Summer. {One Direction y tú}

Miro por la ventana. Noche fresca, típica ventisca molesta de verano. Las copas de los árboles van volviéndose verdes, muy verdes, verde esperanza. La primavera no pasa desapercibida a pesar de que en Londres parece ser siempre invierno.
El cielo está repleto de estrellas que brillan al compás de Bethoben, que se oye desde el primer piso.
Seguramente están pasándoselo de maravilla en el baile. Oh sí.
Mi madre ha invertido un dineral en un vestido de encaje que juré no usar jamás, a pesar de que le advertí que no iría. Me ha comprado tacones a conjunto y le ha pagado a una maquillista que, por desgracia o quizás suerte, no ha podido llegar.
Mis amigas intentaron convencerme de que una noche fuera de mi habitación, lejos del helado y el control de la televisión, me vendría espléndida. Pues qué lástima que nunca sabré si es cierto.
Apoyo la frente en la ventana y un cosquilleo curioso me recorre la columna. El cristal está helado y no me sorprendería que la noche fuera esté igual.
Son casi las diez de la noche y hace más de una hora que estoy aquí sentada, en el sofá-ventana de mi habitación.
Mi madre me ha llamado para comer, pero ha aceptado de una vez por todas que no tengo hambre. No tengo sed. No necesito nada que esté fuera de las cuatro paredes en las que me veo encerrada desde hace varios días.
Quizá el engaño de Niall y el que lo reconociese frente a mí de una forma tan petulante no es lo que más me dolió. Pero Louis lo reconoció con un brillo casi estremecedor en su mirada; un brillo que no fui capaz de descifrar, pero juraría que lo decía enserio.
Y, de todas formas, ¿por qué iba a mentirme?
Los chicos han venido a verme un par de veces, varias de ellas para solicitar una revocación a mí decisión de irme a California tan deprisa, pero no les he concedido el gusto. Como dice el refrán “tarde o temprano…”
Pero a veces mejor temprano que tarde, y es por eso que mañana mismo sale mi vuelo.
Debería estar en la cama ahora mismo, pero sé que no podría dormir de todas formas. Estoy congelándome, pero mi cabeza no para de maquinear y eso me mantiene alerta.
Un suspiro agobiador se escapa de entre mis labios al pensar cuán penosa debe resultar mi situación a la perspectiva de cualquier otro que pase por mi puerta cerrada, la abra y me vea así. Observando la calle vacía, esperando porque el farol de la puerta de la residencia alumbre una silueta fantasmal que no resulta ser más que Niall, que viene a disculparse y a recordarme que me ama.
Eso si es penoso.
No puedo parar de pensar cuánto tiempo estaré afuera, si volveré algún día o si estaré mejor sin Londres en mi vida.
No me hará mucha falta.
La puerta se abre lentamente con un chirrido que me acelera el pulso y me hace dar un brinco sobresaltado contra la ventana, que hace un ruido insoportable.
Mi madre entra disculpándose, a la siga de mis hermanos, con un plato entre sus manos. Tiene una porción bastante predominante de pizza con peperonni, mi favorita.
Les regalo una media sonrisa bastante humillante y me volteo a sonreírle a mi reflejo de la misma forma.
Me encuentro devastada. Peor incluso que cuando dejé de comer a mis once años porque mis padres no nos llevarían más a las casas de campo.
Aún mucho peor.
Abrazo las piernas al pecho y entierro la cabeza dentro. A veces me gustaría poder ser un avestruz y esconder la cabeza debajo de la tierra cuando quiero desaparecer.
Si fuera tan fácil…
–Pensamos que tendrías hambre. Sé que dijiste que no querías nada de comer, pero tal vez en un par de horas… –comienza mi madre, pero le corto el rollo con una mirada de “lo he captado”.
–Debería estar en la cama. Mañana a las seis de la madrugada sale el vuelo –le respondo, no demasiado borde y con un intento de sonrisa bastante chueco en plan de no parecer tan desanimada como me siento.
Los tres suspiran.
–Maddie, no tienes que irte si no quieres. Sé que Standford es nuestro sueño, no el tuyo. No tienes que hacerlo solo para hacernos orgullosos –me dice con toda convicción y la mirada brillante.
