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Medianoche {Harry Styles y Bianca Olivier}
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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Medianoche {Harry Styles y Bianca Olivier}
Nombre: Meadianche
Autor: Claudia Gray
Adaptación: Si
Género:Sobrenatural y amor
Advertencias: Creo que ninguna
Otras páginas:https://onlywn.activoforo.com/t16590-what-doesnt-kill-you-makes-you-strongerharrystylesandrea
https://onlywn.activoforo.com/t30894-things-happen-for-a-reason-harry-styles-y-___-moon
ARGUMENTO
Un internado donde nada es lo que parece.
Dos jóvenes atraídos por una fuerza
magnética.
Un secreto oscuro y peligroso.
Y una única certeza:
Entregarse al amor es jugar con fuego…
Autor: Claudia Gray
Adaptación: Si
Género:Sobrenatural y amor
Advertencias: Creo que ninguna
Otras páginas:https://onlywn.activoforo.com/t16590-what-doesnt-kill-you-makes-you-strongerharrystylesandrea
https://onlywn.activoforo.com/t30894-things-happen-for-a-reason-harry-styles-y-___-moon
ARGUMENTO
Un internado donde nada es lo que parece.
Dos jóvenes atraídos por una fuerza
magnética.
Un secreto oscuro y peligroso.
Y una única certeza:
Entregarse al amor es jugar con fuego…
basketballgirl
Re: Medianoche {Harry Styles y Bianca Olivier}
Capítulo 1
Era el primer día de clase, es decir, la última oportunidad de escapar.
No tenía una mochila con un equipo de supervivencia, ni un monedero
abultado con que comprarme un billete de avión a donde fuera, ni un
amigo esperándome en la calle en un coche con el motor en marcha.
Resumiendo: carecía de lo que la mayoría de la gente en su sano juicio
llamaría «un plan».
Sin embargo, daba igual, no pensaba quedarme en la Academia
Medianoche por nada del mundo.
La luz mortecina del amanecer apuntaba en el horizonte mientras yo
intentaba enfundarme unos vaqueros y sacaba un grueso jersey negro. A
esas horas de la mañana y a la altura a la que nos encontrábamos, hacía
frío incluso en septiembre. Me recogí el pelo en un moño hecho a toda
prisa y me calcé unas botas de montaña. A pesar de lo importante que era
no hacer ruido, no debía preocuparme porque mis padres se despertaran.
No eran precisamente madrugadores, por así decirlo. Caían muertos en la
cama hasta que sonaba el despertador y para eso todavía quedaban un
par de horas.
Lo que me proporcionaba una buena ventaja.
Al otro lado de la ventana de mi dormitorio, la gárgola de piedra me
aguijoneaba con la mirada mientras me sonreía con una mueca
flanqueada por unos colmillos prominentes. Cogí la chaqueta vaquera y le
saqué la lengua.
—Igual te gusta estar colgada ahí fuera, en el Baluarte de los Malditos —
murmuré—. Pues que te aproveche.
Hice la cama antes de irme. Normalmente tienen que estar encima de
mí para que la haga, pero esta vez no tuvieron ni que decírmelo. Ya
tendrían bastante con el ataque que iba a darles después y pensé que
estirando la colcha me reconciliaría un poquito con ellos. Aunque lo más
probable era que no compartieran este punto de vista, lo hice de todos
modos. Estaba ahuecando las almohadas cuando, de repente, recordé algo
extraño con tanta viveza como si todavía no hubiera despertado, algo que
había soñado esa misma noche:
Una flor de color sangre.El viento aullaba entre los árboles que me envolvían, azotando las
ramas en todas direcciones. En lo alto, el cielo se encapotaba de nubes
tormentosas. Me aparté el pelo, que me castigaba la cara. Solo quería
mirar la flor.
Los pétalos, perlados de lluvia, eran de un rojo vivido, lánguidos y
afilados, como los de algunas orquídeas tropicales. Sin embargo, la flor
estaba lozana y completamente abierta, prendida de la rama, como una
rosa. Era lo más exótico y fascinante que había visto nunca. Tenía que ser
mía.
¿Por qué me hizo estremecer ese recuerdo? Solo era un sueño. Respiré
hondo y me concentré. Era hora de partir.
Tenía la bolsa preparada; la había llenado la noche anterior con apenas
cuatro cosas: un libro, unas gafas de sol y unos cuantos billetes por si al
final tenía que ir hasta Riverton, lo más cercano a la civilización que había
por la zona. Eso me mantendría ocupada todo el día.
A ver, no estaba escapándome de casa, al menos no en serio, como
cuando rompes con todo y asumes una identidad nueva y, no sé, te unes a
un circo o algo así. No, se trataba de una declaración de principios. Me
había opuesto desde el primer momento a la idea que mis padres habían
dejado entrever que entraríamos en la Academia Medianoche, ellos como
profesores y yo como alumna. Habíamos vivido en el mismo pueblecito
toda la vida, yo había acudido al mismo colegio con las mismas personas
desde que tenía cinco años y quería que siguiera siendo así. Hay gente a
la que le gusta conocer a extraños y hace amigos con facilidad, pero yo
nunca he sido así. Ni por asomo.
Es curioso, cuando la gente te llama «tímida», suele sonreír. Como si
hiciera gracia, como si se tratara de una de esas manías que acabas
perdiendo cuando te haces mayor, como los huecos que te quedan entre
los dientes cuando se te caen los de leche. Si supieran lo que se siente
cuando no solo se trata de que te cueste romper el hielo, sino de ser
tímido de verdad, no sonreirían. Se lo pensarían dos veces si supieran que
esa sensación te atenaza el estómago, o te hace sudar las manos, o te
impide decir algo que tenga sentido. No hace ninguna gracia.
Mis padres no habían sonreído nunca al decirlo. Me conocían muy bien y
por eso siempre creí que ellos me comprendían... hasta que decidieron
que, con dieciséis años, había llegado el momento de superarlo. ¿Y qué
mejor lugar que un internado? Sobre todo si ellos también iban incluidos
en el paquete.
En cierto modo adiviné lo que se proponían, aunque solo fue en teoría.
En cuanto enfilamos la entrada de la Academia Medianoche y vi aquella
mole gótica de piedra tan monstruosa, supe de inmediato que no iba a
quedarme allí ni muerta. Mis padres harían oídos sordos, de modo que
tendría que obligarles a escucharme Fui avanzando de puntillas por el
pequeño apartamento para el profesorado que mi familia había utilizado
durante ese último mes. Oí losleves ronquidos de mi madre tras la puerta
cerrada del dormitorio de mis padres. Me puse la bandolera al hombro,
giré el pomo lentamente y empecé a bajar la escalera. Vivíamos en lo alto
de una de las torres de Medianoche, y sé que eso suena más excitante de
lo que en realidad es, ya que comportaba tener que bajar unos escalones
que habían sido tallados en la roca hacía más de doscientos años y que,
con el desgaste del tiempo, ahora eran irregulares. La larga escalera de
caracol tenía pocas ventanas y todavía no habían encendido las luces, por
lo que la oscuridad contribuía a dificultar el descenso.
Al agacharme para coger la flor, el seto se estremeció. Era el viento,
pensé, pero no era el viento. No, el seto crecía, y lo hacía tan rápido que
podía apreciarse a simple vista. Enredaderas y zarzas se abrían paso entre
las hojas a través de una maraña de quejidos. Antes de que pudiera echar
a correr, el seto casi me había rodeado. Estaba cercada por ramas, hojas y
espinas.
Lo último que necesitaba era que mis pesadillas me asaltaran cada dos
por tres. Respiré hondo y seguí bajando los escalones hasta llegar al gran
vestíbulo de la planta baja. Era un espacio majestuoso, construido para
emocionar o al menos para impresionar: suelos de mármol, altos techos
abovedados y ventanales con vidrieras que se alzaban desde el suelo
hasta las vigas formando un dibujo calidoscópico. Todas menos una, en el
mismo centro, cuyos vidrios eran transparentes. Debían de haber acabado
la noche anterior los preparativos para la ceremonia de ese día, porque ya
había dispuesto un podio para la directora, desde donde recibiría a los
alumnos recién llegados. Parecía que todo el mundo seguía durmiendo, lo
que significaba que no había nadie que pudiera detenerme. Abrí la pesada
y ornamentada puerta de entrada de un fuerte empujón y respiré libertad.
Las primeras nieblas del alba lo cubrían todo con un manto gris azulado
mientras atravesaba los prados que rodeaban el internado. En el siglo
XVIII, cuando se construyó la Academia Medianoche, esa zona era bosque
cerrado. Aunque unos cuantos pueblecitos desperdigados salpicaban los
alrededores, ninguno estaba demasiado cerca de Medianoche; y a pesar
de las vistas de los valles y los tupidos bosques, nadie había construido
nunca una casa en las cercanías. Y con toda la razón, ¿quién iba a querer
estar cerca de ese lugar? Volví la vista hacia las altas torres de piedra de
la escuela, ambas rodeadas por las siluetas retorcidas de las gárgolas, y
me estremecí. Unos pasos más y empezaron a desvanecerse entre la
niebla.
Medianoche se alzaba amenazadora detrás de mí. Los muros de piedra
de sus altas torres eran la única barrera que las espinas no podían romper.
Debería haber salido corriendo hacia la escuela, pero no lo hice.
Medianoche era mucho más peligrosa que las espinas y, además, no
pensaba irme sin la flor.
La pesadilla estaba empezando a parecer más real que la realidad.
Intranquila, me di la vuelta y eché a correr. Me alejé de los prados y
desaparecí en el bosque.
Pronto acabará todo, me dije, abriéndome paso entre la hojarasca y las
ramas caídas de los pinos, que crujían bajo mis pies. Aunque apenas había
unos cientos de metros hasta la puerta principal, tenía la sensación de
estar mucho más lejos. La densa niebla conseguía que pareciera como si
ya me encontrara en el corazón del bosque. «Mis padres se despertarán y
se darán cuenta de que no estoy. Por fin comprenderán que no puedo
soportarlo, que no pueden obligarme. Saldrán a buscarme y, vale, se
enfadarán mucho por haberlos asustado de este modo, pero lo
entenderán. Al final siempre acaban entendiéndolo, ¿no? Y luego nos
iremos. Saldremos de la Academia Medianoche y no volveremos nunca
más.»
Tenía el corazón desbocado. En vez de reconfortarme, cada paso que
me alejaba de la Academia Medianoche ponía a prueba mi determinación.
Antes, al elaborar el plan, me había parecido buena idea, como si fuera
infalible, pero ahora que era real y me encontraba sola en el bosque,
adentrándome en la espesura, no estaba tan segura. Tal vez estuviera
huyendo para nada. ¿Y si me arrastraban de vuelta de todos modos?
Estalló un trueno. Se me aceleró el pulso. Volví la espalda a Medianoche
definitivamente y observé la flor que temblaba en su rama. El viento le
arrancó un pétalo. Introduje las manos entre las espinas, sentí que me
laceraban la piel dolorosamente, pero eso no me detuvo; estaba decidida.
Eché a correr hacia el este, intentando poner tierra de por medio entre
Medianoche y yo, mientras mi pesadilla se empeñaba en acompañarme.
Era ese lugar. Me ponía los pelos de punta, me hacía sentir inquieta y
vacía. Si me alejaba de allí, todo saldría bien. Jadeante, volví la vista atrás
para comprobar cuánto trecho había recorrido... cuando lo vi. A menos de
cien metros de mí, había un hombre envuelto en un abrigo largo y oscuro,
entre los árboles, medio oculto por la niebla. En el momento en que
nuestras miradas se encontraron, echó a correr en mi dirección.
Hasta ese momento no había sabido qué era el miedo. Una sensación
fría como el agua helada sacudió todo mi cuerpo y entonces descubrí lo
rápido que podía correr. No grité, ¿para qué? Me había adentrado en el
bosque para que nadie pudiera encontrarme, lo más estúpido que había
hecho nunca en la vida y, por lo que parecía, también lo último que iba a
hacer. Además, ¿para qué iba a llevarme el móvil, si no había cobertura?
Nadie iba a venir a salvarme. Tenía que correr lo más rápido que pudiera.
Oía sus pasos detrás, quebrando ramas y aplastando hojas. Se
acercaba. ¡Dios, era muy rápido! ¿Cómo podía alguien correr a esa
velocidad?
Te han enseñado a defenderte, pensé. ¡Se supone que sabes qué hacer
en situaciones como esta! No recordaba nada, no podía pensar en nada.
Las ramas desgarraban las mangas de mi chaqueta y se enganchaban en
los mechones de cabello que se me habían soltado del moño.
Tropecé con una piedra y me mordí la lengua, pero seguí corriendo.
El hombre estaba cada vez más cerca, demasiado. Tenía que acelerar,
pero no podía.
—¡Ah! —grité medio asfixiada cuando saltó sobre mí y caímos rodando.
Me di un costalazo en la espalda y me aplastó contra el suelo con su
peso y sus piernas, entrelazadas con las mías. Me tapó la boca con una
mano, pero conseguí liberar un brazo. En las clases de autodefensa de mi
antiguo colegio, siempre decían que había que ir directo a los ojos, que
había que sacárselos sin contemplaciones. Nunca había dudado de poder
hacerlo cuando se diera la ocasión, ya fuera para ponerme a salvo o para
ayudar a otra persona, pero estaba tan aterrorizada que no sabía si podría
soportarlo. Doblé los dedos, intentando armarme de valor.
—¿Has visto quién te seguía? —susurró el tipo en ese momento.
Lo miré fijamente unos instantes. El retiró la mano de mi boca para que
pudiera responder. Pesaba mucho y todo me daba vueltas.
—¿Te refieres además de ti? —conseguí decir al fin.
—¿De mí? —No tenía ni idea de qué le estaba hablando. El tipo lanzó
una mirada furtiva a su espalda, como si siguiera a la defensiva—. Tú
corrías porque te perseguía alguien... ¿no?
—Yo solo corría. El único que me perseguía eras tú.
—Quieres decir que creías que... —El tipo se apartó de mí de inmediato
para que pudiera moverme—. Ah, vaya, lo siento. No era mi intención...
Tía, debo de haberte dado un susto de muerte.
—Entonces, ¿tu intención era ayudarme?
Tuve que decirlo en voz alta antes de conseguir creérmelo. Él asintió
vigorosamente con la cabeza. Tenía la cara muy cerca de la mía,
demasiado cerca, lo que me impedía ver nada más. Era como si solo
existiéramos nosotros y la niebla que se espesaba a nuestro alrededor.
—Sé que debo de haberte asustado y lo siento muchísimo. Creía que...
Sus palabras no estaban sirviéndome de gran ayuda. Estaba cada vez
más mareada, no menos. Necesitaba aire y tranquilizarme, algo imposible
mientras él estuviera tan cerca de mí. Lo señalé con un dedo y dije algo
que no creo haberle dicho a mucha gente, mucho menos a un extraño, y
mucho menos aún al extraño que más me había aterrado en mi vida:
—¿Te... quieres... callar?
Se calló.
Dejé caer la cabeza contra el suelo, soltando un suspiró. Me llevé las
manos a los ojos y los apreté hasta verlo todo rojo. Todavía tenía el sabor
de la sangre en la boca y el corazón me latía con tanta fuerza que era
como si el pecho se estremeciera. Un poco más y me meo encima, tal vez
lo único que hubiera faltado para que aquella situación fuera más
humillante de lo que ya era de por sí. Sin embargo, me limité a respirar
hondo, poco a poco, hasta que me sentí con fuerzas para incorporarme.
El tipo seguía a mi lado.
—¿Por qué me has tirado al suelo? —conseguí preguntarle.
—Pensé que teníamos que ponernos a cubierto y escondernos de quien
estuviera persiguiéndote, de ese que al final ha resultado ser, esto...
nadie.
Parecía bastante azorado.
Agachó la cabeza y lo miré con tranquilidad por primera vez. La verdad
es que no había tenido tiempo de fijarme en nada: cuando lo primero que
piensas de alguien es que es un «asesino pirado», no te pones a analizar
los detalles. Me di cuenta de que no se trataba de un hombre adulto, como
había creído. Aunque era alto y ancho de espaldas, era joven, tal vez de
mi misma edad. La carrera le había alborotado el pelo, ondulado y de color
castaño dorado, que le caía sobre la frente, ocultando unos ojos verdes
increíblemente oscuros. Tenía una mandíbula fuerte y angulosa, y un
cuerpo musculoso y robusto.
Sin embargo, lo más sorprendente de todo era lo que llevaba bajo el
abrigo negro: unas botas negras bastante estropeadas, pantalones negros
de lana y un jersey rojo oscuro de cuello de pico adornado con un blasón:
dos cuervos bordados a cada lado de una espada plateada. El escudo de
Medianoche.
—Eres alumno de la escuela —dije.
—Bueno, voy a serlo —contestó en voz baja, como si temiera volver a
asustarme—. ¿Y tú?
Asentí con la cabeza mientras me deshacía el moño para volver a
hacérmelo.
—Es mi primer año. Mis padres encontraron trabajo de profesores, así
que... me toca pasar por el aro.
Pareció sorprenderse porque frunció el ceño. De repente su mirada se
volvió más inquieta e insegura, aunque se repuso enseguida y me tendió
la mano.
—Harry Styles.
—Hola. —Me resultaba extraño presentarme a alguien a quien cinco
minutos antes creía decidido a matarme—. Bianca Olivier.
—El corazón te va a mil por hora —murmuró Harry. Volvió a mirarme
con ojos inquisidores y me puse nerviosa, aunque por motivos distintos—.
Vale, si no corrías porque te perseguía alguien, entonces ¿por qué corrías
de esa manera? Porque a mí no me pareció que estuvieras haciendo
footing precisamente.
Le habría mentido si se me hubiera ocurrido alguna excusa creíble, pero
no fue así.
—He madrugado para... Bueno, para escaparme.
—¿Tus padres no te tratan bien? ¿Te pegan?
—¡No! No es eso. —Me sentí muy ofendida, pero comprendí que era
lógico que Harry dedujera algo por el estilo. ¿Por qué si no alguien en su
sano juicio iba a adentrarse en el bosque antes de que saliera el sol y
echar a correr como si le fuera la vida en ello? Acabábamos de
conocernos, así que Harry tal vez asumía que estaba tratando con una
persona cuerda. Decidí no mencionarle lo de la pesadilla recurrente, no
fuera que eso acabara de inclinar la balanza hacia «chiflada»—. Es que no
quiero ir a esa escuela. Me gustaba la de mi pueblo y, además, la
Academia Medianoche es... Es tan...
—Pone los pelos de punta.
—Eso.
—¿Adonde ibas? ¿Has encontrado trabajo en alguna parte o algo así?
Estaba sonrojada y no solo por el esfuerzo físico de la carrera.
—Ah, no. En realidad no me escapaba de verdad, solo estaba llevando a
cabo una... declaración de principios. O algo así. Pensé que si hacía una
cosa por el estilo, mis padres por fin comprenderían lo mucho que detesto
estar aquí y tal vez nos iríamos.
Harry me miró incrédulo y luego sonrió. Su sonrisa transformó la
extraña energía que se había ido acumulando en mi interior y transformó
el miedo en curiosidad, incluso en excitación.
—Como yo con el tirachinas.
—¿Qué?
—Cuando tenía cinco años, pensaba que mis padres estaban siendo
injustos conmigo y decidí irme de casa. Me llevé el tirachinas porque ya
era todo un machote, ya me entiendes, y podía cuidar de mí mismo. Creo
que también me llevé una linterna y un paquete de Oreos.
A pesar del aturdimiento, se me escapó una sonrisa.
—Creo que ibas mejor preparado que yo.
—Salí muy digno de la casa en que vivíamos y llegué hasta... el final del
patio trasero, así que decidí resistir desde allí mismo. Me quedé fuera todo
el día, hasta que empezó a llover. No se me había ocurrido coger un
paraguas.
—Un plan estupendo. —Suspiré.
—Lo sé, es patético. Volví a entrar en casa, empapado y con dolor de
estómago después de zamparme como unas veinte Oreos, y mi madre,
una señora muy inteligente aunque me saque de quicio, fingió que no
había ocurrido nada. —Harry se encogió de hombros—. Lo mismo que
harán tus padres. Lo sabes, ¿no?
—Ahora sí.
Estaba tan decepcionada que se me hizo un nudo en la garganta. En
realidad había sabido desde el principio cómo iba a terminar aquello, pero
no podía quedarme de brazos cruzados; tal vez solo lo había hecho
para que quedara patente mi frustración antes que para enviar un mensaje a
mis padres.
En ese momento Harry me hizo una pregunta que me dejó descolocada:
—¿Quieres irte de aquí de verdad?
—¿Te refieres a... huir? ¿A escaparme de verdad?
Harry asintió, y parecía que lo decía muy en serio. Aunque no podía ser.
Seguro que me lo había preguntado para devolverme a la realidad.
—No, no quiero —admití al final—. Volveré y me prepararé para ir al colé
como una niña buena.
Otra vez esa sonrisa.
—Nadie te obliga a comportarte como una niña buena.
Su modo de decirlo me reconfortó.
—Es que... La Academia Medianoche... No sé si voy a saber encajar en
este lugar.
—Yo no me preocuparía por eso. Puede que no sea tan malo no acabar
de encajar en este lugar.
Me miró fijamente, muy serio, como si supiera de otro lugar en que
pudiera encajar mejor. O de veras le gustaba o me lo estaba imaginando
porque quería gustarle. La prácticamente nula experiencia sobre el tema
me impidió saberlo.
Me puse en pie a toda prisa.
—¿Y que hacías tú cuando me viste? —le pregunté, mientras él también
se ponía en pie.
—Ya te lo he dicho, creía que necesitabas ayuda. Por aquí corre gente un
poco chunga. No todo el mundo sabe controlarse. —Se sacudió unas
cuantas agujas de pino del jersey—. No debería haberme precipitado en
sacar conclusiones, pero me pudo el instinto. Lo siento.
—No pasa nada, de verdad. Ya sé que querías ayudarme. Me refería a
que qué hacías antes de verme. La presentación no empieza hasta dentro
de unas horas y es muy temprano. Les dijeron a los alumnos que llegaran
sobre las diez.
—Nunca se me ha dado bien seguir las normas.
Aquello empezaba a parecerme interesante.
—Entonces... ¿Eres una persona madrugadora, de esas que se levantan
de un salto por las mañanas?
—Ni por asomo, todavía no me he acostado. —Tenía una sonrisa
cautivadora y ya me había dado cuenta de que sabía cómo utilizarla. Y no
me importaba—. De todos modos, mi madre no podía acompañarme. Está
fuera, podríamos decir que de viaje de negocios. Cogí el tren nocturno y
decidí llegar a pie, para saber qué terreno pisaba y... rescatar damiselas
en apuros.Al recordar a qué velocidad había corrido tras de mí y comprender que
lo había hecho para salvarme la vida, el enfoque del recuerdo cambió por
completo: todos mis miedos se desvanecieron y sonreí.
—¿Por qué vienes a Medianoche? A mí me toca pringar por mis padres,
pero seguramente tú podrías ir a cualquier otro sitio. A uno mejor. Como...
no sé, cualquiera.
Harry no pareció saber qué responder. Iba apartando las ramas
mientras nos abríamos camino por el bosque para que no me dieran en la
cara. Nunca antes me habían despejado el paso.
—Es una historia muy larga.
Harry inclinó la cabeza, pero no apartó la mirada de mí. Había algo
indudablemente seductor en ese movimiento, aunque no estaba segura de
que él pretendiera producir ese efecto. Tenía un color de ojos casi idéntico
al de la hiedra que crecía en las torres de Medianoche.
—Es que también es una especie de secreto.
—Sé guardar secretos. Es decir, tú vas a mantener en secreto este
asunto por mí, ¿no? Me refiero a lo de salir corriendo y morirme de
miedo...
—No se lo contaré a nadie. —Al cabo de unos segundos de vacilación,
Harry acabó sincerándose—. Hace unos ciento cincuenta años un
antepasado mío intentó entrar en el internado. Podría decirse que
suspendió. —Harry se echó a reír, y fue como si la luz del sol hubiera
irrumpido entre los árboles—. Por eso depende de mí «limpiar el honor de
la familia».
—No es justo. No deberías tener que tomar todas tus decisiones en
función de lo que él hiciera o dejara de hacer.
—No todas, me dejan elegir los calcetines.
Sonreí cuando se subió la pernera para enseñarme el calcetín a rombos
que asomaba por encima de la pesada bota negra.
—¿Por qué suspendieron a tu retatara lo que sea?
Harry sacudió la cabeza tristemente.
—Se batió en duelo la primera semana.
—¿Un duelo? Venga, ¿alguien insultó su honor? —Intenté recordar lo que
había aprendido sobre los duelos en las novelas y las películas románticas.
Lo que estaba claro es que la historia de Harry era definitivamente mucho
más interesante que la mía—. ¿O fue por una chica?
—Pues tendría que haber aprovechado muy bien el tiempo para conocer
a una chica en los primeros días de escuela.
Harry se detuvo, como si acabara de darse cuenta de que era el primer
día de clase y él ya había conocido a una. Sentí un impulso, como si algo
tirara físicamente de mí hacia él, pero en ese momento Harry volvió la
cabeza y clavó la mirada en las torres de Medianoche, que se veían entre
las ramas de los pinos. Fue como si el edificio lo hubiera ofendido.
—Pudo haber sido por cualquier cosa. Entonces se batían en duelo a la
mínima de cambio. Según la leyenda familiar, empezó el otro tipo, aunque
la verdad es que da igual. Lo que importa es que sobrevivió, pero no sin
antes romper una de las vidrieras del vestíbulo.
—Ah, claro, hay una con cristales transparentes y no sabía por qué.
—Ahora ya lo sabes. Desde entonces, Medianoche le cerró las puertas a
mí familia.
—Hasta ahora.
—Hasta ahora —convino—. Y no me importa. Creo que aquí aprenderé
muchas cosas, pero eso no significa que me tenga que gustar lo que veo.
—Pues yo no estoy segura de que me guste nada —le confesé. «Salvo
tú», añadió una vocecilla interior, que se había envalentonado de repente.
Fue como si Harry pudiera oír esa voz, porque hubo algo perturbador en
el modo en que se volvió para mirarme. Debería parecer el típico chico
estadounidense, con esos rasgos tan marcados y el uniforme del colegio,
pero no era así. Durante mi huida y en los momentos posteriores, cuando
él creía que estábamos intentando salvar la vida, había percibido algo
salvaje acechando bajo esa fachada.
—Me gustan las gárgolas, la montaña y el aire puro. Eso es todo.
—¿Te gustan las gárgolas?
—Me gusta que los monstruos sean más pequeños que yo.
—No me lo había planteado nunca de ese modo.
Habíamos llegado al linde de los prados. El sol brillaba con fuerza y tuve
la sensación de que la escuela despertaba y se preparaba para recibir a
los alumnos y engullirlos a través de la abovedada entrada de piedra.
