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Los Patitos Feos También Besan (con Nick y Joe)

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Los Patitos Feos También Besan (con Nick y Joe) Empty Los Patitos Feos También Besan (con Nick y Joe)

Mensaje por Invitado Miér 29 Feb 2012, 12:30 pm

Nombre: Los Patitos Feos También Besan
Autor: pinkiiland
Adaptación: Sí de Jane Green
Género: Drama y Romance
Advertencias: ninguna
Otras páginas: -


Argumento:

Jemima Jones está gorda, muy gorda. Sus delgadas compañeras de piso la tratan como a una criada y su maravillosa, delgadísima y guapísima jefa en el Kilburn Herald, mucho más tonta que ella pero mejor pagada, actúa como si Jemima fuera su sierva.

Si a esto le sumas que está loca por su encantador, sexy e inalcanzable colega Nick Williams, la conclusión es que la vida de Jemima necesita un cambio. Cuando conoce a Joe por Internet le llega la oportunidad de reinventarse: será la felina, guapa, gimnasio-adicta y glamorosa JJ.

Su Romeo a larga distancia no tarda en pedirle una cita....

***esta novela es una adaptación hecha por mí de un libro de una escritora ya consagrada en el género Chik-lit, es británica y su nombre es Jane Green. Quise compartirla en el foro porque me pareció súper linda y romántica… espero que les guste tanto como a mí. Además, dentro de cada una de nosotras hay una Jemima Jones muy insegura, pero sólo hay que tener confianza en sí mismos, como lo dice muy bien la escritora en su epílogo. ¡Dios, ya he dicho demasiado!***

Entonces que dicen… ¿la sigo?
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Los Patitos Feos También Besan (con Nick y Joe) Empty Re: Los Patitos Feos También Besan (con Nick y Joe)

Mensaje por Let's Go Jue 01 Mar 2012, 7:41 pm

primera y fiel lectora

esta super

espero el primer cap

seguila!!!
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Los Patitos Feos También Besan (con Nick y Joe) Empty Re: Los Patitos Feos También Besan (con Nick y Joe)

Mensaje por Invitado Vie 02 Mar 2012, 5:57 pm

Aquí está el primer capi, o bueno, parte de él porque los veo como muy largos!
Espero que les guste... ya verán que se pondrá muy buena :)

Capítulo 01

Dios santo, ojalá fuese delgada.

Ojalá fuese delgada, y guapísima, y pudiera conseguir a cualquier hombre que me propusiera. Probablemente creáis que estoy loca. Quiero decir que aquí estoy, sentada en la oficina, yo sola, con un enorme sándwich de dos pisos ante mí; pero me está permitido soñar, ¿no?

Todavía queda media hora del descanso para almorzar. Media hora durante la que babear sobre el último número de mi revista favorita. No me interpretéis mal. No leo los artículos, ¿por qué iba a hacerlo? Miles de palabras sobre cómo conservar a tu hombre, cómo dar color a tu vida sexual o cómo averiguar si él te ha sido infiel no tienen, con franqueza, nada que ver conmigo. Seré totalmente sincera con vosotros: nunca he tenido un novio de verdad, y los titulares de las portadas no son la razón por la que las compro.

Si queréis saberlo, las compro, todas ellas, por las fotos. Me siento a estudiar con detenimiento cada fotografía, empapándome de los largos y esbeltos miembros de las modelos, su estrecha cintura, su piel dorada y brillante. Siempre hago lo mismo: empiezo por las caras, examinando cada pómulo esculpido o barbilla con forma de corazón, y desciendo poco a poco por sus cuerpos, con cuidado de no saltarme ni un músculo.

Tengo mis favoritas. En el primer cajón de la cómoda en mi dormitorio hay un montón de fotos recortadas de las mejores top-models en mis poses preferidas. Linda está allí por su sex-appeal, Christy por los labios y la nariz, y Cindy por el cuerpo.

Y antes de que creáis que soy una especie de lesbiana no declarada, ya os he explicado qué deseo pediría si frotara una lámpara y apareciese de pronto un genio guapísimo con el torso desnudo. Si solo me fuese concedido un deseo en esta vida no sería que me tocara la lotería. Tampoco tener un verdadero amor. No, si solo me fuese concedido un deseo pediría tener la figura de una modelo, probablemente la de Cindy Crawford, y ampliaría el deseo a conservar esa figura de modelo, por mucho que comiera.

Porque, aunque cuesta admitirlo ante un perfecto desconocido, yo, Jemima Jones, como mucho. Sorprendo las feroces miradas de desaprobación que me lanzan cada vez que como en un lugar público, y hago lo imposible por no hacer caso de ellas. Si alguien, algún «amigo» que trata de mostrarse amable y comprensivo, me pregunta con delicadeza al respecto, le digo que tengo un problema de tiroides, o un problema de glándulas, y de vez en cuando añado que tengo un metabolismo superlento. Solo por si hay alguna duda, por si la gente no cree que la única razón por la que tengo este tamaño sea la cantidad de comida que ingiero.

Pero vosotros no sois tontos. Lo sé, y dado que aproximadamente la mitad de las mujeres del país usan de la talla 44 para arriba, os pediría que intentarais comprender mis atracones secretos, mis ansias continuas, y vierais que no se trata solo de comida.

No os hace falta saber mucho de mí, basta decir que no tuve una niñez muy feliz, que jamás me sentí querida, que nunca superé el divorcio de mis padres cuando era niña, y que ahora, de adulta, solo me siento realmente cómoda buscando consuelo en la comida.

De modo que aquí estoy, con veintisiete años, lista, graciosa, cariñosa, generosa y amable. Pero, por supuesto, eso no es lo que ve la gente cuando mira a Jemima Jones.

Solo ve carne.

Ven mis enormes pechos —sobre todo los malditos obreros de la construcción, hasta el punto de que he llegado al extremo de evitar pasar por delante de obras de cualquier clase, —ven mi descomunal y redonda barriga, los muslos que se rozan entre sí al andar.

Por desgracia, no ven lo que yo veo cuando me miro en el espejo. Visualización selectiva, creo que lo llaman. No ven mi brillante pelo castaño claro. No ven mis ojos verdes ni mis labios carnosos. No es que sean nada del otro mundo, pero a mí me gustan, diría incluso que son mis mejores rasgos.

Tampoco se fijan en el modo en que visto porque, a pesar de que peso mucho, muchísimo más de lo que debería, no me abandono, siempre me esfuerzo. Quiero decir, miradme. Si fuera delgada, diríais que estoy fantástica con mis atrevidos pantalones a rayas y mi camisa larga tipo túnica exactamente del mismo tono naranja. Pero debido a mi tamaño la gente me mira y piensa: «Dios mío, no debería llevar colores tan vivos, no debería llamar tanto la atención sobre ella».

Sin embargo, ¿por qué no iba a disfrutar con la ropa? Al menos no me digo que no voy a molestarme en ir de compras hasta que gaste la talla 40, porque, naturalmente, mi vida es un régimen continuo.

Todos sabemos lo que pasa con los regímenes. En cuanto reduces el consumo de ciertos alimentos, la ansiedad se apodera de ti hasta que se te nubla la vista y no puedes pensar como es debido, y la única manera de librarte de la ansiedad es con un pedacito de chocolate, que no tarda en convertirse en una tableta entera.