–No. Tengo la oportunidad de estar en una universidad brillante, irme lejos de aquí y comenzar una nueva vida. No voy a desperdiciarla –digo lo más firme que puedo, me acerco a ella, tomo la pizza y le doy un mordisco–. Además, no estuve sacándome buenas calificaciones toda mi vida para nada.
Ellos sonríen.
–Entonces, ¿estás segura? –me susurra Evan, que aún no ha perdonado a mi madre del todo, mientras se sienta en la cama y rebota junto al somier.
Le sonrío torpemente, pero es la sonrisa más sincera que he hecho en la semana.
–Claro, ¿por qué no?

Un llanto ahogado me despierta en mitad de la noche y la almohada que me cubre los oídos no surte ningún efecto. Susurro algunas obscenidades entre dientes y me siento en la cama, cubriéndome el cuerpo.
Todo está en completas penumbras, así que enciendo la luz del velador.
Marina está ahí. Llorando más desconsolada de lo que yo lo he hecho en dos semanas.
Se cubre el rostro para que no la vea. Tiene las mejillas rojas, el cabello enmarañado y el vestido de fiesta parece recién salido del lavarropas.
Frunzo el ceño y me acerco a ella tiritando. Nos cubro a las dos con una manta y no hablo porque si he aprendido algo de ser la amiga de Marina en todos estos años, es que no debes hablarle, debes dejarla llorar.
Un rato después, para sus sollozos quebrantados y levanta la cabeza. Me mira a los ojos, con los suyos rojos e irritados.
Nunca la he visto tan mal.
– ¿Qué ha pasado? –digo en un susurro audible solo para nosotras dos, aunque nadie más está en el cuarto.
–Louis ha terminado conmigo –me responde de la misma manera, pero ya no solloza. Es un llanto más calmado que fluye de los ojos mientras mira a la nada.
Suspiro y pienso en decirle que todos sabríamos que esto pasaría, porque su relación iba muy mal últimamente. Pero eso solo arruinaría más las cosas.
–Lo siento –le digo y la atraigo más hacia mí porque no existen palabras para contenerla.
Comienzan los sollozos hiperactivos nuevamente.
–No me dejes –me repite tres veces.
–No te dejo.
–Si, tú también vas a dejarme. Como mis padres, como Louis. Te irás y no recordarás ni mi nombre. No te vayas, Maddie, eres todo lo que tengo. Por favor, no me dejes –me susurra. Un nudo apoderándose de mi garganta y un esfuerzo enorme que debo hacer para no llorar también.
Cuando una se rompe, la otra debe ser fuerte.
–No es cierto.
–Claro que lo es.
–No –repito, ya cansada–. No voy a dejarte, Marina. Escúchame, ¿desde cuándo te conozco? –tarda en responder.
–Desde que nacimos, prácticamente.
– ¿Y qué edad tenemos?
–Casi diecisiete.
– ¿y no crees que si quisiera alejarme, lo hubiera hecho ya? –se queda callada unos segundos y se abraza a mí.
–Tengo miedo, Maddie.
–No lo tengas. No me iré. Quiero decir, no estaré aquí, pero tú sabes que nunca dejaremos de ser amigas. Esto no lo hace el destino, lo haremos nosotras –suspira–. Podemos… podemos hacer una promesa, si quieres.
–Sí.
–Prometo que no te olvidaré jamás. ¿Lo prometes tú también? –asiente y se sonríe débilmente.
–Lo prometo.

Mi madre pega el grito en el cielo antes de que el despertador suene a las cinco menos cuarto. Me levanto, me ducho, bajo las maletas casi arrastrando y con la cara más soñolienta que tengo, intento sonreír para subir los ánimos.
Tomo dos tazas de café, me como un waffle y salimos en el Dodge de papá porque casi no nos queda tiempo.
En una mezcla de nervios y sueño, lo único que me limito a hacer es observar por la ventanilla durante todo el viaje, y añadir algún que otro comentario o asentimiento a las pláticas entre mi madre y Marina sobre la calidad de ropa en California.
Una vez que llegamos, pasamos por el check in y encintamos las maletas, lo único que nos queda por hacer es esperar.
Y la verdad, ya estoy un poco cansada de eso.
Me acerco al ventanal con paso pesado y mientras observo a los aviones ir y venir y a la gente correr por no perder sus vuelos, pienso en los chicos y con cada segundo que pasa y ellos no aparecen, el nudo en mi estómago se hace más resistente.
