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Mensaje por StephRG14 Sáb 06 Jun 2015, 3:19 pm

Capitulo 5
Un corazón dividido


Sí, aunque Dios lo busca sin descanso, no hay nada bueno en todo ello; aunque busque en todas mis venas, no
encontrará nada sano dentro excepto amor.
-LORD ALFRED TENNYSON, El Palacio de Arte


Para: Miembros del Consejo
De: Josiah Wayland, Cónsul
Con pesar en el corazón tomo la pluma para escribirles, caballeros. Muchos de ustedes me conocen desde hace un
buen número de años, y durante muchos de ellos les he guiado desde mi cargo de Cónsul. Creo que les he guiado bien,
y que he servido al Ángel lo mejor que he podido. Sin embargo, errar es humano, y creo que erré al nombrar a
Charlotte Branwell directora del Instituto de Londres.
Cuando la nombré para el cargo, creía que seguiría los pasos de su padre y demostraría ser una líder fiel, obediente al
gobierno de la Clave. También creía que su esposo coartaría sus naturales tendencias femeninas hacia la impulsividad
y la irreflexión. Por desgracia, no ha sido el caso. Henry Branwell carece de la fuerza de carácter necesaria para
dominar a su esposa y, sin la restricción de la obligación femenina, ha dejado la virtud de la obediencia muy atrás.
Justo el otro día descubrí que Charlotte había dado órdenes para que la espía Jessamine Lovelace regresara al Instituto
después de su liberación de la Ciudad Silenciosa, contra mis expresos deseos de que fuera enviada a Idris. También
sospecho que presta cierta atención a aquellos que no son amigos de la causa nefilim y pueden, de hecho, estar en
coalición con Mortmain, como sería el caso del licántropo Woolsey Scott.
El Consejo no sirve al Cónsul; siempre ha sido a la inversa. Soy un símbolo del poder del Consejo y de la Clave.
Cuando mi autoridad se socava por la desobediencia, se socava la autoridad de todos nosotros. Mejor tener un joven
obediente, como mi sobrino, cuya valía aún está por probarse, que una persona cuya valía no ha superado la prueba.
En nombre del Ángel,
Cónsul Josiah Wayland


Will recordó.
Otro día, hacía meses, en el dormitorio de Jem. La lluvia golpeaba las ventanas del Instituto y se
deslizaba en forma de regueros.
«¿Y eso es todo? —había preguntado Jem—. ¿Eso es la totalidad? ¿La verdad?»
Había estado sentado a su escritorio, con una pierna doblada sobre la silla bajo él; parecía muy joven.
Su violín apoyado contra la silla. Había estado tocando cuando Will había entrado y, sin preámbulos,
había anunciado que era el fin del fingimiento; tenía una confesión que hacer, y pretendía hacerla
entonces.
Eso había acabado con Bach. Jem había dejado el violín sin apartar los ojos de Will, con la ansiedad
floreciendo en sus ojos plateados mientras su parabatai andaba y hablaba, andaba y hablaba, hasta que
se había quedado sin palabras.
«Eso es todo —había dicho éste al acabar—. No te culpo si me odias. Lo entenderé».
Se había hecho un largo silencio. La mirada de Jem no se había apartado del rostro de Will, fija y
plateada bajo la oscilante luz del fuego.
«Nunca podría odiarte, William».
Éste notó que se le retorcía el estómago ahora, al recordar otro rostro, un par de ojos azul grisáceo
mirándole fijamente.
«He intentado odiarte, Will, pero nunca lo he conseguido», le había dicho ella. En aquel momento, Will
había sido dolorosamente consciente de que lo que le había dicho a Jem no era «la totalidad». Había
más verdad. Estaba su amor por Tessa. Pero ésa era su cruz, no la de Jem. Era algo que debía quedar
oculto para que su amigo fuera feliz.
«Me merezco tu odio —le había dicho Will a Jem, con voz quebrada—. Te he puesto en peligro. Creía
estar maldito y que todo aquel que me quisiera moriría; me permití quererte, y permití que fueras mi
hermano, poniéndote en peligro…»
«No había peligro».
«Pero yo creía que sí. Si te pusiera un revólver en la cabeza, James, y apretara el gatillo, ¿realmente
importaría que yo no supiera que no había balas en la recámara?»
Jem le había mirado con ojos muy abiertos, y luego había reído suavemente.
«¿Crees que no sabía que tenías un secreto? —había dicho—. ¿Pensabas que inicié mi amistad contigo
con los ojos cerrados? No sabía la naturaleza de la cruz con la que cargabas. Pero sabía que había una
cruz. —Se había levantado—. Sabía que te considerabas un veneno para todos los que te rodeaban —
había añadido—. Sé que pensabas que había alguna fuerza corrosiva en tu interior que me quebraría.
Pretendía mostrarte que no me iba a quebrar, que el amor no era tan frágil. ¿Lo conseguí?»
Will se había encogido de hombros, impotente. Casi había deseado que Jem se enfadase con él. Habría
sido más fácil. Nunca se había sentido tan pequeño por dentro como cuando se encontraba con la
expansiva amabilidad de Jem. Pensó en el Satán de Milton. «Avergonzado se hallaba el Diablo / Y
sintió lo terrible que es la bondad».
«Me salvaste la vida», había dicho Will.
Jem había sonreído; una sonrisa tan brillante como el sol alzándose sobre el Támesis.
«Eso es todo lo que siempre he querido».
—¿Will? —Una suave voz le sacó de su ensueño. Tessa, sentada frente a él en el carruaje, sus ojos
grises del color de la lluvia bajo la tenue luz—. ¿En qué estás pensando?