Los regímenes no funcionan, ¿cómo iban a hacerlo? Es una industria que mueve millones de dólares, y si alguno diera resultado, absolutamente todo se iría al garete.

Si hay alguien que sabe lo fácil que es fracasar soy yo. La dieta Scarsdale, la dieta rica en fibra, el plan F, el régimen de los seis huevos al día, las bebidas adelgazantes, los parches para adelgazar. He probado todo lo habido y por haber, idiota de mí.
Algunos, debo reconocerlo, han dado mejores resultados que otros, pero ni con la ayuda de todos ellos he logrado estar delgada. He conseguido adelgazar, pero no dejar de ser gorda.

Sé que estáis contemplándome con compasión mientras termino mi sándwich y miro a hurtadillas alrededor para ver si alguien me está mirando. Estupendo, no hay moros en la costa, de modo que abro el cajón superior y saco la tableta de chocolate escondida al fondo. Arranco el envoltorio naranja y el papel de plata y los tiro a la papelera que hay debajo de mi escritorio, ya que es más fácil esconder una tableta de chocolate marrón que el llamativo papel que la envuelve.

Doy un mordisco. Saboreo el dulce chocolate mientras se derrite en mi lengua, y luego doy otro mordisco, pero esta vez mastico furiosamente y trago casi sin saborearlo. En unos segundos la tableta ha desaparecido, y me quedo allí sentada sintiéndome enferma y culpable.

También siento alivio. Acabo de ingerir mi dosis de comida calórica del día, lo que significa que no queda nada. Lo que significa que esta noche, cuando vuelva a casa y me coma una ensalada, que es lo que tengo previsto cenar, podré sentirme bien, y podré empezar una vez más mi régimen.

Termino de leer mi revista y la guardo en mi bolso, lista para atacar sus páginas con las tijeras cuando esté a salvo en mi dormitorio, luego echo un vistazo al reloj y suspiro. Otro día de mi monótona vida. Y, sin embargo, no debería ser tan monótona. Por el amor de Dios, soy periodista. ¿No tendría que ser una existencia emocionante y glamourosa?

En mi caso, por desgracia, no. Echo de menos un poco de glamour, y en las escasas ocasiones en que leo por encima los artículos de las revistas que hojeo, creo que yo podría hacerlo mejor.
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Mensaje por Yuliaa Vie 02 Mar 2012, 7:08 pm

NUEVA Y DIEL LECTORAAA!!!
LA VERDAD ME LLEGA MUCHO TU NOVEE!! NUNCA PENSE LEER UNA NOVE ASI, ES MUY LINDA Y MUY REFLEXIVA!!
ME ENCANTAA!!!
UNA DE LAS MEJORES NOVES HASTA EL MOMENTO!!
NUNCA HABIA LEIDO UNA NOVE ASI!!! PERO ME ENCANTO!!
POR FAVOR SIGUELAAA!!!!
Yuliaa
Yuliaa


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Mensaje por Invitado Sáb 03 Mar 2012, 9:08 am

¡Qué bueno! A dos chicas les gusta :)
Bienvenidas Jazz y Yulia Los Patitos Feos También Besan (con Nick y Joe) 88550944

Acá el segundo:

Capítulo 02


Sí, probablemente podría hacerlo mejor, pero carezco de experiencia para escribir sobre hombres infieles. Si la tuviera recibiría premios, porque yo, si no está mal que lo diga, soy experta con las palabras. Me encanta jugar con ellas, ver cómo encajan las frases unas con otras como piezas de un puzzle, pero aquí en el Kilburn Herald mis dotes son tristemente desaprovechadas.

Odio este trabajo. Cuando conozco a alguien y me pregunta a qué me dedico, respondo con la cabeza bien alta: «Soy periodista». Luego procuro cambiar de tema, porque la pregunta que sigue es: «¿Para quién trabajas?». Bajo la cabeza, murmuro «el Kilburn Herald» y, si me presionan mucho, la bajo aún más y confieso que escribo la columna «Los Mejores Consejos».

Cada semana me llueven cartas de gente triste y sola de Kilburn que no tiene nada mejor que hacer que escribir con preguntas como estas: «¿Cuál es la manera más efectiva de blanquear un suelo de linóleo blanco jaspeado que se ha vuelto amarillento?», o «Tengo un par de candelabros de plata que heredé de mi abuela. La plata se ha ennegrecido. ¿Alguna sugerencia?». Y cada semana me paso horas, sentada hablando por teléfono con los malditos fabricantes de linóleo o de plata y, disculpándome por robarles su tiempo, les pido las respuestas.

Esta es la clase de periodismo que hago. De vez en cuando tengo que escribir algo, normalmente una nota de prensa con pretensiones, un comunicado altisonante que se utilizará para llenar algún espacio, y, ah, cómo disfruto con ese trabajo en apariencia tan poco emocionante. Hago pedazos el comunicado y vuelvo a empezar. Si mis colegas, los reporteros y articulistas que pululan alrededor de mí, se molestaran en leer lo que he escrito, repararían en mi estilo magistral.

No es que no haya intentado ascender en el mundo del periodismo. De vez en cuando, cuando el aburrimiento amenaza con volverme totalmente incompetente, me arrastro hasta el despacho del director, apretujo mis carnes en una silla y le pido una oportunidad. De hecho, hoy tengo previsto ir a verlo.

—Jemima —dice el director, echándose hacia atrás en su butaca y poniendo los pies sobre la mesa mientras da una calada a un puro, —¿por qué quieres ser reportera?
—No quiero —digo, conteniéndome para no poner los ojos en blanco, porque cada vez que voy allí parece que tenemos la misma conversación. —Quiero escribir artículos de fondo.
—Pero, Jemima, haces un trabajo tan fantástico en «Los Mejores Consejos»... Con sinceridad, querida, no sé dónde estaríamos sin ti.
—Solo que no es exactamente periodismo. Quiero escribir más.
—Todos debemos empezar por abajo —dice él, que es como comienza su habitual monólogo, mientras yo pienso, sí, y tú sigues ahí; esto no es el Guardian, es el maldito Kilburn Herald. —¿Sabes cómo empecé yo?

Meneó la cabeza en silencio, pensando, sí, eras el maldito chico de los recados en el Solent Advertiser.

—Era el maldito chico de los recados en el Solent Advertiser... —Y se sigue dale que dale.

La conversación termina también de la misma manera.

—Puede que pronto haya una vacante en la sección de reportajes —dice con un guiño de complicidad. —Sigue así y veré qué puedo hacer.

De modo que suspiro, le doy las gracias por atenderme y maniobro para levantarme de la estrecha silla. Justo antes de salir por la puerta el director dice:

—A propósito, vas a hacer ese curso, ¿no? Me vuelvo y lo miro confusa. ¿Curso? ¿Qué curso? —Ya sabes —añade, al advertir que no sé de qué habla. —Ordenadores, internet, la World Wide Web. Vamos a estar en la línea y quiero que asista toda la oficina.

¿En la línea? Querrá decir en línea, pienso con una sonrisa mientras salgo. El director, desesperado por hacer alarde de su cultura urbana, ha demostrado una vez más que sigue viviendo en los ochenta.

