Conectarse
Últimos temas
miembros del staff
Beta readers
|
|
|
|
Equipo de Baneo
|
|
Equipo de Ayuda
|
|
Equipo de Limpieza
|
|
|
|
Equipo de Eventos
|
|
|
Equipo de Tutoriales
|
|
Equipo de Diseño
|
|
créditos.
Skin hecho por Hardrock de Captain Knows Best. Personalización del skin por Insxne.
Gráficos por y codes hechos por Kaffei e Insxne.
Gráficos por y codes hechos por Kaffei e Insxne.
Lovebook♥ (Joe Jonas y Tú)
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
Página 1 de 1. • Comparte
Lovebook♥ (Joe Jonas y Tú)
• Título: Lovebook.
• Autora: Simona Sparaco.
• Adaptación: Si :)
• Género: Romance.
• Contenido: Drama/Romance.
• Advertencias: Está en español- España.
• Otras páginas: No que yo sepa.
__________ tiene ocho años cuando a la salida del colegio se encuentra con Joe. Ella sólo es una niña mientras que Joe es un adolescente. La diferencia de edad entre ellos es una barrera que no se puede romper. Pero quince años más tarde, después de una desastrosa relación sentimental, __________ vuelve a pensar en Joe, y ahora sólo hace falta teclear su nombre en el teclado del ordenador para volver a encontrarlo en Facebook. Empieza así una romántica aventura, una historia contada a dos voces, llena de golpes de escena e imprevistos.
Lovebook. El amor en tiempos de Facebook...
• Autora: Simona Sparaco.
• Adaptación: Si :)
• Género: Romance.
• Contenido: Drama/Romance.
• Advertencias: Está en español- España.
• Otras páginas: No que yo sepa.
__________ tiene ocho años cuando a la salida del colegio se encuentra con Joe. Ella sólo es una niña mientras que Joe es un adolescente. La diferencia de edad entre ellos es una barrera que no se puede romper. Pero quince años más tarde, después de una desastrosa relación sentimental, __________ vuelve a pensar en Joe, y ahora sólo hace falta teclear su nombre en el teclado del ordenador para volver a encontrarlo en Facebook. Empieza así una romántica aventura, una historia contada a dos voces, llena de golpes de escena e imprevistos.
Lovebook. El amor en tiempos de Facebook...
Última edición por ThisIsAye el Jue 16 Mayo 2013, 9:56 pm, editado 1 vez
ThisIsAye
Re: Lovebook♥ (Joe Jonas y Tú)
udtgdgghjhgjfj Hola nueva y fiel lectora! :3 wow que nove! espero la sigas aqi me tendras siempre ok!
Pao Jonatica Forever :3
Re: Lovebook♥ (Joe Jonas y Tú)
Cap. N° 1.
—¿_____________?
—_____________, ¡por favor!
Mi madre me está llamando. Una cliente espera y yo me he quedado embobada mirando la calle, el vaivén de coches al otro lado del escaparate.
—_____________, ¿cuánto tiene que pagar la señora Marcella por esas plumas?
Esa cabrona de Lulú, mi perra, está cruzando a toda prisa la calle para ir al encuentro de su viejo dueño, mi ex novio. ÉL sin ninguna piedad, la habrá llamado desde el escaparate, sacudiendo la caja de sus galletas favoritas. Lo hace a menudo, el muy capullo.
—_____________, por favor, ¿le haces la cuenta?
Como si no lo supieran. Como si no supieran que cada día mi esfuerzo se centra en imaginar que la tienda de animales al otro lado de la calle no existe, que Matteo no está allí vendiendo galletas y hámsteres, y que no hemos sido novios durante nueve años para después dejarnos porque un día él le vendió un cachorro de pastor de los Abruzos a una tía que entró en su tienda por error, confundiéndose con la del peluquero de al lado. Al final debió de quedarse allí por su mirada, esa que te dice: «No te vayas, porque si no podríamos perder la ocasión de nuestras vidas». Conozco bien esa mirada. ¡Y tanto!
Puede que la única víctima de esta historia sea ese perro pastor atolondrado, que podía desear cualquier cosa menos una dueña despistada y con el pelo cardado que se lo dejara por todas partes. Vaya ganga. Lo que pasa es que Matteo podría venderles una nevera a los esquimales y convencerte de que al fin y al cabo tú también necesitas una nevera nueva, y a lo mejor hasta un esquimal.
—_____________, ¡haz el favor de ocuparte de la señora Marcella!
Claro que me ocupo de ella. Somos tres en la tienda, pero, naturalmente, cuando hay un cliente soy yo la que se ocupa. Si además esa cliente es la señora Marcella, que siempre tiene alguna queja sobre cualquier cosa, vamos, no hay dudas.
Cuando empecé a trabajar, jamás imaginé que llegaría a preguntarme por qué. Había aprobado la selectividad por los pelos y al ver un libro abierto me entraban ganas de vomitar. Recuerdo que el primer día de trabajo le dije a mi madre:
—De los libros puedo aguantar la cubierta, nada más, y por suerte en esta tienda no hay muchos.
Ella sonrió indulgente, a lo mejor ya sabía que un día volvería a tener ganas de abrirlos.
De hecho así fue. Aunque cuando volvieron las ganas, se fue el tiempo para hacerlo. Me parece que nunca es suficiente, hay tantas buenas novelas que quisiera leer..., y me encantaría también escribir, en fin, hacer algo significativo. Tengo la tremenda sensación de haberme despertado tarde, de haber perdido una cita importante.
«Hubiera podido». Este verbo flota en mi cabeza desde que Matteo y yo rompimos. Desde que esa tonta con el pelo cardado se quedó el cachorro de pastor de los Abruzos, y con él todos mis sueños, mis proyectos y ese amor que no tenía que acabar nunca. No creía que todo esto tuviera un precio, que con tan sólo novecientos cincuenta euros con descuento pudieras comprar la infelicidad de alguien. ¡Y pensar que fue por Matteo por lo que empecé a trabajar! Quería sentirme independiente, vivir sola, hacer el amor con él sin tener que preocuparme por mis padres y esas paredes finísimas que separaban nuestra impagable intimidad de sus frígidas decepciones.
Antes de morir, mi abuelo dejó a nombre de mi madre un piso no lejos de la tienda, para el primer hijo que se casara. Ésa fue su voluntad. La mayor soy yo, naturalmente aún no me he casado, pero ahora vivo allí con Lulú y, a la edad de veinticinco años, tengo los mismos problemas que un cincuentón cabreado con la vida, impuestos y recibos incluidos. En cambio a mi hermano y mi hermana pequeños ni se les ocurre pensar en la independencia y en todas esas gilipolleces: Danielle tiene dieciocho años, es la mejor de su clase y sueña con hacerse médico; Luca, quince añitos recién cumplidos el mes pasado, y, justamente porque es un gamberro descontrolado, irá directo a la universidad sin preguntar. Mi madre quiere que sea abogado, para que un día al menos se dé cuenta de todo lo que hemos aguantado por él.
—Mientras, yo sigo aquí, en la librería-papelería de mi madre y mi tía, trabajando de dependienta. Nada más y nada menos.
«Librería-papelería», eso es lo que pone en el cartel blanco y azul que da a la calle, pero en realidad vendemos un poco de todo. Hasta hace unos años teníamos incluso juegos para niños, pistolas de agua y camas hinchables. Hoy somos algo más serias, además la tienda ha sido reestructurada. Mi tía dice que de esta manera es más elegante, pero me parece que mi madre no está tan convencida. Desde la renovación, mi padre no ha vuelto a pisar este lugar; para ir al trabajo elige adrede otro camino. Quince años de separación no han allanado sus diferencias. Por suerte ahora mi madre está más serena, ni sé si de verdad tiene intención de encontrar a otro hombre, al fin y al cabo con nosotros ya tiene suficiente. Además, mientras viva la abuela, que está en la planta de arriba, sería inconcebible intentar sustituir a mi padre. Habría que verlo, el pobre malnacido sería cubierto de insultos. La abuela es el integrismo personificado y habla con parábolas: nos recuerda la palabra de Jesús con cada paso que da, incluso ahora que camina con andador. Porque hace dos meses, por segunda vez, se rompió la cadera de mala manera y le han puesto una prótesis.
Lulú ha vuelto a la tienda meneando la cola. Tiene una mirada de lista que huele a galleta comida a hurtadillas. Si pienso en que acaba de lamer sus dedos, me da algo. Huyo abajo al almacén, al menos es lo suficientemente inteligente para entender que ahora mismo su presencia me molesta.
—_____________, ¿bajas a por dos paquetes de papel de impresora?
—Naturalmente, tía.
Folios, rollos de papel, bolígrafos, clips, lapiceros, agendas y enciclopedias: estoy atrapada en este lugar que apesta a goma de borrar, agonizando detrás de una pared de cajas y pliegos de papel y cartulina que nadie derrumbará jamás. Nadie podría, ya fuera para liberarme o para arruinarnos, lo que vendría a ser más o menos lo mismo.