Me he despedido de las chicas ayer por la tarde, y no ha sido tan duro como creí. De todas formas, sé que las necesitaré más de lo que quiero creer.
Justo cuando mis esperanzas caen tan rápido como un ascensor en descenso, un grito sofocado me saca de mi ensueño. Me volteo esperanzada y efectivamente, ahí están. Corriendo hacia mí, con sus rostros rojizos y las narices hinchadas por el frío cortante. Sé que han corrido para llegar porque lo noto en sus agitados pechos y la forma en la que atajan bocanadas de oxígeno con cada paso. Les importo más de lo que creo.
Corro hacia ellos porque creo que no es justo que el esfuerzo sea solo de su parte. Los brazos cálidos de Harry me atajan.
Qué bien se siente. Qué bien se siente poder aspirar su aroma, abrazar su cintura, despeinar sus rizos y besar su hombro sin tener que pedir permiso o dar explicaciones de nada a nadie. A ninguna cámara o reportero.
Hacía tanto que no lo abrazaba así que ya se me hace extraño, pero poco a poco recupero la sensación increíblemente familiar que su pecho me proporciona.
–No te vayas, Maddie, quédate un tiempo más y medítalo mejor. Esto está mal. Esto es un error… –me susurra en mi oído, y no solo siento mis lágrimas mojándome el rostro, sino que siento las suyas mojando mi cuello.
Y se me parte el corazón.
Puede que cuando nos separamos la primera vez éramos pequeños y no sabíamos nada de lo que el término “distancia” conlleva, pero ahora todo es diferente, y eso es lo que me temo.
–Lo siento, Hazza. No tengo nada que hacer aquí –concluyo, deshaciendo el abrazo. Toco su mejilla, la aprieto levemente y a él le reconforta, porque la aprisiona contra mi tacto. Cierra los ojos y nuevas lágrimas se deslizan por la punta de su nariz y sus pestañas rizadas.
–Tienes que cuidarme, que regañarme, que comprarme revistas con chicas desnudas. Tienes que limpiar mi cuarto, reclamarme que ronco por las noches y obligarme a ir a dormir temprano. Tienes que estar aquí para mí porque te necesito. Todos lo hacemos, todos lo haremos.
Maddie, no nos dejes –trago saliva duramente, lo pienso unos minutos breves y niego con los ojos cerrados–. No –me dice, absteniéndose a oír mi negativa.
–Lo siento –es lo único que puedo añadir, y me acerco a abrazar a Liam.
Acaricia mi cabello y besa mi cuello. Me recuerda por qué amo sus abrazos, por qué siempre busqué refugio entre sus brazos.
Amo que me acune, siempre lo he hecho.
Es tan dulce y delicado para sostenerme. Lo hace como si fuera de cristal, como si fuese a romperme en cualquier momento y temiera tener que juntar las piezas.
Me abraza con un amor infinito que agradezco de la misma forma.
– ¿Quién va a recordarme lo guapo que soy ahora? –me dice riendo, aunque las lágrimas mojan por completo su rostro.
Le sonrío tímidamente.
–Lo haré por skype, por móvil e incluso por mensaje cada vez que pueda –asiente, me besa la frente indicándome que está aquí para protegerme y me guiña un ojo.
–Haré lo mismo. Te recordaré cuán guapa estás. Y quiero que te me vengas con un súper bronceado Californiano del que hablar –me río y sorbo por la nariz, asintiéndole.
El próximo es Zayn.
Me mira y baja la mirada. No quiere verme.
Tomo su mano y con la que me queda libre le alzo la barbilla, lo descubro llorando. Lagrimeando débilmente, apretando los ojos con fuerza y negándose a soltar una lágrima más.
–No debería estar llorando. Se supone que soy el más fuerte del grupo. Pero no puedo… no hoy –suelta y cuando abre los ojos, varias lágrimas juntas caen en una ducha–. Siempre has sido mi debilidad. No sé por qué, no sé cómo, pero tienes algo. Eres como la niña de mis ojos, Madeleine. Eres mi hermanita. Quizá es que veo en ti todo lo que mis hermanas no me dieron. El amor que no obtuve de ellas lo saqué de ti. No sé por qué es, pero siempre tuve la necesidad de defenderte de todo el que quiera hacerte daño. Y aunque muchas veces estuviste equivocada, siempre me puse de tu lado.