—Le tengo pavor —confesé.
—Todavía no es demasiado tarde para salir corriendo, Bianca —dijo con
toda tranquilidad.
—No quiero salir corriendo, pero tampoco quiero estar rodeada de
extraños. Cuando estoy con gente que no conozco soy incapaz de hablar,
de actuar con normalidad o de ser yo misma... ¿Por qué sonríes?
—Pues a mí me parece que no has tenido muchos problemas para
hablar conmigo.
Parpadeé, sorprendida. Harry tenía razón. ¿Cómo era posible?
—Contigo... Supongo que... Creo que me asustaste tanto que se me
pasó el miedo de golpe —balbucí.
—Eh, pues si funciona.—Sí. —Sin embargo, tuve la sensación de que había
algo más. Los extraños seguían dándome pánico, pero él no era un extraño.
Había dejado de serlo en cuanto comprendí que había intentado salvarme la
vida. Tenía la sensación de conocer a Harry desde siempre, como si
hubiera estado esperando su llegada durante años—. Debo volver antes
de que mis padres se den cuenta de que no estoy.
—No dejes que te sermoneen.
—No lo harán.
Harry no parecía tan seguro, pero asintió y se alejó. Se perdió entre las
sombras mientras yo entraba en un cerco de luz.
—Nos vemos por aquí.
Levanté la mano para decirle adiós, pero Harry ya se había ido. Había
desaparecido sigilosamente en el bosque.
Continuara...
No tenía una mochila con un equipo de supervivencia, ni un monedero
abultado con que comprarme un billete de avión a donde fuera, ni un
amigo esperándome en la calle en un coche con el motor en marcha.
Resumiendo: carecía de lo que la mayoría de la gente en su sano juicio
llamaría «un plan».
Sin embargo, daba igual, no pensaba quedarme en la Academia
Medianoche por nada del mundo.
La luz mortecina del amanecer apuntaba en el horizonte mientras yo
intentaba enfundarme unos vaqueros y sacaba un grueso jersey negro. A
esas horas de la mañana y a la altura a la que nos encontrábamos, hacía
frío incluso en septiembre. Me recogí el pelo en un moño hecho a toda
prisa y me calcé unas botas de montaña. A pesar de lo importante que era
no hacer ruido, no debía preocuparme porque mis padres se despertaran.
No eran precisamente madrugadores, por así decirlo. Caían muertos en la
cama hasta que sonaba el despertador y para eso todavía quedaban un
par de horas.
Lo que me proporcionaba una buena ventaja.
Al otro lado de la ventana de mi dormitorio, la gárgola de piedra me
aguijoneaba con la mirada mientras me sonreía con una mueca
flanqueada por unos colmillos prominentes. Cogí la chaqueta vaquera y le
saqué la lengua.
—Igual te gusta estar colgada ahí fuera, en el Baluarte de los Malditos —
murmuré—. Pues que te aproveche.
Hice la cama antes de irme. Normalmente tienen que estar encima de
mí para que la haga, pero esta vez no tuvieron ni que decírmelo. Ya
tendrían bastante con el ataque que iba a darles después y pensé que
estirando la colcha me reconciliaría un poquito con ellos. Aunque lo más
probable era que no compartieran este punto de vista, lo hice de todos
modos. Estaba ahuecando las almohadas cuando, de repente, recordé algo
extraño con tanta viveza como si todavía no hubiera despertado, algo que
había soñado esa misma noche:
Una flor de color sangre.El viento aullaba entre los árboles que me envolvían, azotando las
ramas en todas direcciones. En lo alto, el cielo se encapotaba de nubes
tormentosas. Me aparté el pelo, que me castigaba la cara. Solo quería
mirar la flor.
Los pétalos, perlados de lluvia, eran de un rojo vivido, lánguidos y
afilados, como los de algunas orquídeas tropicales. Sin embargo, la flor
estaba lozana y completamente abierta, prendida de la rama, como una
rosa. Era lo más exótico y fascinante que había visto nunca. Tenía que ser
mía.
¿Por qué me hizo estremecer ese recuerdo? Solo era un sueño. Respiré
hondo y me concentré. Era hora de partir.
Tenía la bolsa preparada; la había llenado la noche anterior con apenas
cuatro cosas: un libro, unas gafas de sol y unos cuantos billetes por si al
final tenía que ir hasta Riverton, lo más cercano a la civilización que había
por la zona. Eso me mantendría ocupada todo el día.
A ver, no estaba escapándome de casa, al menos no en serio, como
cuando rompes con todo y asumes una identidad nueva y, no sé, te unes a
un circo o algo así. No, se trataba de una declaración de principios. Me
había opuesto desde el primer momento a la idea que mis padres habían
dejado entrever que entraríamos en la Academia Medianoche, ellos como
profesores y yo como alumna. Habíamos vivido en el mismo pueblecito
toda la vida, yo había acudido al mismo colegio con las mismas personas
desde que tenía cinco años y quería que siguiera siendo así. Hay gente a
la que le gusta conocer a extraños y hace amigos con facilidad, pero yo
nunca he sido así. Ni por asomo.
Es curioso, cuando la gente te llama «tímida», suele sonreír. Como si
hiciera gracia, como si se tratara de una de esas manías que acabas
perdiendo cuando te haces mayor, como los huecos que te quedan entre
los dientes cuando se te caen los de leche. Si supieran lo que se siente
cuando no solo se trata de que te cueste romper el hielo, sino de ser
tímido de verdad, no sonreirían. Se lo pensarían dos veces si supieran que
esa sensación te atenaza el estómago, o te hace sudar las manos, o te
impide decir algo que tenga sentido. No hace ninguna gracia.
Mis padres no habían sonreído nunca al decirlo. Me conocían muy bien y
por eso siempre creí que ellos me comprendían... hasta que decidieron
que, con dieciséis años, había llegado el momento de superarlo. ¿Y qué
mejor lugar que un internado? Sobre todo si ellos también iban incluidos
en el paquete.
En cierto modo adiviné lo que se proponían, aunque solo fue en teoría.
En cuanto enfilamos la entrada de la Academia Medianoche y vi aquella
mole gótica de piedra tan monstruosa, supe de inmediato que no iba a
quedarme allí ni muerta. Mis padres harían oídos sordos, de modo que
tendría que obligarles a escucharme Fui avanzando de puntillas por el
pequeño apartamento para el profesorado que mi familia había utilizado
durante ese último mes. Oí losleves ronquidos de mi madre tras la puerta
cerrada del dormitorio de mis padres. Me puse la bandolera al hombro,
giré el pomo lentamente y empecé a bajar la escalera. Vivíamos en lo alto
de una de las torres de Medianoche, y sé que eso suena más excitante de
lo que en realidad es, ya que comportaba tener que bajar unos escalones
que habían sido tallados en la roca hacía más de doscientos años y que,
con el desgaste del tiempo, ahora eran irregulares. La larga escalera de
caracol tenía pocas ventanas y todavía no habían encendido las luces, por
lo que la oscuridad contribuía a dificultar el descenso.
Al agacharme para coger la flor, el seto se estremeció. Era el viento,
pensé, pero no era el viento. No, el seto crecía, y lo hacía tan rápido que
podía apreciarse a simple vista. Enredaderas y zarzas se abrían paso entre
las hojas a través de una maraña de quejidos. Antes de que pudiera echar
a correr, el seto casi me había rodeado. Estaba cercada por ramas, hojas y
espinas.
Lo último que necesitaba era que mis pesadillas me asaltaran cada dos
por tres. Respiré hondo y seguí bajando los escalones hasta llegar al gran
vestíbulo de la planta baja. Era un espacio majestuoso, construido para
emocionar o al menos para impresionar: suelos de mármol, altos techos
abovedados y ventanales con vidrieras que se alzaban desde el suelo
hasta las vigas formando un dibujo calidoscópico. Todas menos una, en el
mismo centro, cuyos vidrios eran transparentes. Debían de haber acabado
la noche anterior los preparativos para la ceremonia de ese día, porque ya
había dispuesto un podio para la directora, desde donde recibiría a los
alumnos recién llegados. Parecía que todo el mundo seguía durmiendo, lo
que significaba que no había nadie que pudiera detenerme. Abrí la pesada
y ornamentada puerta de entrada de un fuerte empujón y respiré libertad.
Las primeras nieblas del alba lo cubrían todo con un manto gris azulado
mientras atravesaba los prados que rodeaban el internado. En el siglo
XVIII, cuando se construyó la Academia Medianoche, esa zona era bosque
cerrado. Aunque unos cuantos pueblecitos desperdigados salpicaban los
alrededores, ninguno estaba demasiado cerca de Medianoche; y a pesar
de las vistas de los valles y los tupidos bosques, nadie había construido
nunca una casa en las cercanías. Y con toda la razón, ¿quién iba a querer
estar cerca de ese lugar? Volví la vista hacia las altas torres de piedra de
la escuela, ambas rodeadas por las siluetas retorcidas de las gárgolas, y
me estremecí. Unos pasos más y empezaron a desvanecerse entre la
niebla.
Medianoche se alzaba amenazadora detrás de mí. Los muros de piedra
de sus altas torres eran la única barrera que las espinas no podían romper.
Debería haber salido corriendo hacia la escuela, pero no lo hice.
Medianoche era mucho más peligrosa que las espinas y, además, no
pensaba irme sin la flor.
La pesadilla estaba empezando a parecer más real que la realidad.
Intranquila, me di la vuelta y eché a correr. Me alejé de los prados y
desaparecí en el bosque.
Pronto acabará todo, me dije, abriéndome paso entre la hojarasca y las
ramas caídas de los pinos, que crujían bajo mis pies. Aunque apenas había
unos cientos de metros hasta la puerta principal, tenía la sensación de
estar mucho más lejos. La densa niebla conseguía que pareciera como si
ya me encontrara en el corazón del bosque. «Mis padres se despertarán y
se darán cuenta de que no estoy. Por fin comprenderán que no puedo
soportarlo, que no pueden obligarme. Saldrán a buscarme y, vale, se
enfadarán mucho por haberlos asustado de este modo, pero lo
entenderán. Al final siempre acaban entendiéndolo, ¿no? Y luego nos
iremos. Saldremos de la Academia Medianoche y no volveremos nunca
más.»
Tenía el corazón desbocado. En vez de reconfortarme, cada paso que
me alejaba de la Academia Medianoche ponía a prueba mi determinación.
Antes, al elaborar el plan, me había parecido buena idea, como si fuera
infalible, pero ahora que era real y me encontraba sola en el bosque,
adentrándome en la espesura, no estaba tan segura. Tal vez estuviera
huyendo para nada. ¿Y si me arrastraban de vuelta de todos modos?
Estalló un trueno. Se me aceleró el pulso. Volví la espalda a Medianoche
definitivamente y observé la flor que temblaba en su rama. El viento le
arrancó un pétalo. Introduje las manos entre las espinas, sentí que me
laceraban la piel dolorosamente, pero eso no me detuvo; estaba decidida.
Eché a correr hacia el este, intentando poner tierra de por medio entre
Medianoche y yo, mientras mi pesadilla se empeñaba en acompañarme.
Era ese lugar. Me ponía los pelos de punta, me hacía sentir inquieta y
vacía. Si me alejaba de allí, todo saldría bien. Jadeante, volví la vista atrás
para comprobar cuánto trecho había recorrido... cuando lo vi. A menos de
cien metros de mí, había un hombre envuelto en un abrigo largo y oscuro,
entre los árboles, medio oculto por la niebla. En el momento en que
nuestras miradas se encontraron, echó a correr en mi dirección.
Hasta ese momento no había sabido qué era el miedo. Una sensación
fría como el agua helada sacudió todo mi cuerpo y entonces descubrí lo
rápido que podía correr. No grité, ¿para qué? Me había adentrado en el
bosque para que nadie pudiera encontrarme, lo más estúpido que había
hecho nunca en la vida y, por lo que parecía, también lo último que iba a
hacer. Además, ¿para qué iba a llevarme el móvil, si no había cobertura?
Nadie iba a venir a salvarme. Tenía que correr lo más rápido que pudiera.
Oía sus pasos detrás, quebrando ramas y aplastando hojas. Se
acercaba. ¡Dios, era muy rápido! ¿Cómo podía alguien correr a esa
velocidad?
Te han enseñado a defenderte, pensé. ¡Se supone que sabes qué hacer
en situaciones como esta! No recordaba nada, no podía pensar en nada.
Las ramas desgarraban las mangas de mi chaqueta y se enganchaban en
los mechones de cabello que se me habían soltado del moño.
Tropecé con una piedra y me mordí la lengua, pero seguí corriendo.
El hombre estaba cada vez más cerca, demasiado. Tenía que acelerar,
pero no podía.
—¡Ah! —grité medio asfixiada cuando saltó sobre mí y caímos rodando.
Me di un costalazo en la espalda y me aplastó contra el suelo con su
peso y sus piernas, entrelazadas con las mías. Me tapó la boca con una
mano, pero conseguí liberar un brazo. En las clases de autodefensa de mi
antiguo colegio, siempre decían que había que ir directo a los ojos, que
había que sacárselos sin contemplaciones. Nunca había dudado de poder
hacerlo cuando se diera la ocasión, ya fuera para ponerme a salvo o para
ayudar a otra persona, pero estaba tan aterrorizada que no sabía si podría
soportarlo. Doblé los dedos, intentando armarme de valor.
—¿Has visto quién te seguía? —susurró el tipo en ese momento.
Lo miré fijamente unos instantes. El retiró la mano de mi boca para que
pudiera responder. Pesaba mucho y todo me daba vueltas.
—¿Te refieres además de ti? —conseguí decir al fin.
—¿De mí? —No tenía ni idea de qué le estaba hablando. El tipo lanzó
una mirada furtiva a su espalda, como si siguiera a la defensiva—. Tú
corrías porque te perseguía alguien... ¿no?
—Yo solo corría. El único que me perseguía eras tú.
—Quieres decir que creías que... —El tipo se apartó de mí de inmediato
para que pudiera moverme—. Ah, vaya, lo siento. No era mi intención...
Tía, debo de haberte dado un susto de muerte.
—Entonces, ¿tu intención era ayudarme?
Tuve que decirlo en voz alta antes de conseguir creérmelo. Él asintió
vigorosamente con la cabeza. Tenía la cara muy cerca de la mía,
demasiado cerca, lo que me impedía ver nada más. Era como si solo
existiéramos nosotros y la niebla que se espesaba a nuestro alrededor.
—Sé que debo de haberte asustado y lo siento muchísimo. Creía que...
Sus palabras no estaban sirviéndome de gran ayuda. Estaba cada vez
más mareada, no menos. Necesitaba aire y tranquilizarme, algo imposible
mientras él estuviera tan cerca de mí. Lo señalé con un dedo y dije algo
que no creo haberle dicho a mucha gente, mucho menos a un extraño, y
mucho menos aún al extraño que más me había aterrado en mi vida:
—¿Te... quieres... callar?
Se calló.
Dejé caer la cabeza contra el suelo, soltando un suspiró. Me llevé las
manos a los ojos y los apreté hasta verlo todo rojo. Todavía tenía el sabor
de la sangre en la boca y el corazón me latía con tanta fuerza que era
como si el pecho se estremeciera. Un poco más y me meo encima, tal vez
lo único que hubiera faltado para que aquella situación fuera más
humillante de lo que ya era de por sí. Sin embargo, me limité a respirar
hondo, poco a poco, hasta que me sentí con fuerzas para incorporarme.
El tipo seguía a mi lado.
—¿Por qué me has tirado al suelo? —conseguí preguntarle.
—Pensé que teníamos que ponernos a cubierto y escondernos de quien
estuviera persiguiéndote, de ese que al final ha resultado ser, esto...
nadie.
Parecía bastante azorado.
Agachó la cabeza y lo miré con tranquilidad por primera vez. La verdad
es que no había tenido tiempo de fijarme en nada: cuando lo primero que
piensas de alguien es que es un «asesino pirado», no te pones a analizar
los detalles. Me di cuenta de que no se trataba de un hombre adulto, como
había creído. Aunque era alto y ancho de espaldas, era joven, tal vez de
mi misma edad. La carrera le había alborotado el pelo, ondulado y de color
castaño dorado, que le caía sobre la frente, ocultando unos ojos verdes
increíblemente oscuros. Tenía una mandíbula fuerte y angulosa, y un
cuerpo musculoso y robusto.
Sin embargo, lo más sorprendente de todo era lo que llevaba bajo el
abrigo negro: unas botas negras bastante estropeadas, pantalones negros
de lana y un jersey rojo oscuro de cuello de pico adornado con un blasón:
dos cuervos bordados a cada lado de una espada plateada. El escudo de
Medianoche.
—Eres alumno de la escuela —dije.
—Bueno, voy a serlo —contestó en voz baja, como si temiera volver a
asustarme—. ¿Y tú?
Asentí con la cabeza mientras me deshacía el moño para volver a
hacérmelo.
—Es mi primer año. Mis padres encontraron trabajo de profesores, así
que... me toca pasar por el aro.
Pareció sorprenderse porque frunció el ceño. De repente su mirada se
volvió más inquieta e insegura, aunque se repuso enseguida y me tendió
la mano.
—Harry Styles.
—Hola. —Me resultaba extraño presentarme a alguien a quien cinco
minutos antes creía decidido a matarme—. Bianca Olivier.
—El corazón te va a mil por hora —murmuró Harry. Volvió a mirarme
con ojos inquisidores y me puse nerviosa, aunque por motivos distintos—.
Vale, si no corrías porque te perseguía alguien, entonces ¿por qué corrías
de esa manera? Porque a mí no me pareció que estuvieras haciendo
footing precisamente.
Le habría mentido si se me hubiera ocurrido alguna excusa creíble, pero
no fue así.
—He madrugado para... Bueno, para escaparme.
—¿Tus padres no te tratan bien? ¿Te pegan?
—¡No! No es eso. —Me sentí muy ofendida, pero comprendí que era
lógico que Harry dedujera algo por el estilo. ¿Por qué si no alguien en su
sano juicio iba a adentrarse en el bosque antes de que saliera el sol y
echar a correr como si le fuera la vida en ello? Acabábamos de
conocernos, así que Harry tal vez asumía que estaba tratando con una
persona cuerda. Decidí no mencionarle lo de la pesadilla recurrente, no
fuera que eso acabara de inclinar la balanza hacia «chiflada»—. Es que no
quiero ir a esa escuela. Me gustaba la de mi pueblo y, además, la
Academia Medianoche es... Es tan...
—Pone los pelos de punta.
—Eso.
—¿Adonde ibas? ¿Has encontrado trabajo en alguna parte o algo así?
Estaba sonrojada y no solo por el esfuerzo físico de la carrera.
—Ah, no. En realidad no me escapaba de verdad, solo estaba llevando a
cabo una... declaración de principios. O algo así. Pensé que si hacía una
cosa por el estilo, mis padres por fin comprenderían lo mucho que detesto
estar aquí y tal vez nos iríamos.
Harry me miró incrédulo y luego sonrió. Su sonrisa transformó la
extraña energía que se había ido acumulando en mi interior y transformó
el miedo en curiosidad, incluso en excitación.
—Como yo con el tirachinas.
—¿Qué?
—Cuando tenía cinco años, pensaba que mis padres estaban siendo
injustos conmigo y decidí irme de casa. Me llevé el tirachinas porque ya
era todo un machote, ya me entiendes, y podía cuidar de mí mismo. Creo
que también me llevé una linterna y un paquete de Oreos.
A pesar del aturdimiento, se me escapó una sonrisa.
—Creo que ibas mejor preparado que yo.
—Salí muy digno de la casa en que vivíamos y llegué hasta... el final del
patio trasero, así que decidí resistir desde allí mismo. Me quedé fuera todo
el día, hasta que empezó a llover. No se me había ocurrido coger un
paraguas.
—Un plan estupendo. —Suspiré.
—Lo sé, es patético. Volví a entrar en casa, empapado y con dolor de
estómago después de zamparme como unas veinte Oreos, y mi madre,
una señora muy inteligente aunque me saque de quicio, fingió que no
había ocurrido nada. —Harry se encogió de hombros—. Lo mismo que
harán tus padres. Lo sabes, ¿no?
—Ahora sí.
Estaba tan decepcionada que se me hizo un nudo en la garganta. En
realidad había sabido desde el principio cómo iba a terminar aquello, pero
no podía quedarme de brazos cruzados; tal vez solo lo había hecho
para que quedara patente mi frustración antes que para enviar un mensaje a
mis padres.
En ese momento Harry me hizo una pregunta que me dejó descolocada:
—¿Quieres irte de aquí de verdad?
—¿Te refieres a... huir? ¿A escaparme de verdad?
Harry asintió, y parecía que lo decía muy en serio. Aunque no podía ser.
Seguro que me lo había preguntado para devolverme a la realidad.
—No, no quiero —admití al final—. Volveré y me prepararé para ir al colé
como una niña buena.
Otra vez esa sonrisa.
—Nadie te obliga a comportarte como una niña buena.
Su modo de decirlo me reconfortó.
—Es que... La Academia Medianoche... No sé si voy a saber encajar en
este lugar.
—Yo no me preocuparía por eso. Puede que no sea tan malo no acabar
de encajar en este lugar.
Me miró fijamente, muy serio, como si supiera de otro lugar en que
pudiera encajar mejor. O de veras le gustaba o me lo estaba imaginando
porque quería gustarle. La prácticamente nula experiencia sobre el tema
me impidió saberlo.
Me puse en pie a toda prisa.
—¿Y que hacías tú cuando me viste? —le pregunté, mientras él también
se ponía en pie.
—Ya te lo he dicho, creía que necesitabas ayuda. Por aquí corre gente un
poco chunga. No todo el mundo sabe controlarse. —Se sacudió unas
cuantas agujas de pino del jersey—. No debería haberme precipitado en
sacar conclusiones, pero me pudo el instinto. Lo siento.
—No pasa nada, de verdad. Ya sé que querías ayudarme. Me refería a
que qué hacías antes de verme. La presentación no empieza hasta dentro
de unas horas y es muy temprano. Les dijeron a los alumnos que llegaran
sobre las diez.
—Nunca se me ha dado bien seguir las normas.
Aquello empezaba a parecerme interesante.
—Entonces... ¿Eres una persona madrugadora, de esas que se levantan
de un salto por las mañanas?
—Ni por asomo, todavía no me he acostado. —Tenía una sonrisa
cautivadora y ya me había dado cuenta de que sabía cómo utilizarla. Y no
me importaba—. De todos modos, mi madre no podía acompañarme. Está
fuera, podríamos decir que de viaje de negocios. Cogí el tren nocturno y
decidí llegar a pie, para saber qué terreno pisaba y... rescatar damiselas
en apuros.Al recordar a qué velocidad había corrido tras de mí y comprender que
lo había hecho para salvarme la vida, el enfoque del recuerdo cambió por
completo: todos mis miedos se desvanecieron y sonreí.
—¿Por qué vienes a Medianoche? A mí me toca pringar por mis padres,
pero seguramente tú podrías ir a cualquier otro sitio. A uno mejor. Como...
no sé, cualquiera.
Harry no pareció saber qué responder. Iba apartando las ramas
mientras nos abríamos camino por el bosque para que no me dieran en la
cara. Nunca antes me habían despejado el paso.
—Es una historia muy larga.
Harry inclinó la cabeza, pero no apartó la mirada de mí. Había algo
indudablemente seductor en ese movimiento, aunque no estaba segura de
que él pretendiera producir ese efecto. Tenía un color de ojos casi idéntico
al de la hiedra que crecía en las torres de Medianoche.
—Es que también es una especie de secreto.
—Sé guardar secretos. Es decir, tú vas a mantener en secreto este
asunto por mí, ¿no? Me refiero a lo de salir corriendo y morirme de
miedo...
—No se lo contaré a nadie. —Al cabo de unos segundos de vacilación,
Harry acabó sincerándose—. Hace unos ciento cincuenta años un
antepasado mío intentó entrar en el internado. Podría decirse que
suspendió. —Harry se echó a reír, y fue como si la luz del sol hubiera
irrumpido entre los árboles—. Por eso depende de mí «limpiar el honor de
la familia».
—No es justo. No deberías tener que tomar todas tus decisiones en
función de lo que él hiciera o dejara de hacer.
—No todas, me dejan elegir los calcetines.
Sonreí cuando se subió la pernera para enseñarme el calcetín a rombos
que asomaba por encima de la pesada bota negra.
—¿Por qué suspendieron a tu retatara lo que sea?
Harry sacudió la cabeza tristemente.
—Se batió en duelo la primera semana.
—¿Un duelo? Venga, ¿alguien insultó su honor? —Intenté recordar lo que
había aprendido sobre los duelos en las novelas y las películas románticas.
Lo que estaba claro es que la historia de Harry era definitivamente mucho
más interesante que la mía—. ¿O fue por una chica?
—Pues tendría que haber aprovechado muy bien el tiempo para conocer
a una chica en los primeros días de escuela.
Harry se detuvo, como si acabara de darse cuenta de que era el primer
día de clase y él ya había conocido a una. Sentí un impulso, como si algo
tirara físicamente de mí hacia él, pero en ese momento Harry volvió la
cabeza y clavó la mirada en las torres de Medianoche, que se veían entre
las ramas de los pinos. Fue como si el edificio lo hubiera ofendido.
—Pudo haber sido por cualquier cosa. Entonces se batían en duelo a la
mínima de cambio. Según la leyenda familiar, empezó el otro tipo, aunque
la verdad es que da igual. Lo que importa es que sobrevivió, pero no sin
antes romper una de las vidrieras del vestíbulo.
—Ah, claro, hay una con cristales transparentes y no sabía por qué.
—Ahora ya lo sabes. Desde entonces, Medianoche le cerró las puertas a
mí familia.
—Hasta ahora.
—Hasta ahora —convino—. Y no me importa. Creo que aquí aprenderé
muchas cosas, pero eso no significa que me tenga que gustar lo que veo.
—Pues yo no estoy segura de que me guste nada —le confesé. «Salvo
tú», añadió una vocecilla interior, que se había envalentonado de repente.
Fue como si Harry pudiera oír esa voz, porque hubo algo perturbador en
el modo en que se volvió para mirarme. Debería parecer el típico chico
estadounidense, con esos rasgos tan marcados y el uniforme del colegio,
pero no era así. Durante mi huida y en los momentos posteriores, cuando
él creía que estábamos intentando salvar la vida, había percibido algo
salvaje acechando bajo esa fachada.
—Me gustan las gárgolas, la montaña y el aire puro. Eso es todo.
—¿Te gustan las gárgolas?
—Me gusta que los monstruos sean más pequeños que yo.
—No me lo había planteado nunca de ese modo.
Habíamos llegado al linde de los prados. El sol brillaba con fuerza y tuve
la sensación de que la escuela despertaba y se preparaba para recibir a
los alumnos y engullirlos a través de la abovedada entrada de piedra.