Regreso con paso firme a mi escritorio, preguntándome inútilmente por qué no me da una oportunidad. No tiene inconveniente en que haga un estúpido curso de ordenadores, pero sí en que utilice el cerebro. Que me lo expliquen.

Paso junto a los reporteros, todos ocupados hablando por teléfono, y al aproximarme a mi ídolo secreto bajo la vista. Nick Williams es el subjefe de información. Alto y guapo, es también el Lotario de la oficina. Tal vez no pueda permitirse vestir en Armani, tratándose del Kilburn Herald, pero sus trajes de confección le sientan tan bien que podrían perfectamente pasar por Armani.

Todas las mujeres del Kilburn Herald se sienten secretamente atraídas por Nick Williams, por no hablar de la dependienta de la tienda donde compra cada mañana el periódico, la camarera de la bocadillería, que lo sigue con la mirada cuando pasa a grandes zancadas por delante cada día a la hora del almuerzo. Sí, no creáis que no me haya dado cuenta.

Nick Williams es guapísimo, no hay vuelta de hoja. Su cabello castaño claro cae lacio, de forma ordenada y natural, sobre su ojo izquierdo; sus cejas son perfectamente arqueadas; sus hoyuelos aparecen exactamente donde tienen que estar cuando sonríe. Por supuesto, es muy consciente del efecto que produce en las mujeres, pero por debajo de todos los cotilleos que corren sobre él late un corazón de oro, solo que no le digáis que os lo he dicho. No le gustaría que la gente se enterara.

Es la perfecta combinación de tío bueno y niño vulnerable, y la única mujer que no está interesada en él es Geraldine. Veréis, Geraldine ha nacido para cosas más grandes. Geraldine es mi única amiga del periódico, aunque puede que ella no esté de acuerdo, porque, después de todo, fuera del trabajo no nos tratamos, pero mantenemos nuestras charlas, Geraldine atractivamente sentada en el borde de mi escritorio mientras yo deseo en silencio parecerme a ella.

A menudo comemos juntas, con frecuencia con Nick Williams, lo que para mí es tan doloroso como agradable. Agradable porque vivo esperando esos días en que él se sienta con nosotras, y doloroso porque cada vez que él se acerca me convierto en una adolescente torpe. No puedo ni mirarlo, y no digamos hablarle, y lo único que me consuela es que en cuanto se sienta pierdo el apetito.

Sospecho que cree que soy bastante agradable, y estoy segura de que sabe que estoy ridículamente enamorada de él, pero dudo que pase mucho tiempo pensando en mí, al menos cuando Geraldine anda cerca.

Geraldine empezó a trabajar aquí al mismo tiempo que yo, y lo que me mata es que yo lo hice como licenciada en prácticas y ella como secretaria, pero ¿quién fue la primera en escribir artículos? Adivinasteis.

No es que yo sea totalmente cínica, pero con su melena rubia con un corte chic a lo paje y su diminuta figura de la talla 38 vestida a la última moda, Geraldine puede que no tenga ni un ápice de talento, pero vuelve locos a los hombres, y el director cree que es el mejor fichaje que ha hecho el periódico desde..., bueno, desde que entró él.

Lo peor, sin embargo, es que Geraldine sea la única mujer de aquí que Nick cree digna de sus atenciones. Geraldine no está interesada en él, lo que lo hace apenas soportable. Sin duda, de una manera vagamente objetiva, sabe apreciar el aspecto físico de Nick, su encanto, su carisma, pero, por favor, trabaja en el Kilburn Herald, y solo por eso jamás sería lo bastante bueno para ella.

Geraldine solo sale con hombres ricos. Mayores, más ricos, más entendidos. Su novio actual le ha durado, sorprendentemente, ocho meses, lo que para ella es todo un récord, y parece ir en serio, lo que a Nick le resulta insoportable. A mí, por otra parte, me encanta escuchar lo que llamo «las historias de Geraldine». Ella es la mujer que me gustaría ser.

A estas alturas mi festín se ha terminado, de modo que me instalo ante mi escritorio y descuelgo el teléfono para hablar con la consulta del veterinario local.

—Buenas tardes —digo con mi voz telefónica más animada. —Soy Jemima Jones del Kilburn Herald. ¿Tiene alguna idea de cómo quitar el olor a orina de gato de unas cortinas?


Jemima Jones abre la puerta y acto seguido se le cae el alma a los pies. Cada día, al volver a casa en autobús, cruza sus dedos regordetes y reza para que sus compañeras de piso hayan salido, reza para que haya paz y tranquilidad, una oportunidad de estar sola. Pero en cuanto abre la puerta le llega la música a todo volumen de la sala de estar, las risitas bobas que salpican su conversación, y, acongojada, asoma la cabeza.

—Hola —dice a las dos chicas, una de ellas tumbada en el sofá, que intercambian cotilleos. —¿Alguien quiere una taza de té?
—Oh, Mimey, me encantaría una —dicen las dos a coro, y yo hago una mueca al oír el apodo que han decidido endilgarme. Es el apodo que me pusieron en el colegio y que trate de olvidar porque, aun ahora, solo oírlo mencionar me trae a la memoria lo que era ser la gorda de la clase, con la que todos se metían y a la que siempre marginaban.

Sophie y Lisa, a su manera vagamente condescendiente, siguen llamándome Mimey. Puede que no me conocieran en el colegio, pero saben que odio ese nombre porque una vez me armé de suficiente coraje para decírselo, pero el hecho de que me irrite solo parece divertirles aún más.

¿Queréis que os hable de Sophie y Lisa? Sophie y Lisa vivían en este piso mucho antes de que yo apareciera en escena, y la mayor parte del tiempo creo que estaban mucho más contentas, la única diferencia era que no tenían quien les preparara cada tarde el té. Sophie es rubia, una rubia chic y llamativa de sonrisa incitante y mirada insinuante. Lisa es morena, con una alborotada melena larga y rizada, y los labios carnosos y protuberantes.

Si las conocierais probablemente creeríais que son encargadas de compras de una tienda de moda o algo igual de glamouroso, porque ambas tienen una figura perfecta, una sonrisa fácil y un armario lleno de ropa de diseño, pero, y eso es lo único que me hace sonreír, la realidad es mucho menos interesante.

Sophie y Lisa son recepcionistas. Trabajan juntas en una agencia de publicidad y se pasan el día compitiendo entre sí para ver cuál liga más. Las dos se han trabajado, la una después de la otra, a todos los hombres de la agencia, la mayoría buenos partidos, algunos no tanto, y ahora esperan sentadas detrás de sus escritorios de haya y acero a que aparezca por la puerta un nuevo cliente, alguien que les acelere el pulso y las haga pestañear.

No es extraño encontrarlas a esa hora en casa, pero sí que no salgan después. Llegan a las cinco y media en punto y holgazanean leyendo revistas, viendo la televisión y cotilleando antes de darse un buen baño caliente a las siete, arreglarse el cabello a las ocho menos cuarto y maquillarse a las ocho y cuarto.