He levantado la mirada y he vuelto a lanzarla más allá del escaparate. Lo sé, me había prometido no volver a hacerlo en todo el día, pero no he podido aguantar porque sabía que me estaba mirando. Me sonríe con su cara de sinvergüenza, y yo me esfuerzo por aguantar el tipo, aunque en mi corazón quisiera que estallara la tercera guerra mundial y que los bombardeos empezaran exactamente en su tienda. El mismísimo Bin Laden tendría que entrar ahí embutido en explosivos para saltar por los aires, a lo mejor pensando que una tienda de animales podría ser vista como el símbolo de la explotación y del capitalismo occidentales. Si eso ocurriera, sólo me sabría mal por los gatitos del escaparate, ¡al diablo todo lo demás!
Estábamos enamorados. Yo era poco más que una niña y él, un joven tatuado de arriba abajo que organizaba fiestas en discotecas. Todo el barrio conocía su nombre.
A esa edad, eso es todo lo que cuenta. Me sentía la mujer del jefe o algo parecido, mis amigas se morían de envidia y yo era suya, y de nadie más.
Siempre creí que mi hombre ideal lo sabría todo de música, iría al teatro, sería un experto en cine, escribiría poemas, pintaría, hablaría al menos dos idiomas, el japonés quizá, y naturalmente sería también un hombre de negocios con una cuenta corriente muy consistente. Digamos que durante nueve años he bajado el listón a niveles embarazosos, porque Matteo no es más que un borrico que vende animales, aunque también es cierto que entrar en la discoteca saltándote la cola con dieciséis años tiene su importancia. Ahora que lo veo allí, al otro lado del mostrador, en medio de todas esas perreras y cajas de galletas, soy incapaz de ver al borrico que vende animales, ni al hijo de puta que ha arruinado mi vida; sólo veo al Matteo que me estrechaba en sus brazos, mientras yo, con los ojos cerrados y escalofríos en la garganta, me decía a mí misma: «Así debe de ser el paraíso. Esto es lo que nos va a pasar si nos portamos mejor».
No volveré a bajar el listón. Mi próximo hombre hablará japonés como si de su lengua materna se tratara y en sus viajes de negocios, en el aeropuerto, me tomará de la mano y me llevará consigo al otro lado del mundo, lejos de esta calle, de los folios y de las gomas de borrar, del escaparate de la tienda de Matteo, de los mininos enjaulados y de las galletas de Lulú. Bueno, a ella nos la llevaremos con nosotros, aunque, con su tamaño, tendrá que viajar en la bodega, eso le pasa por comer como una vaca.
—_____________, ¿has cogido el papel de impresora para tu tía?
—¿_____________?
Me doy la vuelta con calma, sin prisas.
—Dime, mamá —le digo sin ganas.
—¿Cómo que «dime, mamá»? ¿Dónde estás?
—¿Qué significa que dónde estoy?
—¿En qué estabas pensando?
—En nada —le contesto, casi con desencanto—. En algo estúpidamente feliz.
En la cara de mi madre la reprimenda deja lugar a destellos de inquietud. Ahora ella también lanza una mirada al otro lado del escaparate. Sé lo que está barruntando, y sé también lo que está a punto de decir:
—Casi es mejor que hoy salgas antes. Tómate unas horas de descanso, y no llegues tarde, que esta noche cenamos en casa de la abuela.
Tengo dos horas de libertad, y ganas de comprarme unos zapatos de mujer.
Paseo junto con Lulú pegando la mirada a los escaparates; por fin no pienso, no recuerdo, contemplo. Llaman toda mi atención las cifras desorbitadas escritas en las etiquetas de los precios: un par de sandalias con lentejuelas, cuatrocientoscincuentaynuevecomacerocero. Y nada de descuentos. La gente se ha bebido el cerebro. «Mejor reducir los márgenes que dejar a los paseantes babeando y la caja vacía como un tambor», dice siempre mi madre. Si seguimos así, llegaremos a la revolución, palabra de vendedor.
Por otro lado los escenarios planteados por el profesor Bonelli no son nada reconfortantes: su mirada se dirige atrás en el tiempo, hacia los siglos pasados, las grandes epidemias, los trastornos climáticos y demográficos, pero sabe muchas cosas y cuando explica que la historia es cíclica lo hace con conocimiento de causa, sabe echar sus cuentas.
El profesor Bonelli es el único adulto de más de cincuenta años con el que logro hablar de todo, incluso de sexo si hace falta, sin tutearlo jamás. Me conoce desde hace diez años, era mi profesor de Historia y además es un cliente incondicional, adora las postales pintadas a mano de las que tenemos la exclusiva.
Es un escritor, aunque no sé si alguien que nunca ha publicado nada puede ser llamado así. De todas formas a mí me ha gustado siempre el profesor Bonelli, sobre todo cuando pone esa mueca tan dulce, como de Papá Noel, con todo su pelo gris y despeinado y los ojos pequeños, pequeños, tanto que cuando ríe desaparecen debajo de sus tupidas cejas. Es irónico consigo mismo, inteligente, un hombre de otros tiempos que sin embargo ha aprendido a vivir también en los nuestros. Cuando era joven fue corresponsal de guerra, antes de encontrar una plaza de profesor en la escuela en la que ha estudiado toda mi familia, en la que siempre faltan tizas y los estudiantes se llevan a casa los borradores. Es un lugar deprimente, completamente carente de estímulos, cuyo único mérito es estar cerquísima de nuestra tienda y proveernos de la mayoría de nuestros clientes.
Cuando el profesor Bonelli pasa a vernos, me recuerda siempre que pocos de sus estudiantes le han dado satisfacción desde el punto de vista profesional. Él me había aconsejado ir a la universidad: «Se te daría bien una carrera de letras, querida _____________». Pero no lo escuché nunca, y ya no hablamos del tema. Lo hecho, hecho está. Hoy en día sólo hace recomendaciones para mi hermana, nos repite que es buenísima y que llegará lejos en la vida. Vaya suerte la suya, aún tiene toda la vida por delante.
Esta noche hay cena en casa de mi abuela. El miércoles pasado fue su cumpleaños: cumplió noventa y uno. Hay quien se atreve a decir que los lleva bien porque cada mañana va a la iglesia y aún no ha dejado de cocinar, pero si la observas parece una momia, sobre todo ahora que está dentro del andador. Es una tocapelotas de primera y su intolerancia es directamente proporcional al paso del tiempo. Maniática del orden, sobre todo en la cocina: las ollas perfectamente alineadas por tamaños y las porcelanas inmaculadas que no se utilizan nunca, ni en las ocasiones especiales. Su cuerpecito todo huesos y sin coordinación alguna, tan grotescamente incompatible con la energía que contiene, pasa los días moviéndose arriba y abajo por el pasillo, desde la habitación hasta la cocina, siempre el mismo recorrido, como la rueda del hámster. Si observas detenidamente las baldosas de cerámica del suelo, verás hasta el rastro que han dejado sus pantuflas a lo largo de los años.
La conocí ya con este aspecto, vieja y viuda. De niña me atiborraba de huevo batido alegando que tenía que engordar para poderme enfrentar a las épocas de escasez, y no difería mucho de la abuela de hoy en día, la de mirada ceñuda y dentadura postiza, la que se queda absorta delante de las series de televisión y con una mano temblorosa como una mariposa, emblema de su enfermedad, le indica al resto del mundo que la deje en paz. Es mi abuela. Para toda la familia tres y una, como el signo de la cruz: la abuela y sus dos grandes amores, uno se llama Jesucristo y el otro es el abuelo, que ya no está entre nosotros.
A decir verdad el otro elemento constante en los recuerdos sobre mi abuela es la presencia, a veces hasta engorrosa, del abuelo que ya no está. El abuelo que ya no está en realidad está siempre con ella. Está con ella a lo largo del pasillo, entre las ollas de la cocina, en el sofá delante de la televisión y en las cartas escondidas en el joyero de la habitación. Cartas que ella jamás dejó de escribirle, como si de alguna manera él pudiera leerlas. Y sigue hablando con él, charlando, como si estuviera a su lado. Más de una vez la he hallado, de rodillas, al lado de la cama, recitando la plegaria de la noche y mentando también al abuelo que ya no está, dando por sentado que estaba allí, él, junto con Jesús, los dos escuchándola.
Además de Jesús y el abuelo que ya no está, con la abuela viven mi tía y mi prima Selena, ellas también supervivientes de un triste divorcio. Mi madre, mi hermana y mi hermano están en la planta de abajo. Pero a todos los efectos es como si hubiéramos vivido siempre todos juntos: una gran familia de estructura matriarcal repartida en los dos pisos de un modesto edificio del barrio Prati, con mi hermano como apéndice, quien, más que nadie, sobre todo en los primeros años de vida, iba y venía de una casa a otra y de vez en cuando acababa olvidado en el ascensor. No podemos quejarnos de que se haya convertido en un gamberro, al menos no se ha vuelto gay.