—Le tengo pavor —confesé.
—Todavía no es demasiado tarde para salir corriendo, Bianca —dijo con
toda tranquilidad.
—No quiero salir corriendo, pero tampoco quiero estar rodeada de
extraños. Cuando estoy con gente que no conozco soy incapaz de hablar,
de actuar con normalidad o de ser yo misma... ¿Por qué sonríes?
—Pues a mí me parece que no has tenido muchos problemas para
hablar conmigo.
Parpadeé, sorprendida. Harry tenía razón. ¿Cómo era posible?
—Contigo... Supongo que... Creo que me asustaste tanto que se me
pasó el miedo de golpe —balbucí.
—Eh, pues si funciona.—Sí. —Sin embargo, tuve la sensación de que había
algo más. Los extraños seguían dándome pánico, pero él no era un extraño.
Había dejado de serlo en cuanto comprendí que había intentado salvarme la
vida. Tenía la sensación de conocer a Harry desde siempre, como si
hubiera estado esperando su llegada durante años—. Debo volver antes
de que mis padres se den cuenta de que no estoy.
—No dejes que te sermoneen.
—No lo harán.
Harry no parecía tan seguro, pero asintió y se alejó. Se perdió entre las
sombras mientras yo entraba en un cerco de luz.
—Nos vemos por aquí.
Levanté la mano para decirle adiós, pero Harry ya se había ido. Había
desaparecido sigilosamente en el bosque.
Continuara...
basketballgirl
Re: Medianoche {Harry Styles y Bianca Olivier}
Capítulo 2
Volvía a ascender la larga escalera de caracol hasta llegar al último
piso de la torre, todavía temblorosa a causa de la descarga de
adrenalina. Esta vez no me molesté en no hacer ruido. Dejé
resbalar al suelo la bandolera que llevaba al hombro y me desplomé en el
sofá. Me habían quedado unas cuantas hojas enredadas en el pelo y
empecé a quitármelas.
—¿Bianca? —Mi madre salió de su dormitorio, anudándose el cinturón
de la bata. Me sonrió somnolienta—. ¿Has madrugado para ir a dar un
paseo, corazón?
—Sí —contesté, con un suspiro. Ya no valía la pena montar una escena
dramática.
Mi padre salió a continuación y la abrazó por detrás.
—No puedo creer que nuestra niñita ya esté en la Academia
Medianoche.
—El tiempo pasa tan rápido... —se lamentó mi madre con un suspiro—.
Cuanto mayor te haces, más rápido pasa.
Mi padre sacudió la cabeza.
—Lo sé.
Refunfuñé. Siempre decían lo mismo y habíamos convertido en una
especie de broma el fastidio que me producía. Las sonrisas de mis padres
se ensancharon.
«Parecen muy jóvenes para ser tus padres», solía comentar la gente de
mi pueblo, aunque lo que en realidad querían decir era «demasiado
guapos». En ambos casos era cierto.
El cabello de mi madre tenía un tono acaramelado y el de mi padre era
de un rojizo tan oscuro que casi parecía negro. Mi padre era de estatura
media, pero musculoso y robusto, mientras que mi madre era más bien
pequeñita. La cara de mi madre era perfecta y ovalada, como un camafeo
antiguo, mientras que mi padre tenía una mandíbula cuadrada y una nariz
que parecía haber participado en más de una pelea de juventud, aunque
en su rostro hacía un buen efecto. En cuanto a mí... Mi cabello tenía una
tonalidad rojiza que solo podía describirse así: rojizo; y mi piel era tan
blanca que padecía de una palidez más mortuoria que antigua. Allí donde
mi ADN podría haber girado a la derecha, había dado un brusco viraje a la
izquierda. Mis padres me decían que me convertiría en una mujer muy
guapa, pero eso es lo que suelen decir todos los padres.
—Vamos a darte algo de desayunar —dijo mi madre, dirigiéndose a la
cocina—. ¿O ya has tomado algo?
—No, todavía no.
Caí en la cuenta de que no habría sido una mala idea haber comido algo
antes de mi gran escapada, me rugían las tripas. Si Harry no me hubiera
detenido, en esos momentos estaría vagando por el bosque con un
hambre de lobo y con una larga caminata hasta Riverton por delante.
Menudo plan de fuga.
En ese instante, me vino a la mente la imagen de Harry abalanzándose
sobre mí y los dos rodando entre la hierba y las hojas. Me había dado un
susto de muerte y me estremecí al recordarlo, aunque ahora por razones
bien distintas.
—Bianca. —Mi padre parecía muy serio y lo miré con sentimiento de
culpabilidad. ¿Acaso había adivinado lo que estaba pensando? Enseguida
comprendí que estaba volviéndome paranoica, aunque era indudable que
mi padre no sonreía cuando se sentó a mi lado—. Sé que no es lo que más
deseas, pero Medianoche es importante para ti.
Era el mismo tipo de charla que me daba cuando era pequeña antes de
tener que tragarme el jarabe para la tos.
—No quiero volver a tener esta conversación ahora.
—Adrián, déjala en paz. —Mi madre me tendió un vaso antes de
regresar a la cocina, donde había algo friéndose en una sartén—. Además,
como no espabilemos, vamos a llegar tarde a la reunión del profesorado
previa a la presentación.
Mi padre consultó la hora y rezongó.
—¿Por qué ponen estas cosas tan pronto? Como si a alguien le
apeteciera bajar ahí abajo a estas horas.
—Cuánta razón tienes —murmuró ella.
Para ellos, cualquier hora antes del mediodía era demasiado pronto. Sin
embargo, habían trabajado de profesores desde que yo tenía memoria, sin
olvidar ni un solo día su larga contienda con las ocho de la mañana.
Acabaron de prepararse mientras me tomaba el desayuno, me gastaron
unas cuantas bromas con intención de animarme y me dejaron sola
sentada a la mesa. Pues bueno. Bastante después de que bajaran la
escalera y las manecillas del reloj se arrastraran sigilosas hacia la hora de
la presentación, yo seguía en la silla. Creo que intentaba convencerme de
que, mientras no me acabara el desayuno, no tendría que ir a conocer a
todas esas personas nuevas.
El hecho de que Harry estuviera entre ellas —una cara amiga, un
protector— ayudaba un poco. Aunque no mucho.
Finalmente, cuando fue obvio que no podía posponerlo más, entré en mi
habitación y me puse el uniforme de Medianoche. Odiaba el uniforme;
nunca había tenido que llevarlo. Sin embargo, lo peor de todo fue que, al
entrar en mi dormitorio, volví a recordar la extraña pesadilla que había
tenido esa noche.
Una camisa blanca almidonada.
Espinas arañándome la piel, azotándome, animándome a regresar.
Una falda roja plisada.
Pétalos abarquillándose y ennegreciéndose, como si ardieran en medio
de una hoguera.
Un jersey gris con el escudo de Medianoche.
Vale, ¿no es esta una buena ocasión para dejar de ser una morbosa sin
remedio? ¿Como ya, por ejemplo?
Decidida a comportarme como una adolescente normal y corriente, al
menos el primer día de clase, me miré en el espejo. El uniforme no me
quedaba precisamente mal, aunque tampoco de muerte. Me hice una
coleta, me sacudí una ramita que antes se me había pasado por alto y
decidí no darle más vueltas: ya estaba preparada.
La gárgola seguía mirándome con insistencia, como si se preguntara
cómo era posible que alguien pudiera tener esa pinta. O tal vez se
estuviera burlando por el estrepitoso fracaso de mi plan. Al menos ya no
tendría que mirar su horripilante cara. Me puse derecha y salí de mi
dormitorio... por última vez: dejaba de pertenecerme desde ese momento
en adelante.
Había estado viviendo en el internado con mis padres el último mes, por
lo que había tenido tiempo para explorar la escuela de arriba abajo: desde
el gran vestíbulo hasta las aulas magnas de la planta baja, que después se
dividían en dos torres enormes. Los chicos vivían en la torre norte con
parte del profesorado, y además había un par de habitaciones que olían a
moho y estaban llenas de archivadores, donde por lo visto iban a parar
todos los expedientes. Las chicas se alojaban en la torre sur, junto al resto
de las estancias del profesorado, incluidas las de mi familia. Las plantas
superiores del edificio principal, sobre el gran vestíbulo, albergaban las
aulas y la biblioteca. Con el tiempo, habían ampliado y hecho adiciones a
Medianoche, por lo que no todas las secciones compartían el mismo estilo
o guardaban perfecta simetría con el resto. Había algunos pasillos
serpenteantes que no conducían a ninguna parte. Desde la habitación de
mí torre estudiaba el tejado, un manto de retazos de arcos, tabillas y
estilos diferentes. Había aprendido a moverme por el edificio y sus
alrededores, era el único modo en que me sentiría preparada para afrontar
lo que vendría a continuación.
Volví a bajar los escalones. Daba igual las veces que hubiera hecho ese
camino, siempre tenía la sensación de que caería rodando por la
desgastada escalera hasta el último peldaño. Mira que eres tonta
preocupándote por pesadillas con flores marchitas o por caerte por la
escalera, me dije. Me aguardaba algo bastante más terrorífico.
Llegué abajo y salí al vestíbulo. Esa misma mañana, más temprano,
todo estaba en silencio, como en una catedral. En esos momentos, estaba
abarrotado de gente y sus voces resonaban por todas partes. A pesar del
bullicio, tuve la sensación de que mis pasos retumbaban en la sala porque
varias personas se volvieron hacia mí a la vez; era como si todo el mundo
se hubiera vuelto a mirar al intruso, como si llevara colgada al cuello una
señal de neón que dijera: LA NUEVA.
Los alumnos, reunidos en corros demasiado apretados para que pudiera
entrar un recién llegado, volvieron rápidamente sus vivos ojos oscuros
hacia mí. Fue como si incluso pudieran sentir el aleteo aterrado de mi
corazón. Todos me parecían igual, no de una manera clara y precisa, sino
por la perfección que compartían. A todas las chicas les brillaba el pelo, ya
lo llevaran suelto sobre los hombros o recogido en un pulcro moño. Todos
los chicos parecían seguros de sí mismos y vigorosos, con sonrisas que les
servían de máscaras. Todo el mundo vestía el uniforme: jerséis, faldas,
chaquetas y pantalones en todas las variaciones posibles: grises, rojas, a
cuadros, negros. Todos llevaban el escudo del cuervo bordado y lo lucían
como si fuera el blasón de su familia. Todos derrochaban seguridad,
superioridad y desdén. Sentí el calor que desprendía allí de pie, en la
periferia de la estancia, cambiando de un pie a otro, incómoda.
Nadie me saludó.
El murmullo general volvió a imponerse de inmediato. Por lo visto, las
chicas nuevas desgarbadas no merecían más que unos instantes de
atención. Tenía las mejillas encendidas por la vergüenza, porque era obvio
que ya había hecho algo mal, aunque no conseguía imaginar qué podría
ser. ¿O acaso habían sentido, igual que yo, que en realidad no iba a
encajar allí?
Me pregunté dónde estaría Harry. Alargué el cuello, buscándolo entre la
multitud. Creía poder enfrentarme a todo aquello si Harry estaba a mi
lado. Tal vez era una tontería albergar ese tipo de sentimientos hacia un
chico a quien apenas conocía, pero me daba igual. Harry tenía que estar
por alguna parte, aunque no consiguiera encontrarlo. Me sentía
completamente sola en medio de toda esa gente.
A medida que iba bordeando la estancia hacia un rincón, empecé a
fijarme en que había otros alumnos en la misma situación que yo o, al
menos, que también eran nuevos. Un chico rubio con moreno de playa
llevaba la ropa tan arrugada que daba la impresión de haber dormido con
ella puesta, aunque precisamente allí no parecía que ir superinformal
fuera a hacerte ganar puntos. Debajo de la chaqueta, aunque encima del
jersey, llevaba abierta una camisa hawaiana de colores tan chillones que
se desgañitaban en la penumbra de Medianoche. También había una chica
de cabello muy oscuro y cortito, tan corto que parecía un chico. El corte de
pelo no era desenfadado y juvenil, sino que daba la impresión de
habérselo hecho con una navaja de afeitar como mejor le había parecido.
El uniforme, dos tallas más grande, le colgaba de los hombros. Era como si
la gente se apartara de ella, como si los repeliera un campo de energía.
Como si fuera invisible. Le habían colgado el sambenito de insignificante
incluso antes de la primera clase.
¿Que cómo podía estar tan segura? Pues porque también me había
ocurrido a mí. Estaba atrapada en la periferia de la multitud, apabullada
por el barullo, intimidada por el vestíbulo de piedra y tan perdida como
pudiera estarse.
—¡Atención!
La voz retumbante quebró el bullicio y lo redujo a silencio. Todos nos
volvimos a la vez hacia el extremo del gran vestíbulo, donde la señora
Bethany, la directora, había subido al estrado.
Era una mujer alta, de abundante cabello oscuro que llevaba recogido
en el cogote, como las mujeres de la época victoriana. Me resultó
imposible adivinar su edad. Llevaba una blusa de puntilla que se cerraba
con un broche dorado en el cuello. Si consideras que la severidad es
sinónimo de belleza, no habría nadie más atractivo que ella. La había
conocido cuando mis padres y yo nos instalamos en los alojamientos del
profesorado, y ya entonces me había intimidado un poco, aunque me
obligué a recordar que apenas la conocía.
En cualquier caso, en esos momentos parecía más imponente aún. Al
ver con qué inmediatez y facilidad imponía el orden en aquella sala llena
de gente —la misma que me había excluido de mutuo y tácito acuerdo
antes de darme la oportunidad de que se me ocurriera algo que decir—,
comprendí por primera vez que la señora Bethany tenía poder. Y no se
trataba del poder que acompaña de manera inherente al cargo de
directora, sino al poder real, al innato.
—Bienvenidos a Medianoche —dijo, abriendo las manos en un gesto de
acogida. Tenía las uñas largas y traslúcidas—. Algunos de ustedes ya han
estado aquí antes. Otros habrán oído hablar acerca de la Academia
Medianoche durante años, tal vez a sus familias, y se habrán preguntado
si alguna vez entrarían en nuestra escuela. Este año, además, también
contamos con un nuevo tipo de estudiantes, resultado de un cambio en la
política de admisión. Creemos que ha llegado el momento de que nuestros
alumnos conozcan un mayor abanico de gente de orígenes variopintos y,
de este modo, prepararlos mejor para el mundo que les espera al otro lado
de las paredes de nuestra institución. Todos tenemos mucho que aprender
de estos otros estudiantes, y estoy segura de que los tratarán con el
respeto que se merecen.
Para el caso, ya podría haber pintado con aerosol en gigantescas letras
rojas: ALGUNOS DE VOSOTROS NO ENCAJÁIS AQUÍ. La «nueva política de
admisiones» era sin duda la responsable de la presencia del surfista y la
chica del pelo corto. Por lo visto, ni siquiera se los consideraba
«verdaderos» alumnos de Medianoche, sino que únicamente
representaban una experiencia educativa para los alumnos «legítimos».
Yo no formaba parte de la nueva política. Si no hubiera sido por mis
padres, no habría estado allí. En otras palabras: ni siquiera era lo bastante
diferente a ellos para que me consideraran uno de los marginados.
—En Medianoche no tratamos a nuestros alumnos como si fueran niños.
—La señora Bethany no se dirigía a nadie en concreto, sino que parecía
limitarse a otear por encima de todos con una especie de mirada distante
que, sin embargo, abarcaba todo lo que entraba dentro de su campo de
visión—. Han venido aquí a aprender a manejarse como adultos del siglo
XXI, y así es como se espera que se comporten. Sin embargo, eso no
significa que Medianoche carezca de normas. La posición que ocupamos
nos exige mantener la más estricta de las disciplinas. Esperamos mucho
de ustedes.
No comentó cuáles serían las repercusiones en el caso de saltarse las
normas, pero mucho me temía que los castigos solo serían el aperitivo.
Me sudaban las manos. Estaba cada vez más sonrojada y tenía la
impresión de que llamaba la atención como una bengala. Me había
prometido ser fuerte y no permitir que la gente me intimidara, pero las
palabras se las lleva el viento. Los altos techos y las paredes del gran
vestíbulo parecían cerrarse sobre mí. Incluso sentí que empezaba a
quedarme sin aire.
Mi madre se las arregló para llamar mi atención sin hacerme ningún
gesto ni llamarme por mi nombre, como suelen hacer las madres. Mis
padres estaban en uno de los extremos de la hilera de profesores
esperando a que los presentaran y ambos me sonrieron con confianza.
Querían verme disfrutar del momento.
Esa esperanza infundada fue lo que colmó el vaso. Ya era bastante duro
tener que combatir el miedo para encima verme obligada a enfrentarme a
su decepción.
—Las clases empezarán mañana —concluyó la señora Bethany—. Por
hoy, instálense en sus habitaciones, preséntense a sus compañeros,
paséense por las instalaciones. Contamos con que estén preparados. Es
un placer tenerles aquí y esperamos que sepan aprovechar su estancia en
Medianoche.
La sala estalló en aplausos y la señora Bethany los agradeció con una
leve sonrisa y una caída de ojos, un parpadeo lento y satisfecho como el
de un gato bien alimentado. A continuación, el murmullo generalizado
volvió a imponerse en la habitación, más bullicioso que antes. Solo había
una persona con la que me apeteciera hablar y estaba claro que esa
podría ser la única persona a la que tal vez le interesara hablar conmigo.
Rodeé toda la sala manteniendo la espalda siempre pegada a la pared.
Lo busqué entre la multitud con desesperación, anhelando atisbar un
destello del cabello castaño dorado de Harry , sus anchas espaldas o esos
ojos verde oscuro. Si yo lo buscaba y él me buscaba a mí, tarde o
temprano teníamos que encontrarnos. A pesar del pánico que me
provocaban las masificaciones de gente, y de mi tendencia a exagerarlas,
sabía que solo había unos doscientos alumnos en aquel lugar.
Me dije que Harry sobresaldría, que no era como los demás: frío,
pedante y vanidoso. Sin embargo, enseguida comprendí lo equivocada que
estaba. Harry no era pedante, pero compartía el mismo aspecto: rasgos
bellos y definidos, el mismo cuerpo de perfectas proporciones y la
misma... en fin, la misma perfección. No destacaría demasiado en medio
de aquellas personas tan perfectas porque en realidad formaba parte de
ellas.
A diferencia de mí.
A medida que profesores y alumnos se dispersaban, el gentío fue
menguando poco a poco. Me quedé deambulando por allí hasta que casi
fui la única que quedó en el gran vestíbulo. Estaba convencida de que
Harry vendría a buscarme. El sabía lo asustada que estaba y se sentía
responsable por haberme asustado aún más. ¿Es que ni siquiera querría
saludarme?
Sin embargo, no apareció. Al final tuve que aceptar que lo había juzgado
mal y eso significaba que no me quedaba más remedio que ir a conocer a
mi compañera de habitación.
Subí los escalones de piedra lentamente. Mis zapatos nuevos de suelas
duras repiqueteaban contra el suelo y mis pasos resonaban con gran
escándalo. Lo que me hubiera apetecido era seguir subiendo hasta la
última planta y dirigirme derecha al alojamiento para el profesorado de
mis padres, pero sabía que me enviarían escalera abajo de inmediato en
cuanto abriera la puerta. Tenía tiempo de sobra para recoger mis cosas y
mudarme definitivamente después de comer. Por el momento, la primera
prioridad era «instalarme».
Intenté mirarlo por el lado positivo. Tal vez la escuela intimidara a mi
compañera de habitación tanto como a mí. Seguramente las cosas serían
más sencillas si me tocara convivir con otra «marginada». Iba a ser una
tortura tener que vivir con una extraña, verme obligada a compartir el
mismo espacio con alguien a quien no conocía, incluso de noche, aunque
esperaba que se me acabara pasando. Ni en mis mejores sueños
imaginaba hacer amistad con nadie.
En el impreso ponía «Patrice Devereaux». Intenté relacionar el nombre
con la chica que recordaba, pero no le pegaba, aunque, ¿quién podía
saberlo?
Abrí la puerta y descubrí, con el alma en los pies, que el nombre de mi
compañera le iba como anillo al dedo. No era ninguna marginada. En
realidad era la mismísima personificación del prototipo Medianoche.
El cutis de Patrice tenía la tonalidad de un río al amanecer, una piel
exquisitamente tostada y suave, y llevaba el cabello rizado recogido en un
moño flojo que dejaba a la vista sus pendientes de perla y un esbelto
cuello. Estaba sentada delante del tocador y me miró mientras ordenaba
cuidadosamente sus botes de laca de uñas.
—Así que tú eres Bianca —dijo. Ni apretones de manos, ni abrazos, solo
el tintineo de los botes de laca de uñas contra el tocador: rosa pálido,
coral, melón, blanco—. No eres como esperaba.
Miles de gracias.
—Lo mismo digo.
Patrice ladeó la cabeza y me escudriñó con la mirada. Me pregunté si ya
nos odiábamos. Alzó una mano con una manicura perfecta y empezó a
dejar claros varios puntos contando con los dedos.
—Puedes ponerte mi perfume, pero no las joyas ni la ropa. —No
mencionó el caso contrario, pero era bastante evidente que en la vida se
le pasaría por la cabeza—. En principio estudiaré casi siempre en la
biblioteca, pero si quieres trabajar aquí, dímelo y hablaré con mis amigas
en otro lugar. Si me ayudas en las asignaturas que se te den bien, haré lo
mismo por mi parte. Estoy segura de que ambas podemos aprender
muchas cosas la una de la otra. ¿Alguna objeción?
—Todo perfecto.
—De acuerdo. Nos llevaremos bien.
Creo que me habría dejado mucho más patidifusa si Patrice hubiera
fingido una falsa amistad de buenas a primeras. Por decirlo finamente, me
quedó bastante claro que a Patrice no le gustaba andarse por las ramas.
—Me alegro —dije—. Sé que somos... diferentes.
Ni siquiera se molestó en protestar.
—Tus padres son profesores de la escuela, ¿no?
—Sí, ya veo que las noticias vuelan.
—Te irá bien. Cuidarán de ti.
Intenté agradecérselo con una sonrisa, rezando para que tuviera razón.
—¿Ya has estado antes en Medianoche?
—No, es la primera vez —contestó Patrice, como si cambiar por
completo de vida fuera para ella tan sencillo como calzarse un par de
zapatos de diseño recién comprados—. Es preciosa, ¿no crees?
Me guardé mi opinión sobre el estilo arquitectónico del edificio.
—Pero has dicho que tenías amigas aquí.
—Sí, claro. —Su sonrisa era tan etérea como todo lo relacionado con
ella, desde el brillo amelocotonado de sus labios hasta el perfume y los
botes de laca de uñas cuidadosamente ordenados en el tocador—.
Courtney y yo nos conocimos en Suiza el invierno pasado. Con Vidette hice
amistad cuando estuve en París. Y Genevieve y yo pasamos un verano
juntas en el Caribe. ¿Fue en Santo Tomás? Igual fue en Jamaica. No lo
recuerdo bien.
Mi pueblo de mala muerte me pareció más soso que nunca.
—Ah, entonces vosotros... soléis moveros en los mismos círculos.
—Más o menos. —Un poco tarde, Patrice pareció darse cuenta de lo
incómoda que me sentía—. También acabarán siendo los tuyos.
—Ojalá estuviera tan segura como tú.
—Ya lo verás. —Patrice vivía en un mundo en que los veranos
interminables en los trópicos estaban al alcance de todos. Me fue
imposible imaginar que algún día formara parte de aquello—. ¿Conoces a
alguien de aquí? Además de a tus padres, claro.
—Solo a la gente que he conocido esta mañana.
Lo que sumaba la apabullante cantidad de dos personas: Harry y
Patrice.
—Tendremos mucho tiempo para hacer amistades —aseguró Patrice con
decisión, siguiendo con la distribución de sus cosas: pañuelos de seda de
color marfil, medias de tonalidad marrón o gris paloma. ¿Dónde pensaba
lucir esas cosas tan elegantes? Tal vez para Patrice era inimaginable viajar
sin ellas—. Me han dicho que Medianoche es el lugar perfecto donde
conocer hombres.
—¿Conocer hombres?
—¿Sales con alguien?
Iba a hablarle de Harry, pero me detuve. No sé qué había ocurrido entre
nosotros en el bosque, pero estaba segura de que significaba algo; sin
embargo, lo que sentía me resultaba demasiado nuevo para compartirlo.
—No dejé ningún novio en mi pueblo —me limité a responder.
Conocía a todos los chicos del instituto desde que era pequeña y
todavía los recordaba con sus juegos de construcciones o emplastándome
plastilina en el pelo, el tipo de cosas que conseguía impedirle a una tener
alguna mínima inclinación romántica por alguno de ellos.
—Novio... —repitió Patrice, sonriendo sin poder evitarlo, como si la
palabra le hubiera sorprendido por su candidez.
No obstante, no se estaba burlando de mí. Desde su punto de vista, yo
era demasiado joven e inexperta como para tomarme en serio.
—¿Patrice? Soy Courtney. —La chica llamó a la puerta al mismo tiempo
que la abría, convencida de que sería bienvenida.
Era incluso más guapa que Patrice: cabello rubio que casi le llegaba a la
cintura y esos labios carnosos que yo solo había visto en las jóvenes
aspirantes a estrella de la televisión que podían permitirse cosas como el
colágeno. La misma falda que a mí me colgaba hasta las rodillas sin gracia
alguna, hacía que sus piernas parecieran kilométricas.
—Oh, tu habitación es mucho mejor que la mía. ¡Me encanta!
Todas las habitaciones venían siendo prácticamente iguales: un
dormitorio lo bastante grande para dar cabida a dos personas, camas
blancas de hierro colado y tocadores de madera tallada a cada lado.
Nuestra ventana daba justo a uno de los árboles que crecían cerca de
Medianoche, pero por lo demás, no conseguí adivinar qué tenía nuestra
habitación de especial. Hasta que caí en la cuenta de algo.
—Estamos más cerca de los lavabos —dije.
Courtney y Patrice me miraron fijamente, como si hubiera dicho una
grosería. ¿Acaso eran demasiado finas para admitir que necesitábamos
lavabos?
—Eh... Nunca he compartido el baño —me excusé, incómoda—. Es decir,
con mis padres sí, pero no con... No sé, seremos como doce o así por cada
baño, ¿no? Esto será una locura por las mañanas.
Les había llegado el turno de darme la razón y quejarse, solidarizándose
conmigo; sin embargo, Courtney siguió mirándome con curiosidad,
concentrada. Me dije que era normal que me mirara con extrañeza, pero
hubiera preferido que dijera algo. Sus ojos entrecerrados parecían
amenazadores, bastante más que los de la mayoría de los extraños.