Cada noche hacia las nueve están fuera, vestidas de punta en blanco. Haciendo repiquetear unos tacones altísimos, salen de casa tambaleándose y me gritan entre risitas bobas que me porte bien, aunque suelo estar en mi habitación o viendo la televisión. Siempre parece hacerles muchísima gracia, e invariablemente me entran ganas de pegarles. No es que no me caigan bien, pero son totalmente incoherentes, un par de periquitos parlanchines que continuamente me sorprenden con su estupidez.

Se van a Mortons, a Tramp, a Embargo, lugares anónimos donde ligar con hombres anónimos que, si tienen suerte, las invitarán a una copa o a cenar, o a dar una vuelta en su Ferrari antes de desaparecer en la noche.

No seáis ridículos, por supuesto que yo no voy con ellas, pero, por mucho que desprecie el estilo de vida que llevan, parte de mí, solo una pequeña parte, quisiera conocer la experiencia.

Pero no merece la pena ni hablar de ello. Ellas son delgadas y guapas, y yo no. Jamás me atrevería a sugerirles acompañarlas, y ellas jamás se atreverían a proponérmelo. No es que sean desagradables conmigo, por debajo de la ostentación y el glamour son buenas personas, pero una chica tiene que guardar las apariencias, y me temo que las amigas gordas no entran en la ecuación.

El régimen que hacen ellas, si se lo puede llamar régimen, parece consistir en botellas de champán reforzadas con rayas de coca que les proporcionan los hombres que conocen. La nevera de casa siempre está vacía a menos que yo haya ido a comprar, y en los ocho meses que llevo viviendo allí nunca las he visto comer como es debido.

De vez en cuando he oído a Sophie o a Lisa anunciar:

«¡Me muero de hambre!», y entonces una de las dos abre la nevera y entra en la sala de estar mordisqueando un tomate o la mitad de un pan pitta untado ligeramente de rosa: la capa más fina de taramasalata que jamás he visto.

Creeréis sin duda que formamos un trío raro, y probablemente tengáis razón. El italiano del restaurante del final de la calle se quedó pasmado cuando se enteró de que vivíamos juntas. Las dos bellezas con quienes flirtea cada vez que tiene ocasión, y la chica obesa y triste que probablemente le recuerda a su gorda madre siempre vestida de negro.

Pero el señor Galizzi está muy equivocado, porque, a pesar de todos mis defectos, yo no soy una chica triste. Me siento desgraciada la mayor parte del tiempo, eso es cierto, pero quienes se molestan en buscar bajo las capas de carnes saben que allí no solo late un corazón de oro, sino que también soy una persona divertida, siempre que esté del humor adecuado. Pero nadie se molesta realmente en buscar, nadie se molesta en mirar debajo de la superficie.

En la cocina, dejo caer tres bolsas de té en tres tazones de Habitat de tamaño descomunal. Vierto el agua hirviendo, añado un chorrito de leche desnatada y, por pura costumbre, en el mío echo dos cucharadas bien llenas de edulcorante en polvo. Así me gusta, me digo, que te resistas al azúcar que, guardando un silencio que no presagia nada bueno, espera en el armario que hay encima del hervidor.
Llevo el té a la sala de estar, y Sophie y Lisa me dan las gracias a gritos, pero las perezosas no se mueven de sus sofás, no me hacen sitio para que me siente, de modo que qué otra cosa puedo hacer que quedarme en el umbral aferrando mi tazón ardiente y preguntándome cuánto falta para que pueda ir a mi habitación.
[b]
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Los Patitos Feos También Besan (con Nick y Joe) Empty Re: Los Patitos Feos También Besan (con Nick y Joe)

Mensaje por Let's Go Dom 04 Mar 2012, 11:22 pm

gracias por la vienvenida

cuando aparece joe?

me encanto seguila!!!
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Los Patitos Feos También Besan (con Nick y Joe) Empty Re: Los Patitos Feos También Besan (con Nick y Joe)

Mensaje por Invitado Lun 05 Mar 2012, 9:27 am

Chicas aquí les subo otro capii (:

Jazz_princess_jonas escribió:gracias por la vienvenida

cuando aparece joe?

me encanto seguila!!!

La verdad que para la salida de Joe a la escena todavía falta bastante!!

Capítulo 03

—¿Qué tal os ha ido hoy? —me aventuro por fin a preguntar mientras ellas miran fijamente el televisor, donde echan alguna de esas comedias de situación protagonizadas por gente tísicamente perfecta y con dentadura blanca e igualmente perfecta.
—¿Hummm? —murmura Sophie sin apartar los ojos de la pantalla, ni siquiera mientras bebe a sorbos el té que le he preparado.
—Estamos enamoradas —dice Lisa, mirándome por primera vez esa tarde. —Tenemos un nuevo cliente que es una maravilla.

Esta vez Sophie parece interesada, y yo me siento torpemente en el suelo con las piernas cruzadas lista para desempeñar mi papel de encargada del consultorio sentimental.

—En serio, Mimey, está como un tren, pero no sabemos cuál de las dos le gusta.
Sophie finge lanzar una mirada asesina a Lisa, que sonríe de oreja a oreja.
—¿Seguro que le habéis gustado una de las dos? —No me hace falta preguntarlo porque, después de todo, ¿a quién no iba a gustarle a primera vista una de esas chicas tan guapas?
—Oh, sí —dice Lisa. —Después de la reunión se ha quedado largo rato hablando en el mostrador de recepción.
—Creo que trataba de ligarse a Lisa —apunta Sophie.
—No —dice Lisa. —No seas ridícula, querida. Estaba interesado en ti. —Salta a la vista, sin embargo, que no lo piensa, y hasta yo me doy cuenta de que se ha quedado prendado de los labios protuberantes y los rizos alborotados de recién levantada de la cama de Lisa.
—Entonces ¿te ha invitado a salir? —pregunto, deseando durante unos fugaces segundos que algún guapo desconocido se detuviera junto a mi escritorio y tratara de ligar conmigo. Solo por una vez. Solo para ver qué se siente.
—No —responde Lisa, compungida, —pero nos ha preguntado si íbamos a estar allí la semana que viene cuando venga para otra reunión.
—Y estábamos pensando qué ponernos —interviene Sophie. Se vuelve hacia Lisa. —¿Qué tal el traje rojo?
—Me voy arriba —digo, sintiéndome completamente excluida mientras me levanto con dificultad y salgo. Ya no me necesitan, las cortesías de rigor han terminado y jamás pedirían mi opinión sobre ropa porque, por lo que saben, no tengo ni idea.

Subo despacio la escalera y me detengo en lo alto para recuperar el aliento, luego entro en mi habitación, me tiendo en la cama y miro el techo hasta que mi respiración se vuelve más lenta y acompasada.

Me quedo allí tumbada y empiezo a fantasear sobre cómo me vestiría si fuera delgada. Me haría un corte de pelo despeinado supermoderno y, si me atreviera, tal vez unos cuantos reflejos rubios, solo por delante.

Llevaría a todas horas gafas de sol. De vez en cuando serían de esas grandes de concha que usan las estrellas de Hollywood, pero el resto del tiempo serían unas gafitas redondas elegantes y modernas, gafas que hablaran de sofisticación, de glamour.

