Sólo somo la luna y yo.

La escuela fue como siempre, normal. Nada me pasa, nunca. Estoy condenada a una eternidad en Los Hamptons, cuyas calles están llenas de niñas y niños ricos de papi y mami. Las personas más opulentas y adineradas viven aquí o vienen a pasar el verano en las playas de Long Island, hasta puedo asegurar que famosos del cine y la música pisan las mismas aceras que yo cada día. Sin embargo no todo en Los Hamptons es color de rosa, estamos la oveja negra de la familia, o en éste caso “La oveja negra de la comunidad”. A pesar de que éste lugar es famoso por sus adinerados habitantes, estamos los de clase media a los que nos toca sobrevivir y sudar la gota gorda para pagar los servicios e impuestos que cada vez suben más y más a causa de nuestros vecinos. Aquí es donde entramos mi familia y yo, la casa en la que vivimos ha sido de nuestra familia desde hace muchísimos años, desde la mismísima creación de las primeras casas de la comunidad. Tiene tanto patrimonio histórico y familiar que mi madre, Dalila Dupree, ha luchado incansablemente para conservar la casa. A mí en lo personal no importaría mudarme, me dan tanto fastidio los niñitos de este lugar que por mí ya estaríamos viviendo en el congestionado centro de Nueva York, sin embargo para mi madre es muy importante conservar la casa así que tiene mi apoyo incondicional. Desde siempre hemos sido solo las dos, luchando contra el mundo. No sé de dónde provino aquella otra mitad de ADN necesario para formarme, no conozco a tal donante. Así lo llamo yo, “donante” pues literalmente eso fue lo único que hizo bien, completó mi ADN para que yo pudiera nacer. A él le debo mis ojos verdes y mi cabello negro, nada más, así quiero que quede, ese fue su único detalle para mí, no tengo intención de encontrar al poseedor original de mis genes. Como venía diciendo, la casa es hermosa pero supremamente costosa, para apoyar a mi mamá conseguí un empleo como niñera en la casa de los Youngerman, una de las familias más influyentes y adineradas de Los Hamptons. Cuidaré a la menor de los hijos, una linda y pelirroja nena llamada Emily, y por lo que sé, apenas tiene unos ocho años, pero ya tiene clases de ballet, gimnasia, pintura, canto y actuación. Su madre es Lauren Youngerman, la famosa actriz y cantante de broadway. Tiene una voz increíblemente bella y un carisma acogedor. El señor de la casa es Jonathan Youngerman, gran empresario y accionista de Microsoft, ha desarrollado varios modelos de computación, si tienen un problema, a él acuden. Sin embargo está, a mi parecer, la mancha de la familia, Nicholas Youngerman. Altanero, egocéntrico, presumido, y mujeriego. Va en varias de mis clases y cada que lo veo (si es que va a clase) está con una chica diferente, todas plásticas y huecas, con menos ropa que cerebro. Como buen niño mimado, es un excelente atleta, de hecho es el capitán del equipo de soccer, football y volleyball. Otra cosa pasa en el salón de clase, pues es tan mal estudiante que sé que ha logrado pasar de año gracias al dinero de sus padres.
Llego a casa exhausta, huelo café recién hecho y corro hasta la cocina para encontrar a Dalila sacando el vaso de la cafetera llena de mi tan amado y oscuro líquido.
- Hola Lyla ¿cómo te fue en la escuela? – me saludó mi madre entregándome la tan esperada taza de café
- Nada nuevo, los mismos presumidos de siempre – contesté de mala gana
- ¿Hoy empiezas con los Youngerman? ¿Cierto? – preguntó mientras se sentaba en el sofá y prendía la TV
- Sí, tengo que estar allá antes de las cuatro – le di el primer sorbo a mi humeante café
- Bueno, entonces tienes el tiempo medido, ve a darte una ducha – me apuró – Te demoras mucho ¡Si no te bañas ahora no alcanzarás a estar lista! –
Dicho y hecho, faltaban cinco minutos para las cuatro y apenas me terminaba de cambiar. Opté por algo cómodo, unos jeans, un esqueleto suelto de color rosa pastel y unas balerinas a juego. Bajé las escaleras como alma que lleva el diablo, tomé mi bicicleta y pedaleé a toda velocidad las quince cuadras que me separan de los Youngerman. Daban las cuatro y tres minutos cuando toqué la gran puerta de madera maciza con la aldaba en forma de león.