—Esta noche vamos a salir a los prados —dijo, dirigiéndose a Patrice, no
a mí—. A cenar. Podría decirse que en plan picnic.
Se suponía que los alumnos debían comer en sus dormitorios. Estaba
visto que se trataba de una «tradición», era como se hacía antaño, antes
de que se hubieran inventado los comedores, y las familias enviaban
paquetes con que complementar la asignación espartana de verduras que
recibía cada dormitorio semanalmente. Eso significaba que tendría que
aprender a cocinar en el microondas que mis padres me habían comprado.
Era obvio que Patrice estaba muy por encima de esos problemas tan
mundanos.
—No suena mal. ¿Qué te parece, Bianca?
Courtney la fulminó con la mirada. Por lo visto no se trataba de una
invitación abierta.
—Lo siento, tengo que ir a cenar con mis padres —me disculpé—. De
todos modos, gracias por preguntar.
Los exuberantes labios de Courtney adoptaron una mueca casi perversa
al fruncirlos en una sonrisita.
—¿Todavía te gusta pasar el rato con mami y papi? ¿Es que te dan el
biberón?
—¡Courtney! —la reprendió Patrice, aunque estaba segura de que
también le había hecho gracia.
—Tienes que ver la habitación de Gwen. —Courtney empezó a empujar
a Patrice hacia la puerta—. Es oscura y espantosa. Dice que para el caso
podrían haberle dado unas mazmorras.
Salieron juntas y el frágil vínculo que pudiera haberse establecido entre
Patrice y yo quedó truncado en un abrir y cerrar de ojos. Sus risas
resonaron en el pasillo. Con las mejillas encendidas, abandoné mi
dormitorio de inmediato, salí al vestíbulo de la residencia y subí corriendo
al apartamento y refugio de mis padres.
Para mi sorpresa, me dejaron entrar sin armarme un escándalo. Ni
siquiera me preguntaron por qué llegaba tan pronto. Al contrario, mi
madre me dio un fuerte abrazo y mi padre me dijo:
—Ve a echarle un vistazo al equipaje que te hemos hecho, ¿de acuerdo?
Todavía te quedan cosas por recoger, pero hemos adelantado trabajo.
Les estaba tan agradecida que me habría echado a llorar. Entré en mi
habitación, ansiosa por encontrar un poco de paz y tranquilidad en un
lugar seguro.
Solo quedaban unas cuantas prendas de abrigo colgadas en el armario.
Todo lo demás lo habían embutido en el viejo baúl de cuero de mi padre.
Le eché un rápido vistazo a mi neceser y vi maquillaje, pasadores para el
pelo, champú y todo lo demás cuidadosamente colocado. La mayoría de
mis libros se quedarían allí, tenía demasiados para las escasas estanterías
de nuestro dormitorio. Sin embargo, había separado mis preferidos para
meterlos en la maleta: Jane Eyre, Cumbres borrascosas y mis libros de
astronomía. En una de las almohadas, sobre la cama hecha, había varias
cosas con que decorar las paredes de mi nuevo dormitorio, como postales
que mis amigos me habían enviado a lo largo de los años y algunos mapas
estelares que tenía colgados en nuestra antigua casa. Sin embargo,
también había algo nuevo en la habitación, algo con lo que mis padres
pretendían asegurarme que este también seguía siendo mi hogar: una
pequeña lámina enmarcada de El beso, de Klimt. Hacía unos meses la
había visto en un escaparate y les había dicho lo mucho que me gustaba.
Por lo visto me la habían comprado para entregármela a modo de regalo
sorpresa el primer día de escuela.
Al principio simplemente me sentí agradecida por el regalo, pero luego
no pude dejar de mirar la lámina ni sacudirme de encima la sensación de
que nunca me había detenido a mirarla de veras.
El beso era una de mis obras preferidas. Klimt siempre me había
gustado desde que mi madre me enseñó por primera vez sus libros de
arte. Era sorprendente cómo conseguía los dorados de los segmentos y las
líneas, y me gustaba la belleza de esos rostros pálidos que asomaban en
las imágenes caleidoscópicas que creaba. Sin embargo, de repente la
lámina había cobrado otro significado. Nunca había prestado demasiada
atención al modo en que la pareja se abrazaba: el hombre se inclinaba
hacia ella, desde lo alto, como si una fuerza inexorable lo empujara hacia
la mujer. Ella tenía la cabeza echada hacia atrás, como en un
desvanecimiento, abandonándose a la fuerza de la gravedad. Los labios
resaltaban sobre la palidez de la piel ruborizada. No obstante, lo más bello
de todo era que el fondo rutilante había dejado de parecer algo ajeno al
hombre y la mujer, era como si se tratara de una cálida y densa bruma
que su amor hacía visible y que convertía en oro el mundo que los
rodeaba.
El cabello del hombre era más oscuro que el de Harry, pero de todos
modos estaba intentando imaginarlo en el cuadro. Sentí las mejillas
encendidas, había vuelto a ruborizarme, aunque con un rubor distinto.
Regresé a la realidad de golpe: era como si me hubiera quedado
dormida y hubiera empezado a soñar. Me arreglé el pelo rápidamente y
respiré hondo un par de veces. En ese momento oí el String of Pearls de
Glenn Miller en el equipo de música. Cuando sonaba jazz era señal de que
mi padre estaba de buen humor.
Sonreí a mi pesar. Al menos a uno de nosotros le gustaba la Academia
Medianoche.
Ya casi era hora de comer cuando por fin acabé de hacer la maleta y salí
al comedor, donde todavía sonaba la música. Me encontré a mis padres
bailando abrazados, haciendo el tonto: mi padre fruncía los labios en una
mueca que supuestamente debía hacerle parecer seductor y mi madre se
sujetaba el borde de la falda negra con una mano.
Mi padre la hizo girar entre sus brazos y luego la inclinó hacia atrás. Mi
madre ladeó la cabeza casi hasta el suelo, sonriendo y me vio.
—Ya estás aquí, corazón —dijo, todavía boca abajo. Mi padre la enderezó
—. ¿Ya has acabado de hacer la maleta?
—Sí. Gracias por echarme una mano. Y por la lámina, es preciosa.
Se sonrieron, aliviados de haberme hecho al menos un poquitito feliz.
—Menudo festín que te ha preparado tu madre. —Mi padre hizo un gesto
con la cabeza en dirección a la mesa—. Esta vez se ha superado.
Mi madre no solía cocinar grandes platos, por lo que era evidente que se
trataba de una ocasión especial. Había preparado mis favoritos, más de lo
que podría comer nunca de una sentada. Me había saltado la comida, así
que descubrí que estaba muriéndome de hambre, razón por la que mis
padres tuvieron que entretenerse el uno al otro durante la primera parte
de la cena. El apetito voraz me impidió colar ni una sola palabra con la
boca tan llena.
—La señora Bethany dijo que por fin habían acabado de reacondicionar
los laboratorios —dijo mi padre entre sorbo y sorbo—. Espero encontrar el
momento de echarles un vistazo antes que los alumnos, no fuera a ser
que el equipo sea tan moderno que no sepa utilizarlo.
—Por eso enseño historia —contestó mi madre—. El pasado no cambia,
solo se alarga.
—¿Os tendré de profesores? —pregunté, con la boca llena.
—Con la boca llena no se habla —me reprendió mi padre de manera
automática—. Tendrás que esperar a mañana, como los demás.
—Ah, vale.
No era propio de él cortarme de esa manera y me quedé un poco
desconcertada.
—Tenemos que acostumbrarnos a no darte demasiada información extra
—se explicó mi madre con delicadeza—. Cuantas más cosas tengas en
común con el resto de los alumnos, tanto mejor.
No lo dijo con mala fe, pero me sentí herida.
—¿Y con quién se supone que he de tener cosas en común de todos lo
que estudian aquí? ¿Con los chicos de Medianoche cuyas familias estudian
en esta escuela desde hace siglos? ¿Con los marginados que encajan aquí
aún menos que yo? ¿A qué grupo se supone que debo parecerme?
—Bianca, sé razonable —dijo mi padre, con un suspiro—. No vale la
pena volver a discutirlo.
Ya era demasiado tarde para soltarlo, pero no pude remediarlo.
—Sí, ya lo sé, hemos venido aquí «por mi propio bien». ¿Se puede saber
qué bien va a hacerme abandonar mi hogar y a mis amigos? Vuelve a
explicármelo porque no acabo de entenderlo.
Mi madre cubrió mi mano con la suya.
—Es bueno para ti porque puede decirse que nunca has salido de
Arrowwood, porque apenas te alejabas del barrio si no te obligábamos
nosotros y porque los cuatro amigos que tenías no iban a durarte toda la
vida.
Tenía razón y yo lo sabía.
Mi padre se quitó las gafas.
—Debes aprender a adaptarte a los cambios y hacerte más
independiente. Tal vez sea lo más importante que tu madre y yo podamos
enseñarte. No puedes seguir siendo nuestra niñita para siempre, Bianca,
por mucho que nos pese. Creemos que esta es la mejor manera que hay
de prepararte para la persona en que vas a convertirte.
—¿Queréis dejar de fingir que todo esto tiene que ver con madurar? —
protesté—. No es por eso y lo sabéis. Se trata de lo que vosotros queréis
para mí y estáis decididos a saliros con la vuestra tanto si me gusta como
si no.
Me levanté y me aparté de la mesa. En vez de meterme en mi
habitación en busca de mi sudadera, cogí la chaqueta de punto de mi
madre que había colgada en el perchero y me la puse. A pesar de que
apenas estábamos en otoño, en los terrenos de la escuela hacía frío
cuando se ponía el sol.
Mis padres no me preguntaron a dónde iba. Era una vieja norma: aquel
que estuviera a punto de enfadarse tenía que hacer una pausa en medio
de la discusión, salir a dar una vuelta y luego volver y decir lo que tuviera
que decir. Por muy disgustados que estuviéramos, el paseo siempre
funcionaba.
De hecho, fui yo quien creó la regla. Se me ocurrió con nueve años, por
eso sabía que el tema de la madurez no era el verdadero problema.
El desasosiego que me producía el mundo que me envolvía, el profundo
convencimiento de que no existía un lugar para mí, no tenía nada que ver
con ser adolescente. Formaba parte de mí y así había sido siempre. Tal vez
siempre sería así.
Mientras paseaba por los alrededores, eché un vistazo en torno a mí,
preguntándome si volvería a ver a Harry en el bosque. Era una idea tonta,
¿por qué iba a pasarse todo el tiempo fuera?, pero me sentía sola y fui a
comprobarlo. No estaba. A mis espaldas, la intimidante Academia
Medianoche parecía antes un castillo que un internado. Era fácil imaginar
princesas encerradas en sus celdas, príncipes luchando con dragones en
las sombras y brujas malvadas sellando las puertas con conjuros. Nunca
antes le había encontrado menos sentido a los cuentos de hadas.
El viento cambió de dirección y trajo consigo una ráfaga entramada de
voces. Las risas procedían del oeste, cerca del cenador del prado
occidental. Estaba claro que se trataba de los que estaban celebrando la
comida campestre. Me arrebujé aun más en la chaqueta de punto y me
adentré en el bosque, aunque no tomé el camino que se dirigía hacia el
este, hacia la carretera, el mismo camino que había hecho esa mañana,
sino el del pequeño lago que quedaba al norte.
Era muy tarde y todo estaba demasiado oscuro para ver algo, pero
disfrutaba con el susurro del viento entre los árboles, el aroma vigorizante
de los pinos y el ulular de los búhos, cerca de allí. Llené los pulmones de
aire y dejé de pensar en los que estaban de picnic, en Medianoche y en
todo lo demás. Me abandoné al momento.
Segundos después, oí unos pasos cerca de mí que me sobresaltaron.
Pensé que sería Harry, pero se trataba de mi padre, que se acercaba
tranquilamente con las manos en los bolsillos por el mismo camino que yo
había tomado. Sabía dónde encontrarme.
—Esa lechuza está cerca. Qué raro, tendríamos que haberla asustado.
—Seguramente huele una presa. No se irá si cree que puede caerle
algo.
Como si quisiera darme la razón, un aleteo veloz estremeció las ramas
por encima de nuestras cabezas y la silueta oscura de una lechuza se
lanzó en picado hacia el suelo. Unos chillidos espantosos nos convencieron
de que un ratoncito o una pequeña ardilla acababa de convertirse en su
cena. La lechuza remontó el vuelo demasiado rápido para poder verla. Mi
padre y yo nos quedamos mirando. Sabía que debía admirar las dotes de
cazadora de la lechuza, pero no pude evitar sentir lástima por el ratón.
—Siento si te he parecido demasiado brusco —se disculpó mi padre—.
Eres una joven muy madura y no debería haber sugerido lo contrario.
—No pasa nada. Además, yo también he perdido los estribos. Ya sé que
no vale la pena discutir lo de venirnos aquí. Al menos a estas alturas.
Mi padre me sonrió cariñosamente.
—Bianca, ya sabes que tu madre y yo jamás creímos posible que
pudiéramos tenerte.
—Ya lo sé.
Por favor, otra vez la charla sobre la «niña milagro» no.
—En cuanto apareciste en nuestras vidas, empezamos a dedicarnos a ti
en cuerpo y alma. Tal vez demasiado. Y eso es culpa nuestra, no tuya.
—Papá, por favor. —Adoraba a mi familia, solo nosotros tres ante el
mundo—. Te ruego que no hables de ello como si fuera algo malo.
—No, no es eso. —Parecía triste, y por primera vez me pregunté si en
realidad a él le gustaba este lugar—. Pero todo cambia, corazón, y cuanto
antes lo aceptes, mejor que mejor.
—Lo sé... y lo siento, es que todavía estoy haciéndome a la idea. —Me
rugieron las tripas y arrugué la nariz—. ¿Puedo volver a calentarme la
cena? —pregunté, esperanzada.
—Tengo la ligera sospecha de que tu madre puede haberse encargado
ya de eso.
Efectivamente. Pasamos una velada agradable. Decidí que más me valía
pasármelo bien mientras pudiera. Tommy Dorsey sustituyó a Glenn Miller y
luego le llegó el turno a Ella Fitzgerald. Charlamos y bromeamos sobre
cosas sin importancia: películas, programas de televisión y todo eso en lo
que mis padres no perderían ni un minuto si no fuera por mí, aunque
intentaron bromear sobre la escuela en un par de ocasiones.
—Vas a conocer a gente maravillosa —me prometió mi madre.
Sacudí la cabeza pensando en Courtney. Apenas habían pasado unas
horas y ya era una de las personas menos maravillosas que había
conocido en toda mi vida.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé.
—¿Cómo? ¿Ahora ves el futuro? —me burlé.
—Cariño, no me lo habías dicho. ¿Y qué otras cosas predice la adivina?
—preguntó mi padre, levantándose para cambiar el disco. El hombre
seguía conservando su colección en vinilo—. Me gustaría oírlo.
Mi madre le siguió el juego y se llevó los dedos a las sienes como una
gitana prediciendo el futuro.
—Creo que Bianca conocerá... chicos.
El rostro de Harry apareció en mi mente y se me aceleró el pulso. Mis
padres intercambiaron una mirada. ¿Es que mis latidos se oían desde la
otra punta de la habitación? Tal vez era eso.
—Pues espero que sean guapos —bromeé.
—Pues yo espero que no demasiado —dijo mi padre, y todos nos
echamos a reír: mis padres con ganas, yo tratando de ocultar las
mariposillas que revoloteaban en mi estómago.
Me sentía extraña por no hablarles de Harry. Siempre les contaba todo
lo que sucedía en mi vida. Sin embargo, Harry era diferente y hablar de él
habría roto el hechizo. Quería que Harry siguiera siendo un secreto por el
momento, así podía guardármelo para mí sola.
Quería que Harry me perteneciera solo a mí.
Continuara...
Volvía a ascender la larga escalera de caracol hasta llegar al último
piso de la torre, todavía temblorosa a causa de la descarga de
adrenalina. Esta vez no me molesté en no hacer ruido. Dejé
resbalar al suelo la bandolera que llevaba al hombro y me desplomé en el
sofá. Me habían quedado unas cuantas hojas enredadas en el pelo y
empecé a quitármelas.
—¿Bianca? —Mi madre salió de su dormitorio, anudándose el cinturón
de la bata. Me sonrió somnolienta—. ¿Has madrugado para ir a dar un
paseo, corazón?
—Sí —contesté, con un suspiro. Ya no valía la pena montar una escena
dramática.
Mi padre salió a continuación y la abrazó por detrás.
—No puedo creer que nuestra niñita ya esté en la Academia
Medianoche.
—El tiempo pasa tan rápido... —se lamentó mi madre con un suspiro—.
Cuanto mayor te haces, más rápido pasa.
Mi padre sacudió la cabeza.
—Lo sé.
Refunfuñé. Siempre decían lo mismo y habíamos convertido en una
especie de broma el fastidio que me producía. Las sonrisas de mis padres
se ensancharon.
«Parecen muy jóvenes para ser tus padres», solía comentar la gente de
mi pueblo, aunque lo que en realidad querían decir era «demasiado
guapos». En ambos casos era cierto.
El cabello de mi madre tenía un tono acaramelado y el de mi padre era
de un rojizo tan oscuro que casi parecía negro. Mi padre era de estatura
media, pero musculoso y robusto, mientras que mi madre era más bien
pequeñita. La cara de mi madre era perfecta y ovalada, como un camafeo
antiguo, mientras que mi padre tenía una mandíbula cuadrada y una nariz
que parecía haber participado en más de una pelea de juventud, aunque
en su rostro hacía un buen efecto. En cuanto a mí... Mi cabello tenía una
tonalidad rojiza que solo podía describirse así: rojizo; y mi piel era tan
blanca que padecía de una palidez más mortuoria que antigua. Allí donde
mi ADN podría haber girado a la derecha, había dado un brusco viraje a la
izquierda. Mis padres me decían que me convertiría en una mujer muy
guapa, pero eso es lo que suelen decir todos los padres.
—Vamos a darte algo de desayunar —dijo mi madre, dirigiéndose a la
cocina—. ¿O ya has tomado algo?
—No, todavía no.
Caí en la cuenta de que no habría sido una mala idea haber comido algo
antes de mi gran escapada, me rugían las tripas. Si Harry no me hubiera
detenido, en esos momentos estaría vagando por el bosque con un
hambre de lobo y con una larga caminata hasta Riverton por delante.
Menudo plan de fuga.
En ese instante, me vino a la mente la imagen de Harry abalanzándose
sobre mí y los dos rodando entre la hierba y las hojas. Me había dado un
susto de muerte y me estremecí al recordarlo, aunque ahora por razones
bien distintas.
—Bianca. —Mi padre parecía muy serio y lo miré con sentimiento de
culpabilidad. ¿Acaso había adivinado lo que estaba pensando? Enseguida
comprendí que estaba volviéndome paranoica, aunque era indudable que
mi padre no sonreía cuando se sentó a mi lado—. Sé que no es lo que más
deseas, pero Medianoche es importante para ti.
Era el mismo tipo de charla que me daba cuando era pequeña antes de
tener que tragarme el jarabe para la tos.
—No quiero volver a tener esta conversación ahora.
—Adrián, déjala en paz. —Mi madre me tendió un vaso antes de
regresar a la cocina, donde había algo friéndose en una sartén—. Además,
como no espabilemos, vamos a llegar tarde a la reunión del profesorado
previa a la presentación.
Mi padre consultó la hora y rezongó.
—¿Por qué ponen estas cosas tan pronto? Como si a alguien le
apeteciera bajar ahí abajo a estas horas.
—Cuánta razón tienes —murmuró ella.
Para ellos, cualquier hora antes del mediodía era demasiado pronto. Sin
embargo, habían trabajado de profesores desde que yo tenía memoria, sin
olvidar ni un solo día su larga contienda con las ocho de la mañana.
Acabaron de prepararse mientras me tomaba el desayuno, me gastaron
unas cuantas bromas con intención de animarme y me dejaron sola
sentada a la mesa. Pues bueno. Bastante después de que bajaran la
escalera y las manecillas del reloj se arrastraran sigilosas hacia la hora de
la presentación, yo seguía en la silla. Creo que intentaba convencerme de
que, mientras no me acabara el desayuno, no tendría que ir a conocer a
todas esas personas nuevas.
El hecho de que Harry estuviera entre ellas —una cara amiga, un
protector— ayudaba un poco. Aunque no mucho.
Finalmente, cuando fue obvio que no podía posponerlo más, entré en mi
habitación y me puse el uniforme de Medianoche. Odiaba el uniforme;
nunca había tenido que llevarlo. Sin embargo, lo peor de todo fue que, al
entrar en mi dormitorio, volví a recordar la extraña pesadilla que había
tenido esa noche.
Una camisa blanca almidonada.
Espinas arañándome la piel, azotándome, animándome a regresar.
Una falda roja plisada.
Pétalos abarquillándose y ennegreciéndose, como si ardieran en medio
de una hoguera.
Un jersey gris con el escudo de Medianoche.
Vale, ¿no es esta una buena ocasión para dejar de ser una morbosa sin
remedio? ¿Como ya, por ejemplo?
Decidida a comportarme como una adolescente normal y corriente, al
menos el primer día de clase, me miré en el espejo. El uniforme no me
quedaba precisamente mal, aunque tampoco de muerte. Me hice una
coleta, me sacudí una ramita que antes se me había pasado por alto y
decidí no darle más vueltas: ya estaba preparada.
La gárgola seguía mirándome con insistencia, como si se preguntara
cómo era posible que alguien pudiera tener esa pinta. O tal vez se
estuviera burlando por el estrepitoso fracaso de mi plan. Al menos ya no
tendría que mirar su horripilante cara. Me puse derecha y salí de mi
dormitorio... por última vez: dejaba de pertenecerme desde ese momento
en adelante.
Había estado viviendo en el internado con mis padres el último mes, por
lo que había tenido tiempo para explorar la escuela de arriba abajo: desde
el gran vestíbulo hasta las aulas magnas de la planta baja, que después se
dividían en dos torres enormes. Los chicos vivían en la torre norte con
parte del profesorado, y además había un par de habitaciones que olían a
moho y estaban llenas de archivadores, donde por lo visto iban a parar
todos los expedientes. Las chicas se alojaban en la torre sur, junto al resto
de las estancias del profesorado, incluidas las de mi familia. Las plantas
superiores del edificio principal, sobre el gran vestíbulo, albergaban las
aulas y la biblioteca. Con el tiempo, habían ampliado y hecho adiciones a
Medianoche, por lo que no todas las secciones compartían el mismo estilo
o guardaban perfecta simetría con el resto. Había algunos pasillos
serpenteantes que no conducían a ninguna parte. Desde la habitación de
mí torre estudiaba el tejado, un manto de retazos de arcos, tabillas y
estilos diferentes. Había aprendido a moverme por el edificio y sus
alrededores, era el único modo en que me sentiría preparada para afrontar
lo que vendría a continuación.
Volví a bajar los escalones. Daba igual las veces que hubiera hecho ese
camino, siempre tenía la sensación de que caería rodando por la
desgastada escalera hasta el último peldaño. Mira que eres tonta
preocupándote por pesadillas con flores marchitas o por caerte por la
escalera, me dije. Me aguardaba algo bastante más terrorífico.
Llegué abajo y salí al vestíbulo. Esa misma mañana, más temprano,
todo estaba en silencio, como en una catedral. En esos momentos, estaba
abarrotado de gente y sus voces resonaban por todas partes. A pesar del
bullicio, tuve la sensación de que mis pasos retumbaban en la sala porque
varias personas se volvieron hacia mí a la vez; era como si todo el mundo
se hubiera vuelto a mirar al intruso, como si llevara colgada al cuello una
señal de neón que dijera: LA NUEVA.
Los alumnos, reunidos en corros demasiado apretados para que pudiera
entrar un recién llegado, volvieron rápidamente sus vivos ojos oscuros
hacia mí. Fue como si incluso pudieran sentir el aleteo aterrado de mi
corazón. Todos me parecían igual, no de una manera clara y precisa, sino
por la perfección que compartían. A todas las chicas les brillaba el pelo, ya
lo llevaran suelto sobre los hombros o recogido en un pulcro moño. Todos
los chicos parecían seguros de sí mismos y vigorosos, con sonrisas que les
servían de máscaras. Todo el mundo vestía el uniforme: jerséis, faldas,
chaquetas y pantalones en todas las variaciones posibles: grises, rojas, a
cuadros, negros. Todos llevaban el escudo del cuervo bordado y lo lucían
como si fuera el blasón de su familia. Todos derrochaban seguridad,
superioridad y desdén. Sentí el calor que desprendía allí de pie, en la
periferia de la estancia, cambiando de un pie a otro, incómoda.
Nadie me saludó.
El murmullo general volvió a imponerse de inmediato. Por lo visto, las
chicas nuevas desgarbadas no merecían más que unos instantes de
atención. Tenía las mejillas encendidas por la vergüenza, porque era obvio
que ya había hecho algo mal, aunque no conseguía imaginar qué podría
ser. ¿O acaso habían sentido, igual que yo, que en realidad no iba a
encajar allí?
Me pregunté dónde estaría Harry. Alargué el cuello, buscándolo entre la
multitud. Creía poder enfrentarme a todo aquello si Harry estaba a mi
lado. Tal vez era una tontería albergar ese tipo de sentimientos hacia un
chico a quien apenas conocía, pero me daba igual. Harry tenía que estar
por alguna parte, aunque no consiguiera encontrarlo. Me sentía
completamente sola en medio de toda esa gente.
A medida que iba bordeando la estancia hacia un rincón, empecé a
fijarme en que había otros alumnos en la misma situación que yo o, al
menos, que también eran nuevos. Un chico rubio con moreno de playa
llevaba la ropa tan arrugada que daba la impresión de haber dormido con
ella puesta, aunque precisamente allí no parecía que ir superinformal
fuera a hacerte ganar puntos. Debajo de la chaqueta, aunque encima del
jersey, llevaba abierta una camisa hawaiana de colores tan chillones que
se desgañitaban en la penumbra de Medianoche. También había una chica
de cabello muy oscuro y cortito, tan corto que parecía un chico. El corte de
pelo no era desenfadado y juvenil, sino que daba la impresión de
habérselo hecho con una navaja de afeitar como mejor le había parecido.
El uniforme, dos tallas más grande, le colgaba de los hombros. Era como si
la gente se apartara de ella, como si los repeliera un campo de energía.
Como si fuera invisible. Le habían colgado el sambenito de insignificante
incluso antes de la primera clase.
¿Que cómo podía estar tan segura? Pues porque también me había
ocurrido a mí. Estaba atrapada en la periferia de la multitud, apabullada
por el barullo, intimidada por el vestíbulo de piedra y tan perdida como
pudiera estarse.
—¡Atención!
La voz retumbante quebró el bullicio y lo redujo a silencio. Todos nos
volvimos a la vez hacia el extremo del gran vestíbulo, donde la señora
Bethany, la directora, había subido al estrado.