Haciendo un esfuerzo, Will se apartó de sus recuerdos con los ojos fijos en el rostro de Tessa. El rostro
de Tessa; más ancho en los pómulos, ligeramente puntiagudo en la barbilla. Ella no llevaba sombrero, y
la capucha de su capa de brocado estaba echada hacia atrás. Estaba pálida. Will pensó que nunca había
visto un rostro que tuviera tanto poder de expresión: cada una de sus sonrisa dividía el corazón de Will
como un rayo podría partir un árbol, al igual que lo hacía cada una de sus miradas de tristeza. En ese
momento, Tessa le miraba con una preocupación melancólica que le encogió el corazón.
—Jem —dijo él con toda sinceridad—. Estaba pensando en su reacción cuando le hablé de la maldición
de Marbas.
—Sólo sintió tristeza por ti —repuso ella inmediatamente—. Lo sé, me lo ha dicho.
—Tristeza, pero no compasión —replicó él—. Jem siempre me ha dado exactamente lo que necesitaba
de la forma en que lo necesitaba, incluso cuando yo mismo no sabía lo que necesitaba. Todos los
parabatai son entregados. Debemos serlo, para dar tanto de nosotros al otro, incluso aunque ganemos
fuerza al hacerlo. Pero con Jem es diferente. Durante todos estos años he necesitado que viviera, y él
me ha mantenido vivo. Pensaba que él no sabía lo que estaba haciendo, pero quizá sí.
—Quizá —repitió Tessa—. Nunca consideraría que ha malgastado ni un instante de ese esfuerzo.
—¿Te ha dicho algo sobre esto alguna vez?
Tessa negó con la cabeza. Apretaba los puños, en los guantes blancos, sobre el regazo.
—Habla de ti sólo con el mayor orgullo, Will. Te admira más de lo que puedes imaginar. Cuando se
enteró de la maldición, sufrió por ti, pero también tuvo, casi, una especie de…
—¿Vindicación?
Ella asintió.
—Él siempre había creído que tú eras bueno. Y entonces se demostró.
—Oh, no lo sé —repuso él con amargura—. Ser bueno y estar maldito no es lo mismo.
Tessa se inclinó hacia adelante, le cogió la mano y se la apretó entre las suyas. El contacto le produjo el
mismo efecto que un fuego blanco fluyendo por sus venas. No podía notar su piel, sólo la tela de los
guantes, pero no importaba. «Me avivaste, pila de cenizas que soy, hasta que hubo llamas». Alguna vez,
Will se había preguntado por qué el amor siempre se expresaba en términos relacionados con el fuego.
La conflagración en sus propias venas, en ese momento, le dio la respuesta.
—Eres bueno, Will —insistió ella—. No hay nadie en mejor lugar que yo para saber con total
seguridad lo bueno que eres en realidad.
—¿Sabes? —dijo él lentamente, sin desear que ella apartara las manos—. Cuando yo tenía quince años,
Yanluo, el demonio que mató a los padres de Jem, fue abatido finalmente. El tío de Jem decidió
trasladarse de China a Idris, y lo invitó a ir a vivir con él. Jem se negó, por mí. Dijo que no se deja al
parabatai. Eso es parte de lo que dice el juramento. «Tu gente será mi gente». Me pregunto si, de haber
tenido la oportunidad de regresar con mi familia, habría hecho lo mismo por él.
—Lo estás haciendo —contestó Tessa—. No pienses que no sé que Cecily quiere que vuelvas a casa
con ella. Y no pienses que no sé que te quedas por Jem.
—Y por ti —dijo él antes de darse cuenta. Ella apartó las manos, y él maldijo en silencio, pero
salvajemente.
«¿Cómo he podido ser tan imbécil? ¿Cómo he podido, después de dos meses? He tenido tanto
cuidado… Mi amor por ella sólo es una carga que ella soporta por educación. Recuérdalo».
Pero Tessa sólo estaba apartando la cortina mientras el carruaje se detenía. Estaban entrando en una
cochera reconvertida, de cuya entrada colgaba un cartel:
TODOS LOS COCHEROS DEBEN HACER CAMINAR A SUS CABALLOS AL PASAR POR ESTE ARCO DE ENTRADA.
—Ya hemos llegado —anunció Tessa, como si él no hubiera dicho nada.
Tal vez no lo hubiera hecho, pensó Will. Quizá no lo hubiera dicho en voz alta. Igual sólo estaba
perdiendo la cabeza. La verdad era que eso no era inimaginable, dadas las circunstancias.
Cuando se abrió la puerta del vehículo, llevó consigo una ráfaga del frío aire de Chelsea. Will vio a
Tessa alzar la cabeza mientras Cyril la ayudaba a bajar. Se reunió con ella en los adoquines. El lugar
olía al Támesis. Antes de que construyeran el Embankment, el río fluía mucho más cerca de esa fila de
casas, cuyos bordes quedaban suavizados por la luz de gas en medio de la oscuridad. En esos tiempos,
el curso el río se había desviado, pero aún se podía oler la sal, la suciedad y el hierro del agua.
La fachada del número 16 era típicamente georgiana, hecha de sencillo ladrillo rojo, con un ventanal
que sobresalía sobre la puerta principal. Había un patio pavimentado y un jardín detrás de una elegante
verja con gran cantidad de elaboradas volutas en hierro forjado. Estaba abierta. Tessa la atravesó, subió
los escalones de entrada y llamó a la puerta, con Will a sólo unos pasos por detrás.
Woolsey Scott abrió la puerta, ataviado con una bata de brocado de color amarillo canario sobre los
pantalones y la camisa. Llevaba un monóculo, y los miró a ambos con cierto desagrado.
—¡Vaya! —exclamó—. Habría hecho que os abriera el criado y os enviara a paseo, pero he pensado
que erais otra persona.
—¿Quién? —preguntó Tessa, y a Will le pareció que no tenía nada que ver con el asunto, pero ella era
así: siempre estaba haciendo preguntas, hasta el punto que si se quedaba sola en una habitación, no era
extraño que comenzara a hacer preguntas a los muebles y las plantas.
