Eclipse del alma.

El frío viento que corría al caer el atardecer hizo estremecer a Tomás. Siempre había creído que los poetas exageraban cada vez que entre sus versos alardeaban la agilidad que poseían para ser capaces de sacar el mayor provecho de la inmensidad que poseía el cielo. Aquel día la ilustre bóveda celeste lucía triste o quizá era él quien lo estaba y obligaba a su propio ser a que sintiera aquello respecto al cielo con la única intención de desterrar la angustia que lo invadía. Sin embargo, pensó que con la llegada del atardecer mejoraría, pero no fue así. Todo parecía nublarse a su alrededor. Cuando el sol se ocultó por completo Tomás se alejó de aquella ventana (su ventana favorita) en la cual observaba día con día el atardecer, su parte preferida del día. Tomás se perdió mientras observaba el firmamento, ya no era él mismo y su propio yo -aquel que durante años había creído ser-, lo sabía. Sin embargo, este se había aliado con el alter ego que en ocasiones poseía a Tomás para hacer de él una sola persona porque ambos tenían la necesidad de vengar aquel sentimiento de angustia que desde hacía muchos años había estado torturándolos. Aquella sensación era simplemente exquisita y abrumadora e incluso en ocasiones era algo más que eso. Era adictiva.

Tomás se quedó viendo el reflejo que frente a él se hallaba, la noche había transcurrido rápida y angustiosamente mientras que se encontraba fuera de su casa. Tomás no podía creer la persona en la cual se había convertido. Era absurdo y abrumador al mismo tiempo, netamente exquisito. No podía creer cuánta maldad poseía su propio ser y con algo de vergüenza afirmaba estar orgulloso de ello. Aquella mancha de sangre que hacía ceñir su camiseta a la ardiente piel de Tomás era como una auténtica y hermosa obra arte para él. Esbozó una sonrisa, dirigiéndose hacia su reflejo y sin remordimiento alguno volvió a sonreír cuando recordó el llanto de aquella mujer a la cual había asesinado minutos antes a sangre fría. Atravesó su piel con aquel cuchillo una y otra vez hasta que su llanto cesó y Tomás se sintió satisfecho. De repente sintió como un afilado cuchillo atravesaba su cabeza. Se quejó y dejó caer sobre la cama que se hallaba tras de él.

¿Qué está pasando? Se preguntó Tomás una y otra vez, confundido y exasperado. Llevó una de sus manos a la parte trasera de su cabeza y suspiró aliviado. Se hallaba bien, pero ¿Qué había sucedido? ¿Por qué de repente todo su cuerpo y propia existencia eran una enorme carga para él? Se quedó embelesado viendo hacia el techo y se zambulló en un mar lleno de emociones. Dejó que toda información que tenía en su cabeza en ese momento saliera a flote. Tomás no tardó en darse cuenta de que ese sentimiento y aquella punzada que había sentido tras de su cabeza se llamaba culpa.

—¡Déjame en paz, por favor! —Bramó exasperado.

La esperanza de que aquel ser que se hallaba en su interior lo escuchara no abandonó a Tomás hasta que el dolor cesó. De repente su cuerpo comenzó a relajarse y sintió que se empapaba lentamente en sudor.

—¿Cómo fuiste capaz de hacerlo? —Le preguntó aquel ente que dentro de él se hallaba alojado. La habitación comenzó a dar vueltas y aquella sensación de culpa regresó para dar paso al otro ser que estaba consumiendo a Tomás lentamente.

—Ella lo necesitaba, me lo pidió y tú fuiste testigo de eso. ¡TU ESTUVISTE AHÍ TODO EL TIEMPO Y TE REHUSABAS A HACERLO! ¡TU LA MATASTE, TU LO HICISTE! No… no te percatabas de lo que ella realmente necesitaba. ¡TU ASESINASTE A NUESTRA MADRE! —Bramó una vez más mientras que todo su cuerpo se consumía y caía entre un gran agujero repleto de culpa y remordimiento.

Tomás se relajó, sintió cómo su alma regresaba a su débil cuerpo y era él nuevamente, era él en realidad. Se sentó rápidamente sobre la cama y observó aquel espejo que había estado observando antes de que todo se pusiera extraño. Notó que no había rastro de sangre, que su rostro ya no era el mismo y que en realidad no había asesinado a nadie. Era su maldito alter ego, quien lo había poseído como de costumbre y le había hecho creer que había asesinado a su madre.

Lo único que Tomás hizo fue firmar una maldita orden en la cual aceptaba el hecho de que era consciente que su amada madre necesitaba descansar por toda la eternidad. Tomás odiaba ver el rostro de ella lleno de angustia cada vez que cruzaba la puerta de aquel cuarto de hospital. Aquella maldita enfermedad le había estado robando el alma a su madre, así como su alter ego lo hacía con él cada vez que se hallaba vulnerable y a su completa disposición. No había manera de negarse, era automático e inevitable. Cuando la oscuridad invadía a Tomás, su odioso alter ego se hacía presente en su vida y lo arrastraba consigo hacia más allá del límite de la locura.

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