Llevaría pantalones color crema ceñidos y tops de licra con la barriga al aire, y las carnes que enseñara serían firmes y bronceadas. Estaría fabulosa, decido, hasta con albornoz. Miro mi viejo albornoz blanco que cuelga detrás de la puerta. Es de hombre, gigantesco. Me encanta envolverme en él, tratando, desesperada, de ignorar el hecho de que con él parezco un globo con piernas.

Cuando esté delgada, sin embargo, conservaré ese albornoz. Formará pliegues alrededor de mi nuevo cuerpo atlético. Las mangas me colgarán ocultando mis manos, y se me verá encantadora y vulnerable.

Incluso a primera hora de la mañana estaré guapísima. Sin maquillaje y despeinada. Me imagino conociendo al hombre ideal, y acurrucándome en un sofá envuelta en el albornoz, dejando ver solo mis largas piernas, mis rodillas huesudas, y él estará, cómo no, locamente enamorado de mí.

Pienso un rato en ello y luego me acuerdo de mi revista. La saco del bolso y estudio una vez más las fotos, a continuación alargo una mano para coger del cajón de la mesilla de noche las tijeras y añadir las últimas modelos a mi colección.

Cuando vuelvo a dejar las tijeras en su sitio advierto que en el fondo del cajón hay un paquete de galletas. ¡Dios mío! Me había olvidado de ellas, había olvidado por completo que había comida en casa.

No, no lo haré. Me estoy portando bien. Pero sin duda es mejor comerlas ahora y hacerlas desaparecer, para que no haya más alimentos calóricos en casa. Sin duda es mejor acabar de una vez con ellas que comérmelas poco a poco a lo largo de una semana. Así esta noche no quedará ninguna y entonces podré empezar realmente el régimen. El que va a funcionar. El que va a hacer realidad mis fantasías.

Sí. Me las comeré ahora y mañana volveré a empezar.

Y así es como dejamos a Jemima Jones esta noche, como la dejamos cada noche. Sentada en la cama individual de ese cuarto de huéspedes que ha hecho suyo, mirando revistas y zampándose un paquete de galletas.
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Mensaje por Let's Go Mar 06 Mar 2012, 1:14 am

oki esperare:D me encanto seguila!!!!
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Mensaje por Invitado Miér 07 Mar 2012, 6:12 pm

¡Qué bueno que te guste! Lástima que no hay casi lectoras :S pero bueno! Aquí está el capi :) y por cierto te invito a que pases por mi shot: [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]

Capítulo 04

¿Puede apagar alguien la luz del sol? Me da justo en los ojos mientras me doy la vuelta en la cama y gruño. No puedo levantarme aún, se está tan calentito y cómodo, de modo que me quedo unos minutos más en la cama, esperando a que el sonido metálico de la música pop de mi radio despertador empiece a sonar, y pienso: ojalá, Dios mío, ojalá pudiera quedarme eternamente en la cama.

Fíjate, Jemima, cuando estás tumbada boca arriba y te palpas la barriga, la notas..., bueno, no totalmente plana, pero desde luego tampoco gorda. Mira cómo los pechos se desparraman a cada lado creando la clara ilusión de una vasta llanura en el centro.

Jemima se queda allí frotándose la barriga medio con cariño, medio con repulsión, porque hay algo innatamente reconfortante en la mole que es su cuerpo. Pero luego se vuelve hacia un lado y trata de olvidar el modo en que el peso de la barriga se hunde en el colchón. Se arropa bien con el edredón y lamenta tener que levantarse.

Hoy es el día del curso. Hoy es el día que, en palabras del director, va a estar «en la línea». Y, por mucho que haya esperado con ilusión el curso, porque su cerebro es tan grande y activo que siempre está buscando nueva información, no puede evitar sentirse más que un poco nerviosa ante la perspectiva de romper su rutina diaria.

De lunes a viernes la rutina de Jemima es la siguiente: se despierta a las nueve menos cuarto de la mañana y se queda en la cama mientras oye a Sophie y Lisa prepararse para ir a trabajar. A las nueve cierran la puerta de un portazo y echan a andar taconeando por la calle, y entonces se levanta con esfuerzo de la cama.

Evita el espejo del cuarto de baño, porque es de cuerpo entero y no quiere verse en todo su esplendor. Empieza a llenar la bañera y echa al menos cinco tapones de gel de baño a fin de ocultar sus carnes.

Mientras la bañera se llena, va a la cocina y se sirve un bol de cereales. Cereales sanos, de régimen. (Solo que no se supone que debas comer tantos, Jemima, el bol no tiene que desbordar.)

Jemima come los cereales deprisa y vuelve al piso de arriba para bañarse. Después se dirige de nuevo a su habitación y se viste, y solo entonces, reconfortantemente cubierta de ropa, se mira en el espejo y se queda bastante satisfecha con lo que ve. Le gustan sus ojos verdes de mirada inteligente, y se aplica el delineador y el rímel, justos para hacerlos resaltar.

Le gustan sus labios carnosos, pero tienden a desaparecer en la redonda luna de su cara, de modo que se los pinta de rosa pálido.

Le gusta su cabello brillante, y se lo cepilla una y otra vez hasta que lo ve relucir. Se pavonea frente al espejo, haciendo morritos, succionando las mejillas y estirando el cuello hasta que la papada casi, casi desaparece.
Podría ser guapa, se dice cada mañana. Si adelgazara sería guapa. Y mientras se mira en el espejo se dice con firmeza que hoy es el primer día del resto de su vida. Hoy es el comienzo de su nuevo régimen.

¿Y qué pasa luego, Jemima?

Sintiéndote virtuosa, positiva y emocionada ante la perspectiva de una nueva vida, sales de tu piso a las nueve y veinticinco y coges el autobús para ir a trabajar. Cada día esperas en la parada con la misma gente y no os cruzáis una palabra.

Encuentras un asiento vacío y te sientas, y tus muslos se desparraman en el asiento contiguo, y rezas para que nadie se siente en él, porque te obligaría a contener la respiración, a apretar los muslos y reprimir tu resentimiento ante su audacia.

Luego te bajas en la esquina de Kilburn High Road, desde donde has de caminar un poco hasta tu oficina, y cada mañana, mientras pasas por delante de la zapatería con su horrible escaparate, empiezan a temblarte las aletas de la nariz.

No hay nada en este mundo como el olor a beicon friéndose, y en eso imagino que todos estaréis de acuerdo. Junto con el del eneldo, el del espliego fresco y el del perfume Chanel número 5, es uno de los olores favoritos de Jemima. Si solo fuera eso, un olor favorito, todo iría bien, pero los orificios nasales de Jemima son más fuertes que su fuerza de voluntad.

Aminoras el paso a medida que te acercas a la cafetería de los obreros de la construcción, y a cada paso que das la imagen de un sándwich de beicon, de lonchas de grasiento beicon rebosantes de pringue entre gruesas rebanadas de pan blanco de molde, se vuelve tan vivida que casi puedes saborearlo.

Cada mañana luchas contigo misma, Jemima. Te dices que ese día has empezado el régimen, pero el olor se vuelve demasiado insoportable y entonces te sorprendes haciendo cola y pidiendo dos sándwiches de beicon.