—Alguien con absenta.
—Sigue tomándola y acabarás creyendo que tú eres otra persona —comentó Will—. Estamos buscando
a Magnus Bane; si no está aquí, dínoslo y no te robaremos más tiempo.
Woolsey suspiró como si le hubieran convencido.
—Magnus —llamó—. Es tu chico de los ojos azules.
Se oyeron pasos en el pasillo detrás de Woolsey, y apareció Magnus vestido de etiqueta, como si
acabara de regresar de un baile. Pechera y puños almidonados, frac negro de largos faldones, y el
cabello como una quebrada cresta de seda negra. Pasó los ojos de Will a Tessa.
—¿Y a qué debo el honor, a una hora tan avanzada?
—Un favor —contestó Will, y se corrigió cuando vio a Magnus alzar las cejas—. Una pregunta.
Woolsey suspiró y se apartó de la puerta.
—Muy bien. Pasad al salón.
Nadie se ofreció a cogerles los sombreros o los abrigos, y cuando llegaron al salón, Tessa se quitó los
guantes y puso las manos ante el fuego de la chimenea, temblando levemente. Su cabello era una masa
húmeda de rizos en la nuca, y Will apartó la mirada de ella antes de poder recordar la sensación de
pasar las manos por ese cabello y notar los mechones enredándosele en los dedos. En el Instituto, con
Jem y los otros para distraerlo, le resultaba más fácil no olvidar que no debía recordar así a Tessa. Allí,
con la sensación de estar enfrentándose al mundo con ella a su lado, con la sensación de que ella estaba
allí por él en vez de, como debía ser, por la salud de su prometido, le resultaba casi imposible.
Woolsey se dejó caer sobre un sillón de flores. Se había sacado el monóculo del ojo y lo balanceaba
colgado del dedo por la larga cadena.
—No puedo esperar para saber de qué va todo esto.
Magnus fue a la chimenea y se apoyó en la repisa: era la viva imagen de un dandi. La sala estaba
pintada de un azul pálido y decorada con cuadros que mostraban grandes extensiones de granito,
brillantes mares azules, y hombres y mujeres con vestidos de la época clásica. Will creyó reconocer una
reproducción de un Alma-Tadema, porque debía de ser una reproducción, ¿o no?
—No mires boquiabierto las paredes, Will —lo reprendió Magnus—. Llevas meses ausente. ¿Qué te
trae aquí ahora?
—No quería molestarte —masculló Will. Sólo era verdad en parte. Una vez Magnus había demostrado
que la maldición que Will creía tener era falsa, éste le había evitado, y no porque estuviera enfadado
con el brujo, o porque no lo siguiera necesitando, sino porque ver a Magnus le causaba dolor. Le había
escrito una breve nota, diciéndole lo que había pasado y que su secreto ya no era tal. Le había hablado
del compromiso de Jem y Tessa. Había pedido a Magnus que no le contestara—. Pero esto… esto es
una crisis.
Magnus abrió mucho sus ojos de gato.
—¿Qué clase de crisis?
—Es sobre el yin fen —le dijo Will.
—¡Cáspita! —exclamó Woolsey—. ¿No me digas que mi manada vuelve a tomar eso?
—No —negó Will—. No queda nada para tomar.
Por la expresión de Magnus, vio que éste comenzaba a entenderlo y siguió explicando la situación, lo
mejor que pudo. Mientras Will hablaba, Magnus no cambió de expresión más de lo que lo hacía Iglesia
cuando alguien le hablaba. Magnus se limitó a observarle con sus ojos verde dorado hasta que Will
concluyó.
—¿Y sin el yin fen? —preguntó el brujo finalmente.
—Jem morirá —contestó Tessa mientras se ponía de espaldas a la chimenea. Tenía las mejillas de color
rosa clavel, pero Will no supo decir si era por el calor del fuego o por el estrés de la situación—. No
inmediatamente, pero… en una semana. Su cuerpo no puede mantenerse sin ese polvo.
—¿Cómo lo toma? —inquirió Woolsey.
—Disuelto en agua, o inhalado. ¿Y eso qué tiene que ver? —quiso saber Will.
—Nada —respondió Woolsey—. Sólo me lo preguntaba. Las drogas demoníacas son muy curiosas.
—Para nosotros, que lo queremos, es bastante más que curioso —replicó Tessa. Alzaba la barbilla, y
Will recordó lo que le había dicho a ella una vez, sobre ser como Boadicea. Era valiente, y él la adoraba
por eso, incluso si ese valor lo empleaba en defensa de su amor por otra persona.
—¿Y por qué habéis venido a mí con esto? —quiso saber Magnus a media voz.
—Nos has ayudado antes —explicó Tessa—. Hemos pensado que quizá pudieras ayudarnos de nuevo.
Ayudaste con De Quincey…, y a Will, con su maldición…
—No estoy a vuestra disposición para cuando se os antoje —aclaró Magnus—. Ayudé con De Quincey
porque Camilla me lo pidió, y a Will, una vez, porque me ofreció un favor a cambio. Soy un brujo. Y
no sirvo a los cazadores de sombras de forma gratuita.
—Y yo no soy una cazadora de sombras —aseveró Tessa.
Se hizo el silencio.
—Hum —repuso Magnus después, mientras se alejaba de la chimenea—. Al parecer, Tessa, hay que
felicitarte, ¿no?
—Yo…
—Por tu compromiso con James Carstairs.
—Oh. —La chica se sonrojó, y se le fue la mano al cuello, donde siempre llevaba el colgante de la
madre de Jem, que él le había regalado—. Sí. Gracias.
Will sintió, más que vio, los ojos de Woolsey sobre los tres, Magnus, Tessa y él, pasando de uno al otro,
y a la mente tras esos ojos examinando, deduciendo y disfrutando.
Will se irguió.
