The boy of hell |HS|

» Nombre: the boy of hell.
» Autor: yo, Cami.
» Adaptación: no.
» Género: de todo un poco.
» Advertencias: +18.
» Otras páginas: wattpad.

Zoe supo que su madre se estaba volviendo loca la mañana en la que vio a un adolescente salir de su habitación. Vale, tal vez estaba exagerando al clasificarlo como un crío, pero aquel castaño no podía pasar de los veinticinco. Era alto, musculoso y delgado; llevaba tan solo un bóxer y sus cabellos se encontraban peculiarmente alborotados sobre su frente. Seguramente, pensó, lo había sacado de su agencia de modelaje.
No era una sorpresa que hombres de todas las edades se le tiraran a su madre. De hecho, Zoe había visto una larga lista de hombres pasar por la habitación de su figura materna y ya se había acostumbrado a la idea de ignorarlos y meterse en sus propios asuntos. Sin embargo, la idea de que el actual tuviera tan poca diferencia de números con ella le ponía un poco nerviosa. Susan nunca había aceptado a chicos que parecieran hermanos de su propia hija.
Se dijo para tranquilizarse, mientras lo veía encaminarse al sanitario, que no debía preocuparle; que tan solo duraría unos días hasta que pasara a ser historia vieja y un nuevo hombre irrumpiera en la habitación, esa vez un poco más maduro y mayor.
Pero eso no sucedió.
Zoe vio como aquel jovencito se ganaba un lugar permanente al lado de su madre, a quien no parecía apetecerle salir de la habitación salvo para comer o realizar sus necesidades no–sexuales. Ninguno de los dos iba al trabajo, y con el tiempo se acostumbró a llegar del colegio y cenar sola, o irse sin un mínimo saludo por la mañana. Él era el único que salía antes de que ella se fuera; iba al baño y en su trayecto la fulminaba con sus centelleantes ojos verdes esmeralda, sin dirigirle una palabra.
Ella nunca había visto a su madre tan colada por alguien luego de que su padre las hubiera abandonado, hacía dos años desde aquel entonces. Si hubiera sido cualquier otro chico, su alegría hubiera sido eufórica; pero tratándose de un joven de tan corta edad… Bueno, eso cambiaba un poco su perspectiva de vive y deja vivir. Por un lado, no podía permitir que su madre siguiera en una relación que probablemente la dejaría destrozada; y, por el otro, tampoco podía imponerle los «si» y los «no» como si fuera una señora mayor dándole consejos a una cría de catorce años.
Así que lo dejó estar, puesto que lo creyó mejor así. Nunca había sido una hija invasiva y no iba a comenzar a hacerlo. Intentó acostumbrarse a esos ojos que parecían atravesarla todas las mañanas, y construyó gradualmente un escudo que le impedía preocuparse de lo que sucedía en la casa. Mientras que no le propusieran sumarse en un trío, se dijo que todo seguiría en aguas calmas.
Sin embargo, el quinto lunes después de la llegada, el castaño salió de la habitación en su habitual bóxer y, en vez de ir hacia el lavabo, se dirigió hacia la cocina en donde Zoe estaba masticando sus cereales matutinos. Ella no lo sintió venir y, al levantar la cabeza y verlo recostado sobre el marco de roble, pegó un leve pero agudo gritito histérico que produjo una sonrisa socarrona en el rostro del castaño.
– ¡Joder! – sus mejillas se tiñeron de un color carmesí, producto del enojo consigo misma – Normalmente uno se anuncia cuando va a entrar a alguna habitación, ¿Sabes? Deberías intentarlo.
Zoe se esforzó en volver su mirada hacia los cereales, muy concentrada en no babear por la figura de pectorales y músculos con la que se encontraba en frente. No se consideraba una adolescente típicamente hormonal, pero tampoco podía fingir una ceguera. Aquel chico estaba como el mismísimo infierno, y algo le decía que era allí donde terminaría su madre por liarse con alguien de su calaña.
– ¿Debería disculparme?
Su voz era grave y... Oh, diablos, aquel tono sarcástico produjo que una corriente de adrenalina le surcara desde los pies hasta el final de la cabeza. Si no se tranquilizaba pronto, iba a terminar pidiéndole que la arrastrase hasta la habitación. ¡Ella no era de esas chicas! E, incluso, hasta hacía unos minutos antes lo consideraba un engendro extraño y destruye hogares.
– La gente con modales suele hacer eso – se encontró respondiendo. No tenía una personalidad demasiado fuerte (era del tipo de chicas que preferían tener días tranquilos y llenos de paz) pero no le gustaba que le tomaran el pelo o que desequilibraran sus sistemas. Ella elegía lo que sentir y lo que no, cuando ponerse colorada y cuando seguir manteniendo su expresión de princesa del hielo.
