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Ciclones y tormentas

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Ciclones y tormentas Empty Ciclones y tormentas

Mensaje por proserpina Sáb 26 Feb 2022, 2:27 pm

+Titulo: Trinidad y puerto.
+Autor: proserpina, Spirwell.
+Adaptación: sí. (Check out here [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo])
+Género: drama, fantasía.
+Contenido: autismo, TDAH, trauma implícito, TEPT, pensamientos intrusivos, experiencias cercanas a la muerte, representación LGBTQIA+ y de color.
+Advertencias: narraciones en primera persona, puede contener groserías, o descripciones sobre abuso físico.
+Otras páginas: sí. (AO3)


ÍNDICE
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EXTRAS
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Última edición por proserpina el Dom 05 Jun 2022, 12:27 am, editado 5 veces
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Ciclones y tormentas Empty Dedicaciones

Mensaje por proserpina Sáb 26 Feb 2022, 2:31 pm

Dedicado a Marie, quien lo pensó primero.
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Ciclones y tormentas Empty Resumen

Mensaje por proserpina Sáb 26 Feb 2022, 2:33 pm

Frances, una joven desolada por la incertidumbre, se vuelve soldado del clan de su pueblo para descubrir quién es y qué ha sucedido con la persona que tenía todas las respuestas en su vida: su madre, quien ha sido asesinada en un acto de guerra. Muchas preguntas y pocas explicaciones, entre la realidad y la fantasía, esta joven le dice que no a una sociedad herida que se ha frenado en el tiempo.
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Ciclones y tormentas Empty Prefacio

Mensaje por proserpina Sáb 26 Feb 2022, 2:35 pm

El calor era insoportable.

Los árboles se doblaban sobre sí mismos, cerrando los espacios entre ellos. El viento era tan fuerte que los sacudía, y sus ramas amenazaban con el filo suficiente para rasgar la piel. No se podía escapar, no había salida. Incluso la luna lo sabía, pues su luz se volvía más tenue a medida que los latidos de un corazón desbocado marcaban el registro del tiempo. Pronto, sólo serían los astros quienes podrían ponerle orden al mundo. La noche duraría eternamente, en la memoria de los testigos, y de quién corría de ellos.

Un haz de luz, como una capa gigantesca, se cernía contra el firmamento. Las estrellas brillaban rodeadas de un blanquecino halo, como agujeros en la gruesa tela del universo, cómo ventanas a otros mundos. Cómo asientos estelares para ver la terrorífica obra que bajo sus ojos se desarrollaba. Los espectadores estarían tan lejos, que los gritos jamás ascenderían a sus oídos. Sólo verían la obra, como una rápida secuencia de imágenes, y cuando esta llegara a su fin, nada quedaría de lo que una vez fue.

El aire comenzaba a escasear, ardía la garganta, los músculos del cuerpo dolían. ¿Dónde estaba su voz? Partes de su persona se habían perdido durante el escape. Ahora sólo era su alma desgarrada la que intentaba abandonar la inútil prisión del cuerpo físico, lleno de límites que no podía contemplar. Es que sus extremidades habían perdido la rigidez de los huesos, la voluntad de sus decisiones. Ya no tenía opción alguna, cuando alguien más decidió por ella su destino. Alargar el sufrimiento era el único remedio para sentir que todavía había vida, y su conciencia no le había sido arrancada también.

En cada dirección, las sombras formaban rostros. Eran horribles y acusatorias caras que querían su cabeza rodar hasta sus pies. Tenían muecas, y sus bocas parecían gritar justicia. Pero, qué era la justicia cuando ella se decidía en base a una única voz. Manos nudosas cargaban con horcas, por mucho que uno intentara alejarse de ellas, nunca se estaba tan lejos. Le sostenían los extremos de la falda, le cortaban los brazos, herían su rostro. No podía defenderse lo suficiente, el dolor era ensordecedor, sólo los pensamientos tenían el volumen adecuado, pero retumbaban en la soledad de su mente. Nadie podía oírle. Todos estaban muertos.

Voces cantaban, haciendo eco en las superficies amenazantes que crecían a su alrededor. De pronto ella era muy pequeña, su existencia se reducía sin resistencia. El peso del mundo sobre sus hombros, la aplastará por fin. Oh, cuánto deseaba no tener la fuerza de Atlas y dejarse ir.

“Eso no va a ser suficiente” retumbó en la soledad de sus pensamientos. Si era su voz, o la de alguien más, no podía saberlo. El ritmo de su corazón, casi en su garganta, iba de un extremo al otro de su cabeza, golpeando las paredes de la cáscara que era su cráneo, retumbando sobre cualquier otro sonido. Quizás no era una voz, era la certeza, un instinto. Tenía las manos sobre su propio cuello, cruzados los brazos, la posición perfecta para el descanso eterno. Los dedos le temblaban, o quizás era la fuerza de los latidos que hacía temblar al cuerpo en su agonía. Incluso ahí, tan cerca del final, con las mejillas húmedas de lágrimas que nunca dejaron de correr, con los ojos cerrados, el paso que no daba era casi imposible de lograr.

Dónde estaba, no lo sabía, a dónde iba, tampoco. Dentro de ella, ya no quedaba nada. Cargaba con la pérdida, con el desasosiego, un hueco de ausencia que no podía ser llenado. Todo pensamiento que nacía, se extinguió como un débil fuego expuesto a la tormenta. No sentía nada, sólo dolor. Incluso este no parecía haber nacido, ni tampoco tener fin.

Se puso de rodillas, la humedad del suelo la recibió como un colchón. Su cuerpo se desplomó sobre sí mismo. En los confines de sus memorias, una de ellas brilló cual estrellas en el cielo. Luz propia tenía, la visión más bella que había podido conocer. Los labios se curvaron en una sonrisa tan débil como el susurro que le siguió después.

El cielo se fundió con la tierra en un beso, la colisión hizo que nada más existiera. Pero la última vibración, el sonido de un nombre, pareció resistir a todo.

Frances.
proserpina
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Ciclones y tormentas Empty Primera parte

Mensaje por proserpina Sáb 26 Feb 2022, 2:40 pm

El descubrimiento.

“¡Y mi identidad había quedado muy lejos ya,
perdida la primera vez que me negué a verla!”

proserpina
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Ciclones y tormentas Empty 1. Frances

Mensaje por proserpina Sáb 26 Feb 2022, 2:49 pm


“¡Qué mudos pasos traes, oh muerte fría,
pues con callado pie todo lo igualas!”

Francisco de Quevedo.

La muerte es algo curioso.

Es como un estornudo. No se puede estar medio estornudando, así cómo tampoco se puede estar medio en la cima de una montaña. Morir, es como llegar a la cima. Lo que lleva a ese instante… es sólo la ladera de la colina. O, también las contracciones pulmonares que provocan el estornudo para la expulsión de partículas extrañas en las fosas nasales.

Con un estornudo, la vida se fue del cuerpo de mi madre y sólo quedaron los restos de la muerte que apareció luego. Como un rayo. Cayó en la tierra, y desapareció. Así se fue la vida.

Aún si el cerebro emite señales, después de que el corazón ha dejado de latir, la sangre se enfría. Un cuerpo movido casi imperceptiblemente por espasmos neuronales no sirve de mucho. Incluso si no quería sacar realmente provecho de esto. Sobre todo si lo que deseaba era poder sentir un último abrazo.

Dije que la muerte es algo curioso, y quizás sea por la forma en que se honra. Con respeto. Con temor. Se lloran las almas perdidas, reunidos, uniendo el sufrimiento de la pérdida para llorar haciendo coro. Se puede rezar. Se puede enterrar. Incluso quemar hasta las cenizas. Pero de alguna forma se trata el cuerpo querido en vida en un funeral. Si es que se hace uno. Aunque, sin importar la forma preferida, todo cadáver termina en el suelo, junto a cientos de ellos. Y en estos se construyen nuestras civilizaciones.

Es mucho más complejo de explicar, quizás demasiado amplio, o muy simple y pequeño. Sea como fuera que se viera, bajo qué lente o morales, parece que jamás será fácil explicar algo inevitable como un evento así a un niño.

¿Qué tan grande debería ser el niño? ¿A qué edad se entiende que la vida se trata de la muerte, y nada más, se acepta y continúa hasta que llegue la propia? Quizás no alcanzan las cifras de esperanzas de vida para estas nociones. Muchos adultos siguen sin poder explicarlo, aceptarlo o dejarlo atrás. Estoy segura que ningún adulto responsable de la tarea, tampoco sabía muy bien cómo explicar la simpleza desgarradora de la muerte a una niña.

¿Cómo es que un momento, un instante, paraliza la existencia para siempre? Quizás porque no es la muerte lo que asusta o hiere, sino los recuerdos vacíos y la ausencia. ¿Cuál es el perfecto tiempo para irse y causar la menor cantidad de estragos en los más allegados? Aún no he encontrado una respuesta. Pero suelo pensarlo. Más a diario de lo que me gustaría, más veces de las que debería.

Podía hacer toda mi rutina diaria, desde que despertaba y me ponía en marcha a pie o en la parte trasera de carretas que llevaban verduras o gallinas, alejándome de los lugares más poblados, hasta que dormía al costado de los caminos o bajo las copas de árboles frondosos, y siempre el mismo pensamiento sobre mi madre de golpeaba otra vez.

Debía tener unos cinco años, o quizás era más grande. Nunca he podido precisar mi edad en esa época, porque mientras más pienso en ello, menos recuerdo lo que sucedió. A veces me da miedo concentrarme tanto en precisar mi edad que terminar por olvidar finalmente todo el episodio. Hoy en día, todavía recuerdo los eventos generales, frescos como el pavimento luego de una tormenta. Y siguen revolviéndome el estómago como la primera vez.

Tenía en mis manos una muñeca de tela. Era lo que abrazaba para dormir, aunque solían decirme que estaba crecida para seguir usándola, a mí me hacía feliz apretarla contra mis brazos. Creía que la muñequita tenía poderes mágicos, porque cada vez que me enfermaba o hacía mucho frío en mi cama, mamá la usaba para calentar mis sábanas antes de dormirme. Olía a lavanda y a menta, y tenía cosidos ojos redondos y una diminuta sonrisa. Constaba en un rectángulo con cuatro tiras a los costados, brazos y piernas, en algodón. De lo que estaba rellena, sonaba casi como la lluvia, susurrando bajo mis oídos. Recuerdo que la solté cuando golpearon la puerta de nuestro hogar. No volví a verla.

Tampoco volví a ver a mi madre.

La esperaba para que me arropara y me leyera un nuevo capítulo de historia sobre Trinidad y Puerto, el lugar donde vivía. Supongo que me gustaba que pasara tiempo conmigo, porque creía poco probable que el contenido de los libros que me leía fueran aptos para mí. Aún así, no logro recordar cómo era su voz.

Estaba oscureciendo, entre los árboles, los animales nocturnos aún no salían de sus escondites. Yo solía estar en la cama, casi después de eso. Cuando el cielo oscuro se vuelve más oscuro y ese manto aterciopelado cede dejando que cientos de estrellas perforen el firmamento con faroles de luz que no llegan a iluminar la tierra. Sin embargo, mi madre no llegó a leerme un nuevo capítulo, o cualquier otro. Quién estaba detrás de la puerta, no era la figura robusta y ancha de mi madre, sino las piernas largas y el torso aún más estirado de un guardia de seguridad. Tenía botas negras, y pantalones color azul, casi tan oscuro como el cielo en ese mismo momento. Su chaqueta tenía una medalla de color verde y violeta en forma de flor que se desprendió de la tela cuando se agachó a mirarme. Me la regaló con un gesto triste, aunque se esforzó por sonreír. Sin dudas él tampoco tenía idea cómo anunciar una muerte.

No lloré, no en el momento. Aunque sabía que no debía asustarme, temí. Él me cargó en sus brazos, me cubrió con una manta tejida que colgaba en un clavo en la pared de la entrada de la pequeña casa y cerró la puerta cuando comenzó a marcharse. Yo, aún en sus brazos, hablé por primera vez. Lancé un grito horrible, me removí como un pez fuera del agua. Le clavé las uñas en las manos, y me negué tanto como fue posible el abandonar mi hogar. “Este señor no lo entiende, si me voy, ¿cómo me va a encontrar mi mamá?” me pregunté, y quise explicárselo al guardia pero no estoy segura que las mismas palabras hubieran salido de mi boca. En cambio, seguí lanzando alaridos y rogando que me soltaran con todos los modales que creí que mi mamá le gustaría saber que mantendría en las peores situaciones.

No sé cómo, pero lograron sacarme de ahí y terminé en la sala principal del castillo Shepperd. Tengo flashes de una resistencia continua a meterme dentro de la caja del carruaje, las luces traspasaban las telas de las cortinas, voces hablaban de mí, sonidos de los caballos y la forma en que me movía a los lados por las irregularidades del camino. Casi inconsciente. Quizás controlada en un sueño. Seguramente el guardia tendría una habilidad relacionada, y una niña no era oponente que pudiera hacerle frente.

El castillo Shepperd, también llamado Blewstein, por las distintivas rocas azules que se usaron en la construcción de las paredes exteriores, era una fortaleza fría y húmeda. Repleta de habitaciones y salones, en el que yo me encontraba era pequeño y con las paredes revestidas en papel tapiz. Había una chimenea crepitando, pese a que no emitía calor. Fuera de la habitación, las personas iban y venían. El guardia que me había llevado, ya no estaba. En su lugar, estaba un anciano de cabello gris que me miraba profundamente en cuanto desperté acurrucada sobre un sillón en esa pequeña sala.

La luz del fuego, y el constante movimiento de la llama por el crepitar hacía que su aspecto luciera peor de lo que era. Tenía los ojos blancos, no podía divisar sus pupilas. Parecía una estatua, y quizás lo fuera. Pero por la forma en que su pecho se movía al respirar me aseguraba que estaba vivo y era de carne y hueso. Mis mejillas aún estaban húmedas por las lágrimas, y aunque me hubiera dormido, podía retomar mi llanto en cualquier momento. Quizás no bajo los ojos del anciano de piedra, porque su mirada perdida me sacaba de mi desesperación.

Me di cuenta que era ciego, porque cuando se encaminó hacia mí, lo hizo ligeramente a la derecha. Mi madre me había enseñado a siempre crearme una idea de las personas, pero no a decirlas en voz alta, en caso de equivocarme. Supongo que quería una niña atenta y no insolente. Se giró apenas, y tomó mi mano entre las suyas. Eran callosas, ásperas y arrugadas. Por más que intento, no logro recordar por completo su rostro, ni cómo vestía. Sólo recuerdo que olía a jabón y pinos, como si viviera cerca de ellos.

Una persona como el guardia que me había llevado, no sabría cómo manejar a un niño revoltoso, acostumbrado a tratar con adultos, lógicos y razonables. Yo era una niña fácil de manejar para un asertivo profesional como lo era ese anciano arrugado como pasa, si lograba este, descubrir cómo hacerlo. Sin dudas lo hizo, porque no creo haber conocido a alguien con más tacto y simpleza para decirme que mi madre había sido asesinada.

"No muerta. Asesinada" dijo el anciano. Marcó tanto énfasis en la diferencia, para hacerme entender que no había sido decisión de mi madre dejarme sola. Era algo que no había sido por elección, sino una consecuencia. Cuando me cuestionó si había comprendido sus palabras, asentí con la cabeza. Aunque no era cierto.

Me mostraron la caja que contenía las cenizas de mi mamá. Me dijeron que no podía conservarla y debía despedirme en ese momento, pues partiría pronto a un monasterio. No me preguntaron si deseaba asistir a la ceremonia, y años después me enteré que no hubo una. Las personas en el castillo Shepperd estaban tan asustadas y consternadas por lo que significaba la muerte de Makira, que se habían olvidado quién había dejado atrás.

Ese día, cerraron las fronteras de la Intendencia de Trinidad y Puerto después de quinientos años, y no volvieron a abrirse. Para mí, el asesinato de Makira había sido la pérdida de mi madre, junto a todo lo que eso signficaba. Para Trinidad y Puerto, había sido un ataque arriesgado, una declaración de guerra que borraba el último pacto de paz que había sido propuesto, una ofensa a la corona de la familia real Bradbury.

Pues, mi mamá resultaba un alto miembro del Clan Shepperd, un agente activo en favor de la corona real. Su vida era símbolo de la seguridad y prosperidad de la monarquía del Estado, junto a todas las otras regiones que componían el territorio. Ella era parte del grupo de protección que debía resguardar a los Últimos Reyes, y también, parte de la Hermandad de Herederos. Un grupo combate de élite tan importante que permitía la toma de decisiones en nombre de los reyes mismos. Su muerte, al igual que la de los demás que fueron asesinados aquel día, no solo era un acto de guerra. Sino el comienzo de la decadencia de un poder autoritario en manos de otro. Como no podríamos ganar, ya que las principales cabezas habían rodado, sólo contemplaron otra opción: ocultarnos.

Desde que las fronteras se cerraron, el tiempo también dejó de correr de la misma forma. Nos aislamos dentro de una burbuja protectora, y aunque morimos con velocidad, nuestros registros sólo marcan el tiempo que atravesamos. Pero no sabemos qué tan diferente es el tiempo fuera de los límites del territorio. Para nosotros, la relatividad del tiempo es lógica, porque vivimos y nos relacionamos con los astros de la misma forma que siempre. Dormimos de noche, somos activos de día. Estoy segura que incluso el sol sale mucho más lento dentro de Trinidad. Sin mencionar que las personas entendidas, profesionales, seguramente mantendrían discretas conversaciones con el exterior. Los ciudadanos ignorantes como yo, no podríamos hacerlo sin poner en peligro a todos, pero a las personas poderosas, las leyes no aplican igual.

Claro que mis ideas pueden ser poco compartidas y no serían tomadas en serio. Aunque la unidad hace la fuerza, incluso de ello se puede disponer en niveles. Por ahora, la voz de una huérfana, pobre y fugitiva poco puede tomarse en serio. Aún si todo aquello, también me hacía una triste víctima del último atentado de nuestra historia. En especial si en algún momento de mi corta vida, había disfrutado de las comodidades de cualquier familia de influencia, ahora sólo era un sueño.

Dije que sería enviada a un monasterio, y así fue. El Santo Monasterio de la Bendita Isabel, en honor a la última de las reinas de alta cuña. Un grupo de numerosas mujeres me atendieron, me alimentaron y me vistieron. Hasta que no soporté la indiferencia y los silencios cada vez que preguntaba por mi madre, y me escapé.

Todos los días, justo antes del alba, imaginaba que mamá entraba por la puerta de mi habitación y me rescataba. Y todos los días la misma esperanza se destruía en mi interior. Por más que pidiera respuestas, las necesarias para mi edad, no lograba dar con más que gruñidos, miradas de reojo, y la indiferencia clara de las personas que no quieren hablar del tema. Es que no tenía familia, sólo me había quedado mi madre, y necesitaba un cierre que me permitiera dejar llorar todas las noches por su ausencia. Esas mujeres no tenían la culpa, también eran por elección o por causalidad, huérfanas. Pues rechazaban todo contacto con sus familias al entrar al monasterio. Se habían vuelto mis tutoras, y yo, una novata con el mismo futuro que ellas.

Eso es lo que me vuelve fugitiva, porque después de varios años, aún continúan siendo mis tutoras legales, y por consecuencia, quienes deben velar por mi seguridad y bienestar. Dado que no estoy en sus instalaciones, la ley insiste en que es responsabilidad del lugar desplegar búsquedas periódicas por mí. Que se unen a los actos desinteresados de novatas en colaboración con la comunidad y reuniones para la participación de nuevos miembros. Aunque no puedo leer los carteles, he oído a otros leerlos, y con seguridad conozco lo que dicen. Cuando estos comienzan a aparecer en las paredes o tablones de anuncios, es tiempo de mudarme a otro lugar.

—¿Nombre? —preguntó una mujer bajita y con nariz torcida. Tenía una lista de papel frente a ella, donde escribía a cada persona que se anotaba para trabajar a cambio de comida y un techo para pasar la noche. Unas gafas en media lunas, torcidas y sucias, se posaban en equilibrio sobre el puente del tabique. Me dio una mirada impaciente.

—Frances.

—¿Francis qué?

Negué con la cabeza.

—Sólo Frances.

La señora lanzó un gruñido, igual que el de un animal disgustado y garabateó en el papel lo que sería mi nombre. Vi en su apretada y desordenada caligrafía, que no le había dado la amplitud suficiente a la sexta letra de mi nombre, por lo que esta quedaba más como un cono. Aunque ese error se repetía a menudo, no me importaba. En especial si lograba más oportunidades de trabajo, lo cual había comprobado con mucha decepción. Por un error de mi mala pronunciación, las personas suponían que era un joven, y ello hacía que no dudaran en ofrecerme tareas, incluso si eran pequeñas. Los lugares más alejados de la capital siempre se ponían reacios a contratar mujeres, aún si los arrendadores de los pequeños pueblos les recordaban a sus locatarios que debían hacerlo.

Con otro gruñido, me indicó para donde ir, señalando al pasillo con la barbilla y se volvió a anotar a otra persona en su lista. Estiré mi cuello para ver señales de otras personas, y cuando escuché los murmullos bajos, me encaminé hacia el lugar.

La habitación que tendría por las siguientes dos semanas era apenas una habitación. Había visto caballerizas pobres mejor acondicionadas que este lugar. Sabía que todo era válido si lo único que realmente me importaba era mantenerme tan lejos de esas mujeres como fuera posible. Sin embargo, si me daban heno de desayuno, me iría antes de ver el segundo amanecer.

Dejé mi bolso a un costado, y tomé unas mantas de la pila que había sobre una silla. Enviada con los hombres, no podía sino tolerarlo. Una rápida mirada a mi alrededor me hizo notar que todos eran tan jóvenes como yo. Las voces chirriaban de a ratos, por el cambio en la pubertad, y muchas de las caras que me rodeaban no tenían aún el sombreado del vello por crecer. Aunque no habláramos de edades en números, negar que no hacíamos los cálculos en la cabeza sería inútil. No en mi caso, de todas formas. Aún seguía sin saber contar correctamente.

Había un penetrante hedor a sudor y humedad que me acompañó todo el día. El sol no era demasiado, pues estaba nublado, y eso me permitió quitarme la ropa que había usado el último tiempo y ponerme prendas en peores condiciones para comenzar a trabajar. Con algo de suerte, podría conseguir nuevas, pues había logrado anotarme antes del día del baño semanal, por lo que me quitaría toda la suciedad que los caminos de tierra y la ausencia de agua habían adherido a mi piel. Los arrendatarios debían tener montones de ropa de trabajo, remendada, sucia y casi hecha jirones, que se acumulan cada año desde que se comienza la época de cosecha. Lo que quedaba en la habitación, terminaría el año próximo para el uso de nuevos empleados.

Nos dieron un balde de madera, y un jabón que parecía hecho de granito, para que comenzáramos a lavarnos en cuanto hubiéramos terminado de acomodarnos en la habitación. Para evitar ensuciar más de lo que se limpiaba, nos mandaron afuera, a un costado del terreno, donde los árboles se juntaban y la tierra no era arada todavía. Nos llamaron en grupos de a decenas, comenzando con los más cercanos a la puerta doble y nos dijeron que sólo teníamos unos minutos.

Cuando fue mi turno, el corazón se me aceleró pero sólo moví la cabeza, para dar a entender que había comprendido. Apreté mis manos en puños y tomé un paño de entre mis pertenencias para buscarme el lugar más alejado entre los árboles. Mojé el trozo de tela en agua del balde, y me hice a un lado para pasármelo por el rostro. Metí mi mano entre mis ropas, y me limpié las axilas y parte de las piernas. No podía quitarme la ropa, que consistía en dos capas de camisas y unos pantalones de lana, porque no sólo perdería tiempo, sino que me expondría de repente.

Mi condición como mujer, sin mencionar el hecho de que estas solían tener más tiempo para higienizarse, era algo de lo que otros no dudarían en sacar provecho. A causa de la escasez y la pobreza, las familias locatarias ofrecen sus hijos mayores para acostarse con las jóvenes. Si estas logran embarazarse, se quedan con el niño y les pagan una pequeña suma de valor en alimentos a la madre. Qué pasa después, o qué familia se beneficia más con el bebé, era debatible.

Pese a todo, no era exactamente una conversación o debate lo que se ofrecía. Si la muchacha era fuerte, productiva o tenía buena estructura ósea, podrían abusar de ella y luego brindarles una remuneración por ello. Claro que si no se lograba procrear en los primeros intentos, no volverían a contratarla en futuras cosechas. Casi igual pasaba cuando las familias tenían hijas mujeres. Aunque ninguna ganancia recibían los jóvenes elegidos para la misma tarea. Casarse era lo de menos, cuando lo que buscaban eran trabajadores para no tener que contratarlos cada temporada.

Mojé la tela en el balde para quitar la suciedad, y froté la piedra de jabón. Cubriendo mi cuerpo con mi espalda, me deshice de las mangas de mi camisa para limpiarme los brazos. Me pasé el agua enjabonada y con velocidad, metí los brazos de nuevo en las mangas. Até los cordones de mi camisa, y continué con la tarea en pies y manos. El olor fuerte del jabón me revolvía el estómago, sabía que debía apurarme, pero eran pocas las ocasiones donde lograba tener el lujo de usar jabón. Incluso si este era hecho por las personas en la casa y no comprado en el mercado.

Mientras más limpios estuviéramos, menos oportunidades de enfermarnos tendríamos. Por lo que seríamos más productivos.

Cuando me di la vuelta, el resto de mis compañeros estaban arreglándose la ropa sobre la piel húmeda. A diferencia de mí, tenían camisas livianas y abiertas, donde podías verle parte del pecho desnudo y poco más de dos prendas de ropa encima. La humedad me hacía sudar, y sabía que sudaría el doble, luego de terminar el día, nada me haría más feliz que quitarme algo de peso encima. Pero tenía cosas más grandes que ocultar que mis pechos entre las telas de mi ropa.

Nos dieron una cuchilla larga y afilada que terminaba en una curva. Algunos tenían sus propios cuchillos y demás utensilios para comenzar a recolectar el maíz. La preparación de quienes habían sido contratados variaba con diferencias abismales. Los mayores tenían retazos de cuero viejo sobre el pantalón, atados con cordones gruesos, también se protegían los brazos y las manos. El resto, tenía lo que vestía y era lo único que iría a protegerlos de las espigas traicioneras que cortaban la piel. El clima de junio, aunque húmedo, era frío y congelaba los cultivos todas las mañanas. Era común terminar bastante heridos luego de las cosechas, pero también se relacionaba al constante trabajo, incluso en domingo.

Junto con otros jóvenes, caminamos campo adentro hasta unirnos al resto de los trabajadores. Había una gran carreta tirada por caballos, conducida por el jefe de la cosecha. Constaba de cuatro ruedas de madera muy grandes, y una superficie plana donde se acumulaban las bolsas repletas del maíz. Se estaba marchando, en dirección a un lugar como en forma de torre, así que supuse que ahí es donde los dejaban reposar por unos meses antes de venderlos.

Tomé aire antes de meterme entre los altos tallos verdes. Cuando la campana sonó a mis espaldas, sostenida por la señora que nos había anotado en la lista, lancé un golpe filoso contra la planta y no paré hasta que el sol se hubiera comenzado a esconder por el oeste.

Más tarde, cuando la noche ya estaba sobre nosotros, fui invitada a comer con un grupo de hombres y mujeres que charlaban amenamente alrededor de una gran fogata.

Se hervía un enorme caldo de verduras con carne y fideos que sobraron del almuerzo de la casa principal. El aroma me despertó el apetito contenido durante todo el día, y me senté en el frío suelo, cerca de las llamas para darme calor. Me sirvieron una porción en una lata que casi me quemó las yemas, pero comí hasta chuparme los dedos.

—¿Cómo te llamás, chico? —Un hombre robusto me miró desde el extremo de la ronda. Comía con las manos los trozos de carne de pollo que sacaba del caldo, y tiraba los huesos de nuevo en el agua de su lata.

Tenía una barriga grande, sobresalía por la forma en que estaba sentado, casi reclinado. Parecía un tejón. Las mejillas estaban cubiertas del vello de la barba, y había cicatrices en su rostro, aquí y allá, que se hundían y parecían peores bajo la luz cambiante del fuego. Me recordó al anciano del Clan Shepperd.

—Me llamo Frances.

—¡Ah, el muchachito sin apellido! —Soltó una mujer bajita y huesuda. Estaba apoyada sobre la corteza de un árbol, apenas a unos metros de mí. La había visto antes en la cosecha. Se estaba limpiando las manos con un trapo húmedo y rayones en el rostro. Me lanzó una mirada burlona—. Eras el que estaba delante de mí, te oí hablar con la señora Jespersen. ¡Si hubieran visto la cara que puso la vieja! Pensé que lo mandaría afuera, pero se ve que no tiene mucho para elegir.

Estalló a carcajadas, y varias voces se rieron con ella. Aún si la señora Jespersen los contrataba, ella no parecía muy contenta de tenerlos. Por las risas siguientes y los comentarios que continuaron, tampoco a ellos les agradaba la mujer.

—Yo soy Gaultier, y ella es mi prima Martha. ¿No tienes apellido?
Negué con la cabeza.

—Paget es uno bueno, si te querés casar con algunas de mis hijas. Gritan mucho pero son dóciles. O puedes venir con nosotros cuando termine la temporada. Me vendría bien un poco de sangre joven.

A pesar del tono serio, había un dejo de burla que me hizo saber que estaba probándome.

—No estaré aquí cuando la temporada termine —respondí a modo de disculpa. Aunque no me parecía una mala oferta, no podría desviarme demasiado de mi camino de vuelta a la capital. Si llegaba antes de cumplir la mayoría de edad, podría enlistarme antes de que las monjas del monasterio dieran conmigo. Quizás eso fuera nunca, pero no me gustaría probar mi suerte.

—¿Te vas a marchar a mitad de la cosecha? Qué extraño. ¿Estás huyendo? —Gaultier parecía genuinamente sorprendido por mi respuesta. Imagino que el ofrecimiento de un matrimonio o de un trabajo no era algo que debería tomarse demasiado en serio. Pues eso había logrado algunas risitas.

—Sólo estoy de camino.

—¿A dónde te diriges?

—A la capital.

—Ya decía yo que no eras de aquí —dijo Martha—. Ninguno de mis chicos te reconoció. ¿De dónde eres?

Me encogí de hombros.

—De donde somos todos: de Trinidad.

Me llamaron "Nini" por los siguientes tres días. Ni nombre, ni apellido. Agradecí que ninguno hubiera insistido en saber más, pero en realidad no parecían interesados en mí. Éramos más de cien personas trabajando al mismo tiempo, con dificultad podrían recordar mi cara cuando hubiera terminado.

Sin embargo, uno de los muchachos mayores que comía con el resto del grupo, no dejaba pasar la oportunidad de decir que lucía como una mujer.

Se llamaba Hilbert, y sonreía muy a menudo. Le faltaban tres dientes, tenía la piel curtida por el sol y el cabello era rubio como la paja. Imaginaba que se creía muy divertido, pero me ponía incómoda la forma en que invadía mi espacio. Incluso me dificultaba asearme porque estaba demasiado cerca. Por desgracia, me di cuenta que me había elegido como objetivo, y deshacerme de él me resultaría muy difícil.

Además; resultaba bastante holgazán. No terminaba de cortar todos los tallos antes de ponerlos en las bolsas de transporte. En una ocasión casi nos cuesta la cena.

Dado que lo delaté sin querer con el señor Jespersen, de modo que recibió varios azotes por su mala jugada, se tomó el atrevimiento de quitarme mi propio progreso. Mientras yo cortaba los tallos del maíz, él los juntaba y los ponía en sus bolsas. Limpiando su imagen con el jefe, me cargaba el doble de trabajo, pues no podíamos abandonar la tierra hasta que lleváramos a la carrera cierto número de bolsas.

Terminaba exhausta en la noche. Los brazos me dolían, al igual que las piernas. Procuraba no meterme demasiado dentro entre el maíz, como no tenía ni piel ni lona que me protegieran de las espigas, mantenía la distancia. Pese a mis intentos, sabía que me había lastimado unas cuantas veces. No podría preocuparme por las heridas hasta que estuviera sola. Por desgracia, eso no sería pronto, pues incluso cuando dormía, estaba rodeada de otras personas. Ronquidos, murmullos en sueños, pero ojos dispuestos a despertarse ante el menor sonido.

Era la quinta noche seguida en la que comía junto al resto, cuando el sonido de los cascos de caballos llegó hasta mis oídos. Muchos se dieron vuelta para seguir al sonido, por lo que supuse que los viajeros no pasarían desapercibidos.

La visita no despertó comentarios, y todos continuaron con sus atenciones entre la comida y comentarios sobre la cosecha. Parecía que muchos se conocían entre sí, por lo que se reunían en grupos aún más pequeños y hablaban de sus familias con suspiros nostálgicos por la distancia. Sin embargo, pese al clima tan ameno, me di cuenta que muchos de ellos miraban de reojo a los utensilios que utilizaban para cortar el maíz de vez en cuando. Las voces habían descendido considerablemente, por lo que, aún cuando seguían hablando y hasta recitando cuentos, el tono unísono de las voces parecía confundirse con los sonidos de los animales nocturnos que nos rodeaban. Claro que no buscaban oír a los grillos ni a las lechuzas, sino a quienes habían llegado de imprevisto, que se reunían frente a la casa de los Jespersen.

Dormía cómodamente envuelta en mi manta, en una porción del suelo que reclamé como mía, incluso se podría decir que soñaba. Un dolor me llegó desde mis costillas, mis ojos se abrieron con velocidad, pero no me moví. Aunque no fue un golpe fuerte, había sido suficiente para quitarme el adormecimiento.

Se trataba de unos pies que avanzaban con más o menos agilidad entre la cantidad de personas amontonadas, durmiendo justo como yo lo hacía. Me di la vuelta para volver descansar, pero aunque me sentía cansada, mis oídos se habían puesto en alerta. Podía seguir el sonido de los pasos que mi inintencional agresor hacía hasta que este se alejó tanto que ya no pude distinguirlo entre ronquidos y profundas respiraciones. Me concentré en la mía, con deseos de unirme a ellas.

La noche era tan fría que me hacía temblar bajo la manta. Mi respiración salía como humo helado fuera de mi cuerpo y podía ver desde donde estaba el aguanieve que se asentaba otra vez sobre los árboles y arbustos. Apenas sentía los dedos de los pies y ni hablar de las manos; pese a ello me invadieron unos deseos de orinar que me levantaron del suelo duro donde dormía, y seguí el mismo camino de quien se había marchado de la habitación.

Mis pasos, a diferencia de la otra persona, eran más bien torpes y pesados. Las piernas apenas me respondían como deseaba, pues estaban entumecidas tanto por el dolor de los músculos y su merecido descanso, como por la cruda noche de junio. No tenía idea cómo se había hecho del talento de un gato para salirse de aquel laberinto. Cuando le imité, tuve la suerte de no tener que golpear a nadie para avanzar.

Una vez fuera, me aferré a la manta de lana. El aire me golpeó el rostro como cientos de agujas y se clavó en mi piel. Aunque no teníamos puerta, el viento se cortaba contra las paredes de madera de la construcción de forma que la temperatura dentro podría mantenerse tibia gracias al calor corporal y la humedad. Casi me arrepentí de hacerle caso a mi vejiga, convenciéndome que podría esperar unas cuantas horas más. La verdad es que quizás no volvería a tener en el día la mejor oportunidad de estar sola.

La luz de la luna alumbraba su luz plateada. El viento silbaba en mis orejas, y percibía a los grillos moviendo sus alas, creando una música necesaria para asegurarse la supervivencia. Excepto por mí, no divisaba a ninguna otra persona que estuviera cerca. Tampoco podía oírle, por lo que decidí que lo mejor sería ignorar el tema y concentrarme en lo que me había mantenido parada.

Me metí entre los arbustos, y avancé bosque adentro hasta que ya no podía ver el borde de la casilla de madera donde dormíamos todos. Una vez segura entre la oscuridad y la soledad, me bajé el pantalón y me agaché. Esperaba que el deseo llegara a mí, sin suerte. Me senté ahí mismo y lancé un suspiro. Las piernas me dolían mucho más de lo que recordaba. Me las froté por encima de la ropa, y el dolor me asaltó en la pantorrilla. Consideré que era seguro quitarme el pantalón y examinar si habían algunas heridas más graves que otras.

