Todo de él. {Zayn Malik.

Nadie sabía cuánto lo amaba, ni cómo él correspondía el sentimiento. Nadie sabía lo que me hacía sentir cada vez que posaba sus manos alrededor de mi cintura; ni tampoco lo tan querida que me sentía con sus besos rondando por mi cuello.

Su mirada era un mar de sentimientos; la profundidad de su alma se reflejaba ante mi toque. Dejaba huellas dactilares en cada uno de sus tatuajes, y él suspiraba, quitándome al aliento;  piel de gallina elevándose bajo mi tacto.

La comprensión que cada día inundaba sus ojos, con la cual me miraba, hacía que todo el mundo desapareciera, que mis pies se elevaran del suelo, que mi corazón diera tres mil y un vuelcos.

La manera en que tomaba un cigarrillo, lo prendía y lentamente lo llevaba a su boca me volvía una desquiciada; loca de pasión por él. El humo que emanaba después, aquel humo que muchas veces tenía destino marcado hacia mis labios, era embriagador. Pero no tanto como el delicioso olor de su perfume: varonil, al igual que sutil; lo tenía impregnado en cada prenda de vestir mía. Y todas esas prendas alguna vez habían tocado el suelo de su departamento mientras me besaba descontroladamente.

Ah, sus besos.

Besos de Zayn Malik: Grandes conductores de electricidad en mi cuerpo, con sabor a menta y tabaco, y un poquito de arcoíris. Sus labios se movían de manera sublime, tocaban los míos como un pedazo de algodón con alcohol en una herida: eran suaves, sutiles, pero ardían, ardían muy, muy, muy dentro de mí.

Era extraño no sentirme en llamas a su lado.

Era tan bienvenido sentir sus manos acariciar hasta el mínimo rincón de mi cuerpo, adueñándose completamente de él. Me llevaba hasta un lugar más allá del placer, del gozo, del deleite…, de la satisfacción. Me elevaba lentamente, me llevaba al borde, al éxtasis,  y me dejaba caer en la tranquilidad de sus brazos, con su respiración ralentizándose en mi oído.

El sonido de su voz; elocuencia hermosa; una melodía condescendiente con cada una de sus palabras. Palabras que me llenaban de regocijo, de júbilo; o por otro lado, de tristeza y melancolía. Pero ¿qué importaba, además? Si estaba con él, de por sí que todo se encontraría de la mejor manera, porque él me hacía sentir así.

Mi inspiración, mi filosofía; él siempre había sido todo eso. Cada vez que dudaba acerca de algo, sus palabras hacían que todo se viera bien, y, Dios, cuánto extrañaba aquello. Él despejaba cualquier preocupación de mi cabeza con un simple toque; con una simple caricia en mi barbilla y un beso afable.

Era mi escudo; toda mi protección. Tenía sus brazos como mi refugio, su espalda como mi adarga y sus labios como mi mayor centro de calma.


Juntos hemos de estar. Todo marchará bien. ¿Dónde quedó aquello? ¿Acaso se fue en las mismas maletas que él empacó cuando mi padre se dio cuenta de que seguía locamente enamorada de él? Pues claro que sí.

Ellos no sabían, en cualquier caso.

No sabían todas esas cosas que me decía, cómo me alegraba hasta en el más efímeramente triste momento. Ellos no caminaban en mis zapatos, ni habían sido besados por él como para saber mínimamente por qué me tenía así.

Pero yo sabía que él nunca rompería mi corazón, que nunca desgarraría completamente mi vida y mundo, y que siempre estaría ahí cuando yo lo necesitara. Yo lo sabía, pero no había sido completamente verdad.

O él había sido un cobarde.

Papá siempre me decía que él no era lo suficiente bueno para mí, pero ¿qué sabía él respecto a nosotros? Exacto; nada. No conocía como el latido del corazón de su hija se aceleraba con un simple «hola» de voz ronca y delicada. No conocía nuestros más profundos «te amo», ni nuestros más insensatos «te odio». No conocía esos íntimos momentos donde me sentía tan querida y protegida. No conocía la alegría que él desbordaba desde el fondo de su alma de niño y cómo me la contagiaba.

Ja, y tenía que mentirles a mis padres de lo bien que me hacía sentir.

Mierda, estaba más allá de «enamorada».

Fue una noche, una fría y oscura noche, en la que él me dijo adiós; con maletas en sus manos y una lágrima bordeando su cincelada mejilla.


Y le había abrazado como nunca, pidiéndole a gritos que no me dejara. Se despidió con un beso efímero y una camiseta empapada de mis lágrimas.

Ni siquiera me dijo el mismísimo último «te amo» que aparecen en las telenovelas. Pero nuestro amor no se parecía a ese; nuestro amor era sacado de algún cuento de hadas mal hecho, escrito por una persona melancólica y borracha.

Todas las noches recordaba su rostro y veía constelaciones inimaginables; recordaba lo que habíamos pasado y era como observar un caleidoscopio lleno de imágenes multicolores las cuales me mareaban y no podía comprender.

Recordaba que, cada vez que lo veía, el pensamiento se me detenía por un momento, y lo admiraba, contemplando su inmensidad, como si se perdiera en sí mismo, dentro de una fantasía.

Y sin él mis sueños se volvían tan monótonos.

Él endulzaba mi realidad, le daba ese toque que me mantenía de pie sobre las nubes. Su melodía era paz, era confort en mis oídos. Su amor me trasformaba, me hechizaba.

Pero no había nada qué hacer.

Aún seguía soñando con ese hombre cautivador, que se metió tan dentro de mí y fue imposible acoplarme al vacío cruel que me dejó; aún esperaba que volviera y una vez más me dijera que todo estaría bien. Pero, y si él dijera que no, yo seguiría pensando en todo de él.