Eres mi pequeña, y no puedo ser fuerte cuando mi pequeña se va –solloza y se cubre el rostro.
Lo abrazo con todas las fuerzas que me quedan.
–No te disculpes por demostrar lo que sientes. ¿Te sirve de algo que te diga que yo siento lo mismo y qué eres una de las personas más importantes en mi vida?
Si siempre me has sentido tu hermana, pues es porque yo te he convertido en mi hermano –murmuro contra su oído, en puntas de pie porque es más alto que yo.
>> Y si de algo te sirve: el que hoy estés llorando por verme partir, me hace amarte todavía más.
No me voy por siempre, Zayn, nunca me iré por siempre de sus vidas. Ni ustedes de la mía.
Ni siquiera Niall –añado con un hilo de voz al final. Y después me separo lentamente, le beso la mejilla y me abalanzo sobre Louis.
Oh, qué difícil está esto.
Quizá no quería romperme de la manera en la que lo estoy haciendo, pero mis sollozos acallan mis ideas.
Me sujeto a su chaqueta con fuerza y me tengo que recordar que tengo que irme porque si no me aferraría a él por siempre.
–No, no te sueltes –dice casi desesperado, aferrándome más a sí–. Te vas conmigo o te quedas.
–Louis, tengo que irme.
–No me hagas escoger por ti –advierte entrecortado.
–Louis…
–No lo hagas. No me dejes. Vas a olvidarme, no tienes que olvidarme. Recuérdame, por favor –me separa levemente, busca mi mirada con lo celeste de la suya y veo sus ojos cristalizarse–. Por favor.
–Nunca te olvidaré. No me olvides tampoco.
–No tienes que mencionarlo –suspira–. Te amo –agrega después, y no me da tiempo a interpretar que quiso decirme, porque otro grito anunciándome proviene detrás de él.
Es Niall. Ajetreado, con la chaqueta rota y el cabello despeinado. Fuera hay millones de fans que esperaron para seguirlos hasta aquí.
Cuando llega a mí no puedo escapar, no tengo más opción que enfrentarlo.
Me mira, mirada brillante y a la vez opaca. Sé que se ponen de ese color intenso cuando está frustrado.
–No mencionaste que te irías.
–No te has pasado por casa, ¿recuerdas? –susurro–. Solías hacerlo, pero eso era antes.
–No puedes irte, aún hay muchas cosas de las que hablar.
–No hay nada entre tú y yo, creo que tú lo has dejado claro.
– ¡Madeleine! –exclama desesperado–. Tú no entiendes…
–No, tú no entiendes. Ya lo has hecho, ¿bien? Me has dañado, no sigas. Para, basta.
Me mira herido. Como si lo que le dije hubiese sido una daga clavada en lo más profundo de su corazón.
–Voy a extrañarte.
–También yo –le respondo, aún bastante frívola. Suspira, rebusca entre sus bolsillos y saca un dije.
Es mi collar de la suerte.
–Quédatelo, necesitarás suerte.
– ¿Qué te hace creer eso? ¿qué perdí muchas cosas, últimamente?
–Es tuya, de todos modos.
–Te la he dado, ahora quédatela –niega efusivamente.
–Nos recordarás cuando la veas.
–Puedo recordarlos sin necesidad de una estúpida gargantilla –escupo, y ahora sí parece dolido. Bufo, me acerco y sin mostrar arrepentimiento, la arranco de sus manos y la estrecho en mi pecho–. Ya está, es mía.
Asiente, entristecido y con la mirada inexpresiva.
–Siempre lo ha sido –asiento, le doy la razón, y me acerco a despedirme de mis padres y Marina, que no se ha acercado ni un poco a Louis.
Apenas termino de besar la mejilla de mi madre y la oigo desearme buena suerte, el primer llamado por altavoz se oye en todo el aeropuerto y retumba en mis oídos, recordándome que es mi hora.
Me abrazo por última vez a todos, en especial a Harry porque ha quedado destruido y me alejo de la mano de Joe.
–Te prometo que será la mejor opción que hayas tomado alguna vez –me susurra antes de subir, mientras volteo y los veo abrazarse unos a otros, conteniendo el aliento y las ganas de gritar. Justo como yo me siento.
Atrapada.