Se filtraba la luz plateada entre las ramas de los árboles, era suficiente para revisarme la piel, sólo necesitaba que mis ojos se adaptaran un poco más a la escasez de claridad. Pestañeé un par de veces, y mis dedos evaluaron el estado de mis lastimaduras. No eran serias, y sabía que cicatrizarían bien. Lo harían mejor con la ayuda de manzanilla o canela en caso que lo consiguiera.

Un bostezo salió de mi boca sin previo aviso. Acomodé el pantalón de nuevo sobre mis piernas y le hice un doble nudo al cordón que sostenía el borde a mi cintura. La noche duraría por un par de horas más, así que aún podría dormir suficiente si me apresuraba a salir de ahí.

Volví por el mismo lugar que entré, siguiendo mis propias pisadas. La tierra estaba húmeda, y la fina capa de hielo que se derretía apenas se asentaba en las superficies hacía resbaloso el camino. Me sostenía de los árboles a mi alrededor mientras avanzaba, el suelo no tardaba en volverse barroso bajo mi peso y la poca visibilidad me dificultaba saber qué estaba delante de mis pies. Mis intentos fueron nulos, porque terminé cayendo de bruces contra una fina capa de hojas en cuanto mi empeine se enganchó con una nudosa raíz.

Lancé un quejido de dolor y luché por incoporarme.

—¡Te cortaré dedo por dedo! ¿Me has entendido? Ahora dámelo.

Me paralicé al oír aquella voz. Continuaba sobre la tierra aún, mis manos estaban sucias y paré automáticamente en cuanto reconocí de quién se trataba. Tragué saliva y me moví hacia atrás, con las rodillas pegadas al suelo. Hasta que mi vista se protegió con los frondosos arbustos, no dejé de buscar resguardarme. Espié entre las hojas, buscando al cuerpo que cargaba con esa voz.

Hilbert estaba cargando una cuchilla de hoja ancha ligeramente curva contra el cuello de un hombre. Tendido en el suelo, amordazado y sangrando, se encontraba inmovilizado. Respiraba tan agitadamente que creía que estaba llorando, aunque no podía distinguirlo por la poca luz. Ya sea por el miedo o la amenaza a punto de volverse realidad, observé cómo el hombre, pese a la resistencia, se quitaba una medalla pequeña en forma de flor que estaba prendido a la tela de su camisa y se lo entregaba. El objeto rebotó con un sonido metálico y terminó cerca de una fogata ya extinta. Brillaba con un halo plateado gracias a la luna.

Pude oír el sonido de satisfacción que lanzó Hilbert y se agachó para levantar el adorno. Lo tomó en su mano libre y se lo guardó con ansias en el bolsillo de su pantalón raído. Presionó el cuchillo contra la mejilla del hombre y le dio unos golpecitos.

—No fue tan difícil, ¿cierto? Gracias a ello, vas a salvar algunos dedos. Pero ciertamente no la mano entera…

—¡Detente! —grité con desesperación.

Me había puesto a correr antes de notarlo, y estaba apenas a unos metros de ambos. Lejos de la protección del anonimato y la sombra de los arbustos, me vi expuesta, desarmada y sin un plan para salvarle la mano, la oreja o incluso la vida.

El hombre aprovechó la distracción que le había proporcionado sin saberlo, para incorporarse. Le asestó un golpe a Hilbert y lo envió lejos. Por un momento desapareció del plano visual entre los pastizales. El cuchillo cayó al suelo bajo una pequeña capa de polvo. Pese a la fuerza que utilizó para erguirse y golpear, el hombre estaba herido y volvió a caer de rodillas. Me acerqué a él para pasarle el brazo por mis hombros y sostenerlo, mientras caminábamos a un lado. Tenía sangre en la camisa, aunque no podía decir de qué parte de su cuerpo salía.

—¿Está bien? Aférrese de mí, podemos curarlo. Hay una casa cerca —dije en voz baja. Uno de sus ojos estaba hinchado y se mantenía cerrado. Me di cuenta que era más joven de lo que se veía, tenía la piel oscura y el cabello cortado al ras—. ¿Cómo se llama?

Pero el hombre me había ignorado por completo. Aún si moverse le causaba dificultad, se desembarazó de mí y corrió con una de sus piernas arrastrándose. Cojeó con rapidez hasta la carreta de grandes ruedas, y rompió uno de los ojales donde se colocaban las sogas para asegurar la carga. Los animales se removieron, inquietos y reparé en ellos por primera vez. Tomó un artefacto largo, casi tan pequeño para esconderse en la palma de la mano, y puso la boca en uno de los extremos. Sopló con fuerza, un chillido agudo salió de él. Me cubrí los oídos con las manos. Con la respiración agitada, estiró la cabeza, esperando que algo sucediera.

Sin dudas algo sucedió.

Porque mientras el hombre se esforzaba por mirar a mis espaldas, y yo me daba la vuelta para entender qué esperaba ver, el sonido de un grito ahogado resonó.

El cuello me crujió cuando me di la vuelta otra vez. Sosteniendo el cuchillo alargado de antes, Hilbert estaba detrás del hombre. Y pasándole el filo por la piel, dejó que el cuerpo inerte de desplomara en la tierra. Del cuello brotaba una corriente de sangre oscura. La herida era certera y alargada cerca de la clavícula. Ni mis manos fueron suficientemente veloces para parar la hemorragia.

Los segundos pasaron como horas, el hombre intentaba cubrirse el cuello. Tenía los ojos abiertos con sorpresa. Una mueca se le había pintado en el rostro, desfigurando sus facciones. Creo que yo gritaba por ayuda, mis manos inútiles y mis movimientos torpes apenas podían hacer algo. La boca se le abría y cerraba, buscando aire, queriendo decir algo, o quizás todo aquello al mismo tiempo. Mis oídos se habían cerrado y no escucharon más.
No puedo recordar si yo dije algo salvo mis intentos de asistencia, estaba tan asustada que mis manos se habían presionado contra la herida también. Las manos se me llenaron de sangre, espesa, oscura, caliente. Estaba sola junto al hombre que moría lentamente. Hilbert se había ido, los animales exaltados hacían ruido en sus lugares.

Cuando la vida abandonó el cuerpo, los ojos vidriosos se mantuvieron abiertos. En ellos, la noche estrellada se volvía una galaxia.

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Ciclones y tormentas Empty 2. Frances

Mensaje por proserpina Sáb 26 Feb 2022, 6:05 pm


“No me gusta el lugar de donde vengo.
No me gusta el lugar adonde voy.”

Bertolt Brecht.

Quizás debería haber aceptado la oferta de Gaultier.

Resulta que el artefacto extrañísimo que la difunta víctima había sonado era un silbato. Más específicamente, era como los cencerros que se atan a las vacas. O a las ovejas también, para saber si una de ellas se pierde. Casi como un faro auditivo que permite revelar la ubicación de quién lo lleva consigo. El sonido del silbato que el hombre tocó antes de que Hilbert le cortara el pescuezo, resultaba un llamado a los dueños de la carreta defendida y todo lo que esta cargaba consigo. Cuando me pregunté qué estaba esperando aquel hombre, lo que era seguro, es que no contaba con la presencia de un grupo de numerosos jinetes a caballo que se precipitaron hasta donde estábamos.

Porque no pude moverme. De forma que me quedé ahí, arrodillada frente al cuerpo inerte. Mis manos seguían en la misma posición, la sangre se secaba y se enfriaba sobre mi piel. Mi cuerpo se movía furiosamente. Estaba llorando. No sabía cuándo había comenzado, o si podría parar de hacerlo siquiera. Cuando me tomaron por los brazos y me alejaron del hombre, seguí llorando, sin vergüenza alguna. No podía explicar qué me apenaba tanto, qué mantenía mi tristeza. La pena rebalsaba por un ser al cual no conocía ni el nombre.

No luché contra las manos que me sostenían, poco me importaba al final. Sólo me reconfortaba el sentimiento del deber. La tarea, la única, que me había puesto en esta situación. Un nuevo día en la cosecha, entre espigas y chalas. Cortando los tallos con el lado filoso de una hoja de metal con la facilidad de rebanar también carne.

Con algo de brusquedad, me pusieron de pie. Erguida sobre mis talones, elevé la cabeza. Me sacudieron por los hombros, manos grandes y fuertes aprisionaron mis huesos. Un grito que exigía respuestas, una demandante voz que me hablaba de frente. No recibió respuesta alguna. No hablaba, porque no podía hacerlo. Estaba en shock. Veía el movimiento en cámara lenta, los sonidos amortiguados, mis sentidos adormecidos. Como no pude explicarle eso a quienes me tenían, no tuve más opción que dejarme llevar.

Custodiada por 3 guardias, atada de pies y manos, pasé la noche fuera. Había perdido la manta antes, las consecuencias me hicieron temblar los músculos y castañear los dientes. No me quejé.

Dormí al menos una hora cuando el sol le devolvió a la tierra parte de su calor. Durante la madrugada, la humedad en mis ojos parecía capaz de soportar milenos. Mis párpados se habían pegado en sus pliegues. Mantuve la vista como un sapo, las cuencas en mi rostro a punto de salirse de él. Cada vez que la oscuridad se presentaba, aún si esta duraba menos que un suspiro, podía ver la misma escena una y otra vez. El hombre, Hilbert, y el fin. Me vi obligada a mantener los ojos abiertos tanto como fuera posible.

Había creído que me dejarían volver a la habitación común. Mis pocas cosas estaban ahí, plantas secas, un pañuelo de tela, partes de un cambio de vestido y un rústico rollo de tela que usaba para cubrirme el cuerpo. Todo envuelto en una tela perteneciente a un mantel del monasterio.

Intenté hacérselo saber a mis guardias. No me prestaron atención.

Cuando el rumor del trabajo comenzó a aumentar, fui llevada a una carpa al costado del camino. Imagino que la sensación de shock se me estaba yendo del cuerpo, porque me sentía más como una hoja movida por el viento que como un rígido trozo de madera. Eso no impidió que me resistiera durante el camino al tacto de mis escoltas.

La carpa, grande y ciertamente no modesta, albergaba a dos hombres los cuales charlaban cuando entré. De color rojo el fondo, ellos contrastaban en un tono gris oscuro. Tenían bordados el chaleco y los bordes de la capa que tenían sobre los hombros. Botas negras, camisa blanca y un curioso diseño en color azul en sus ropas me distrajeron por un momento.

Uno de mis escoltas me sentó en un banco. Por poco caigo de él por la poca suavidad con que terminé en la superficie. Complacidos, los hombres miraron hacia abajo, hacia mí. Pensé que la diferencia de altura les hacía sentir poderosos, y en caso de que tuviera oportunidad, lo usaría a mi favor.

Uno de ellos, quién estaba más cerca pese a la distancia, parecía quien estaba al mando. Delgado, de huesos finos y baja estatura, no podía ser más diferente a su compañero. Tenía una barba larga que en un inicio estuvo bien recortada, ahora estaba desprolija y varias canas asomaba por el vello. De ojos hundidos y piel parda, sus párpados estaban pintados de negro y tenía ojeras casi igual de oscuras.

—¡Ahí estás, asqueroso miserable! ¿Cómo te llamas? ¡Maldito bastardo, debería matarte aquí mismo y no dejar que gastes mi tiempo! —me gritó uno de ellos, una mesa improvisada constituida por un tablón de madera, nos separaba. Abrí la boca para responder, pero me interrumpió —. ¿Por qué mataste al guardia?

Negué con la cabeza.

—Ni lo intentes. ¿No te has visto? ¡Tienes sangre por todos lados, sin vergüenza! —Dio un golpe en la madera que me hizo saltar en mi lugar—. ¡Ahora responde!

Ciertamente no tuve tiempo de limpiarme, por lo que comenzaba a oler aún peor a lo que estaba acostumbrada. De todas formas, no había demasiada agua para bañarse todos los días en épocas de cosechas. Elevé mi rostro, y pasé saliva pastosa en mi boca reseca y con sabor a tierra. Apreté las manos a mis costados y encontré mi voz, al fin.

—Yo no lo hice —dije con toda la firmeza que podía. Un asesinato no estaba en mis planes a la hora de pasar desapercibida. Quizás mi inocencia no pudiera probarla, pero la defendería de todas formas—. Sólo sé quién lo hizo.
El otro hombre, a quién no había estudiado, elevó la mano antes de que su compañero volviera a saltar sobre mí con nuevas acusaciones a los gritos. Me miró con curiosidad y caminó hasta mí, apoyando su cuerpo contra la mesa de madera. Se cruzó los brazos, y me habló en tono calmado.

—Que eres testigo, dices. Entonces, ayúdame a entender, ¿por qué hay tanta sangre en tus ropas? Tienes que hablar pronto, de lo contrario no verás el amanecer otra vez.

Era realmente robusto. Alto, largo, ancho incluso. Parecía una puerta, con su ropa fina apretada contra los músculos. Tenía huesos gruesos, completamente diferente en fuerza que su otro socio. El rostro estaba cubierto de pecas y su cara era cuadrada, una mandíbula prominente y filosos pómulos le daban el aspecto de soldado de juguete. Los ojos adormecidos y el cabello desordenado era lo único que desentonaba con el porte pulcro.

—Quise ayudarlo. La herida era muy grande, sangraba mucho. Intenté cubrirla con mis manos. —Elevé mis manos, sucias y manchadas para mostrarle que no mentía. El pensamiento de la escena que viví hizo que un escalofrío me recorriera la espalda en un día extrañamente frío—. Pedí ayuda, aunque supongo que ustedes no aparecieron por mis gritos. ¿Fue por el objeto que el señor sopló?

Eso le arrebató una sonrisa de lado al más alto. Me sentí ofendida y ridiculizada por mis propias palabras.

—El silbato —dijo, mirándome de reojo para que yo supiera qué era ese objeto que sonaba como un chillido—. Así es, es una alerta para los nuestros. Para que podamos creerte, debes proporcionar detalles. ¿Has entendido? ¿Cuánto pudiste ver del hecho?

—No mucho. Escuché las amenazas, y decidí intervenir porque no quería que el hombre perdiese la mano. O la vida incluso, por una carreta de poco valor.

El más bajo, lanzó una carcajada al aire, y pude oírle bien los comentarios que tenía al respecto de mi intervención heroica. Le salvé la mano, es cierto. Pero no la vida. Volvió a reírse en voz baja, su compañero lo ignoró deliberadamente.

Hizo una mueca de confusión.

—¿Cómo sabes si la carreta tenía o no valor, muchacho?

Me encogí de hombros.

—Si lo tuviera, ¿por qué dejarían a una sola persona para cuidarla, al costado del camino, fuera del pueblo?

—Eres listo, te concedo eso. —Me apuntó con el dedo índice y se levantó para caminar. Tomó una jarra de metal y un cuenco pequeño. Lo llenó y me lo tendió con una mueca de desagrado—. Vamos, límpiate la sangre.
Por un momento… dudé. Aunque enjuagarme las manos parecía prometedor, no pude evitar pensar en que me gustaría limpiarme todo el cuerpo. Por supuesto que eso no lo haría en presencia de aquellos hombres, pero el deseo era el mismo. Miré una vez más hacia el joven alto, preguntándome por un segundo qué edad tendría. Su mano insistente, me sacó de cualquier vacilación que comenzaba a formarse en mí.

Hundí mis manos en el agua templada y como pintura, el líquido se tiñó de rojo. Un olor pegajoso, sofocante y desagradable también se fue con ello. Cuando pude ver el tono de mi piel oscura de manera uniforme, sequé mis manos con la tela de mi camisa. La parte que no estaba húmeda o manchada por la tierra y la sangre. Aunque ahora estaba casi limpia, había disfrutado del rostro aristocrático en una mueca de disgusto. Pese a que era considerado un muchacho, quizás me tenían por tonto, bruto, o ignorante de reglas éticas sobre respeto a autoridades e higiene. No puedo decir que estuvieran equivocados, de todas formas quería mantener en esas duras facciones el rechazo que me divertía.

—¿Cómo llegaste hasta ahí?

—Salí para dar un paseo nocturno. Tenía que orinar. Tampoco podía dormir. ¿Usted orina en la noche, señor?

—Mis costumbres nocturnas no son de su incumbencia. Pero aprecio su preocupación.

Una persona entró de golpe a la carpa, se disculpó en una tos incómoda y esperó a que el hombre más bajo se acercara a ella. Intenté darme vuelta, sin ser descarada al hacerlo, cuando lo logré, ya se había marchado. Podía oír sus voces fuera de la tienda, murmurando en tono bajo, voces agudas intercambiando información.

Volví a mi relato, aunque no se me lo había pedido.

—De camino a los arbustos, pues sabe usted que no tenemos letrinas para los que trabajamos en la cosecha, me dirigía a hacer mis necesidades. Imagino que entiende —dije. Le dirigí una mirada de costado, divertida por la repentina muestra de escándalo en su rostro. Con un rápido movimiento de piernas, se levantó de la mesa y caminó a mi alrededor—. No pude. Por si se lo preguntaba. Fue ahí cuando oí los gritos. Pero, aún no me ha preguntado quién ha sido.

—Porque no lo necesito —respondió con simpleza. Un asentimiento con gracia me dirigió con la cabeza. Las manos estaban enlazadas en la espalda baja, su barbilla estaba alta. Parecía que estaba tomándome algún tipo de lección.

—Me alegro por usted. Si no me necesita, puedo marcharme.

—No.

—¿Por qué?

—Pues, porque mataste al guardia. —Elevó una mano para callarme, justo cuando estaba a punto de despotricar contra él—. No, no. No lo intente. Nuestros informantes preguntaron por ti en la cosecha de los Jespersen. A nadie le resultas familiar. Está claro que no eres de por aquí, se nota en tu acento. Resultas sólo tú, quien estuvo junto al cuerpo, cubierto de su sangre… y con el arma a unos metros.

Golpeé con fuerza la mesa, levantándome de golpe de mi pequeño banco. El banco cayó a mis espaldas, y el agua del cuenco con sangre mojó la madera.

—¿Quiere acusarme? ¡Bien! ¡Deténgame! ¿Quiere que le diga cómo lo hice? ¡Le corté la garganta con el cuchillo largo ese! ¡De lado a lado! No pudo hablar, no rogó. —Las lágrimas comenzaron a caer en mis mejillas cuando no pude acumularlas más en mis ojos. Torrentes físicos de mis nervios. Hice mis manos puños, para que dejaran de temblar—. ¡Yo lo maté! Lo maté.

Una expresión de sorpresa había pintado las duras facciones del hombre. Sin perder del todo la compostura, suspiró y soportó mi arranque de ira. No me interrumpió, pero cuando terminé de gritar, alzó la voz y llamó a alguien fuera. Lo siguiente fue que me tomaron por los brazos. Se acercó a mí, con una mirada decepcionada. Los guardias me obligaron a extender uno de mis brazos. Me resistí, aún con la mano en puño. Hasta que me proporcionaron un golpe tan fuerte en el músculo que mi extremidad cayó como si hubiera perdido la vida.

El robusto hombre me tomó la mano, y en ese momento noté un brillo en sus ojos que antes no había existido. Era una sensación familiar que me invadió, no pude identificarla, conocida pero antigua, como un sueño. Asustada por el contacto, grité.

Estaba demasiado molesta y asustada para que unos guardias me detuvieran. Me removí con fuerza suficiente para que me soltaran. Me escapé de sus manos, y hasta se puede decir que algunas me lastimaron como uñas o dientes de animales. Mi mano dormida golpeó el duro rostro del hombre robusto que tenía enfrente e intenté escapar.
Había hecho tanto ruido, que otros guardias entraron y me impidieron el paso. Aún erguida en toda mi altura, ellos eran más altos. Los golpeé con los puños, los empujé con el cuerpo, no se movieron demasiado. Me atraparon de nuevo, mi cabeza se movió hacia atrás y golpeé un rostro con éxito. El gemido de dolor me dio la ventaja para intentar superar cuatro guardias que me rodeaban, con las armas enfundadas, y sus cuerpos listos para atajarme.

—¡Alto! —gritó la voz grave del hombre que me había interrogado. Se acercó a mí, mientras me giraba a observarlo, agitada por el juego del gato y el ratón entre cuatro felinos entrenados. Tenía la mejilla enrojecida, aunque no manifestó ningún dolor que el golpe le hubiera proporcionado.

Sus ojos oscuros brillaron con curiosidad y su mano se elevó sobre mi hombro. Me bajó la camisa hasta el brazo, y cuando vi qué era lo que él había notado, lo entendí.

Por el forcejeo, una de las telas que solía usar para cubrirme las partes de mi cuerpo que eran más sensibles al sol, se había corrido. Estaba segura que podía verse por los agujeros de mi camisa raída, aunque esta fuese doble. Un poco de piel no altera a nadie, pero qué sorpresa se habrá llevado el Sargento Dhanasevi cuando se dio cuenta que mi brazo tenía una amplia mancha blanca, escondida bajo la tela.

Él lo supo, y yo también. No me dirigió una palabra, pero los guardias me soltaron en cuanto él los miró. Se dieron vuelta y nos dejaron solos en la tienda una vez más.

Me subí con rapidez la tela de la camisa, y también la que cubría mi brazo, aunque era tarde.

—¿Cómo dijiste que te llamabas?

—No lo dije.

Revolvió unos papeles amarillentos. No los había notado hasta que los sostuvo frente a su rostro. Estaban en una mesa más pequeña, debajo del tablón, al lado de un gran y ornamentado baúl de madera y metal. Los leyó, murmurando de forma inteligible y me miró otra vez, como si hubiera sido la primera vez que me observaba.

—Tu nombre es… —leyó en voz alta— Francis.

—No, es Frances.

—¡Es lo que yo dije! —exclamó confundido y yo rodé los ojos. Pero él se acercó a mí, me tomó por los hombros y me estudió el rostro, buscando algo que desconocía—. No puedo creer lo que ven mis ojos…. Oh, frente a mí estás, Frances. La mismísima Frances. La Frances de Makira. ¡Pero estás anotada en la lista de la cosecha como Francis!

—Quizás esto te sorprenda, pero no hay mucha diferencia entre ambos nombres. —Y era cierto, cada vez que alguien pronunciaba mi nombre me dolía la cabeza de pensar que todos estuviéramos refiriéndonos a nombres diferentes cuando su sonido es el mismo. Pese a la sorpresa, y el clima de alegría con el que se me pintaba, hice una mueca. Si este hombre fuera parte del monasterio ya me hubieran mandado de vuelta, ¿cierto?

Ignoré la punzada de curiosidad que el nombre de mi madre en sus labios me provocó. Si no admitía o negaba acusaciones sobre mi identidad  fácilmente podría decir que me hice pasar por alguien más.

—¡Realmente eres tú! Mi tío se pondrá contento cuando sepa que te he encontrado. ¿Cómo terminaste aquí? No, no. No me digas nada, quiero oírlo cuando se lo cuentes a él en el castillo. Oh, él me honrará en cuanto me vea. No podrá negar mi potencial, y el título será permanente y no volveré a viajar a las fronteras otra vez. ¿Has escuchado eso, Sharma?

Procedió a intentar tomarme la muñeca para que lo siguiera. Me solté de él sin hacer fuerza. Lo miré con toda la confusión y la indignación que era capaz de reunir en esta situación  tan rara. De repente estaba involucrada en vaya el Rey a saber qué, no tenía contexto alguno con el cual hacerme. Para colmo seguían tratándome como muñeco de tela, con mi nombre escrito con ese cono en él, o no.

—¿Te molestaría decirme quién se supone que eres y a quién pertenece este pequeño campamento? De lo contrario, no me llevaras viva.

El hombre lanzó una risita tímida y se presentó con una reverencia que hizo flexionar en dos su cuerpo tan macizo como la madera misma. En su espalda, su chaleco bordado lucía un diseño que me hizo entender quién era en el mismo momento en que recordé dónde había visto el mismo dibujo. Hecho con piezas metálicas diminutas, quizás en plata, se podía admirar el dibujo de una oveja. La respuesta parcial la tenía incluso aunque él pudiera dármela, pero se presentó de todas formas.

Arya Dhanasevi, un Sargento con puesto temporal, era nada más y nada menos que miembro oficial del Clan Shepperd.

De ser más lista, lo habría notado. Sus ropas, especialmente, aunque eran grises, quizás para ocultar la suciedad por más tiempo, tenían dibujos, bordes y detalles en un azul oscuro. Imagino que ignoré el dibujo en la espalda de su chaleco porque cuando Arya estaba dado vuelta, yo buscaba la forma de escaparme de ese lugar.

Aunque su festejo al reconocerme era conmovedor, su compañero volvió a hacerme responsable de la baja del guardia. Incluso me interrogó sobre cuánto sabía de la carga en la misteriosa carreta. Poco y nada, eso sabía. Que tenía animales, pero no parecía tener nada preciado. No me creyó, y lo hizo saber con resentimiento. Ignoró todos los comentarios que Arya había hecho, por lo que me di cuenta que este hombre bajo era su superior y le debía respeto.

Sin embargo, no era superior mío.

—¡Bruto! Ya le dije que yo no fui, y sin importar cuántas veces me lo pregunte, será la misma respuesta. Hilbert, no sé qué, lo mató, lo ví y es la verdad. ¡Deje de perseguirme, viejo tonto!

Cuando el hombre había sido notificado que yo era en realidad una muchacha, y que se trataba de un malentendido, se vio contrariado por mi comportamiento poco apropiado. Más indignado estaba al escucharme hablar. Me miraba con los ojos como platos, respirando profusamente, como un toro. Nunca había visto un toro en realidad, pero me imaginaba que no eran muy diferentes.

—Capitán Sharma, ¿ha concluído ya? —el tono de Arya fue calmado, pero tenía una ligera sonrisa de lado que parecía alterar a cualquiera. Aunque nadie lograba alterarse como el Capitán. Eso era algo de lo que me había percatado en una corta experiencia.

Carraspeó. El Capitán Sharma se pasó las manos por el lustroso y adornado chaleco, buscando su aliento, el cual se había perdido entre los ladridos que lanzaba. Asintió distraído y se sirvió un líquido oscuro de una jarra que descansaba sobre el suelo. La bebió con tanta fiereza que las gotas se derramaron por las comisuras de su boca. Arya dio un paso adelante, con las manos enlazadas en la espalda. La perfecta postura que cargaba, hizo parecer a su superior, pequeño e inexperto.

—Entiendo su determinación por encontrar al culpable del terrible hecho que sucedió con el cabo. Sé que tiene razones personales para vengarlo, y las respeto, mi señor. Sin embargo, no puedo permitirle cometer el error de castigar a la persona equivocada. La señorita —dijo, mirándome por un segundo—, ha dicho la verdad. Ella es inocente.

Pero el Capitán Sharma no pareció convencido.

—Creáme, mi señor. Le doy mi palabra. Yo mismo lo comprobé. —Acto seguido, Arya elevó una mano en el aire. Su mano derecha. La misma que había usado conmigo.

Meditando por unos segundos, el capitán lo aceptó. Tomó aire y se acercó a mí, ligeramente abochornado. Inclinó su cabeza ligeramente, y entendí que ese sería el mayor honor que podría obtener de su persona. Quizás él podría haber calmado su mal humor, sin embargo el mío seguía tan agrio como al principio. Elevé mi barbilla y lo miré, amenazante. Él lo ignoró, en caso de haberlo notado.

—Supongo que le debo una disculpa, muchacha. Le diré, en cambio, que el difunto resultaba una persona de interés para mí. Planeaba casar a mi hijo con él. Así que espero que entienda mi aprensión al respecto. Y mi indecoroso comportamiento. Debo decir que me ha tomado por sorpresa saber que es usted una mujer después de tal… escena. ¡Qué mis dioses me amparen si mis hijas actúan de la misma forma! Dicho esto, ¿podrías describir para mis guardias el joven que viste? Quisiera detenerlo hoy. ¡Y vengar al difunto!

Arya intercedió por mí. Quizás previó que mi respuesta no sería amable, y lo mandaría a hacer el trabajo él solo. Algo por lo que no me disculparía, de haber tenido la oportunidad de hablar. Le aseguró que haría todo lo posible por ayudarle, sin duda alguna. También le agradeció por ser tan comprensivo y honorable. Ninguna de las dos cosas me parecían encajar en ese capitán; por mucho que quise hacérselo saber, aunque sólo sea para ver su rostro disgustado otra vez, me mordí la lengua.

Salimos de la carpa. La mano de Arya estaba sobre mi hombro, todo el tiempo. Un ligero recordatorio que él impediría que yo me precipitara sobre cualquier mala decisión. En cuanto la lona pesada de la tienda cayó a nuestras espaldas, me moví tan lejos de él como pude hacerlo. Que no fue demasiado, apenas unos pasos antes de chocarme con un pequeño grupo de soldados comiendo.

Aunque Sharma me había pedido que le hiciera saber a los guardias cómo lucía Hilbert, terminada aquella tarea no tenía muchas más órdenes para realizar. Imaginé que podría volver a la granja y explicar mi encuentro con esta pequeña tropa del Clan. Una excusa verdadera por mi ausencia. Una familia leal al Rey como debían serlo los Jespersen entenderían que el deber siempre estaba primero. Sobre todo para ayudar a ese hombre, quién estaba a punto de ser yerno de un capitán.

Con algo de pena me di cuenta que preferiría una muerte rápida antes de tener algo que ver con ese capitán tan despreciable y orgulloso.

Mis descripciones nunca han sido de lo mejor. A menudo olvido varios detalles importantes, quizás porque evito mirar mucho tiempo a las personas a la cara. Así que cuando tuve que describir cómo lucía Hilbert desde mis memorias, me encontré con grandes dificultades. Apenas podía describir generalidades como el tono de su cabello rubio, o cuán alto creía que era. Cada vez que pronunciaba su nombre, me parecía más y más extraño el sonido. Dudaba de que estuviera en lo cierto, incluso en su culpabilidad. Había perdido por completo el recuerdo de su voz, sin embargo sabía que me sentaba mal cada vez que lo escuchaba hablar.

Intenté concentrarme en la molestia que sentí cuando me robó todo el progreso de mi trabajo en la cosecha. Cómo tuve que pasar las peores horas bajo el sol, sudando y sin comer, hasta recuperar aquello que me había quitado. Viendo a través de un vidrio sucio, o como en un sueño, podía recordar su sonrisa torcida y los pocos dientes que tenía a la vista. Incluso hacerlo me generó tal dolor de cabeza, que la jefa de los guardias dejó de esperar más de mis contribuciones.

Me ofrecieron agua y pan. Bebí hasta quedar satisfecha, sentada en el suelo con otras personas. Arya desapareció de mi vista por un largo rato. No me preocupé por él, pues sólo buscaba saber si podría volver a mis tareas pronto. A causa de todo el reciente disturbio, ¿el señor Jespersen me sacaría de la lista de empleados antes de que junte suficiente dinero para marcharme? Tan sólo habían pasado más o menos diez días desde que había llegado. Eso no cubriría ni la mitad del viaje, sin mencionar que tampoco podría quedarme con ropas prestadas o juntar algo de comida para el viaje.

La idea me asaltó de golpe, tan obvia como era que me molestó no haberlo considerado antes.

Estaba en medio de un campamento del Clan Sherperd.

Todo lo que había querido desde mi más reciente fuga de aquel monasterio, era tener la suerte de no perderme durante el camino hasta la capital. Porque en la capital se encontraba el castillo Blewstein, el centro del Clan Shepperd, al que tanto he detestado por enviarme lejos. También el mismo con la autoridad suficiente para permitirme volverme soldado. Y liberarme de ese arreglo tan horrible donde mi existencia se reduciría a mi enseñanza como cenobita.

Decidí esperar a que este volviera, de todas formas no sabría dónde encontrarlo.

Arya volvió mucho más tarde de lo que yo esperaba. Me había dormido bajo el tenue calor del sol en un día nublado. Él me despertó, empujándome la pierna con su bota. Me costó volver a estar consciente de todo lo que había pasado cuando el sueño me llevó a un lugar imaginario demasiado bueno para ser realidad. Bostecé en su rostro y él rodó los ojos.

Me ofreció caminar para charlar. Acepté.

Más que una charla, fue un monólogo. No había impuesto demasiada resistencia, pues no tenía cosas para comentar, por lo que él llenó el espacio entre ambos con sus historias. Me contó casi todo lo que podía adivinar de las personas en el campamento. Decía que sólo necesitaba mirarlas para saber cómo se sentían. Nos entretuvimos apostando las siguientes acciones de un grupo de soldados en la orilla un pequeño manantial. Perdí cada vez.

—¿Cómo lo haces? —exclamé fastidiada de tantas derrotas seguidas.

Arya se encogió de hombros.

—Soy un Empatía. Creo que conozco a casi todos los que están en el campamento. Mi tío los eligió, y yo les ofrecí la pluma para que firmaran su alistamiento. Involuntariamente puedo saber sobre las emociones que experimentan porque los he tocado.

Sentí un repentino escalofrío de terror.

Intenté calmar mis nervios, pero era imposible. También era inútil hacerlo. Arya estaba sentado a mi lado, podía sentir que comenzaba a ponerme nerviosa al instante. Por la expresión de su rostro, no sólo lo había notado, sino que luchaba por ignorarlo. Estaba mucho más cerca que cualquier soldado a la distancia, quienes fueron parte de un juego secreto el cual ignoraban.

Me dedicó unos minutos de silencio que aprecié. Se había quedado encogido en su lugar, rompiendo las alargadas hojas del césped silvestre. Su complexión tan grande hacía que se viera gracioso, con las piernas largas cruzadas y la ancha espalda encorvada hacia adelante. En otra situación, verlo me hubiera hecho reír. Con curiosidad noté que sus ojos no se habían elevado del suelo. Dudé en preguntar si se sentía bien, parecía tan asustado y nervioso como yo. Casi como si fuésemos reflejos del otro. Aunque sabía que mis emociones estaban fundadas, y tenían sentido. No podía decir lo mismo de él.

Sabía que asustarme era innecesario. Sin embargo, estaba tan sorprendida por lo que había escuchado que me costaba procesarlo. Incluso una emoción desatada me aceleraba el pecho de sólo pensar en estar en el mismo plano que alguien como él. Tenía que acostumbrarme a la idea de estar rodeada de personas tan poderosas como él, y lo había soñado desde que era más pequeña. Incluso había monjas en el monasterio que parecían tener algún tipo de habilidades, pero escapaban de mis ojos curiosos.

Por cuestiones estratégicas, económicas y para una mejor organización de los recursos, cualquier joven nacido con habilidades tenía asegurado un lugar en la capital. Incluso en contra de las voluntades propias y la de sus familias, estaba decretado que cada nacido con habilidades debía tener formación militar por lo menos una década entera. Aunque era difícil decir cuánto significaba una década para nosotros, los superiores preferían alargar los procesos tanto como fuera posible. Las monjas solían contar que aquellos hijos especiales, no volvían a ver a sus padres. Sólo sus tumbas.

Como mi madre ya estaba muerta, suponía que me ahorraría la pena y el desconsuelo.

La razón de que existieran personas con habilidades radica en la práctica de la magia blanca, quizás incluso antes de que Trinidad existiera como estado. Estos métodos, además de ser beneficiosos para cada aspecto de nuestras vidas, formaba parte de la cultura de las personas. Con el paso de los años, ciertas personas tenían una predilección especial para determinados rasgos de la magia. Por lo que las habilidades comenzaron a fragmentarse lentamente. Sin embargo, su uso primordial era el cuidado de la salud de animales y personas. También se nutrían los suelos, sobre todo para evitar perecer durante enfermedades o sequías.

Los enfrentamientos parecen estar y ser parte de cada civilización de las que tengo conocimiento. Como no es de otra forma, cuando los desacuerdos y la ambición pasan a ser luchas armadas, también hemos sufrido pérdidas por ello. La necesidad de defenderse de las invasiones trajo consigo una nueva tarea para utilizar las habilidades tan perfeccionadas por eras. Cada maestro de magia, ofreció sus servicios. Nuestras estrategias pasaron de ser por completo defensivas a ofensivas. Hubo éxito por un tiempo. También consecuencias desastrosas permanentes.

Aunque no fuimos perseguidos hasta tiempo después, las reacciones en contra de nuestras costumbres fue clara. Era peligroso lo que hacíamos. Ni hablar de la moral que manteníamos, la cual pendía de un hilo y nos volvía un pueblo inestable. La represión que nuestros antepasados sufrieron, fue aberrante. Hoy en día, dentro de nuestras fronteras seguras, el deseo por generar descendencia con con aptitudes para la magia es grande, por cuestiones económicas y sociales. Antes, era una diana en las espaldas de cada familia registrada en listas empadronadas con sellos reales.