—Estaré encantado de ofrecerte lo que sea —afirmó—. Otro favor, o lo que quieras, a cambio del yin
fen. Si es un pago, podría arreglarlo… es decir, podría intentar…
—Quizá te haya ayudado antes —repuso Magnus—. Pero esto… —Suspiró—. Pensad, vosotros dos. Si
alguien está comprando todo el yin fen del país, entonces ese alguien tiene un motivo. ¿Y quién tiene
un motivo para hacer eso?
—Mortmain —susurró Tessa antes de que Will pudiera decirlo.
Éste aún podía recordar su propia voz:
«Los agentes de Mortmain han estado comprando la provisión de yin fen del East End. Lo he
confirmado. Si te hubieras quedado sin y él fuera el único con un cargamento…».
«… Estaríamos en su poder —continuó Jem—. A no ser que estuvieras dispuesto a dejarme morir,
claro, que ése sería el curso de acción razonable».
Pero con suficiente yin fen para doce meses, Will había pensado que no había peligro. Había pensado
también que Mortmain buscaría otro modo de hostigarlos y atormentarlos, porque sin duda vería que
ese plan no podía funcionar. Will no se había esperado que la reserva de un año de la droga se acabara
en ocho semanas.
—No quieres ayudarnos —le espetó Will al brujo—. No quieres posicionarte como enemigo de
Mortmain.
—Bueno, ¿y puedes culparle? —Woolsey se levantó en medio de un torbellino de seda amarilla—.
¿Qué puedes tener para ofrecer que haga que le valga la pena correr ese riesgo?
—Te daré lo que sea —contestó Tessa en una voz tan grave que resonó en los huesos de Will—.
Cualquier cosa que quieras, si puedes ayudarnos a hacer algo por Jem.
Magnus se agarró un puñado de pelo negro.
—¡Dios, vaya par! Puedo hacer algunas averiguaciones. Rastrear algunas de las rutas comerciales
menos corrientes. Old Molly…
—Ya he ido a visitarla —informó Will—. Algo la ha asustado tanto que no quiere ni arrastrarse fuera
de su tumba.
Woolsey bufó.
—¿Y eso no te dice nada, pequeño cazador de sombras? ¿Realmente vale la pena todo esto sólo para
alargar la vida de tu amigo unos pocos meses más, otro año? Morirá de todas formas. Y cuando antes
muera, antes podrás tener a su prometida, de la que estás enamorado. —Lanzó una mirada divertida
hacia Tessa—. En realidad deberías estar contando con ganas los días que le faltan para morirse.
Will no supo lo que pasó después de eso; de repente todo se volvió blanco, y el monóculo de Woolsey
voló por la sala. Will se dio en la cabeza con algo doloroso, y el licántropo estaba bajo él, pateando y
maldiciendo, y ambos rodaban por encima de la alfombra, y notó un agudo dolor en la muñeca, donde
Woolsey le había arañado con las garras. El dolor le aclaró la cabeza, y se dio cuenta de que éste lo
tenía inmovilizado contra el suelo, con los ojos amarillos y mostrando los dientes, agudos como
cuchillos, dispuesto a morder.
—¡Parad, parad! —Tessa, junto a la chimenea, había cogido un atizador.
Will se ahogaba; le puso una mano a Woolsey en la cara, empujándolo. Él lanzó un grito, y de repente
su peso ya no estaba sobre el pecho de Will. Magnus había alzado al licántropo y lo había tirado hacia
un lado. Luego agarró por la espalda a Will, y éste se encontró siendo arrastrado fuera de la sala, con
Woolsey mirándolo, una mano en el pómulo, donde el anillo de plata de Will le había quemado.
—¡Suéltame, suéltame! —Will se debatía, pero Magnus lo aferraba con mano de hierro. Lo llevó por el
pasillo hasta la biblioteca medio iluminada. El chico dio un último tirón justo cuando Magnus lo
soltaba, lo que resultó en un tambaleo muy poco elegante que lo llevó contra el respaldo de un sofá de
terciopelo rosa—. No puedo dejar a Tessa sola con Woolsey…
—Su virtud no corre ningún peligro con él —replicó Magnus secamente—. Woolsey se comportará,
que es más de lo que puedo decir de ti.
Will se volvió con lentitud mientras se limpiaba la sangre de la cara.
—Me estás mirando muy fijamente —dijo Will a Magnus—. Te pareces a Iglesia antes de morder a
alguien.
—Empezar una pelea con el líder de los Preator Lupus… —repuso el brujo con amargura—. Ya sabes
lo que te haría su manada si les dieras la menor excusa. Quieres morir, ¿verdad?
—No —contestó Will, y se sorprendió un poco a sí mismo.
—No sé por qué te ayudé.
—Te gustan las causas perdidas.
Magnus dio dos zancadas en la sala; le cogió el rostro entre sus largos dedos y le alzó la barbilla.
—No eres el Sydney Carton de la novela de Dickens —dijo—. ¿De qué serviría que murieras por
James Carstairs cuando, de todas formas, él también está muriendo?
—Porque si lo salvo, entonces habrá valido la pena…
—¡Dios! —exclamó Magnus, y entrecerró los ojos—. ¿Qué habrá valido la pena? ¿Qué puede valer la
pena?
—¡Todo lo que he perdido! —gritó Will—. ¡Tessa!
Magnus le soltó el rostro. Dio varios pasos hacia atrás y respiró profunda y lentamente, como si
estuviera contando en silencio hasta diez.
—Lo siento —dijo finalmente—. Por lo que Woolsey ha dicho.