Era una mujer alta, de abundante cabello oscuro que llevaba recogido
en el cogote, como las mujeres de la época victoriana. Me resultó
imposible adivinar su edad. Llevaba una blusa de puntilla que se cerraba
con un broche dorado en el cuello. Si consideras que la severidad es
sinónimo de belleza, no habría nadie más atractivo que ella. La había
conocido cuando mis padres y yo nos instalamos en los alojamientos del
profesorado, y ya entonces me había intimidado un poco, aunque me
obligué a recordar que apenas la conocía.
En cualquier caso, en esos momentos parecía más imponente aún. Al
ver con qué inmediatez y facilidad imponía el orden en aquella sala llena
de gente —la misma que me había excluido de mutuo y tácito acuerdo
antes de darme la oportunidad de que se me ocurriera algo que decir—,
comprendí por primera vez que la señora Bethany tenía poder. Y no se
trataba del poder que acompaña de manera inherente al cargo de
directora, sino al poder real, al innato.
—Bienvenidos a Medianoche —dijo, abriendo las manos en un gesto de
acogida. Tenía las uñas largas y traslúcidas—. Algunos de ustedes ya han
estado aquí antes. Otros habrán oído hablar acerca de la Academia
Medianoche durante años, tal vez a sus familias, y se habrán preguntado
si alguna vez entrarían en nuestra escuela. Este año, además, también
contamos con un nuevo tipo de estudiantes, resultado de un cambio en la
política de admisión. Creemos que ha llegado el momento de que nuestros
alumnos conozcan un mayor abanico de gente de orígenes variopintos y,
de este modo, prepararlos mejor para el mundo que les espera al otro lado
de las paredes de nuestra institución. Todos tenemos mucho que aprender
de estos otros estudiantes, y estoy segura de que los tratarán con el
respeto que se merecen.
Para el caso, ya podría haber pintado con aerosol en gigantescas letras
rojas: ALGUNOS DE VOSOTROS NO ENCAJÁIS AQUÍ. La «nueva política de
admisiones» era sin duda la responsable de la presencia del surfista y la
chica del pelo corto. Por lo visto, ni siquiera se los consideraba
«verdaderos» alumnos de Medianoche, sino que únicamente
representaban una experiencia educativa para los alumnos «legítimos».
Yo no formaba parte de la nueva política. Si no hubiera sido por mis
padres, no habría estado allí. En otras palabras: ni siquiera era lo bastante
diferente a ellos para que me consideraran uno de los marginados.
—En Medianoche no tratamos a nuestros alumnos como si fueran niños.
—La señora Bethany no se dirigía a nadie en concreto, sino que parecía
limitarse a otear por encima de todos con una especie de mirada distante
que, sin embargo, abarcaba todo lo que entraba dentro de su campo de
visión—. Han venido aquí a aprender a manejarse como adultos del siglo
XXI, y así es como se espera que se comporten. Sin embargo, eso no
significa que Medianoche carezca de normas. La posición que ocupamos
nos exige mantener la más estricta de las disciplinas. Esperamos mucho
de ustedes.
No comentó cuáles serían las repercusiones en el caso de saltarse las
normas, pero mucho me temía que los castigos solo serían el aperitivo.
Me sudaban las manos. Estaba cada vez más sonrojada y tenía la
impresión de que llamaba la atención como una bengala. Me había
prometido ser fuerte y no permitir que la gente me intimidara, pero las
palabras se las lleva el viento. Los altos techos y las paredes del gran
vestíbulo parecían cerrarse sobre mí. Incluso sentí que empezaba a
quedarme sin aire.
Mi madre se las arregló para llamar mi atención sin hacerme ningún
gesto ni llamarme por mi nombre, como suelen hacer las madres. Mis
padres estaban en uno de los extremos de la hilera de profesores
esperando a que los presentaran y ambos me sonrieron con confianza.
Querían verme disfrutar del momento.
Esa esperanza infundada fue lo que colmó el vaso. Ya era bastante duro
tener que combatir el miedo para encima verme obligada a enfrentarme a
su decepción.
—Las clases empezarán mañana —concluyó la señora Bethany—. Por
hoy, instálense en sus habitaciones, preséntense a sus compañeros,
paséense por las instalaciones. Contamos con que estén preparados. Es
un placer tenerles aquí y esperamos que sepan aprovechar su estancia en
Medianoche.
La sala estalló en aplausos y la señora Bethany los agradeció con una
leve sonrisa y una caída de ojos, un parpadeo lento y satisfecho como el
de un gato bien alimentado. A continuación, el murmullo generalizado
volvió a imponerse en la habitación, más bullicioso que antes. Solo había
una persona con la que me apeteciera hablar y estaba claro que esa
podría ser la única persona a la que tal vez le interesara hablar conmigo.
Rodeé toda la sala manteniendo la espalda siempre pegada a la pared.
Lo busqué entre la multitud con desesperación, anhelando atisbar un
destello del cabello castaño dorado de Harry , sus anchas espaldas o esos
ojos verde oscuro. Si yo lo buscaba y él me buscaba a mí, tarde o
temprano teníamos que encontrarnos. A pesar del pánico que me
provocaban las masificaciones de gente, y de mi tendencia a exagerarlas,
sabía que solo había unos doscientos alumnos en aquel lugar.
Me dije que Harry sobresaldría, que no era como los demás: frío,
pedante y vanidoso. Sin embargo, enseguida comprendí lo equivocada que
estaba. Harry no era pedante, pero compartía el mismo aspecto: rasgos
bellos y definidos, el mismo cuerpo de perfectas proporciones y la
misma... en fin, la misma perfección. No destacaría demasiado en medio
de aquellas personas tan perfectas porque en realidad formaba parte de
ellas.
A diferencia de mí.
A medida que profesores y alumnos se dispersaban, el gentío fue
menguando poco a poco. Me quedé deambulando por allí hasta que casi
fui la única que quedó en el gran vestíbulo. Estaba convencida de que
Harry vendría a buscarme. El sabía lo asustada que estaba y se sentía
responsable por haberme asustado aún más. ¿Es que ni siquiera querría
saludarme?
Sin embargo, no apareció. Al final tuve que aceptar que lo había juzgado
mal y eso significaba que no me quedaba más remedio que ir a conocer a
mi compañera de habitación.
Subí los escalones de piedra lentamente. Mis zapatos nuevos de suelas
duras repiqueteaban contra el suelo y mis pasos resonaban con gran
escándalo. Lo que me hubiera apetecido era seguir subiendo hasta la
última planta y dirigirme derecha al alojamiento para el profesorado de
mis padres, pero sabía que me enviarían escalera abajo de inmediato en
cuanto abriera la puerta. Tenía tiempo de sobra para recoger mis cosas y
mudarme definitivamente después de comer. Por el momento, la primera
prioridad era «instalarme».
Intenté mirarlo por el lado positivo. Tal vez la escuela intimidara a mi
compañera de habitación tanto como a mí. Seguramente las cosas serían
más sencillas si me tocara convivir con otra «marginada». Iba a ser una
tortura tener que vivir con una extraña, verme obligada a compartir el
mismo espacio con alguien a quien no conocía, incluso de noche, aunque
esperaba que se me acabara pasando. Ni en mis mejores sueños
imaginaba hacer amistad con nadie.
En el impreso ponía «Patrice Devereaux». Intenté relacionar el nombre
con la chica que recordaba, pero no le pegaba, aunque, ¿quién podía
saberlo?
Abrí la puerta y descubrí, con el alma en los pies, que el nombre de mi
compañera le iba como anillo al dedo. No era ninguna marginada. En
realidad era la mismísima personificación del prototipo Medianoche.
El cutis de Patrice tenía la tonalidad de un río al amanecer, una piel
exquisitamente tostada y suave, y llevaba el cabello rizado recogido en un
moño flojo que dejaba a la vista sus pendientes de perla y un esbelto
cuello. Estaba sentada delante del tocador y me miró mientras ordenaba
cuidadosamente sus botes de laca de uñas.
—Así que tú eres Bianca —dijo. Ni apretones de manos, ni abrazos, solo
el tintineo de los botes de laca de uñas contra el tocador: rosa pálido,
coral, melón, blanco—. No eres como esperaba.
Miles de gracias.
—Lo mismo digo.
Patrice ladeó la cabeza y me escudriñó con la mirada. Me pregunté si ya
nos odiábamos. Alzó una mano con una manicura perfecta y empezó a
dejar claros varios puntos contando con los dedos.
—Puedes ponerte mi perfume, pero no las joyas ni la ropa. —No
mencionó el caso contrario, pero era bastante evidente que en la vida se
le pasaría por la cabeza—. En principio estudiaré casi siempre en la
biblioteca, pero si quieres trabajar aquí, dímelo y hablaré con mis amigas
en otro lugar. Si me ayudas en las asignaturas que se te den bien, haré lo
mismo por mi parte. Estoy segura de que ambas podemos aprender
muchas cosas la una de la otra. ¿Alguna objeción?
—Todo perfecto.
—De acuerdo. Nos llevaremos bien.
Creo que me habría dejado mucho más patidifusa si Patrice hubiera
fingido una falsa amistad de buenas a primeras. Por decirlo finamente, me
quedó bastante claro que a Patrice no le gustaba andarse por las ramas.
—Me alegro —dije—. Sé que somos... diferentes.
Ni siquiera se molestó en protestar.
—Tus padres son profesores de la escuela, ¿no?
—Sí, ya veo que las noticias vuelan.
—Te irá bien. Cuidarán de ti.
Intenté agradecérselo con una sonrisa, rezando para que tuviera razón.
—¿Ya has estado antes en Medianoche?
—No, es la primera vez —contestó Patrice, como si cambiar por
completo de vida fuera para ella tan sencillo como calzarse un par de
zapatos de diseño recién comprados—. Es preciosa, ¿no crees?
Me guardé mi opinión sobre el estilo arquitectónico del edificio.
—Pero has dicho que tenías amigas aquí.
—Sí, claro. —Su sonrisa era tan etérea como todo lo relacionado con
ella, desde el brillo amelocotonado de sus labios hasta el perfume y los
botes de laca de uñas cuidadosamente ordenados en el tocador—.
Courtney y yo nos conocimos en Suiza el invierno pasado. Con Vidette hice
amistad cuando estuve en París. Y Genevieve y yo pasamos un verano
juntas en el Caribe. ¿Fue en Santo Tomás? Igual fue en Jamaica. No lo
recuerdo bien.
Mi pueblo de mala muerte me pareció más soso que nunca.
—Ah, entonces vosotros... soléis moveros en los mismos círculos.
—Más o menos. —Un poco tarde, Patrice pareció darse cuenta de lo
incómoda que me sentía—. También acabarán siendo los tuyos.
—Ojalá estuviera tan segura como tú.
—Ya lo verás. —Patrice vivía en un mundo en que los veranos
interminables en los trópicos estaban al alcance de todos. Me fue
imposible imaginar que algún día formara parte de aquello—. ¿Conoces a
alguien de aquí? Además de a tus padres, claro.
—Solo a la gente que he conocido esta mañana.
Lo que sumaba la apabullante cantidad de dos personas: Harry y
Patrice.
—Tendremos mucho tiempo para hacer amistades —aseguró Patrice con
decisión, siguiendo con la distribución de sus cosas: pañuelos de seda de
color marfil, medias de tonalidad marrón o gris paloma. ¿Dónde pensaba
lucir esas cosas tan elegantes? Tal vez para Patrice era inimaginable viajar
sin ellas—. Me han dicho que Medianoche es el lugar perfecto donde
conocer hombres.
—¿Conocer hombres?
—¿Sales con alguien?
Iba a hablarle de Harry, pero me detuve. No sé qué había ocurrido entre
nosotros en el bosque, pero estaba segura de que significaba algo; sin
embargo, lo que sentía me resultaba demasiado nuevo para compartirlo.
—No dejé ningún novio en mi pueblo —me limité a responder.
Conocía a todos los chicos del instituto desde que era pequeña y
todavía los recordaba con sus juegos de construcciones o emplastándome
plastilina en el pelo, el tipo de cosas que conseguía impedirle a una tener
alguna mínima inclinación romántica por alguno de ellos.
—Novio... —repitió Patrice, sonriendo sin poder evitarlo, como si la
palabra le hubiera sorprendido por su candidez.
No obstante, no se estaba burlando de mí. Desde su punto de vista, yo
era demasiado joven e inexperta como para tomarme en serio.
—¿Patrice? Soy Courtney. —La chica llamó a la puerta al mismo tiempo
que la abría, convencida de que sería bienvenida.
Era incluso más guapa que Patrice: cabello rubio que casi le llegaba a la
cintura y esos labios carnosos que yo solo había visto en las jóvenes
aspirantes a estrella de la televisión que podían permitirse cosas como el
colágeno. La misma falda que a mí me colgaba hasta las rodillas sin gracia
alguna, hacía que sus piernas parecieran kilométricas.
—Oh, tu habitación es mucho mejor que la mía. ¡Me encanta!
Todas las habitaciones venían siendo prácticamente iguales: un
dormitorio lo bastante grande para dar cabida a dos personas, camas
blancas de hierro colado y tocadores de madera tallada a cada lado.
Nuestra ventana daba justo a uno de los árboles que crecían cerca de
Medianoche, pero por lo demás, no conseguí adivinar qué tenía nuestra
habitación de especial. Hasta que caí en la cuenta de algo.
—Estamos más cerca de los lavabos —dije.
Courtney y Patrice me miraron fijamente, como si hubiera dicho una
grosería. ¿Acaso eran demasiado finas para admitir que necesitábamos
lavabos?
—Eh... Nunca he compartido el baño —me excusé, incómoda—. Es decir,
con mis padres sí, pero no con... No sé, seremos como doce o así por cada
baño, ¿no? Esto será una locura por las mañanas.
Les había llegado el turno de darme la razón y quejarse, solidarizándose
conmigo; sin embargo, Courtney siguió mirándome con curiosidad,
concentrada. Me dije que era normal que me mirara con extrañeza, pero
hubiera preferido que dijera algo. Sus ojos entrecerrados parecían
amenazadores, bastante más que los de la mayoría de los extraños.
—Esta noche vamos a salir a los prados —dijo, dirigiéndose a Patrice, no
a mí—. A cenar. Podría decirse que en plan picnic.
Se suponía que los alumnos debían comer en sus dormitorios. Estaba
visto que se trataba de una «tradición», era como se hacía antaño, antes
de que se hubieran inventado los comedores, y las familias enviaban
paquetes con que complementar la asignación espartana de verduras que
recibía cada dormitorio semanalmente. Eso significaba que tendría que
aprender a cocinar en el microondas que mis padres me habían comprado.
Era obvio que Patrice estaba muy por encima de esos problemas tan
mundanos.
—No suena mal. ¿Qué te parece, Bianca?
Courtney la fulminó con la mirada. Por lo visto no se trataba de una
invitación abierta.
—Lo siento, tengo que ir a cenar con mis padres —me disculpé—. De
todos modos, gracias por preguntar.
Los exuberantes labios de Courtney adoptaron una mueca casi perversa
al fruncirlos en una sonrisita.
—¿Todavía te gusta pasar el rato con mami y papi? ¿Es que te dan el
biberón?
—¡Courtney! —la reprendió Patrice, aunque estaba segura de que
también le había hecho gracia.
—Tienes que ver la habitación de Gwen. —Courtney empezó a empujar
a Patrice hacia la puerta—. Es oscura y espantosa. Dice que para el caso
podrían haberle dado unas mazmorras.
Salieron juntas y el frágil vínculo que pudiera haberse establecido entre
Patrice y yo quedó truncado en un abrir y cerrar de ojos. Sus risas
resonaron en el pasillo. Con las mejillas encendidas, abandoné mi
dormitorio de inmediato, salí al vestíbulo de la residencia y subí corriendo
al apartamento y refugio de mis padres.
Para mi sorpresa, me dejaron entrar sin armarme un escándalo. Ni
siquiera me preguntaron por qué llegaba tan pronto. Al contrario, mi
madre me dio un fuerte abrazo y mi padre me dijo:
—Ve a echarle un vistazo al equipaje que te hemos hecho, ¿de acuerdo?
Todavía te quedan cosas por recoger, pero hemos adelantado trabajo.
Les estaba tan agradecida que me habría echado a llorar. Entré en mi
habitación, ansiosa por encontrar un poco de paz y tranquilidad en un
lugar seguro.
Solo quedaban unas cuantas prendas de abrigo colgadas en el armario.
Todo lo demás lo habían embutido en el viejo baúl de cuero de mi padre.
Le eché un rápido vistazo a mi neceser y vi maquillaje, pasadores para el
pelo, champú y todo lo demás cuidadosamente colocado. La mayoría de
mis libros se quedarían allí, tenía demasiados para las escasas estanterías
de nuestro dormitorio. Sin embargo, había separado mis preferidos para
meterlos en la maleta: Jane Eyre, Cumbres borrascosas y mis libros de
astronomía. En una de las almohadas, sobre la cama hecha, había varias
cosas con que decorar las paredes de mi nuevo dormitorio, como postales
que mis amigos me habían enviado a lo largo de los años y algunos mapas
estelares que tenía colgados en nuestra antigua casa. Sin embargo,
también había algo nuevo en la habitación, algo con lo que mis padres
pretendían asegurarme que este también seguía siendo mi hogar: una
pequeña lámina enmarcada de El beso, de Klimt. Hacía unos meses la
había visto en un escaparate y les había dicho lo mucho que me gustaba.
Por lo visto me la habían comprado para entregármela a modo de regalo
sorpresa el primer día de escuela.
Al principio simplemente me sentí agradecida por el regalo, pero luego
no pude dejar de mirar la lámina ni sacudirme de encima la sensación de
que nunca me había detenido a mirarla de veras.
El beso era una de mis obras preferidas. Klimt siempre me había
gustado desde que mi madre me enseñó por primera vez sus libros de
arte. Era sorprendente cómo conseguía los dorados de los segmentos y las
líneas, y me gustaba la belleza de esos rostros pálidos que asomaban en
las imágenes caleidoscópicas que creaba. Sin embargo, de repente la
lámina había cobrado otro significado. Nunca había prestado demasiada
atención al modo en que la pareja se abrazaba: el hombre se inclinaba
hacia ella, desde lo alto, como si una fuerza inexorable lo empujara hacia
la mujer. Ella tenía la cabeza echada hacia atrás, como en un
desvanecimiento, abandonándose a la fuerza de la gravedad. Los labios
resaltaban sobre la palidez de la piel ruborizada. No obstante, lo más bello
de todo era que el fondo rutilante había dejado de parecer algo ajeno al
hombre y la mujer, era como si se tratara de una cálida y densa bruma
que su amor hacía visible y que convertía en oro el mundo que los
rodeaba.
El cabello del hombre era más oscuro que el de Harry, pero de todos
modos estaba intentando imaginarlo en el cuadro. Sentí las mejillas
encendidas, había vuelto a ruborizarme, aunque con un rubor distinto.
Regresé a la realidad de golpe: era como si me hubiera quedado
dormida y hubiera empezado a soñar. Me arreglé el pelo rápidamente y
respiré hondo un par de veces. En ese momento oí el String of Pearls de
Glenn Miller en el equipo de música. Cuando sonaba jazz era señal de que
mi padre estaba de buen humor.
Sonreí a mi pesar. Al menos a uno de nosotros le gustaba la Academia
Medianoche.
Ya casi era hora de comer cuando por fin acabé de hacer la maleta y salí
al comedor, donde todavía sonaba la música. Me encontré a mis padres
bailando abrazados, haciendo el tonto: mi padre fruncía los labios en una
mueca que supuestamente debía hacerle parecer seductor y mi madre se
sujetaba el borde de la falda negra con una mano.
Mi padre la hizo girar entre sus brazos y luego la inclinó hacia atrás. Mi
madre ladeó la cabeza casi hasta el suelo, sonriendo y me vio.
—Ya estás aquí, corazón —dijo, todavía boca abajo. Mi padre la enderezó
—. ¿Ya has acabado de hacer la maleta?
—Sí. Gracias por echarme una mano. Y por la lámina, es preciosa.
Se sonrieron, aliviados de haberme hecho al menos un poquitito feliz.
—Menudo festín que te ha preparado tu madre. —Mi padre hizo un gesto
con la cabeza en dirección a la mesa—. Esta vez se ha superado.
Mi madre no solía cocinar grandes platos, por lo que era evidente que se
trataba de una ocasión especial. Había preparado mis favoritos, más de lo
que podría comer nunca de una sentada. Me había saltado la comida, así
que descubrí que estaba muriéndome de hambre, razón por la que mis
padres tuvieron que entretenerse el uno al otro durante la primera parte
de la cena. El apetito voraz me impidió colar ni una sola palabra con la
boca tan llena.
—La señora Bethany dijo que por fin habían acabado de reacondicionar
los laboratorios —dijo mi padre entre sorbo y sorbo—. Espero encontrar el
momento de echarles un vistazo antes que los alumnos, no fuera a ser
que el equipo sea tan moderno que no sepa utilizarlo.
—Por eso enseño historia —contestó mi madre—. El pasado no cambia,
solo se alarga.
—¿Os tendré de profesores? —pregunté, con la boca llena.
—Con la boca llena no se habla —me reprendió mi padre de manera
automática—. Tendrás que esperar a mañana, como los demás.
—Ah, vale.
No era propio de él cortarme de esa manera y me quedé un poco
desconcertada.
—Tenemos que acostumbrarnos a no darte demasiada información extra
—se explicó mi madre con delicadeza—. Cuantas más cosas tengas en
común con el resto de los alumnos, tanto mejor.
No lo dijo con mala fe, pero me sentí herida.
—¿Y con quién se supone que he de tener cosas en común de todos lo
que estudian aquí? ¿Con los chicos de Medianoche cuyas familias estudian
en esta escuela desde hace siglos? ¿Con los marginados que encajan aquí
aún menos que yo? ¿A qué grupo se supone que debo parecerme?
—Bianca, sé razonable —dijo mi padre, con un suspiro—. No vale la
pena volver a discutirlo.
Ya era demasiado tarde para soltarlo, pero no pude remediarlo.
—Sí, ya lo sé, hemos venido aquí «por mi propio bien». ¿Se puede saber
qué bien va a hacerme abandonar mi hogar y a mis amigos? Vuelve a
explicármelo porque no acabo de entenderlo.
Mi madre cubrió mi mano con la suya.
—Es bueno para ti porque puede decirse que nunca has salido de
Arrowwood, porque apenas te alejabas del barrio si no te obligábamos
nosotros y porque los cuatro amigos que tenías no iban a durarte toda la
vida.
Tenía razón y yo lo sabía.
Mi padre se quitó las gafas.
—Debes aprender a adaptarte a los cambios y hacerte más
independiente. Tal vez sea lo más importante que tu madre y yo podamos
enseñarte. No puedes seguir siendo nuestra niñita para siempre, Bianca,
por mucho que nos pese. Creemos que esta es la mejor manera que hay
de prepararte para la persona en que vas a convertirte.
—¿Queréis dejar de fingir que todo esto tiene que ver con madurar? —
protesté—. No es por eso y lo sabéis. Se trata de lo que vosotros queréis
para mí y estáis decididos a saliros con la vuestra tanto si me gusta como
si no.
Me levanté y me aparté de la mesa. En vez de meterme en mi
habitación en busca de mi sudadera, cogí la chaqueta de punto de mi
madre que había colgada en el perchero y me la puse. A pesar de que
apenas estábamos en otoño, en los terrenos de la escuela hacía frío
cuando se ponía el sol.
Mis padres no me preguntaron a dónde iba. Era una vieja norma: aquel
que estuviera a punto de enfadarse tenía que hacer una pausa en medio
de la discusión, salir a dar una vuelta y luego volver y decir lo que tuviera
que decir. Por muy disgustados que estuviéramos, el paseo siempre
funcionaba.
De hecho, fui yo quien creó la regla. Se me ocurrió con nueve años, por
eso sabía que el tema de la madurez no era el verdadero problema.
El desasosiego que me producía el mundo que me envolvía, el profundo
convencimiento de que no existía un lugar para mí, no tenía nada que ver
con ser adolescente. Formaba parte de mí y así había sido siempre. Tal vez
siempre sería así.
Mientras paseaba por los alrededores, eché un vistazo en torno a mí,
preguntándome si volvería a ver a Harry en el bosque. Era una idea tonta,
¿por qué iba a pasarse todo el tiempo fuera?, pero me sentía sola y fui a
comprobarlo. No estaba. A mis espaldas, la intimidante Academia
Medianoche parecía antes un castillo que un internado. Era fácil imaginar
princesas encerradas en sus celdas, príncipes luchando con dragones en
las sombras y brujas malvadas sellando las puertas con conjuros. Nunca
antes le había encontrado menos sentido a los cuentos de hadas.
El viento cambió de dirección y trajo consigo una ráfaga entramada de
voces. Las risas procedían del oeste, cerca del cenador del prado
occidental. Estaba claro que se trataba de los que estaban celebrando la
comida campestre. Me arrebujé aun más en la chaqueta de punto y me
adentré en el bosque, aunque no tomé el camino que se dirigía hacia el
este, hacia la carretera, el mismo camino que había hecho esa mañana,
sino el del pequeño lago que quedaba al norte.
Era muy tarde y todo estaba demasiado oscuro para ver algo, pero
disfrutaba con el susurro del viento entre los árboles, el aroma vigorizante
de los pinos y el ulular de los búhos, cerca de allí. Llené los pulmones de
aire y dejé de pensar en los que estaban de picnic, en Medianoche y en
todo lo demás. Me abandoné al momento.
Segundos después, oí unos pasos cerca de mí que me sobresaltaron.
Pensé que sería Harry, pero se trataba de mi padre, que se acercaba
tranquilamente con las manos en los bolsillos por el mismo camino que yo
había tomado. Sabía dónde encontrarme.
—Esa lechuza está cerca. Qué raro, tendríamos que haberla asustado.
—Seguramente huele una presa. No se irá si cree que puede caerle
algo.
Como si quisiera darme la razón, un aleteo veloz estremeció las ramas
por encima de nuestras cabezas y la silueta oscura de una lechuza se
lanzó en picado hacia el suelo. Unos chillidos espantosos nos convencieron
de que un ratoncito o una pequeña ardilla acababa de convertirse en su
cena. La lechuza remontó el vuelo demasiado rápido para poder verla. Mi
padre y yo nos quedamos mirando. Sabía que debía admirar las dotes de
cazadora de la lechuza, pero no pude evitar sentir lástima por el ratón.
—Siento si te he parecido demasiado brusco —se disculpó mi padre—.
Eres una joven muy madura y no debería haber sugerido lo contrario.
—No pasa nada. Además, yo también he perdido los estribos. Ya sé que
no vale la pena discutir lo de venirnos aquí. Al menos a estas alturas.
Mi padre me sonrió cariñosamente.