Con ocasión del aniversario de mi abuela ha llegado a la capital toda la parentela. La abuela ha decidido embutirnos con la pantagruélica cena de costumbre, hecha de raviolis pequeñitos, arroces y empanadillas, sin que, entre brindis y brindis, falten miradas de compasión dirigidas a mí: «Pobre _____________ —pensarán todos—, abandonada después de nueve años de noviazgo. Y eso que faltaba poco para que la llevara al altar». Hay susurros a tutiplén. Ya, porque en mi casa o gritas o susurras, y lo que se dice en voz baja no es en absoluto mejor que lo que se exterioriza a grito pelado, lanzado entre una risa y otra. Mientras, mi abuela sigue llenándome el plato. ¿Cuánto seguirá esta tortura a fuego lento? ¿Dónde están mi hermana y mi prima? Alegando que este año les toca la selectividad, se las arreglan siempre para llegar con unas horas de retraso.
De hecho se unen a nosotros cuando ya hemos empezado el postre, el Mont Blanc traído por tía Margherita, la hermana de mi abuela.
Hay un saludo general y una rápida puesta al día sobre sus vidas. A mi madre y mi tía se les recuerda el encuentro semanal con el director y los profesores, se habla de estudios y de los exámenes a la vuelta de la esquina; acto seguido se nos da libertad para ir a donde queramos: los jóvenes dejan a los mayores en la mesa y se retiran a sus habitaciones. Mi hermano corre al piso de abajo con los primos para jugar a la Playstation, mientras que yo, Selena y Danielle nos escabullimos a la habitación de Selena para hablar de nuestras cosas. Lulú nos sigue bonachona, con la barriga llena de raviolis de la abuela.
Después de entrar en la habitación, Lulú y yo nos tendemos en la cama, Selena se pone a hurgar en el armario buscando no sé qué y Danielle se sienta al escritorio.
Nos separan siete años de edad, pero hoy no nos damos cuenta de la diferencia, casi empezamos a hablar el mismo idioma, y tengo que admitir que cuando me alejo de casa durante demasiado tiempo las echo de menos.
Son tan distintas... Danielle es una mujercita seria y tranquila, de cara redonda y bonachona y pelo rubio, liso, ordenado. Selena en cambio es un desastre, una gacela oscura, con los ojos de un verde intenso, alargados e inteligentes, muy inteligentes, como los de un gato. Parece fuerte, pero en realidad es frágil, como todas las niñas que han crecido demasiado rápido peleándose con la vida. Ahora ha llegado al momento de pegar un cambio, después de la selectividad no puede abandonar, si no ella también acabará en la tienda de nuestras madres preguntándose qué es lo que podría haber hecho. Por desgracia esa minifalda de escándalo y la camiseta ajustada, que parecen a punto de explotar a lo Hulk, no prometen nada bueno.
Se ha comprado el Tesmed, un aparato que creo que sirve para estimular los músculos o algo por el estilo, y acaba de aplicárselo a los brazos. Ríe y dice:
—Mira, __________, ¡parece que tengo Parkinson, como la abuela! Chulo, ¿no te lo parece?
Danielle levanta los ojos al cielo y enciende el ordenador:
—Para ya, Sel. No tiene gracia.
—Eres una aburrida, ¡más aburrida que esa desgraciada de la Macchioni! Estudiar con ella te sienta mal.
—Al menos a mí no me suspenderán.
—Bueno, chicas, ya está bien.
Todo esto del examen de selectividad las ha puesto más nerviosas.
—Déjala —sigue Selena—, desde que se ha echado novio se ha colocado en un pedestal. Si antes sólo existía la escuela, ahora también está Alessandro. La escuela y Alessandro. Para morirse de aburrimiento.
Danielle es una de las pocas personas que conozco que difícilmente responde a una provocación. Y en este caso también se queda tranquila delante de la pantalla, a la espera de que el ordenador se encienda. Es más equilibrada que un monje tibetano, ¿a quién habrá salido?
Mientras, la otra sigue:
—Tarde o temprano explotarás, ¿sabes? —le dice—. Como esas reprimidas que con cincuenta años envían el mundo a la porra y tratan de recuperar el tiempo perdido. —Me mira y ríe, buscando apoyo, mientras el Tesmed le agita los brazos como flanes.
—No es culpa mía si te has dejado follar por toda la escuela y no has encontrado a nadie que te satisfaga —responde Danielle, angelical, mientras se conecta a la red.
—Si hay alguien insatisfecho, ese alguien seguro que no soy yo...
—Ya está bien, en serio —vuelvo a intervenir, mientras Lulú nos contempla bostezando—. Con este plan, las dos nos estamos durmiendo.
De repente Danielle estalla en risas.
—¡A Lulú se le cierran los ojos! ¿La veis?
Nos gusta la expresión graciosa de su cara, tanto que abandonamos enseguida el tono de polémica.
—Ahora le hago una foto y la cuelgo en Facebook —propone Selena, blandiendo el móvil.
Lulú no se mueve, casi parece que está estudiando el objetivo.
—Remuévele un poco el mechón, así le sacas su lado de perro spinone italiano.
Lulú se deja hacer como si fuera un muñeco. Selena hace la foto y vuelve a reírse.
—¡Vaya personaje, tu perra! ¡Es buenísima, mírala!
Danielle saca un cable de un cajón del escritorio y lo enchufa al ordenador, el otro extremo lo conecta al móvil y, dicho y hecho, la foto aparece a tamaño natural en la pantalla. Qué tecnológicas son, yo no sabría por dónde empezar.
—La subo a mi perfil —le dice Danielle a Selena—; después te etiqueto, ¿vale?
Cuando utilizan esa terminología me dan dolor de cabeza. La tecnología evoluciona rápido y la nueva generación siempre le lleva ventaja a la anterior, no hay nada que hacer.
—¿Estás en Facebook? ¿Te etiqueto a ti también? —me pregunta Danielle, pero es como si hablara otro idioma.
—Ya es increíble que me haya descargado el Skype en el ordenador de la tienda y que de vez en cuando logre hacer una videollamada —puntualizo—. No estoy tan metida en el mundo de la red como vosotras.
En este momento, Selena sonríe excitada, como si le hubiera propuesto vete a saber qué aventura.
—En Facebook tienes que estar, sí o sí —me dice—. Se podría decir que Dani y yo vivimos en Facebook.
No esperaba tanto entusiasmo. Enseguida me enseñan la página de bienvenida. Me explican por encima cómo funciona, pasan por fotos, chats, eventos. Cada una tiene una imagen de perfil, la de Selena es un culo en primerísimo plano que no deja espacio para las dudas. Ella bromea, pero Danielle está claramente en desacuerdo. Imagínate, ella, a su vez, ha escogido una foto que sólo sería más casta si llevara un uniforme de boy-scout, y esto debe de tener su importancia, ya que apenas tiene la mitad de amigos que Selena. Entre otras, acaba de ignorar una solicitud de amistad.
—¿Por qué? —refunfuña Selena—. Ése era mono.
—Entonces quédatelo tú, yo no tengo ni idea de quién es.
—Es amigo de Giorgio Chiesa, el de quinto B.
—Exacto, es amigo suyo, no le conozco.
—Coño, qué triste eres.
—Mejor ser triste que poner un culo en el lugar de la cara.
—Bueno, chicas, ¡dejadlo o cojo a Lulú y me voy a casa!
Están tan excitadas por la idea de guiarme en este nuevo ciberespacio que paran enseguida y vuelven a enseñarme sus maravillas: los mensajes, las opiniones, las actualizaciones de estado, el chat con los amigos conectados. Me parece una comunidad demasiado complicada para mi gusto, pero despierta mi curiosidad, porque se trata de su mundo, de todo lo que aún no podía saber de su vida.
De un solo pantallazo, puedo ver todo lo que se dicen, lo que piensan, lo que hacen cuando no están conmigo. Ahí están las fotos de sus amigos más queridos, de las fiestas, de las vacaciones, y está todo increíblemente cerca, tan al alcance... Casi me da miedo la idea de participar en ello.
—De alguna manera estamos todos conectados — continúa Selena, como si se refiriera a una especie de secta zen —. Puedo ver quiénes son los amigos de mis amigos, descubrir si reconozco a alguien y decidir contactar con él, o entablar nuevas amistades, volver a encontrar las que he perdido de vista. ¿Cómo es posible que no lo conocieras? A estas alturas casi todo el mundo está aquí. ¿Quieres hacer una prueba?
—¿Qué significa hacer una prueba?
—Me dices el nombre de alguien del que no sabes nada desde hace mucho tiempo y vemos si damos con él.
Admito que empiezo a sentirme algo excitada. Levanto la mirada en búsqueda de un nombre.
—No sé qué decir... ¿Quieres uno cualquiera?
—Sí, uno cualquiera, de alguien que conoces pero le has perdido de vista.
Danielle tiene una sugerencia:
—Incluso un compañero de primaria, por ejemplo.
Y enseguida asoma a mi mente una reseña de niños con batas azules, sentados en sus pupitres y controlados por una maestra inverosímil... ¿Cómo se llamaba? Martinelli. Vete a saber qué fue de ella.
—Erica Martinelli —anuncio con determinación.
Danielle teclea el nombre como un relámpago.
—¿Quién es?
—Era mi maestra de primaria...
Pero no me ha dado tiempo a acabar de contestar y el ordenador nos deja a dos velas: muchas Ericas, pero ninguna que lleve ese apellido. Pues vale.