—Si Jem muere, no podré estar con Tessa —explicó Will—. Porque sería como si hubiera estado
esperando que se muriera, o como si me alegrara en parte por su muerte, porque me permitiría estar con
Tessa. Y no seré esa persona. No me aprovecharé de su muerte. Así que debe vivir. —Bajó el brazo; la
manga estaba ensangrentada—. Es la única manera de que esto pueda tener algún sentido. De otro
modo, sólo sería…
—¿Sufrimiento y dolor innecesario y sin sentido? No creo que te sirva de nada que te diga que así es la
vida. El bien sufre, el mal florece, y todo lo que es mortal fenece.
—Quiero más que eso —repuso Will—. Tú hiciste que quisiera más que eso. Me enseñaste que sólo
estaba maldito porque había decidido creer que lo estaba. Tú me dijiste que había posibilidades,
sentidos. Y ahora quieres dar la espalda a lo que has creado.
Magnus soltó una carcajada.
—Eres incorregible.
—Eso ya lo he oído decir. —Will se apartó del sofá, con una mueca de dolor—. Entonces ¿me
ayudarás?
—Te ayudaré. —De la pechera de su camisa, el brujo sacó algo que colgaba de una cadena, algo que
brillaba con una suave luz roja. Una piedra cuadrada roja—. Coge esto.
Se la puso en la palma y le cerró los dedos.
Will lo miró confundido.
—Esto era de Camille.
—Se lo regalé yo —comentó Magnus, con un amargo gesto de la comisura de la boca—. El mes
pasado me devolvió todos mis regalos. Más te vale cogerlo. Avisa cuando hay demonios cerca. Podría
funcionar con esas creaciones mecánicas de Mortmain.
—«El amor verdadero no muere» —leyó Will, traduciendo la inscripción en la parte trasera de la piedra
bajo la luz del pasillo—. No puedo ponerme esto, Magnus, es demasiado bonito para un hombre.
—Y tú también. Vete a casa y lávate. Te visitaré en cuanto tenga información. —Clavó en el chico una
penetrante mirada—. Y mientras tanto, haz todo lo que puedas para merecer mi ayuda.
—Si te acercas a mí, te machacaré la cabeza con este atizador —amenazó Tessa, mientras blandía el
instrumento entre ella y Woolsey como si fuera una espada.
—No dudo de que lo harías —repuso él, mientras la miraba con una especie de reacio respeto, y se
enjugaba la sangre de la barbilla con un pañuelo con monograma. Will también estaba manchado de
sangre, la suya y la de Woolsey; sin duda se encontraba en otra habitación con Magnus, dejando rastros
por todas partes. Will nunca se preocupaba demasiado de la pulcritud, e incluso menos cuando se
dejaba llevar por las emociones—. Ya veo que empiezas a parecerte a esos cazadores de sombras que
pareces adorar tanto. ¿Qué te llevó a prometerte con uno de ellos? Y además, uno que se muere.
Tessa sintió que le invadía la rabia, y se planteó golpear a Woolsey con el atizador, se acercara o no.
Pero éste se había movido con una velocidad endiablada cuando luchaba con Will, y Tessa no creía
tener muchas posibilidades.
—No conoces a James Carstairs. No hables de él.
—Lo amas, ¿no? —El licántropo consiguió hacer que esa pregunta sonara desagradable—. Pero
también amas a Will.
Tessa se quedó helada por dentro. Ya sabía que Magnus conocía lo que Will sentía por ella, pero la idea
de tener escrito en el rostro lo que ella sentía por él era demasiado aterradora para imaginárselo.
—Eso no es cierto.
—Mentirosa —repuso Woolsey—. La verdad, ¿qué diferencia hay si muere uno de ellos? Siempre
tendrás una buena segunda opción.
Tessa pensó en Jem, en la forma de su rostro, en sus ojos cerrados para concentrarse cuando tocaba el
violín, en la curva de su boca cuando sonreía, en sus dedos cuidadosamente puestos sobre los de ella…
todo lo que quería de una forma inexpresable.
—Si tuvieras dos hijos —preguntó—, ¿dirías que no pasa nada porque uno se muera, ya que aún te
queda el otro?
—Se puede querer a dos hijos. Pero el corazón sólo se puede entregar a una persona para amar —
contestó él—. Así es Eros, ¿no? Eso nos cuentan las novelas, aunque yo, personalmente, nunca lo he
experimentado.
—He acabado entendiendo algo sobre las novelas —repuso Tessa.
—¿Y qué es?
—Que no son ciertas.
Woolsey arqueó una ceja.
—Eres bien curiosa —admitió—. Diría que puedo ver en ti lo que esos muchachos ven, pero… —Se
encogió de hombros. Su bata amarilla tenía un largo corte ensangrentado—. Las mujeres son algo que
nunca he llegado a entender.
—¿Y qué es lo que encuentras tan misterioso en ellas?
—Qué sentido tienen, básicamente.
—Bueno, debes de tener una madre —replicó Tessa.
—Alguien me parió, sí —respondió Woolsey sin demasiado entusiasmo—. Casi no la recuerdo.
—Quizá, pero no existirías sin una mujer, ¿no? Por poco uso que nos encuentres, somos más
inteligentes, más resueltas y más pacientes que los hombres. Los hombres serán más fuertes, pero es la
mujer la que aguanta.
—¿Es eso lo que estás haciendo? ¿Aguantar? Seguramente, una mujer prometida debería ser más feliz.
—La recorrió con sus ojos claros—. Un corazón dividido en dos partes contrarias no puede aguantar,
como dices. Los amas a los dos, y eso te está destrozando.
—Casa —lo corrigió Tessa.
Él alzó una ceja.
—¿A qué viene eso?
«Una casa dividida en dos partes contrarias no puede aguantar». Eso dijo Lincoln; no un corazón.
Quizá no deberías tratar de emplear citas si no las sabes correctamente.
—Y quizá tú deberías dejar de tenerte lástima —replicó él—. La mayoría de la gente se considera
afortunada por tener un solo gran amor en su vida. Tú tienes dos.
—Dice el hombre que no tiene ninguno.
