Primera Dama.

Escuchaba ruidosos disparos justo a mi lado, el ruidoso sonido del plomo adentrándose en mis oídos era inquietante. Giré mi vista a todas partes en busca de respuestas. La gente sobre las calles gritaba y los agentes de policía hacían una enorme cadena para evitar con los civiles pasaran, otros, corrían de un lado a otro confundidos, consternados, era como si de una catástrofe se tratara. Pronto llegaron los medios de comunicación, nunca hacía falta el lado amarillísta de una ciudad, para ellos debía ser un tipo de tradición aparecer en el momento menos esperado. Entonces, mire a una de las periodistas con una cámara apuntando hacia mi rostro. Su cabello rubio estaba enmarañado y muy poco cuidado, su ropa era tan común y sin gracia que pensé que el chofer del auto no había llevado a mí y a mi esposo a un barrio de clase baja.

Giré mi vista hacía el chofer del auto, veía sus ojos grises por el retrovisor del mismo. Estaba pasmado. Su vista estaba fija al frente y sus manos temblaban sobre el volante del fino Bugatti. Su cara estaba pálida, podría jurar que incluso la coloración blancuzca sobre su cabello, a causa de la edad, era del mismo tono de su piel. El señor no se movía para nada, se limitaba solo a parpadear, a respirar lentamente y mover sus manos con levemente con una velocidad algo anormal. Temblaba.

 

Yo, por mi parte, no sabía que había pasado, no entendía nada en absoluto. La periodista hacía fuerza en contra de la policía para pasar y acercarse a mí. Acomodé mi cabello con mis manos y acomode uno de mis tacones de alta gama, con los dedos de mis pies, los cuales aún estaban suaves y tersos por la pedicura casi que recién hecha.  El barniz sobre las uñas de mis manos hacía resaltar mis rasgos casi joviales de no ser por la enorme confusión que sentía en aquel momento.

Hacía frío a mí alrededor, no podía exigirle al chofer que encendiera la calefacción del auto por su estado, solo me iba a limitar a quedarme callada. Agarré con delicadeza la mano de mi esposo, estaba cumpliendo años y todo este asunto debía agobiarlo, estresarlo e incluso molestarlo, sobre todo en una fecha tan importante como este: El cumpleaños del presidente. Apreté con firmeza su mano, un poco más fría que la mía, sin encontrar respuesta alguna. Pronto sentí como algo humedecía mi mano. Giré mi torso rápidamente para ver qué era lo que sucedía. Mis dudas se resolvieron en menos de un segundo. Notaba la cálida sangre brotando de su cuerpo con un poco de rapidez, su mirada inexpresiva hacia la ventana del otro costado y la carencia de aliento que tenía solo significaba una cosa: El presidente estaba muerto.