—Claro —comenta sarcástica Selena—, vete a saber cuántos años tendrá...
Facebook no es para mayores.
Aquí hay que precisar.
—Oye, chata, que no salgo de Corazón (Novela), no fui a primaria el siglo pasado... Y además Erica era una maestra muy joven, fijo que ahora no tendrá más de cuarenta años.
—Será vieja de espíritu, si no la habría encontrado.
—Prueba con un compañero —interviene Danielle, más amable—. ¿Cómo es posible que no se te ocurra ninguno?
El despliegue de caras sigue, la atención se desvía a menudo hacia las primeras filas y se detiene en el pupitre central. Al lado de un niño con nariz goteante, toma forma la figura de la niña más guapa que recuerdo: Sara Carelli, la que todos querían tener como amiga.
—Prueba con Sara Carelli.
Danielle teclea el nombre y esta vez el ordenador nos contesta enseguida: aparece la foto de una joven guapa y rubia, con sonrisa blanquísima y labios rosas como la gasolina. Es ella. Ahora parece Barbie, pero conserva los ojos de la niña más guapa de la clase.
—Qué impresión..., cuánto tiempo.
Selena me explica que si decido darme de alta en la comunidad puedo contactar con ella. Como no son amigas, Danielle no tiene permiso para acceder a su página, pero de todas formas podemos ver cuáles son sus contactos.
Veo que ha mantenido relación con algunos compañeros de clase, está también su antiguo compañero de pupitre, el que siempre tenía mocos en la nariz. Se ha convertido en un hombre muy, muy grande, y en la imagen de perfil él y Sara están juntos, abrazados, y en medio de ellos un niño rubio que parece un poco de él y un poco de ella mezclados. Vaya historia. Por lo visto han tenido un hijo.
La cosa empieza a atraparme, mi memoria se extiende, pruebo a buscar algún que otro personaje. Un momento después encuentro a un viejo amigo de la playa, el hijo de nuestra vecina de sombrilla, también Danielle se acuerda de él, es el que consiguió mi primer beso en los labios jugando a la botella. Joder cómo se ha estropeado, hasta da cosa verle. Selena le aconseja que lo añada a sus amigos, pero Danielle no está de acuerdo.
—No soy como tú, yo hago cierta selección —le explica serenamente—. Tienes quinientos amigos, luego en la escuela no saludas a nadie y salimos siempre con los mismos idiotas. ¿Por qué no, en vez de eso, damos de alta a __________ y la agregamos enseguida como amiga?
A estas alturas, la idea me tienta bastante. En un pis-pás ya estamos rellenando una ficha con mis datos personales y seleccionando una foto de entre las del álbum de Selena que encaje para mi perfil. Hay una donde salimos Lulú y yo en la playa de Ansedonia. No está mal.
Después de unos segundos, me convierto en una ciudadana de Facebook hecha y derecha: allí estamos Lulú y yo asomándonos a la página aún vacía y a nuestro lado una casilla de texto que nos pide que apuntemos nuestras primeras impresiones. Me doy la vuelta para buscar la aprobación de mi perra, pero ella se ha desplomado en la cama de Selena e incluso ha empezado a roncar.
—Éstas son las actualizaciones de estado —explica mientras tanto Danielle—. Ahí puedes escribir lo que quieras, todos tus amigos podrán verlo y decidir si enviarte un mensaje o publicar algo en tu muro.
—¡Qué sensacional! —subrayo con ironía—. ¿Y quiénes serían estos amigos?
—Empecemos con nosotras dos.
Las chicas se lanzan a sus cuentas para contactarme e inmediatamente me llegan sus peticiones de amistad. Puedo decidir si aceptarlas o ignorarlas, pero claramente no estoy en situación de darme aires, ya que mi listado de amigos está tan vacío como una caja de resonancia.
Danielle vuelve a su página y me enseña que en su muro ha aparecido una nueva comunicación, anuncia el acontecimiento de que mi hermana y yo nos hemos hecho amigas. Ahora todo el mundo lo sabe, supongo que quien lo vea se irá a la cama reconfortado.
—Puedes añadir todas las fotos que quieras y ordenarlas en un álbum —sigue explicando Danielle—. Si alguien te etiqueta, es decir, si te señala dentro de una foto, esa foto será añadida automáticamente a las que ya tienes archivadas, y todo el mundo podrá verla.
—No tengo ni la menor idea de cómo se hace un álbum.
—De la misma manera que has cargado la imagen de tu perfil. Puedes hacerlo con otras imágenes, o vídeos si prefieres. Te pongo un ejemplo: la cena de esta noche. El álbum podemos llamarlo..., digamos... «Familia». —Y acto seguido conecta su cámara al ordenador. En pocos segundos en la pantalla aparecen las fotos de la inolvidable cena que acaba de terminar: nuestras caras sonrientes, la atmósfera de fiesta, los manjares de la abuela, Lulú que se los zampa ávidamente y mi madre que recoge la mesa con su habitual cara de iluminada. Vista así parece una muy buena pandilla.
—Ahora sólo tienes que ir a buscar nuevos amigos —me aconseja Selena, que considera este aspecto la finalidad última de todo el asunto—. Analizando tus datos, el sitio te sugiere toda la gente que podrías conocer, échale un vistazo... En dos semanas ya tendrás una intensa vida social en la red.
Llegados a este punto, a Danielle le queda una pregunta por hacer:
—¿Se te ocurre alguien más a quien podríamos buscar?
Y es entonces cuando vuelve a irrumpir en mi mente esa cara de sinvergüenza que cada día me esfuerzo por olvidar.
—Prueba con Matteo —afirmo con expresión más grave.
Selena y Danielle se miran angustiadas. Los dedos de mi hermana se bloquean en el teclado.
—¿Por qué sigues haciéndote daño?
Trato de hacer como si nada.
—Es sólo por curiosidad —le contesto—, quiero ver qué foto ha puesto.
Pero mi hermana no es tonta, ella estaba al lado de mi cama cuando trataba desesperadamente de ahogar el llanto en la almohada.
—__________, por favor, es mejor evitarlo —me dice con tono casi de súplica.
Selena me observa titubeando. Luego, de repente, se lanza al teclado:
—A la porra —afirma—, conozco a tu hermana; si ha decidido hacerlo, no la parará nadie.
Tres segundos y el sinvergüenza aparece en la pantalla.
Tiene un cigarrillo en la boca y sonríe como de costumbre, como diciendo: «¿Ves? Me va de maravilla incluso sin ti».
Un escalofrío me muerde el estómago. No puedo quitarle los ojos de encima.
En ese mismo instante, Selena se da cuenta de un detalle que a mí se me escapa y se queda pasmada. Se dirige a mi hermana con tono de reproche:
—¿Qué hace Matteo en tu grupo de amigos?
Danielle se encuentra en apuros, aunque su expresión no es de culpabilidad.
—Lo conocemos de toda la vida —se justifica—, lo considero casi un hermano mayor, no podía ignorar su solicitud de amistad.
—¿Eso significa que podemos entrar en su página? —pregunto, y mi respiración agitada revela toda mi emoción.
Entonces las chicas ya no tienen ganas de apoyarme.
—Sal de mi cuenta —ordena Danielle a Selena con un tono que no admite réplica—. No voy a permitir que se siga haciendo daño.
—Si sales de esa página significa que no has comprendido nada —le explico—. Todavía necesito tomar conciencia de lo que pasó. ¿Cómo es posible que no lo entiendas?
—Sólo necesitas pasar página, _____________. Tienes que mirar hacia delante, y husmear en su vida no te va a ayudar.
Tiene toda la razón, pero me conozco y sé que no tendré paz hasta que lo haga.
—Te lo ruego, Dani. Lo necesito —insisto. De repente mis ojos deben de haberse puesto húmedos, porque noto las lágrimas a punto de asomarse. Dani no aguanta esa visión, y sé que puedo apoyarme también en eso.
Mientras tanto Selena se ha mantenido callada, parece que por primera vez no se atreve a entrometerse. Al final no ha ejecutado las órdenes de mi hermana, de modo que Matteo sigue sonriéndonos desde la pantalla.
Me apodero del ratón y, sin que nadie me lo impida, hago clic en el cigarrillo. Después, en los pocos instantes que me separan de su mundo, siento cómo el corazón se me hincha en el pecho. Un poco por impotencia y otro poco por una mezcla de curiosidad y sadismo, ya no puedo parar el proceso de arranque.
Lo primero que averiguo gracias a Facebook es que Matteo se ha encargado de hacer saber al mundo entero que ha pasado de la condición de «soltero» (y suerte que hemos estado juntos durante tan sólo nueve años) a la de «en una relación», y que ahora se declara «locamente enamorado». Empezamos bien.
HOLA! Soy Ayelén (pueden decirme Aye :P ) y voy a publicar esta novela (Lovebook) Es una adaptación, con Joe Jonas ( :canto: ) y Rayita ( :aah: ). A mi me encantó y espero que a ustedes también.
COMENTEN Y LA SIGO :)
Gracias por leer...