– Lástima que no los tengo.
– Mal por ti, entonces.
Se levantó, tiró el cuenco de cereales en el lavamanos y se pasó el morral por los hombros para poder irse a la escuela de una buena vez. No tenía ganas de seguir discutiendo con un adolescente que se acostaba con su madre. Si él quería entretenerse cabreándola pues, vale, no lo iba a conseguir ni en un millón de años. No le daría la satisfacción, no a un muchacho de esos.
Con ese pensamiento se fue de la casa. Y cuando llegó, horas más tarde, abrió la puerta maldiciéndose por no poder olvidar aquel altercado. Una parte de ella esperaba encontrárselo allí, tendido sobre el sofá con su escultural cuerpo al aire y una sonrisa socarrona en sus labios.
Pero no fue así. De hecho, todo transcurrió como normalmente lo hacía: los gritos sexuales y aterradores desde el otro lado de la pared, su cena solitaria y los deberes que siempre le encomendaban. Nada había cambiado, o al menos eso parecía. Él no saldría para darle las buenas noches y su madre tampoco.
El día siguiente, en cambio, salió de las reglas de lo cotidiano. La rutina se evaporó rápidamente, casi como si no hubiese existido antes. Zoe se encontró, al despertar, con su madre en el desayunador, tomando un espeso café y calando humo desde su cigarrillo.
– Ven un segundo aquí, querida.
Su voz sonaba raposa y un poco más grave de lo normal, pero los gestos de indiferencia continuaban allí, siempre tan característicos en su figura materna. La bata que llevaba poco le cubría las piernas y el comienzo del muslo, los cabellos rubios se encontraban arremolinados en una especie de rodete desprolijo y la boca gruesa estaba inflamada, haciéndole parecer una trucha.
– ¿Sí, mamá?
– Partiré para un desfile importante en Paris, así que no estaré aquí para cuando vuelvas del colegio – respondió, sin alzar la vista de su periódico –. Tienes dinero en el lavarropas y la tarjeta de crédito en la mesada de luz, aunque no creo que lo necesites.
Con su madre siempre era así. Iba y venía, sin consultarle primero o preguntarle si quería acompañarle. A veces, incluso, se ausentaba semanas y no sabía de ella hasta su vuelta. Al menos aquella vez había tenido la decencia de contárselo unas horas antes.
Tomó una taza de la alacena y se sirvió un poco de jugo, buscando con su otra mano los cereales. Ya no le apetecía la leche, no luego de la noticia.
– ¿Señor pectorales desaparecerá, verdad? – bromeó.
Su madre rio, sujetando la colilla del cigarrillo bien fuerte sobre sus pálidas manos.
– En realidad, él se quedará contigo.
La taza provocó un fuerte estruendo al caer sobre la mesa. Zoe la miró con suspicacia, esperando encontrar algún rastro de humor en los ojos de su progenitora.
– ¿Estás de chiste, verdad?
– ¿Alguna vez me has visto de chiste, querida?
La respuesta era no, por supuesto que no. Caitlin era considerada como la mujer más sería y sincera de Londres, posiblemente también de todo el continente europeo. Ella nunca estaba de broma, incluso en los momentos más divertidos.
– Mamá, no puedes hacerme esto. ¡Él es un completo desconocido! Recuerda lo que pasó la última vez que me dejaste con uno de tus perros.
– Él no es como Richard, Zoe.
– ¿Y tú como sabes eso? ¡Apenas llevan unas cuatro cinco semanas juntos! Lo cual es mucho para ti, sí, pero no lo suficiente como para confiar en él.
Caitlin posó sus ojos en ella, demostrando el cansancio que le estaba produciendo la conversación. No era una mujer de dejarse llevar, mucho menos de hacer caso a los otros. Una vez que tomaba una decisión era imposible que diera el brazo a torcer, más cuando se trataba de su hija, a quien no le tenía demasiada paciencia. Ella le recordaba mucho a su esposo Kent, y era por eso que siempre evitaba verla.
– Te quedarás con él y punto, no discutiré contigo sobre ello. Ahora ve al colegio, que inteligencia es lo que te falta.
Zoe dejó la comida intacta y, con un portazo dramático, salió furiosa hacia la institución. Sabía que era imposible ganarle una batalla a alguien como su madre, tan experimentada en las discusiones. Desde que su padre les había abandonado las cosas entre ellas habían ido de mal en peor, e incluso la situación más boba ameritaba que su madre comenzara a gritarle.