—Bianca, ya sabes que tu madre y yo jamás creímos posible que
pudiéramos tenerte.
—Ya lo sé.
Por favor, otra vez la charla sobre la «niña milagro» no.
—En cuanto apareciste en nuestras vidas, empezamos a dedicarnos a ti
en cuerpo y alma. Tal vez demasiado. Y eso es culpa nuestra, no tuya.
—Papá, por favor. —Adoraba a mi familia, solo nosotros tres ante el
mundo—. Te ruego que no hables de ello como si fuera algo malo.
—No, no es eso. —Parecía triste, y por primera vez me pregunté si en
realidad a él le gustaba este lugar—. Pero todo cambia, corazón, y cuanto
antes lo aceptes, mejor que mejor.
—Lo sé... y lo siento, es que todavía estoy haciéndome a la idea. —Me
rugieron las tripas y arrugué la nariz—. ¿Puedo volver a calentarme la
cena? —pregunté, esperanzada.
—Tengo la ligera sospecha de que tu madre puede haberse encargado
ya de eso.
Efectivamente. Pasamos una velada agradable. Decidí que más me valía
pasármelo bien mientras pudiera. Tommy Dorsey sustituyó a Glenn Miller y
luego le llegó el turno a Ella Fitzgerald. Charlamos y bromeamos sobre
cosas sin importancia: películas, programas de televisión y todo eso en lo
que mis padres no perderían ni un minuto si no fuera por mí, aunque
intentaron bromear sobre la escuela en un par de ocasiones.
—Vas a conocer a gente maravillosa —me prometió mi madre.
Sacudí la cabeza pensando en Courtney. Apenas habían pasado unas
horas y ya era una de las personas menos maravillosas que había
conocido en toda mi vida.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé.
—¿Cómo? ¿Ahora ves el futuro? —me burlé.
—Cariño, no me lo habías dicho. ¿Y qué otras cosas predice la adivina?
—preguntó mi padre, levantándose para cambiar el disco. El hombre
seguía conservando su colección en vinilo—. Me gustaría oírlo.
Mi madre le siguió el juego y se llevó los dedos a las sienes como una
gitana prediciendo el futuro.
—Creo que Bianca conocerá... chicos.
El rostro de Harry apareció en mi mente y se me aceleró el pulso. Mis
padres intercambiaron una mirada. ¿Es que mis latidos se oían desde la
otra punta de la habitación? Tal vez era eso.
—Pues espero que sean guapos —bromeé.
—Pues yo espero que no demasiado —dijo mi padre, y todos nos
echamos a reír: mis padres con ganas, yo tratando de ocultar las
mariposillas que revoloteaban en mi estómago.
Me sentía extraña por no hablarles de Harry. Siempre les contaba todo
lo que sucedía en mi vida. Sin embargo, Harry era diferente y hablar de él
habría roto el hechizo. Quería que Harry siguiera siendo un secreto por el
momento, así podía guardármelo para mí sola.
Quería que Harry me perteneciera solo a mí.
Continuara...
basketballgirl
Re: Medianoche {Harry Styles y Bianca Olivier}
Capítulo 3
No te han hecho el uniforme a medida, ¿verdad? —comentó Patrice,
alisándose la falda mientras nos preparábamos para el primer día de clase.
¿Cómo no me había dado cuenta antes? Las alumnas «legítimas» de
Medianoche habían enviado sus uniformes a un sastre para que les
metiera a las camisas por aquí o a las faldas por allá y conseguir que
quedaran elegantes y favorecedores en vez de ramplones y asexuales.
Como el mío.
—No, no se me ocurrió.
—Pues nunca lo olvides —dijo Patrice—. La ropa a medida es un mundo
a parte. Ninguna mujer debería descuidar su aspecto.
Ya me había dado cuenta de lo mucho que le gustaba dar consejos y
demostrar lo sofisticada e inteligente que era, algo que me habría
fastidiado bastante de no ser porque tenía toda la razón del mundo. Lancé
un suspiro y seguí con lo mío: intentar que el cabello no me quedara
abultado detrás de la cinta. Tarde o temprano vería a Harry y quería tener
el mejor aspecto posible, o al menos el mejor posible con aquella piltrafa
de uniforme.
Después de hacer una larga cola en el gran vestíbulo, recogimos el
listado de las asignaturas que nos habían asignado. Nos iban entregando
una hoja de papel de uno en uno, tal como se había hecho durante cientos
de años. Los alumnos que iban acercándose armaban bastante menos
escándalo que los de mi antigua escuela en su misma situación. Parecía
que todo el mundo conocía el funcionamiento.
Aunque tal vez lo del silencio solo fueran imaginaciones mías. Era como
si mi ansiedad engullera el sonido y lo enmudeciera todo, hasta tal punto
que empecé a preguntarme si alguien me oiría en el caso de ponerme a
gritar.
Patrice no se separó de mí la primera hora, pero solo porque íbamos
juntas a la primera clase, la asignatura de Historia estadounidense que
impartía mi madre, el único pariente que tendría por profesor. En vez de la
clase de Biología de mi padre, un tal profesor Iwerebon sería el encargado
de darme Química. Me sentía incómoda caminando junto a Patrice sin
saber qué decir, aunque tampoco tenía nada mejor que hacer... hasta que
vi a Harry. La luz que se colaba a través del cristal escarchado de los
pasillos bañaba de bronce su cabello castaño dorado. Al principio creí que
nos había visto, pero siguió caminando sin perder paso.
Esbocé una sonrisa.
—Nos vemos luego, ¿vale? —le dije a Patrice, alejándome de ella.
Patrice se encogió de hombros mientras buscaba otras amigas con
quienes pasear—. Harry —lo llamé.
Ni siquiera pareció oírme. No quería ponerme a gritar, así que apreté el
paso para darle alcance. Iba en dirección contraria a la mía —por lo visto
no estaría en la clase de mi madre—, pero estaba dispuesta a correr el
riesgo de llegar tarde.
—¡Harry! —insistí, esta vez más alto.
Se volvió lo justo para ver quién lo llamaba y luego miró a su alrededor,
como si le preocupara que alguien nos oyera.
—Eh, ¿qué tal?
¿Dónde estaba mi protector del bosque? El chico que tenía delante no
se comportaba como si se preocupara por mí, sino como si no me
conociera. Aunque en realidad no me conocía, ¿verdad? Habíamos hablado
una sola vez y en el bosque, cuando había intentado salvarme la vida y yo
se lo había agradecido haciéndole callar. Solo porque yo creyera que eso
era el inicio de algo no significaba que lo fuera.
De hecho, daba la impresión de que no me conocía de absolutamente
nada. Harry volvió la cabeza un segundo, me saludó fugazmente con la
mano y un gesto de cabeza, como cuando alguien saluda a un conocido
cualquiera, y siguió caminando hasta que desapareció entre la multitud.
Ahí estaba, me acababan de dar calabazas. Me pregunté cómo era
posible que entendiera a los chicos aún menos de lo que creía.
El lavabo de las chicas de esa planta estaba cerca, así que me colé en
uno de los compartimentos y me rehice como pude en vez de echarme a
llorar. ¿Qué había hecho mal? A pesar de lo extraño que había sido nuestro
primer encuentro, Harry y yo habíamos acabado manteniendo una
conversación tan íntima como las que tenía con mis mejores amigas. Tal
vez no supiera mucho de chicos, pero estaba convencida de que habíamos
conectado. Me había equivocado. Volvía a estar sola en Medianoche y me
sentía mucho peor que antes.
Cuando por fin me hube calmado, salí corriendo hacia la clase de mi
madre, a la que por poco llego tarde. Ella me fulminó con la mirada y yo
me encogí de hombros y me apoltroné en uno de los pupitres de la última
fila. Entonces pasó de inmediato del modo madre al modo profesora.
—Veamos, ¿quién sabría decirme algo sobre la guerra de la
Independencia? —Juntó las manos y miró expectante a sus alumnos. Me
arrellané en el asiento, aunque sabía que no me preguntaría en la primera
clase. Únicamente quería que supiera cómo me sentía al respecto. Un
chico que se sentaba a mi lado levantó la mano para alivio de todos los
demás. Mi madre sonrió levemente—. ¿Y usted es el señor...?
—Malik. Zayn Malik.
Lo primero que debería saberse de él es que tenía el aspecto de alguien
que podía llevar el nombre de «Zayn» sin que nadie se burlara. Le
quedaba bien. Parecía muy tranquilo por lo que mi madre pudiera
preguntarle, pero sin la insolencia de la mayoría de los chicos de la clase;
solo parecía seguro de sí mismo.
—Bien, señor Malik, si tuviera que resumir las causas de la guerra de la
Independencia, ¿qué diría?
—Que las cargas impositivas establecidas por el Parlamento británico
fueron la gota que colmó el vaso. —Hablaba con facilidad, sin prisas.
Zayn era grande y fornido, tanto que apenas cabía en el viejo pupitre
de madera. Su postura convertía la incomodidad en elegancia, como si
prefiriera mil veces estar repantingado que sentarse derecho—. Aunque a
la gente también le preocupaba la libertad política y de religión, por
descontado.
Mi madre enarcó una ceja.
—De modo que, Dios y la política son poderosos pero, como siempre, el
dinero es el motor del mundo. —Se oyeron tímidas risitas por toda la clase
—. Hace cincuenta años, ningún profesor de instituto estadounidense
habría mencionado los impuestos. Hace un siglo, la conversación habría
girado en torno a la religión. Hace ciento cincuenta años, la respuesta
habría dependido del lugar de residencia. En el norte, os habrían hablado
de la libertad política. En el sur, os habrían enseñado sobre la libertad
económica, la cual, claro está, era impensable sin la esclavitud. —A Patrice
se le escapó un bufido desdeñoso—. Y por descontado, en Gran Bretaña
habría quien hubiera descrito a Estados Unidos como un estrambótico
experimento intelectual condenado al fracaso.
Risas de nuevo: comprendí que mi madre se había ganado a toda la
clase. Incluso Zayn esbozó una sonrisa, tan encantadora que casi
consiguió hacerme olvidar a Harry.
De acuerdo, no. Pero esa sonrisa zalamera le hacía ganar muchos
puntos.
—Y eso, más que cualquier otra cosa, es lo que quisiera que
aprendierais sobre la historia. —Mi madre se remangó la chaqueta de
punto y escribió en la pizarra: «Interpretaciones evolutivas»—. La idea que
la gente tiene del pasado cambia tanto como lo hace el presente. La
imagen en el retrovisor cambia a cada instante. Para comprender la
historia, no es suficiente con conocer los nombres, las fechas y los lugares.
Estoy convencida de que muchos de vosotros ya os los sabéis. Sin
embargo, debéis aprender a distinguir las distintas interpretaciones que se
le han dado a los acontecimientos históricos a lo largo de los siglos. Ese es
el único modo de tener una perspectiva que resista el paso del tiempo, y
es en eso en lo que este año centraremos gran parte de nuestros
esfuerzos.
La gente se inclinó hacia delante, abrió sus libros y miró a mi madre
completamente fascinada. En ese momento, comprendí que más me valía
ponerme a tomar apuntes, como todos los demás. Puede que me quisiera
más que a nadie, pero no dudaría en catearme la primera si tenía que
hacerlo.
La hora pasó volando. Los alumnos no dejaban de hacerle preguntas
para ponerla a prueba y las respuestas les convencieron. Mientras
tomaban apuntes, sus plumas se movían a una velocidad que nunca
hubiera creído posible y, en más de una ocasión, sentí que me entraba
rampa en los dedos. Hasta ese momento no había caído en lo
competitivos que iban a ser mis compañeros. No, no es del todo cierto, era
evidente que eran competitivos en cuanto a la ropa, las posesiones y las
pretensiones amorosas. Esa voracidad pendía en el aire que los envolvía.
En lo que no había caído era que también iban a serlo en clase. Daba igual
de lo que se tratara, en Medianoche todo el mundo quería ser el mejor en
todo.
En fin, un poco de presión de nada...
—Tu madre es fantástica —me dijo Patrice, emocionada, en el pasillo,
después de clase—. Tiene una visión global, ¿sabes a qué me refiero? Que
no es nada estrecha de miras. La verdad, hay muy poca gente así.
—Sí, bueno... Espero parecerme a ella. Algún día.
En ese momento Courtney dobló la esquina. Llevaba el cabello rubio
recogido en una coleta muy tirante que le hacía arquear las cejas con un
aire aún más desdeñoso. Patrice se puso tensa. Por lo visto, aceptarme a
su lado no implicaba tener que defenderme delante de Courtney, así que
me preparé para recibir su arrogante comentario de turno. Sin embargo,
podría decirse que me sonrió, aunque era evidente que Courtney pensaba
que estaba siendo mucho más atenta conmigo de lo que me merecía.
—Este finde, fiesta —dijo—. El sábado. Junto al lago. Dejaremos pasar
una hora después del toque de queda.
—Perfecto.
Patrice encogió un solo hombro, como si le importara tres pimientos que
la invitaran a la que probablemente sería la mejor fiesta de Medianoche de
ese semestre, al menos hasta el Baile de otoño. ¿O los bailes formales no
molaban? Mis padres me lo habían pintado como el mayor acontecimiento
del año, aunque ya había quedado claro que sus opiniones acerca de
Medianoche y las mías distaban bastante.
La duda que me asaltó sobre los bailes me había impedido responder a
Courtney, quien no me quitaba ojo, claramente molesta por no haberme
deshecho en agradecimientos.
—¿Y bien?
Si hubiera sido un poco más atrevida, le habría dicho que era una
pedante y una pelmaza y que tenía mejores cosas que hacer que ir a su
fiesta.
—Esto... Sí, genial, será genial —fue lo único que conseguí decir, en
cambio.
Patrice me dio un ligero codazo mientras Courtney se alejaba por el
pasillo muy digna, al compás del balanceo de su coleta rubia.
—¿Lo ves? Te lo dije. La gente te aceptará porque eres... Bueno, porque
eres su hija.
¿Qué tipo de desgracia humana había que ser para ascender en el
ranking de popularidad del instituto gracias a tus padres? Sin embargo,
tampoco podía permitirme despreciar la aceptación que me ganara,
viniera de donde viniera.
—Por cierto, ¿de qué tipo de fiesta se trata? Es decir, ¿se va a hacer en
los alrededores? ¿Y de noche?
—Tú ya has ido a alguna fiesta antes, ¿verdad?
A veces Patrice no se diferenciaba tanto de Courtney.
—Claro —contesté, pensando en las fiestas de cumpleaños de cuando
era pequeña, aunque Patrice no tenía por qué saberlo—. Solo me
preguntaba si... Iba a haber bebida.
Patrice se echó a reír como si hubiera dicho algo gracioso.
—Por favor, Bianca, madura.
Echó a andar hacia la biblioteca y me dio la impresión de que no quería
que la siguiera, así que me volví sola a nuestro dormitorio.
No sabía cómo, pero todos pensaban que mis padres molaban. ¿Es que
eso se saltaba una generación?
Mis padres me habían dicho que pronto me acostumbraría a la rutina y
que, cuando lo hiciera, Medianoche empezaría a gustarme. Bueno,
después de la primera semana, comprendí que estaban en lo cierto al
cincuenta por ciento.
Las clases estaban bien, al menos la mayoría. A mi madre se le escapó
en cierto momento que yo era su hija y enseguida añadió: «Ni Bianca ni yo
volveremos a mencionar este hecho nunca más. Y vosotros tampoco
deberíais hacerlo». Todo el mundo se echó a reír. Los tenía comiendo de la
palma de la mano. ¿Cómo lo hacía? Y lo más importante: ¿por qué no me
había enseñado a hacerlo a mí también?
Me costó acostumbrarme a otros profesores y echaba de menos la
informalidad y la cercanía de mi antiguo colegio. Aquí los maestros me
intimidaban y era impensable que alguien no pudiera cumplir sus altas
expectativas. Toda una vida pasada en la biblioteca, donde ocultarme del
mundo, me había preparado para trabajar duro y además le dediqué más
tiempo a mis estudios que nunca antes. La única clase que me
preocupaba era la de Lengua inglesa, porque era la que impartía la señora
Bethany. Había algo en ella, en el modo en que se mantenía erguida o en
que ladeaba la cabeza antes de que alguien contestara una pregunta en
clase que, en fin, que me intimidaba.
Sin embargo, los profesores no serían un problema, estaba segura. En
cambio, mi vida social era otra historia.
Courtney y otros alumnos de Medianoche habían decidido que yo no
merecía su desprecio; mis muy apreciados padres me habían ganado el
bendito derecho a ser ignorada, pero a nada más. Sin embargo, las
«nuevas admisiones» me miraban con recelo. Por lo visto, compartir
dormitorio con Patrice era razón suficiente para asumir que jamás me
pondría en su contra o en contra de sus amigos. Los grupos se habían
formado de un día para otro y yo me vi atrapada justo en medio.
La única «marginada» a la que conseguí aproximarme fue a Raquel
Vargas, la chica del pelo corto. Nos habíamos pasado una mañana
protestando por la cantidad de deberes de trigonometría que teníamos y
aquello había sido casi el único contacto social que habíamos tenido. Tenia
la impresión de que a Raquel le costaba hacer amigos. Parecía una chica
solitaria, recluida en sí misma. En realidad no se diferenciaba mucho de
mí, aunque parecía más desamparada.
Y los demás alumnos se aseguraban de que así fuera.
—El mismo jersey negro, los mismos pantalones negros —comentó
Courtney con sonsonete un día que pasaba junto a Raquel— y la misma
pulsera negra. Me apuesto lo que quieras a que mañana volveremos a
verlos.
—No todo el mundo puede permitirse el uniforme en todas sus
variantes, ¿sabes? —se defendió Raquel.
—No, eso es evidente —intervino Erich, un chico moreno, de cara afilada
y ovalada, que solía seguir a Courtney a todas partes—. Solo la gente que
realmente es de aquí.
Courtney y todos sus amigos se echaron a reír. Raquel se puso roja
como un tomate, pero se limitó a dar media vuelta y a irse con paso
airado, al tiempo que las risas se convertían en carcajadas. Nuestras
miradas se encontraron al pasar por mi lado. Intenté expresarle sin
palabras que me sentía mal por ella, pero creo que eso solo hizo que se
sintiera peor. Por lo visto, odiaba que la compadecieran.
Estaba segura de que si hubiera conocido a Raquel en cualquier otro
sitio, habríamos descubierto que teníamos mucho en común. Sin embargo,
con lo mal que me sentía por ella, dudaba que fuera a hacerme ningún
bien estar con alguien más deprimido que yo.
Aunque también estaba convencida de que yo no estaría ni la mitad de
hundida de lo que estaba si hubiera conseguido comprender qué había
sucedido entre Harry y yo.
Íbamos juntos a la clase de Química del profesor Iwerebon, pero nos
sentábamos uno en cada punta del aula. Cuando no estaba concentrada
intentando descifrar el cerrado acento nigeriano del profesor, me dedicaba
a lanzarle miraditas disimuladas. Nuestros ojos jamás se encontraban ni
antes ni después de clase, y él nunca se dirigía a mí. Lo más extraño de
todo era que Harry no tenía ningún problema en hablar con nadie. Y no se
cortaba un pelo a la hora de pararle los pies en cualquier momento a
quien se pusiera gallito, pedante o grosero, es decir, prácticamente todos
los que encajaban en el prototipo Medianoche.
Por ejemplo, un día en los prados, dos chicos empezaron a reírse de una
chica que evidentemente no pertenecía al prototipo Medianoche, a quien
se le había caído la bolsa con la que casi había tropezado. Harry se acercó
a ellos con paso decidido.
—Qué irónico —dijo.
—¿El qué? —preguntó Erich, uno de los chicos que estaba riéndose—.
¿Que ahora también dejen entrar a pardillos en esta escuela?
La chica a la que se le había caído la bolsa se sonrojó.
—Aunque fuera cierto, eso no sería una ironía —señaló Harry—. Ironía
es el contraste entre lo que se dice y lo que ocurre.
Erich hizo una mueca.
—Pero ¿qué dices?
—Os habéis reído de ella por haber tropezado justo antes de que
vosotros os dierais de morros.
No tengo ni idea de cómo le puso la zancadilla, pero sé que lo hizo antes
de ver a Erich despatarrado en el suelo. Hubo gente que se echó a reír,
pero la mayoría de los amigos de Courtney fulminaron a Harry con la
mirada, como si salir en defensa de aquella chica no hubiera estado bien.
—¿Ves? Eso es una ironía —dijo Harry, y siguió su camino.
Si hubiera tenido la oportunidad, le habría dicho que pensaba que había
hecho lo correcto y no me habría importado que Erich, Courtney y los
demás estuvieran mirando. Sin embargo, no tuve ocasión de hacerlo:
Harry pasó por mi lado como si me hubiera vuelto invisible.
Erich odiaba a Harry. Courtney odiaba a Harry. Patrice odiaba a Harry.
Por lo que yo sabía, prácticamente todo el mundo en la Academia
Medianoche odiaba a Harry salvo el surfero graciosito en que me había
fijado el primer día... y yo. De acuerdo, Harry era un poco macarra, pero
también era valiente y honesto, cualidades que a más de uno le faltaban
en aquella escuela.
Sin embargo, por lo visto tendría que admirar a Harry de lejos. Por el
momento, seguía sola.
—¿Todavía no estás lista? —Patrice se encaramó al alféizar de la
ventana. Su esbelto cuerpo se recortaba contra la noche, grácil incluso a
punto de saltar hasta la rama más cercana del árbol—. Los monitores
pasarán enseguida.
Los monitores de pasillo vigilaban la academia todas las noches, aunque
mis padres eran los únicos profesores a los que todavía no había visto
merodeando por los corredores, agazapados para abalanzarse sobre quien
pretendiera saltarse las normas. Aquella razón era suficiente para salir
cuanto antes, pero seguí intentando arreglarme delante del espejo.
«Arreglarse» era la palabra clave. Con unos pantalones de sport
ajustados y un jersey rosa claro que hacía resaltar su piel resplandeciente,
Patrice tenía una elegancia natural. En cambio yo... Ya tenía bastante con
intentar que unos téjanos y una camiseta negra me quedaran pasables.
Sin demasiado éxito, debería añadir.
—Bianca, vamos. —A Patrice se le había acabado la paciencia—. Yo me
voy ya. ¿Vienes o no?
—Voy, voy.
De todas formas, ¿qué más daba la pinta que tuviera? Solo iba a ir a la
fiesta porque no había tenido agallas para negarme.
Patrice saltó hasta la rama del árbol y luego se dejó caer al suelo con un
aterrizaje tan controlado como la salida de una gimnasta de las barras
paralelas. La seguí como pude y acabé raspándome las manos con la
corteza. El miedo a que nos descubrieran aguzó mi oído y presté atención
a todos los sonidos que nos envolvían: risas en un dormitorio, el susurro
de las primeras hojas del otoño en el suelo, el ulular de otra lechuza
saliendo de caza...
El frío aire nocturno me hizo estremecer al cruzar los prados a la carrera
en dirección al bosque. Patrice sabía abrirse camino entre la maleza sin
hacer ruido, una habilidad que le envidié. Tal vez algún día llegaría a tener
esa coordinación, pero me costaba imaginarlo.
Por fin vimos la hoguera. Habían encendido un fuego a la orilla del lago,
lo bastante pequeño para no llamar la atención, pero suficientemente
grande para emitir una luz fantasmagórica y vacilante y poder calentarnos
a su alrededor. Los alumnos se juntaban en grupos desperdigados,
inclinándose para hablar entre susurros o cuando se echaban a reír. Me
pregunté si serían las mismas risas que había oído la noche del picnic.
A primera vista, no se diferenciaban de cualquier otro grupo de
adolescentes que hubiera salido a divertirse, pero algo vibraba en el aire
que agudizaba mis sentidos, algo que añadía tensión a sus movimientos y
crueldad a la mayoría de las sonrisas. En ese momento, recordé lo que
había pensado al conocer a Harry en el bosque durante nuestro primer y
aterrador encuentro: al mirar a ciertas personas, a veces se percibe algo
salvaje bajo la superficie. Pues eso mismo era lo que sentía allí.
Alguien había puesto música en su radio, hipnotizante y suave. No
conocía al cantante y no cantaban en inglés. Patrice no tardó en
desaparecer entre su círculo de amistades, así que me quedé allí plantada
y sola, sin saber qué hacer con las manos.
«¿Me las meto en los bolsillos? No, así tendré pinta de imbécil. ¿Pongo
los brazos en jarras? Venga ya, ¿cómo si estuviera enfadada o algo así?
No. Vale, incluso pensar en esto es patético.»
—Eh, hola —me saludó Zayn.
Se me había acercado por la espalda, por eso no lo había visto venir.
Llevaba una chaqueta negra de ante y una botella en la mano. La hoguera
le bañaba el rostro con una luz cálida. Tenía el cabello rizado, una
mandíbula cuadrada y cejas gruesas. Parecía un tipo duro, un matón,
alguien más familiarizado con los puños que con las palabras. Sin
embargo, su mirada lo hacía accesible e incluso atractivo, porque en sus
ojos se adivinaba la inteligencia y también el ingenio. Además, su sonrisa
carecía de crueldad.
—¿Quieres una cerveza? Todavía quedan.
—No, así está bien. —A pesar de lo oscuro que estaba, seguro que se
dio cuenta de que me sonrojaba—. No tengo la edad.
¿Que no tenía la edad? Como si allí fuera a importarle a alguien. Debería
haberme colgado al cuello un cartel que dijera «rarita», para ahorrarles
trabajo.
Zayn sonrió, pero no parecía estar riéndose de mí.
—Antes, los niños solían beber vino con sus padres durante las comidas.
Y los médicos recomendaban a las mujeres cuyos hijos no mamaban lo
suficiente que les dieran un poco de cerveza como alimentación
suplementaria.
—Eso era antes.
—Tienes razón. —No insistió y me di cuenta de que no estaba nada
borracho. Empecé a relajarme. A pesar de su corpulencia y su más que
evidente fortaleza física, Zayn tenía un don para conseguir que la
gente se sintiera cómoda—. Desde el primer día que tengo ganas de
hablar contigo.
—¿De verdad? —dije, confiando en que no se me escapara un chillido.
—Te lo advierto, voy detrás de algo. —Zayn debió de ver la cara que
puse porque se echó a reír, una risotada grave y estentórea—. Tu madre
dijo que ya te había dado clases antes, por eso quería que me dieras unos
cuantos consejos, para saber de qué pie cojea. Tengo que averiguar los
secretos de mi profesora.
Decidí que a mi madre no le importaría que se los contara.
—Pues no estaría mal que prestaras atención cuando se balancea sobre
los pies.
—¿Cuando se balancea?
—Sí, eso suele significar que está emocionada, que hay algo que le
interesa mucho. Y si a ella le interesa, cree que también debería
interesarte a ti.
—Lo que significa que saldrá en el examen.