—¡Oh! —Woolsey se llevó las manos al corazón y se tambaleó fingiendo un desmayo—. La paloma
tiene dientes. Muy bien, si no deseas discutir cuestiones personales, entonces ¿quizá algo más general?
¿Tu propia naturaleza? Magnus parece convencido de que eres una bruja, pero yo no estoy tan seguro.
Creo que debes de tener algo de sangre de hada, porque ¿cuál es la magia de cambiar de forma si no la
magia de la ilusión? ¿Y quiénes son los maestros de la magia y la ilusión si no las hadas?
Tessa pensó en el hada de cabello azul en la fiesta de Benedict, que afirmaba haber conocido a su
madre, y la respiración se le atoró en la garganta. Antes de que pudiera decirle nada más a Woolsey,
Magnus y Will entraron por la puerta; su amigo, como era de esperar, tan ensangrentado como antes y
con aspecto de estar enfadado. Miró de Tessa a Woolsey y soltó una breve carcajada.
—Supongo que tenías razón, Magnus —dijo—. Tessa no tiene que temer nada de él. Pero no se podría
decir lo mismo a la inversa.
—Tessa, cariño, deja el atizador —le pidió Magnus, extendiendo la mano—. Woolsey puede ser
horrible, pero hay mejores formas de aguantar su mal humor.
La chica lanzó una última mirada al licántropo y le entregó el atizador a Magnus. Fue a buscar sus
guantes y la chaqueta de Will, y en ese momento hubo una confusión de movimiento y voces, y luego
oyó reír a Woolsey. No estaba prestando casi ninguna atención; estaba demasiado concentrada en Will.
Por su expresión, podía saber ya que, fuera lo que fuese que Magnus y él se hubieran dicho en privado,
no había resuelto el problema de la droga de Jem. Parecía acosado, y un poco letal, con la sangre
salpicada en los altos pómulos, lo que hacía resaltar el azul de sus ojos.
El brujo los acompañó desde el salón hasta la puerta, donde el aire frío golpeó a Tessa como una ola. Se
puso los guantes y se despidió de éste con una inclinación de cabeza. Magnus cerró la puerta, y los dejó
en la oscuridad de la noche.
El Támesis destellaba más allá de la vegetación, las calzadas y el Embankment, y las farolas de gas del
puente de Battersea rielaban sobre el agua, un nocturno de azules y oro. La sombra del carruaje era
visible bajo los árboles junto a la verja. Por encima de ellos, la luna aparecía y desaparecía entre los
bancos de nubes grises.
Will estaba absolutamente inmóvil.
—Tessa —dijo.
Su voz sonaba peculiar, rara y ahogada. Tessa se apresuró a llegar junto a él, y le miró a la cara. El
rostro de Will era tan cambiante como la propia luz de la luna; nunca le había visto una expresión tan
fija.
—¿Ha dicho que te ayudaría? —susurró ella—. ¿Magnus?
—Lo intentará, pero… por la forma en que me ha mirado… sentía lástima de mí, Tess. Eso significa
que no hay esperanza, ¿verdad? Si hasta Magnus piensa que nuestros esfuerzos están condenados al
fracaso, entonces no puedo hacer nada más, ¿no?
Tessa le puso la mano en el brazo. Él no se movió. Resultaba tan extraño estar tan cerca de él…, notar
su presencia y la sensación tan familiar que le producía, cuando durante meses se habían estado
evitando y casi ni habían hablado. Él ni siquiera había querido mirarla a los ojos. Y ahí estaba él,
oliendo a jabón, lluvia, sangre y Will…
—Has hecho tanto… —le susurró ella—. Magnus intentará ayudar, y nosotros seguiremos buscando y
quizá salga algo. No puedes perder la esperanza.
—Lo sé. Lo sé. Y, sin embargo, siento tanto temor en el corazón como si fuera la última hora de mi
vida. No es la primera vez que siento desesperación, Tessa, pero nunca he experimentado tanto miedo.
Y, aun así, lo sabía… siempre lo he sabido…
«Que Jem moriría». Tessa no lo dijo. Estaba entre ellos, sin pronunciarlo.
—¿Quién soy yo? —preguntó él en un susurro—. Durante años he fingido ser quien no era, y entonces
me alegro de poder regresar a mi verdadero yo y sólo descubro que no hay ningún verdadero yo al que
regresar. Era un niño corriente, y luego fui un hombre no muy bueno, y ahora ya no sé cómo ser
ninguna de esas dos cosas. No sé lo que soy, y cuando Jem no esté, no habrá nadie que me lo pueda
mostrar.
—Yo sé perfectamente quién eres. Eres Will Herondale. —Eso fue todo lo que ella dijo.
Y de repente él la había rodeado con los brazos y le apoyaba la cabeza en el hombro. Al principio,
Tessa se quedó inmóvil de puro asombro, y luego, lentamente, fue devolviéndole el abrazo, sujetándolo
mientras él temblaba. No estaba llorando; era otra cosa, una especie de paroxismo, como si se estuviera
ahogando. Tessa sabía que no debía tocarlo, no obstante, no podía imaginar que su prometido quisiera
que apartara a Will en un momento así. Ella no podía ser Jem para Will, pensó, no podía ser su brújula
que siempre apuntaba al norte pero, al menos, podía aligerar el peso con el que cargaba.
—¿Te gustaría quedarte con esa tabaquera tan horrorosa que alguien me ha regalado? Es de plata, así
que no puedo tocarla —dijo Woolsey.
Magnus, que se hallaba en el ventanal del salón, con la cortina abierta sólo lo justo para poder ver a
Will y a Tessa ante su puerta, aferrándose uno a la otra como si su vida dependiera de ello, masculló
una respuesta evasiva.
Woolsey puso los ojos en blanco.
—¿Aún siguen ahí fuera?
—Eso parece.