No se podía luchar contra el enemigo. Porque incluso cuando se había logrado el cese de los enfrentamientos, el incipiente pueblo de Trinidad había despertado la curiosidad de los agresores. Se entregaron terrenos, cientos de hectáreas de campos. También a los trabajadores que vivían en ellas. Riquezas también, se establecieron contratos de comercio. No era suficiente. Lo que se quería era albedrío para decidir qué hacer con los practicantes de magia blanca. De a poco, las libertades se iban perdiendo mediante la amenaza de nuevos enfrentamientos.

Nuevas creencias llegaron a los habitantes, y las presiones para aceptarlas también. Algunos se convirtieron. Por ello, hubo un descenso en la práctica de magia, considerada ilegal. Se cedía el poder por el miedo. Los reyes de Trinidad se volvieron observadores, sin poder siquiera participar en las expediciones en búsqueda de niños. Niños manchados. Espíritus malévolos con rostro de infantes, que llevarían a sus familias a la perdición. Así rezaban los cantos que las matronas cantaban a los bebés. Un pedido oculto para no tener que verlo desaparecer. Cada recién nacido era anotado en las listas. Grandes recompensas se aseguraban para los testigos que vieran a cualquier comportamiento extraño y avisaran a las autoridades.

Se llevaban a los pequeños. Los examinaban para comprobar las acusaciones. Cuando estos presentaban señales de habilidades para la magia, era declarado en las plazas públicas. Aunque Arya no quiso decirme qué hacían con ellos cuando pregunté.

Me contó todo aquello de golpe. Abrió la boca, y no volvió a callar hasta que la noche nos impidiera vernos a los ojos. Sabía que era su forma de explicarse. Y de excusarse por su naturaleza.

Había oído con tanta atención que los músculos se me entumecieron hasta que quise disponer de ellos para marcharnos del lugar donde nos habíamos sentado. El estómago me rugía, y las voces del campamento eran cada vez más altas mientras nos acercábamos. Él no dejó de hablar pero me miró unas cuantas veces para asegurarse que lo estuviera oyendo. No le hice preguntas hasta que pudiera estar segura de que hubiera terminado.

Nos sirvieron un estofado de carne y verduras. Cuando hube de probarlo, ya estaba frío. Comí de a ratos. Entre movimientos famélicos y la completa indiferencia. Tenía tanta curiosidad por lo que estaba oyendo, que algunas cosas, que sabía casi de memoria, me parecían nuevas y maravillosas. A veces, la voz ronca de Arya se perdía entre las risas y los cantos del resto, por lo que me estiraba para oírle mejor. También notaba eso, porque repetía siempre las frases que yo no había entendido del todo. Me ofreció movernos hasta su carpa, alejada del centro de la atención. Yo acepté sin chistar.

—¿Cómo sabes todo eso? —pregunté en un repentino espacio de silencio que nos encontró mientras él me alzaba la lona de su tienda para pasar por debajo de ella. Sostenía en mis manos el cuenco de madera donde estaba a medio comer mi estofado.

—La bibloteca del castillo de Blewstein es muy variada. Además, nadie quiere acercarse a un Empatía si pueden evitarlo.

—¿Por qué no?

—Los confunden con Mentalistas. O les resulta igual de desagradable alguien que pueda saber tus emociones, que uno que lea tus pensamientos —comentó con cuidado. Me sentí mal por él, aunque no pude proporcional ninguna palabra de ánimo. No creía que sirviera con alguien con su habilidad. El momento incómodo duró un suspiro. Arya me miró con una sonrisa y me hizo una reverencia. —Debo buscar a alguien. Espérame aquí.

Desapareció por la abertura de la tienda con una agilidad impropia de alguien tan grande y alto.

Estudié con modestia su pequeña habitación. Sobre el suelo de tierra, estaba un camastro de madera. Constituía un amplio lecho, no esperaba menos de alguien tan grande para poder dormir cómodo en las noches. Hacía juego con los escasos demás objetos que había a su alrededor. Un baúl ornamentado cerrado, sin llave, unos libros y papeles esparcidos arriba de este. Una mesa improvisada. Velas y un farol enano que iluminaba la habitación. Incluso había un tintero. Una bolsa de ropa, y sus armas guardadas. Era todo lo que el cuarto ostentaba.

Cuando Arya volvió, ya no había estofado en mi cuenco.

Entró con una mujer detrás de él. Llevaba un vestido verde sucio con detalles en azul y tenía un ceño tan fruncido que me pregunté si su rostro sería así todo el tiempo. Alzó los brazos al verme, molesta, no por mí, sino por mi aspecto. Acusó a Arya de retorcido por dejarme estar tanto tiempo con la misma ropa, sucia y con jirones colgando. Pero a mí no me había molestado. Apenas había notado mi aspecto luego de abandonar la tienda donde estaba Sharma. Estaba acostumbrada a mantenerme varios días, cada vez más inmunda, hasta tener la oportunidad de limpiarme.

La señora, que se presentó como Mercedes Navarro, echó a Arya de su propia tienda y se acercó a mí para intentar desvestirme con sus manos abiertas. Asustada, corrí fuera de su agarre, contuve los deseos de gritar para mantenerla lejos.

Su cara se transformó. Comprobé en ese momento que no permanecía ceñuda todo el tiempo. En esta ocasión, estaba sorprendida.

Mercedes intentó caminar hacia mí de nuevo, pero le grité que se marchara. Me abracé los hombros con mis manos, queriendo cubrir mi cuerpo con lo que tuviera encima para hacerlo. Arya, preocupado, entró a la tienda pese a las quejas de la señora Navarro. Tenía los ojos cerrados, y no parecía recordar muy bien la superficie del suelo de su propia tienda. Extendía los brazos para mantener el equilibrio.

—Señora Navarro, Frances está asustada. Quizás, lo mejor sea que traiga algunos de sus vestidos y enaguas aquí, sin tomarle medidas, o bañarle. —Seguía con los ojos cerrados. Se había arreglado para ponerse casi entre la señora y yo. Aunque, al hablar, miraba en la dirección equivocada.

La mujer me miró con cara de incredulidad, con los brazos a los costados de sus caderas. Aceptó de mala gana, trayendo consigo dos vestidos y unas cuantas polleras blancas en los brazos de una joven menuda que parecía ser su ayudante. Me los midió, casi a la distancia, para evitar tener que apoyarme la tela en el cuerpo. Cuando se decidió por cuál me quedaría mejor, mandó a la joven ayudante a guardar el resto y dejó todas las prendas que debía usar en la cama de Arya. Dado que le había asegurado que sabía cómo vestirme y atarme el corsé, aunque no recordaba haber tenido uno similar en el monasterio, todos en la habitación se habían ido para darme privacidad. Más de la que había tenido en mucho tiempo.

Cuando los murmullos en la entrada de la carpa disminuyeron, me convencí que era seguro desvestirme y así lo hice. Me quité los zapatos para empezar, y las medias gruesas, que debían ser el único par que era mío. Las puse a un costado, renunciando a ellas en el momento en que me las saqué. Los destrozados pantalones que tenía también se habían ido a parar a la pila de harapos. Me quedaban mis camisas, y mis vendas. Eso era todo lo que me cubría.

Agradecía no tener un espejo para mirarme. Sólo mis ojos en su única perspectiva, eran los únicos que podían apreciar las manchas blancas en mi cuerpo. No me gustaba verlas. Me había acostumbrado a ellas, y las toleraba, sobre todo las cuidaba. Las protegía, no de mí, sino de el resto de las personas que no podían mirarlas sin asustarse, sorprenderse o tenerme lástima. Lo que menos quería era tener que aclararles a todos que mi aspecto no era contagioso. Había muchas ideas erróneas sobre tantas cosas aún, tan vigentes como el día que surgieron. Y yo no era una idea, mucho menos lo era mi cuerpo.

Usé los trozos más limpios y sanos de mi ropa para hacerme nuevas vendas. Los más sucios, fueron usados para aplicarme un poco de higiene y refrescarme el cuerpo. Me cubrí las piernas, aunque no me cubrí los brazos. Creía que la tela del vestido que me habían ofrecido cubría suficiente piel para protegerme del sol sin problemas. Además, no esperaba pasar más días cortando y juntando espigas de maíz. No consideraba mucho la idea, pero me emocionaba saber que estaba a punto de cumplir mi deseo. Ni siquiera había echado de menos a mis compañeros de cosecha, o a mis pobres y escasas pertenencias que ostentaba tener. Tampoco me opondría a renunciar a todo aquello por mi mayor objetivo.

Una vez que había terminado con el vestido, tan pesado y tan caluroso que apenas me lo había probado, ya quería quitármelo, me coloqué los zapatos de piel gastada que tenía bajo la ropa impuesta. Eran un poco grandes para mis pies, pero se sentían cómodos y nuevos. Di vueltas alrededor de la tienda, probando su calidad. Estaba segura que este nuevo par me permitiría caminar mucho tiempo sin lastimarme. No podía decir lo mismo de mi viejo par de zapatos. Muy pequeños, y tan finos que era como estar descalza.

—¿Puedo entrar? —la voz gruesa, del otro lado de la lona, rompió el silencio.

—Claro —respondí, acercándome a la entrada. Arya pasó, con los ojos entrecerrados. Sonrió cuando notó que estaba vestida—. Es tu tienda, después de todo.

—Y en mi tienda respetamos la venía del otro.

Asentí con la cabeza. No tenía idea qué significaba esa palabra.

Me miró de reojo, con una sonrisa caída hacia un costado. Como si estuviera formulando una pregunta en la cabeza, y debiera repasarla antes de decirla en voz alta.

—¿Por qué no te quitaste el trapo de la cabeza?

Llevé mi mano instintivamente al borde de la tela, ajustaba sobre mi piel, bajo el inicio de mi frente.

—No puedo.

—¿Por qué no?

—Por el sol.

Aunque mi explicación bastaba para mí, Arya no parecía ver la relación entre ambas cosas. Puse mis ojos en blanco, y giré a su alrededor, pensando en una buena razón para mostrarle qué había debajo. También pensaba en varias buenas razones para no hacerlo. Como que hiciera menos preguntas y metiera su nariz en sus propios asuntos.

Fue notorio mi desagrado, hasta el punto que él pudo sentirlo, porque se disculpó al instante y me contó que su atrevimiento había sido erróneo. Sobre todo, que mi reacción era correcta y no debía hacer ninguna cosa para explicarme ante él. La apariencia tan grande y poderosa de su cuerpo, contrastaba mucho con las pocas luces de su personalidad que me mostraba.

—Mi piel… —tomé aire y me preparé para hablar. Intentó detenerme, pero alcé una mano en el aire para que callara—. Déjame hablar. Mi piel tiene manchas. La que viste en mi brazo es sólo una pequeña parte de las que tengo en todo el cuerpo. A donde quiera que voy, cada vez que alguien las ve, se asusta. He pasado tanto tiempo defendiéndome de acusaciones, que creí que lo mejor era simplemente ocultarlo a la vista.

Desaté el nudo que tenía a la altura de la nuca, quitándome cada capa de la tela que cubría mi cabeza con lentitud. Eran muy raras las veces que me quitaba el paño del cabello. Jamás frente a desconocidos, luego de tantos incidentes. Las monjas del monasterio me dejaban cubrirme la cabeza, pues decía que afectaba la concentración de las otras mujeres dentro. Sin mencionar que insistían en cortármelo e intentar alisarlo tanto como fuera posible.

—Pero no es sólo por eso que lo cubro —murmuré—. Lo hago por el sol. Debo trabajar en la tierra, a veces en verano. La piel en cada una de mis manchas, es tan sensible que se vuelve roja al instante. Duele, duele muchísimo.

Aquella telita tan delgada y vieja, casi se rompió bajo mis dedos. La hice un ovillo en mi mano.

Me sentía en confianza, pero los latidos de mi corazón decían otra cosa.

Arya me había contado sobre su habilidad. Yo no tenía una para ofrecerle. Esperaba que una simple historia sobre mi distintiva apariencia fuera suficiente para ambos. Para mí, pues estaba en desventaja, y para él, un agradecimiento por su confianza puesta. Después de todo, me había reconocido por un parche blanco de piel en un hombro. Podría haber mentido, hacerme pasar por otra persona, o tener malas intenciones. Nada de ello podría comprobarlo aún.

Pese a los tratos que había recibido antes, me convencía cada día más que no había posibilidad alguna de que yo fuera la única joven con la misma condición. Incluso si él podía darse cuenta que no mentía, a veces parecía que la palabra no era suficiente verdad de la cual sostenerse.

Tosí de incomodidad.

No podía verme porque no había espejos para hacerlo. Sin embargo, estaba muy segura de mi aspecto. Mi cabello, casi todo, era blanco. Muy blanco. Como el algodón, o las nubes en un día de sol. Y era a causa de una gran mancha en mi cabeza. Una que iniciaba justo en la línea de mi cabello, y terminaba irregularmente bajo mi nuca. De modo que tenía algunas partes de mi cabello que era negro. Sabía que cuando era pequeña, mi cabello era negro, muy oscuro. Pero tenía en mi frente una mancha blanca. No era muy grande, aunque con el paso del tiempo había comenzado a crecer. Se había vuelto tan difícil de esconder, que me las había arreglado para cubrirme todo el cabello con amplios retazos de tela, sobre todo de faldas viejas o pañuelos prestados. Tuve que aprender a hacer nudos y turbantes que resistieran al movimiento del día, sin haber tenido la necesidad de cubrir tanta superficie de mi cabeza antes.

—Suele ser incómodo verlo por primera vez. Así que no te preocupes —dije con modestia.

Miré en dirección a Arya, pero él estaba revolviendo su gran baúl mientras me daba la espalda. Ni siquiera había logrado captar su atención, así que como no tenía sus habilidades, no podría decir si estaba conmocionado o preferiría no verme porque le generaba rechazo.

—¿Qué estás haciendo? —exclamé. Arya no se dio la vuelta, tampoco me respondió.

Hubo un silencio corto, interrumpido por el constante movimiento de cosas dentro de aquel baúl tan grande. Parecía traer consigo tal cantidad de objetos, que quizás no tenía fin.

—¡No puedo creerlo! ¡Estaba intentando mostrarte algo, y ni siquiera estás prestando atención! ¿Puedes responderme?

Arya se levantó de su lugar.

—Lo siento, estaba buscando algo.

Me crucé de brazos molesta, aunque le dediqué mi atención a lo que llevaba en su mano.

—Pensé que te sería más útil a vos usarlo, que a mí tenerlo —murmuró con cuidado. Sonrío un poco, con las mejillas ligeramente ruborizadas. La luz del farol se hundió entre sus pómulos, los hizo profundos y filosos. Podía verle las pecas en todo su rostro, brillando bajo su piel marrón. Un marrón dulce y rojizo, similar a la luz que baña el amanecer, bosque adentro.

Tomé lo que me extendía, de mala gana.

—Es un pañuelo —me dijo, antes de que yo desdoblara la tela. Lustrosa como metal líquido. Estaba bordada sobre un azul muy oscuro, y tenía dibujos rústicos en plateado. Con flores y la hoja emblema del estado. Me sentí sobrepasada por el gesto, y mi enojo me sentó mal en cuanto la emoción abandonó mis sentidos.

Aunque me negué a aceptar el pañuelo, Arya insistió. Me dio su cama para que durmiera aquella noche, negándose a oír mis protestas. Para ser honesta, la idea de dormir en algo más mullido que una única capa de lana sobre el suelo me encantaba. Sólo se sentía mal descansar en el lugar de otra persona. Aún si, él abandonó su tienda el resto de la noche. Desconozco dónde fue que durmió, o si lo hizo en realidad. También me había dicho, que en cuanto a él respecta, no debería cubrirme más el cabello si así lo quería. Y que el la mañana, me acompañaría a buscar mis pertenencias a las tierras de los Jespersen.

Casi dormí toda la noche. Las pesadillas y la misma imagen repitiéndose una y otra vez me asaltaba cuando parecía haber descansado suficiente. Me asustaba tanto que me obligaba a abrir los ojos y recordar dónde me encontraba. Segura. Protegida. El último sueño que me despertó no me permitió volver a dormir.

Oía ruidos fuera de la tienda. Los movimientos de un campamento, aunque las voces eran más fuertes que de costumbre. Me levanté de la cama, me vestí como pude hacerlo, lista para indagar qué sucedía. Noté que Arya no había vuelto, o al menos no había señales, por lo que lo buscaría. Me cubrí el cabello con su pañuelo y abandoné la carpa con los ojos somnolientos.

El frío de la mañana se notaba en el aire caliente que salía de mis pulmones. Me abracé a mí misma y di una vuelta al dedor de los lugares que conocía. No había fogatas, ni desayunos. Imaginé que no comeríamos hasta la tarde a juzgar por el clima.

Sin embargo, me pregunté dónde sería la siguiente vez que comiera. Las ruidosas tareas que se realizaban a mi alrededor constaban en armar y preparar todo para irse. Las tiendas se plegaban, los baúles se metían en las carretas, y se alineaban a los animales cerca de los caballos para mantener todo a la vista. Nuevamente me pregunté por Arya.

Oí mi nombre, y me di la vuelta para ver de quién se trataba. Unos guardias gordos y altos me tomaron de los hombros, obligándome a caminar. Me quejé por el agarre. Mi mirada viajó entre quienes me rodeaban para pedir ayuda, o explicaciones, pero nadie me prestaba atención. Demandé que me soltaran, sin resultado. Pronto entendí que mientras más me movía, más fuerte esas garras me tomaban los huesos de los hombros.

Abrieron la puerta enrejada de una jaula sobre una carreta. Me hicieron subir los tres escalones de la improvisada escalera de madera y me arrojaron sin mirarme, dentro. Cerraron la puerta, me dejaron ahí, aunque no me moví para impedirlo. Sobre todo porque aunque quisiera, no podría haberlo hecho.

La voz fría y el suave arrastre de las palabras que sonó detrás de mí me había robado la atención de tal forma, que de repente todo volvió a tener sentido. Cada recuerdo borroso se hizo definido, y volví a ver en mi mente el rostro que tanto me había costado describir el día anterior, el mismo que había soportado por varios días y se había escapado de mi memoria sin explicación.

A gachas en el piso, sobre la paja, me giré y moví en dirección contraria, poniéndome en un extremo. El extremo más alejado del que podría disponer.

—A nadie le gusta un soplón, ¿sabés? —me dijo Hilbert con una sonrisa chueca. Sentado frente a mí, aunque a la distancia. Con sus manos encadenadas a las rejas de la celda que nos retenía a ambos dentro.

El mismo pensamiento de la mañana anterior me asaltó por segunda vez: debí haber aceptado la oferta de Gaultier.
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Mensaje por proserpina Sáb 26 Feb 2022, 6:18 pm

Andy Belmar. escribió:
Hola! espero que no te moleste que comente, pero he leído solamente el prefacio y me ha encantado!!
¡Hola! No está prohibido comentar.
Siempre es agradable tener a gente con quién compartir lo que uno aprende.
Me da gusto que te haya gustado, de verdad.
SIGA LEYENDO, POR FAVOR.
Gracias.
proserpina
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Ciclones y tormentas Empty 3. Frances

Mensaje por proserpina Dom 27 Feb 2022, 2:20 pm


“Asomaba a sus ojos una lágrima
y a mis labios una frase de perdón...”

Gustavo Adolfo Bécquer.

Atrapada.

Así me sentía.

Cuando la reja se cerró a mis espaldas, ya no volvió a abrirse. En cuanto logré reaccionar, había corrido hacia ella y la sacudí con tanta fuerza que el metal tintineó. Me había costado ponerme de pie, pero el miedo que tenía hacía todo posible. Los guardias que me habían metido dentro ignoraron mis esfuerzos por salirme, incluso mis súplicas. Distraídos en las numerosas tareas de poner en su lugar todo lo que fuera necesario para comenzar a movernos. Aseguré al viento que esto era un error, y que debía ir a un lugar. El bullicio fue mi indiferente respuesta ante ello.

—Están demasiados ocupados para hacerte caso. Sos una criminal después de todo —acotó Hilbert, moviéndose en su lugar.

Demoré en voltearme para mirarlo, la idea de saber que estaba a tan sólo unos metros de mí, quizás menos de uno, me helaba del terror. Después de todo, había tenido pesadillas toda la noche con él. La forma en que sus ojos brillaron cuando mató al guardia, y cómo le fue tan sencillo simplemente cortarle el cuello. Primero en el costado, donde se abultaba por la presión y el pulso acelerado esos tubos que teníamos bajo la piel. Luego, continuó por la garganta, y levantó el cuchillo del otro lado. El sonido ahogado del hombre, cómo intentó cubrirse la herida, y cómo murió frente a mí. Todo se repetía una y otra vez. A veces, en mis pesadillas me mataba a mí. Otras, estaba tan lejos que el imposible grito de un pedido de socorro me congelaba en mi lugar.

Ahora Hilbert estaba frente a mis ojos. Realmente estaba ahí, encadenado, pero sonriendo. Disfrutando de mi expresión. Alimentándose de mi miedo, como un parásito. Me dio asco.

—Oh, vamos. No me mirés así. ¿Te asusté? —dijo, mofándose. Deseé poder atreverme a escupirle la cara o abofetearlo, aunque sólo logré mantenerle la mirada.

Él rompió el contacto primero. Sentí que había ganado un punto en una lucha silenciosa. Aunque esto duró poco. Hilbert se enderezó y estiró las piernas. La cabeza se apoyó contra el borde de la reja y sus cabellos rubios parecían blancos frente a la luz de la mañana. Estaba sucio, su ropa estaba rasgada, y diversos cardenales adornaban su rostro y muñecas.

—Había hecho todo bien contigo —murmuró, respirando hondo por la nariz—. Te desperté, secuestré a ese estúpido guardia y lo llevé lejos. Suficiente para que me diera tiempo de irme, pero lo bastante cerca para que lo encontraran. Seguiste el plan casi a la perfección. ¡Pero tuviste que ser la salvadora!

Soltó una risa. Parecía divertido y contento incluso por la historia. Sin embargo, su tono estaba teñido de reproche, un dejo de obviedad me hizo sentir como si me estuvieran explicando que el cielo era celeste. Dejé que hablara, porque no podía hacer otra cosa. Y mantenerlo entretenido me daba tiempo suficiente para buscar la figura familiar de Arya entre las personas que pasaban. Pero debía apurarme, pues los carros comenzaban a moverse y todo el campamento también estaba en marcha.

—Sabía que me darías problemas desde el momento en que me delataste con los Jespersen. Se suponía que ese imbécil recibiría el castigo, no yo. ¡Él es una mierda! Pero la... —hizo una pausa para mirarme despectivamente, concentrándose en mi busto recto por el corsé debajo del vestido. Por dentro, me hubiera gustado tener todo el cuerpo cubierto de ser posible. Por fuera, no mostré ninguna expresión—. señorita… tuvo otra idea. No tenía opción, debía deshacerme de ti. Robar no es la gran cosa, así que iba a inculparte por eso.

Los recuerdos de la noche en cuestión eran nebulosos y difíciles de acceder. Me concentraba en recordar, pero incluso detalles pequeños se me escapaban sin poder apreciarlos al final. Algo andaba mal conmigo, mi memoria comenzó a fallarme hace muy poco. También, había momentos específicos que me eran difíciles de visualizar, pero el resto de mis días aparecían con total normalidad. Incluso las imágenes de Arya el día de ayer, de las personas que conocí, la sensación del agua del cuenco de madera sobre mis manos o el calor de nuevas capas de ropa. Todo estaba ahí. Lo único que me costaba rememorar… eran aquellos episodios donde Hilbert estaba relacionado.

Con la cabeza gacha, cerré los ojos. En un esfuerzo por mantener la mayor atención, decidí buscar en mí todo lo que pudiera encontrar. Hacía dos noches, me despertó un golpe en el cuerpo. ¿En qué lugar? ¿Las costillas? El recuerdo del dolor me vino a la mente, pero no el lugar del impacto. Mi victimario había continuado su camino. Seguramente lo había hecho sin querer.

Me había dado la vuelta, pero mis ojos espiaron de reojo. La blanca luz de la luna se adquirió como halo a las hebras de un cabello rubio, muy rubio, duro y grasiento, que pude ver por el rabillo de mi ojo, cuando intentaba volver a dormir. La contextura física encajaba. Al igual que el arrastre de sus pies, y el olor asqueroso de su uniforme. El brillo de un arma afilada parpadeó por un segundo, y la oscuridad se tragó toda la figura. Una cuchilla para cortar el maíz. Un arma letal.

—¡Eras vos quién me despertó de un golpe! —exclamé con molestia, dándome cuenta que sí había logrado verlo esa noche. Pero lo olvidé por completo.

—Toc, toc, descubriste América. Un poco lenta, ¿eh? —exclamó, limpiándose las uñas—. Imaginé que un robo sería suficiente para llevarte lejos. Sobre todo si le robabas a uno de la Guardia Azul. ¡Pero demoraste más de lo que esperaba, y no actúo bien bajo presión! No planeaba matarlo, sólo lo deseé tanto cuando me atacó que… lo disfruté.

—¡Ni siquiera tienes remordimientos! ¡Mataste a alguien inocente!

Hilbert se encogió de hombros.

—Depende de a quién consideres inocente. Ningún guardia azul es inocente del todo, ¿sabés?—mencionó, mirándome de costado. Cruzó los brazos sobre el plano y pequeño pecho, suspirando—. Inocentes mueren a diario, uno más, uno menos… no hace la diferencia.

—Me das asco —murmuré con desprecio.

La carreta que nos mantenía dentro de la jaula, comenzó a moverse y nosotros con ella. Nos estábamos marchando, aún sin señales de Arya.

—Ah, ¡entonces nunca habías visto a alguien morir antes! No me digas, ¡fue tu primera vez! —soltó una carcajada amarga y prosiguió—. Me siento halagado. Con razón te doy cuiqui. Pero no voy a matarte, no todavía, al menos eso puedo asegurarte eso, ¿no? La confianza entre compañeros es importante.  Y, estoy algo ocupado por ahora.

Alzó sus muñecas encadenadas y el metal de los aros enganchados entre sí sonaron ligeramente. Grilletes, creo que así se llamaban esos brazaletes de hierro que se aferraban con fuerza a su piel. Bajo de ellos, un color rojizo oscuro se formaba, junto a moretones y las heridas de la presión. Corrí la vista, no podía detenerme a sentir pena por él. Incluso si estaba en un estado deplorable frente a mí.

El sol estaba alzándose bien alto en el cielo. El calor aumentaba, Hilbert y yo estábamos expuestos a los rayos sin piedad. Sin agua, sin comida. Aunque sin movernos tampoco. Un ligero sudor se formaba sobre mi cuerpo, me hizo jadear de incomodidad.

Viajamos en un silencio extraño. A menudo me daba la vuelta para observar si lograba dar con algún rostro familiar, aunque el resultado solía ser siempre el mismo. Estábamos últimos en la caravana de caballos, jinetes y carros. El polvo del camino se levantaba cuando los animales aumentaban el paso, haciendo por momentos, difícil respirar. La garganta me ardía, y el sol tan fuerte me impulsaba a dormirme. Claro que no podía hacerle caso a mis instintos, no cuando estaba demasiado expuesta a convertirme en una presa fácil de mi compañero de celda.

—¿Cuántos años tenés? Yo tenía cinco cuando vi a mi madre ser degollada. Fue algo duro, recuerdo que me mié encima del pánico —dijo Hilbert. Sonrío otra vez, triste. Me pregunté por qué alguien tan miserable parecía tener un humor tan oscuro—. Soldados traidores asesinaron a varias personas en mi pueblo. Esto fue antes de que los portales y los muros protectores se cerraran. Pero a nadie le importó. Mis hermanos y yo esperamos días, racionando la comida, bebiendo del rocío y el agua en las plantas. Ninguna Guardia Azul nos rescató porque estaban muy ocupados protegiendo la capital. A los reyes, a los gamonales, y toda esa yunta. La capital, siempre es la capital. Todo sucede ahí, o nada sucede entonces.

Pateó el suelo con furia. La paja sucia saltó en el aire y volvió a caer en su lugar. El movimiento me asustó, por lo que me quedé quieta en un rincón. Hilbert volvió a hablar.

—Seguro que eres de Mabelle. Sí… ese acento tiene que ser de ahí. Junto a ese tono tan patético que usás al hablar. Seguro que tenés estudios. Sí… pero estabas tan aburrida de tu vida acomodada que quisiste tener una aventura y te disfrazaste como hombre para divertirte… ¿adiviné? Ya decía yo que esa voz era muy fina. Aunque no me equivoqué al decir que parecías mujercita. Deben haber unos buenos pechos…

Bajo las montañas de paja, habían también trozos de ramitas, hojas secas, y hasta rocas pequeñas. Tomé una de ellas, casi diminuta. La guardé en mi mano por un segundo, debatiéndome si debía o no hacerlo. Aguantando, oyendo, meditando. Hasta que mi paciencia llegó a su fin y le arrojé la piedra a la cabeza de Hilbert. Con la poca distancia sumada a mi fuerza, lo calló al instante. El impacto le dio de lleno en la frente.

Se llevó las manos encadenadas a la frente. Ambos nos dimos cuenta que lo había herido suficiente para que la herida sangrara. Esperé intimidarlo, mantenerlo en silencio. Sólo logré borrarle la expresión que comenzaba a formarse mientras hablaba mal de mí. Había quedado con una mueca de sorpresa. Con una velocidad increíble se lamió el dedo con sangre, lo volvió a pasar por la herida y suspiró derrotado.

—Bueno, algo es seguro. Tenés carácter. Aunque no hablás mucho —dijo, y tomó la piedrita que le había arrojado entre sus dedos. La tiró por las aberturas de la jaula y esta se perdió en el camino—. Voy a dejarlo pasar, puede decirse que lo merecía.

No le respondí. Contaba todos los números que me sabía para intentar ponerme de pie soportando los movimientos del camino irregular y no golpearle el rostro unas cuantas veces más. Hasta que sangrara o hasta que me cansara. Incluso si eso significaba acercarse demasiado a los dientes de la bestia.

Mis planes se vieron interrumpidos porque el carro que nos mantenía en movimiento comenzó a disminuir su velocidad. Me olvidé de mi ira tan rápido como se formó, pues en pocos minutos, tensa como una rama seca, escuché las voces más cercanas anunciando que pararían en el lugar. Tenía las piernas entumecidas de tanto estar sentada, sin embargo no estaba imposibilitada de moverme, como mi compañero. Primero de rodillas, luego, me puse sobre mis pies, aunque encorvada pues mi altura era demasiado para la jaula, y grité.

—¡Necesito salir! ¡Por favor! —rogué, luchando por pasar mi cabeza entre el estrecho espacio del hierro en la reja. Para mi sorpresa, parecieron oírme.

Una guardia se acercó a mí, mirándome de forma prejuiciosa. De todas formas, me permitió hablar y, lo más importante, me escuchó. Con las riendas del caballo que había montado aún en su mano, se movió unos pasos para saber qué quería.

—Estamos desde la mañana, por favor. Déjenos beber agua, o estirar las piernas —exclamé con la garganta seca. Toda la tierra del camino que se había levantado por la caravana se había adherido a la piel o a mis fosas nasales y garganta. Me sentía a un par de respiraciones de volverme una bolsa de harina.

La mujer en uniforme gris y azul, soltó una risa grave y estruendosa. Miró más allá del alcance de mis ojos y me señaló con el pulgar.

—Estos roñosos hacen una cosa mal y se creen que pueden exigirnos cosas.

Otro guardia se acercó a vernos, y se rió con ella. Parecían muy convencidos que ambos éramos igual de merecedores de estar dentro. No podían estar más equivocados. ¿Cómo podría explicarles que yo no había hecho nada malo? Todo era un error, debía de serlo. Por nada en el mundo me podría imaginar haciendo algo prohibido, algo que esté penado, si eso significaba viajar en la compañía del culpable de mis pesadillas. Aunque tenía mucho para decir, mucho para explicar, ni siquiera podía lograr que me prestaran atención más de unos minutos seguidos. Luego miraban a otro lugar, me dejaban hablando sola, se marchaban, quejaban o me ignoraban como si nunca hubiera estado ahí para empezar.

Finalmente nos dejaron salir. Ataron las cadenas que ataban las muñecas de Hilbert a una cadena aún más larga, y a mí también. Parecíamos perros entrenados. Caminábamos a pocos centímetros de distancia. Fuera o no de la jaula con ruedas, nunca parecía estar tan lejos como me gustaría. Sobre todo considerando que aún si me apresuraba al caminar, la distancia sería la misma. Unidos como un par de criminales, nadie sospechaba que él había matado a alguien, y que yo lo había querido delatar.

Porque no estaba segura que mis descripciones hubieran servido de algo. Demasiado vagas, como mis recuerdos, me sorprendía que la sensación hubiera desaparecido. Tan abrumadora como empezó, se fue. Pues veía a Hilbert cada vez que podía para vigilar que no intentara cobrarse venganza por lo que le había hecho, y cuando sacaba mis ojos de él, aún podía recordarlo.

El campamento se asentó tan sólo por unas horas al costado del camino. El sol estaba en lo alto, muy arriba en el cielo y picaba la ropa por su calor. Habían dos horas donde la temperatura obligaba a agitar una mano para darse aire. El resto del tiempo, estaba bastante frío. Era un clima poco usual para invierno, sin embargo el sudor no mentía y no podíamos luchar contra los planes del tiempo. Se comió y durmió bajo las sombras de los árboles, bajo el aire fresco de esas plantas que nos rodeaban. Incluso nos dejaron comer las sobras que los guardias habían dejado para los animales, y beber un poco de líquido. Desconocía si era agua. La velocidad con la que tragué fue tanta que bien podría haber sido vinagre y no lo notaría.

Me preocupaba no poder ver a Arya. También me asustaba darme cuenta que estaba sola entre desconocidos y enemigos. Al menos, eran dos de ellos. El primero era Hilbert, por supuesto. Era imposible para mí fingir que no notaba cómo sus ojos se encendían con rencor cada momento en que nos encontrábamos solos. Solía toquetear las cadenas a menudo, pesándolas en sus manos. Él sabía que no podía librarse de los grilletes, ni abrirlos pues no tenían cerraduras. Cuando nos habían puesto juntos como si fuéramos mascotas, las cadenas se habían encajado solas, una por una, el metal se dobló como si hubiera sido líquido. No necesité que nadie me lo dijera, uno de los guardias tenía habilidades suficientes para manipular el hierro. De modo que esa persona significaba la clave de nuestra libertad. Aún si era temporal.

Para mi mala suerte, mi segundo enemigo tenía más poder que un simple prisionero. El flamante Capitán Sharma. No lo había sospechado, hasta que seguí el camino que había tomado uno de los guardias a quien le había rogado hasta el hartazgo que hablara en mi nombre. Este lo había hecho. Quizás porque parecíamos tener la misma edad. O para que me callara de una vez.

Sharma estaba a una distancia larga, pero podía ver su silueta desde donde estaba sentada. El pequeño guardia fue, le habló, supe que había mantenido su promesa porque me había señalado con la mano. El capitán se levantó de su asiento, me observó por un rato y negó con la cabeza. Me desconoció. Aunque su actuación convenció al subordinado, me dedicó un último saludo cuando este le daba la espalda.

Ardía de furia. Él brillaba de satisfacción. A mí la impotencia me enfermaba.

No tenía pruebas, no podía acusarle. Sólo mis instintos me decían que fui detenida por órdenes directas de un capitán que no creyó en mi inocencia cuando esta fue defendida. Veía en mí, la cómplice de la terrible muerte del prometido de su hijo. Un decepcionante giro en sus planes, ya sean sociales o económicos. ¿Y si hubiera sido por amor? Entonces también había que agregarle a mis cargos inventados algo que justificara la venganza de un padre responsable por el bienestar de su hijo. Aún si sólo fuera su corazón el que saliera lastimado.

—Ya empezaron a prepararse para irse otra vez —murmuró Hilbert. Debía hablar consigo mismo, pero le oí. Intenté ignorarlo, pero me tocó el hombro. —No hay mucho tiempo. Vamos a tener que escaparnos ahora, o esperar a que vuelvan a parar. Quizás mañana, o en la noche. No tenemos tanto.