—Exacto.
Volvió a reír. Tenía un hoyuelo en la barbilla que le daba un aire travieso.
Fijarme en lo guapo que estaba Zayn casi me hizo sentir que
traicionaba a Harry, pero es que saltaba a la vista. Después del modo en
que Harry me había ignorado durante toda la semana, no estaba segura
de seguir debiéndole lealtad. Además, no estaba nada mal que un chico
guapísimo se interesara por una.
Zayn se acercó un poco más.
—Veo que no voy a arrepentirme de habernos conocido.
Le devolví la sonrisa y durante tres segundos, ni uno más ni uno menos,
tuve la sensación de que la fiesta iba a estar bien... Hasta que Courtney
hizo acto de presencia. Llevaba una falda negra muy, muy corta y una
camisa blanca abierta casi hasta el ombligo. No tenía muchas curvas, pero
lo compensaba pasando del sostén, algo bastante obvio en esos
momentos.
—Zayn, me alegro de que tengamos la oportunidad de ponernos al
día.
—Ya estamos al día.
Zayn parecía aún menos entusiasmado que yo de verla; sin
embargo, Courtney no pareció darse cuenta o al menos eso fingió.
—Parece que hayan pasado siglos desde que salíamos juntos. Bueno, ha
pasado demasiado tiempo. La última vez que nos vimos fue en Londres,
¿no?
—San Petersburgo —la corrigió.
Zayn dijo el nombre de la ciudad como quien no quiere la cosa. Por
lo visto era lo bastante audaz y experimentado para cruzar el océano sin
pensárselo dos veces.
Courtney deslizó las manos con suavidad sobre la chaqueta de
Zayn, perfilando su poderoso físico con el movimiento de los dedos.
La envidié. No por su aspecto de estrella, ni por sus viajes continentales,
sino por su descaro. Si en el bosque hubiera sido la mitad de lanzada con
Harry, si lo hubiera tocado o utilizado el comentario sobre la «niña buena»
para tontear con él, tal vez no se comportaría como si fuéramos dos
extraños. La voz de Courtney se abrió paso entre mis fantasías.
—No estás haciendo nada, ¿no, Zayn?
—Estoy hablando con Bianca.
Courtney se volvió para mirarme. El largo cabello rubio, que suelto le
llegaba a la cintura, se onduló al ladear la cabeza.
—¿Tienes algo interesante que compartir, Bianca?
—Yo... —¿Qué se suponía que debía decir? Aunque cualquier cosa habría
sido mejor que lo que dije—: Pues no.
—Entonces no te importará que me lo lleve un rato, ¿verdad?
Empezó a tirar de él sin esperar una respuesta. Zayn me miró con
intención y comprendí que si yo decía algo, aunque fuera una sola
palabra, él se detendría. Sin embargo, me quedé allí plantada como un
pasmarote viendo cómo se iban.
Un par de personas ahogaron una risita. Miré a un lado y vi a Erich, y a
pesar de las sombras vacilantes que proyectaba la luz de la hoguera,
pondría la mano en el fuego que estaba señalándome.
Me aparté de allí con la intención de desaparecer del mapa hasta
encontrar a Patrice o a alguien que pudiera considerar mínimamente
cordial. Sin embargo, cada paso que me alejaba de los demás me hacía
sentir mejor y, antes de darme cuenta, ya me había ido de la fiesta.
Si no me hubiera escabullido después del toque de queda, habría
corrido hasta la puerta y habría subido al dormitorio, pero me detuve a
tiempo al recordar que en esos momentos estaba fuera de la ley. Así que
me dirigí al cenador, al oeste de los terrenos del internado, para
tranquilizarme y planear la entrada.
Estaba subiendo los escalones cuando vi a alguien, aunque al principio
no reconocí quién era. Fuera quien fuese, tenía unos binoculares colocados
delante de la cara. Lo identifiqué cuando la luna iluminó su cabello
cobrizo.
—¿Harry?
—Eh, hola, Bianca. —Todavía tardó unos segundos en apartar los
binoculares y sonreírme—. Bonita noche para una fiesta.
Me quedé mirando los prismáticos.
—¿Qué haces?
—¿Tú qué crees? Estoy espiando a los de la fiesta —me espetó casi con
la misma brusquedad que en el pasillo, hasta que me miró a la cara. Debí
de parecerle muy desolada, porque me preguntó con mayor suavidad—:
¿Estás bien?
—Sí, no pasa nada. Soy una pringada, pero estoy bien.
Lucas se echó a reír.
—Ya he visto que te ha faltado tiempo para irte. ¿Te ha molestado
alguien?
—No, la verdad es que no, pero es que estaba un poco... agobiada. Ya
sabes lo que me pasa con los extraños.
—Pues has hecho bien, no pegas con ellos.
—No me digas. —Me quedé mirando los prismáticos. Solo alguien con
una visión nocturna excelente podía utilizarlos para ver algo, aunque
supuse que la luz de la hoguera ayudaría un poco—. ¿Por qué estás
vigilando la fiesta?
—Estoy controlando que nadie se emborrache, se ponga tontorrón o le
dé por ir a pasear al bosque.
—¿Es que ahora eres el monitor de pasillo de la señora Bethany o qué?
—Ni de coña. —Harry bajó los prismáticos. Iba vestido para confundirse
con las sombras: pantalones negros y una camiseta de manga larga que
hacía resaltar sus brazos y su pecho musculosos. Era más delgado y
estaba más fibrado que Zayn, pero también era más bajo. Había algo
casi agresivamente masculino en él—. Me preguntaba qué narices hacían
esos tíos cuando no están metiéndose con los demás, pavoneándose o
haciéndole la pelota a alguien. —Me lanzó una mirada curiosa—. Parece
que te gustan.
—¡¿Qué?!
Se encogió de hombros.
—Siempre andas con esa gente.
—¡Eso es mentira! Patrice es mi compañera de habitación, por eso paso
tiempo con ella, y sus amigos vienen a visitarla cada dos por tres, no
puedo ignorarlos. Es decir, hay un par que se salvan, pero a los demás les
tengo pavor.
—No se salva ni uno, créeme.
Se me ocurrió que podría romper una lanza a favor de Zayn, pero
en esos momentos no me apetecía hablar de él. También me di cuenta de
que Harry me había hecho poner a la defensiva y de que no tenía derecho
a hacerlo.
—Un momento, ¿por eso te has mostrado tan frío conmigo? ¿Por qué te
comportas como si no nos conociéramos?
—No quería quedarme a ver cómo caías en las garras de esa gente, una
chica tan dulce como tú. Sobre todo sin poder hacer nada al respecto. —
Me sorprendió el sentimiento con que lo dijo. Todavía nos separaban unos
cuantos metros, pero nunca había tenido la sensación de estar tan cerca
de alguien—. Cuando te vi salir corriendo, comprendí que no todo estaba
perdido.
—Créeme, no formo parte de ese grupo —insistí—. Creo que me
invitaron a la fiesta solo para reírse de mí. Únicamente he ido porque,
bueno, porque digo yo que tarde o temprano tendré que conocer gente. Tú
eras el único amigo que tenía y creía que te había perdido.
Harry unió las manos alrededor de uno de los adornos en forma de
volutas del cenador y yo hice otro tanto, de modo que quedamos el uno al
lado del otro. Nos enroscábamos con las volutas, como la enredadera.
—He herido tus sentimientos, ¿verdad?
—Más o menos —admití con un hilo de voz—. Es decir... Ya sé que solo
hemos hablado una vez...
—Pero para ti fue importante. —Nuestras miradas se encontraron
apenas un instante—. También lo fue para mí, pero no me había dado
cuenta de que... Bueno, creía que solo me había pasado a mí.
¿Harry no se había dado cuenta de que a mí también me gustaba él?
Nunca en la vida conseguiría comprender a los hombres.
—Pero si me acerqué a hablar contigo el primer día de clase...
—Sí, y justo antes de eso andabas paseando y charlando con Patrice
Devereaux, que no puede ser más de aquí. Los de su clase y los de la
mía... Admitámoslo, no se mezclan. —Pareció disgustado unos segundos—.
Me dijiste que apenas hablabas con extraños, por eso pensé que debíais
de ser muy amigas.
—Es mi compañera de cuarto. Más me vale ser capaz de comunicarme
con ella si quiero ir tirando.
—Vale, me equivoqué. Lo siento.
Tuve la sensación de que no era del todo sincero conmigo, pero Harry
parecía verdaderamente arrepentido de haber sacado conclusiones
precipitadas y con eso me bastaba. Mi protector no había dejado de
preocuparse por mí, aunque yo no lo supiera, y esa certeza me hizo sentir
cálidamente reconfortada, como si me hubieran echado un abrigo sobre
los hombros para resguardarme del frío.
El silencio se instaló entre nosotros, aunque no fue incómodo. A veces
encuentras gente con la que puedes estar callada sin tener la sensación
de que necesitas rellenar el silencio con charlas insustanciales. Solo me
había sentido así de a gusto con un par de personas, en mi pueblo, y
siempre había pensado que se necesitaban años para llegar a compartir
esa complicidad. Sin embargo, ya me ocurría con Harry.
Recordé el descaro de Courtney y decidí que yo también podía ser,
como mínimo, la mitad de lanzada que ella. Aunque nunca se me había
dado bien entablar conversación, lo intenté:
—¿Te llevas bien con tu compañero de habitación?
—¿Con Louis? —Harry esbozó una ligera sonrisa—. No está mal, como
compañero de habitación al menos. Un poco inconsciente. Un payaso. Pero
es un tío legal.
La palabra «payaso» me hizo pensar que sabía a quién se refería.
—Louis es el chico que lleva camisas hawaianas, ¿verdad?
—Ese mismo.
—No hemos hablado, pero parece simpático.
—Lo es. Igual podríamos salir un día todos juntos.
El corazón me dio un vuelco.
—No estaría mal, pero... Preferiría pasar más tiempo contigo —me
lancé.
Nuestras miradas se encontraron y tuve la sensación de que habíamos
cruzado algún tipo de línea. ¿Eso era bueno o era malo?
—Podríamos... Pero... —¿Por qué vacilaba Harry?— Bianca, espero que
seamos amigos. Me gustas, pero no es buena idea que pases demasiado
tiempo conmigo. Ya has visto que no soy precisamente el chico más
popular del campus. No estoy aquí para hacer amigos.
—¿Y estás para hacer enemigos? Por cómo os peleáis Erich y tú, a veces
lo parece.
—¿Preferirías que fuera amigo de Erich?
Erich era un imbécil de marca mayor y ambos lo sabíamos.
—No, claro que no. Solo es que a veces parece que, no sé, que vayas
buscando pelea. Es decir, ¿de verdad los odias tanto? No es que a mí me
gusten, pero es que a ti... Es como si ni siquiera pudieras soportar respirar
el mismo aire.
—Confío en mi instinto.
No iba a discutírselo.
—Es mejor no tenerlos en contra si puedes evitarlo.
—Bianca, si tú y yo... Si nosotros...
Si nosotros ¿qué? Imaginé miles de respuestas a esa pregunta y me
gustaron casi todas. Nuestras miradas se entrelazaron con tanta fuerza
que parecía imposible desprenderlas. Si la pasión de Harry era arrolladora
incluso cuando no iba dirigida hacia mí, cuando yo era su objetivo —como
en esos momentos, mientras estudiaba hasta el último centímetro de mi
cara, sopesando sus palabras antes de pronunciarlas en voz alta— me
cortaba la respiración.
—No podría soportar que te hicieran la vida imposible por mi culpa —
consiguió decir al fin Harry—. Y habrían acabado haciéndolo.
¿Estaba protegiéndome? De no haber sido una soberana estupidez,
habría resultado enternecedor.
—¿Sabes? No creo que tenga ninguna credibilidad social que puedas
echar por tierra.
—No estés tan segura.
—No seas tan tozudo.
Nos quedamos unos instantes en silencio. La luz de la luna se colaba
entre las hojas de la enredadera. Harry estaba lo bastante cerca para
poder reconocer su fragancia, algo que me recordó a cedro y pino, como el
bosque que nos envolvía, como si de algún modo él formara parte de ese
oscuro lugar.
—Lo he enredado todo, ¿verdad? —Harry parecía casi tan azorado como
yo—. No estoy acostumbrado.
—¿A hablar con chicas? —pregunté, enarcando una ceja.
Con el aspecto que tenía Harry, me costaba mucho creerle. Sin
embargo, no cabía duda de su sinceridad cuando asintió con la cabeza. El
brillo travieso había desaparecido de su mirada.
—He pasado muchos años yendo de aquí para allá, viajando de un lugar
a otro. Siempre que le cogía cariño a alguien, desaparecía de mi lado de
repente. Creo que he aprendido a mantener las distancias con la gente.
—Me hiciste sentir como una imbécil por haber confiado en ti.
—No te sientas así. El problema es mío y no soportaría que también
fuera tuyo.
Siempre había creído que el hecho de haber pasado toda mi vida en un
pueblecito había contribuido a no saber cómo comportarme delante de
extraños. Sin embargo, después de oír a Harry comprendí que una
existencia ambulante podía tener el mismo efecto: el aislamiento y la
introversión que convertían la comunicación con los demás en lo más
difícil del mundo.
Tal vez su rabia se pareciera a mi timidez. Era una señal que ambos nos
sintiéramos tan solos, y quizá no tuviéramos por qué seguir estándolo
demasiado tiempo.
—¿No estás cansado de esconderte? —pregunté, en voz baja—. Yo sí.
—Yo no me escondo—repuso Harry, pero enseguida se quedó en
silencio, meditando—. Bueno, mierda.
—Podría equivocarme.
—No te equivocas. —Harry siguió mirándome, y justo cuando empecé a
pensar que no tendría que haber sido tan franca, añadió—: No debería
hacer esto.
—¿El qué?
Sentí que el corazón empezaba a latirme con fuerza. Harry sacudió la
cabeza y sonrió. La mirada picara había regresado a sus ojos.
—Cuando la cosa se complique, no digas que no te avisé.
—Tal vez la complicada sea yo.
El comentario ensanchó su sonrisa.
—Ya veo que esto va a llevarnos un rato. —Me quedé atontada cuando
me sonrió como lo hizo y deseé que el tiempo no pasara en el cenador. Sin
embargo, en ese momento Harry ladeó la cabeza—. ¿Has oído eso?
—¿El qué? —Entonces lo oí: la puerta de entrada de la escuela se abría
y se cerraba repetidamente a lo lejos y hubo pasos en el camino principal
—. ¡Van a hacer una redada en la fiesta!
—No me gustaría ser Courtney —dijo Harry—. Esto nos da la
oportunidad de volver dentro.
Atravesamos el césped a la carrera, atentos a las voces que procedían
del lugar de la fiesta, e intercambiamos una amplia sonrisa al cruzar la
puerta principal sin que nos pillaran.
—Hasta pronto —me susurró Harry cuando me soltó el brazo y se dirigió
a su pasillo.
Esa palabra siguió resonando en mis oídos de camino a mi habitación y
a mi cama: pronto.
Continuara...
No te han hecho el uniforme a medida, ¿verdad? —comentó Patrice,
alisándose la falda mientras nos preparábamos para el primer día de clase.
¿Cómo no me había dado cuenta antes? Las alumnas «legítimas» de
Medianoche habían enviado sus uniformes a un sastre para que les
metiera a las camisas por aquí o a las faldas por allá y conseguir que
quedaran elegantes y favorecedores en vez de ramplones y asexuales.
Como el mío.
—No, no se me ocurrió.
—Pues nunca lo olvides —dijo Patrice—. La ropa a medida es un mundo
a parte. Ninguna mujer debería descuidar su aspecto.
Ya me había dado cuenta de lo mucho que le gustaba dar consejos y
demostrar lo sofisticada e inteligente que era, algo que me habría
fastidiado bastante de no ser porque tenía toda la razón del mundo. Lancé
un suspiro y seguí con lo mío: intentar que el cabello no me quedara
abultado detrás de la cinta. Tarde o temprano vería a Harry y quería tener
el mejor aspecto posible, o al menos el mejor posible con aquella piltrafa
de uniforme.
Después de hacer una larga cola en el gran vestíbulo, recogimos el
listado de las asignaturas que nos habían asignado. Nos iban entregando
una hoja de papel de uno en uno, tal como se había hecho durante cientos
de años. Los alumnos que iban acercándose armaban bastante menos
escándalo que los de mi antigua escuela en su misma situación. Parecía
que todo el mundo conocía el funcionamiento.
Aunque tal vez lo del silencio solo fueran imaginaciones mías. Era como
si mi ansiedad engullera el sonido y lo enmudeciera todo, hasta tal punto
que empecé a preguntarme si alguien me oiría en el caso de ponerme a
gritar.
Patrice no se separó de mí la primera hora, pero solo porque íbamos
juntas a la primera clase, la asignatura de Historia estadounidense que
impartía mi madre, el único pariente que tendría por profesor. En vez de la
clase de Biología de mi padre, un tal profesor Iwerebon sería el encargado
de darme Química. Me sentía incómoda caminando junto a Patrice sin
saber qué decir, aunque tampoco tenía nada mejor que hacer... hasta que
vi a Harry. La luz que se colaba a través del cristal escarchado de los
pasillos bañaba de bronce su cabello castaño dorado. Al principio creí que
nos había visto, pero siguió caminando sin perder paso.
Esbocé una sonrisa.
—Nos vemos luego, ¿vale? —le dije a Patrice, alejándome de ella.
Patrice se encogió de hombros mientras buscaba otras amigas con
quienes pasear—. Harry —lo llamé.
Ni siquiera pareció oírme. No quería ponerme a gritar, así que apreté el
paso para darle alcance. Iba en dirección contraria a la mía —por lo visto
no estaría en la clase de mi madre—, pero estaba dispuesta a correr el
riesgo de llegar tarde.
—¡Harry! —insistí, esta vez más alto.
Se volvió lo justo para ver quién lo llamaba y luego miró a su alrededor,
como si le preocupara que alguien nos oyera.
—Eh, ¿qué tal?
¿Dónde estaba mi protector del bosque? El chico que tenía delante no
se comportaba como si se preocupara por mí, sino como si no me
conociera. Aunque en realidad no me conocía, ¿verdad? Habíamos hablado
una sola vez y en el bosque, cuando había intentado salvarme la vida y yo
se lo había agradecido haciéndole callar. Solo porque yo creyera que eso
era el inicio de algo no significaba que lo fuera.
De hecho, daba la impresión de que no me conocía de absolutamente
nada. Harry volvió la cabeza un segundo, me saludó fugazmente con la
mano y un gesto de cabeza, como cuando alguien saluda a un conocido
cualquiera, y siguió caminando hasta que desapareció entre la multitud.
Ahí estaba, me acababan de dar calabazas. Me pregunté cómo era
posible que entendiera a los chicos aún menos de lo que creía.
El lavabo de las chicas de esa planta estaba cerca, así que me colé en
uno de los compartimentos y me rehice como pude en vez de echarme a
llorar. ¿Qué había hecho mal? A pesar de lo extraño que había sido nuestro
primer encuentro, Harry y yo habíamos acabado manteniendo una
conversación tan íntima como las que tenía con mis mejores amigas. Tal
vez no supiera mucho de chicos, pero estaba convencida de que habíamos
conectado. Me había equivocado. Volvía a estar sola en Medianoche y me
sentía mucho peor que antes.
Cuando por fin me hube calmado, salí corriendo hacia la clase de mi
madre, a la que por poco llego tarde. Ella me fulminó con la mirada y yo
me encogí de hombros y me apoltroné en uno de los pupitres de la última
fila. Entonces pasó de inmediato del modo madre al modo profesora.
—Veamos, ¿quién sabría decirme algo sobre la guerra de la
Independencia? —Juntó las manos y miró expectante a sus alumnos. Me
arrellané en el asiento, aunque sabía que no me preguntaría en la primera
clase. Únicamente quería que supiera cómo me sentía al respecto. Un
chico que se sentaba a mi lado levantó la mano para alivio de todos los
demás. Mi madre sonrió levemente—. ¿Y usted es el señor...?
—Malik. Zayn Malik.
Lo primero que debería saberse de él es que tenía el aspecto de alguien
que podía llevar el nombre de «Zayn» sin que nadie se burlara. Le
quedaba bien. Parecía muy tranquilo por lo que mi madre pudiera
preguntarle, pero sin la insolencia de la mayoría de los chicos de la clase;
solo parecía seguro de sí mismo.
—Bien, señor Malik, si tuviera que resumir las causas de la guerra de la
Independencia, ¿qué diría?
—Que las cargas impositivas establecidas por el Parlamento británico
fueron la gota que colmó el vaso. —Hablaba con facilidad, sin prisas.
Zayn era grande y fornido, tanto que apenas cabía en el viejo pupitre
de madera. Su postura convertía la incomodidad en elegancia, como si
prefiriera mil veces estar repantingado que sentarse derecho—. Aunque a
la gente también le preocupaba la libertad política y de religión, por
descontado.
Mi madre enarcó una ceja.
—De modo que, Dios y la política son poderosos pero, como siempre, el
dinero es el motor del mundo. —Se oyeron tímidas risitas por toda la clase
—. Hace cincuenta años, ningún profesor de instituto estadounidense
habría mencionado los impuestos. Hace un siglo, la conversación habría
girado en torno a la religión. Hace ciento cincuenta años, la respuesta
habría dependido del lugar de residencia. En el norte, os habrían hablado
de la libertad política. En el sur, os habrían enseñado sobre la libertad
económica, la cual, claro está, era impensable sin la esclavitud. —A Patrice
se le escapó un bufido desdeñoso—. Y por descontado, en Gran Bretaña
habría quien hubiera descrito a Estados Unidos como un estrambótico
experimento intelectual condenado al fracaso.
Risas de nuevo: comprendí que mi madre se había ganado a toda la
clase. Incluso Zayn esbozó una sonrisa, tan encantadora que casi
consiguió hacerme olvidar a Harry.
De acuerdo, no. Pero esa sonrisa zalamera le hacía ganar muchos
puntos.
—Y eso, más que cualquier otra cosa, es lo que quisiera que
aprendierais sobre la historia. —Mi madre se remangó la chaqueta de
punto y escribió en la pizarra: «Interpretaciones evolutivas»—. La idea que
la gente tiene del pasado cambia tanto como lo hace el presente. La
imagen en el retrovisor cambia a cada instante. Para comprender la
historia, no es suficiente con conocer los nombres, las fechas y los lugares.
Estoy convencida de que muchos de vosotros ya os los sabéis. Sin
embargo, debéis aprender a distinguir las distintas interpretaciones que se
le han dado a los acontecimientos históricos a lo largo de los siglos. Ese es
el único modo de tener una perspectiva que resista el paso del tiempo, y
es en eso en lo que este año centraremos gran parte de nuestros
esfuerzos.
La gente se inclinó hacia delante, abrió sus libros y miró a mi madre
completamente fascinada. En ese momento, comprendí que más me valía
ponerme a tomar apuntes, como todos los demás. Puede que me quisiera
más que a nadie, pero no dudaría en catearme la primera si tenía que
hacerlo.
La hora pasó volando. Los alumnos no dejaban de hacerle preguntas
para ponerla a prueba y las respuestas les convencieron. Mientras
tomaban apuntes, sus plumas se movían a una velocidad que nunca
hubiera creído posible y, en más de una ocasión, sentí que me entraba
rampa en los dedos. Hasta ese momento no había caído en lo
competitivos que iban a ser mis compañeros. No, no es del todo cierto, era
evidente que eran competitivos en cuanto a la ropa, las posesiones y las
pretensiones amorosas. Esa voracidad pendía en el aire que los envolvía.
En lo que no había caído era que también iban a serlo en clase. Daba igual
de lo que se tratara, en Medianoche todo el mundo quería ser el mejor en
todo.
En fin, un poco de presión de nada...
—Tu madre es fantástica —me dijo Patrice, emocionada, en el pasillo,
después de clase—. Tiene una visión global, ¿sabes a qué me refiero? Que
no es nada estrecha de miras. La verdad, hay muy poca gente así.
—Sí, bueno... Espero parecerme a ella. Algún día.
En ese momento Courtney dobló la esquina. Llevaba el cabello rubio
recogido en una coleta muy tirante que le hacía arquear las cejas con un
aire aún más desdeñoso. Patrice se puso tensa. Por lo visto, aceptarme a
su lado no implicaba tener que defenderme delante de Courtney, así que
me preparé para recibir su arrogante comentario de turno. Sin embargo,
podría decirse que me sonrió, aunque era evidente que Courtney pensaba
que estaba siendo mucho más atenta conmigo de lo que me merecía.
—Este finde, fiesta —dijo—. El sábado. Junto al lago. Dejaremos pasar
una hora después del toque de queda.
—Perfecto.
Patrice encogió un solo hombro, como si le importara tres pimientos que
la invitaran a la que probablemente sería la mejor fiesta de Medianoche de
ese semestre, al menos hasta el Baile de otoño. ¿O los bailes formales no
molaban? Mis padres me lo habían pintado como el mayor acontecimiento
del año, aunque ya había quedado claro que sus opiniones acerca de
Medianoche y las mías distaban bastante.
La duda que me asaltó sobre los bailes me había impedido responder a
Courtney, quien no me quitaba ojo, claramente molesta por no haberme
deshecho en agradecimientos.
—¿Y bien?
Si hubiera sido un poco más atrevida, le habría dicho que era una
pedante y una pelmaza y que tenía mejores cosas que hacer que ir a su
fiesta.
—Esto... Sí, genial, será genial —fue lo único que conseguí decir, en
cambio.
Patrice me dio un ligero codazo mientras Courtney se alejaba por el
pasillo muy digna, al compás del balanceo de su coleta rubia.
—¿Lo ves? Te lo dije. La gente te aceptará porque eres... Bueno, porque
eres su hija.
¿Qué tipo de desgracia humana había que ser para ascender en el
ranking de popularidad del instituto gracias a tus padres? Sin embargo,
tampoco podía permitirme despreciar la aceptación que me ganara,
viniera de donde viniera.
—Por cierto, ¿de qué tipo de fiesta se trata? Es decir, ¿se va a hacer en
los alrededores? ¿Y de noche?
—Tú ya has ido a alguna fiesta antes, ¿verdad?
A veces Patrice no se diferenciaba tanto de Courtney.
—Claro —contesté, pensando en las fiestas de cumpleaños de cuando
era pequeña, aunque Patrice no tenía por qué saberlo—. Solo me
preguntaba si... Iba a haber bebida.
Patrice se echó a reír como si hubiera dicho algo gracioso.
—Por favor, Bianca, madura.
Echó a andar hacia la biblioteca y me dio la impresión de que no quería
que la siguiera, así que me volví sola a nuestro dormitorio.
No sabía cómo, pero todos pensaban que mis padres molaban. ¿Es que
eso se saltaba una generación?