—Le gusta su sándwich de beicon, ¿verdad, querida? —dice la dependienta, una mujer llamada Marge que ya conoce a Jemima Jones. Hace mucho esta le explicó que los sándwiches de beicon eran para su jefe.

Pobrecilla, pensó Marge, que sabía que eran para ella, pero como tiene buen corazón finge creerla.

—Que pases un buen día —le dice tendiéndole los sándwiches, y Jemima los mete en su bolso y continúa la farsa antes de salir a la calle.

No has recorrido ni un par de pasos cuando los sándwiches de beicon empiezan a llamarte.

—Jemima —susurran desde las profundidades de tu bolso, somos sabrosos y grasientos, Jemima. Pruébanos. Ahora mismo.

Metes la mano (la ansiedad supera toda preocupación por comer en público) y en uno, dos, tres, cuatro bocados, los sándwiches han desaparecido.

Luego te encaminas hacia la oficina, limpiándote la boca con la manga y deteniéndote en la tienda de periódicos para comprarte unos caramelos de menta sin azúcar a fin de disimular el olor a beicon.

Te pasas la mañana clasificando cartas y mirando el reloj hasta las once y media, hora del descanso para tomar un té. «Me muero de hambre», dices a Alison, la secretaria que se sienta frente a ti. «No he desayunado nada», y es tu manera de disculparte por el sándwich de huevos con beicon que te traes de la cantina junto con una taza de té y tres edulcorantes.

Y cada día, a la una de la tarde, vuelves a encaminarte a la cantina para comer. Ensalada es lo que tomas, siempre, solo que las que escoges del mostrador de ensaladas son tan calóricas como un pastel de crema.

Ensalada de repollo, zanahoria y cebolla con mayonesa, ensalada de arroz, ensalada de pasta, trozos de queso y ensalada de patatas nadando en mayonesa, las amontonas todas en tu plato y te dices que es comida sana. Un panecillo integral con dos trozos de mantequilla completa tu comida, pero aún no te sientes realmente satisfecha. Nunca acabas de sentirte satisfecha.

Por la tarde te dedicas a escribir «Los Mejores Consejos» antes de hacer otra escapadita a la hora de la merienda. A veces te comes un trozo de bizcocho; otras, una bolsa de patatas fritas o unas galletas, y en ocasiones, unas dos veces a la semana, otro sándwich.

A las seis de la tarde termina por fin tu jornada. Mientras esperas el autobús para volver a casa, entras en la tienda de periódicos y compras un par de chocolatinas para tomar fuerzas para el camino. Y entonces, a medida que te acercas a casa, donde esperan tus dos perfectas compañeras de piso, te invade esa familiar sensación de terror.

Tus noches se confunden unas con otras. De nuevo sola, lo que supone un alivio, porque Sophie y Lisa han salido, te pasas las noches comiendo hasta perder el conocimiento. Miras la televisión: concursos, comedias de situación, documentales. Pocas personas tienen gustos tan eclécticos como los tuyos, Jemima, y pocas saben tanto como tú.

O lees, porque tienes cientos de libros para saciar tu sed de conocimientos, y mucho tiempo para tumbarte en la cama y soñar despierta un idilio, que es algo en lo que tienes poca experiencia.

No me interpretéis mal, Jemima no es virgen, pero la virginidad la perdió en un rápido revolcón en la oscuridad con un chico tan poco importante que puede permanecer en el anonimato. Desde entonces ha tenido algún que otro lío con hombres que tienen inclinación por las mujeres gordas. No obstante, ella nunca ha disfrutado realmente con el sexo, nunca ha saboreado los goces de hacer el amor, pero eso no impide que una chica sueñe, ¿no?

Sin embargo hoy, el día del curso, el día que va a aprender a navegar por la red, es una ruptura de esa rutina, y Jemima Jones odia romper su rutina. Esta mañana no habrá sándwiches de beicon, porque el curso está en el West End, a muchos kilómetros de su conocida cafetería.

Pero al menos no tendrá que ir sola, porque va a pasar a recogerla Geraldine, la de la figura perfecta y el novio rico.
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Mensaje por Let's Go Miér 07 Mar 2012, 8:22 pm

ahhhhhh me encanto el cap

seguila!!!!
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Mensaje por Invitado Vie 09 Mar 2012, 8:35 pm

Capítulo 05

—No pienso coger el maldito metro —dijo Geraldine ayer por la tarde cuando le pregunté cómo pensaba ir al curso. —Tengo un coche en perfecto estado —añadió, plenamente consciente de que toda la oficina envidiaba su flamante y brillante BMW negro, el coche que le habían comprado su novio y sus padres, aunque ella nunca menciona la contribución de estos últimos. Solo me lo dijo a mí porque yo no pensaba desistir y al final tuvo que admitirlo. —¿Y tú? —preguntó. —¿Por qué no vamos juntas?

Yo no podía dar crédito, ¡ir al curso con Geraldine! Entrar con alguien, por una vez no estar sola.

—¿Estás segura? —pregunté. —¿No te importaría? —Porque ¿a santo de qué Geraldine iba a querer tener una amiga como yo? No es que le desagrade (después de todo, ella es una de las pocas personas que siempre me han tratado como a un ser humano), es solo que no puedo por menos que sentirme intimidada por su perfección.
—Por supuesto que no —dijo Geraldine. —Esa maldita cosa no empieza hasta las diez y media, así que pasaré a recogerte a las diez. ¿Qué te parece?
Me pareció fantástico, y aquí me encuentro ahora, sentada en la sala de estar, hojeando un libro sobre jardinería pero sin mirar realmente las fotos, esperando oír el zumbido del coche de Geraldine.

No hay zumbido, solo dos breves bocinazos, y al descorrer las cortinas todo lo que alcanzo a ver es el codo de Geraldine apoyado en el marco de la ventanilla mientras tamborilea con los dedos al ritmo de la música que supongo está escuchando.

Geraldine y su coche pegan muchísimo juntos. Ambos son chic, de líneas elegantes, brillantes por fuera y con un motor ronroneante. Geraldine se ha lucido, para variar. Lleva un traje azul marino de corte impecable, con una chaqueta que casi le roza los muslos y, debajo, una camiseta de seda blanca. En la cabeza lleva unas gafas de sol que le apartan el pelo con reflejos de la cara, y sostiene lánguida y sensualmente un cigarrillo fuera de la ventanilla.

Al lado de Geraldine me siento tan desgarbada que me apresuro a meterme en el coche. Me acomodo con dificultad y, mientras me abrocho el cinturón de seguridad —Geraldine, por cierto, no lo lleva, —ella me ofrece un cigarrillo, que acepto. ¿No sabíais que fumo? Por supuesto que fumo, porque allá en los sombríos años de la adolescencia toda la gente moderna lo hacía, y ya entonces yo quería desesperadamente ser moderna.

Ahora tengo que admitir que la mayor parte de las veces es una incomodidad, porque allá adónde voy estoy rodeada de gente virulentamente contraria al tabaco, pero todavía me hace sentir, bueno, no moderna, pero sin duda menos torpe.

Mi primer cigarrillo lo fumé en la última fila de un cine en los tiempos en que en los cines permitían fumar en la última fila. Tenía catorce años e iba con un grupo de chicos y chicas del colegio, y aunque nunca me sentí realmente integrada, a ellos nos les importaba que me sumara porque creían que era «muy divertida».