—¿Escaparnos? ¿Nosotros? ¿Yo? —pregunté con cada vez más incredulidad entre mis pausas al modular las palabras. Mi tono no era tan bajo como el de Hilbert, por lo que recibí una mirada muy fea de su parte.

—Ahora estamos juntos en esto.

—No, claro que no.

Hilbert tomó la cadena que nos mantenía atados y la sacudió.

—¿De verdad vas a seguir negándolo? ¿No escuchaste a los guardias? Nos van a colgar. A ambos.

—Yo no hice nada… Soy inocente —farfullé—. Quien tiene la culpa de todo sos vos.

—¿Después de rogar durante toda la tarde, de verdad creés que les importa separar la paja del trigo? Sos tan culpable como yo. Y como yo, vas a tener el mismo castigo. Despertate. Si querés ver el atardecer de mañana, es mejor que prestes atención.

Negué, incrédula. No podía ser. No había forma. No era justo. Arya no iba a permitirlo… ¿cierto?

Instintivamente estiré el cuello para ver a mis espaldas. Mis esperanzas de ver ese rostro cuadrado y aquellos hombros robustos era nula. Aún así deseé hacerlo.

—Nadie te va a salvar, Frances.

—No comprendés, Arya sabe que yo no tuve que ver. Sólo necesito hablarle.

—Mirá vos —dijo Hilbert. Pateó el suelo y tiró de la cadena que nos unía, acercándome a él para hablarme—. Yo de alguna forma me escapo. Y sólo te estoy diciendo esto porque necesito tu ayuda para liberarme. Sos peso muerto, mädchen.

Fue difícil ponernos de acuerdo. Cualquier idea era debatible. Mejor dicho, debatí cualquier idea. No quería ser parte de un plan de escape, ni ayudarle. Sólo me aferré a creer en su palabra, para entender que también debía ayudarme a mí misma.

Al cabo de unos minutos, rogué ir al baño.

Descubrí con decepción que, aún si no me tomaban en serio, les daba más lástima que Hilbert. Él también lo había notado y decidió usarlo para sacarle provecho. En una diferente situación, no me reservaría el derecho a indignarme por eso. Sabía que debíamos tener las mismas vejigas, pero sólo lograba conmover la mía.

Caminando entre los altos y suaves pastizales, repasé en mi cabeza el plan; no había uno del que yo tuviera completo conocimiento. Pues había aceptado ser parte del embrollo, sólo si eso me permitía ser cómplice involuntario de todo lo que fuera a pasar. Así que terminé con apenas un par de indicaciones. Junto a una amenaza clara que me ponía entre la espalda… y otra espada.

Pedir merced para orinar. Alejar al guardia. Crear confusión. Romper la cadena. Correr.

—¿Y si me niego? —pregunté momentos antes.

—Cuando me escape, porque voy a lograrlo, eso es seguro, voy a asegurarme que seas la única que quede colgando hasta que los pájaros le saquen los ojos —acotó con tranquilidad, y continuó—; Todos se van a olvidar de mí. Y que los reyes te protejan, porque si tengo la oportunidad, me cargo a alguien más y vas a tener dos condenas por asesinato. Por nada del mundo te salvarías de esa. Ya te estoy perdonando la vida, ahorrame los problemas.

No sentía que estuviera perdonándome la vida en absoluto. Mucho menos entendía cómo él podía darse el lujo en nuestro actual estado de amenazarme sin remordimientos, tan seguro de sí mismo como de que viviría aún un día más. ¿Acaso dije todo esto? No, por supuesto que no. Quizás no saltaba en mi lugar del miedo cada vez que lo veía, pero aunque comenzaba a molestarme su presencia, no podía ponerme a desentrañar sus palabras.

Consideré todo como posible, dado que aún si estaba de acuerdo o no con sus formas, había algo que era verdad: los guardias parecían preparar todo para ejecutarnos en poco tiempo.

—No te alejes más que eso. —Había logrado que me permitieran orinar en un lugar alejado. Sólo continué caminando hasta que me indicaron que ya no debía hacerlo. Hilbert estaba a unos pocos centímetros de mí. Deseaba que estuviera a metros de distancia.

—¿Acaso espera que vaya al baño aquí? —exclamé.

Pero el guardia no quiso ceder. Se encogió de hombros y mantuvo sus ojos en mí.

—¿Puedo disponer de mi última voluntad? —murmuré con un nudo en la garganta. Sonaba demasiado trémulo para ser verdad. En realidad no creía que mi vida pendía de un hilo fino llamado tiempo. Aún cuando lo planeaba en mi cabeza, una voz en mi interior se rehusaba a creerlo. Terca, esta voz me confortaba, asegurándome que ni mi inocencia me haría libre al final.

Pero al guardia se le colorearon las mejillas y se vio desprevenido por la pregunta. Rojo como un tomate, su mirada se hizo a un lado. Entonces toda mi esperanza, esa que albergaba recelosamente y me convencía de que era una realidad, se esfumó. El hombre tartamudeó, recuperando poco a poco el porte de autoridad que debía mantener. Quiso saber cómo era que lo sabía.

¿Que van a matarme pronto?, pensé con amargura, Hilbert lo notó primero.

Deseé poder contestar, sin mentir. Deseé también estar de vuelta rodeada de altas plantas de maíz en la plantación de los Jespersen, y pasar las frías noches sólo con una manta de lana, fingiendo que era un joven. A salvo, más segura de lo que estaba ahora. Pero incluso mi pena no podía tener lugar ahora.

Fue mi turno de encogerme de hombros, y levanté mis pesadas muñecas a los demás guardias a la distancia.
—Los escuché hablar. Somos los únicos prisioneros y pensé… pensé que debíamos ser nosotros. —Bajé la cabeza, la voz delataba mi acojonamiento.

Las lágrimas se juntaban en los bordes de mis ojos y cada parpadeo hacía peligrar su contención. Quería llorar. No sabía si podría soportar tanto esta presión en el pecho. La ansiedad, la necesidad de rogar por mi vida.
—¿Cuál es tu última voluntad? —espetó el hombre.

Estaba incómodo con la escena, como si hubiera sido descubierto con las manos en la masa. Supongo que ocultarle a dos jóvenes condenados a muerte su situación corriente era algún tipo de pecado del que ninguno pagaría las consecuencias. Después de todo, ellos eran el lado bueno de la ley. Podían imponer sus reglas, aún si no estaban redactadas.

—Me gustaría no estar tan cerca de él. —Señalé a Hilbert, quien poco había hecho desde que nos habíamos detenido—. Tan solo… me gustaría algún tipo de privacidad mientras hago mis cosas personales. Ya sabe… Es lo único que pido.

—Bien.

El hombre alzó su mano, y cuando cerró los dedos, los eslabones de la cadena que mantenía a Hilbert y a mí unidos como dos infantes, se separaron. Fue tan rápido que apenas logré apreciar el talento de su habilidad. En mis grilletes, la cadena que tenía colgó sin su compañera. Ahora yo estaba bajo el poder del guardia y su capacidad para manejar el metal como si fuera agua. Pese a ello, la cadena perdió su control impuesto y cayó al suelo, sin hacer ruido. El guardia parecía conmovido por mi pedido, aunque ese había sido su error. Descuidó a su prisionero más escurridizo y peligroso. De los dos, quien no era una amenaza, aún se mantenía frente a él.

Se agachó para tomar la punta libre de la cadena y los eslabones se volvieron uno solo, cerrándose como serpientes por su muñeca. Imaginé que estaría asegurándose que no me escapara, aunque su atención en mí era innecesaria. Deseé hacerle saber su error, aunque ese no era mi lugar en el plan de la mente maestra de Hilbert. Por lo que me di la vuelta, y me senté en el pasto, fingiendo estar ocupada, aunque sin permitirle ver qué estaba haciendo.

Inútilmente intenté deshacerme de los grilletes. Los empujé con los dedos con tanta fuerza que me dolieron las yemas. Suspiré derrotada. Me resultaba imposible poder visualizar una escena en donde Hilbert tuviera éxito, y por consecuencia, yo también quedara libre. Derrotada, el último paso que me tocaba protagonizar se desvaneció de mi mente. Debía crear una distracción, y sin embargo, no se me ocurría nada para hacer.

Espié por el rabillo del ojo, el guardia estaba haciendo del metal líquido eslabones más finos y más largos, de forma que ambos prisioneros pudieran estar atados sin estar pegados. Le costaba realizarlo, lo podía notar porque aunque era poderoso, el hierro se resistía a ser doblado y el hombre sudaba del esfuerzo. Parece que ni todos aquellos que tienen habilidades son igual de favorecidos, ni saben cómo trabajar con ello. Sentí pena por él, sobre todo considerando lo que estaba por hacer.

Agazapada en el pasto, puse mis manos sobre la cadena, para evitar que ésta sonara cuando me moviera y me acerqué con sigilo hasta nuestro centinela. Solo tenía una oportunidad, después de todo. Tomando el extremo más largo, y antes de que pudiera saber que estaba sucediendo, rodeé su cuello con fuerza y moví su cuerpo para atrás. Aunque mi altura no era poca, me costó enderezarle la espalda cuando lo pegué a mi cuerpo. Jadeé de la fuerza que me tomó doblegarlo, hasta que logré tenderlo sobre el piso, antes de intentar mirar hacia mi costado.

Hilbert era una silueta extraña de ver. Corría lejos ya, con las manos todavía atadas, sus brazos se movían con el vaivén de sus pasos. Me sorprendió verlo tan lejos, cuando yo contaba con su ayuda para huir. Deseé poder gritar su nombre, pero incluso en ese momento, tan pequeño, mi descuido fue tal que el mundo se puso al revés.

—Hija de puta… —dijo con enojo, y con dificultad al hablar, el hombre cuando me tiró al suelo.

El golpe me había quitado el aire de los pulmones, aunque no podía cubrirme el pecho con las manos. Boqueé por aire, y lo que recibí fue el pesado cuerpo del guardia sobre el mío. Sus rodillas me inmovilizaron, su presión me lastimaba los músculos. Alargué mi brazo para golpearlo en la cara, olvidando por un instante que ambas muñecas estaban atadas a poca distancia y eso fue suficiente para fallar en mi objetivo.

Su mano chocó contra mi mandíbula y vi estrellas, aún con los ojos cerrados.

Lo que demoré en recobrar la compostura, el hombre no perdió ni un minuto. Mareada y todo, gemí de dolor por los golpes. Me cubrí la cara con los antebrazos, rogando porque dejara de golpearme. No estoy segura de haberlo podido modular, quizás solo fue un pensamiento.

En mis piernas, sentía que mi falda comenzaba a levantarse, por lo que mis sentidos se recuperaron a una gran velocidad. Hundí los pies contra la tierra, sin embargo no pude moverme. Le clavé los codos en cada parte blanca que logré alcanzar, aunque su ira sólo aumentaba su voluntad de forzarme.

—Te voy a enseñar…

No quería aprender,  quería que se levantara de encima de mí. Abrí la boca, y grité tan fuerte como pude hacerlo. Por un segundo, deseé tener alguna habilidad extraordinaria que pudiera salvarme de este peligro.
No había ninguna habilidad especial para mí. Había nacido sin ella. Ahora deseaba morir sin ella también, si eso significaba que lo haría en los próximos minutos.

Todavía no tenía lágrimas para llorar, aunque la pena y la agonía estaban buscando ahogarme.
De pronto, el cuerpo del hombre cayó a mi lado como un saco de harina. Se desplomó, y en su frente una gota de sangre viajó.

No estoy segura qué cosa me asustaba más, si el cuerpo del centinela inerte a mi derecha, o que Hilbert sostenía una roca ensangrentada, con aspecto asesino. Los ojos estaban bien abiertos, el rostro blanco, manchado de pequeñas gotas de sangre. El sudor le corría por la frente, su cabello rubio estaba opaco. Deseé volverme ciega en ese momento. Tenía la mandíbula dura del terror, luchando por empujar los recuerdos de aquella noche trágica antes de que el miedo me tomara presa y no pudiera mirarle siquiera.

Hilbert me tomó del brazo y me ayudó a pararme. No dijo nada. Yo estaba demasiado sorprendida con verlo dentre a mí. Lo vi correr lejos, lo vi huir. ¿Volvió para salvarme? Después de todo, era lo que había prometido. Ambos saldríamos de esta juntos. Porque no teníamos de otra. Aunque estaba segura que me traicionaría de nuevo cuando este problema se hiciera más grande de lo que ya era.

Usó la misma roca para golpear repetidas veces la cadena que me retenía. Quizás hacerlo sin apoyarlo sobre una superficie dura y plana hacía peor el trabajo. Vi que me sonrió, cuando se vio algo ralentizado en su labor. Aunque el metal tintineaba, los grilletes no se aflojaron, por lo que aún estaba atada al cuerpo de nuestro guardia. Aunque este estuviera tieso y una herida en su cabeza manchaba sus cabellos de un rojo oscuro, me temí no poder ver la blanca oportunidad de librarme.

—Supongo que debí pensar en esto primero —se dijo Hilbert en voz alta. Me dio otra mirada, casi compasiva. Parecía estar avergonzado de no haberlo previsto, y sea cual fuere la razón que lo hizo volver, aprecié sus intentos. Sus finas cejas estaban casi unidas por la concentración y la frustración. Con algo de imaginación, podía vernos como amigos en un futuro cercano. Recordando este momento con miradas de reojo, aunque no volviendo a mencionarlo en voz alta por el mismo pudor.

Entendí que no seríamos amigos.

A lo mejor, porque no lo fuimos cuando tuvimos la oportunidad. Porque Hilbert se había abocado a molestarme sin conocerme. De forma que, incluso en nuestros peores momentos, no podríamos conectar con el otro. Fue una imagen casi instantánea que había arruinado la fantasía de una incipiente amistad fraterna. Pues, ganándole en realismo a mis pensamientos, la escena desplegada ante mis ojos fue mucho más abominable.

El maltratado rostro de Hilbert no había tenido tiempo siquiera para expresar toda la emoción de sorpresa. Sus cerca se arquearon hacia arriba, su boca se abrió, sus párpados se estiraron tanto que hicieron de sus ojos, canicas redondas. Él miró hacia abajo, y yo lo imité.

Una de sus manos se cubrió el costado, dejó caer la cadena y la roca con la que planeaba romperla. Dejó todo, incluso su vida.

La mortífera habilidad del guardia, apareció cuando nadie lo esperaba. Sobre todo porque lo dábamos por muerto. O al menos inconsciente por más que unos minutos. Los necesarios para escaparnos finalmente, sorteando nuestro destino impuesto. Tal vez ambos no teníamos que salvarnos, aunque nunca había imaginado que vería a quién más terror he llegado a tener por su mera presencia, descompensarse en mis brazos, bajo un torrente ligero de sangre caliente.

Un trozo fino y letal de metal sobresalía por su pecho. Justo en el centro de la herida, cuando el guardia lo movió con su habilidad, el objeto extraño abandonó el cuerpo de Hilbert. Lo que había abierto un agujero dentro de sus músculos, también actuaba como tapón. Una vez fuera, la hemorragia hizo un pequeño río de sangre. Parecía haberle dado a esos tubitos tan pequeños dentro del cuerpo que transportaban el líquido rojo a todas partes. No sabía cómo se llamaban, pero recordaba que era muy malo lastimarlos. Quedaba poco tiempo para tratarlo, y curarlo.

Se sentía como revivir la escena de hace dos noches.

Hilbert me había tomado de los hombros, se había sostenido en mí, y ambos terminamos de rodillas en el suelo. Yo puse mis manos sobre las suyas por un rato, pero necesitaba taparle la herida con algo. No lograba romper la falda de mi vestido, la tela no cedía. Me temblaban las manos, ni siquiera podía alejarme de él. Pedí ayuda, justo como la vez anterior. Lo hice tan fuerte que me aturdía mi propia voz. Necesitábamos a alguien que lo curara. Sabía que si lograba dar con un sanador, podrían salvarlo. Aunque dudaba que fueran a dejarlo vivir cuando su condena y castigo eran tan claros que se ahorrarían el trabajo de hacer un nudo y colgar una soga sobre una rama alta de un árbol.

Un tropel de personas llegó hasta dónde estábamos.

El guardia había caído con los ojos cerrados otra vez sobre el pastizal. Sus compañeros lo tomaron en brazos y con desplegada organización lo llevaron al borde del camino, donde el sanador podía atenderlo. No me miraron, pero observaron de reojo a Hilber todavía herido, aunque vivo, y siguieron adelante. Sin dejarse intimidar, aún en la peor situación, él les mantuvo la vista hasta que estuvimos solos otra vez.

—¡Esperen! ¡Ayúdenlo! —exclamé, sin poder creerlo.

Debía intentarlo. Quienes aprenden a sanar a otros, toman un juramento. Deben intentar curar a todos, sin distinción. Sabía que Hilbert no era bueno, ni alguien en quien confiar, pero había sido herido en su primera acción buena hacia mí. Luego de tantas asperezas, sentía que era mi deber ayudarle también. Los guardias me observaban sin entender, a la distancia, aunque no se acercaron.

—No pueden vernos —murmuró Hilbert, haciendo una mueca de dolor.

—¡Claro que sí! —respondí, frustrada. Me veían a mí, de eso estaba segura—. Estás en muy mal estado, tengo que llevarte con alguien. ¿Podés caminar?

Hilbert negó con la cabeza, y sonrió.

—Sólo pueden verte a vos, mädchen. —Negué con la cabeza, sin entender a qué se refería.

Me molestaba verlo sonreír, porque lucía tan ajeno al dolor que estaba sintiendo e indiferente a la seriedad del momento. Mientras que yo temblaba y me perdía entre los recuerdos y la realidad, con miedo, sorpresa. Estaba debatiéndome porqué le sostenía la cabeza con las manos cuando podía correr ahora mismo, escaparme y librarme de todo lo que había pasado.

—Supongo que debí esperarte después de todo… —comentó, moviéndose para ponerse de rodillas con notable dificultad y dolor. Elevó la cabeza y miró al cielo, suspirando—. ¿Te importaría contarme un recuerdo lindo que tengas?

Me quedé callada, y pensé. Atemorizada por caer en la triste realidad de no tener grandes recuerdos, ni mucho menos bonitos, mi mente quedó en blanco. No era la misma sensación cuando había olvidado parcialmente a Hilbert, esto era producto de mi memoria. No me costaba recordar, porque no había nada en absoluto. Felicidad. Incluso la palabra era tan abstracta que me costaba unirla a algo.

Mi titubeo debió durar bastante, porque Hilbert habló a duras penas. La voz se oía desinflada, faltaba en ella la arrogancia, la altanería. Sólo quedaba el eco de una personalidad de papel.

—Ahora que soy un hombre muerto, no puedo quedarme con emociones negativas. Me condenaría a ser un alma en pena. Y yo quiero irme de este mundo en paz, para no volver. ¿Hay paz para los malos? ¿Yo la mereceré?

Mi primer reflejo fue decirle que no. Casi lo hago. Pero la robusta mano de Arya se posó sobre mi hombro como una mariposa. Su voz grave y calmada, me ganó la carrera.

—Sí. Todos merecemos paz.

Hilbert movió su cabeza para ver quién había hablado en mi lugar. En otras circunstancias, habría hecho una mueca de disgusto, esta vez, se río. No parecía demasiado incómodo por la presencia de Arya, aunque a mí me tenía bastante sorprendida que hubiera aparecido de la nada.

—¿Viniste a dar el pésame? Aún no me muero.

Arya rodó los ojos.

Había traído a un grupo de hombres con él. Uno de ellos, un sanador. En realidad eran para mí, pero en cuanto vio que yo no estaba herida, sino Hilbert, no dudó en ofrecer su ayuda de todas formas. Bastaban unos pocos minutos, y el sanador pararía la hemorragia. Me lo había asegurado, con una sonrisa. Yo dudé que fuera posible. La palidez del rostro blanco de mi compañero cada vez era mayor. Estaba perdiendo mucha sangre, y cuando quisimos moverlo, él se quejó.

—No quiero eso. ¿Podrías dejar que me vaya? Estoy luchando contra el deseo hace tiempo —rogó, con los ojos brillantes. Me recordó a las estrellas reflejadas en los inertes ojos del guardia que había visto morir y tuve que correr la vista.

Arya sintió mi desagrado y se arrodilló junto a mí, frente a Hilbert. Aunque le ordenó a sus soldados atender pese a las quejas al herido, ellos espetaron no poder cumplir las indicaciones. Se veían confusos, incómodos e inquietos. Hasta el sanador se había alejado. "No hay herido alguno" dijeron, sin ceder en correcciones. Se marcharon. Aunque Arya les gritó que volvieran, ellos no obedecieron.

—¿Por qué lo hiciste? —espetó con enojo. Creí que me hablaba a mí, así que me asusté por su tono. Encogí mis hombros, dispuesta a disculparme, aún sin saber a qué se refería.

—No se puede salvar a quien no existe, sargento. Tampoco se puede castigarlo —respondió Hilbert. Apenas había podido oír todo el mensaje, pues su voz cada vez era más baja, y con ello, también disminuía su fuerza. Estaba frío, y blanco. Sus ojos se perdían de a momentos, la conciencia se iba y volvía milagrosamente otra vez a mirarme por unos segundos. Parecía que habían pasado horas, incluso días.

La mano que mantenía sobre la herida, se aflojó. Dejé correr la sangre a su propio ritmo cuando Arya negó con la cabeza. Aunque quisiéramos, poco y nada sabíamos de curaciones para atenderlo. Sobre todo, parecíamos los únicos que éramos capaz de ver la verdadera situación. Pues todos nos aseguraban que no había nadie entre mis brazos.

Era una sensación extraña.

Todo el momento, había tomado apenas unos minutos. Hilbert finalmente se fue poco después de que unos pájaros pasaban volando por el cielo sobre nuestras cabezas. Una lágrima se formó en la esquina de su ojo, pero no llegó a recorrer su mejilla. Deseé poder disculparme, aún si mi rencor hacia él era tan fuerte como ni culpa, por haberlo hecho regresar. Lo odié. Le temí. Sin embargo no quería que muriera. Al menos no por mí.

Deseé que tuviera la paz que tanto anhelaba conocer.

Cuando seguí a Arya de nuevo al campamento, varias personas me observaron pasar. Dejé atrás la prisión con ruedas, y me uní al pequeño grupo de soldados de la Guardia Azul. Aunque una de mis captores intentó detenerme. Después de todo, para ella, y para mí también, aunque me vistieran de seda y algodón, o durmiera en un lujoso lecho, seguía siendo una prisionera.

Incluso luego de que me quitaron los grilletes, y se me permitiera comer. Incluso bajo la penetrante mirada altanera del capitán Sharma a la distancia, que seguía mis movimientos con desinterés fingido. Incluso bajo la protección y las miradas de recelo en respuesta de Arya, que me había proclamado su concubina pública. Incluso aunque me aseguró que de esta forma nadie podría herirme sin herirlo a él y a su nombre, me sentí igual que cuando me encerraron en aquella pequeña y fea caja de hierro.

Atrapada.
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Ciclones y tormentas Empty 4. Arya

Mensaje por proserpina Jue 03 Mar 2022, 2:54 pm


“Tú también me haces preguntas y yo te escucho.
Y te digo que no tengo respuesta,”

Walt Whitman.

Se aproximaba una tormenta.

Durante la noche, el cielo murmuró una ligera amenaza. A punto de darnos un diluvio, nos mantuvimos en nuestras carpas y para asentarnos por un tiempo bosque adentro. Con heridos y disturbios, aunque lejos del siguiente pueblo, debíamos regorzanizar nuestras prioridades antes de avanzar.

Soldados inquietos, comida escasa y dinero por recolectar eran las preocupaciones que se repartían las cabezas más importantes de la Guardia. Se habían reunido para discutir esos problemas, con bebidas de por medio. Los concienzudos debatían, mientras se llenaban los estómagos con carne asada y pan. Aunque tuve que asistir luego de dejar a Frances en mi tienda, no hablé durante toda la comida. No podía entender cómo tenían apetito con lo que había sucedido, cómo eran capaces de ignorarlo todo. Cúal placer les provocaba untar sus sucias manos en la piel grasienta de las aves asadas, con tranquilidad y júbilo, sin medir la vulnerable situación en la que nuestra seguridad se encontraba. Si ese era el comportamiento que se esperaba de mí, estaba contento de decepcionar a mi tío y a mis autoridades mayores.

Quise platicar con el jefe de seguridad durante la comida, pero este estaba tan contento regodeándose del excelente trabajo de su grupo centinela con el prisionero muerto que apenas me escuchaba. Sí, había entrado al campamento. Sí, casi logró atacar a alguien. Pero el criminal había sido detenido, y en la tarde, ejecutado finalmente. Por lo que el celador herido, no era más que un héroe. Estuve muy cerca de usar mi habilidad para destrozar esa estúpida emoción sin pies ni cabeza, y hacerlo entrar en razón.

En cambio, me excusé y abandoné la tienda. Sharma me observaba con cara de pocos amigos, ocultando parte de su rostro con su copa metálica. Percibí cada una de sus emociones, más claras para mí que cualquier palabra que me pudiera dirigir. Me molestaba sentirlo, porque no podía golpearle la cara como debía. La única satisfacción que tuve, fue dedicarle una sonrisa cortés, conciliadora y falsa que alteró la forma de sus cejas. No estaba ahí para pelear, estaba para ser el puente entre los funcionarios en el viaje. Para transformar cualquier discusión y cualquier altercado en un acuerdo pacífico y correcto. Para mantener coordinados a los enviados de las casas nobles y sus extremas políticas.

Me removí en mi camastro. No podía dormir.

Mis mente estaba girando sin parar y las emociones de Frances cerca de mí me sofocaban por su intensidad. Por desgracia para mi sueño, me eran tan papables que parecían propias. No podía bloquearlas. Deseaba quitarlas de mi cabeza.

Odiaba que mi propia habilidad me volviera una persona entrometida, por eso me esforzaba tanto en mantener mi cabeza en blanco y mis pensamientos a la raya. Era una forma que había perfeccionado para repeler otros sentimientos, porque ellos me volvían apenas una vasija deshumanizada. Dejaba de experimentar mis propios dolores, para vivir con los ajenos.

Pero no lo lograba con ella.

—Deberías intentar dormir —murmuré bajo, como el sonido de las voces lejanas a nosotros. Como el susurro amenazante de la tormenta.

La sorpresa se unió a mi cóctel de emociones y luché por ordenarlas y minimizarlas. Tenía que utilizar mi propia habilidad para calmarme primero.

Resultaba tan susceptible a ella que parecía mercurio expuesto al calor. Cada cosa experimentada parecía viajar de Frances a mí, y quedaba dentro de mi cuerpo. Mientras que la dueña lo rechazaba, yo lo atesoraba sin desearlo. Como un abrojo silvestre que se adhiere a la piel, con sus puntas filosas y su superficie pegajosa.

—¿Te desperté? —dijo, con su vocecita pequeña y tímida. Casi no lograba oírla, aunque me estrujaba el corazón. Ante mí parecía tan diminuta que no dejaba de sorprenderme la ira que contenía.

—Una parte de vos lo hizo —confesé, asintiendo con la cabeza, aunque no podía verme—. Estás muy nerviosa.

Calló un momento. Oía el ruido de las telas y las lanas que la abrigaban moverse sobre el fino colchón en el que dormía. Se estaba removiendo. Duda. Desconfianza. Ansiedad. Cada una me caía peor que la otra. Lancé un suspiro de fastidio y me senté en mi camastro.

—¿Estás llorando?

—Sí —admití, limpiándome las lágrimas con el dorso de mi mano. Me encogí de hombros en la oscuridad—. ¿Cómo es que vos no llorás? Después de todo, estas lágrimas son tuyas.

Frances se movió en sus ropas, así que imaginé que se había sentado como yo.

—¿Mías?

—Tus emociones me hacen llorar.

—Oh, lo siento —susurró sorprendida. Al cabo de unos minutos, comentó—:¿no debería ser yo la que llore?

Me reí en voz baja.

—Sin embargo no has dejado caer una lágrima.

Tanteé mis pantalones y mi abrigo. La noche, a causa de la incipiente tormenta, era tan fría que me había puesto dos capas de ropa. Al dormir, me había quitado sólo un par de pantalones. En la oscuridad, encontré las mangas del abrigo y me enfundé en él. Quizás la temperatura no era tan baja como creía, pero el calor me hacía sentir mejor. Y si quería descansar, debería comenzar a pensar en cómo reducir el poder de las emociones de Frances en mí. De lo contrario, sería tan personal que tendría las mismas pesadillas, aún si no pudiera visualizarlas en mi cabeza.

A unos pocos pasos de mi camastro, estaba el baúl con mis pertenencias. Encima de este, pues siempre lo usaba como mesa, escritorio y hasta asiento improvisado, había una vela de grasa de cordero a medio usar. La había prendido cuando la noche cayó y tuve que marcharme a la cena con los oficiales, dejándome tanta luz como pudiera a mi compañera para que pudiera vestirse y lavarse en mi ausencia. Me parecía que incluso mi presencia la alteraba.

—Voy a encender la vela, ¿puedo?

Hubo un rápido movimiento de telas, la fricción entre ellas se escuchó como si estuvieran rompiéndose. Pensé en qué diría la señora Navarro de sus chemises tan bordados y decorados hecho jirones por una joven que no tenía idea cómo debía vestirlos y cuidarlos. Creí que debía tener compasión por ella, aunque no lograba compensar el sentimiento. En cambio, estaba avergonzado.

—Arya.

—¿Sí?

—Creo que rompí la camisa.

—Chemise.

—Eso —dijo, tímidamente—. ¿Puedes encender la vela ya?

Busqué en el suelo alguna viruta de madera que utilizábamos para encender las mechas de las velas. Era mucho mejor que sacar a relucir mi pequeña caja de fósforos, sobre todo considerando que son un material de distribución prohibida. No se suponía que debíamos mantener con nosotros objetos extranjeros mucho tiempo. También estaba la voz de mi tío diciéndome que sólo en los peores casos debía ocuparlos, cuando no hubiera Iluminadores cerca o fuego.

La pequeña llama se enroscaba con lentitud en la madera hecha un tirabuzón. La cubrí con mi mano para que no se apagara, y volví a mi tienda luego de una pequeña distancia. Siempre teníamos una fogata encendida, o brasas ardiendo. Estaba seguro que mis superiores preferirían gastar en lámparas de aceite o velas de cera, pero este viaje se caracterizaba por su austeridad aún en los mejores puestos.

Transferí la llama de mi trozo de madera a la mecha de la vela de grasa y en pocos segundos, la luz tenue de la vela inundó de dolor dorado la tienda. El olor también comenzaba a salir.

Lancé una exclamación de sorpresa.

En su camastro improvisado, Frances se presentaba despierta y despreocupada, sin cubrirse el cuello ni los hombros. Mucho menos la piel que quedaba expuesta en sus calzones, sus tobillos y pantorrillas estaban descubiertas.. Lucía una ajustada copia de ropa interior femenina que le lastimaba la piel donde los se ataban alrededor del músculo a abajo de la rodilla, incluso le limitaba los movimientos más usuales. Una escena como aquella, aún si no tenía dobles intenciones, no debía presenciarla si acaso ella quería mantener su nombre limpio. Un hombre como yo, no podría ver a una joven como ella en ninguna situación que fuera respetable vistiendo esas ropas. Aún si compartimos el techo y la privacidad, no estábamos casados.

—¡No tienes ni un poco de decoro! —exclamé con indignación, concentrando mi mirada en mis zapatos de piel. Bajé la cabeza, y me di la vuelta, molesto. Sentía el calor llegando a las mejillas, por lo que debía ocultarlo.

—Ay, no. Otro más —murmuró Frances con desagrado. Meditó un poco antes de hablar otra vez—. ¿Qué es "decoro"?

¿Acaso estaba burlándose de mí?

—Es la cantidad mínima de respeto que debe tener cualquier mujer. No puedes mostrarte ante ningún hombre en camisa y pantaloncillos. ¡Mucho menos a mí! —despotriqué con molestia. Reparé en sus palabras y me detuve—. ¿A qué te refieres con otro más?

—No es nada.

Suspiré. Me senté en mi lugar, dándole la espalda aún y manejé mi rabia y estupor cómo pude. Me había quedado tan sorprendido que casi no logré moverme. Después de todo, era la primera vez que veía a una mujer en ropa interior. Había huido de esas situaciones todas las veces que se presentaron, queriendo mantener una única reacción cuando conociera a mi esposa. Si mi tío decidió que debía casarme. Quizás contemplar esa pequeña desilusión de que no sería posible era lo que me molestaba de sobremanera. En especial porque no tenía sentimiento alguno por mi callada compañera, más que el deber y el respeto. Incluso sentía que le fallaba a ella, por darle la impresión incorrecta.

Nuestro silencio se prolongó por minutos. La vela se volvía a curvar hacia un costado, el olor inundaba la habitación. Nos quedaba poco tiempo de luz, sin embargo no me moví.

—Insisto —dije después de un rato, más calmado y con deseos de cambiar sólo un poco el tema de conversación.
Fue el turno de Frances de suspirar.

—No eres el primero al que veo actuar así. —Tensé los hombros al oírla, ella lo notó y se apresuró a responder—. Antes de que te erices como gato, no. Nadie ha tenido la suerte de verme en estas prendas tan pomposas. Necesité de menos para obtener la misma reacción.

Mi molestia se había vuelto suya, y me dividía entre lo que ella emanaba y mi propia vergüenza por mi actitud tan extrema. Habìa recordado mis palabras horas antes, y me llenaron de arrepentimiento. Con voz clara había declarado a esta joven tan extraña e iracunda como mi concubina en ùblico, aunque no planeara tocarle siquiera una hebra del cabello. Sólo deseè que estuviera segura cerca de mí, y que pudiéramos dormir en la misma tienda sin que ella recibiera turbias miradas de reojo. Aún así, estábamos discutiendo temas muy diferentes a los que se suponía. Me preocupaba que mis gritos se hubieran escuchado fuera de la carpa o a los alrededores. No quería darle razones a las personas de dudar de ella, sobre todo bajo la peligrosa del Capitán Sharma. Dispuesto a detener a Frances otra vez bajo la más pequeña falta.

—¡Eres tan ridículo como el resto de los hombres! —se quejó Frances—. Y ni intentes decirme que es cuestión de modestia. He visto a más hombres desnudos en mi vida de los que me gustaría. ¡Ellos no tienen vergüenza alguna! Comparan sus hombrías y no dejan pasar su oportunidad de ver a los otros. ¡Ah, pero en cuanto se topan con una muchacha, pretenden dar lecciones de modestia! ¡Hombros, codos, talones! Se vuelven locos, como perros en celo.

Sentí que me había arrojado algo a la cabeza. Como aún le daba la espalda, alargué mi mano para ver de qué se trataba. Era una de las cuentas enaguas que la señora Navarro le había prestado. ¿Así pretendía cuidar las cosas ajenas, que se le había entregado de buena fe para que no usara las mismas ropas sucias y rotas? ¿Osaba incluso, faltarle el respeto a personas nobles y de buen corazón que confiaron en ella? ¡Todos habíamos sido amables con ella, dentro de nuestros límites y ella deshonraba aquel trabajo con sus palabras y sus modales!

Tan rápido como se apagó, la llama de la furia renació en mi ser.

—¡Pues a ti te vendrían bien un par de lecciones de modestia!

—¡Oh, claro! ¿Quién me va a enseñar? ¿Vos? ¡Ni siquiera podés voltearte para hablarme! —me atacó en respuesta, tan arrogante como sólo ella podía serlo. ¿Cómo se atrevía? ¿Acaso no veía que todo lo que tenía era por mí? ¿No merecía siquiera un trato digno en reconocimiento? Debería agradecerme.

—Que seas tan educada como un guacho y tan cortés como un analfabeto, ¡no habla muy bien de ti! Ni con un millón de lecciones podrían enderezarse. He recibido los peores castigos, y me han hecho el hombre que soy. —Bajé la voz mientras hablaba, con fiereza—. Te estoy respetando, sin observarte mientras posas frente a mí en tu ropa interior algo que muchos hombres no harían. Recibo tus tratos crueles aún cuando te he puesto bajo mi cuidado. Cualquier otro te hubiera tomado a la fuerza ya, y te hubiera disciplinado como seguro mereces. Podría haberte golpeado, dejado que duermas en el piso sucio con la ropa que vestías antes, sin comer; sin embargo es la segunda vez que te ofrezco ropa y aseo, comida y una cama. —Estaba furioso, pero ese sentimiento no me era propio.