:bye:
—¿_____________?
—_____________, ¡por favor!
Mi madre me está llamando. Una cliente espera y yo me he quedado embobada mirando la calle, el vaivén de coches al otro lado del escaparate.
—_____________, ¿cuánto tiene que pagar la señora Marcella por esas plumas?
Esa cabrona de Lulú, mi perra, está cruzando a toda prisa la calle para ir al encuentro de su viejo dueño, mi ex novio. ÉL sin ninguna piedad, la habrá llamado desde el escaparate, sacudiendo la caja de sus galletas favoritas. Lo hace a menudo, el muy capullo.
—_____________, por favor, ¿le haces la cuenta?
Como si no lo supieran. Como si no supieran que cada día mi esfuerzo se centra en imaginar que la tienda de animales al otro lado de la calle no existe, que Matteo no está allí vendiendo galletas y hámsteres, y que no hemos sido novios durante nueve años para después dejarnos porque un día él le vendió un cachorro de pastor de los Abruzos a una tía que entró en su tienda por error, confundiéndose con la del peluquero de al lado. Al final debió de quedarse allí por su mirada, esa que te dice: «No te vayas, porque si no podríamos perder la ocasión de nuestras vidas». Conozco bien esa mirada. ¡Y tanto!
Puede que la única víctima de esta historia sea ese perro pastor atolondrado, que podía desear cualquier cosa menos una dueña despistada y con el pelo cardado que se lo dejara por todas partes. Vaya ganga. Lo que pasa es que Matteo podría venderles una nevera a los esquimales y convencerte de que al fin y al cabo tú también necesitas una nevera nueva, y a lo mejor hasta un esquimal.
—_____________, ¡haz el favor de ocuparte de la señora Marcella!
Claro que me ocupo de ella. Somos tres en la tienda, pero, naturalmente, cuando hay un cliente soy yo la que se ocupa. Si además esa cliente es la señora Marcella, que siempre tiene alguna queja sobre cualquier cosa, vamos, no hay dudas.
Cuando empecé a trabajar, jamás imaginé que llegaría a preguntarme por qué. Había aprobado la selectividad por los pelos y al ver un libro abierto me entraban ganas de vomitar. Recuerdo que el primer día de trabajo le dije a mi madre:
—De los libros puedo aguantar la cubierta, nada más, y por suerte en esta tienda no hay muchos.
Ella sonrió indulgente, a lo mejor ya sabía que un día volvería a tener ganas de abrirlos.
De hecho así fue. Aunque cuando volvieron las ganas, se fue el tiempo para hacerlo. Me parece que nunca es suficiente, hay tantas buenas novelas que quisiera leer..., y me encantaría también escribir, en fin, hacer algo significativo. Tengo la tremenda sensación de haberme despertado tarde, de haber perdido una cita importante.
«Hubiera podido». Este verbo flota en mi cabeza desde que Matteo y yo rompimos. Desde que esa tonta con el pelo cardado se quedó el cachorro de pastor de los Abruzos, y con él todos mis sueños, mis proyectos y ese amor que no tenía que acabar nunca. No creía que todo esto tuviera un precio, que con tan sólo novecientos cincuenta euros con descuento pudieras comprar la infelicidad de alguien. ¡Y pensar que fue por Matteo por lo que empecé a trabajar! Quería sentirme independiente, vivir sola, hacer el amor con él sin tener que preocuparme por mis padres y esas paredes finísimas que separaban nuestra impagable intimidad de sus frígidas decepciones.
Antes de morir, mi abuelo dejó a nombre de mi madre un piso no lejos de la tienda, para el primer hijo que se casara. Ésa fue su voluntad. La mayor soy yo, naturalmente aún no me he casado, pero ahora vivo allí con Lulú y, a la edad de veinticinco años, tengo los mismos problemas que un cincuentón cabreado con la vida, impuestos y recibos incluidos. En cambio a mi hermano y mi hermana pequeños ni se les ocurre pensar en la independencia y en todas esas gilipolleces: Danielle tiene dieciocho años, es la mejor de su clase y sueña con hacerse médico; Luca, quince añitos recién cumplidos el mes pasado, y, justamente porque es un gamberro descontrolado, irá directo a la universidad sin preguntar. Mi madre quiere que sea abogado, para que un día al menos se dé cuenta de todo lo que hemos aguantado por él.
—Mientras, yo sigo aquí, en la librería-papelería de mi madre y mi tía, trabajando de dependienta. Nada más y nada menos.
«Librería-papelería», eso es lo que pone en el cartel blanco y azul que da a la calle, pero en realidad vendemos un poco de todo. Hasta hace unos años teníamos incluso juegos para niños, pistolas de agua y camas hinchables. Hoy somos algo más serias, además la tienda ha sido reestructurada. Mi tía dice que de esta manera es más elegante, pero me parece que mi madre no está tan convencida. Desde la renovación, mi padre no ha vuelto a pisar este lugar; para ir al trabajo elige adrede otro camino. Quince años de separación no han allanado sus diferencias. Por suerte ahora mi madre está más serena, ni sé si de verdad tiene intención de encontrar a otro hombre, al fin y al cabo con nosotros ya tiene suficiente. Además, mientras viva la abuela, que está en la planta de arriba, sería inconcebible intentar sustituir a mi padre. Habría que verlo, el pobre malnacido sería cubierto de insultos. La abuela es el integrismo personificado y habla con parábolas: nos recuerda la palabra de Jesús con cada paso que da, incluso ahora que camina con andador. Porque hace dos meses, por segunda vez, se rompió la cadera de mala manera y le han puesto una prótesis.
Lulú ha vuelto a la tienda meneando la cola. Tiene una mirada de lista que huele a galleta comida a hurtadillas. Si pienso en que acaba de lamer sus dedos, me da algo. Huyo abajo al almacén, al menos es lo suficientemente inteligente para entender que ahora mismo su presencia me molesta.
—_____________, ¿bajas a por dos paquetes de papel de impresora?
—Naturalmente, tía.
Folios, rollos de papel, bolígrafos, clips, lapiceros, agendas y enciclopedias: estoy atrapada en este lugar que apesta a goma de borrar, agonizando detrás de una pared de cajas y pliegos de papel y cartulina que nadie derrumbará jamás. Nadie podría, ya fuera para liberarme o para arruinarnos, lo que vendría a ser más o menos lo mismo.
He levantado la mirada y he vuelto a lanzarla más allá del escaparate. Lo sé, me había prometido no volver a hacerlo en todo el día, pero no he podido aguantar porque sabía que me estaba mirando. Me sonríe con su cara de sinvergüenza, y yo me esfuerzo por aguantar el tipo, aunque en mi corazón quisiera que estallara la tercera guerra mundial y que los bombardeos empezaran exactamente en su tienda. El mismísimo Bin Laden tendría que entrar ahí embutido en explosivos para saltar por los aires, a lo mejor pensando que una tienda de animales podría ser vista como el símbolo de la explotación y del capitalismo occidentales. Si eso ocurriera, sólo me sabría mal por los gatitos del escaparate, ¡al diablo todo lo demás!
Estábamos enamorados. Yo era poco más que una niña y él, un joven tatuado de arriba abajo que organizaba fiestas en discotecas. Todo el barrio conocía su nombre.
A esa edad, eso es todo lo que cuenta. Me sentía la mujer del jefe o algo parecido, mis amigas se morían de envidia y yo era suya, y de nadie más.
Siempre creí que mi hombre ideal lo sabría todo de música, iría al teatro, sería un experto en cine, escribiría poemas, pintaría, hablaría al menos dos idiomas, el japonés quizá, y naturalmente sería también un hombre de negocios con una cuenta corriente muy consistente. Digamos que durante nueve años he bajado el listón a niveles embarazosos, porque Matteo no es más que un borrico que vende animales, aunque también es cierto que entrar en la discoteca saltándote la cola con dieciséis años tiene su importancia. Ahora que lo veo allí, al otro lado del mostrador, en medio de todas esas perreras y cajas de galletas, soy incapaz de ver al borrico que vende animales, ni al hijo de puta que ha arruinado mi vida; sólo veo al Matteo que me estrechaba en sus brazos, mientras yo, con los ojos cerrados y escalofríos en la garganta, me decía a mí misma: «Así debe de ser el paraíso. Esto es lo que nos va a pasar si nos portamos mejor».
No volveré a bajar el listón. Mi próximo hombre hablará japonés como si de su lengua materna se tratara y en sus viajes de negocios, en el aeropuerto, me tomará de la mano y me llevará consigo al otro lado del mundo, lejos de esta calle, de los folios y de las gomas de borrar, del escaparate de la tienda de Matteo, de los mininos enjaulados y de las galletas de Lulú. Bueno, a ella nos la llevaremos con nosotros, aunque, con su tamaño, tendrá que viajar en la bodega, eso le pasa por comer como una vaca.
—_____________, ¿has cogido el papel de impresora para tu tía?
—¿_____________?
Me doy la vuelta con calma, sin prisas.
—Dime, mamá —le digo sin ganas.
—¿Cómo que «dime, mamá»? ¿Dónde estás?
—¿Qué significa que dónde estoy?