La señora Lauren apareció en el umbral con un vestido de lentejuelas despampanante, estaba muy bien arreglada, su cabello estaba recogido con la elegancia y estilo propio de los años cuarenta que armonizaba a la perfección con su profundo labial rojo sangre.
- ¡Emily cariño, llego tu niñera! – gritó a su hija que se encontraba a lo lejos – Hola cariño, debes ser Lyla ¿cierto? –
- Sí Señora Youngerman – respondí cortésmente
- Hay linda solo dime Lauren – dijo con amabilidad – Creí que no llegarías, Jonathan y yo tenemos una reunión esta noche en Nueva York y no podemos dejar a Emily sola con Nick – hablaba apurada al ponerse un arete de diamantes
- Si, lo imaginé – rodé los ojos, pero creo que ni lo notó ni me escuchó
- ¿Puedes pasar la noche aquí? Llegaremos muy tarde, así que si quieres la habitación de huéspedes es tuya, si necesitas ropa de dormir puedes subir y tomar algo de mi recámara, con confianza – me guiñó un ojo, tiró un beso a la pequeña que se acercaba hacia mí y salió sin dar más explicaciones
La pequeña pelirroja se acercó lentamente, tenía los ojos enormes de color marrón y el cabello rizado y encendido, también podía notar las pequeñas pecas en sus mejillas y lo increíblemente rosados que eran sus finos labios.
- Hola – dijo con su aguda vocecita
- Hola Emily, yo soy Lyla – me presenté – te cuidaré toda la noche pero como hoy es viernes podemos dormirnos tarde si quieres – propuse con una sonrisa
- No puedo, mañana temprano tengo clase de gimnasia –
- Qué lástima, bueno, ¿Qué quieres hacer? –
- Practicaré con el piano un rato, puedes acompañarme - ¿También tenía clases de piano?
- Claro linda –
La pequeña tomó mi mano y recorrimos la casa hasta su habitación. Era enorme, mucho más que la mía. En una de las paredes había una puerta de lo que parecía era una casa de muñecas, entramos por ahí y había una pequeña habitación que tenía un trono con coronas y varios vestidos de princesa en los estantes, a uno de los lado pude ver unas escaleras que daban a el ático. Subimos y tuve que cerrar mi boca de la impresión. El ático era simplemente hermoso, había un piano de cola negro, una biblioteca enorme de madera, varios cojines al lado de ésta para sentarse, además de varias guitarras y una pequeña cabina de sonido con micrófonos de estudio para cantar. Era sin duda mi lugar favorito de la casa, las paredes eran blancas con adornos de notas musicales en la parte superior y el piso daba una sensación de espejo de lo brillante e impecable que era.
Emily se sentó en el piano y yo me senté junto a ella en el taburete. La música que la niña tocaba era hermosa, la melodía era suave y armoniosa a mis oídos, nunca había escuchado algo igual. La pieza duró unos seis minutos, inundaba mi corazón con cada nota y elevaba mi espíritu.
- Emily eso fue bellísimo, nunca había escuchado algo así – dije sinceramente
- ¿Nunca habías escuchado Claro de Luna? – preguntó incrédula la pelirroja
- Para ser sincera, no – nunca sentí interés por la música clásica, a mi denme una canción con un ritmo bien pegajoso
- Es una sonata del maestro Beethoven, dice la leyenda que la tocó para una niña ciega –
- Es bellísima, gracias Emily – la atraje hasta mi pecho con una mano y la abracé de lado
- Fue un placer – contestó la pequeña sonriendo