Naturalmente, nunca les gusté, pero siempre lograba hacerles reír, y así fue como me convertí en una más del grupo. Y sentada en la última fila de ese cine, mientras los demás se besaban ruidosa y apasionadamente, en esa fase en que no se es del todo consciente de lo que es el deseo pero aun así se está desesperado por emularlo (esa revelación llegó a posteriori, ninguno de nosotros lo sabía entonces), me recosté y fumé.

Recuerdo que arranqué el envoltorio de plástico de mi nuevo Silk Cut de diez, el primer paquete de cigarrillos de mi vida. Lo encendí con una cerilla y me dispuse a ver la película, sintiéndome increíblemente moderna y mayor.

—¡Estás fumando! —exclamó uno de mis amigos con tanto horror como respeto, y los demás dejaron de besarse y se volvieron para mirarme.
—Sí, ¿y qué? —repliqué dando una calada al cigarrillo y reteniendo el humo en la boca hasta exhalarlo todo de golpe.
—¿De dónde los has sacado?
—Los he comprado, zoquete.
—Pero si tú no fumas.
—Pues ahora sí. —Seguí dando caladas, plenamente consciente de los seis pares de ojos que observaban cada uno de mis movimientos.
—¡No te lo tragas! —dijo uno de los chicos elevando lo bastante la voz para que una señora mayor sentada en la hilera de delante se volviera con expresión de enfado y nos hiciera callar con un «chist».
—¡Chist! ¡Chist! ¡Chist! —repitieron mis amigos echándose a reír, mientras yo compadecía ligeramente a la señora que, al fin y al cabo, solo quería ver la película.
—Pero no lo haces como es debido —insistió él. —Mi madre fuma, y solo sacas el humo de golpe cuando no te lo tragas. Apuesto a que no sabes sacarlo por la nariz.
Lo intenté y fracasé, hice ruido con la nariz, pero aparte de eso no pasó nada.
—¿Lo ves? No sabes tragártelo.
—Sí que sé —dije, y con un gesto que había visto cientos de veces en la televisión, di una calada y me tragué el humo. Sentí que me llenaba los pulmones, un humo ardiente, acre, y casi al instante empecé a sentirme mareada. Pero ¡mirad lo moderna que soy! ¡Mirad lo sofisticada que parezco! Exhalé el humo despacio por los orificios de la nariz y me volví hacia mis amigos sonriendo. —¿Quién ha dicho que no sé tragármelo?

Los demás estaban demasiado impresionados para hablar, y terminé el cigarrillo, sintiéndome cada vez más mareada y con náuseas. Respira hondo, me dije, respira hondo. No... voy... a... vomitar. Y no lo hice. No hasta después, en cualquier caso.

Por asombroso que parezca, sin embargo, eso no me detuvo. Durante años me mareó fumar, pero eso no me detuvo. Y ahora, después de años de práctica, el tabaco ha dejado de marearme y se ha convertido en un hábito, una adicción con la que, al igual que la comida, me está resultando muy difícil romper.
Sentada en el coche de Geraldine, comparo las seductoras largas caladas que da ella con las cortas que doy yo, y m siento a disgusto fumando. Se me ve torpe, sosteniendo d mal modo el cigarrillo y exhalando el humo demasiado deprisa. Por desgracia, todavía parezco una niña de catorce años fumando por primera vez.

—¿Qué tal el trabajo? —me pregunta Geraldine, arrojando el cigarrillo por la ventana y comprobando por el retrovisor si se le ha corrido el carmín.
—Igual —respondo encogiéndome de hombros. —Fui ver otra vez al director y, ¡sorpresa!, no hay vacantes por momento.
—Pobrecilla —dice Geraldine, pero creo que se siente aliviada. Sabe que yo sí sé escribir y que ella no habría llegado ninguna parte si no hubiera sido por mí, porque cada vez que tiene una fecha de entrega es a mí a quien acude corriendo pidiendo ayuda. Al menos una vez a la semana me siento delante de mi ordenador a leer el inconexo artículo de Geraldine antes de reescribirlo de modo que tenga sentido.

No me importa, la verdad, y tal vez de una manera extraña esa es la razón por la que, arrellanada en su coche, me siento menos mal, menos intimidada por ella, y empieza a caerme sinceramente bien. Tal vez también porque sé, sin la mínima sombra de duda, que cuando se trata de palabras, tengo infinitamente más talento que Geraldine, por delgada y guapa que ella sea.

Porque si me ascendieran, ¿quién ayudaría a Geraldine?

—Tranquila —continúa. —Te llegará tu oportunidad. —Se lleva la mano a las gafas y se las pone con un gruñido. —Dios, qué resaca.

La miro sorprendida, porque es evidente que Geraldine no conoce el significado de esa palabra. Una resaca significa ojos inyectados en sangre, cara pálida con un tono grisáceo, pelo lacio, profundas ojeras. Geraldine en cambio tiene el aspecto impecable de siempre.

Suelto una risita sofocada.

—¿Alguna vez has tenido un aspecto menos que perfecto, Geraldine?

Se echa el pelo hacia atrás y dice:

—Estoy hecha polvo, créeme. —Pero se siente complacida porque, como todas las chicas perfectamente arregladas, debajo de la perfección hay un cúmulo de inseguridades, y le gusta oír que es guapa. Yo le ayudo a creérselo.
—¿Y qué pasó anoche?
—Oh, Dios —gime Geraldine. —Dimitri me invitó a cenar y bebí tanto champán que acabé en un estado casi comatoso.
—¿Adonde fuisteis?
—A The Collection.
—Aún no he ido —digo, sabiendo perfectamente que es muy probable que nunca lo haga, tratándose como se trata de un restaurante para gente guapa y rica. Pero lo sé todo sobre él. Sé todo sobre los chicos y chicas de sociedad que van allí por las revistas, y por Sophie y Lisa, que naturalmente han tomado copas, cenado y seducido tanto en la barra de abajo como en el restaurante de arriba.
—Supongo que estaba lleno de gente guapa y famosa.
—La verdad es que estaba lleno de gente que se comportaba como si fuera famosa pero a la que nadie conocía.
—Malditos aspirantes —digo, y suelto un suspiro profundo. —Hoy en día están en todas partes.

Nos echamos a reír.

Geraldine de pronto gira hacia la derecha y detiene el coche frente a una gran mansión.

