Lullaby (Harry Styles)

Te amo, Mel, había murmurado mamá en medio de la noche, acariciando mi larga melena oscura. Antes de que volviese a caer en un sueño profundo y me sumergiera en el mundo donde los sueños se hacen realidad, sentí su beso húmedo en la frente, la brisa fresca de la noche en las piernas desnudas y el susurro de mi canción de cuna al oído.

Esa noche, mamá había desaparecido.

Diez años después, su voz sigue despertándome por las noches a pesar de conocer que no volverá jamás. Cierro los ojos y aún puedo sentir el calor de su beso contra mi piel helada y sus dedos frágiles acariciando el óvalo de mi cara.

Aquella madrugada de noviembre sigue viva en mí y me acompaña a donde quiera que vaya.

Enfundada en su falda favorita de lentejuelas doradas y mis pesadas botas, camino por un boulevard desolado, expulsando suspiros blancos y tamborileando las yemas de los dedos al ritmo de mi canción.

Me detengo metros más delante a esperar la última vuelta del autobús que me lleva de vuelta a un lugar al que no considero mi hogar, pero guarda los últimos momentos que viví junto a mi madre.

Farolas brillantes y música clásica atronadora se detiene súpitamente frente a mis narices y yo me monto al vehículo, depositando las últimas monedas que poseo en el aparato del camión. Una docena de ojos cansados me miran, unos curiosos, otros por simple inercia, y yo no hago más que sentarme cerca de la puerta a pensar en las pocas memorias que guardo de Suzanne Hagen.

Pienso en las vacaciones con las que mamá soñaba cada verano y en aquella playa donde supuestamente se enamoró del hombre que me dio la vida. Saboreo la excitación de su voz y las lágrimas agridulces que derramaba de sus bellos ojos grises, al tiempo en el que los míos se empañan.

¿Es posible extrañar a alguien de la manera en la que yo lo hago?

Suspiro, secando las lágrimas no derramadas de la orilla de mis ojos y sintiendo el usual vacío que me acompaña fielmente desde los ocho años de edad.

Alzo la cabeza en un intento desesperado de apartar su risa contagiosa de mi mente, y me encuentro tres asientos atrás a un par de ojos verdes mirándome con atención y cautela. Siento las mejillas calientes de vergüenza y aparto la mirada con rapidez, odiando mi debilidad.

Mezo el pie de un lado a otro, pero sus ojos siguen sobre mí, provocando que el corazón me aporree el pecho con violencia.

Minutos más tarde, que más que minutos parecen horas, choco de nuevo con su mirada y me encuentro con una adorable sonrisa de hoyuelos, proveniente de unos labios del color de las rosas en primavera. Los latidos de mi corazón trastabillan bruscamente y le devuelvo el gesto, olvidando por un momento el pudor y la antipatía.  

Tiempo después, el desconocido se pone sobre sus pies con sus ojos aún fijos en los míos y, por un inocente momento, pienso que se dirige hacia mí. Sin embargo, pasa de largo, dejando una estela de aroma a calicanto detrás suyo y bajándose con rapidez del autobús, a simples cuatro cuadras detrás de mi casa.

Me quedo con el esplendor de su sonrisa y la sensación cálida de sus ojos verdes en mente. Me quedo con las ganas de pasar los dedos por su brillante cabello rizado y de escuchar la melodía proveniente del murmullo de sus auriculares.

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