No era una persona agresiva, sin embargo, ahí estaba yo, lanzando tratos durísimos que quizás sentía en mi interior, pero no me hubiera permitido decir en ninguna otra circunstancia. Lo más divertido de la situación, es que continuaba hablando mientras miraba a la pared de la tienda, sin observar a mi contraria, con el rostro fruncido en molestia. En cualquier otro momento, me hubiera reído de verme así. Ahora, el pensamiento apenas lograba alegrar mi ira formulada.

—Has sido reclamada como concubina en público por mí, sólo para que nadie pueda tocarte sin ofenderme o a mi apellido. Para que no vuelvas a ser encarcelada por tu lengua larga. Lo hice sin pedirte nada. Ni faltar a tu pureza, ni buscar tacto, ¡y aún así me tratas de esta forma! No lo he pedido antes, ¡pero es hora que sepas quién manda y obedezcas!

No había planeado que mi voz sonara tan grave, y tampoco mis palabras buscaban herir o ser malintencionadas. Pues toda la vida he sido el mediador entre personas difíciles de tratar. Jamás he fallado en controlar mis emociones, tampoco las del resto de mis acompañantes. Desde que era apenas un niño, he logrado que discusiones acaloradas las cuales fácilmente podrían haber terminado en duelos a muerte, perecieran incluso antes de la primera queja. Las emociones eran todas mías, y yo decidía qué hilos mover cuando el tiempo apremiaba. Era un pianista, mis teclas eran las personas.

Aunque parece que algunas teclas son más difíciles de manejar. Supongo que no todos pueden bailar con la misma música.

El corazón me latía con fuerza. Quizás mi rostro estaba rojo del esfuerzo de mis palabras. No las había medido, estas habían salido por sí solas, en contra de mi voluntad. Dominadas por el cólera que me escocía en el interior. Debía calmarla, estaba sobrepasando mis propios límites. Si no podía hacerlo, tendría que utilizar mi habilidad para dominar a Frances. Aún si era a la fuerza, su poder emocional me dejaba expuesto y vulnerable. Me hacía un muñeco, un títere, receptor de lo que ella experimentaba, como un catalizador de sus emociones.

Me mantuve en silencio. No había otra cosa que hacer. El daño estaba hecho. Sólo quedaba esperar el golpe en la otra mejilla.

No hubo ataque alguno. No hubo defensa tampoco. De hecho, sólo había silencio en la habitación. Un silencio tan ruidoso que me debilitaba las rodillas. De haber estado de pie, hubiera caído en una tristeza tremenda. Un dolor en el corazón. Una traición inexplicable.

Sudaba de ansiedad, aunque me recordaba quién debía ganar siempre; ese era yo. No podía ser de otra forma. Así me habían formado, entrenado y asegurado. Quien tenía la última palabra debía ser la persona más capaz. De una vez por todas, debía hacer honor a mis maestros y a mi educación. Ordenar mis prioridades. Eliminar las amenazas.

“El daño ya está hecho” me repetía sin cesar. Pesaba como una gran carga entre nosotros. Yo, porque sabía que había llegado muy lejos. Ella, porque todo lo que sentía era dolor. ¿Cómo lograba mantenerse cada día con tanto dentro, sin explotar? ¿Cómo lo soportaba? ¿De dónde venía tanta pasión desgarradora en un cuerpo y mente tan joven?

Necesitaba disculparme. Tenía que hacerlo. Estaba arrepentido. Avergonzado de mis palabras, de mi comportamiento. De mi ridículo papel como el único capaz de mantener el orden entre dos personas molestas. Quizás había fallado porque era yo una de ellas, pero mi actuación había sido deplorable. De poder cambiarlo, lo haría. Me había dejado llevar por aquello que fingía conocer tan bien.

—Intentas mucho no ser prejuicioso. Pero fallas. —Frances rompió el silencio con aquel comentario tan extraño, que me tomó por sorpresa siquiera oírle. No había rabia, no había acusación siquiera, sólo tristeza y resentimiento—. Cuando te vi por primera vez, no podías ocultar tu desagrado por la sangre. ¿Es su olor o el color ocre que deja lo que te molesta? Te burlaste de mí porque no sabía el nombre del silbato que cargaba el guardia muerto, aunque jamás había visto tal objeto en mi vida. Eres un soldado, sí. Pero naciste en una cuna de oro, y no puedes soltar tus lujos y privilegios de noble, aún cuando intentas profesar la austeridad.

Mis ojos estaban vidriosos otra vez. Ya había perdido el sentido, no sabía si era por mí que lloraba o por alguien más. Sólo me rendía a las gotas que resbalaban en mis mejillas, mientras endurecía mi cuerpo para que no se moviera si los espasmos eran fuertes. Aún si ella planeaba actuar como si no existieran límites y sonreír al hacerlo, llevándome al confín de mis conocimientos, no demostraría más debilidad de la necesaria.

—Tiene razón en una cosa, Sargento Dhanasevi —dijo Frances. Su voz tan cargada de indiferencia que por poco me lastimó—. Soy maleducada como guacho y descortés como analfabeto. ¡Pues he perdido a mi madre a la edad de cinco, y no he recibido educación desde ese momento! No sé leer o escribir. No puedo distinguir las letras que componen mi nombre. Por eso espero a que otros lean por mí, aunque no busco ayuda. La forma en la que hablo y lo que aparento saber es sólo lo que he oído de otros. En el monasterio se rehusaban a enseñarme pues me negaba a rezar. De forma que no aprendí.

Cerré los ojos y maldije en voz baja. Por supuesto que era huérfana. No tenía educación. Y yo fui a la herida, sin saberlo, pues olvidé un hecho tan obvio. Removí las cenizas de una marca imborrable en ella. ¿No estaba yo en el castillo Blewstein cuando anunciaron la muerte de la agente Makira, como la última víctima del atentado a Trinidad? ¿No me había ordenado mi tío, decirle a las cabezas de las casas por medio de cartas el acontecimiento junto con los escribas, con extrema preocupación?

Tantas cosas habían pasado, y yo las había atestiguado de alguna forma, pues el tiempo era poco más que una ilusión en este lugar. Sin embargo, poco había recordado de esos sucesos que parecían haber pasado en otra vida. Por consecuencia, también había ignorado con quién me encontraba discutiendo durante tanto tiempo. Una hija desolada, enviada lejos. Un asesinato que robó más que un miembro importante: una madre. En ese momento, me odié.

—Date la vuelta, por favor.

Así lo hice.

Envuelta en la manta que usaba para dormir, se había cubierto casi por completo. Le veía el rostro, y creí que era más que suficiente para seguir peleando si debíamos hacerlo. Sería más satisfactorio hablarnos a la cara, y no que viese mi nuca tanto tiempo más. También dudé cuánto podría ver con el tenue brillo de la vela de grasa que perdía con el paso del tiempo su luminosidad y caía en la oscuridad. Le dediqué una genuina sonrisa de disculpa, buscando las palabras para ofrecer más.

—Escucha yo…

—¿Sabías por qué no me molesto en corregir a los arrendatarios que creen que soy un muchacho?

Negué con la cabeza.

—Porque cuando creen que eres mujer, lo primero en lo que piensan es en tu capacidad reproductiva —soltó de golpe, con molestia en la voz. Quizás no podía verle las manos, pero sabía que estaban hechas puños.

Alejé con éxito los sentimientos de ira que llegaron a mí al escucharla. Podía percibir que también ella estaba luchando para controlarse. Lo que no sabía, era que me ayudaba a controlarme a mí también.

—Si eres muy veloz en las tareas—continuó hablando—, se aprenden tu nombre y te ofrecen regalos, para pedirte un favor luego; si eres lenta, te golpean y te dejan sin comer. —Me pregunté si ella había tenido que pasar por aquello también, o si había tenido que verlo, sin poder evitarlo—. Madres fuertes pueden dar a luz a hijos fuertes. Y si ellas no mueren en el parto, se las recompensa y las devuelven a sus familias.

Cerré los ojos por el desagrado de la imagen horrenda que me asaltó. Creí que ese tipo de cosas no eran reales, o los relatos que había oído eran exagerados. Me dolía tanto como me molestaba pensar en lo que había provocado la necesidad. Con desagrado recordé las granjas de perros de compañía a las afueras de la Capital. No podía aceptar que el mismo destino de hembras caninas, se hubiera trasladado a seres humanos.

—No hay mujeres jóvenes que trabajen en lugares fuera de sus casas. Siempre son experimentadas y adultas, con muchos hijos. Incluso ellas son pocas. Así que, ver a una muchachita joven, quizás virgen, en buena forma, es como ver a un caballo pura sangre. Sólo se concentran en su potencial. Muchas veces ni siquiera puedes negarte. En cambio los jóvenes… —Su voz comenzó a perder la fuerza a medida que hablaba. Para cuando llegó a una pausa, parecía a punto de llorar, aunque no fuera a dejar caer lágrima alguna. Movió los hombros como si experimentara un escalofrío—. Ellos sólo se excitan al ver hombros, piernas o pechos durante los trabajos, pero son brutos y casi nunca llegan más allá de algunas miradas incómodas o roces intencionados. En cambio, cuando te ven como un muchacho, sólo hay que preocuparse por ancianos muy confiados o de las miradas de los otros muchachos cuando hay que bañarse.

—Lo siento —dije, sin poder pensar en otra cosa mejor.

—Yo no.

Hice una mueca.

—No entiendo.

Frances se encogió de hombros.

—No hay elección —me respondió ella, con simpleza—, esta gente sólo se asegura sobrevivir.

A mí no me parecía una forma de sobrevivencia para nada justa.

Me encorvé, descansando mi postura recta. Por un momento, ya no teníamos nada más para discutir, y la idea me hizo sentir alegre. Aunque no quería dejar de hablarle, ni quería que me dejara de hablar. Sobre todo porque justo en ese momento me sentía en paz, alejado de sus sentimientos, controlado y en mi elemento. Volvía a ser un estanque de agua que no va a ningún lado. Una superficie plana donde cualquiera puede verse reflejado.

Ansiaba poder estudiar las emociones de Frances, a una distancia segura, pues la vulnerabilidad a la que me orillaba no era común. Estaba seguro, no había conocido a una persona como ella. Era probable, con algo de suerte, que jamás conociera tampoco.

Era ahora o nunca.

—Lamento haber dicho todas esas cosas que dije hace un momento —me disculpé con vergüenza—, me molesté mucho y no lo pensé. Supongo que sólo quería…

—Causar un poco de dolor, para exteriorizar lo que sentís.

Asentí con la cabeza.

—Sé como es experimentarlo —me contó, mirando al frente—, pero jamás obedezco a mis deseos profundos.

La forma en que habló sobre sus deseos profundos me pareció gracioso. Solté una risita en voz baja, y sus ojos se dirigieron a mi rostro, acusándome con la mirada. Estaba claro que para ella, aquellos deseos eran mucho peores de lo que yo imaginaba. Me aclaré la garganta antes de hablar, aunque en mis labios permanecía el rastro de una sonrisa de lado.

—Espero que me cuentes más sobre esas experiencias y cómo manejarlas —comencé diciendo con tono neutro—, porque si vamos a dormir en la misma tienda, esto me pasará muchas veces.

Pero Frances no pareció entender a qué me refería y me miró como un cachorro. Ladeó su cabeza ligeramente a mi derecha y sus cejas se juntaron en la unión de estas. Se veía tan encantadora con esa mueca en el rostro, casi cómica. Me di cuenta que no la había considerado antes una mujer de gran belleza, gran error.

Sin embargo, decidí no compartir mi pensamiento. Algo me decía que ella no apreciaría que yo la considerara bella o no, cuando había otros temas que discutir primero.

Me apresuré a explicarle. La luz de la apestosa vela nos dejaba cada momento más a oscuras. Apenas lograba ver los rizos diminutos de su cabello blanco, o sus rasgos definidos por el contraste. Sus labios gruesos, su nariz ancha, su frente lisa, sus ojos oscuros y pestañas cortas. Otra vez me distraje en mi estudio. El ladrido de un perro a la distancia me devolvió a la realidad.

—Soy bastante cuidadoso con las emociones de las que me rodeo. Mi habilidad me vuelve muy sensible a cualquiera de ellas. Por eso, he tenido que aprender cómo quitarlas de mi camino, cómo dominarlas, cómo manejar a las personas antes de que ellas me arrastren consigo. —Me froté las manos, creando un poco de calor para mis dedos. No me había dado cuenta mientras disctuíamos, pero la noche era helada—. Contigo… todo lo que aprendí falla.

De pie, me quité el pesado abrigo. Permití que el gélido aire que se filtraba de las aberturas de la carpa llegara a mi piel, debajo de mi camisa. Esperaba con renovada esperanza que la baja temperatura me mantuviera concentrado.

Dejé el abrigo sobre los hombros de Frances, que tan lejos no estaba. Había hecho el ridículo, actuando como un niño, rechazando su imagen en ropa interior. Ropa que apenas me dejaba verle sólo los pies y los brazos. Mi tío se burlaría de saber sobre mi comportamiento, y sobre todo, por dejarme intimidar por tobillos o codos. Ahora, por ello, Frances parecía una montaña marrón con ojos. La manta color café de lana que usaba para dormir era todo lo que la cubría y se había tapado incluso el cabello. Ciertos rulos se habían escapado del improvisado manto, no más.

—También lamento haberte tratado tan mal. Yo nunca… —me costaba dejar salir las palabras de mi boca, cuando otras se habían escapado sin problema alguno. El rubor me teñía las mejillas y nariz—. No había visto a ninguna mujer antes en ropa interior y esperaba que la que viera fuese mi esposa. Supongo que con tu ira y mi sorpresa, bueno, me sobrepasé.

—¿Estás diciendo que también es mi culpa?

—No, no. Claro que no. Pero es lo que sientes lo que me pone tan mal —aseguré, deseando que entendiera—. Si estás enojada, me pondré furioso también. Es por eso que lloraba. No tenía razones para hacerlo… pero vos en cambio, parece que sí.

Frances cambió de postura, aceptando el abrigo que le había puesto. Pasó los brazos vendados fuera de la manta marrón y los metió en las mangas del abrigo. Parecía algo más cómoda, aunque todavía tenía muchas preguntas que cruzaban por su mente. Deseé poder responder a todas ellas, aunque no tuviera respuesta. Su silencio me ponía ansioso de la peor forma.

Se tardó unos momentos en hablar, concienzuda en sus propios pensamientos. Me llegó la vergüenza y la confusión, por lo que imaginé que intentaba poner en orden las cosas que le había dicho. Darles un sentido. Albergué la esperanza de una disculpa; no creía que fuese ese tipo de persona. Recordé que soñar no costaba nada y eso me hizo sonreír sin felicidad.

Cruzada de brazos, con la voz pesada al hablar, Frances luchó por ocultar su descontento. Todavía se sentía responsable, por lo que imaginaba que si lo debatíamos, ambos terminaríamos muy molestos. Rogaba porque los escalofríos de pasar por la baja temperatura de la tienda me mantuviera en mis estribos, sin perderlos bajo las influencias de sus emociones. Sin volverme otra vez una peligrosa vasija vacía sin sentimientos.

—Creo que he llorado sin parar desde que mi madre murió. Hasta que un día —podía jurar que sus ojos eran vidriosos, pero era difìcil de estar seguro bajo la luz tan tenue—, supongo que me harté de hacerlo.

—¿Y toda esa furia que tienes dentro?

—No he tenido los tratos más justos. Tengo derecho a estar molesta, ¿no?

—Supongo que sí.

—Fui grosera otra vez.

—Sólo un poquito.

—Lo lamento.

Me encogí de hombros, restándole importancia. Preferiría que me tratara de forma grosera a verme de nuevo arrastrado por su mal humor como si fuera lo único que podía sentir. Además, algo en su rostro ceñudo me causaba risa y ternura a la vez. Podría disfrutarlo.

—Me refiero a que siento mucho habernos puesto en malhumor a ambos. Creía que tenías tus propias emociones. O al menos, que no te dejarías llevar por las mías.

—Yo creía lo mismo —admití resignado—. Parece que no han escrito lecciones para resistirme a vos.
Ella sonrió con tristeza.

Creí que sería agradable hacerle saber que era única en su tipo para mí. Aunque ese tipo de ideas eran dedicadas a conquistas, la muchacha parecía que necesitaba con urgencia un poco de aprecio, para variar. No había sentido romántico en mis palabras, y esperé que ella pudiera tenerlo en cuenta también. Se trataba de la verdad: no conocí a persona alguna que me desconcertara como lo hacía. Tampoco a alguien con quien me demorara tanto en usar mis habilidades para doblegar bajo mi influencia. Seguro se trataba de su miserable experiencia que parecía nunca acabar, la que me volvía débil ante la pena y compasión que me producía verla.
De nuevo no creía que le gustaría saber aquello.

—¿Dije algo gracioso? —curioseé, imitando su sonrisa.

—Es sólo… quizás esa sea la única habilidad que tengo. Volverte rojo de rabia —comenzó con sorna, pero su voz se apagó por la vergüenza—, y hacerte llorar. ¿Será suficiente para quedarme en el castillo Blewstein?

—¿Estás diciendo que dominas ningún aspecto de la vida? —intenté poner en fila un conjunto de palabras entendibles, sin éxito. La cara de Frances se arrugó y exclamé con impaciencia—: ¿No tienes poderes?

—No de los que tenga conocimiento.

Debía insistir porque no le daba crédito a mis oídos por lo que acababa de oír.

—¿Estás segura?

—Ya se habrían manifestado —señaló ella con cansancio—. La respuesta es no.

De nuevo hubo silencio. No me había detenido a considerar una opción tan obvia. Si Frances no tenía habilidad alguna, entraría a Mabelle, la capital, tan rápido como se iría. Con ella se irían todos mis intentos por mantenerla cerca, viva y sana. Después de todo, me resultaba difícil de creer que mi tío la aceptara si no había nada en ella que perseguir, desear o adquirir.

Quizás era la mejor opción de todas. Aunque no la que me causaría menos problemas. Como si yo pudiera decidir con qué genes debía nacer la niña, y qué poderes darle para complacer al patriarca de mi familia. Ni siquiera lograba comportarme como se suponía. La estructura tan sosa y mediocre de Frances, con su piel de cuarzo negro y diminutos rulos níveos, junto a sus pocas palabras me enervaba los nervios y volvía de mis metódicas acciones un desastre caprichoso digno de cualquier adolescente rebelde. Estrujaba mi persona.

La miré de reojo. Estábamos cerca, quizás más cerca de lo que debería luego de haberle gritado cosas sobre su decoro. Pero la culpa de nuestra distancia era toda mía, ansioso por meterme en su cabeza. Como si acercarme a ella me permitiera entender mejor qué sentía. Como si pudiera leer entre líneas de emociones y volverlas palabras, algo que jamás me correspondería.

Sus ojos oscuros no dejaban de mirarme, incluso más de lo que yo la observaba. Tímida de repente, movía sus pies bajo la manta que usó para cubrirse. Ahora esta descansaba en su falda, escondiendo sus piernas de mí. Resistí el impulso de rodar mis ojos por mis palabras tan estúpidamente compuestas, que habían destruido la confianza que creía que nos teníamos. En el fondo, ansiaba que desobedeciera mis requisitos y me pusiera a prueba.

—La vela está por apagarse —declaró rompiendo el hilo de mis pensamientos. Nuevamente lo había hecho, esta vez más sútil. Pensaba no hacerme caso, por lo que esos deseos que había tenido momentos atrás no eran míos. ¿O quizás ambos queríamos lo mismo? Solté un bufido de incredulidad.

Asentí con la cabeza, sin decir nada al respecto mientras me levantaba para dividir la llama en una nueva vela que tuviera al alcance. Tomé una vela nueva, esta vez del tipo pretencioso. Esas que más bien debían ser guardadas para una ocasión especial. Cera de abeja. Tan caras como buenas.

Ella lo había dicho. Había nacido en una cuna de oro, y aunque intentara ser austero, fallaba con creces. Lo mejor es hacerle caso a mis irremediables gustos de clase alta. Imagino que mis costumbres y hábitos podrían ser arreglados más tarde. Cuando tratara mi vacía personalidad, y mis ademanes repulsivos frente a una vida simple y sobria.

Dejé que la luz anaranjada iluminara otra vez nuestra pequeña tienda. Llamar al espacio en el que pasaba mis noches, como compartido con alguien más, era nuevo para mí, por lo que hice un esfuerzo para adoptar la sensación. Incluso podía reconocer que la idea me agradaba de sobremanera. Sin embargo, no era suficiente para cambiar mi estado de ánimo, aunque anhelaba sentir otra cosa que no fueran los bochornosos sentimientos de Frances sobre mí.

Luego de apagado el fuego de nuestra pelea ínfima, estaba tan avergonzada como yo. Hablaba más, claro está. En un inútil intento para alivianar nuestra tensión e incomodidad. Tenía mayor tolerancia que yo para tragarse el orgullo, cosa en la que me ganaba sin comparación. De tener poderes como los míos, su desempeño como Medidor de la Guardia, mi puesto en este viaje, pondría a Empatías como yo, o incluso mi tío, en ridículo. Después de todo, el sorteo azaroso de las habilidades en la descendencia de los Primeros Guerreros, de dónde se cree que nacieron las habilidades de todos en Trinidad, no siempre encajaba con exactitud con las personalidades de quienes las desarrollaban.

Llené mis pulmones con el aire helado que todavía se colaba por la entrada de la tienda. Puse mi mente en blanco, tumbándome al lado de Frances una vez más. Ella en su catre, y yo en el mío. Nos separaban al menos treinta centímetros de tocarnos el cuerpo del otro, de extender los brazos. Le dediqué una tímida sonrisa, preguntándome qué cosas pasaban por su cabeza. Usé todo mi control, e ignoré cada emoción que podría desarrollar e imponer en mí. Conté mis respiraciones, me concentré en mi propio latido, constante y relajado. De pronto, no sólo estaba tranquilo, sino que no sentía nada. Oía a los grillos en la noche; la tos de la gente a nuestro alrededor, sus ronquidos; los animales nocturnos llamándose, cazando; el viento en las hojas, haciéndolas gritar como si fueran almas en pena; la sangre en mi cuerpo, latiendo por mis manos y en mis sienes.

No puedo decir con exactitud cómo comenzamos a hablar otra vez. Al principio fueron respuestas aisladas. Le costaba responderme. Quizás porque en ella permanecía cierto recelo. Por mi parte, las palabras que había pronunciado aún parecían flotar ahí, insensibles, pero llevadas por el viento. No podía cambiarlo, como ella tampoco podía cambiar las que me había dicho. Incluso si las suyas no habían sido ataques, pero verdades dignas de observación.

Por loco que sonara, experimenté el alivio y el confort en todo mi cuerpo. Y me pertenecía sólo a mí. Pues mi compañera aún luchaba contra su timidez y su molestia bajo aquel vocabulario tan extraño que mantenía al hablar. Sonreí con alegría, contento y aliviado de aún ser capaz de sentir cosas por mi propia voluntad. Se sentía como ver el sol otra vez. Aunque en esta ocasión, el astro aún no había salido por el horizonte.

Supe de ella, cuándo celebraba su cumpleaños antes del Día Común. Que era más o menos, antes de que los escudos protectores comenzaron a causar estragos en nuestro tiempo y espacio. Desde aquel momento, pues nos habíamos desecho de calendarios, fechas y hasta relojes, todos los habitantes comunes cumplíamos un mismo día. Parecía muy poco emocionada por acumular días de vida, sólo le importaba tener, o parecer al menos, una “adulta joven”. Lo que le permitiría dejar de escapar del ojo del Monasterio Isabelino, para reclutarse como soldado en el castillo Sheppherd. Lugar por el que ambos teníamos la misma afición, un deseo de deber para cambiar las realidades que nos comprometían en diferentes ámbitos.

También me contó sobre la cantidad de veces en que se había escapado del Monasterio, y cómo no deseaba volver. Cómo había sido crecer ahí, sin respuestas de ningún tipo, sin educación o cariño. Me pareció una tortura, y ella estuvo de acuerdo. La habían condenado, buscando apagar su deseo. Y tuvo el efecto contrario. Después de todo, de no haber sido terribles tutoras con ella, jamás la había encontrado en esa cosecha, ni haber aprendido que nunca estaba demasiado preparado para tratar con nuevas personalidades. Ni mucho menos, durante esa madrugada, asquerosamente helada, considerarla mi amiga, aunque no había tenido amistades antes, fuera del castillo en el que había crecido.

Le conté la verdad sobre mi reacción enervada al verla en ropa interior. Esperaba que se burlara de mí, por el recato excesivo. No dijo nada. Se disculpó a medias, por no haberse detenido a preguntarse cuál era el verdadero problema. Aunque no por dormir de esa forma, o quitarse la manta cuando creía que no estaba cerca. Había enfatizado varias veces, con un tono muy serio, que el respeto no se medía por la cantidad de capas de ropa que vistiera. Me preguntó un montón de cosas al respecto, que respondí vacilante. No había confesado tantas cosas a otra persona, mucho menos a una extraña. Apreció mi honestidad, recordándome que cada cosa que me molestara de ella en el futuro, antes de quejarme en voz alta, la comparara con los valores que tenía unidos a los hombres y vería que tan mal no estaba. Le dije que lo intentaría, aunque no veía factible semejantes comportamientos que mis compañeros hombres solían mostrar frente a mí. Prometió no mostrarse en sus pantalones y camisa frente a mí, y yo, que avisaría cuando entrara a la tienda, en caso que estuviera vistiéndose.

El cielo se aclaraba con cada tema que salía de nuestras mentes. El sol subía, y antes de que este iluminara la tierra, ya estábamos vestidos y abrigados, dando vueltas por el campamento. Habíamos pasado toda la noche hablando, volviéndonos conocidos para el otro. Algo me dijo que Frances no había tenido la oportunidad de hablar tanto de sí misma, en un muy largo tiempo. Y yo, embelesado por la inteligencia que demostraba con cada frase que me decía, con una pronunciación casi perfecta que vacilaba entre el respeto y la conversación informal, la oía sin interrumpirla. Cuando había intentado aportar a su monólogo, había murmurado algunas ideas o manifiestos que había leído en mis horas de estudio, que creía que apoyarían sus opiniones. Ella, al desconocer por completo de lo que hablaba, se callaba con timidez y se creaba un nuevo silencio tambaleante que odiaba.

Me hacía las más extrañas y ocurrentes preguntas. Su rostro brillaba con curiosidad, esperando que yo tuviera las respuestas a sus dudas. De los dos, en silencio, ambos creíamos que yo debía ser el más listo. No debían haber dificultades para sortear sus interrogantes, sin embargo me encontraba numerosas veces con la mente en blanco. Creía que no se habían formado palabras siquiera para responder a las cosas que le preocupaban. Avergonzado, negaba con la cabeza, al darme cuenta que no sabía cómo creía que lo hacía. Ella no parecía tener problema con mi falta de respuestas, su expresión no menguaba y se le ocurría otra cosa.

El campamento se movió otra vez, buscando aprovechar la soledad de las primeras horas de la mañana para avanzar todo el trayecto que nos habíamos desviado. Elegí un caballo para movernos sin separarnos, pues me asustaba la idea de que estuviéramos solos y Sharma encontrara algo con qué cargarla. Le ayudé a subir a la silla, luchando con su magnífico vestido bordado que le quedaba algo grande. Me subí con ella y aseguré sus pies a los estribos y dejé que los míos colgaran a los costados del animal sin problemas. Se agarró de mí, tomándome por los hombros, y ese fue el poco contacto que tuvimos. Agradecí que lucháramos con la incomodidad física que nos teníamos luego de nuestra pelea nocturna, pero que todavía fuéramos amables con el otro.

Marchábamos a paso uniforme, con el sol a nuestra espalda, apenas calentando las nucas de los viajeros. El cielo estaba despejado, apenas se formaban nubes pequeñas. Giré el rostro para echarle un vistazo a Frances, que volvía a retomar sus preguntas tan únicas desde la simple ignorancia. Sobre la silueta de su cabeza, protegida por el pañuelo que le había obsequiado, como una mancha en el cielo celeste claro, se mantenía una arremolinada formación oscura. Casi a punto de extinguirse, pero sin permitirnos decir que era un lindo día, la lluvia aún amenazaba con caer en cualquier momento.

Aunque parecía flotar un buen humor contagioso, el ligero recuerdo de la tormenta que nos llevaría a todos con ella, nos seguía a todos lados. Y en el interior de mi nueva amiga, también amagaba su ira dormida. La tormenta estaba oculta, pero flotaba en nuestras cabezas.
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Ciclones y tormentas Empty Segunda Parte

Mensaje por proserpina Jue 03 Mar 2022, 3:04 pm

La ausencia.

“Una parte de mí quedó atrás,
sólo resta vivir con las partes de mi espíritu”
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Ciclones y tormentas Empty 5. Frances

Mensaje por proserpina Jue 31 Mar 2022, 5:41 pm


“Extraño no ejercer más
oficio de recién llegada.”

Alejandra Pizarnik.

Confiar.

¿Realmente podré ser capaz de hacerlo, de repente, confiar en quienes me rodeaban? Cosas simples, como dormir en la noche, comer, o darle la espalda a alguien mientras caminaba me resultaban casi imposibles. Temía de todos a mi alrededor. Me preocupaba el momento en el que ellos dejaran de tratarme de forma decente y me pusieran otra vez como un ave a la que le han cortado las alas, en una jaula con ruedas. Atarían mis manos a esos pesados grilletes, me encadenarían los tobillos también, y no vería la esperanza de nuevo.

Arya se preocupaba por mí cada día, aunque intentaba esconderle mis emociones. Cuando estábamos solos, lo que eran más ocasiones de las que me gustaría, su habilidad se concentraba sólo en mí y me preguntaba cómo me sentía, a sabiendas que iba a mentirle. Solía decirme que todo sería mejor si tan sólo le permitiera que controlara y sosegara mi pánico. Era una pérdida de tiempo, pues nunca aceptaba y él esperaba con paciencia a que cambiara de opinión.

Por la noche, tenía pesadillas. Algunas eran muy vívidas, muy dolorosas. Otras parecían extraños sueños, aunque me despertara con los ojos desorbitados. Sabía que eso hacía que Arya tuviera problemas para dormir también, aunque no lo mencionaba. Las ojeras bajo sus ojos, violetas y cubiertas de sus pecas, parecían golpes en su piel. Yo podía verle, pero me negaba a observarme en el reflejo borroso del pequeño espejo de nuestra tienda, por miedo a que no me gustara mi aspecto.

Vernos a ambos mal dormidos y unidos como si estuviéramos conectados, hacía a los miembros con menos escrúpulos, murmurar infinidad de cosas vergonzosas. Fingía que no los escuchaba, sobre todo porque no debía generar conflicto. Arya me había advertido que Sharma estuvo detrás de mi detención, y que esperaba el más mínimo de los errores para deshacerse de mí. Incluso en contra de las expresas órdenes de un hombre con mayor rango que el Capitán.

—Mi tío —dijo con orgullo—. Le he escrito una carta en cuanto supe quién eras. Todavía debe estar en camino, por un par de días más. Estoy seguro que va a estar ansioso de verte, por eso he previsto su decisión aún sin saber su respuesta.

Hice una mueca. No podía imaginarme a alguien ansioso de verme, y me preocupaba la voz en mi cabeza que sospechaba de una trampa. Para ponerme otra vez en el monasterio, de una vez por todas. Dada mi reciente experiencia, podía imaginar las posibilidades de mi futuro. Sharma podía ponerse de acuerdo con la monja mayor, avisarle de mi paradero, así tendría que preocuparme por un grupo de personas y no gente aislada.

Sin embargo, luego de unas largas semanas, las amenazas me parecían, cada día, menores. Aquellos robustos centinelas, los altos soldados, se acercaban a inofensivos. Incluso había aprendido algunos de sus nombres  y a su vez, ellos el mío. Sólo me preocupaban los señores que se reunían con Arya cada noche. Casi nunca salían de sus casas, pequeñas y cuadradas, que iban primero en la línea de procesión. Se reunían de noche, comían aunque el resto de nosotros no hubieran probado carne y tartas dulces en un largo tiempo. Bebían jugos frutales de olor ácido y hacían planes.

—Sobretodo reclutamiento —me contó una noche mi compañero, quitándose las botas de cuero—. Necesitan dónde conseguir más soldados, de qué familias recaudar dinero. Hay impuestos que se deben pagar, nosotros nos aseguramos que así sea.

—¿Qué tipo de impuestos?

Arya se encogió de hombros, sonriendo.

—Tantos como sean necesarios. Los más prometedores son a los descendientes, y a las grandes industrias.

—¿Descendientes… son como hijos? —pregunté desconcertada.

Estaba aprendiendo palabras todos los días. Cada mañana, pues el camino era largo, Arya elegía alguna palabra que creía que desconocería y me ponía a prueba. Yo intentaba adivinar qué significaban, pero casi todas escapaban de mi conocimiento.

—En los lugares más alejados de la capital, hay múltiples informes sobre familias que superan los límites de… —hizo una pausa para observarme— hijos, por pareja.

—¿Hay un límite?

—¡Desde luego! Cinco niños por cabeza matrimonial. De lo contrario, hay que pagar por los excedentes.

No pude contener mi sorpresa al oirlo. Lancé un bufido, y los hombros se hicieron para adelante, mientras toda mi espalda se curvaba en desgano. Repetí las palabras en mi cabeza. Impuestos. A familias. Por sus hijos. Cinco niños era el límite. Abrí la palma de mi mano. Sabía que tenía cinco dedos, así que imaginé a cada familia para la que trabajé, colocando sólo cinco de sus hijos repartidos en mis dedos. Me sentaba mal. Llamar "excedentes" a los que nacieran fuera del límite, me parecía aún peor.

Había estado conviviendo con Arya por un tiempo. Podíamos entender el humor del otro, saber cuándo debíamos dar espacio. La mala noticia es que gracias a esta relación, también sincronizaba sus emociones con las mías. Y cuando me sentía culpable y recelosa como estaba en ese momento, sabía que podía notarlo. Ya no éramos extraños frente al otro. Cuando le mentía, jamás lograba engañarlo. Ambos lo sabíamos, por eso nunca optaba por hacerlo con cosas importantes.

Estaba segura. Quizás no sabía cómo contar, pero en todas las familias en las que había trabajado, habían muchos niños. Demasiados niños. A veces eran tantos que no podían alimentarlos, y la mayoría moría antes de poder trabajar con sus padres. Sin embargo, con esas restricciones de las que no tenía idea, y con la mirada entrometida de la Guardia en cada sector donde se generase trabajo en los bordes de cada camino posible a la Capital, me pregunté otra cosa.

—Si esta gente… la familia, no puede pagar los excedentes —hice una mueca al pronunciarlo—, ¿cómo se saldan esas deudas?

Arya se encogió de hombros. Decir lo que estaba por decir le parecía el pensamiento más lógico del mundo.

—Jamás pagan con dinero. Así que llevamos al primogénito, si éste no ha muerto. O bien, el mayor de todos los hijos. Para alivianarles la carga.

Para reclutarlos como pago.

Tomaban a los hijos más grandes, aquellos que habían sobrevivido a la infancia y estaban enteros para poder trabajar o cuidar a sus hermanos más pequeños, y los llevaban consigo. ¿Cómo esperaban que las familias pudieran progresar y sobrevivir si les quitaban a los hijos en quienes apoyarse?

Entonces, recordé mis pasadas experiencias en las cosechas, sobre todo, antes de comenzar a tomar prestados pantalones y dormir en los cuartos comunes con los demás jóvenes. Antes de presentarme como un muchachito, y asegurarme, más o menos, la seguridad de mis noches y mi integridad. Aunque eso no me ahorra todos los malos momentos.

Cuando era Frances, y los ojos de las personas veían en mí a una muchacha resistente, buscaban mis órganos internos. Más específicamente, aspiraban a poder comprar de alguna forma, el pequeño tiempo de nueve meses gestado para alguien. Deseaban utilizar mi útero, asegurarse el nacimiento de un niño, pagarme por las molestias causadas, de no morir, y dejarlo con la familia que me había pedido el favor. Para ello, había sido revisada y espiada por un largo tiempo. Justo como a un caballo, o una vaca. Tocada como si fuese un pedazo de tela, midieron mis extremidades, contaron mis dientes, hasta tomaron el tiempo de cada vez que sangraba. Para tomar la mejor elección, entre tantas otras personas emocionadas como yo de ser elegida.

