Isaac.

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Nadie sabía el destino de aquel muchacho de cabellos rubios. Como una sombra, desaparecía sin dejar rastros en las noches, fueran despejadas o lluviosas, se desvanecía en la nada. Muchos decían verle, contaban la historia de que aquel joven corría desesperado, como si alguien le estuviera esperando al final del día. Su padre, el que estaba todo el día trabajando, y que por las noches se escondía en su habitación, con miedo a lo que la oscuridad pudiese traer, nunca se preocupaba de desmentir aquellos rumores.

Era una familia extraña, pero él, notablemente, era demasiado extraño. Un muchacho apuesto, inteligente y sociable, pero que guardaba tristeza en su mirada, una pena tan grande que le consumía el alma.

Recordaba haberle seguido una noche. Había viento y la lluvia mojaba mi cuerpo entero, pero mi curiosidad era tan grande que se me hizo imposible buscarlo. Cuando llegué a donde él se hallaba, me sorprendí. Se encontraba acostado en el suelo, mirando a las estrellas o tal vez deseando a que apareciera alguna, pues el cielo estaba repleto de nubes que no querían irse. Cuando di un paso atrás, una rama crujió haciendo que la tranquilidad del muchacho se alejara. Sin pensarlo dos veces, corrí hacia otro lugar.

A mi destino.

Yo no era tan conocida como él, claramente. Si bien era sociable, jamás había dado motivos para que los demás pusieran un ojo sobre mí. Solía escaparme sigilosamente, luego de que mis padres se despidieran de mí con un beso de buenas noches. Como si fuera un fantasma, me desplazaba entre las sombras, los árboles eran grandes y lograban cubrirme lo necesario. Cuando no había rastro de casas, comenzaba a correr. Corría como si fuera la última noche de mi vida, como si nada pudiera interponerse en mi camino. Y es que así era.

Mi lugar no quedaba muy lejos de donde se encontraba el muchacho de cabellos rubios, pero era completamente distinto a su escondite. Un pequeño río pasaba por debajo de mis pies, y cuando no hacía mucho frío, quitaba mis zapatillas y sumergía mis pies en el agua. No me importaba si mi pantalón se mojaba, se secaban rápidamente y mis padres tampoco lo notaban.

Era mi lugar preferido. Me gustaba contar mis secretos y mis aventuras al riachuelo, que parecía llevarse mis palabras, mis pequeñas risas y mis susurros junto a él. Como el agua, las palabras fluían sin necesidad de hacer un esfuerzo.  

Nadie sabía de mi lugar preferido. Era un secreto que nadie debía conocer, pues aquel riachuelo no sólo era mi lugar favorito; también era el de mi hermana. Pero ella se había ido, y ahora sólo yo podía mantener con vida su recuerdo. Cuando me sentaba al borde del agua y mis pies se hundían en ella, podía sentir sus pequeñas risas y sus pies jugando con los míos, pataleando y lanzando agua a la nada. En el momento que me acostaba en el pasto, mirando hacia la nada, recordaba su voz, contándome historias de terror que no me dejaban dormir. Cuando caminaba por las rocas, sentía su aroma llegar a mis fosas nasales por el viento que siempre se encontraba allí. Antes, nuestra familia entera nos acompañaba a ambas. Solíamos pasar el día en aquel lugar y luego, al anochecer, nos íbamos, a nuestro hogar. Pero todo cambió cuando ella nos dejó. Nuestros padres dejaron de salir, de reír, de disfrutar. A mí, me tenían con protección durante todo el día, por lo que la noche era el único momento en el que era libre.

Y por aquella razón, era mi lugar preferido.

Pero no sabía la razón por la que aquel lugar, tan tenebroso y lleno de misterios, era el favorito del muchacho de cabellos rubios. Por eso mismo (y porque mi curiosidad era más fuerte que todo lo demás), decidí seguirle una segunda vez. No le perdí de vista ni un segundo, aquel día estaba despejado por lo que seguir su paso fue más fácil que la primera vez.

Cuando llegué a su destino, me escondí detrás del árbol, y le vi sentarse en una roca que se encontraba allí, mirando sus manos y luego dirigiendo sus ojos hacia un punto vacío, que a pesar de ser vacío, podía iluminar su mirada. Esa fue la primera vez que le vi sonreír. Tal era su sonrisa, que yo también lo hice. Algo teníamos en común, y ese algo era la mirada. La conocía. Era de dolor, pero algo en ella reflejaba alegría por el recuerdo que mantenía vivo aquel lugar. Recordaba haber oído la historia de su madre, la que también se había ido.

Decidí salir de mi escondite y mostrar mi rostro. El muchacho, asustado, se alejó un poco más de mí y abrió los ojos más de lo normal. Levanté las manos, intentando tranquilizarlo, y de pronto, ya no era un joven lleno de valentía, era un niño que necesitaba ser acurrucado. Recuerdo haberle escuchado decir "¿quién eres?", y yo, con miedo, le había dicho mi nombre.

Comenzamos a hablar, primero me preguntó por qué le había seguido y luego nuestra conversación se hizo más profunda. Ambos necesitábamos sacar lo que llevábamos, y luego de eso todo se había sentido más liviano. Habíamos hablado de lo mucho que extrañábamos a las personas que se habían ido, y luego, él me explicó la razón por la que aquel era su lugar secreto. Resultó ser la misma razón que la mía, sólo que él tenía recuerdos con su madre. Conversamos durante horas, expresando nuestros sentimientos y haciendo que nuestras almas conectaran entre sí. Después de mucho tiempo, volví a sonreír como solía hacerlo antes.

Habíamos recostado nuestras cabezas en el suelo, mirando a las estrellas y preguntándonos si aquellas personas seguirían allí, con nosotros, observándonos y ayudándonos a tomar nuestras decisiones. No había una respuesta exacta, pero suponer estaba más que bien para nosotros.

Luego de que nuestras bocas se cansaran de decir palabras y nuestros ojos se derritieran ante la infinita luz que las estrellas reflejaban, caímos en un sueño profundo, lleno de paz y alegría. Su mano entrelazada con la mía, ambos nos traspasábamos aquella energía que tanto necesitábamos.

Al despertar, él seguía a mi lado, con nuestras manos aún unidas, y cuando me separé de su lado, despertó al instante, mirándome con sus ojos de color café.

Después de habernos estirado y ordenado nuestras ropas, arrugadas por el contacto con el suelo, hicimos una promesa.

—Así que, ¿prometes no volver a tu escondite sola, a menos que sea de día?

Asentí, con una sonrisa en mi boca.

—¿Y tú? ¿Prometes no volver a tu escondite solo, a menos que sea de día?

El muchacho asintió felizmente.Y desde aquel día, los rumores del muchacho de cabellos rubios desaparecieron, como si nunca hubiera existido aquel lugar secreto, como si él jamás hubiera vivido.

Pero existió, vivió, se convirtió en mi alma gemela, y lo más importante: se convirtió en una persona sociable por quien era, no por ser una leyenda, y jamás volvió a ser llamado como el muchacho de cabellos rubios, al contrario, luego de aquello, todos le llamaban por su nombre.

Isaac.