Me abracé a tu cintura

Me abracé a tu cintura.

Me abracé con la certeza de que nunca había querido un abrazo tanto como ese y de que jamás mi cuerpo volvería a encajar tan bien con otro cuerpo.  Recordé los besos y las caricias, las miradas y los silencios que nos envolvían y nos atrapaban tanto como ese abrazo. Todo lo que teníamos y todo lo que éramos se resumía en ese gesto.

Allí estaban mis suspiros y tus expresiones, la historia de mi vida y todas tus lágrimas derramadas. Tus brazos eran mi familia y los míos eran tus amigos. Tu cuerpo mi hogar y el mío tu aventura. Ese abrazo era todo lo que fuimos y lo que podríamos ser.

Me abracé a un pensamiento sutil y ligero como una pluma, que me embargó y me llenó: estaba la seguridad de que jamás volvería a sentirme así, que jamás un cuerpo me haría volver tantas veces a él y jamás un latido se acompasaría tan bien a los míos. Me asusté por la reciente dependencia que ese abrazo generaba en mí, y temblé al pensar que ya no podría ser la misma persona después de eso, y que a partí de entonces aquello se volvería una necesidad que siempre querría llenar.

Me sostuve con más ímpetu, intentando con todas mis fuerzas hacerte llegar ese sentimiento, y que esto provocara que tú jamás quisieras soltarme. Deseé con todo mi corazón que me quisieras de la misma manera y que nunca llegaras a hacerme falta, porque siempre estarías allí para mí.

Entonces, tú me separaste con una delicadeza que me pareció eterna e innecesaria. ¿Qué importaba que fueras dulce cuando me estabas dejando ir?

Mis manos burbujeaban en busca del contacto de tu piel y de la tela sobre ella. Quería volver a ti, a mi refugio personal, pero tu mirada no me lo permitió. El fuego de mis brazos se fue a mis ojos y chispearon por un momento, antes de sentir que embargaba un llanto desconsolado, de esos que nunca se muestran. Intenté preguntarte con mi mirada a punto de estallar en lágrimas qué había sucedido con todas nuestras promesas, y quise reclamarte por haberme soltado sin miramientos. Pero tú parecías tan relajado que no quise molestarte, y en cambio me alejé de ti con pasos trémulos, deseando que corrieras detrás de mí y me hicieras volver a sentir un abrazo tuyo.

Pero no lo hiciste. No me tomaste. No me diste lo que yo necesitaba. Y entendí en ese momento que no importaba lo que había significado para mí ese abrazo, porque tú me dejarías ir, porque ya habías tomado una decisión y yo no era parte de ello.

Me abracé al pensamiento de que algún día conocerías a quien quisieras sostener y jamás soltar… y que quizás entonces me entenderías.