—Un lío, todo este asunto del amor romántico —comentó Woolsey—. Mucho mejor como lo hacemos
nosotros. Sólo importa lo físico.
—Sin duda —convino Magnus. Will y Tessa se habían separado por fin, aunque aún seguían cogidos
de la mano. La chica parecía estar convenciéndolo de que bajara los escalones—. ¿Crees que te habrías
casado, de no haber tenido sobrinos que perpetuaran el nombre de la familia?
—Supongo que me habría visto obligado a hacerlo. ¡Por Dios, los santos, la vaca y el Preator Lupus!
—Woolsey rió; se había servido una copa de vino tinto de la botella que estaba en el aparador, y lo
removió mirando sus cambiantes profundidades—. Le has dado a Will el collar de Camille —observó.
—¿Cómo lo sabes? —Magnus sólo prestaba atención a medias a esa conversación; la otra mitad estaba
observando cómo Will y Tessa iban hacia su carruaje. De algún modo, a pesar de la diferencia de altura
y constitución, parecía que era él quien se apoyaba en ella.
—Lo llevabas cuando has salido de la sala con él, pero no cuando has regresado. No creo que le hayas
dicho lo que vale, ¿verdad? ¿Que lleva un rubí que costaría más que todo el Instituto entero?
—No lo quería —informó Magnus.
—¿Un trágico recuerdo del amor perdido?
—No hace juego con mi piel —replicó el brujo. Will y Tessa ya se hallaban en el carruaje, y el cochero
estaba sacudiendo las riendas—. ¿Crees que tiene alguna oportunidad?
—¿Quién?
—Will Herondale. De ser feliz.
Woolsey suspiró profundamente y dejó la copa.
—¿Hay alguna posibilidad de que tú seas feliz si él no lo es?
No contestó.
—¿Estás enamorado de él? —insistió Woolsey, con curiosidad, no con celos. Magnus se preguntó
cómo sería tener un corazón así, o mejor, no tener corazón en absoluto.
—No —contestó Magnus—. Me lo he preguntado, pero no. Es algo diferente. Siento que le debo algo.
He oído decir que cuando salvas una vida, eres responsable de esa vida. Me siento responsable de ese
chico. Si nunca encuentra la felicidad, sentiré que le he fallado. Si no puedo mantener a su parabatai
con él, sentiré que le he fallado.
—Entonces, le fallarás —repuso Woolsey—. Mientras tanto, mientras te quejas y buscas yin fen, creo
que voy a viajar. A ver el campo. En invierno, la ciudad me deprime.
—Haz lo que quieras. —Magnus cerró la cortina, por lo que dejó de ver cómo el carruaje que

transportaba a Will y a Tessa desaparecía en el horizonte.

Para: Cónsul Josiah Wayland
De: Inquisidor Victor Whitelaw
Josiah:
Me he preocupado profundamente al conocer tu carta al Consejo sobre el tema de Charlotte Branwell. Como viejos
conocidos que somos, había esperado que pudieras hablarme con más libertad a mí de lo que lo has hecho con ellos.
¿Hay algún asunto relacionado con ella que te preocupe? Su padre era un buen amigo de ambos, y no me consta que
ella haya cometido ningún acto deshonesto.
Tuyo,
Victor Whitelaw
StephRG14
StephRG14


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Cazadores de sombras - Página 8 Empty LOS ORÍGENES- PRINCESA MECÁNICA

Mensaje por StephRG14 Sáb 06 Jun 2015, 3:26 pm

Capitulo 6
Que la oscuridad

Que el amor sujete al dolor para que ambos no se hundan, que la oscuridad conserve su lustre de cuervo; ah, más
dulce estar borracho de pérdida, bailar con la muerte, golpear el suelo.
ALFRED, LORD TENNYSON, In Memoriam A. H. H.


Para: Inquisidor Victor Whitelaw
De: Cónsul Josiah Wayland
Es con cierta turbación que te escribo esta carta, Victor, puesto que hace ya años que nos conocemos. Me siento un
poco como la profetisa Casandra, condenada a saber la verdad y a que nadie la creyera. Quizá sea mi pecado de
soberbia lo que puso a Charlotte Branwell en el puesto que ahora ocupa y desde el cual me atormenta.
Socava mi autoridad constantemente, una inestabilidad que me temo que pueda causar en la Clave un severo… Lo que
debería haber sido un desastre para ella —la revelación de que albergaba espías bajo su techo, la complicidad de la
chica Lovelace con los planes del Magíster— se ha recreado como un triunfo. Que no se haya visto al Magíster ni se
haya oído hablar de él se ha adjudicado al buen juicio de Charlotte, y no se ve, como sospecho que es, como una
retirada táctica y una reagrupación de fuerzas por su parte. Aunque soy el Cónsul y guío a la Clave, me parece que

éste pasará a la historia como el tiempo de Charlotte Branwell, y que mi legado se perderá.


Para: Inquisidor Victor Whitelaw
De: Cónsul Josiah Wayland
Victor:
Aunque aprecio tu interés, no tengo ninguna ansiedad con respecto a Charlotte Branwell que no conste en mi carta al
Consejo.
Que la fuerza del Ángel te dé valor en estos tiempos revueltos,
Josiah Wayland

Al principio, el desayuno fue tranquilo. Gideon y Gabriel bajaron juntos, ambos contenidos, Gabriel
casi sin decir palabra, aparte de pedirle a Henry que le pasara la mantequilla. Cecily se había colocado
en el extremo más lejano de la mesa y estaba leyendo un libro mientras comía; Tessa ansiaba ver el
título, pero Cecily había colocado el libro en un ángulo que se lo impedía. Las ojeras oscuras de Will,
frente a Tessa, evidenciaban su falta de sueño, un recuerdo de su ajetreada noche; la misma Tessa
removía con el tenedor sin ningún entusiasmo su desayuno, en silencio hasta que la puerta se abrió y
Jem entró.