—Perdona —dice, volviéndose hacia mí. —Nick Williams ha estado dándome la lata para que lo lleve en coche, de modo que le dije que pasaríamos a recogerlo. No te importa, ¿verdad?
—No —digo mientras siento que el corazón va a estallarme. —No sabía que vivía aquí.
—Yo tampoco hasta que ayer me dio su dirección, pero incluso las ratas tienen que vivir en alguna parte.
—¿Con quién vive?
—Con otros dos tíos, por lo visto. Dios, ¿te imaginas cómo debe de ser su piso?
—Uf —digo, aunque no tengo la más remota idea. ¿Cómo demonios voy a saber cómo es una casa de solteros? Pero he visto algunas comedias que van de eso y puedo hasta fingir. —Calcetines apestosos cubriendo todos los radiadores.
—Revistas porno amontonadas en el pasillo —dice Geraldine con una mueca.
—Sábanas que no han visto la lavadora en seis meses. —El fregadero rebosante de pilas de platos grasientos. Las dos nos sujetamos la barriga y Geraldine finge hace arcadas. Me río, pero dejo de hacerlo en cuanto veo a Nick salir corriendo y, como siempre que veo a ese hombre guapísimo, siento un nudo en el estómago.
—Que se ponga detrás —me susurra Geraldine. —No quiero tenerlo a mi lado.
De modo que Nick se acerca al coche y yo bajo tratando de parecer remilgada, delicada, femenina.
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Mensaje por Let's Go Sáb 10 Mar 2012, 1:05 pm

jajajaja con quienes vive nick

cuando va a salir joe¿

seguila!!!
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Mensaje por # TeamBullshit Sáb 10 Mar 2012, 2:11 pm

Nueva Lectora !
Siguela XD
# TeamBullshit
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Mensaje por Invitado Lun 12 Mar 2012, 12:23 pm

Ya falta poco para que salga Joe :)

:cheers: Meli, Bienvenida! Espero verte a menudo...

Ya viene el capii.
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Mensaje por Invitado Lun 12 Mar 2012, 2:45 pm

Capítulo 06

—Buenos días, chicas —dice él, —las dos estáis especialmente encantadoras hoy. —No se refiere a mí, solo está siendo educado, de modo que me quedo torpemente en la acera mientras él me mira con impaciencia, esperando que suba atrás.
—Nick —grita Geraldine desde el asiento del conductor. —No te importa sentarte detrás, ¿verdad?
—Oh —dice él. Al cabo de un minuto durante el cual lo que más deseo en este mundo es que la tierra me trague, responde: —Por supuesto que no. —Y sube con un movimiento rápido y grácil.

Me abrocho el cinturón mientras Nick se inclina hacia delante, apoyando los brazos en los dos asientos delanteros.
—Bueno, chicas —dice mientras Geraldine arranca, —¿lo pasasteis bien anoche?
—Sí, gracias —responde Geraldine mientras yo guardo silencio.
—¿Qué hiciste?

Geraldine se lo cuenta, y yo empiezo a jugar a lo que juego montones de veces. Lo hago cuando voy en coche y nos paramos en los semáforos. Si pasamos antes de que el semáforo cambie es que encontraré mi verdadero amor. A veces añado en menos de seis meses. No sé por qué sigo jugando a eso, nunca se ha hecho realidad, pero ahora vuelvo a hacerlo. Pienso: si me preguntas qué hice anoche acabaremos juntos. Por favor, pregúntamelo, Nick. Por favor. Pero si me lo pregunta, ¿qué voy a decirle, que me quedé en casa comiendo galletas de chocolate? Dios, ¿qué puedo decir para parecer interesante?
—¿Y tú, Jemima?
Oh, mierda. Ha hecho la pregunta antes de que haya discurrido una respuesta.
—Fui a una fiesta.
—¿Sí? —preguntan Nick y Geraldine al unísono.
—No me lo habías dicho —añade Geraldine. —¿Quién daba la fiesta?
Rápido, rápido. Piensa, Jemima.
—Una vieja amiga.
—Una noche desenfrenada, ¿eh, Jemima? —dice Nick guiñándome un ojo.
—Sí —digo por fin, y decido olvidar toda cautela. —Al final estaba tan borracha y colocada que acabé follando con un tío en el lavabo.

Se produce un silencio en el coche, durante el cual ni Nick ni Geraldine saben muy bien qué comentario hacer, y yo siento náuseas. Sé que he dicho lo que no debía. No ha sonado gracioso como era mi intención, sino extraño, de modo que respiro hondo y digo la verdad. Bueno, más o menos.

—Es mentira. Me quedé en casa viendo la tele.
Nick y Geraldine pillan la broma y se ríen. Solo que, por desgracia, al menos si estás sentada donde Jemima Jones lo está en estos momentos, no es tan gracioso. En realidad, es bastante triste.

---------------------------------------------------------

Había oído hablar de internet, leído sobre internet, hablado de internet, pero nunca había comprendido realmente de qué trataba, y ni la presencia de Nick me distrae de la pantalla de ordenador en la que me enseñan a utilizar la World Wide Web.

Es fascinante. Nunca pensé que sería capaz de entenderlo, pero Rob, el hombre que imparte el curso, lo está explicando de una forma tan clara y concisa que empiezo a entender exactamente de qué va el asunto.

Veo que Geraldine se aburre y para divertirse se pone a flirtear con Rob, que parece encantado de que alguien como Geraldine lo mire siquiera. Pero en esto Nick es mi aliado. Está tan cautivado como yo, y juntos visitamos grupos de noticias, sitios web, foros.

Rob nos enseña a diseñar una página y nos explica que en eso consiste la red: que gente de todas partes está diseñando páginas llenas de la información y las imágenes que escoge, y que en esas páginas hay enlaces con cientos, a menudo miles de otras páginas.

Nos enseña a buscar información sobre un tema determinado y a continuación seguir esos enlaces hasta encontrar lo que queremos, y es como si se abriera ante mí un mundo totalmente nuevo.

A medida que el día avanza, cuanto más aprendemos, más relajada me siento en compañía de Nick y menos me parece que me intimida, tal vez porque ahora tenemos algo en común. Ya no he de devanarme los sesos para encontrar algo que decir.

A las cinco Rob da la clase por terminada y sorprendo a Geraldine poniendo los ojos en blanco. Salimos los tres juntos, y tan pronto como estamos en la puerta, Geraldine hurga en su bolso de Prada y saca sus cigarrillos.
—Dios, cómo lo necesitaba —dice dando una profunda calada mientras nos paramos en la esquina. —Vaya rollazo. Sabía casi todo, por el amor de Dios. Era un cursillo para idiotas.
—Pues a mí me ha parecido muy interesante, la verdad —dice Nick. —¿Y a ti? —Se vuelve hacia mí y asiento con vigor, porque estaría de acuerdo con él pensase lo que pensase, y es una feliz coincidencia que opinemos igual.
—Me ha encantado —digo. —Sigo anonadada.
—Lo sé —coincide Nick, —es un tema tan amplio que resulta casi imposible abarcarlo todo.
—Oh, callaos los dos —dice Geraldine, y me invade una pequeña oleada de satisfacción porque, por estúpido que parezca, me ha relacionado con Nick. —Mirad —añade, señalando calle arriba con un gesto, —allí hay un bar que está muy bien. Si prometéis no pasaros toda la noche hablando de ordenadores, podríamos ir a tomar algo.

¿Quién? ¿Nick? ¿Yo? ¿Los dos? Permanezco en silencio porque no puede referirse a mí, es imposible que quiera tomar una copa, tener trato social después del trabajo, conmigo.
—Buena idea —dice Nick, y echan a andar mientras yo me quedo clavada al suelo como una idiota, sin saber qué hacer. —¿Jemima? —dice Geraldine volviéndose. —Vamos. Casi quiero besarla mientras corro para alcanzarlos.

_____________________________
Está poniéndose buena... ya lo verán!!
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