Creía que era sólo para no tener que contratar más trabajadores cada temporada, pero ignoraba ver cómo los hijos mayores desaparecían cada año. Resultaba un problema con una solución muy sencilla, que ahorraría a todos, muchas malas experiencias. Nunca me había quedado más de una temporada en cada pueblo si podía, y comenzaba a quedarme menos tiempo en cada lugar. Aunque mi seguridad no estaba comprometida como antes, había otras personas en riesgo.

—Tenés que parar eso.

—¿Parar qué?

—El secuestro de niños mayores —exclamé con desesperación—. ¡No deben llevarse a las personas así! ¡No es justo!

Mi voz subía de tono, y me dolía la cabeza. Quería llorar. Estaba llorando, pero no estaba triste. Era molestia lo que sentía. Era miedo. Sentí otra vez el intenso terror que me sofocaba cada vez que me miraban demasiado los arrendatarios, cuando me llamaban por mi nombre, cuando se aseguraban que estuviera en buenas condiciones.
Arya, me tomó las manos. Ya que no leía la mente, esperaba que mis emociones fueran tan claras como para entender en ella mis problemas. Miré en sus ojos preocupados, el reflejo de mi rostro. A punto de estallar como pólvora. ¿Podía evitar una dulce mirada detener la inminente explosión?

La respuesta era no.

Solté un grutal gruñido lleno de enojo, y salí de la tienda. Si la puerta hubiera sido más sólida que una lona de piel, la hubiera golpeado. Esperando que el sonido aliviara mi frustración. Por lo que, por ser flexible y plana, sólo cayó a mi paso. El cuero golpeó contra los bordes de la tienda al cerrarse y ese fue el único sonido que escuché mientras me marchaba.

Sabía que habían guardias, había entreoído sobre los turnos para cuidar las cargas misteriosas por las que los desdichados estarían dispuestos a matar o morir. Y cuando uno de ellos se giró para observarme pasar a su lado, le di una mirada rápida antes de pasar de largo. El sentimiento me revolvía el estómago, ni siquiera logré sostener la mirada. Sólo alcé mi cara para que pudiera ver quién era, pues mi humor no estaba para responder preguntas en un intento de charla casual.

Un rostro joven, escondido entre las sombras de la oscuridad, perfilado por la luz artificial del fuego, pues la luna no brillaba en el cielo, me encontró durante el trayecto de la culpa. Sus ojos, brillando como cristal, me escrutaron con alerta. Ya conocían mi rostro. No había relevos. Todos los que habían cuando quisieron condenarme por la muerte de aquel guardia, eran los mismos que comían a mi lado cuando no podía hacerlo dentro de la tienda. Le di un asentimiento discreto, y este hizo lo mismo.

El cuerpo, menudo, enfundado en metal y cuero, se volvió a erguir con poca destreza. Parecía tan inexperto, tan nuevo, que me pregunté cuánto hacía que lo habían arrebatado de su familia. Cómo había tenido que pasar esa terrible noticia… una con la que no se puede pelear. Porque, cuando uno no nace en el hogar correcto, no se obtiene el privilegio de decidir. Luchar, resistir, resulta imposible, una pérdida de tiempo, de fuerzas. Albergar esperanzas de cualquier tipo de elección es ridículo, pues cada persona debe tener un rol en la sociedad. Y cuando vi cómo el metal de su armadura se amoldaba a las curvas de su pecho, me pregunté si la experiencia de otros sobre su cuerpo le resultaba más agradable entre soldados, a diferencia de un entorno como el que yo conocía. Quizás también era parte de alguna familia, y entrenar y servir era mejor que rezar por vivir un día más cada anochecer.

No podía explicar cómo funcionaba, pero estaba conciente que alejarse de la capital, Mabelle, era también, asegurarse un final mucho más cercano y menos orgánico. El tiempo pasaba rápidamente en los pueblos, aunque parecía durar lo mismo en todos lados. Y con ello, sus pobladores morían con la misma velocidad. Enfermedades o vejez, terminaban con los adultos en un suspiro. Por ello, se necesitaba desesperadamente tener hijos fuertes que tomen las riendas de la familia. Tenían los días contados, todos lo sabían.

Pero esas reglas sobre hijos mayores aceleraba el proceso. Mientras la Guardia se aseguraba los hijos mayores, las familias pagaban caro su estabilidad económica.

Ni siquiera podía ignorarlo. No cuando había pasado tantos días con las mismas personas. Ya no era una extraña entre ellos, éramos una pequeña comunidad de viaje. Luego de recibir la carta del cabecilla Dhanasevi, podía decir que nos dirigíamos de vuelta al inicio. Aunque yo estaba con ellos, y un soldado muerto no. Se podía decir que la cuenta era la misma. Una vida por la otra. Sin embargo, y quizás esa es la razón por la que era objetivo del Capitán Sharma, no me casaría con su hijo. El difunto sí.

Quién sabe cuántos jóvenes fueron recolectados durante el camino. Si eran nuevos, no lo parecían. Si las familias habían sorteado las reglas, o pagado el precio, no podía asegurarlo. De hecho, sabía poco y nada de los asuntos que circulaban a mi alrededor, y aún así, estaba segura, conocía a muchos rostros que ya me eran familiares. Si conocía a las personas, ¿significaba que podía pertenecer a un lugar?

Quizás una caravana no era la gran cosa. Pero sabía cuál era mi siguiente destino. La capital de Trinidad sería mucho más grande e imponente de lo que recordaba, en mis memorias borrosas de la niñez. Cuando vivía ahí, todo me parecía majestuoso, brillante y alegre. Incluso pensar en esos momentos me entristecen. En especial porque mis últimos días fueron los peores que había experimentado luego de la noticia de la muerte de mi madre. Los adultos que revoloteaban a mi alrededor no estaban seguros de qué hacer conmigo, sólo querían que la niña saliera de sus planos visuales.

Entregarme al monasterio parecía la solución más lógica. Y no despedir a mi madre, la que me evitaría el trauma de su deceso. Ahora había huído, el problema estaba ahí y me dirigía al mismo lugar. Aunque en esta ocasión, era yo quien decidía mis próximos movimientos. Incluso si estos estuvieran también en manos de mi compañero.

Arya.

Pensé en su rostro tan grande, y sus músculos como troncos, la forma desdeñosa en la que me había tratado la primera vez. Su asco hacia la sangre o la mugre, la dificultad que resultaba para él dormir sobre el piso y vestirse por sí solo. El rechazo que tenía hacia mis acciones y modales pocos refinados, mi pobre léxico y mi mala actitud.

Con todo eso en contra, también recordé la alegría en sus ojos cuando la esperanza de que yo fuese yo se hizo realidad, el tono de su voz, su emoción. Cómo logró que me liberaran, aún en contra de las órdenes de Sharma que pedían por mi ejecución sin razón lógica. El ridículo título de concubina que me protegía de cualquier amenaza a la que estuviera expuesta; cada noche que dormía en su tienda, y me compartía sus lujos, incluso la ropa que vestía o el pañuelo que me cubría el cabello. Sus lágrimas en la madrugada cuando yo no podía llorar. Su preocupación, sus manos ridículamente grandes intentando sostener las mías, sus ojos deseando leer mi mente. Sus lecciones a caballo, enseñándome a contar.

¿Podría confiar incluso en él?

Estaba sentada en la raíz de un árbol, cerca del camino. Habíamos estado avanzando todo el día, incluso los animales que teníamos consigo estaban agotados. El sol saldría por el horizonte y el frío congelaba mis dedos. Abracé mis rodillas, mirando la oscuridad de la noche.

Las hojas, aplastadas por las pisadas, eran un sonido claro y fácil de reconocer. Giré mi rostro, asustada por el movimiento.

Quizás finalmente había logrado leer mi mente, o sólo era muy bueno llenando los espacios en blanco. Un poco de ambas. Parecía esa determinada oveja a la que le colocan en el cuello una campana, para que el resto la siga.

Un rebaño pequeño, mi concubino y yo.

—¿Puedo sentarme a tu lado?

Observé sus botas mal lustradas y deseé poder reírme de la situación. Pero su presencia me recordaba porqué me había alejado de la tienda en primer lugar.

—Quizás deberías. No deseo ver el amanecer con mi cuello colgando de una soga atada a un árbol —murmuré tan bajo que apostaba que sólo mis oídos habían capturado todo el mensaje.

Con un gruñido, dejó caer su cuerpo en el suelo.

—Frances —dijo, mi nombre en sus labios se oía raro, pues casi nunca necesitaba llamarme—, por favor, necesito que hables. Que me hables.

Hundí mi barbilla entre mis rodillas. La postura que mantenía hacía que los lazos del corsé atados en mi espalda se ajustaran sobre la camisa que tenía debajo. Chemise, me recordé.

—No… no puedo —solté con el ceño fruncido. La poca iluminación no iba a permitirle observar mi rostro, pero podría guiarse con mis emociones. Como acostumbraba. Aún no había decidido si me gustaba ahorrarme las palabras y dejar que mi humor dominara las conversaciones, o me sentía invadida en la privacidad que mi mente debía tener.

La silueta de su mano se alzó en el aire. Un ligero relieve de la luz del fuego me mostró que planeaba tomarme del brazo, pero desechó la idea.

Exhalé audiblemente.

—Tengo un problema. Bueno, no es mi problema, es colectivo. Hay un problema, ¿de acuerdo? —sentencié con molestia. No me acostumbraba a tener que explicar tanto—. No puedo discutirlo con vos porque… sos parte del problema. Y no quiero ser parte del problema también.

Se hizo un silencio tan hondo que tuve que arrastrar los ojos para adivinar las facciones de Arya a mi lado. Sus gruesas cejas estaban fruncidas. Para estar pensando, parecía más haber comido alguna fruta en mi mal estado.

—No entiendo.

—¡Los chicos, Arya! —chillé.

Di una patada al suelo y giré todo mi torso en su dirección.

—Lo dijiste. Se llevan a los niños mayores de las familias. Los usan como pago. A personas. Como pago. Sé que ambos esperamos que aprenda a leer en un futuro cercano, pero sé pensar. No soy tonta. Eso no puede ser legal. Está… mal. —Se me escapó un gemido de incredulidad—. El chiste es que yo, Frances, estoy explicándole a alguien que debe ser más inteligente que yo, nociones básicas. ¿Acaso esas cosas no aparecen en los libros que leíste? Las personas no pueden ser pagos. Son seres vivientes, que experimentan, que deben poder decidir. ¿Hay sinónimos para la palabra “pago”? Porque estoy quedándome sin palabras para esta clase…

Arya por fin me detuvo.

Me tomó las muñecas, pues no dejaba de gesticular con mis manos la frustración que sentía por dentro.

—Eres inteligente.

—¿Qué?

—Dijiste que yo soy más listo que tú. No es verdad.

—Suéltame.

El recordatorio de los grilletes en mis muñecas me aceleró la respiración. Pero era Arya quién me sostenía. No estaba presa. Al menos no de esa forma. En un fogonazo, vi el rostro endurecido de quien me había metido en este lío, muerto.

Hilbert, que había vuelto por mí. Hilbert, quien también había matado a alguien y me había echado la culpa. Sus palabras resonaron como un eco: “ningún guardia azul es inocente del todo”.

Yo no quería ser parte de la culpa. No quería quedarme sentada, conforme con la vida que podía tener si bajaba la cabeza y aceptaba cómo otros decidían por vidas ajenas. Tampoco conviviría con alguien que sí estaba dispuesto a hacer todo eso en su lugar. Aún si su presencia y compañía me mantenía segura de estar prisionera otra vez, cualquiera fueran los cargos.

Al menos mi compañero podía cumplir órdenes simples. Me soltó sin preguntar por qué.

El silencio volvió. ¿Cuántos guardias nos escucharían hablar? ¿Podía considerar traición lo que pensaba?

—No pienses más de la cuenta de estas cosas, por favor. Muchos jóvenes tienen dificultades para abandonar sus hogares al principio, pero luego adoptan la vida militar sin problemas. Las leyes son bastantes claras. Es un decreto real —comentó incómodo—, uno no puede negarse a la autoridad del rey.

—¿Lo has intentado siquiera? —pregunté, apretando los puños, las uñas se me clavaron en la piel de las palmas, apreté con más fuerza. Con dificultad me levanté del suelo, tomé el borde de mi vestido, esta vez mucho menos pesado que el anterior y comencé a caminar otra vez.

Los pasos de Arya, y su respiración exasperada me siguieron.

—Voy a tomarte del brazo si no dejas de caminar —me advirtió en voz alta, a sabiendas que no me gustaba que me tocaran. No me pedía permiso, por lo que era el último recurso. Frené mis zancadas y me crucé de brazos—. Entiendo tu molestia por todo esto, pero no podemos desobedecer órdenes reales. Esto se hace desde los comienzos del estado de Trinidad, es la forma de enlistar y controlar la población que decidió el consejo y el rey aprobó. Tampoco vas a cambiarlo en una noche, aún si tu deseo es llevarte a todos por delante.

Su último comentario me hizo rodar los ojos. Claro que no iba a cambiar esta situación en las próximas horas pero tampoco podía pretender que desconocía, que no me enfermaba, que no me hería no hacer algo al respecto.

—¿Te acordás lo que te dije en la tienda, cuando discutimos? La razón por la que no me molesto en pretender que soy mujer. Es ese maldito impuesto lo que provoca los nacimientos a cambio de alimentos. —Mi voz tembló cuando exclamé las últimas palabras. El recuerdo de la indiferencia hacia aquellas niñas embarazadas que lloraban de dolor me produjo un escalofrío que me sacudió las manos—. Vos mismo lo dijiste. Cabeza matrimonial. De forma que están fuera de ese sistema que tanto protegés, quienes no contraigan matrimonio.

No lo vi, pero el sonido que hizo la garganta de Arya al tragar, me llegó perfectamente a los oídos. Toqué una fibra sensible. Quizás era mi propia fibra, pero él podría experimentarla de igual forma.

—Te… tenemos un estimativo de esos casos… Estoy seguro que mi tío conoce ese problema y está pensando cómo arreglarlo. Aunque fuese como decís, no puedes salir a mitad de la noche sólo porque algo te molesta —me acusó Arya, con tono severo—. Esto no está bien. Así no se solucionan los problemas.

Quería gritarle que el problema eran personas engañadas y maltratadas, torturadas. Jóvenes que creen que la única forma de sobrevivir es cumpliendo una parte como sociedad, dando de sí para que otros se aprovechen de ellos. Que ni siquiera era seguro dar a luz en donde se lo hacía, a escondidas, sin nada que mitigue el dolor, con un balde de agua y un cuchillo. Eso sólo condena aún más a los ingenuos, y hace poderosos a los privilegiados.

Si pudiera, lloraría por ello. Justo en ese momento. Me lanzaría al suelo a quitar la pena y el miedo de mi cuerpo. Lucharía con el remordimiento de los lujos que sé que no merezco, por el destino que no enfrento. Sólo un pensamiento me mantuvo de pie: tenía una oportunidad para cambiarlo.

Pese a todo, entre la oportunidad vaga que tenía y la dura realidad de estar de pie en el medio de vaya uno a saber, había un gran trecho. Sí, no podía arreglar mañana estos problemas que me carcomían desde el segundo que los conocí, pero más miedo me daba olvidarlos. Me asustaba rodearme de la vida sencilla que era Mabelle y no volver a pensar en ningún joven engañado y usado en contra de su voluntad. Lo que más me preocupaba, era no volver a tener que pasar por ello, como una vez lo hice, y perder toda la experiencia que eso me había dejado.

Si volvía a ser Frances, sería porque no debía pretender. Si ya no vestía de forma diferente para ocultarme o luchar por mantener al margen ese largo tiempo rutinario de saltar entre cosechas, recolección, ganado y hasta tareas industriales, sería como dejar también a las personas que conocí ahí.  Y con ello, cada jóvenes de familias pobres que entraban y salían de las habitaciones correctas durante las noches. Lágrimas, sollozos, vergüenza. No quería dejar a las personas que lo pasaron, o ignorar a quienes deben sufrirlo ahora mismo.

—Estamos a dos días de Mabelle, llegaremos pronto —Arya murmuró, avanzando hacia mí. Ignoraba mis emociones, o finalmente no las sentía. Porque tenía tanta energía que de poder doblegar su fuerza física, le rompería la mano—. Voy a abrazarte, ¿está bien?

Acto seguido lo hizo. Sus brazos tan gruesos y pesados me tomaron los hombros y me arrojaron contra su pecho. Sentía que abraza a un árbol, o a una pared. Me resistí, removiéndome con molestia. No quería su tacto ni su calor, quería estar molesta, quería experimentar cada parte de mi furia. Porque no podía dejar que el miedo me ganara. Y dentro de ese abrazo, con la extraña sensación de confort que me asustaba, grité.

No fue un grito normal. Ni siquiera pude terminar de lanzarlo, pues la voz se me quebró y comencé a llorar. Lo hice con tanta fuerza que asusté a Arya, pues su abrazo se aflojó. Pero yo no lo dejé ir. Pasé mis brazos por su pecho, y me aferré a él como pude. Sentía espasmos como no lo había experimentado en un tiempo, mi rostro estaba húmedo por las lágrimas. El dolor me apretaba el pecho, quería alejarme de él  y al mismo tiempo, que me mantuviera ahí. Mis palmas se movían por sí solas, peleaba con el agarre que sentía en los brazos, intentaba clavarle las uñas para que me soltara. Seguía gritando.

Estaba pateando el suelo, intentaba dejarme ir, sin éxito. Una parte de mí, cuando una de las manos de Arya se amoldó a mi nuca y mantuvo mi cabeza quieta, quiso quedarse ahí. Pero mi espalda se arqueaba aún para zafarse. Lloraba sin poder controlarlo tampoco, hasta que mis movimientos tan erráticos comenzaron a ser más difíciles de realizar. Con fuerza, pero sin que pudiera sentir dolor, Arya me estaba inmovilizando de a poco, o quizás yo era quién se calmaba.

Mis uñas parecían garras, hundidas en la gruesa tela del abrigo de Arya. Me sostenía de eso. Y cuando dejé de moverme con tanta fuerza, con mi respiración más calmada, me di cuenta que estaba lloviendo.

No eran mis lágrimas las que habían empapado la ropa, sino las grandes nubes de tormenta. Oscuras, aún en la noche, estaban sobre nosotros. El rugido de los truenos iluminó por un momento el cielo. Sentí su vibración, pero no escuché el sonido. De hecho, podía experimentar en mis brazos y en mis piernas una descarga inestable que me recorrió como cosquillas. Había visto rayos en el cielo, parecía que albergaba una de sus ramas en mis extremidades.

Arya se separó de mí con una mueca de dolor. No me soltó, pero hubo un espacio entre nosotros que se volvió frío por su ausencia.

—¡Ay!

Lo miré sin entender.

Esperaba que fuera a soltarse del todo y se marchara otra vez, pero no lo hizo. Se acomodó otra vez, tomándome el la cabeza y apoyándola sobre mi pecho. Negó con la cabeza antes de responder.

—Sólo fue un escalofrío. Estoy bien —se encogió de hombros, minimizando el asunto. Yo, que aún lloraba, ya no experimentaba tristeza. O cualquier otro tipo de emoción. Me acarició el la cabeza sobre el pañuelo que la cubría y me susurró al oído—: Arreglaremos eso. Te lo prometo. Pero primero debemos llegar a la capital, luego, te enseñaré con quién hay que hablar. Aún si tenemos que conocer al rey en persona.

Una ligera sensación de alivio me cubrió por completo. Respiré hondo, con las pesadas gotas de agua perfilando los costados de mi rostro. La humedad no me molestaba, y me acostumbraba al confort momentáneo de aquel abrazo.

Entonces lo decidí. Si debía depositar un poco de confianza en alguien, esa persona sería Arya.
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Ciclones y tormentas Empty 6. Frances

Mensaje por proserpina Miér 20 Abr 2022, 9:07 pm


“Una nota asustada, suelta mi pecho magro.
¿Siento mi voz acaso como por vez primera?”

Alfonsina Storni.

A menos de unas horas de llegar a Mabelle, todo el cuerpo me dolía.

No estaba segura si era el nerviosismo que me había vuelto los músculos de piedra. O era la fuerza que debía hacer cada vez que avanzábamos, para no pensar sobre la última vez que había estado en la capital y en sus circunstancias. Pero la idea de que Arya me protegería de ser necesario me mantenía tan cuerda como podía hacerlo una promesa a medias. Después de todo, estaba dirigiéndome por mis propios medios, directamente a la boca del lobo. Justo al lugar más poblado, más ruidoso y más conectado de todo el Estado. En que tan sólo bastarían horas apenas para que me ubicaran y volvieran a llevar al Monasterio de Bendita Isabel. No me las arreglaría para escapar esta vez.

Por eso debía convencer a Dhanasevi de conservarme en vez de entregarme. ¿Quién iba de buena gana a ser soldado? Por lo que había aprendido recientemente, tenían problemas para llenar los puestos por alguna razón. De forma que los reclutamientos eran constantes y ofrecían muchos privilegios a quienes se ofrecían, y a sus familias. Para empezar, reducir las deudas por sobre los hijos, lo que aún me provocaba escalofríos. Luego, también aseguraban seguridad, comida y un lugar en la ciudad donde quedarse, sin mencionar el honor de servir a los reyes. A mí poco me interesaba esa parte. Ansiaba las lecciones que me depararían, con desesperación. Quería encajar en un lugar, y no tener que marcharme de este en poco tiempo. Quería escribir mi nombre y leer en voz alta los carteles de anuncios públicos, aún si son chismes. Quería un lugar donde pudiera llamar “hogar”.

No pensaba en un mejor lugar para comenzar que el mismo sitio donde mi madre se había vuelto la poderosa guerrera que fue toda su corta vida.

El Castillo Shepperd, creado para el grupo de seguridad real, contaba con los mejores guerreros de Trinidad. No sólo por sus increíbles habilidades físicas, pero los talentos extras eran aquellos que les aseguraban poder y rango. Mi madre era una buena luchadora, y poco dejaba al poder de sus dones. Lo que la hacía resistente, y poderosa. Cuando era pequeña, sólo deseaba ser como ella. Mover los cielos con mi mente, crear poderosas tormentas, agitar los mares. No había nada que pudiera detenerla, hasta que lo hubo, y no volví a pensar en ello otra vez.

Cuando el sol está en lo alto, y aún quedan bolsas por trasladar, árboles de los cuales juntar fruta o incluso animales a los que alimentar, la idea de mover cosas con la mente queda muy lejos en la realidad. Son puros sueños de niños. Reconfortantes, pero ficción; justo como las historias sobre dioses distantes o espíritus, que luchan por el bien y el mal del mundo. Algo que nos ayuda a pasar el tiempo. O a dormir por las noches.

Y haber crecido encerrada tampoco ayudaba a nutrir mi imaginación.

No era que lo detestara. Siempre había pensado que mientras menos personas debía tratar, era mejor para ambos. Aunque había cientos de mujeres ahí, pocas de ellas me dirigían la palabra. Muchas menos, decidían pasar tiempo conmigo. Me convencí que era lo mejor, pues no necesitaba preocuparme por más personas que yo misma, en especial si no era querida ahí. Sabía que no era querida, podía entenderlo desde que llegué. Miradas de reojo, silencios eternos, golpes diarios. No encajaba en lo que esperaban que fuese.

No mostraba las mismas emociones que el resto. Lloraba en los momentos inadecuados, tenía un alto desinterés para aprender las lecturas diarias que debía memorizar, pues no me dejaban observarlas. Incluso escuché una vez, a quien debía velar por mí calificarme como "cruel, temeraria y soberbia". No tenía mucha idea de las últimas dos, pero sabía qué significaba ser cruel. Aún así, no había herido a nadie en mi vida, ¿cómo podría ser mala? ¿Lo era en realidad? Incluso aquellos con quien había convivido tan sólo unas semanas, ¿me veían como las monjas del monasterio, con tan malos ojos?

—¿Frances? —me llamó Arya, apretó la mano con la que me sostenía de su hombro—. ¿Estás bien? Hablás menos de lo que acostumbrás, que es casi nada.

—¿Te parezco cruel?

Mi pregunta lo tomó por sorpresa. Intentó darse la vuelta para echarme un vistazo, sin mucho éxito. Volvió la cabeza hacia adelante y le oí soltar una risita.

—¿Es tu forma de hacer chistes? Porque es pésima —comenzó diciendo. Había vuelto a poner ambas manos en las correas del caballo en el que ambos estábamos. Parecía que estaba a punto de volver a reír, podía sentir su pecho vibrando. Su respuesta fue diferente a lo que esperaba—: No.

Solté un sonido parecido a un asentimiento. No muy convencida, miré al paisaje otra vez. Aunque mis ojos no observaban, no se detenían en los detalles, porque mi mente estaba otra vez en un mundo aparte. Quería detenerme en las hojas brillando bajo la luz del sol, y la belleza de las colinas verdes. Aún si conocía la imagen de memoria, en cualquier otro momento estaría con la boca abierta admirando lo que se erguía a los costados del camino. Excepto este día.

Volví a repasar las posibilidades que tenía. Cada una de ellas terminaba mal, y yo, otra vez de camino al monasterio, o peor, fuera de la ciudad, caminando largas horas para anotarme en los trabajos de temporada. Luego de este plan destinado al fracaso, no sabía cuánto podía aguantar en un mismo lugar por mucho tiempo sin estar atada a ciertas tradiciones o ahogada en viejas historias y creencias que pusieran mi integridad en riesgo. El futuro tenía tonos grises.

—Creo que eres buena. En caso que te lo preguntes —dijo Arya de repente—. Incluso más noble y compasiva de lo que esperaba. Cualidades de las que carezco, aún en mi habilidad. Pues yo no hubiera mostrado la misma paciencia que vos con ese… maldito.

Por un momento, no entendí a quién se refería. La palabra navegó en mi mente por unos segundos, luego el rostro agonizante de Hilbert volvió a mis recuerdos y me removió el estómago. Fue fácil dar con la idea. No había entablado relaciones con nadie en el campamento y la única persona que parecía tolerarme además de Arya, era Carmen, quien muy alegremente remendaba el mismo vestido que usaba, una y otra vez. Ella me tenía paciencia a mí, no al revés. El rostro de la mujer se desfiguró en mi imaginación, y volvió a mí la mueca de sorpresa a medio hacer que Hilbert tenía cuando un trozo de metal atravesó su pecho.

—Me salvó la vida —espeté.

—No, intentó matarte y luego se arrepintió.

—Él no fue quién me golpeó en el suelo —respondí con enojo, otra vez la sensación familiar de la furia se formaba en mi interior—. Ni quién me puso en una caja de metal. Ni quien…

Corté el hilo de mis palabras antes de que fuese demasiado lejos en mis confesiones. Para mi mala suerte, Arya notó perfectamente el declive de mis emociones mientras decía todo aquello. Se le tensaron los hombros, pareció llenarse de aire y quité mis manos de su cuerpo. Me obligué a calmarme, adivinando que darle rienda suelta a mis recuerdos sin filtrarlos primero, alterarían también al jinete tanto como lo hacía conmigo.

—Entiendo que su muerte te haya afectado, pero tenés que creerme cuando te digo que es responsable de lo que te sucedió —puntualizó, convencido.

En su voz se notaba la fuerza que hacía para mantener la calma. Por primera vez, no era yo quién hacía que estuviera molesto. Tenía sus propias razones. Había experimentado algo de lo que yo desconocía, y ello le permitía mantener la idea que estaba en lo cierto al mostrarse tan contrariado por mi propia tristeza.

—¿Por qué? —pregunté.

Se concentró en respirar profundamente. Su espalda se curvó hacia adelante, parecía derrotado antes de hablar.

—En la mañana, antes de que te… encarcelaran —tragó saliva—, había salido bien temprano, por las pertenencias que dejaste en la propiedad de los Jespersen. No te desperté porque pensé que necesitabas dormir, y cuando volví por vos… Hilbert había entrado en el campamento.

De repente, toda mi atención se concentró en lo que escuchaba.

Mi silencio le permitió a Arya continuar, aunque este esperaba que yo aportara algo en la conversación.
—Claro que no sabíamos de quién se trataba. Venía a prestar testimonio en lo que había visto, a acusarte. Imagino que creyó que iba a poder engañarnos a todos, o al menos a mí. Incluso me cuesta recordar todo el momento que pasé cerca de él. Su habilidad era poderosa, aunque no estaba entrenada. Ese fue su error.

Abrí la boca, incrédula. No le daba crédito a lo que había oído. ¿Entonces Hilbert tenía habilidades? ¿Era esa la razón por la que tan desesperadamente quería huir, aún si podía tener un futuro prometedor de enlistarse? Pero, aún si era más poderoso de lo que yo podría ser jamás, ¿por qué se había empeñado en quitarme del camino, cuando una simple amenaza habría bastado? ¿Temió porque lo delatara, de haber sabido que era especial?

—¿Habilidades? ¿Cómo estás seguro?

Se tomó un rato para responder. Mientras lo pensaba, eché un vistazo al paisaje que dejábamos atrás.
El sol de la mañana era un cálido abrigo para las noches tan frías, aunque mis dedos seguían tiesos en las horas más calurosas del día. Árboles frondosos que resistían al invierno con todas sus hojas en el lugar, se erguían a los costados del camino. Parecían plantas hechas de oro bajo la luz solar. Las ramas más bajas acariciaban el techo de las caravanas, incluso a veces mi cabeza.

Me agachaba por instinto bajo una rama desnuda cuando Arya carraspeó.

—Preguntó por vos —dijo, encogiéndose de hombros. El caballo se movió a los costados por el camino, y me aferré a él para evitar deslizarme—. Lo hizo inocentemente. Imagino que esperaba que su habilidad borrara el recuerdo, pero mi mente ya te tenía en ella. De alguna forma, creo que conocerte me mantuvo aferrado a tu imagen, por lo que no me afectó de la misma forma su poder. Había conectado con tus emociones de una forma muy intensa —suspiró, incluso se rió—. Pero a los demás guardias, sí. Incluso a Sharma.

Solté un bufido.

—¿Es por eso que Sharma me detesta otra vez?

—No... No estoy seguro. Desconozco cómo funciona esa habilidad por completo, nosotros le llamamos a sus portadores "Niebla'. —Imaginé que ese "nosotros'' que escuché por primera vez, se debía a los compañeros de Arya. Tenía que serlo. Aunque no había mencionado a nadie más que a su tío desde que lo conocía. —Sin entrenamiento, es muy volátil, y puede alterar la memoria por tiempo indeterminado. Decime, ¿cuánto recordás de tu compañero?

Me concentré antes de responder. Sabía su nombre, y más o menos tenía una idea de cómo lucía. Recordé observar en la celda improvisada que teníamos, su cabello tan rubio que parecía blanco, sucio y grasoso. Sus moretones en la piel clara, recientes, incluso dolorosos.

Sin embargo, estas imágenes me llegaban una y otra vez, borrosas. Sentía tristeza, y también miedo, porque volvía a rememorar otra vez la fatídica noche en la que todo cambió. Ni siquiera llegué a los comienzos de mis propios recuerdos, pero mi corazón aceleró sus latidos. No lograba concentrarme, de alguna forma u otra, sin importar qué camino tomase, siempre terminaba en la misma escena que se había desarrollado frente a mí, dos veces. En mis brazos, observando como los ojos perdían el movimiento, y las pupilas se volvían pozos oscuros, mientras la vida se iba.

No podía pensar en otra cosa, no lograba sacarme las imágenes, como patrones, una y otra vez, repitiéndose como un canto, como una danza sin fin. Las voces en mi memoria se oían lejanas, no lograba distinguir las palabras, un sonido muy agudo me lastimaba los oídos…

—¡Frances!

Volví a la realidad.

—¿Estás bien? —me llamo Arya.

Había bajado del caballo, de hecho, estaba extendiéndome la mano para que bajase de este. Pese a que no le presenté respuesta verbal alguna, mi rostro debía decir bastante. O quizás era mi pecho, que se movía como si hubiera corrido para llegar. No, en definitiva era la conexión que teníamos, pues se veía tan asustado como me sentía.

Tomé su mano, y bajé de un salto al suelo. Me hormiguearon las piernas, una sensación que me mantuvo distraída de pensar de más las cosas, en lo que me calmaba otra vez. Arya me siguió con la mirada, pero negué con la cabeza. Estaba bien. No debía pensar, debía concentrarme en una única cosa. ¿Qué era esa cosa? Había olvidado por completo de qué estaba hablando, o qué pensaba. Y, como tampoco se lo había contado a mi compañero, no podía esperar ninguna pista.

Bajo mis pies, sobre la suela de mis zapatos, noté que ya no estaba parada en un camino de tierra. Grandes adoquines grises se unían, uno al lado del otro, formando un ancho pasillo al aire libre. Con mi cabeza, seguí esas piedras hasta el comienzo de una escalera.

Era levemente consciente que había más voces alrededor, todos hablaban a la vez, se movían incluso. Como luciérnagas lejanas, se corrían a los costados de mi vista, sin que yo me fijara en ellos. Estaba limpiando mi cabeza de cualquier cosa que fuera un obstáculo, fingiendo que me interesaba la arquitectura del suelo. Buscaba la información perdida. Es que a veces olvidaba tan rápido las ideas como estas habían llegado.

Elevé la cabeza, estudié paredes igualmente rocosas, de un color oscuro. Ventanales, marcos de madera labrada, flores bajo cada ventana. Más y más personas a la vista. Una construcción gigantesca, que cortaba la luz del sol con una sombra que daba escalofríos. Una sensación de familiaridad me invadió de repente. Conocía el lugar. Lo había visto antes. De noche. ¿Una casa? Quizás era una estancia, o una mansión. Seguramente nos quedaríamos por unas horas y descansar, juntando renovadas energías para llegar por fin a…

En lo alto, una bandera de dos colores, ondeaba por el viento. Verde y violeta. El dibujo de una hoja estaba en el medio.

—¡Arya, has vuelto!

Me di la vuelta, como si me hubieran llamado a mí. Y casi se sentía de esa forma, pues, si Arya se marchaba, lo seguiría. Había decidido confiar en él, y su presencia me hacía sentir respaldada. Aunque esto me pusiera en situaciones muy extrañas, era mejor que estar sola.

La voz, aguda, como una campanita de cascabel, provenía de una muchacha que se acercaba corriendo hasta donde estábamos. Era tan bella como el sol mismo, brillando con luz propia, en su vestido color azul y anaranjado, con discretos volados y puntillas.

Solté un suspiro, sorprendida. ¿Podría yo, verme alguna vez tan adorable y resplandeciente, bajando los escalones de la entrada de cualquier lugar, en pequeños saltitos, con mis manos enguantadas en encaje bordado, una presentación espléndida, más bonita que una pintura?

Casi por instinto, retrocedí cada paso, tropezando con mis propios pies, y me aferré al brazo de Arya. En ese momento, esa persona tan graciosa que soltaba risitas mientras se deslizaba, parecida a una oveja muy feliz, abrazó con fuerza a mi compañero. El impacto le tomó por sorpresa, y yo que estaba agarrada a su brazo, también me moví unos pasos para atrás. Clavé los talones en la piedra, para mantener el equilibrio, y no dije nada. Es más, eché un vistazo, lo más lejos posible de la situación. Las personas me ponían nerviosa para comenzar, y aunque fueran bellas, el efecto era el mismo.

—¡Tu tío estaba apostando a que no lo lograrías! —exclamó la chica, sin perder la sonrisa. —Meyline hizo un buen hechizo, no has envejecido ni un poco. Aunque tu cabello creció… ¿es eso una cana?

Arya carraspeó, tocando mi mano, aferrada a su antebrazo. Se separó un poco de la joven, y puso los ojos en blanco, sonriendo. Parecía diferente de repente, como si estuviera siendo presentado bajo una nueva luz. Me di cuenta que no lo había visto sonreír genuinamente desde que lo conocí. O al menos, no recordaba ninguna ocasión. Una presión se instaló en mi estómago, quizás la culpa se manifestaba como un dolor abdominal. Mordí el interior de mi mejilla.

—Cairodin, te presento a Frances —entendió su brazo para presentarme. Yo bajé la cabeza, como acto reflejo, pero consciente que intentaba demostrar mis respetos.