—¿En qué estabas pensando?
—En nada —le contesto, casi con desencanto—. En algo estúpidamente feliz.
En la cara de mi madre la reprimenda deja lugar a destellos de inquietud. Ahora ella también lanza una mirada al otro lado del escaparate. Sé lo que está barruntando, y sé también lo que está a punto de decir:
—Casi es mejor que hoy salgas antes. Tómate unas horas de descanso, y no llegues tarde, que esta noche cenamos en casa de la abuela.
Tengo dos horas de libertad, y ganas de comprarme unos zapatos de mujer.
Paseo junto con Lulú pegando la mirada a los escaparates; por fin no pienso, no recuerdo, contemplo. Llaman toda mi atención las cifras desorbitadas escritas en las etiquetas de los precios: un par de sandalias con lentejuelas, cuatrocientoscincuentaynuevecomacerocero. Y nada de descuentos. La gente se ha bebido el cerebro. «Mejor reducir los márgenes que dejar a los paseantes babeando y la caja vacía como un tambor», dice siempre mi madre. Si seguimos así, llegaremos a la revolución, palabra de vendedor.
Por otro lado los escenarios planteados por el profesor Bonelli no son nada reconfortantes: su mirada se dirige atrás en el tiempo, hacia los siglos pasados, las grandes epidemias, los trastornos climáticos y demográficos, pero sabe muchas cosas y cuando explica que la historia es cíclica lo hace con conocimiento de causa, sabe echar sus cuentas.
El profesor Bonelli es el único adulto de más de cincuenta años con el que logro hablar de todo, incluso de sexo si hace falta, sin tutearlo jamás. Me conoce desde hace diez años, era mi profesor de Historia y además es un cliente incondicional, adora las postales pintadas a mano de las que tenemos la exclusiva.
Es un escritor, aunque no sé si alguien que nunca ha publicado nada puede ser llamado así. De todas formas a mí me ha gustado siempre el profesor Bonelli, sobre todo cuando pone esa mueca tan dulce, como de Papá Noel, con todo su pelo gris y despeinado y los ojos pequeños, pequeños, tanto que cuando ríe desaparecen debajo de sus tupidas cejas. Es irónico consigo mismo, inteligente, un hombre de otros tiempos que sin embargo ha aprendido a vivir también en los nuestros. Cuando era joven fue corresponsal de guerra, antes de encontrar una plaza de profesor en la escuela en la que ha estudiado toda mi familia, en la que siempre faltan tizas y los estudiantes se llevan a casa los borradores. Es un lugar deprimente, completamente carente de estímulos, cuyo único mérito es estar cerquísima de nuestra tienda y proveernos de la mayoría de nuestros clientes.
Cuando el profesor Bonelli pasa a vernos, me recuerda siempre que pocos de sus estudiantes le han dado satisfacción desde el punto de vista profesional. Él me había aconsejado ir a la universidad: «Se te daría bien una carrera de letras, querida _____________». Pero no lo escuché nunca, y ya no hablamos del tema. Lo hecho, hecho está. Hoy en día sólo hace recomendaciones para mi hermana, nos repite que es buenísima y que llegará lejos en la vida. Vaya suerte la suya, aún tiene toda la vida por delante.
Esta noche hay cena en casa de mi abuela. El miércoles pasado fue su cumpleaños: cumplió noventa y uno. Hay quien se atreve a decir que los lleva bien porque cada mañana va a la iglesia y aún no ha dejado de cocinar, pero si la observas parece una momia, sobre todo ahora que está dentro del andador. Es una tocapelotas de primera y su intolerancia es directamente proporcional al paso del tiempo. Maniática del orden, sobre todo en la cocina: las ollas perfectamente alineadas por tamaños y las porcelanas inmaculadas que no se utilizan nunca, ni en las ocasiones especiales. Su cuerpecito todo huesos y sin coordinación alguna, tan grotescamente incompatible con la energía que contiene, pasa los días moviéndose arriba y abajo por el pasillo, desde la habitación hasta la cocina, siempre el mismo recorrido, como la rueda del hámster. Si observas detenidamente las baldosas de cerámica del suelo, verás hasta el rastro que han dejado sus pantuflas a lo largo de los años.
La conocí ya con este aspecto, vieja y viuda. De niña me atiborraba de huevo batido alegando que tenía que engordar para poderme enfrentar a las épocas de escasez, y no difería mucho de la abuela de hoy en día, la de mirada ceñuda y dentadura postiza, la que se queda absorta delante de las series de televisión y con una mano temblorosa como una mariposa, emblema de su enfermedad, le indica al resto del mundo que la deje en paz. Es mi abuela. Para toda la familia tres y una, como el signo de la cruz: la abuela y sus dos grandes amores, uno se llama Jesucristo y el otro es el abuelo, que ya no está entre nosotros.
A decir verdad el otro elemento constante en los recuerdos sobre mi abuela es la presencia, a veces hasta engorrosa, del abuelo que ya no está. El abuelo que ya no está en realidad está siempre con ella. Está con ella a lo largo del pasillo, entre las ollas de la cocina, en el sofá delante de la televisión y en las cartas escondidas en el joyero de la habitación. Cartas que ella jamás dejó de escribirle, como si de alguna manera él pudiera leerlas. Y sigue hablando con él, charlando, como si estuviera a su lado. Más de una vez la he hallado, de rodillas, al lado de la cama, recitando la plegaria de la noche y mentando también al abuelo que ya no está, dando por sentado que estaba allí, él, junto con Jesús, los dos escuchándola.
Además de Jesús y el abuelo que ya no está, con la abuela viven mi tía y mi prima Selena, ellas también supervivientes de un triste divorcio. Mi madre, mi hermana y mi hermano están en la planta de abajo. Pero a todos los efectos es como si hubiéramos vivido siempre todos juntos: una gran familia de estructura matriarcal repartida en los dos pisos de un modesto edificio del barrio Prati, con mi hermano como apéndice, quien, más que nadie, sobre todo en los primeros años de vida, iba y venía de una casa a otra y de vez en cuando acababa olvidado en el ascensor. No podemos quejarnos de que se haya convertido en un gamberro, al menos no se ha vuelto gay.
Con ocasión del aniversario de mi abuela ha llegado a la capital toda la parentela. La abuela ha decidido embutirnos con la pantagruélica cena de costumbre, hecha de raviolis pequeñitos, arroces y empanadillas, sin que, entre brindis y brindis, falten miradas de compasión dirigidas a mí: «Pobre _____________ —pensarán todos—, abandonada después de nueve años de noviazgo. Y eso que faltaba poco para que la llevara al altar». Hay susurros a tutiplén. Ya, porque en mi casa o gritas o susurras, y lo que se dice en voz baja no es en absoluto mejor que lo que se exterioriza a grito pelado, lanzado entre una risa y otra. Mientras, mi abuela sigue llenándome el plato. ¿Cuánto seguirá esta tortura a fuego lento? ¿Dónde están mi hermana y mi prima? Alegando que este año les toca la selectividad, se las arreglan siempre para llegar con unas horas de retraso.
De hecho se unen a nosotros cuando ya hemos empezado el postre, el Mont Blanc traído por tía Margherita, la hermana de mi abuela.
Hay un saludo general y una rápida puesta al día sobre sus vidas. A mi madre y mi tía se les recuerda el encuentro semanal con el director y los profesores, se habla de estudios y de los exámenes a la vuelta de la esquina; acto seguido se nos da libertad para ir a donde queramos: los jóvenes dejan a los mayores en la mesa y se retiran a sus habitaciones. Mi hermano corre al piso de abajo con los primos para jugar a la Playstation, mientras que yo, Selena y Danielle nos escabullimos a la habitación de Selena para hablar de nuestras cosas. Lulú nos sigue bonachona, con la barriga llena de raviolis de la abuela.
Después de entrar en la habitación, Lulú y yo nos tendemos en la cama, Selena se pone a hurgar en el armario buscando no sé qué y Danielle se sienta al escritorio.
Nos separan siete años de edad, pero hoy no nos damos cuenta de la diferencia, casi empezamos a hablar el mismo idioma, y tengo que admitir que cuando me alejo de casa durante demasiado tiempo las echo de menos.
Son tan distintas... Danielle es una mujercita seria y tranquila, de cara redonda y bonachona y pelo rubio, liso, ordenado. Selena en cambio es un desastre, una gacela oscura, con los ojos de un verde intenso, alargados e inteligentes, muy inteligentes, como los de un gato. Parece fuerte, pero en realidad es frágil, como todas las niñas que han crecido demasiado rápido peleándose con la vida. Ahora ha llegado al momento de pegar un cambio, después de la selectividad no puede abandonar, si no ella también acabará en la tienda de nuestras madres preguntándose qué es lo que podría haber hecho. Por desgracia esa minifalda de escándalo y la camiseta ajustada, que parecen a punto de explotar a lo Hulk, no prometen nada bueno.
Se ha comprado el Tesmed, un aparato que creo que sirve para estimular los músculos o algo por el estilo, y acaba de aplicárselo a los brazos. Ríe y dice:
—Mira, __________, ¡parece que tengo Parkinson, como la abuela! Chulo, ¿no te lo parece?
