— still breathing.

Había estado encerrada en una burbuja de jabón perdida en el océano. Había tratado de encontrar la realidad entre todas las cosas que me rodeaban, de encontrar la razón por la cual el cielo era azul y la luna; blanca. Había estado sola, prohibiéndome a mi misma conocer y aprender cosas nuevas, porque, no quería preocuparme por hacerlo, porque quería que lo que conocía fuera lo único que existiera; porque eso era suficiente, suficiente para mí.
Pero cuando lo conocí... me di cuenta que nada de lo que hacía tenía sentido.

Caminó por el césped, pisando algunas flores y hojas secas que se interponían entre sus pies. El sol estaba a punto de esconderse y las copas de los árboles bailaban al son de una melodía desconocida, al ritmo de una canción de cuna que muy pocas personas deseaban escuchar.
Se acercó a los columpios, lentamente. Suspiró y se sentó en aquel pedazo de metal oxidado que había soportado el peso de cientos de personas durante muchas décadas. Colocó sus manos alrededor de las frías cadenas que lo sostenían y se impulsó .
Cerró por un instante los ojos, pero los abrió rápidamente, recordando que odiaba la oscuridad.
Había estado en aquel parque todos los días, a la misma hora. Había visto todas las facetas de los árboles que al crecer demasiado eran cortados para que no estorbaran a los cables de teléfono que atravesaban el cielo. Se había sentado en el mismo columpio cada día, hasta que el sol estuviera a punto de esconderse, y durante todo ese tiempo no había visto a nadie cerca.
Pero alguien estaba allí, sentado en la descuidada y descolorida banca frente a ella. Era un chico que se cubría el rostro con las manos.
Se quedó mirándolo por unos minutos, notando como a su alrededor la vida pasaba, como el sol se escondía, dejándose vencer por la luna; la manera en la que el mundo seguía girando, sin detenerse, sin preocuparse por nadie, sin importarle que alguien se quedara fuera.
Se incorporó del columpio y se dirigió a él, tomando asiento a su lado. Miró su rostro durante mucho tiempo. Temblaba, casi de la misma forma en la que lo hacían los árboles.
—¿Podrías irte? —Preguntó, alejando un poco las manos de su rostro para que su voz no se distorsionara.
Ella negó con la cabeza, pero él ni siquiera se giró a verla.
—Hablo en serio —suspiró, descubriendo totalmente su cara—. ¿Puedes irte?
—No —contestó.
La miro. Sus ojos eran oscuros, casi por completo.
—¿Quieres que me vaya? —Cuestionó ella, inocentemente.
El chico se cubrió el rostro y comenzó a sollozar en silencio.
Había personas a las que no les gustaba demostrar debilidad y convertían el silencio en una especie de defensa, en una especie de escudo, pensando que de esa manera nadie podría ser capaz de notar lo frágiles que realmente eran, lo derrotados y vacios que estaban. Pensando que con el hecho de taparse y ahogar millones de gritos en el interior de su cabeza nadie nunca los escucharía.
Y supuso que él era una de esas personas.
Apartó lentamente las manos y la miró de nuevo. Su cabello era castaño y se encontraba tan desordenado que nadie nunca lograría creer que aquel chico se peinara. Un mechón cubría casi la mitad de su ojo, mientras que algunas lágrimas se encontraban aún atoradas en sus mejillas.
Sonrió, una pequeña sonrisa de lado que logró que la luz del sol fuera algo totalmente absurdo.
—No —susurró—. No quiero quedarme solo.
Ella asintió.
Tampoco quería dejarlo solo.
—Cuando te vi... no se me ocurrió la idea de que podrías acercarte, ni siquiera pensé que pudieras notarme —la sonrisa desapareció de sus labios—. Estabas tan absorta de todo... parecía que... que estuvieras dormida. No me preocupé mucho por llamar tu atención.
—Oh, ya... yo, no. No estoy loca...
—Sé que no —sonrió de nuevo, de una manera algo burlona—. Comprendo que a veces sea bueno desconectarse de todo una vez al mes, o a la semana... o al día. Es completamente aceptable olvidarse de todo —suspiró.
—Pero yo no quería desconectarme, no quería olvidar —murmuró ella—. De hecho, creo que sería realmente afortunada sí mi memoria lograra durar más de lo que todos esperan.
La sonrisa se borró una vez más de sus labios. Aún la miraba, pero parecía que no lo hacía. Era como si pudiera ver algo más en ella, algo que no fuera su rostro o su cuerpo, en general, sino algo dentro, algo que nadie podía notar.
—¿Cómo te llamas?
—Lina —contestó.
Asintió, dirigiendo su mirada hacia los columpios frente a él.
—Yo soy Cameron —dijo—. Fue un gusto conocerte, Lina.
Se incorporó bruscamente y se alejó, perdiéndose entre una de las pequeñas calles que rodeaban el parque, dejándola sola, sentada en aquella horrible e incómoda banca y llevándose consigo todas sus preguntas, las cientos de preguntas que se suponía que debía de hacer y que, probablemente, ya no tendrían respuesta.