¿Qué tanto debería inclinarme para hacer una reverencia? ¿Era alguien muy importante en el castillo?
Se veía tan joven, tan brillante, como una gota de rocío captando el sol de la mañana. Podría demostrarle lo mucho que me intimidaba, o fingir que era inmune a cualquier encanto que tuviera. Apostaba mis dos manos a que tenía una habilidad, y en vez de pensar en qué tan joven era o cuán alto era su rango, debía preocuparme por el nivel de peligro al que me encontraba frente a ella. Éramos armas. Bueno, no yo. Pero todos a mi alrededor lo eran. Después de Hilbert, no podía estar segura de mis propios ojos y mi sexto sentido para adivinar los dones del resto, pues no había previsto una Niebla, y eso que estuvo frente a mi nariz. En mi defensa, ni siquiera sabía el nombre para comenzar.

—Frances, es un placer. He oído mucho de vos. Como todos —Corrigió el tono de su voz, más serio, menos amigable que con Arya. No perdió la sonrisa que colgaba de las comisuras de sus labios. Hizo una pausa significativa para mí, asintió la cabeza muy levemente. Se puso a mi lado, con su brazo flexionado y miró su antebrazo, luego a mí—. ¿Te gustaría caminar conmigo? Tengo órdenes para llevarlos con Dhanasevi en cuanto llegaran. Está emocionado por verte.

Entonces Cairodin me observó, de verdad, por primera vez. Tenía ojos color marrón, profundos, relucientes, hipnóticos. Tragué saliva, incómoda. Por cuestiones de orgullo, le mantuve la mirada, aunque mi mente estaba en blanco. Una dulce voz que no era la mía, resonaba en el fondo de mi cabeza. Estaba perdida en el contacto, tanto que apenas fui consciente como enganché mi brazo al suyo. Sin embargo, no lo sentí incorrecto. A diferencia de las incontables veces en las que las personas me tocaban cualquier parte del cuerpo, tomar la iniciativa de mi parte me hacía sentir mucho más cómoda con el contacto.

Estás a salvo, la voz susurró. Era tan sencillo creerle.

—No vamos a lastimarte aquí, Frances —me aseguró, soltando una risita. —Te doy mi palabra.

—Cai… —comenzó a decir Arya, en tono severo.

Pero ella agitó la mano en el aire. Sin prestarle atención.

La voz de Arya hizo que mis ojos viajaran hasta él. Se veía molesto de repente, pero no podía entender por qué. La presión de mi brazo entrelazado con el de Cairodin despertó alertas en mí. Como una burbuja de jabón, se reventó el alivio que sentía en todos mis músculos. Experimenté el usual peso en mi espalda, como si cargara piedras. Él me estudió un momento, pensando y decidiendo si intervenir o no con lo que sea que estuviera pasando por mi cabeza en ese momento. Pero no podía leer mis pensamientos, sólo la forma en que me sentía. Negué con la cabeza. No quería su ayuda.

Mis pies se habían hundido en la roca, y no me podía mover. Quería ir. Quería ver todo, cada parte. Al mismo tiempo, me daba miedo qué podía encontrar dentro. O encariñarme demasiado con el lugar, para tener que marcharme en poco tiempo.

No me gustaba admitirlo, pero tenía planes en mi cabeza que me llenaban de esperanza. Y lo único que deseaba era poder cumplirlos. El lugar para desarrollarlos, estaba frente a mí. Todo lo que debía hacer, era atravesar otra vez, la misma puerta gigantesca, soñando con un resultado muy diferente. Estaba dispuesta a luchar por ellos. Aunque esto me hiciera temblar del miedo.

Asentí con la cabeza.

Arya soltó un suspiro derrotado, pero me siguió.

Mientras subía las escaleras, podía ver cuán grande era el castillo. Quedaba mucho terreno por caminar, y varias entradas a la distancia estaban custodiadas por personas armadas y enfundadas en metal y cuero. Un guardia me ofreció una reverencia, y yo le propiné una de vuelta. Cairodin se rió, pero no dijo más nada.

Avanzamos por una entrada concurrida, las personas estaban aún más apuradas que en las afueras del castillo. Podía distinguir que hablaban más que un idioma, y eso hizo darme cuenta cuánto no había considerado sobre la población de Mabelle. Llevaban animales, caballos, cabras, ovejas. Todo pasaba por las grandes puertas, bolsas de granos, rollos de tela, carretillas con verduras y frutas. Los guardias revisaban largos manifiestos y anotaban a quienes entraban, cuánto cargaban consigo. Tan concentrados en sus propias tareas que no levantaban sus ojos mientras Cairodin me indicaba qué roles cumplía cada uno, excepto cuando ella les saludaba. En especial los miembros de la cocina, corrían a mostrarle las especias que llegado del último viaje, les hacían oler plantas secas, le preguntaban cómo estaba.

Como no me había soltado para acercarse a aquellas personas, me vi obligada a saludarles con reverencias a cada una que me dirigía una mirada. Una tensa sonrisa también, pero no parecieron reparar en ello. Me recibieron, alegres de tenerme. Incluso, me llamaban “señorita” con respeto.

Ante tan extraño comportamiento, miré a Arya. En las familias en las que había trabajado, no debíamos hablar al menos que tengamos algo importante para decir. Fraternizar era inútil, pues estábamos prestando servicio a cambio de un pago, debía ser meramente una relación formal. Sobre todo si éramos muchos, no recordarían los rostros más jóvenes.

—El desarraigo es difícil para muchos de nosotros —comentó Cairodin despidiéndose de los cocineros y volviendo al camino—. A veces parece que dejamos nuestras costumbres en el camino. Así que me encargo de coordinar comidas que hagan a los recién llegados, sentirse como en casa.

—Eso es algo muy noble —admití sorprendida.

—Muy efectivo —susurró Arya.

Llegando al final de la calle, los espacios eran menores, y todos se comunicaban con una gran sala descubierta. En ella, como peces, se encontraba un gran grupo de personas.

Vestidos con diseños muy diferentes, cada uno en un tono similar de azul, con colores especiales en los bordados de las mangas, faldas o pecho, se movían en pequeños grupos los habitantes del castillo. Eran más de los que esperaba ver. Similar a un jardín de flores silvestres, cada persona parecía separarse del resto. Era un espectáculo para mis ojos, que nunca había visto tantas personas bien vestidas al mismo tiempo. Ni tan diferentes entre sí.

—Ellos son los miembros recurrentes —me explicó Cairodin.

—Los que quedan.

Estiré el cuello, intentando observar más de la escena. Pero mi compañera había girado por un pasillo en el cual no reparé y me encontré lejos de la sala descubierta.

Acepté la realidad con desgano, y rápidamente mis pensamientos tomaron el control de mi vista. Volví a mirar sin ver, pasando las imágenes con velocidad, pero no apreciándolas como debería. Había perdido por completo el rastro del camino que estaba tomando. Con seguridad me perdería de reocrrer el castillo sola.

—Ánimo, estamos cerca.

¡Prestá atención!, canturreó la voz en mi cabeza.

Con mi mente de nuevo donde debía de estar, noté con sorpresa que pasábamos por una sala pequeña, sin mobiliario. Bellos cuadros pintados colgaban en sus paredes. Gente que no conocía, imaginé. Un rostro me llamó la atención, aunque no pude quedarme a averiguar de quién se trataba.

Para ser tan pequeña, Cairodin se movía con velocidad por los salones. Nunca se detuvo, ignorando por completo a las personas con las que se encontraba. Aunque estas bajaban la cabeza en señal de saludo al pasarle al costado. Las largas mangas de su vestido ondearon como banderas frente a mí, el ruido ligero de la pesada tela contra el silencio de sus pasos me distrajo por un segundo. El bordado de sus ropas brillaba con la luz del sol.

Me abrió de par en par una puerta, y entró sin decir palabra alguna. A mi espalda, Arya no se había alejado de mí y colocó su mano en mi hombro, para hacerme avanzar. El contacto duró lo suficiente para que entendiera el mensaje, y le hice caso. Ni siquiera pensé en negarme, o preguntarle a dónde iba.

La puerta se cerró a mi paso, me hizo saltar en mi lugar de la sorpresa. Arya me miró en el instante en que lo sintió.

—¡Ah, pero si es mi sobrino favorito! —exclamó una voz gruesa.

—Soy tu único sobrino, tío.

—Quizás en este lado del muro. Pero en el exterior… ¡somos muchos más!

En mi garganta, se formó una comezón que me obligó a carraspear para quitarla. Justo en el momento menos indicado.

Entonces, en contra de mis deseos, el tío de Arya reparó en mí. Me observó con aprensión, como si no fuese la primera vez que me veía. Ni por un momento se cruzó en su rostro bronceado y poco avejentado, la duda. Sus ojos eran como el hierro. No temblaron, no dudaron. No era Sharma, eso estaba bastante claro. Este hombre demostraba autoridad, aún con su tono simpático, su sonrisa al hablar era calculada y afilada.

—Miren lo que trajo la marea —dijo, y dio un golpe de entusiasmo a la mesa de su escritorio—. Te había imaginado más baja, creciste mucho.

Capté la última parte de la frase. Y me hizo pensar rápidamente. Arrugué la cara de confusión.

—¿Me… usted me conoce?

Se le escapó una risa.

—Todos en este castillo deben de saber de tu presencia. —Su brazo se extendió para mostrarme a quienes estaban en la sala junto a él. Apenas noté su existencia en ellos al entrar—.  O al menos de tu nombre, me temo. Espero que no hayas creído que pasarías desapercibida, igual que en esos remotos destinos que elegiste para esconderte. Algunos de nosotros te hemos conocido desde tu nacimiento mismo, querida. Los que no saben de tu existencia, al menos pueden adivinar de quién sos hija.

Hice una mueca.

Él se levantó de su escritorio y caminó hacia nosotros. Vestido de lustrosas telas color azul y plateado, parecía un guerrero. Posó sus manos sobre mis hombros, yo luché con la sensación.

—Tu madre… fue un miembro vital, de las mejores. Graciosa, ágil, poderosa. A veces, fue la razón por la que muchos de nosotros estamos vivos.  Estaremos en deuda toda nuestra vida terrenal con su servicio. —La voz se le quebró—. No tenés que avergonzarte, sino enorgullecerte. Tenés grandes zapatos que llenar.

Tomé con sorpresa el tono de su voz. No contaba con que alguien más se viera afectado por el recuerdo de ella, nadie más que yo. ¿Cuánto tiempo habría pasado entre su muerte y ahora, dentro de los límites tan confusos del tiempo que giran alrededor? Apenas unos años, quizás unos meses. Me resultaba difícil incluso poner esa cantidad de tiempo en números.

Arya dio un paso adelante.

—Respecto a eso…

Dhanasevi recuperó su compostura y sonrió. Me pareció una acción vacía.

—Cierto, cierto. A veces me dejo llevar por las emociones de los otros, me disculpo. Son tan interesantes… —se dio la vuelta, caminando otra vez a su escritorio. Su postura me recordó a Arya—. Después de tu flamante escape de Bendita Isabel, dudo mucho que tu visita sea para recolectar pésames Adivino que tampoco estás dispuesta a volver con las monjas. Lo puedo saber por tu rostro. Sos una jovencita muy transparente. Deberías cuidar tus expresiones.
La perspicacia de sus comentarios hizo que la sangre corriera por mi rostro.

Mi mente se puso en blanco otra vez. Había planeado unos buenos argumentos para convencerlo de quedarme, pero ahora me costaba encontrar mi propia voz para responder. Me temblaban las rodillas. ¿De qué servía aparentar tanta fortaleza cuando no lograba defender mi propia estadía, de asegurarle a los otros que era digna y tenía potencial? ¿Cómo podía seguir con las ideas que ni siquiera me creía, pues en el fondo me parecían mentiras muy elaboradas? Tan sólo quería dejar de correr y sentirme asustada en cada lugar donde ponía los pies.

¿Valía la pena siquiera?

—Quisiera ser soldado.

Mi voz se escuchaba extraña cuando llegó a mis oídos. Tenía que hablar claro, sin vueltas. Debía ser directa, sin adulaciones de por medio. Mantener los términos claros. Un tono correcto, ni muy alto, ni muy bajo. Lo necesario para que pudieran entenderme sin problemas. Había pensado en todas estas indicaciones desde el momento en que supe que estábamos por llegar a Mabelle.

Desta, una de las monjas que me guardaba pastelitos y de las pocas que era amable, solía exigirme seguir todas esas pautas antes de recitar los cánticos que tenía pendientes, estaría orgullosa de escucharme hablar. Tenía unas cuantas cosas buenas que ese lugar me había dado. No me había detenido a considerarlo antes.

El rostro de Dhanasevi no movió ni un músculo. Me estaba observando. Cuando se dio la vuelta, tuve la misma visión de la primera vez que había conocido a Arya. Tenía las manos unidas en la base de su espalda. Era mucho más delgado que su sobrino, más bajo, con menos músculos, pero con la elegancia era innegable para moverse. Casi flotando en el suelo, sus ropas ondeaban, pesadas, brillantes en plata, con la luz del día colándose por las ventanas. Primero me espió por el rabillo del ojo, luego, mantuvo la mirada por apenas unos segundos y se río.

Ya sabía.

—Estoy consciente de eso, Frances —dijo, asintiendo con la cabeza—. También sé que no tienes ninguna habilidad. Sin ellas, no puedo ofrecerte un lugar aquí. Lo siento, en lo más profundo de mi alma.

—¿Quién le dijo que no tenía habilidades? —pregunté, sonriendo de lado.

Por dentro, temblaba. Las manos me sudaban, la sangre estaba abandonando mi rostro.

No puede ser.

¿Cómo sabía eso?

¿Acaso Arya se lo había escrito en la carta que le había enviado?

No quería mirarlo. No podía hacerlo. Aunque era inútil fingir que estaba segura de lo que decía, echarle apenas unos segundos para observarlo a mi lado, sería admitir que me sentía confundida o sorprendida. O traicionada. La vista se me estaba nublando a medida que mi cabeza comenzaba a pensar en diferentes direcciones otra vez. Ignorando a Arya o no, el sentimiento era tan grande en mi pecho que parecía que este se hubiera abierto en dos y un hueco estaría en su lugar. Los bordes de las cosas se hacían borrosos, no podía enfocar mis ojos en nada. Me sentía lentamente fuera de la habitación, todos los músculos en mi cuerpo comenzaban a tensarse.

No había reparado en el resto de los integrantes de la sala, porque tenía un único objetivo en mente. Además, dado que no los conocía, sólo pasé de ellos. No les había dedicado más que una pequeña reverencia. Cairodin se había movido en esa dirección, escondiéndose en los bordes de mi vista, haciendo que olvidara su presencia rápidamente. No volví a pensar en ella, hasta que su movimiento alertó mis ojos y volví a ver con detalle todo. En especial, su expresión.

No podía explicar por qué, pero se notaba asustada. Estaba preocupada, al menos eso parecía. Tenía los ojos abiertos con estupefacción, los labios presionados entre sí. Algo me dijo que era mi estado la que le puso de esa forma. Aún peor, ella sabía de ello. Porque seguía mis más leves movimientos. Su rostro se arrugaba tan levemente que creía que era yo, imaginando cosas. Tan sólo bastó un momento, apenas una fracción de tiempo, para que entendiera todo.

—Oh —comencé diciendo—, Cairodin. —Arya soltó un gruñido, lo ignoré. Su tío, en cambio, cambió el peso de sus pies y asintió con la cabeza—. Me temo que le han informado mal.

—Lo dudo —sonrió—. Es una gran mentalista.

—En lo que a ella respecta, puede leer mis pensamientos. —Di un paso hacia él—. Mis dudas. —Otro paso—. Incluso mis miedos. ¿Pero puede conocer mis habilidades sólo con buscarlas en mi cabeza?

En una esquina, Cairodin avanzó hasta nosotros con la cabeza baja. Había perdido todo tacto amable, toda soltura al andar. Incluso la luz que parecía envolverla como un aura, había desaparecido. Era un rostro de piedra.
—No —murmuró, apretando los dientes—. No puedo.

Había en mí una renovada energía que me mantenía hablando sin dudar. Casi como cuando Sharma me interrogó, o cuando discutí tan fríamente con mi compañero de tienda. Una sensación de confianza, de pura determinación que ahogaba cada pensamiento de duda que me haría parar de lo contrario. Era una extensión de mi propio ser, alguien que no teme, que no piensa más de la cuenta. Alguien diferente, pero aún yo. En estos momentos, era mi mejor herramienta.

—Bríndeme tan sólo diez días, señor Dhanasevi. —Era un ruego, pero no se escuchaba como uno—. Si no logro mostrarle mis habilidades para cuando este tiempo se cumpla, con mucho gusto caminaré fuera del castillo y me uniré a la milicia hasta que muera. Pero si lo logro, va a tener que dejarme estar. Y otorgarme un favor.

La máscara de piedra del tío de Arya se quebró.

—¿Y cuál es ese favor? Si se puede saber.

—Una audiencia con el rey.

Pude oír el descontento con mi pedido. Incluso la risa que alguien soltó al escucharme.

—¿Te crees tan importante? —bramó Dhanasevi, en un tono que no había anticipado—. La familia real no tiene tiempo para tus problemas de… de... ¡mujercita! ¿Para qué querés hablar con su Majestad?
Fue mi turno de soltar una sonrisa.

—Con todo respeto, señor. No creo que sea correcto tratar estos temas de mujercitas con usted. —Escuché renovadas risitas. Miré a Cairodin como si yo supiera todo de ella—. Pero tampoco con las compañías de esta habitación. No te molestes, no vas a encontrar nada. Está vacía.

La misma expresión tan alterada que había provocado en el Capitán, amenazaba con pintar el rostro de Dhanasevi. No podía, sino reprimir la risa que luchaba por escaparse de mis lábios. En mi cabeza, cantaba una nana.
Él miró a mis espaldas, aún molesto con mi comentario. Supuse a quién estaría dirigiéndole una aprensiva mirada, y la respuesta era obvia. Un momento familiar, imagino. Ni siquiera me atreví a mirarme las manos mientras el hombre meditaba. No. Mantuve la cabeza alto, sin dejarme intimidar. O el hechizo se iba a romper y dejaría de ser capaz de formular tres palabras juntas. Él asintió, derrotado.

—Te daré una semana. Depende de tu progreso, vas a poder ganarte los tres días extra como muestra de mi misericordia. —Hice una mueca. Él subió el tono de su voz, parecía un lamento—. Esto es sólo por el cariño que le tenía a tu madre, no deberías ser tratada diferente que nadie en este lugar. Podrías acostumbrarte a la idea desde hoy. Aquí no hay castas, ni clases sociales, ni títulos…

—Pero hay jerarquías —lo interrumpí.

—Necesitamos cierto orden. Es inevitable.

Hice un sonido parecido a un asentimiento, poniendo mi espalda tan recta como me fuese posible. Puse mis manos a los costados, pateando el borde de mi vestido a medida que me permití dar una pequeña vuelta por la sala en la que estaba. No me quería ir. Ese era el problema. Necesitaba alargar el tiempo, algo que me asegurara que al salir del lugar, no estaría de camino al monasterio, ni escoltada a la salida del castillo. Algo que me asegurara un trato temporal. Las palabras no me daban demasiada confianza. Quizás necesitaba poner algo más en la mesa.

Las personas que estaban en la habitación, además de los Dhanasevi, Cairodin y yo, eran dos jóvenes. Uno de ellos, estaba de muy mal humor por mantenerse parado tanto tiempo. Movía el pie a un ritmo apresurado. Tenía una cinta gruesa en la frente, y los bordes de una gruesa capa que vestía tenían el mismo diseño. Usaba botas de cuero, atadas en las pantorrillas  y el sonido que hacía al mover el pie parecía un corazón golpeando en el suelo. Tenía pantalones anchos que terminaban bajo de sus rodillas. El cabello largo caía sobre su rostro, lacio y oscuro. Su atención estaba en Cairodin, con gran intensidad. ¿Acaso estaban hablando mentalmente? No me prestó atención cuando pasé cerca de él, pero quien estaba a su lado, sí.

Me mantuvo la mirada, por unos segundos, la observé y ella a mí. La batalla la perdí yo, porque el tío de Arya, casi nervioso con mis vueltas alrededor en completo silencio, volvió a hablar y me di la vuelta para dar con él. Elevé mis cejas, como si hubiera olvidado que se encontraba en la habitación.

—¿Deseás agregar algún otro pedido? Necesito hablar con mi sobrino.

—¡Oh, por supuesto! —exclamé con aguda voz—. Agradezco la… misericordia, señor. Me gustaría saber dónde dormiré esta noche, espero que esté cerca de Arya. Como su amante, no quisiera estar rodeada de otros hombres. Si no le importa, por supuesto.

Dhanasevi no pudo evitarlo. Sus orejas se enrojecieron y parecía a punto de perder la calma. Se dirigió a su sobrino con la acusación en el rostro, abrió la boca. Estaba molesto, muy sorprendido. Me recordó a mí, el sentimiento amargo me molestó en la garganta. Pero ahora no era mi problema, sino que quedaba en familia. Me crucé de brazos, sosteniéndome los codos. Volví a caminar, esta vez a la salida.

—Por supuesto —me dio la razón, cambiando su expresión por completo otra vez. ¿Es que no paraba de tener cambios de humor? La vena en su frente, podría haber explotado, deseé que pasara. Sin embargo, estaba calmado otra vez—. Meyline.

La chica de antes caminó hasta mí y abrió la puerta, esperando para que yo saliera de la habitación.

No tenía nada más que decir, al menos, la carta de mi unión falsa con Arya podría darme un poco de tiempo. Pasé a su lado, le tomé la mano por un momento muy corto. Sostuve sus dedos, bebiendo la vergüenza de su rostro. Hasta que no pudiera hablar con él, tampoco estaba librado de la culpa. Él conocía a Cairodin, y yo no. Podría haberme hecho saber su habilidad, de cualquier cosa sobre el castillo y sus integrantes, en vez de mencionarlos antes de pasar por sus puertas. También era culpable del sentimiento en mi pecho, esas pequeñas monedas imaginarias que había puesto a su favor, ahora, robadas. Bajé la cabeza, mirarlo me hacía volver a molestarme.

—Dhanasevi —lo llamé—, si fuera usted, comenzaría a escribir esa carta para el rey.

Y salí de la habitación antes de que pudiera responderme.

Cuando las puertas se cerraron, solté una carcajada en voz baja. Me cubrí la boca con las manos, y Meyline, la joven que me acompañaba, me miró confundida. Si el cuerpo me dolía de solo pensar en este lugar, ahora sentía que había soltado una carga de mis hombros. Un pequeño paso, pero quedaban muchos más para lograr lo que deseaba.
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Ciclones y tormentas Empty 7. FRANCES

Mensaje por proserpina Dom 05 Jun 2022, 12:24 am


“Abrumado lo que se creyó a salvo,
sin fe ya esperas lo poco que resta.”

Ida Vitale.

Meyline.

Aunque Dhanasevi le había ordenado que me llevara a ver la habitación donde debería dormir, terminé en la gran cocina. A la espaciosa y repleta de personas, cocina del castillo Shepperd.

Durante el camino, no me había hablado en lo absoluto. Sin embargo, me dedicaba miradas intencionadas para que continuara detrás de ella. Por un momento temí estar saliendo a la parte trasera del castillo, una forma más sutil de sacarme sin que lo notara. Contra todo pronóstico, algo me decía que no estábamos de salida. Al contrario, estábamos cada vez más dentro del castillo. Me topé nuevamente con un par de miembros de la cocina. En realidad, ellos notaron mi presencia antes de que pudiera darme cuenta quiénes eran, y me saludaron otra vez llamándome “señorita”. Estaba claro para qué lado me estaba llevando Meyline.

Casi me empujó a entrar en la sala. Me tomó del brazo cuando vio que dudaba en apurar el paso, insegura de meter mi cabeza en una sala ruidosa y concurrida. Esperaba sentir ese peso tan molesto, una sensación ardiente que me impedía ignorarla, por el cual no podría soportar que me tocaran los brazos, la espalda o la cintura. Sin embargo, cuando ella puso su mano en mi hombro, no lo hizo de la forma brusca que los adultos zamarrean a los niños o a los débiles. Un agarre firme, y aunque podía desembarazarme de él, no lo hice. Caminó, y eso me llevó a mí a seguirla.

Por pura costumbre, agaché la cabeza al pasar. Murmuré una débil disculpa, aunque nadie reparó en mí más de lo necesario. Aunque algunas sonrisas y ojos curiosos parecían desear detenerse en la desconocida. Meyline saludó casi en un grito, dio una sonrisa ancha y varias cabezas se dieron vuelta para saludarla con la misma emoción.

—¿Por qué estamos aquí? —me atreví a preguntar.

Una oleada de vergüenza me tiñó el rostro de calor. En mis sueños más profundos, añoraba con un recibimiento así. Personas contentas de mi presencia en el sitio donde pisara. Pero no me saludaban a mí, y esas sonrisas tan simpáticas tenían un único destinatario.

Di un paso atrás y mi espalda chocó con la pared. Observé a Meyline a mi lado, inmutable a mi reacción. Tuve que moverme para evitar que un pedazo de carne cruda me golpeara en el rostro. Un hombre, con un animal muerto al hombro, pasaba con paso apurado por la entrada en la que me había detenido.

—Para comer —respondió—. Para que comas. Adivino que no han desayunado durante el camino, para llegar con sol. Carpe diem.

Hice una mueca.

Otra más. ¿Todos los que me rodeaban estaban potencialmente tentados a ver dentro de mi cabeza? ¿Acaso los atraía de alguna forma mágica? ¿Será mi habilidad ser irresistible para personas sin escrúpulos y morales, dispuestos a saber del otro, hasta sus peores secretos? Porque aunque tenía hambre, no me había detenido a hacer algo al respecto.

—No leo mentes. Y tampoco las emociones, si eso te preocupa —me respondió, con una sonrisa luchando en la comisura de sus labios—. Estás a salvo conmigo, pequeña.

Dudaba de esa afirmación, pero me guardé los comentarios, ya que estaban seguros dentro de mí. Al menos, no debería estar cuidando y repasando cómo desenvolverme sin afectar con mis emociones a otra persona. Mis hombros se aflojaron.

Un dolor agudo en el pecho, me sorprendió a mitad del hilo de esos pensamientos. ¿Acaso experimentaba alivio de estar lejos de Arya, por un momento corto? Debería sentirme, en cambio, desprotegida, incluso algo peor que eso. Después de todo, la compañía de él era todo lo que había tenido durante el viaje. Incluso en la soledad, cuando se marchaba, sabía que sólo un cambio en mí, lo alertaría. Ahora, ni siquiera me surgía la necesidad que estuviese detrás de mis pasos todo el tiempo. Y poco me importaba controlar mi mal genio alrededor de otras personas que no se verían influenciadas por este.

Bandejas repletas de hogazas de pan pasaban frente a nuestras narices, en lo que se enfriaban. El estrecho lugar para caminar hacía que me pegara contra la pared, intentando quitarme del medio de los ayudantes de cocina. Aunque no parecía ser de gran molestia, evitaban chocar contigo con bastante agilidad. Y aunque me disculpaba, no tomaban en serio mis palabras. El estómago me rugió cuando volví a ver otra bandeja con pan, pues el olor me llegó a las fosas nasales.

Meyline aprovechó a sacar un par de panes cuando las bandejas pasaron frente a nuestras narices. Incluso, la persona que las cargaba, se frenó a esperar que sacara suficiente para ambas. Intercambiaron un pequeño diálogo, y la tarea continuó como si nada hubiera pasado.

Me tendió uno de los panes.

—¿Vas a dejar que se enfríe? —me preguntó.

El sonido en mi estómago me hizo más sencilla la decisión. Sonreí en forma de agradecimiento, avergonzada de mi estado tan impropio. Sentía que el calor se juntaba en mi rostro otra vez. Seguramente me veía tremendamente famélica, incluso pálida del esfuerzo. No había otra razón para tal comportamiento.

—Para la escena que montaste en la oficina de Dhanasevi, hablás de más poco —me dijo Meyline con una sonrisa de lado. Se estaba apoyando contra un mueble de madera, dejando que uno de sus pies, colgara suelto—. Creí que serías más tagarela. Como un loro.

—¿Tagar…? —comencé diciendo. Pero me frené a la mitad de la palabra—. Hablo si es necesario.

—Entonces, hablarás con el rey también.

—Sí.

—¿De verdad creés que vas a lograr que Dhanasevi te haga caso? El Rey es bastante… inalcanzable. Por no decir que es poco probable que te de una audiencia.

Apreté los dientes.

—Si Dhanasevi decide retractarse, tendré que hacerlo sola.

Ella soltó una risita. La miré, preguntándome qué era lo divertido. En las manos aún tenía el pedazo de pan que me había dado. Le di una mordida, tragándome la incertidumbre.

—No lo oíste de mí, pero Dhanasevi no es alguien por quien pondría mis manos en el fuego —me aseguró, mirando alrededor antes de acercarse a mi rostro para murmurar—. Tiene sus propios intereses. Como todos aquí. La palabra de un hombre, ya no sirve en este mundo.

Sacudió las migas en su falda y se levantó del mueble. El tráfico de personas había menguado. Ahora sólo se movían en sus lugares. Cortando verduras, amasando, quitando plumas, saboreando grandes cazuelas de líquido burbujeante. Se me quitó el apetito casi en el momento, aunque tragué mi último pedazo de pan; lista para marcharme de ahí.

Como había permanecido parada todo el momento, simplemente me desplacé a la salida de la cocina. No había reparado antes, pero tenía tres entradas más. Y con ellas, tres sitios diferentes para explorar. Si tan sólo pudiera recordar el camino de vuelta a la sala de los cuadros, antes de la oficina de Dhanasevi, me hubiera decidido por preguntar por los desemboques de aquellos pasillos. Confiada que de perderme, tendría un puerto de partida al cual volver.

—¿De verdad deseás dormir junto a Arya? —Meylie preguntó en tono neutro, casi sin prestarle atención a sus propias palabras—. Se supone que debo llevarte a su habitación. Podemos seguir dando vueltas, aún no conocés todo el castillo.

—¿A dónde más iría? —repliqué a su vez.

Ella se encogió de hombros.

—Quizás estarías más cómoda en una cama que no debas compartir —se aventuró. Una sonrisa creció en sus gruesos labios cuando las ideas comenzaban a generarse en su cabeza, saliendo de su boca inmediatamente después—. Escuché que Arya habla y ronca muy fuerte cuando duerme. Seguro que se mueve también. Y con esos músculos, los golpes deben ser dolorosos.

La imagen me pareció graciosa. Solté una risa, cubriéndome la boca con la mano. Parecía que ella estaba bromeando conmigo, y funcionaba. Me imaginé a Arya hablando en sus sueños, incluso roncando. Moviéndose en su cama, con espasmos en las piernas, como los perros. Muy diferente a mi experiencia a su lado, llorando en mi lugar, y teniendo las pesadillas que yo creaba. Perdiendo el sueño noches enteras por mi culpa.

Tragué saliva.

—En realidad, ¿hay un lugar donde pueda dormir?

Meyline sonrió. Me tomó de la mano y corrí detrás de ella.

Antes de llegar a la entrada de la oficina de Dhanasevi, dimos la vuelta por otro lado. Para la distancia en la que me encontraba, aún podía percibir el tono grave y tenso de una discusión detrás de las puertas. Sin poder saber qué decían, aún con mi oído acostumbrado a los sonidos más mínimos, me pregunté si yo había causado el problema. Parecía otro idioma, incluso más inaccesible de entender que el español amortiguado que llegaba a mí.

Era inútil sentir culpa, aún así, esta me golpeaba en la boca del estómago. Quizás ni siquiera se trataba de la escena que había causado, como le decía Meyline. Podrían ser problemas del viaje. Con algo de esperanza, rogaba porque Arya se olvidara del asunto que rondaba mi mente como un fantasma. Entonces los jóvenes estarían a salvo, hasta que yo pudiera hablar con el rey para pedirle que hiciera algo al respecto. Un destino diferente al que los que estaban unidos en matrimonio debían enfrentar.

En poco tiempo, ya me encontraba en un lugar despejado del castillo. Un jardín, con una fuente de piedra, que bombeaba agua como si fuese una cascada. Desde altos arbustos hasta grandes árboles que soltaban pétalos violetas, cubriendo el suelo de un púrpura oscuro y el ancho camino de piedra, todo parecía colocado con precisión. Un grupo de jóvenes estaban reunidos alrededor de la fuente, vestidos con cuero sobre sus ropas. Incluso las faldas de los vestidos parecían más estrechas, en la ausencia de excesivas enaguas. Quienes vestían como hombres, llevaban pantalones gruesos y botas, encima de camisas blancas y bufandas, había chaquetas gruesas de tela dura y brillante. De azul y plata.

Soldados del Clan Shepperd.

Hasta donde entendía, aún cuando todo grupo militar estaba bajo la autoridad del Clan, y de la familia real, no todos los grupos tenían el mismo poder. De forma que aquellos que tuvieran habilidades, estaban directamente enlazados a misiones de mayor importancia. Relacionadas directamente con la corona que todos protegían, y a sus miembros. Sin embargo, las milicias, reclutados en contra de su voluntad, tenían trabajos menos honorables como el control de las personas, la seguridad y proteger en cantidad las fronteras. Aún dentro del grupo militar Shepperd, este agrupaba a las personas según el alcance de sus propias habilidades, sus estudios externos sobre magia blanca y otras destrezas de defensa, ataque y hasta el puesto de sus familias en las clases sociales. De forma que sólo habrá un grupo muy pequeño y cerrado de los mejores guerreros para proteger al Rey. Si Dhanasevi no cumplía con su palabra, mi próximo recurso era entablar relaciones con ese grupo del cual no conocía nada.

Arya vestía un chaleco azul bordado, así también lo hacían las personas que estaban reunidas en el jardín. Pero estas no tenían rangos en sus  pechos, no tenían marcas en sus hombros. En cambio, lo que tenían puesto se asimilaba a una armadura. Flexible y distintiva.

—Son nuevos. De la división Terrus —Meyline se adelantó a responder la pregunta que ni siquiera había logrado pensar en mi cabeza.

Aunque estaba siendo sumamente atenta conmigo, me preocupaba no lograr estar en silencio el tiempo suficiente para decidirme qué decir. O quizás me molestaba ser tan fácil de leer. Aunque me ahorraba bastante tiempo rodearme de escalofriantes e intuitivas personas, también me preocupaba no poder esconder correctamente ningún pensamiento para mí.

Si para un Empatía, una Mentalista, y lo que fuese Meyline, era sencillo sospechar mis intenciones, ¿que quedaba de mí para cuando tuviera que revelarle a Dhanasevi sobre mi ausente habilidad? Seguramente ya lo sabía, Cairodin podría haberlo sabido con leer mi mente apenas unos segundos. No importa cuánto me esforzara por esconderlo, el miedo de que notase que mentía nunca me abandonaba. Entonces, suponiendo que él estaba al tanto de lo que le había asegurado no eran más que puras blasfemias, ¿por qué me había brindando un plazo de gracia de una semana?

Sólo podía pensar en dos posibilidades. Ambas podrían pasar en el mismo momento, sin interferir en la otra.

—¿Cuál es tu división? —pregunté, pasando al lado de los miembros de Terrus. Estos agacharon la cabeza en señal de saludo cuando vieron a Meyline—. ¿Arya también está en ella?

—¿Por qué te interesa saber tanto sobre él? —me respondió en su lugar.

Percibía un tono de burla en sus palabras, lo que me hizo fruncir el ceño.

No respondí.

Saliendo del pequeño jardín, estaba la entrada amplia de una galería que conectaba la construcción de piedra exterior oscura, con un par de torres más modestas. Con bordes filosos, adoquines ubicados con precisión y ventanas redondeadas y sucias, se alzaba una parte externa del castillo. En sus alrededores, jóvenes saltaban y se movían, golpeándose con palos. Un frondoso borde de árboles rodeaba el terreno, y el mundo parecía perderse luego de este. Sólo existía el cielo celeste, de nubes pomposas y oscuras manchas grises en los bordes, en contraste con la pequeña cantidad de vida que se desarrollaba bajo el manto del día.

