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El espejo no es sólo un objeto, un material no viviente; este se convierte en mi enemigo, el mayor que he tenido, junto a la báscula. Cuando paso cerca de estructuras pulidas y brillantes, que son capaces de reflejarme a mí misma, no puedo evitar mirar.
Pero, al hacerlo, la sonrisa, obviamente falsa, que poseo en el rostro, se borra de inmediato. El asco corrompe mi organismo, mi cuerpo entero, y las lágrimas se asoman en mis ojos. El nudo en mi estómago se tensa, y mi garganta es incapaz de producir sonido alguno. 
La única cosa que soy capaz de pensar en ese momento es en lo asquerosa que me veo; lo gorda y horrible que estoy, la grasa saliendo de mis poros, y la poca comida que he consumido en el día dispersándose por todo mi cuerpo. 
No entiendo el porqué, sin embargo, el porqué siento la necesidad de mirarme en un espejo cada vez que tengo oportunidad. Quizás sea masoquismo. Quizás no. 
Pero estoy segura de que una pequeña parte de mí, al menos, posee la esperanza de que, la siguiente vez que vea mi reflejo, me sienta a gusto conmigo misma. 
Sé que no hay oportunidades para eso. Lo entiendo. Nunca me gustaré, ¿cómo podría? 
Es por eso que este objeto es mi enemigo, porque, más allá de reflejarme, me da falsas esperanzas.
Sin embargo, esto no es lo peor. Claro que no. 
La báscula. La balanza. Cualquier sinónimo de este elemento. 
Mi aliada; mi amiga que siempre dirá la verdad. A ella no le importará cuán mal me sienta, siempre será sincera. 
Una parte de mí disfruta de subirse a ella, cerrar los ojos mientras me quedo tiesa, y sueño. Sueño con números. Números que no superen el cincuenta, números bajos, los más bajos que pueda atreverme a soñar. 
Y cuento. Cuento hasta tres. 
Al abrir los ojos, mis esperanzas caen; siempre lo hacen. 
Malos números, nunca lo suficientemente buenos para mí. Al mirar hacia abajo para apreciar aquella cuenta que me perseguirá hasta que consiga bajarla, de alguna manera, también puedo distinguir mi estómago. 
¿Es posible odiar con tanta fuerza una parte de tu propio cuerpo?
Al parecer, lo es. Nunca me he gustado, y encuentro cada parte de mi cuerpo, ya sea mis pies o nariz, horribles. 
Pero el sentimiento que abarca a esa pieza en particular es el de repugnancia. Repugnancia hacia mi estómago, y luego hacia mí, por dejar que se convirtiera en algo tan grande y gordo.
Es por eso que debo bajarlo de cualquier manera, ya sea extrema o no. 
Y yo, con la vaga esperanza de que, algún día, podré ser como aquellas chicas que no deben preocuparse por su figura ya que son perfectas, intento bajar de peso drásticamente. No existe otra manera. 
Mi estómago ruge. 
Mi garganta arde. 
Mis ojos lagrimean.
Mi visión se nubla. 
Mis desmayos se hacen constantes. 
Pero, luego de un tiempo, todo esto para súbitamente. 
Mis ojos se cierran en medio de una clase. 
Mi estómago deja de producir sonidos por primera vez en, lo que creo yo, son meses.
Mi garganta se relaja. 
Mis ojos se cierran. 
Mi respiración se hace cada vez más lenta.
En lo único que puedo pensar es en los números, aquellos de ese mismo día, que todavía me persiguen. Treinta y dos y medio. 
Y, con ese pensamiento, me desvanezco.