Danielle levanta los ojos al cielo y enciende el ordenador:
—Para ya, Sel. No tiene gracia.
—Eres una aburrida, ¡más aburrida que esa desgraciada de la Macchioni! Estudiar con ella te sienta mal.
—Al menos a mí no me suspenderán.
—Bueno, chicas, ya está bien.
Todo esto del examen de selectividad las ha puesto más nerviosas.
—Déjala —sigue Selena—, desde que se ha echado novio se ha colocado en un pedestal. Si antes sólo existía la escuela, ahora también está Alessandro. La escuela y Alessandro. Para morirse de aburrimiento.
Danielle es una de las pocas personas que conozco que difícilmente responde a una provocación. Y en este caso también se queda tranquila delante de la pantalla, a la espera de que el ordenador se encienda. Es más equilibrada que un monje tibetano, ¿a quién habrá salido?
Mientras, la otra sigue:
—Tarde o temprano explotarás, ¿sabes? —le dice—. Como esas reprimidas que con cincuenta años envían el mundo a la porra y tratan de recuperar el tiempo perdido. —Me mira y ríe, buscando apoyo, mientras el Tesmed le agita los brazos como flanes.
—No es culpa mía si te has dejado follar por toda la escuela y no has encontrado a nadie que te satisfaga —responde Danielle, angelical, mientras se conecta a la red.
—Si hay alguien insatisfecho, ese alguien seguro que no soy yo...
—Ya está bien, en serio —vuelvo a intervenir, mientras Lulú nos contempla bostezando—. Con este plan, las dos nos estamos durmiendo.
De repente Danielle estalla en risas.
—¡A Lulú se le cierran los ojos! ¿La veis?
Nos gusta la expresión graciosa de su cara, tanto que abandonamos enseguida el tono de polémica.
—Ahora le hago una foto y la cuelgo en Facebook —propone Selena, blandiendo el móvil.
Lulú no se mueve, casi parece que está estudiando el objetivo.
—Remuévele un poco el mechón, así le sacas su lado de perro spinone italiano.
Lulú se deja hacer como si fuera un muñeco. Selena hace la foto y vuelve a reírse.
—¡Vaya personaje, tu perra! ¡Es buenísima, mírala!
Danielle saca un cable de un cajón del escritorio y lo enchufa al ordenador, el otro extremo lo conecta al móvil y, dicho y hecho, la foto aparece a tamaño natural en la pantalla. Qué tecnológicas son, yo no sabría por dónde empezar.
—La subo a mi perfil —le dice Danielle a Selena—; después te etiqueto, ¿vale?
Cuando utilizan esa terminología me dan dolor de cabeza. La tecnología evoluciona rápido y la nueva generación siempre le lleva ventaja a la anterior, no hay nada que hacer.
—¿Estás en Facebook? ¿Te etiqueto a ti también? —me pregunta Danielle, pero es como si hablara otro idioma.
—Ya es increíble que me haya descargado el Skype en el ordenador de la tienda y que de vez en cuando logre hacer una videollamada —puntualizo—. No estoy tan metida en el mundo de la red como vosotras.
En este momento, Selena sonríe excitada, como si le hubiera propuesto vete a saber qué aventura.
—En Facebook tienes que estar, sí o sí —me dice—. Se podría decir que Dani y yo vivimos en Facebook.
No esperaba tanto entusiasmo. Enseguida me enseñan la página de bienvenida. Me explican por encima cómo funciona, pasan por fotos, chats, eventos. Cada una tiene una imagen de perfil, la de Selena es un culo en primerísimo plano que no deja espacio para las dudas. Ella bromea, pero Danielle está claramente en desacuerdo. Imagínate, ella, a su vez, ha escogido una foto que sólo sería más casta si llevara un uniforme de boy-scout, y esto debe de tener su importancia, ya que apenas tiene la mitad de amigos que Selena. Entre otras, acaba de ignorar una solicitud de amistad.
—¿Por qué? —refunfuña Selena—. Ése era mono.
—Entonces quédatelo tú, yo no tengo ni idea de quién es.
—Es amigo de Giorgio Chiesa, el de quinto B.
—Exacto, es amigo suyo, no le conozco.
—Coño, qué triste eres.
—Mejor ser triste que poner un culo en el lugar de la cara.
—Bueno, chicas, ¡dejadlo o cojo a Lulú y me voy a casa!
Están tan excitadas por la idea de guiarme en este nuevo ciberespacio que paran enseguida y vuelven a enseñarme sus maravillas: los mensajes, las opiniones, las actualizaciones de estado, el chat con los amigos conectados. Me parece una comunidad demasiado complicada para mi gusto, pero despierta mi curiosidad, porque se trata de su mundo, de todo lo que aún no podía saber de su vida.
De un solo pantallazo, puedo ver todo lo que se dicen, lo que piensan, lo que hacen cuando no están conmigo. Ahí están las fotos de sus amigos más queridos, de las fiestas, de las vacaciones, y está todo increíblemente cerca, tan al alcance... Casi me da miedo la idea de participar en ello.
—De alguna manera estamos todos conectados — continúa Selena, como si se refiriera a una especie de secta zen —. Puedo ver quiénes son los amigos de mis amigos, descubrir si reconozco a alguien y decidir contactar con él, o entablar nuevas amistades, volver a encontrar las que he perdido de vista. ¿Cómo es posible que no lo conocieras? A estas alturas casi todo el mundo está aquí. ¿Quieres hacer una prueba?
—¿Qué significa hacer una prueba?
—Me dices el nombre de alguien del que no sabes nada desde hace mucho tiempo y vemos si damos con él.
Admito que empiezo a sentirme algo excitada. Levanto la mirada en búsqueda de un nombre.
—No sé qué decir... ¿Quieres uno cualquiera?
—Sí, uno cualquiera, de alguien que conoces pero le has perdido de vista.
Danielle tiene una sugerencia:
—Incluso un compañero de primaria, por ejemplo.
Y enseguida asoma a mi mente una reseña de niños con batas azules, sentados en sus pupitres y controlados por una maestra inverosímil... ¿Cómo se llamaba? Martinelli. Vete a saber qué fue de ella.
—Erica Martinelli —anuncio con determinación.
Danielle teclea el nombre como un relámpago.
—¿Quién es?
—Era mi maestra de primaria...
Pero no me ha dado tiempo a acabar de contestar y el ordenador nos deja a dos velas: muchas Ericas, pero ninguna que lleve ese apellido. Pues vale.
—Claro —comenta sarcástica Selena—, vete a saber cuántos años tendrá...
Facebook no es para mayores.
Aquí hay que precisar.
—Oye, chata, que no salgo de Corazón (Novela), no fui a primaria el siglo pasado... Y además Erica era una maestra muy joven, fijo que ahora no tendrá más de cuarenta años.
—Será vieja de espíritu, si no la habría encontrado.
—Prueba con un compañero —interviene Danielle, más amable—. ¿Cómo es posible que no se te ocurra ninguno?
El despliegue de caras sigue, la atención se desvía a menudo hacia las primeras filas y se detiene en el pupitre central. Al lado de un niño con nariz goteante, toma forma la figura de la niña más guapa que recuerdo: Sara Carelli, la que todos querían tener como amiga.
—Prueba con Sara Carelli.
Danielle teclea el nombre y esta vez el ordenador nos contesta enseguida: aparece la foto de una joven guapa y rubia, con sonrisa blanquísima y labios rosas como la gasolina. Es ella. Ahora parece Barbie, pero conserva los ojos de la niña más guapa de la clase.
—Qué impresión..., cuánto tiempo.
Selena me explica que si decido darme de alta en la comunidad puedo contactar con ella. Como no son amigas, Danielle no tiene permiso para acceder a su página, pero de todas formas podemos ver cuáles son sus contactos.
Veo que ha mantenido relación con algunos compañeros de clase, está también su antiguo compañero de pupitre, el que siempre tenía mocos en la nariz. Se ha convertido en un hombre muy, muy grande, y en la imagen de perfil él y Sara están juntos, abrazados, y en medio de ellos un niño rubio que parece un poco de él y un poco de ella mezclados. Vaya historia. Por lo visto han tenido un hijo.
La cosa empieza a atraparme, mi memoria se extiende, pruebo a buscar algún que otro personaje. Un momento después encuentro a un viejo amigo de la playa, el hijo de nuestra vecina de sombrilla, también Danielle se acuerda de él, es el que consiguió mi primer beso en los labios jugando a la botella. Joder cómo se ha estropeado, hasta da cosa verle. Selena le aconseja que lo añada a sus amigos, pero Danielle no está de acuerdo.
—No soy como tú, yo hago cierta selección —le explica serenamente—. Tienes quinientos amigos, luego en la escuela no saludas a nadie y salimos siempre con los mismos idiotas. ¿Por qué no, en vez de eso, damos de alta a __________ y la agregamos enseguida como amiga?
A estas alturas, la idea me tienta bastante. En un pis-pás ya estamos rellenando una ficha con mis datos personales y seleccionando una foto de entre las del álbum de Selena que encaje para mi perfil. Hay una donde salimos Lulú y yo en la playa de Ansedonia. No está mal.