Me pareció una escena mucho más cálida, más familiar, más bonita que la soberbia elegancia de las paredes del castillo Blewstein. Por alguna razón, sólo podía compararlo con dos escenarios: uno de ellos era el campamento de la Guardia Azul, soldados de milicia bajo el yugo de oficiales de mayor rango con habilidades. En el que había vivido hasta esta mañana, cuando el grupo de viaje finalmente se separó. La otra opción era la repetida masa de gente que se amontonaba en las estancias y alrededor de las estancias que ofrecían trabajos temporales, cargados con bolsos repletos de provisiones por el viaje, a veces con niños encima, incluso con animales como perros o gallinas.
En especial por la separación de sus familias, si acaso tenían algunas. Junto a los limitados cupos de trabajo, los salarios eran muy bajos a cambio de situaciones bastante extremas. Aunque el peligro, la presión, la necesidad y el miedo eran constantes preocupaciones en quienes decidían salir de sus hogares para trasladarse grandes distancias por algún destino mejor, jamás habían privado al mundo de escuchar sus risas. Alegría. Algo que parecía tan lejano en las situaciones a las que estaba constantemente experimentando. No importaba cuántos males el futuro podría prometer, no había fuerza en el mundo que los detuviera de avanzar. Entre desgracias, estas no serían más que partes de una gran imagen, pues incluso la tristeza era temporal.

—Aquí es dónde duermen quienes no tienen habitaciones en el ala Mayor —comentó Meyline—. No es mucho, son bastantes para tener privacidad. Vamos a dentro, te prometo que son amables.

Lo eran. Me saludaron con la misma emoción que los miembros de la cocina. Resulta que algunos de ellos trabajaban en ella. Así también como en casi toda las tareas delegadas que se podía tener dentro del castillo. Desde la seguridad, limpieza, cuidado de los animales de compañía, entrenamiento de estos, escoltas y asistencia de otros pares de mayor denominación o poder.

¿Qué quedaba para los miembros más poderosos? Cada puesto donde el reconocimiento fuese mayor, estaba reservado para ellos. Enseñanza, política, estrategias militares, incluso el lujo del ocio. Cada orden, en especial cuando se trataba de dar órdenes en los grupos donde necesitaban un miembro de mayor poder para guiar al resto. Sin embargo, no todos los hijos de familias de renombre salían tan poderosos o grandes magos como sus padres. Por lo que estaban destinados a obedecer órdenes de personas más capacitadas que ellos. Algo que generaba problemas de autoridad a largo plazo.

—Este es el ala Menor—soltó, dándome un codazo—. Aunque, entre nos, es más grande y tiene mejores vistas que la de los criollos. Espero que no sea un problema para tu educación dormir en las salas comunes. Estoy segura que hay camastros disponibles.

—Solía dormir en establos, si eso te sirve.

—¿De verdad?

—Me temo que sí —suspiré—. Durante las temporadas altas. Bajo el cuidado de todas las familias que estuvieran con pocos miembros para mantener los ingresos.

—No sabía que permitían a gente como vos hacer eso.

—¿Gente como yo? —pregunté, confundida.

Meyline asintió, sonriendo ligeramente.

—Criollos.

Comencé a negar con la cabeza antes de que terminara de decir la palabra. Entre las personas con las que había trabajado, eso se asimilaba más o menos con un insulto. Más que puro resentimiento. Por lo que me había contado antes, en el ala Menor las cosas no eran diferentes.

—Si lo fuera, no hubiera pasado tantos años de la Capital —espeté—. Estaría feliz en una casa grande y no pasaría necesidad.

—Dije criollo, no rico. Te sorprenderías cuántas familias de renombre apenas tienen dinero para sobrevivir. Honor y riqueza, son cosas diferentes —se mofó de su propio comentario. Guardó silencio por un momento, y habló otra vez—. Arya y su tío son un buen ejemplo.

—¿Gente honorable?

—No —soltó una risotada—, ricos.

Me dejé caer en un colchón con desgano. Había recorrido todo el camino hasta una de las salas comunes y recibido con felicidad la superficie dura de un camastro. Los pies me dolían de caminar distancias largas en zapatos tan ajustados. Normalmente ignoraba la incomodidad que me causaban porque era bastante el privilegio de tenerlos. Más o menos, así actuaba frente a todo lo que tenía. Por ejemplo, lo que vestía y las  que estar al lado de Arya me ofrecía. Casi todo me molestaba, pero no me quejaba de ello, porque tampoco quería volver al inicio.

Otra vez. Arya. Arya. Estaba en mi cabeza continuamente. No porque añoraba su presencia, sino porque, dándome cuenta que sólo contaba con él, me detenía a comparar cada cosa con la que me contaba. Incluso si no intentaba pensar en él, las ideas venían a mí por sí solas. Era la única persona a quién conocía de forma vaga, pese a los títulos falsos y tontos, era mi compañero. Me aterraba tener que dejarlo.

Ignoraba todo peligro, toda razón, tiempo o espacio a causa de mi gran curiosidad por aprender sobre el castillo. Para poner buenas impresiones sobre el recuerdo borroso de una noche fatídica. Y aunque tuviera aprecio por mi concubino de título, debía de hacerme de personas en quiénes fiarme, incluso si fuese de a ratos.

—¿Cuál es tu cama? —inquirí, pasándome las manos por el pañuelo que cubría mi cabeza.

—¿Qué te hace pensar que duermo aquí?

Me encogí de hombros.

—Conocés a muchas personas en esta parte del castillo —comencé diciendo, intentando sonar relajada en mis suposiciones—. Por no decir que no llevas ningún tipo de insignia. Tampoco los colores de tu familia, o algo que descubra tu habilidad. Cairodin usa anaranjado. Es Mentalista. Arya viste gris, aunque lo oculta con el plateado del Clan. Es Empatía. Su tío también debe serlo.

Ella no pareció inmutarse, aunque me gustaba pensar que el ligero temblor en sus párpados, queriendo plegarse, se debía a mis palabras.

Había mantenido en mi interior todos los detalles de quienes me había encontrado. Aún si no sabría qué habilidades tenían, su comportamiento y su imagen me brindaban información necesaria. En mi primer encuentro, había dejado pasar la oportunidad. Subestimé mi alrededor. No volvería a pasar.

Puse mis manos sobre el regazo, sentía mi confianza transformar el tono de mi voz. Incluso mi postura.

—El joven que estaba con todos nosotros en la oficina y vos, no visten más que azul y marrón. Un color barato, que disimula la mugre. —Miré alrededor, la sala estaba vacía, estábamos solas. Pero las voces retumbaban en las paredes cercanas. Tomé una bocanada de aire—. A diferencia del ala Menor, la Mayor tiene cierto grupo de jóvenes con todo tipo de combinaciones de colores. Aquí, no hay ninguna.

Meyline puso una de sus manos bajo su propia barbilla. Sonrió ampliamente, podía ver cada uno de sus dientes superiores. Las mangas de su vestido me mostraron la piel oscura de sus antebrazos. Las muñecas estaban desnudas. No tenía ninguna pieza de joyería.

—¿Quién lo diría? Ahí está el espíritu que pateó a Cairo —murmuró, encantada con la idea—. Quizás ella se entrometa en las cabezas de los otros, pero vos estás en los detalles. Parece que tiene una adversaria digna.

Asentí con la cabeza. Asumiendo que la conversación había terminado, quité mis ojos de su hipnótico rostro.
Quedarne quieta, aún si estuviera hablando con alguien más, me ponía nerviosa. Hundí los tacones de los zapatos en el suelo, dispuesta a levantarme. Seguro que algo podría comenzar a hacer, para que mi estadía fuera productiva. Podría participar en la cocina si hubiera  espacio para alguien más.

Pero Meyline me tomó la muñeca, y me mantuvo en mi lugar.

—¿Qué otras cosas tenés dentro de esa cabeza tuya? —inquirió, mirándome con curiosidad—. Apuesto todas mis prendas bordadas a que tu interés por Arya viene de algo más grande. Estás planificando tus movimientos.

—Si así fuese el caso, no veo por qué debería decírtelo.

Se mofó de mi respuesta.

—Es justo, lo admito —suspiró. Me soltó la mano, pero no me moví de mi lugar—. Supongo que la declaración aplica incluso a las ideas sobre mi persona. ¡Cuánto daría por conocer cómo me ven otros ojos! Pese a mis deseos, debo respetar tu decisión.

Alejó su mirada de mí, los hombros cayeron con pesadez. Dejó escapar un largo suspiro, manteniéndose en silencio por un rato. Un plazo de tiempo corto, pero en el que no pude mantener el cuerpo quieto. Moví las puntas de los dedos, acariciando la palma de mi mano, distraída en la exagerada postura de Meyline.

Parecía encogida, pequeña, aunque era más alta que yo. Volvió a respirar hondo, y exhaló en un desanimado movimiento.

Me ponía nerviosa. ¿Estaba siendo grosera con ella? ¿Quizás no debería haber respondido de esa forma? Podría disculparme. Aunque ya era algo tarde, el daño estaba hecho. Sin mencionar que no sabía exactamente por qué debería disculparme. Para empezar, ni siquiera me gusta ser descortés. Y la línea entre ser firme y ser irrespetuosa me es muy difusa para comprenderla.

No, no. Ella es la que se está entrometiendo en mis asuntos privados. Poco debe importarle en realidad lo que pienso o no.

Excepto, por supuesto, que no pregunte por deseo propio.

—¿Estás intentando darme lástima?

El rostro se le transformó cuando terminé de pronunciar la interrogación. Los ojos le brillaron. Pozos oscuros que contenían perlas en el fondo. Incluso la luz del sol no podría penetrar su iris negro. Casi me hizo sonreír su acción, poco acostumbrada a bromear.

Aclaré mi garganta, y me tragué la risa que quería saliese por mis labios.

—Eso depende, ¿acaso funciona? —Cerró los ojos para juntar sus manos en el aire. Me espió con los ojos entrecerrados antes de exclamar—: ¡Por favor, apiádate de mí! Sólo tengo un deseo y es escuchar tu voz hablando sobre mí.

Me preocupaba que alguien oyera tan malas plegarias, en especial porque sería yo quién se quedaría con las miradas. A Meyline parecía hacerle gracia. La sangre llegó a mi rostro y me molestó notarlo.

—¡Basta de eso! —chillé. Quizás más alto de lo que debía—. Te voy a contar, para que dejes de avergonzarte. No has nacido en una familia noble, sin embargo, trajiste una habilidad bajo el brazo. No puedo adivinar, sólo confío en que ella te hace poderosa, de cualquier forma que la uses. Me condujiste hasta aquí, porque también descansás en esta parte del castillo. Fue la manera que elegiste para establecer un vínculo entre nosotras. —Mi voz perdía la claridad, parecía susurrar secretos en un momento de efímera intimidad. No había necesidad de gritar lo siguiente—. ¿Fue difícil dormir aquí? Me di cuenta que todos sienten cierto temor hacia tu presencia cuando caminás a su lado. Creí que te querían, incluso sentí celos de ello. Sin embargo, he notado que no te miran a los ojos. No pueden, y algunos, tiemblan. Supongo que con el tiempo, se acostumbraron a tu presencia.

A medida que hablaba, la sonrisa de Meyline se hacía más y más pequeña. Fue como ver a la luna en todas sus fases. Hasta que su rostro ya no parecía divertido con mis palabras. Sólo sus ojos brillaban como piedras preciosas. Incluso en ellos se había perdido la chispa de travesura.

Me sentí mal por ella, pero continué.

—Has de ser muy talentosa —murmuré—. Puede que demasiado. Por eso es que el hechizo de protección salió tan bien con Arya, no ha envejecido ni un día. Quién, por cierto, estoy segura que son compañeros. Hasta amigos, con algo de suerte. Él nunca me habló de sus amistades en el castillo, no hasta que estuvimos cerca. Cairodin te mencionó, con cariño, incluso. Al menos deben tolerarse con cortesía. Sobretodo para utilizar un apodo como hiciste con ella. Si ambas trabajan juntas, eso explicaría por qué estaban todos en la oficina con Dhanasevi, esperándonos. Dado que te dieron órdenes, sólo puedo pensar que hay una razón detrás de la selección de los miembros, un grupo predilecto, uno que acata cada pedido que el jefe del Clan dicta. Espero no haberme equivocado demasiado.

Sentía un escalofrío en los brazos. Sabía que estaba abrigada, y aún así, temblé de frío. El peso de mis propias palabras era algo que intentaba medir desde el momento en que las formulaba en mi cabeza. Pero, como rocas de perfecto encastre, a veces no podía evitar el curso que mi palabra tomaban. Me daba tanto  como cualquier pesadilla, causar malas impresiones.

—Arya mencionó en su carta que eras lista. Resulta que no estaba exagerando.

Con eso dicho, Meyline se levantó de la cama que estaba frente a mí. Se dio la vuelta en un veloz movimiento, su cabello flotó sobre sus hombros y cayó en su espalda. La figura esbelta de su cuerpo se alejaba de mí.

—¿A dónde te diriges?

—No es de tu incumbencia.

—Esperá, no me dejes aquí, por favor —rogué. Caminé hasta ella, a cierta distancia, pero luego, sólo la observé marcharse—. Aún hay cosas que no conozco.

—Si realmente sos lista, vas a descubrirlas sola.

No se dio vuelta para observarme.

Cuando abandonó la sala, me sentí sola. Sin saber dónde ir o qué hacer. Sólo había un pensamiento que predominaba en la lluvia de otros: tenía los días contados. Si quería hacer algo bueno y concretar mis propios objetivos, debía concentrar toda mi energía en descubrir la mejor forma para engañar a Dhanasevi, a su grupo, y vaya uno a saber a cuántos más de que tenía alguna habilidad remota que me permitiera continuar en este lugar. Ningún destino que tenía asegurado me emocionaba demasiado, pero me reconfortaba poder unir mi único deseo, motor de mi vida, y utilizar el poder a su vez para aliviar la vida de otras personas.

Sólo.... no tenía idea cómo debía comenzar.

Desconcertada, perdida casi, hice lo que siempre se me había dado bien: imitar a la multitud.

Fue sencillo, tan sólo tuve que volver al único lugar que conocía de todo el castillo que estaba atiborrado de personas. En la cocina, ni siquiera tuve que abrir la boca. Pronto me pusieron sobre los brazos sacos de harina, sobras para preparar la cena, y varias vasijas llenas de agua que transporté de un lado de la amplia sala a su extremo más opuesto. Veía muchas veces como la carne pasaba frente a mis narices y sabía que ninguno del lugar siquiera probaría bocado.

Encontré en las tareas, un abrigo. No me permitía pensar, y el incesante flujo de obligaciones a las que me ofrecía me permitía enfocarme en una cosa a la vez. No me era necesario hablar, sólo seguir órdenes. Las personas no se acercaban más de lo necesario, y por tener la cabeza metida en la labor de moler el trigo, gastaba todas mis energías para dormir sin abrir un ojo durante la noche.

Evité a toda costa cruzarme con Meyline, aunque ella parecía buscarme con insistencia cada día, no volví a ver a Arya. Estaba alargando el tiempo que me habían dado, confiando que mis habilidades, aunque reemplazables, pudieran defenderme un puesto en el castillo. Cualquier amenaza que atentara contra mi propia inmersión, era un problema que no quería tratar.

Pero pese a todos mis esfuerzos, ya no podía seguir escapando de aquello, porque terminó por encontrarme.
Era un nuevo día. ¿Cuántos me quedaban ya?

La cálida luz de la mañana aún se derramaba por todos los objetos que el sol tocaba con su manto dorado. En los halos de luz, las partículas de tierra flotaban como insectos, como magia misma. Magia. ¿Cuántas cosas tan terrenales parecían nacidos de la magia cuando se los veía con otros ojos? Las cosas más simples, como sentir el cálido abrigo del día en la piel, parecían salidas de las narraciones más bonitas e inocentes. Considerar esas ideas me hizo añorar sentir el abrazo de los rayos de sol bajo mi propia piel. Había pasado bastante tiempo desde la última vez que había estado en un lugar, el tiempo suficiente para minimizar ese miedo al ojo ajeno, y disfrutar de una tarde tranquila de invierno, cuando el peligro era mucho menor para mí.

Se sentía tan maravilloso, la forma en que los dedos se volvían rojos en las puntas, en los bordes, como si estuvieran hechos de hierro contra el fuego. Uno casi podía fingir que tenía la fuerza suficiente para tapar el sol con la palma si así lo quería. Y los rayos se filtraban por todos lados donde pudiera pasar, justo como el agua. Pero no lastimaba, no me dolía sentirlo. Era una acogedora impresión de calor que recorría todos los huesos, como beber un caldo caliente, como enfundarse en una manta pesada de piel.

De pequeña, tenía numerosas ambiciones, quizás demasiadas. Al crecer, muchas de ellas se perdieron, pero algunas se mantenían, como velas en una habitación a oscuras. La mayor era llenar el espacio que mi propia madre había dejado, como si eso no sólo me devolviera una parte de ella, pero me diera un propósito en la vida, aún si fuese una vida corta. Sin embargo, aún quedaban otras aspiraciones menos heroicas y más comunes que me mantenían soñando despierta a menudo. Reír en la compañía de gente que no me hiciera dudar por su amor hacia mí. Tener un bonito vestido que usar en el día en que todos cumplíamos años, elaborado, decorado, con adornos innecesarios.
Darme un baño de sol, era uno de esos deseos. Sin tener que esconderme, sin tener que cubrir mis brazos, incluso mi cabeza. Dormir bajo el sol, aún si es el día más frío del año. Sólo necesitaba hacerlo una vez en mi vida, y estaría contenta por ello. Pero me aterraba el dolor y sabía que debía evitarlo a toda costa.

—¡Oh, Frances! ¡Qué agradable sorpresa!

Terminé a las afueras del Ala Menor. Apenas fui consciente de por dónde estaba caminando. Mis pies avanzaban por el terreno irregular del suelo de tierra, con piedras y pequeños sectores de pasto verde. Flores silvestres decoraban la escena, y el barro manchaba mis zapatos.

Cuando reconocí la voz, no pude evitar encogerme en mi lugar. No es que Mercedes me desagradara, pero sabía que no estaba muy conforme con mis imposiciones sobre el contacto físico. Por no decir que las consideraba sin sentido. Había convivido más con ella que con otras personas en el campamento mientras viajábamos, y aunque se mostraba atenta a mis necesidades, sabía de sobra que se reía de mí cuando no estaba. Después de todo, alguien que se burla de otros, ¿por qué se detendría a criticar a ciertas personas? No me conocía más que al resto de los miembros ahí, incluso me conocía menos. Y Sharma había dejado claro que no era digna de confianza, aún si fuese bajo la influencia remanente de Hilbert en su mente.

Ella era muy práctica, muy eficiente, alguien que no se detienen en los pequeños detalles. Que ignora incluso sus propios pesares porque no tiene tiempo de tratarlos. Por ello, su parte más sensible estaba poco desarrollada, y no tenía ninguna restricción antes de decir exactamente lo que pensaba. Incluso de una desconocida, como yo.

—¿Para dónde te diriges? —preguntó, sonriendo. Se acercó a mí, pero rodó los ojos al recordar algo—. Cierto, cierto. No tocar. ¿Y bien? ¿Estás perdida? Espero que no se te haya olvidado la lengua en la cama.

—No, señora Navarro. No estoy perdida. —respondí sonriendo—. Deseaba ver más partes del castillo antes de ponerme a trabajar en la cocina.

—No queda mucho para ver allá —me respondió, señalando con la barbilla el amplio verde que teníamos por delante—. Y te perdiste la comida. Seguro que Arie debe estar buscándote.

—¿Arie?

—Arya. ¿No son como uña y mugre?

Asentí con la cabeza. Otra vez.

—De hecho, la buscaba a usted, señora Navarro —comenté, incapaz de mejorar la cara que tenía pintada.

Mercedes me miró sin entender. Quizás ninguna de las dos estábamos contentas con la presencia de la otra. Y que me ofreciera a tratar con ella sin que nadie más me hubiera obligado a interactuar, decía bastante sobre mis deseos de huir. Por suerte, sin entrometidos alrededor, podía quedarme con mis pensamientos para mí, mis pesares y dolores para mí, y mis emociones también. La mujer no tendría ni idea en qué pienso, a excepción que yo decida compartirlo.  Así debería ser con todas las personas. Eso incluía comentarios muy poco educados que estaba dispuesta a decirle si comenzaba a tratarme mal.

—¿A mí? ¿Qué puedo hacer por ti, querida?

—El vestido que me dejó me ha sido de mucha utilidad. Le agradezco por ello. Ahora, tengo planes de quedarme en el castillo por tiempo indeterminado —mentí. En la mejor de las situaciones me quedaría—. Necesito prendas que pueda usar para entrenar, luchar o hasta correr. Sólo usted parece tolerar mis… preferencias.

—Sí, sí. No tocar. ¿Cómo hace Arya para acostarse contigo sin tocarte?

Me mordí la lengua. Lo hice tan fuerte que salté en mi lugar por el dolor. Podría haberme cortado una parte con los dientes, pero aún necesitaba la lengua en buen estado para seguir fingiendo y mintiendo por unos días más. Mi rostro debió de verse extraño cuando, al mismo tiempo que le sonreía a Mercedes, recibiendo la burla como el chiste que ella creía que hacía, me infligía dolor para controlar mi propio impulso de ladrarle como un perro endiablado. En especial por la mención del nombre. El cual solo aumentaba mi malhumor que ocultaba debajo la culpa y la vergüenza.

Aún cuando hubiese encontrado el momento para hacerme de valor para gritarle en el rostro, sería una escena muy decepcionante. Como me suele pasar a mitad de conversaciones extensas, tiendo a quedarme con una parte de la charla, y pensar demasiado. Sobre todo cuando debo lidiar con la poca tolerancia de otras personas, me enredo en lo que debería hacer y lo que me gustaría. Siendo que siempre intento que gane la muestra de mis modales, para cuando tengo una respuesta conformada en mi cabeza, el tópico ya cambió.

Esta ocasión, no fue la excepción. Como esperaba, Mercedes había dominado parte de las palabras dichas, mirándome para que asintiera o negara según lo que era más conveniente. Claro, que no era tonta, y aprovechaba los silencios para interrogarme sobre mi estadía junto a la Guardia Azul, mi vida antes de toparme con ellos, y qué hacía para vivir.

Aunque me gustaba más oír a los demás que responder a sus preguntas, el ligero interés no parecía malicioso. Curiosidad. Eso tenía su rostro, cuando me miraba de costado al caminar para su sala de trabajo. Me sentí halagada de despertar interés, aún si fuese el de una persona con doble filo, como un cuchillo. Si lograba conocerme mejor, quizás sus ideas prejuiciosas sobre mí podrían ser desechadas finalmente, por ser erróneas. Hasta podría ser de su agrado, incluso estimarse como yo lo haría tan solo por dejarme la puerta libre para expresarme.

Podría contarle todo lo que cruzara por mi cabeza, sobre las partes más remarcables de mi propia experiencia. Quizás hasta las ocasiones más graciosas. Los chistes y las bromas parecían aliviar la tensión entre las personas, incluso en los peores momentos. Y como no lograba pensar en algo más, le conté sobre las primeras veces en las que me di cuenta que me anotaban como Francis. Aprendiendo de ello, que los nombres suenan igual, pero su escritura es diferente. Junto a rostros confundidos de quienes me esperaban para darme mis labores, esperando un hombre en mi lugar.

—Me confundían tan a menudo, que creí que debía ser una señal —sonreí—. Es mucho más sencillo conseguir trabajos temporales, ¿sabe?

Mercedes me dio una mirada llena de horror. Muy distinto a lo que esperaba. No se estaba riendo junto a mí. Había dejado de mover las polvorientas telas que tenía dentro de un baúl para contemplarme mejor, con las manos en el pecho, casi como si la situación imaginaria le hiciera dolor el corazón.

—¡Pobre niña! ¡Debió de ser terrible fingir ser muchacho, y dormir junto a ellos, y trabajar tan duro por pocas monedas!

Negué con la cabeza, aún sonriendo, para contagiarle mi pobre intento de simpatía.

—No tanto, señora. Para serle honesta, no siento que hubiera una diferencia en mí, fuera quien soy, o un hombre. Creo que lo que realmente cambia, es la perspectiva de otros sobre uno mismo. La forma en que se trata a una persona, según cómo se crea que es, o quién es, es la parte más voluble del propio prejuicio.

—Hay una cosa que está clara. Mi dios sabe ponerme a prueba cuando cruza a gente como vos en mi camino —Se cruzó de brazos, porque había intentando abrazarme los hombros, y cuando retrocedí, ella puso los ojos en blanco. Hizo un gran énfasis en las últimas palabras antes de continuar—. De seguro sacaste esas cosas de los otros jóvenes con los que tenías que trabajar. Es que mucho sol hace mal a la cabeza, querida. Te da ideas locas. Como si fuera poco, en este lugar se junta gente de todos lados, y muchos de ellos también deben tener ideas como las tuyas. Pero, no te preocupes. Yo conozco a todos por aquí, te voy a mostrar a personas encantadoras que te ayuden a entrar en razón.

No discutí con ella. Asentí, sonriendo otra vez. No era la misma sonrisa que se me había escapado cuando molesté a Dhanasevi una mañana lejana, o a causa de la broma de Meyline. Sino, aquella que siempre utilizaba para mostrar cortesía. Me salía tan naturalmente que olvidaba registrar si sentía algún tipo de felicidad en ella. Sólo eran un montón de sonrisas vacías, sin emoción más que el respeto, los modales, y la esperanza de mantener todo en cierto orden que no me de problemas. Era un escudo, para que todos estuvieran tranquilos. Como si intentara calmar un problema que aún ni siquiera había comenzado a gestarse.

Para cuando salí de aquella sala tan pequeña y oscura, con la luz de una sucia ventana de vidrios opacos, ya no era de mañana. La señora habló tanto que no me permitía abandonar mi lugar. No osé interrumpirla, así que callé y esperé a que se diera cuenta de la falta que me hacía cometer. Grande fue mi fortuna, cuando me acompañó a la cocina también y respondió por mi ausencia al personal. Lo que me salvó de un castigo peor del que recibí al quedarme sola. Las miradas que apuntaron a mí cada uno que tenía ojos para ello, fueron similar a flechas en mi cuerpo. Fue tanta la exigencia por mi haraganería que al cumplir con mis deberes del día, dejé de sentir los brazos.
Era entrada la noche, cuando abandoné la cocina, ya sin otros miembros que yo misma. Podía vagar bajo la luz de las velas, y la oscuridad de la noche, ser una hoja en el viento. Silenciosa. Pues el castillo estaba de guardia, pero los jardines estaban despejados, los salones también. Sólo la calle principal tenía pies moviéndose de un lado al otro, ocupados, concentrados en repartir grandes pedazos de carne especiada, cuencos de verduras brillantes y ocasionales frutas que parecían quedar olvidadas en los bordes de los tablones de madera que constituían las mesas.

El festín del Ala Mayor, lejos de finalizar, apenas empezaba.

Me habían prohibido participar, y con ello, saborear los restos de carne cara que habían asado horas antes. Deseaba, sin dudas, aprovechar el tiempo para descansar de tantos encuentros sociales a la vez. Solía necesitar momentos de soledad donde pudiera prepararme para tolerar a otros sin abrumarme. Claro que mi juego no me favoreció, porque Mercedes me encontró en los pasillos y terminó por arrastrarme, sin que pudiera poner mucha resistencia, al comedor del castillo. Adiós a mi plan de esconderme de ciertas personas, o de una de ellas en particular.

Arya.

Lo vi. Más bien, casi me estampé contra él. Pues, apenas se dio cuenta que estaba en la habitación, apareció de la nada a mi encuentro. Incluso trotó, con zancadas largas ya de por sí. Si hubiera podido escuchar un pensamiento a la vez, quizás estaría pensando cómo excusarme para no tener que hablarle. No le había hecho daño, y aún así me sentía culpable. Tanto, que verle el rostro me haría sollozar una apenada disculpa repentina, la cual no podría explicar su origen. Dado que era más alto que yo, no se me hizo difícil ignorar su rostro por un rato. Hasta que dejamos de estar ambos parados en el umbral de las grandes puertas, y pasamos a sentarnos en largos bancos de madera. De esa forma, los dos teníamos la misma estatura, la suficiente para que pudiera percibir sus pecas por el rabillo de mi ojo.

Hice todo en mi poder para pretender que las miradas y comentarios sobre mí en aquella sala no me afectaba en lo más mínimo. Pronto me escondería en mi aposento compartido, en cuanto tuviera oportunidad.

Apenas un momento lejos de él me hizo olvidar lo que era alterar a alguien con mis propias emociones. Volvió a mi una pesada carga que apretaba mi pecho.

—¿Estás bien? Estás nerviosa. Te estuve buscando por días; tuve que marcharme a ver al príncipe Angelo por pedido de mi tío, me preocupaste mucho —dijo con solemnidad. Al percibir mi cambio de humor, se rió—. No te enfades, no puedo evitarlo.

—He hablado demasiado hoy. Me duele la lengua —suspiré.

Sonrió.

—Si a la señora Navarro no le importa, ¿te gustaría sentarte conmigo?

Miré detrás de él, buscando el lugar donde planeaba que ambos nos sentáramos. Había tantas personas, un murmullo en mis oídos, como moscas sobre fruta podrida. Mesas llenas de rostros diferentes, en apretados grupos, riendo, charlando. Un lugar libre se podía distinguir con facilidad. Sobre todo si el espacio estaba en una mesa extrañamente menos repleta de miembros como otras. Reconocí rostros en ella. Meyline, que me vio tanto como yo a ella y elevó el cuello. Dhanasevi, de ceño fruncido como si estuviera comiendo algo muy desagradable. Cairodin miraba con intensidad al joven que estaba en la oficina de Dhanasevi la primera vez que los conocí. A cierta distancia, incluso estaba Sharma. Junto a otras personas que no conocía, aunque no se detuvieron a ignorarme.
Como era de esperarse, Arya notó mi desagrado y se apresuró a bloquearme la vista con su cuerpo. Puso las manos a la altura de su pecho, un domador de bestias. Empezó a explicarse, muy rápido, hubiera tenido efecto sus palabras si tan solo utilizara su habilidad conmigo.

—No… no te preocupes por Cairo, no va a leerte la mente. —Se rascó la cabeza—. Es… es bastante involuntario, pero va a esforzarse. Por eso está sentada junto con Teodoro, suelen hablar en la cabeza de él, se la pasan casi todas las cenas igual. Además, vas a estar al lado de Meyline, y a mi lado. Me contó que hablaron, pensé que sería más agradable estar junto a rostros familiares… Y Sharma está muy ocupado con sus hijos para prestarte atención esta vez.

—No.

Me miró sin entender.

—Preferiría recostarme, si no es inconveniente para todos los presentes. Este no es mi lugar —dije, mirando a Mercedes de reojo—. Sé cómo llegar a las habitaciones.

Arya parecía haber recibido un golpe. Dejó caer sus brazos a los costados de su cuerpo. Dio un paso hacia mí, pero yo retrocedí a su vez.

En mi rostro, se estaba formando la típica sonrisa de disculpa y cortesía que tenía como si fuera una mancha difícil de sacar. Una que no solía darle a él, porque jamás me había detenido a suavizar mis palabras en su compañía.

—Por  supuesto, ahora que he vuelto ¿tomarás la cama? Puedo dormir en el suelo, me hace falta. Oí que dormir en superficies planas mejora la postura…

—Dormiré en el Ala Menor, al igual que todas mis noches anteriores —lo interrumpí.

Me sentía mal. Él podía notarlo, lo sabía sin que yo se lo dijera. Eso me daría la fuerza necesaria para que no hiciera preguntas que no estaba dispuesta a responder. ¿Acaso siquiera le molestaría? ¿Le dolería mi indiferencia?
Para mi sorpresa, apenas reparó en lo que me parecía a mí un abismo clavado del que no podía salir. Poner una distancia entre ambos, era casi como cerrar la puerta que traicioneramente se había abierto en nuestra relación, acercándonos y uniéndonos de alguna forma. La amistad que podríamos tener entre ambos, se puso en pausa por un momento. Quizás no tenía tiempo para considerar mi reacción, o poco le importaba. Pues, en cambio de detenerse a observarme, como acostumbraba, consciente de mi malestar, me tomó la muñeca y me acercó a él.

—Por favor, no abandones tu cama esta noche. No… no puedo asegurarlo, pero presiento que algo puede sucederte hoy. Si durmieras en mi habitación, incluso en el ala Mayor, sé que puedo protegerte. Pero no me permiten entrar al lugar donde planeas ir —abrí la boca, dispuesta a protestar—. Sólo prometeme que vas a pasar toda la noche en tu lecho. Hagas lo que hagas, escuches o veas a quién sea, no vayas con nadie.

Estaba tan cerca de mí. Era incluso indecoroso la distancia en medio de un salón lleno de gente. Si no fuese por su tono, o el poco tiempo que demoró en decir todo aquello, hubiéramos acaparado más miradas curiosas a la escena. Pese a ello, Arya no prestaba atención a ello, como tampoco notaba mi comportamiento. Por primera vez, todo lo que quería era que pudiera entender que había tenido demasiado de él, incluso en los días de su ausencia. Necesitaba descansar de mis pensamientos culposos de no extrañar su compañía, y el peso de su nombre apareciendo en mi cabeza y en la boca de todos a quienes me encontraba. Tanto había luchado para eso, y ahora todo volvía como una ola.

No tenía más palabras que darle. Ni explicaciones. Solté mi muñeca de su mano, y me di la vuelta. Casi corrí del comedor. No me detuve, aunque mi estómago estaba vacío, y mi garganta estaba seca. Ignore toda distracción terrenal, cualquier mirada o voz que se dirigiera a mi. En cambio, terminé recostándome sobre la cama que había elegido en el Ala Menor, con molestia.

Sin preocuparme por desvestirme, o quitarme los zapatos, cerré los ojos. Busqué al sueño para que me llevara consigo. Que alzara mi alma al mundo de las ideas. Este no apareció. Aunque mis párpados estaban extendidos y todo lo que percibía era oscuridad, mi oído se había vuelto ágil. Sobre todo cuando era la única persona que estaba ahí.

Durante horas, pasé jugando a pretender que podía crear solo con mi imaginación el aspecto de cada quien que entraba a los cuartos. Cuando entraban más de dos personas, perdía el juego y debía comenzar otra vez.

Era entretenido, por un tiempo. Luego de tanto, en realidad solo quedaba la verdadera razón de porque intentaba adivinar quien cruzaba por el umbral. Las palabras que había oído, resonaban en mi cabeza, dispuestas a alejarme de mi descanso. No quería reconocer que me asustaban, pero lo hacía. Y el tono de la voz de Arya se reproducía a un nivel mucho mator que el murmullo rimbombante de jóvenes a mis lados, preparándose para dormir.

Los estómagos llenos y la entrada madrugada habían terminado por sofocar todas las energías que los misteriosos compañeros podían guardar. Las voces se volvieron ronquidos y calmadas respiraciones. Me hubiera gustado conocerlos, pero estaba tan hastiada que apenas podía soportar mi propio descontento. Cuando eso sucedía, sacaba de mí, mi peor versión. Mucho más malhumorada que la versión que solía ser todos los días.

Estuve quieta por tantas horas en la misma posición… el brazo me hormigueaba bajo mi cabeza. Cuando me recosté, apoyé mi cuerpo sobre un costado. El incorrecto. Le daba la espalda a la entrada por donde todos los que dormían a mi alrededor habían entrado. Y cuando abrí los ojos, espiando en la plena oscuridad, me di cuenta que la cama a mi lado estaba vacía. Las pequeñas pertenencias al pie de esta me dieron la idea de que alguien debería dormir en ella, aunque los días anteriores nadie había aparecido.

Unos golpecitos en el suelo, pisadas casi insonoras, me alertaron.

Fue demasiado rápido para recordar todo lo que hice, o lo que experimenté en pocos minutos. Quizás fueron apenas segundos. ¿Acaso el tiempo seguía corriendo?

—No es personal, Frances. Espero que entiendas.

Lo siguiente que vi, fue la oscuridad misma. Creo que me golpeé con algo. Recibí el impacto en mi cabeza, mi boca estaba imposibilitada para gritar. Mis extremidades se habían congelado, o quizás la sorpresa me había vuelto de piedra. Pensaba mucho, demasiadas cosas a la vez, ninguna tenía sentido, y todas terminan desvaneciéndose en el abismo.

Había reconocido la voz que me habló. Sólo ese pensamiento se quedó conmigo mientras me deslizaba por los bordes de mi conciencia, mientras perdía fuerzas.

Una palabra. Una persona. Un nombre.

Meyline.
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