Mi reflejo.

Hace unos días la había visto sentada a las afueras de la cafetería. Su aspecto daba a relucir esos años donde la escritura no te daba ni un centavo y donde las palabras alimentaban y saciaban el hambre de los hombres literarios. Traía su amarillenta melena grasienta por la ausencia del agua, su redondo rostro estaba invadido por numerosos granos y sus ojos, grandes, rojos y expectantes miraban el suelo, verde, fructífero y lleno de vida. Ella sabía que la usencia de aquello la hacía ver este mundo tan delicado y aparentemente perfecto; ella necesitaba esa vitalidad que tenía el césped por esos días. Estoy seguro que por una milésima de segundo ella se sintió bien, ahí, sentada en esa banca, sola, viendo ese punto fijo. Posiblemente se olvidó que era lo que la mantenía con los ojos vidriosos, quizá esa mueca que hizo con la boca fue una sonrisa, no lo sé pero tal vez la vitalidad del césped la revivió al menos unas horas.
No estoy seguro de que fue lo que paso con ella, nunca más la volví a ver pero cuando le relate esta historia por primera vez a alguien, él me dijo: Quizá esa persona eras tú mismo, nunca sabemos en quien visualizamos nuestra historia.

Enmudecí, pensé, razone y cuando decidí verme al espejo las palabras de mi amigo me dejaron perplejo.