, y lo alzó en sus brazos. Luego, le dijo que se acomodara en su espalda, así le sería más cómodo a él, y él niño obedeció. Se colgó de su cuello, no haciendo mucha fuerza pero la necesaria para no caerse.
El fuego también estaba del lado izquierdo de la casa, y casi alcanzaba las escaleras. Corrió más fuerte, más rápido, mientras maldecía a la casa y su gran tamaño. Su primo lloraba en su oído y se aferraba a su cuello, seguramente asustado y adolorido.
Cuando llegó al final de las escaleras pudo ver que el piso de abajo era mucho peor que el de arriba. Si bien no había nadie, todo estaba cubierto de fuego. Corrió, quemándose los brazos y los pies un poco (pero tratando de que la criatura en su espalda no sufriera más daño), y llegó finalmente a la puerta. Cuando la abrió, pudo ver a lo lejos a su hermano, con su melena rubia reflejando el naranja del paisaje enfrente de él. Siguió corriendo, sacando a su primo de su espalda y acomodándolo en su pecho, para así parar cuando llegó al lado de su hermano y alzarlo al él también, para que tomara el anterior lugar de su primo en su espalda. Les preguntó si se encontraban bien y, tras recibir una positiva de su hermanito y un llanto de dolor de su primo, corrió hacia el bosque que rodeaba su casa y buscó la manera de llegar a un hospital lo más rápido posible.
Escuchó a su hermano susurrar en su oído "¿y mamá y papá?" y negó. "¿Y los tíos?", negó de nuevo. "¿Y las primas?", negó una vez más.
La tercera cosa que perdieron en el fuego.
Los pequeños espasmos que hizo su hermano al llorar se sintieron por él, y un par de lágrimas escaparon de sus ojos, mientras él seguía corriendo descalzo por el camino en el bosque hacia la ciudad.
Estaba vivo, y también lo estaban los que aún tenían una vida por vivir.
Aunque los tres hubieran perdido una parte de sus almas en el fuego.

holi:

Por suerte yo nunca me peleo con mi viejo (¿?). Uh, Mica, me pone mal leer estas cosas porque sé lo feo que son ese tipo de accidentes aunque nunca viví un incendio. Yo creo que la decisión del chico estuvo perfecta, obviamente, pero qué difícil sería sacrificar a tus papás ahí, frente a vos. ME PONÉS MAL AHORA ME IMAGINO QUE ME PASA A MÍ Y ME LARGO A LLORAR POR CINCO DÍAS. ))))))): TE AMO Y TE ODIO.