Pasó mucho tiempo hasta que decidió volver a la casa. Al odioso horario escolar le sumó un largo tiempo en la biblioteca, donde estudió para los exámenes finales con su mejor amigo, Tom. Y luego de eso fue a comer con Freya y Susan, las gemelas de la clase de biología.
No fue hasta las once y media que descargó su pesada mochila en el porche.
Encontró todas las luces apagadas, lo cual le hizo preguntarse si él realmente estaba allí. No era que le desagradara, pero su presencia no hacía más que turbarle la cabeza. Además, ni siquiera le conocía lo suficiente como para convivir junto con él sin su madre de por medio. No confiaba en desconocidos, no después de la vez que Richard había querido entrar en sus bragas mientras Caitlin se encontraba en un viaje de negocios. Había sido una suerte que su vecino hubiese escuchado los gritos antes de que aquel hombre entrara en acción.
Pero entonces lo vio, y sus esperanzas cayeron directo al suelo. Se encontraba sobre el sofá reclinable de su padre, vestido tan solo con unos pantalones negros de lycra y su típica pose de macho alfa. Apenas lo había divisado entre la oscuridad de la habitación, todo por aquellos faroles color esmeralda que poseía en cada uno de sus ojos.

– Quieres matarme de un susto, ¿Verdad? – pulsó el interruptor de la luz, dando vida al pequeño salón –. Odio esa estúpida manía tuya de sorprenderme, joder.
El castaño sonrió.
– Lamento que mi presencia te sea tan perturbadora.
Zoe ignoró el comentario, demasiado cansada como para jugar al enredo de palabras en aquel momento. Lo único que quería era llegar a su cama y dormir, luego podría encargarse del peso pesado. O al menos eso creía.
La verdad era que sus pies se habían quedado estáticos en el recibidor, congelados sobre el mismo lugar y poco dispuestos a cambiar la situación. Aquella ronca voz había calado hasta lo más profundo de su ser y sus mejillas estaban comenzando a colorearse por los impuros pensamientos que iban y venían en su cabeza, recordándole lo hormonal que podía llegar a ser a veces.
¿Qué la situación no podía ser peor? Cada vez que intentaba alejarlo con insultos lo único que lograba era terminar babeando sobre su propio charco de agua, demasiado indefensa como para mostrar un poco de poder femenino. Y es que no le gustaba discutir – no, ella no era de ese tipo de jovencitas sobrantes –, pero la situación requería de todas sus fuerzas; nunca antes había sentido como sus emociones se descontrolaban las unas con las otras y aquello, sin dudas, le estaba dejando perpleja.
– ¿Te quedarás parada allí por mucho tiempo?
Como si fuera humanamente posible, sus mejillas pasaron de un rojo bebé a un bordó intenso, quemándole la pálida piel de su rostro.
– ¿Y tú? – atacó de vuelta, reuniendo todo el coraje que le era posible –. ¿Te quedarás aquí por mucho tiempo o me dejarás en paz de una buena vez?
Él rio, mostrando su blanquecina hilera de dientes perfectamente alineados. Luego se levantó del pequeño sofá y cruzó sus tonificados brazos sobre el pecho.
– Yo no le doy paz a nadie, Zoe.
Maldijo a su madre, demasiado consciente como para darse cuenta de que había sido ella quien le había dado su nombre a aquel desconocido que, por causas que aún no podía comprender, se estaba hospedando en su casa.
– Eso me imaginaba, desconocido.
Levantó su morral del suelo y lo atrajo hasta su hombro derecho. Sus azulinos ojos se concentraron en las grietas del mosaico al caminar, demasiado avergonzada como para mantenerle la mirada.
– Harry – fue lo último que escuchó antes de cerrar la puerta.
El nombre quedó rondando en su cabeza, manteniéndola despierta hasta la mitad de la noche. ¿Harry?: ¿Sería un apodo o simplemente su nombre? ¿Harold, tal vez? ¿Cómo podía averiguarlo y por qué le interesaba tanto?
No lo supo en aquel momento, pero sí unos cuantos días después, cuando la larga ausencia de su madre comenzó a preocuparle. Los encuentros con Harry no habían sido más que efímeros y llenos de silencio, y eso estaba bien. Se había acostumbrado a su presencia tanto como había podido y ya casi no lograba distinguir su figura entre las sombras cada vez que partía o llegaba del instituto; no compartían ninguna comida juntos y vaga vez cruzaban alguna palabra que no fuera «adiós» o «buenos días».