Después de unos segundos, me convierto en una ciudadana de Facebook hecha y derecha: allí estamos Lulú y yo asomándonos a la página aún vacía y a nuestro lado una casilla de texto que nos pide que apuntemos nuestras primeras impresiones. Me doy la vuelta para buscar la aprobación de mi perra, pero ella se ha desplomado en la cama de Selena e incluso ha empezado a roncar.
—Éstas son las actualizaciones de estado —explica mientras tanto Danielle—. Ahí puedes escribir lo que quieras, todos tus amigos podrán verlo y decidir si enviarte un mensaje o publicar algo en tu muro.
—¡Qué sensacional! —subrayo con ironía—. ¿Y quiénes serían estos amigos?
—Empecemos con nosotras dos.
Las chicas se lanzan a sus cuentas para contactarme e inmediatamente me llegan sus peticiones de amistad. Puedo decidir si aceptarlas o ignorarlas, pero claramente no estoy en situación de darme aires, ya que mi listado de amigos está tan vacío como una caja de resonancia.
Danielle vuelve a su página y me enseña que en su muro ha aparecido una nueva comunicación, anuncia el acontecimiento de que mi hermana y yo nos hemos hecho amigas. Ahora todo el mundo lo sabe, supongo que quien lo vea se irá a la cama reconfortado.
—Puedes añadir todas las fotos que quieras y ordenarlas en un álbum —sigue explicando Danielle—. Si alguien te etiqueta, es decir, si te señala dentro de una foto, esa foto será añadida automáticamente a las que ya tienes archivadas, y todo el mundo podrá verla.
—No tengo ni la menor idea de cómo se hace un álbum.
—De la misma manera que has cargado la imagen de tu perfil. Puedes hacerlo con otras imágenes, o vídeos si prefieres. Te pongo un ejemplo: la cena de esta noche. El álbum podemos llamarlo..., digamos... «Familia». —Y acto seguido conecta su cámara al ordenador. En pocos segundos en la pantalla aparecen las fotos de la inolvidable cena que acaba de terminar: nuestras caras sonrientes, la atmósfera de fiesta, los manjares de la abuela, Lulú que se los zampa ávidamente y mi madre que recoge la mesa con su habitual cara de iluminada. Vista así parece una muy buena pandilla.
—Ahora sólo tienes que ir a buscar nuevos amigos —me aconseja Selena, que considera este aspecto la finalidad última de todo el asunto—. Analizando tus datos, el sitio te sugiere toda la gente que podrías conocer, échale un vistazo... En dos semanas ya tendrás una intensa vida social en la red.
Llegados a este punto, a Danielle le queda una pregunta por hacer:
—¿Se te ocurre alguien más a quien podríamos buscar?
Y es entonces cuando vuelve a irrumpir en mi mente esa cara de sinvergüenza que cada día me esfuerzo por olvidar.
—Prueba con Matteo —afirmo con expresión más grave.
Selena y Danielle se miran angustiadas. Los dedos de mi hermana se bloquean en el teclado.
—¿Por qué sigues haciéndote daño?
Trato de hacer como si nada.
—Es sólo por curiosidad —le contesto—, quiero ver qué foto ha puesto.
Pero mi hermana no es tonta, ella estaba al lado de mi cama cuando trataba desesperadamente de ahogar el llanto en la almohada.
—__________, por favor, es mejor evitarlo —me dice con tono casi de súplica.
Selena me observa titubeando. Luego, de repente, se lanza al teclado:
—A la porra —afirma—, conozco a tu hermana; si ha decidido hacerlo, no la parará nadie.
Tres segundos y el sinvergüenza aparece en la pantalla.
Tiene un cigarrillo en la boca y sonríe como de costumbre, como diciendo: «¿Ves? Me va de maravilla incluso sin ti».
Un escalofrío me muerde el estómago. No puedo quitarle los ojos de encima.
En ese mismo instante, Selena se da cuenta de un detalle que a mí se me escapa y se queda pasmada. Se dirige a mi hermana con tono de reproche:
—¿Qué hace Matteo en tu grupo de amigos?
Danielle se encuentra en apuros, aunque su expresión no es de culpabilidad.
—Lo conocemos de toda la vida —se justifica—, lo considero casi un hermano mayor, no podía ignorar su solicitud de amistad.
—¿Eso significa que podemos entrar en su página? —pregunto, y mi respiración agitada revela toda mi emoción.
Entonces las chicas ya no tienen ganas de apoyarme.
—Sal de mi cuenta —ordena Danielle a Selena con un tono que no admite réplica—. No voy a permitir que se siga haciendo daño.
—Si sales de esa página significa que no has comprendido nada —le explico—. Todavía necesito tomar conciencia de lo que pasó. ¿Cómo es posible que no lo entiendas?
—Sólo necesitas pasar página, _____________. Tienes que mirar hacia delante, y husmear en su vida no te va a ayudar.
Tiene toda la razón, pero me conozco y sé que no tendré paz hasta que lo haga.
—Te lo ruego, Dani. Lo necesito —insisto. De repente mis ojos deben de haberse puesto húmedos, porque noto las lágrimas a punto de asomarse. Dani no aguanta esa visión, y sé que puedo apoyarme también en eso.
Mientras tanto Selena se ha mantenido callada, parece que por primera vez no se atreve a entrometerse. Al final no ha ejecutado las órdenes de mi hermana, de modo que Matteo sigue sonriéndonos desde la pantalla.
Me apodero del ratón y, sin que nadie me lo impida, hago clic en el cigarrillo. Después, en los pocos instantes que me separan de su mundo, siento cómo el corazón se me hincha en el pecho. Un poco por impotencia y otro poco por una mezcla de curiosidad y sadismo, ya no puedo parar el proceso de arranque.
Lo primero que averiguo gracias a Facebook es que Matteo se ha encargado de hacer saber al mundo entero que ha pasado de la condición de «soltero» (y suerte que hemos estado juntos durante tan sólo nueve años) a la de «en una relación», y que ahora se declara «locamente enamorado». Empezamos bien.
HOLA! Soy Ayelén (pueden decirme Aye :P ) y voy a publicar esta novela (Lovebook) Es una adaptación, con Joe Jonas ( :canto: ) y Rayita ( :aah: ). A mi me encantó y espero que a ustedes también.
COMENTEN Y LA SIGO :)
Gracias por leer...
:bye:
ThisIsAye
Re: Lovebook♥ (Joe Jonas y Tú)
Pao Jonatica Forever :3 escribió:udtgdgghjhgjfj Hola nueva y fiel lectora! :3 wow que nove! espero la sigas aqi me tendras siempre ok!
:omg: HOLA!!! Ya subí el 1er cap :hug:
ThisIsAye
Re: Lovebook♥ (Joe Jonas y Tú)
ThisIsAye escribió:Pao Jonatica Forever :3 escribió:udtgdgghjhgjfj Hola nueva y fiel lectora! :3 wow que nove! espero la sigas aqi me tendras siempre ok!
:omg: HOLA!!! Ya subí el 1er cap :hug:
Ayee! Lei este cap y me encanto! Tienes que seguirla ya!
Pao Jonatica Forever :3
Re: Lovebook♥ (Joe Jonas y Tú)
Hola! Nueva lectora! Subi pronto nuevo capitulo que este me encanto!
Gabywriter
Re: Lovebook♥ (Joe Jonas y Tú)
ame el comienzo , síguela por favor
y quiero que aparezca joe
SÍGUELA!
y quiero que aparezca joe
SÍGUELA!
fernanda
Temas similares
» Novela "Leopard" (Joseph Jonas, Nicholas Jonas & Kevin Jonas)
» Lovebook |Zayn Malik|
» Lovebook ADAPTADA. Zayn y tu.
» Un Día Como Hoy - Joe Jonas & {USERNAME} - Nick Jonas & Magali -
» Nick Jonas el playboy enamorado de...¿La niñera? (Nick Jonas &Tu)
» Lovebook |Zayn Malik|
» Lovebook ADAPTADA. Zayn y tu.
» Un Día Como Hoy - Joe Jonas & {USERNAME} - Nick Jonas & Magali -
» Nick Jonas el playboy enamorado de...¿La niñera? (Nick Jonas &Tu)
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
Página 1 de 1.
Permisos de este foro:
No puedes responder a temas en este foro.
Miér 20 Nov 2024, 12:51 am por SweetLove22
» My dearest
Lun 11 Nov 2024, 7:37 pm por lovesick
» Sayonara, friday night
Lun 11 Nov 2024, 12:38 am por lovesick
» in the heart of the circle
Dom 10 Nov 2024, 7:56 pm por hange.
» air nation
Miér 06 Nov 2024, 10:08 am por hange.
» life is a box of chocolates
Mar 05 Nov 2024, 2:54 pm por 14th moon
» —Hot clown shit
Lun 04 Nov 2024, 9:10 pm por Jigsaw
» outoflove.
Lun 04 Nov 2024, 11:42 am por indigo.
» witches of own
Dom 03 Nov 2024, 9:16 pm por hange.