Mis padres me habían dicho que pronto me acostumbraría a la rutina y
que, cuando lo hiciera, Medianoche empezaría a gustarme. Bueno,
después de la primera semana, comprendí que estaban en lo cierto al
cincuenta por ciento.
Las clases estaban bien, al menos la mayoría. A mi madre se le escapó
en cierto momento que yo era su hija y enseguida añadió: «Ni Bianca ni yo
volveremos a mencionar este hecho nunca más. Y vosotros tampoco
deberíais hacerlo». Todo el mundo se echó a reír. Los tenía comiendo de la
palma de la mano. ¿Cómo lo hacía? Y lo más importante: ¿por qué no me
había enseñado a hacerlo a mí también?
Me costó acostumbrarme a otros profesores y echaba de menos la
informalidad y la cercanía de mi antiguo colegio. Aquí los maestros me
intimidaban y era impensable que alguien no pudiera cumplir sus altas
expectativas. Toda una vida pasada en la biblioteca, donde ocultarme del
mundo, me había preparado para trabajar duro y además le dediqué más
tiempo a mis estudios que nunca antes. La única clase que me
preocupaba era la de Lengua inglesa, porque era la que impartía la señora
Bethany. Había algo en ella, en el modo en que se mantenía erguida o en
que ladeaba la cabeza antes de que alguien contestara una pregunta en
clase que, en fin, que me intimidaba.
Sin embargo, los profesores no serían un problema, estaba segura. En
cambio, mi vida social era otra historia.
Courtney y otros alumnos de Medianoche habían decidido que yo no
merecía su desprecio; mis muy apreciados padres me habían ganado el
bendito derecho a ser ignorada, pero a nada más. Sin embargo, las
«nuevas admisiones» me miraban con recelo. Por lo visto, compartir
dormitorio con Patrice era razón suficiente para asumir que jamás me
pondría en su contra o en contra de sus amigos. Los grupos se habían
formado de un día para otro y yo me vi atrapada justo en medio.
La única «marginada» a la que conseguí aproximarme fue a Raquel
Vargas, la chica del pelo corto. Nos habíamos pasado una mañana
protestando por la cantidad de deberes de trigonometría que teníamos y
aquello había sido casi el único contacto social que habíamos tenido. Tenia
la impresión de que a Raquel le costaba hacer amigos. Parecía una chica
solitaria, recluida en sí misma. En realidad no se diferenciaba mucho de
mí, aunque parecía más desamparada.
Y los demás alumnos se aseguraban de que así fuera.
—El mismo jersey negro, los mismos pantalones negros —comentó
Courtney con sonsonete un día que pasaba junto a Raquel— y la misma
pulsera negra. Me apuesto lo que quieras a que mañana volveremos a
verlos.
—No todo el mundo puede permitirse el uniforme en todas sus
variantes, ¿sabes? —se defendió Raquel.
—No, eso es evidente —intervino Erich, un chico moreno, de cara afilada
y ovalada, que solía seguir a Courtney a todas partes—. Solo la gente que
realmente es de aquí.
Courtney y todos sus amigos se echaron a reír. Raquel se puso roja
como un tomate, pero se limitó a dar media vuelta y a irse con paso
airado, al tiempo que las risas se convertían en carcajadas. Nuestras
miradas se encontraron al pasar por mi lado. Intenté expresarle sin
palabras que me sentía mal por ella, pero creo que eso solo hizo que se
sintiera peor. Por lo visto, odiaba que la compadecieran.
Estaba segura de que si hubiera conocido a Raquel en cualquier otro
sitio, habríamos descubierto que teníamos mucho en común. Sin embargo,
con lo mal que me sentía por ella, dudaba que fuera a hacerme ningún
bien estar con alguien más deprimido que yo.
Aunque también estaba convencida de que yo no estaría ni la mitad de
hundida de lo que estaba si hubiera conseguido comprender qué había
sucedido entre Harry y yo.
Íbamos juntos a la clase de Química del profesor Iwerebon, pero nos
sentábamos uno en cada punta del aula. Cuando no estaba concentrada
intentando descifrar el cerrado acento nigeriano del profesor, me dedicaba
a lanzarle miraditas disimuladas. Nuestros ojos jamás se encontraban ni
antes ni después de clase, y él nunca se dirigía a mí. Lo más extraño de
todo era que Harry no tenía ningún problema en hablar con nadie. Y no se
cortaba un pelo a la hora de pararle los pies en cualquier momento a
quien se pusiera gallito, pedante o grosero, es decir, prácticamente todos
los que encajaban en el prototipo Medianoche.
Por ejemplo, un día en los prados, dos chicos empezaron a reírse de una
chica que evidentemente no pertenecía al prototipo Medianoche, a quien
se le había caído la bolsa con la que casi había tropezado. Harry se acercó
a ellos con paso decidido.
—Qué irónico —dijo.
—¿El qué? —preguntó Erich, uno de los chicos que estaba riéndose—.
¿Que ahora también dejen entrar a pardillos en esta escuela?
La chica a la que se le había caído la bolsa se sonrojó.
—Aunque fuera cierto, eso no sería una ironía —señaló Harry—. Ironía
es el contraste entre lo que se dice y lo que ocurre.
Erich hizo una mueca.
—Pero ¿qué dices?
—Os habéis reído de ella por haber tropezado justo antes de que
vosotros os dierais de morros.
No tengo ni idea de cómo le puso la zancadilla, pero sé que lo hizo antes
de ver a Erich despatarrado en el suelo. Hubo gente que se echó a reír,
pero la mayoría de los amigos de Courtney fulminaron a Harry con la
mirada, como si salir en defensa de aquella chica no hubiera estado bien.
—¿Ves? Eso es una ironía —dijo Harry, y siguió su camino.
Si hubiera tenido la oportunidad, le habría dicho que pensaba que había
hecho lo correcto y no me habría importado que Erich, Courtney y los
demás estuvieran mirando. Sin embargo, no tuve ocasión de hacerlo:
Harry pasó por mi lado como si me hubiera vuelto invisible.
Erich odiaba a Harry. Courtney odiaba a Harry. Patrice odiaba a Harry.
Por lo que yo sabía, prácticamente todo el mundo en la Academia
Medianoche odiaba a Harry salvo el surfero graciosito en que me había
fijado el primer día... y yo. De acuerdo, Harry era un poco macarra, pero
también era valiente y honesto, cualidades que a más de uno le faltaban
en aquella escuela.
Sin embargo, por lo visto tendría que admirar a Harry de lejos. Por el
momento, seguía sola.
—¿Todavía no estás lista? —Patrice se encaramó al alféizar de la
ventana. Su esbelto cuerpo se recortaba contra la noche, grácil incluso a
punto de saltar hasta la rama más cercana del árbol—. Los monitores
pasarán enseguida.
Los monitores de pasillo vigilaban la academia todas las noches, aunque
mis padres eran los únicos profesores a los que todavía no había visto
merodeando por los corredores, agazapados para abalanzarse sobre quien
pretendiera saltarse las normas. Aquella razón era suficiente para salir
cuanto antes, pero seguí intentando arreglarme delante del espejo.
«Arreglarse» era la palabra clave. Con unos pantalones de sport
ajustados y un jersey rosa claro que hacía resaltar su piel resplandeciente,
Patrice tenía una elegancia natural. En cambio yo... Ya tenía bastante con
intentar que unos téjanos y una camiseta negra me quedaran pasables.
Sin demasiado éxito, debería añadir.
—Bianca, vamos. —A Patrice se le había acabado la paciencia—. Yo me
voy ya. ¿Vienes o no?
—Voy, voy.
De todas formas, ¿qué más daba la pinta que tuviera? Solo iba a ir a la
fiesta porque no había tenido agallas para negarme.
Patrice saltó hasta la rama del árbol y luego se dejó caer al suelo con un
aterrizaje tan controlado como la salida de una gimnasta de las barras
paralelas. La seguí como pude y acabé raspándome las manos con la
corteza. El miedo a que nos descubrieran aguzó mi oído y presté atención
a todos los sonidos que nos envolvían: risas en un dormitorio, el susurro
de las primeras hojas del otoño en el suelo, el ulular de otra lechuza
saliendo de caza...
El frío aire nocturno me hizo estremecer al cruzar los prados a la carrera
en dirección al bosque. Patrice sabía abrirse camino entre la maleza sin
hacer ruido, una habilidad que le envidié. Tal vez algún día llegaría a tener
esa coordinación, pero me costaba imaginarlo.
Por fin vimos la hoguera. Habían encendido un fuego a la orilla del lago,
lo bastante pequeño para no llamar la atención, pero suficientemente
grande para emitir una luz fantasmagórica y vacilante y poder calentarnos
a su alrededor. Los alumnos se juntaban en grupos desperdigados,
inclinándose para hablar entre susurros o cuando se echaban a reír. Me
pregunté si serían las mismas risas que había oído la noche del picnic.
A primera vista, no se diferenciaban de cualquier otro grupo de
adolescentes que hubiera salido a divertirse, pero algo vibraba en el aire
que agudizaba mis sentidos, algo que añadía tensión a sus movimientos y
crueldad a la mayoría de las sonrisas. En ese momento, recordé lo que
había pensado al conocer a Harry en el bosque durante nuestro primer y
aterrador encuentro: al mirar a ciertas personas, a veces se percibe algo
salvaje bajo la superficie. Pues eso mismo era lo que sentía allí.
Alguien había puesto música en su radio, hipnotizante y suave. No
conocía al cantante y no cantaban en inglés. Patrice no tardó en
desaparecer entre su círculo de amistades, así que me quedé allí plantada
y sola, sin saber qué hacer con las manos.
«¿Me las meto en los bolsillos? No, así tendré pinta de imbécil. ¿Pongo
los brazos en jarras? Venga ya, ¿cómo si estuviera enfadada o algo así?
No. Vale, incluso pensar en esto es patético.»
—Eh, hola —me saludó Zayn.
Se me había acercado por la espalda, por eso no lo había visto venir.
Llevaba una chaqueta negra de ante y una botella en la mano. La hoguera
le bañaba el rostro con una luz cálida. Tenía el cabello rizado, una
mandíbula cuadrada y cejas gruesas. Parecía un tipo duro, un matón,
alguien más familiarizado con los puños que con las palabras. Sin
embargo, su mirada lo hacía accesible e incluso atractivo, porque en sus
ojos se adivinaba la inteligencia y también el ingenio. Además, su sonrisa
carecía de crueldad.
—¿Quieres una cerveza? Todavía quedan.
—No, así está bien. —A pesar de lo oscuro que estaba, seguro que se
dio cuenta de que me sonrojaba—. No tengo la edad.
¿Que no tenía la edad? Como si allí fuera a importarle a alguien. Debería
haberme colgado al cuello un cartel que dijera «rarita», para ahorrarles
trabajo.
Zayn sonrió, pero no parecía estar riéndose de mí.
—Antes, los niños solían beber vino con sus padres durante las comidas.
Y los médicos recomendaban a las mujeres cuyos hijos no mamaban lo
suficiente que les dieran un poco de cerveza como alimentación
suplementaria.
—Eso era antes.
—Tienes razón. —No insistió y me di cuenta de que no estaba nada
borracho. Empecé a relajarme. A pesar de su corpulencia y su más que
evidente fortaleza física, Zayn tenía un don para conseguir que la
gente se sintiera cómoda—. Desde el primer día que tengo ganas de
hablar contigo.
—¿De verdad? —dije, confiando en que no se me escapara un chillido.
—Te lo advierto, voy detrás de algo. —Zayn debió de ver la cara que
puse porque se echó a reír, una risotada grave y estentórea—. Tu madre
dijo que ya te había dado clases antes, por eso quería que me dieras unos
cuantos consejos, para saber de qué pie cojea. Tengo que averiguar los
secretos de mi profesora.
Decidí que a mi madre no le importaría que se los contara.
—Pues no estaría mal que prestaras atención cuando se balancea sobre
los pies.
—¿Cuando se balancea?
—Sí, eso suele significar que está emocionada, que hay algo que le
interesa mucho. Y si a ella le interesa, cree que también debería
interesarte a ti.
—Lo que significa que saldrá en el examen.
—Exacto.
Volvió a reír. Tenía un hoyuelo en la barbilla que le daba un aire travieso.
Fijarme en lo guapo que estaba Zayn casi me hizo sentir que
traicionaba a Harry, pero es que saltaba a la vista. Después del modo en
que Harry me había ignorado durante toda la semana, no estaba segura
de seguir debiéndole lealtad. Además, no estaba nada mal que un chico
guapísimo se interesara por una.
Zayn se acercó un poco más.
—Veo que no voy a arrepentirme de habernos conocido.
Le devolví la sonrisa y durante tres segundos, ni uno más ni uno menos,
tuve la sensación de que la fiesta iba a estar bien... Hasta que Courtney
hizo acto de presencia. Llevaba una falda negra muy, muy corta y una
camisa blanca abierta casi hasta el ombligo. No tenía muchas curvas, pero
lo compensaba pasando del sostén, algo bastante obvio en esos
momentos.
—Zayn, me alegro de que tengamos la oportunidad de ponernos al
día.
—Ya estamos al día.
Zayn parecía aún menos entusiasmado que yo de verla; sin
embargo, Courtney no pareció darse cuenta o al menos eso fingió.
—Parece que hayan pasado siglos desde que salíamos juntos. Bueno, ha
pasado demasiado tiempo. La última vez que nos vimos fue en Londres,
¿no?
—San Petersburgo —la corrigió.
Zayn dijo el nombre de la ciudad como quien no quiere la cosa. Por
lo visto era lo bastante audaz y experimentado para cruzar el océano sin
pensárselo dos veces.
Courtney deslizó las manos con suavidad sobre la chaqueta de
Zayn, perfilando su poderoso físico con el movimiento de los dedos.
La envidié. No por su aspecto de estrella, ni por sus viajes continentales,
sino por su descaro. Si en el bosque hubiera sido la mitad de lanzada con
Harry, si lo hubiera tocado o utilizado el comentario sobre la «niña buena»
para tontear con él, tal vez no se comportaría como si fuéramos dos
extraños. La voz de Courtney se abrió paso entre mis fantasías.
—No estás haciendo nada, ¿no, Zayn?
—Estoy hablando con Bianca.
Courtney se volvió para mirarme. El largo cabello rubio, que suelto le
llegaba a la cintura, se onduló al ladear la cabeza.
—¿Tienes algo interesante que compartir, Bianca?
—Yo... —¿Qué se suponía que debía decir? Aunque cualquier cosa habría
sido mejor que lo que dije—: Pues no.
—Entonces no te importará que me lo lleve un rato, ¿verdad?
Empezó a tirar de él sin esperar una respuesta. Zayn me miró con
intención y comprendí que si yo decía algo, aunque fuera una sola
palabra, él se detendría. Sin embargo, me quedé allí plantada como un
pasmarote viendo cómo se iban.
Un par de personas ahogaron una risita. Miré a un lado y vi a Erich, y a
pesar de las sombras vacilantes que proyectaba la luz de la hoguera,
pondría la mano en el fuego que estaba señalándome.
Me aparté de allí con la intención de desaparecer del mapa hasta
encontrar a Patrice o a alguien que pudiera considerar mínimamente
cordial. Sin embargo, cada paso que me alejaba de los demás me hacía
sentir mejor y, antes de darme cuenta, ya me había ido de la fiesta.
Si no me hubiera escabullido después del toque de queda, habría
corrido hasta la puerta y habría subido al dormitorio, pero me detuve a
tiempo al recordar que en esos momentos estaba fuera de la ley. Así que
me dirigí al cenador, al oeste de los terrenos del internado, para
tranquilizarme y planear la entrada.
Estaba subiendo los escalones cuando vi a alguien, aunque al principio
no reconocí quién era. Fuera quien fuese, tenía unos binoculares colocados
delante de la cara. Lo identifiqué cuando la luna iluminó su cabello
cobrizo.
—¿Harry?
—Eh, hola, Bianca. —Todavía tardó unos segundos en apartar los
binoculares y sonreírme—. Bonita noche para una fiesta.
Me quedé mirando los prismáticos.
—¿Qué haces?
—¿Tú qué crees? Estoy espiando a los de la fiesta —me espetó casi con
la misma brusquedad que en el pasillo, hasta que me miró a la cara. Debí
de parecerle muy desolada, porque me preguntó con mayor suavidad—:
¿Estás bien?
—Sí, no pasa nada. Soy una pringada, pero estoy bien.
Lucas se echó a reír.
—Ya he visto que te ha faltado tiempo para irte. ¿Te ha molestado
alguien?
—No, la verdad es que no, pero es que estaba un poco... agobiada. Ya
sabes lo que me pasa con los extraños.
—Pues has hecho bien, no pegas con ellos.
—No me digas. —Me quedé mirando los prismáticos. Solo alguien con
una visión nocturna excelente podía utilizarlos para ver algo, aunque
supuse que la luz de la hoguera ayudaría un poco—. ¿Por qué estás
vigilando la fiesta?
—Estoy controlando que nadie se emborrache, se ponga tontorrón o le
dé por ir a pasear al bosque.
—¿Es que ahora eres el monitor de pasillo de la señora Bethany o qué?
—Ni de coña. —Harry bajó los prismáticos. Iba vestido para confundirse
con las sombras: pantalones negros y una camiseta de manga larga que
hacía resaltar sus brazos y su pecho musculosos. Era más delgado y
estaba más fibrado que Zayn, pero también era más bajo. Había algo
casi agresivamente masculino en él—. Me preguntaba qué narices hacían
esos tíos cuando no están metiéndose con los demás, pavoneándose o
haciéndole la pelota a alguien. —Me lanzó una mirada curiosa—. Parece
que te gustan.
—¡¿Qué?!
Se encogió de hombros.
—Siempre andas con esa gente.
—¡Eso es mentira! Patrice es mi compañera de habitación, por eso paso
tiempo con ella, y sus amigos vienen a visitarla cada dos por tres, no
puedo ignorarlos. Es decir, hay un par que se salvan, pero a los demás les
tengo pavor.
—No se salva ni uno, créeme.
Se me ocurrió que podría romper una lanza a favor de Zayn, pero
en esos momentos no me apetecía hablar de él. También me di cuenta de
que Harry me había hecho poner a la defensiva y de que no tenía derecho
a hacerlo.
—Un momento, ¿por eso te has mostrado tan frío conmigo? ¿Por qué te
comportas como si no nos conociéramos?
—No quería quedarme a ver cómo caías en las garras de esa gente, una
chica tan dulce como tú. Sobre todo sin poder hacer nada al respecto. —
Me sorprendió el sentimiento con que lo dijo. Todavía nos separaban unos
cuantos metros, pero nunca había tenido la sensación de estar tan cerca
de alguien—. Cuando te vi salir corriendo, comprendí que no todo estaba
perdido.
—Créeme, no formo parte de ese grupo —insistí—. Creo que me
invitaron a la fiesta solo para reírse de mí. Únicamente he ido porque,
bueno, porque digo yo que tarde o temprano tendré que conocer gente. Tú
eras el único amigo que tenía y creía que te había perdido.
Harry unió las manos alrededor de uno de los adornos en forma de
volutas del cenador y yo hice otro tanto, de modo que quedamos el uno al
lado del otro. Nos enroscábamos con las volutas, como la enredadera.
—He herido tus sentimientos, ¿verdad?
—Más o menos —admití con un hilo de voz—. Es decir... Ya sé que solo
hemos hablado una vez...
—Pero para ti fue importante. —Nuestras miradas se encontraron
apenas un instante—. También lo fue para mí, pero no me había dado
cuenta de que... Bueno, creía que solo me había pasado a mí.
¿Harry no se había dado cuenta de que a mí también me gustaba él?
Nunca en la vida conseguiría comprender a los hombres.
—Pero si me acerqué a hablar contigo el primer día de clase...
—Sí, y justo antes de eso andabas paseando y charlando con Patrice
Devereaux, que no puede ser más de aquí. Los de su clase y los de la
mía... Admitámoslo, no se mezclan. —Pareció disgustado unos segundos—.
Me dijiste que apenas hablabas con extraños, por eso pensé que debíais
de ser muy amigas.
—Es mi compañera de cuarto. Más me vale ser capaz de comunicarme
con ella si quiero ir tirando.
—Vale, me equivoqué. Lo siento.
Tuve la sensación de que no era del todo sincero conmigo, pero Harry
parecía verdaderamente arrepentido de haber sacado conclusiones
precipitadas y con eso me bastaba. Mi protector no había dejado de
preocuparse por mí, aunque yo no lo supiera, y esa certeza me hizo sentir
cálidamente reconfortada, como si me hubieran echado un abrigo sobre
los hombros para resguardarme del frío.
El silencio se instaló entre nosotros, aunque no fue incómodo. A veces
encuentras gente con la que puedes estar callada sin tener la sensación
de que necesitas rellenar el silencio con charlas insustanciales. Solo me
había sentido así de a gusto con un par de personas, en mi pueblo, y
siempre había pensado que se necesitaban años para llegar a compartir
esa complicidad. Sin embargo, ya me ocurría con Harry.
Recordé el descaro de Courtney y decidí que yo también podía ser,
como mínimo, la mitad de lanzada que ella. Aunque nunca se me había
dado bien entablar conversación, lo intenté:
—¿Te llevas bien con tu compañero de habitación?
—¿Con Louis? —Harry esbozó una ligera sonrisa—. No está mal, como
compañero de habitación al menos. Un poco inconsciente. Un payaso. Pero
es un tío legal.
La palabra «payaso» me hizo pensar que sabía a quién se refería.
—Louis es el chico que lleva camisas hawaianas, ¿verdad?
—Ese mismo.
—No hemos hablado, pero parece simpático.
—Lo es. Igual podríamos salir un día todos juntos.
El corazón me dio un vuelco.
—No estaría mal, pero... Preferiría pasar más tiempo contigo —me
lancé.
Nuestras miradas se encontraron y tuve la sensación de que habíamos
cruzado algún tipo de línea. ¿Eso era bueno o era malo?
—Podríamos... Pero... —¿Por qué vacilaba Harry?— Bianca, espero que
seamos amigos. Me gustas, pero no es buena idea que pases demasiado
tiempo conmigo. Ya has visto que no soy precisamente el chico más
popular del campus. No estoy aquí para hacer amigos.
—¿Y estás para hacer enemigos? Por cómo os peleáis Erich y tú, a veces
lo parece.
—¿Preferirías que fuera amigo de Erich?
Erich era un imbécil de marca mayor y ambos lo sabíamos.
—No, claro que no. Solo es que a veces parece que, no sé, que vayas
buscando pelea. Es decir, ¿de verdad los odias tanto? No es que a mí me
gusten, pero es que a ti... Es como si ni siquiera pudieras soportar respirar
el mismo aire.
—Confío en mi instinto.
No iba a discutírselo.
—Es mejor no tenerlos en contra si puedes evitarlo.
—Bianca, si tú y yo... Si nosotros...
Si nosotros ¿qué? Imaginé miles de respuestas a esa pregunta y me
gustaron casi todas. Nuestras miradas se entrelazaron con tanta fuerza
que parecía imposible desprenderlas. Si la pasión de Harry era arrolladora
incluso cuando no iba dirigida hacia mí, cuando yo era su objetivo —como
en esos momentos, mientras estudiaba hasta el último centímetro de mi
cara, sopesando sus palabras antes de pronunciarlas en voz alta— me
cortaba la respiración.
—No podría soportar que te hicieran la vida imposible por mi culpa —
consiguió decir al fin Harry—. Y habrían acabado haciéndolo.
¿Estaba protegiéndome? De no haber sido una soberana estupidez,
habría resultado enternecedor.
—¿Sabes? No creo que tenga ninguna credibilidad social que puedas
echar por tierra.
—No estés tan segura.
—No seas tan tozudo.
Nos quedamos unos instantes en silencio. La luz de la luna se colaba
entre las hojas de la enredadera. Harry estaba lo bastante cerca para
poder reconocer su fragancia, algo que me recordó a cedro y pino, como el
bosque que nos envolvía, como si de algún modo él formara parte de ese
oscuro lugar.
—Lo he enredado todo, ¿verdad? —Harry parecía casi tan azorado como
yo—. No estoy acostumbrado.
—¿A hablar con chicas? —pregunté, enarcando una ceja.
Con el aspecto que tenía Harry, me costaba mucho creerle. Sin
embargo, no cabía duda de su sinceridad cuando asintió con la cabeza. El
brillo travieso había desaparecido de su mirada.
—He pasado muchos años yendo de aquí para allá, viajando de un lugar
a otro. Siempre que le cogía cariño a alguien, desaparecía de mi lado de
repente. Creo que he aprendido a mantener las distancias con la gente.
—Me hiciste sentir como una imbécil por haber confiado en ti.
—No te sientas así. El problema es mío y no soportaría que también
fuera tuyo.
Siempre había creído que el hecho de haber pasado toda mi vida en un
pueblecito había contribuido a no saber cómo comportarme delante de
extraños. Sin embargo, después de oír a Harry comprendí que una
existencia ambulante podía tener el mismo efecto: el aislamiento y la
introversión que convertían la comunicación con los demás en lo más
difícil del mundo.
Tal vez su rabia se pareciera a mi timidez. Era una señal que ambos nos
sintiéramos tan solos, y quizá no tuviéramos por qué seguir estándolo
demasiado tiempo.
—¿No estás cansado de esconderte? —pregunté, en voz baja—. Yo sí.
—Yo no me escondo—repuso Harry, pero enseguida se quedó en
silencio, meditando—. Bueno, mierda.
—Podría equivocarme.
—No te equivocas. —Harry siguió mirándome, y justo cuando empecé a
pensar que no tendría que haber sido tan franca, añadió—: No debería
hacer esto.
—¿El qué?
Sentí que el corazón empezaba a latirme con fuerza. Harry sacudió la
cabeza y sonrió. La mirada picara había regresado a sus ojos.
—Cuando la cosa se complique, no digas que no te avisé.
—Tal vez la complicada sea yo.
El comentario ensanchó su sonrisa.
—Ya veo que esto va a llevarnos un rato. —Me quedé atontada cuando
me sonrió como lo hizo y deseé que el tiempo no pasara en el cenador. Sin
embargo, en ese momento Harry ladeó la cabeza—. ¿Has oído eso?
—¿El qué? —Entonces lo oí: la puerta de entrada de la escuela se abría
y se cerraba repetidamente a lo lejos y hubo pasos en el camino principal
—. ¡Van a hacer una redada en la fiesta!
—No me gustaría ser Courtney —dijo Harry—. Esto nos da la
oportunidad de volver dentro.
Atravesamos el césped a la carrera, atentos a las voces que procedían
del lugar de la fiesta, e intercambiamos una amplia sonrisa al cruzar la
puerta principal sin que nos pillaran.
—Hasta pronto —me susurró Harry cuando me soltó el brazo y se dirigió
a su pasillo.
Esa palabra siguió resonando en mis oídos de camino a mi habitación y
a mi cama: pronto.
Continuara...
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