Pero aquella tarde, la sexta sin ninguna noticia de su progenitora, las dudas le incentivaron a hablarle a aquel susodicho que no hacía más que sentarse en el sofá y mirarla con sus ojos brillantes, incentivándola a algo que ni siquiera había descubierto aún.
– ¿Dónde está mamá?
– ¿En serio? – cuestionó él, levantando la vista de una de las cuántas revistas de coches que le había visto leer a lo largo de aquellos días – Sé que quieres comenzar una conversación conmigo, rubia, pero si preguntas cosas demasiado obvias se te hará bastante difícil llevarme a tu cama. Me moriré de aburrimiento incluso antes de que comiences a ligar. Ya sabes que tu madre está en ese estúpido desfile. Ahora invéntate algo mejor, vamos, que quiero escucharlo.
Zoe no creyó posible odiarlo tanto como lo hacía en aquel momento. ¡Era exasperante! No solo le había llamado rubia – lo era, sí, pero él lo había hecho sonar como un defecto –, sino que también había insinuado que le quería dentro de su cama. ¡Él era el perro de su madre!  
– Eres asqueroso, ¿Sabes? – gruñó –. Mamá no ha llamado en seis días y estoy preocupada, eso es todo. ¿Tan difícil es para ti contestarme educadamente?
– Ya te lo he dicho antes, rubia: no tengo modales y no me interesa tenerlos – contestó bruscamente –. Y Lydia no es mi puñetera preocupación ni mucho menos mi madre, así que tú deberías encargarte de ella en todo caso, no yo. Déjame leer mi estúpida revista en paz y enciérrate en tu cueva como lo haces siempre, o bien quédate y diviérteme, pero no me vengas con planteos de niña pequeña porque no los soportaré otra vez.
El silencio inundó el aire, llenándolo de una incómoda sensación de tensión que muy pronto se expandió hacia toda la habitación. ¿Es qué no podía ser más grosero? Zoe no buscaba problemas, pero tenía que admitir que debía marcarle los límites de una vez por todas. Él no era quién para hablarle así, no dentro de su casa.
– Mi madre te ha dado alojamiento aquí, no te atrevas a hablar de ese modo sobre ella nuevamente, al menos no frente a mi presencia. Y yo no soy tu maldito juguete, así que ya vas quitándote la idea de que seguiré tus órdenes.
Harry se paró. Sus gestos faciales no solo mostraban sorpresa sino, también, una clara diversión que se podía notar a miles de kilómetros. Aquella sonrisa cínica, sumada a la posición de su gran y medio desnudo cuerpo, no hacía más que intimidarla, retándola a dejar todo y salir corriendo de una buena vez.  
Pero no, ella no iba a hacer tal cosa. Antes, se juró, tendrían que enterrarla viva con miles de cadáveres a su alrededor. Pues sí, solía ser un poco débil a la hora de enfrentar a alguien como él, pero rendirse no estaba en sus genes.
– ¿Así que no eres mi maldito juguete, eh?
Sus cuerpos chocaron el uno con el otro, produciendo un roce innecesario que acabó con toda la cordura de la rubia. Sus mejillas se tornaron de un color carmesí gracias a los perversos – e incontrolables – pensamientos que rondaban por su cabeza. Le parecía imposible que alguien oliera tan maravillosamente y se encontró pensando cómo sería inhalar esa poción mágica desde aquel atractivo cuello.
– ¿Qué estás pensando, rubia?
El tono arrogante empleado le volvió de un golpe a la realidad, donde Harry estaba a punto de convertirla en su muñeca y ella le estaba dejando. Había sido un roce. Tan solo eso había bastado para que todas sus terminaciones nerviosas se pusieran a tope y las hormonas afloraran como nunca antes lo habían hecho. ¿Qué le sucedía a su cuerpo y por qué de repente tenía tantas ganas de experimentar ciertos tabúes que nunca se había atrevido a probar?
Dio dos pasos hacia atrás, encontrándose con la columna de cemento que sostenía las vigas del techo. Su espalda chocó contra ella y pronto – muy pronto – las manos de Harry le acorralaron por cada uno de los lados, dejándola en el medio de un sándwich poco inocente.
– ¿Escapando?
La pregunta resonó sobre su oído derecho, donde aquella carnosa boca había dejado una suave marca. Tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para responder coherentemente, sin forzar las palabras o tartamudear en el proceso.
– Nunca.
Y dicho eso le empujó, liberándose fácilmente de sus garras. Si bien sabía que le había dejado escapar, la satisfacción que le ocasionó haber podido resistir a la tentación no hizo más que aumentar con el correr de las horas, ya a salvo en su habitación y bien lejos del peligro con cuerpo de oro.