Ella alzó la mirada sorprendida y con una sacudida de placer. Él se deslizó ágilmente en una silla junto
a la chica.
—Buenos días.
—Tienes mucho mejor aspecto, Jemmy —comentó Charlotte, encantada.
¿«Jemmy»? Tessa miró a Jem divertida; él se encogió de hombros y le lanzó una sonrisa como de
disculpa.
Tessa miró por la mesa y encontró a Will observándolos. Sus miradas se rozaron, sólo un momento,
Tessa con una pregunta en los ojos. ¿Había alguna posibilidad de que, de algún modo, Will hubiera
hallado yin fen desde su vuelta a casa y esa mañana? Pero no, él parecía tan sorprendido como ella.
—Estoy bastante mejor —repuso Jem—. Los Hermanos Silenciosos han sido de gran ayuda. —Se fue a
servir una taza de té, y Tessa observó los huesos y los tendones moviéndose en su delgada muñeca,
angustiosamente visibles. Cuando Jem dejó la tetera, ella le buscó la mano por debajo de la mesa, y él
se la cogió. Enlazó sus finos dedos con los de ella, tranquilizadores.
La voz de Bridge flotó desde la cocina.
Frío sopla el viento hoy, mi amor, Frías son las gotas de lluvia; El primer amor que tuve, Muerto
fue en el bosque verde. Haré tanto por mi amado Como cualquier joven debe; Sentada lloraré junto a
su tumba Durante doce meses y un día.
—¡Por el Ángel, qué deprimente es esta chica! —exclamó Henry, mientras dejaba el periódico justo
encima de su plato, por lo que sus bordes se empaparon de yema de huevo. Charlotte abrió la boca
como para reñirle, pero la cerró de nuevo—. Todo son corazones rotos, muerte y amor no
correspondido.
—Bueno, eso es de lo que tratan la mayoría de las canciones —comentó Will—. El amor correspondido
es ideal, pero no sirve de mucho para una balada.
Jem alzó la mirada, pero antes de que pudiera decir nada, una gran reverberación resonó por todo el
Instituto. Tessa ya estaba lo suficientemente acostumbrada a su hogar en Londres para saber que era el
sonido de la campana de la puerta. Todos en la mesa miraron a la vez a Charlotte, como si tuvieran la
cabeza sujeta por muelles.
Ésta, sobresaltada, dejó el tenedor.
—¡Oh, vaya! —exclamó—. Hay algo que os tenía que decir a todos, pero…
—¿Señora? —Era Sophie, que entraba en la sala con una bandeja en la mano. Tessa no pudo evitar
notar que aunque Gideon la estaba mirando, ella parecía evitar a posta su mirada, mientras se
ruborizaba levemente—. El cónsul Wayland está abajo y pide hablar con usted.
Charlotte cogió el papel doblado de la bandeja, lo miró y suspiró.
—Muy bien. Dile que suba.
Sophie desapareció en un remolino de faldas.
—¿Charlotte? —Henry parecía perplejo—. ¿Qué está pasando?
—Eso. —Will dejó que sus cubiertos resonaran contra el plato—. ¿El Cónsul? ¿Interrumpiendo nuestro
desayuno? ¿Qué vendrá después? ¿El Inquisidor a tomar el té? ¿Picnics con los Hermanos Silenciosos?
—Tartas de pato en el parque —se mofó Jem por lo bajini, y Will y él se sonrieron, sólo un instante,
antes de que la puerta se abriera y entrara el cónsul.
El cónsul Wayland era un hombre corpulento, de poderoso pecho y brazos robustos. Su túnica siempre
parecía colgarle un poco rara de los anchos hombros. Tenía una barba rubia como un vikingo, y en ese
momento su expresión era tormentosa.
—Charlotte —dijo sin ningún preámbulo—, estoy aquí para hablar de Benedict Lightwood.
Se oyó un leve roce; Gabriel había agarrado el mantel. Gideon puso una mano sobre la muñeca de su
hermano, parándolo, pero el Cónsul ya los estaba mirando.
—Gabriel —dijo—. Pensaba que irías a casa de los Blackthorn con tu hermana.
El aludido aferró con fuerza el asa de su taza.
—Están muy afectados por la muerte de Rupert —se justificó él—. No he creído que fuera un buen
momento para entrometerse.
—Aunque quizá podría ser bastante incómodo residir con tu hermana, considerando que ha puesto una
queja contra ti por asesinato.
Gabriel hizo un ruido como si alguien le hubiera echado agua hirviendo por encima. Gideon tiró la
servilleta sobre la mesa y se puso en pie.
—¿Que Tatiana ha hecho qué? —preguntó.
—Ya me has oído —contestó el Cónsul.
—No fue asesinato —puntualizó Jem.
—Eso dices tú —replicó el Cónsul—. Me han informado de que sí lo fue.
—¿También se le ha informado de que Benedict se había convertido en un gusano gigantesco? —
inquirió Will, y Gabriel lo miró sorprendido, como si no se hubiera esperado que el chico le defendiera.
—Will, por favor —medió Charlotte—. Cónsul, ayer te notifiqué que Benedict Lightwood había sido
descubierto en las últimas fases de astriola…
—Me explicaste que hubo una batalla y que él resultó muerto —prosiguió el Cónsul—. Pero lo que
oigo que se dice es que estaba enfermo con la viruela, y que como resultado, fue perseguido y
asesinado a pesar de no ofrecer resistencia.
Will, con los ojos sospechosamente brillantes, abrió la boca. Jem se la tapó con la mano.
—No puedo entender —comenzó Jem, hablando por encima de las apagadas protestas de Will— cómo
puede saber que Benedict Lightwood está muerto, pero no cómo ha ocurrido. Si no hay un cuerpo que
encontrar, es porque se había convertido en más demonio que humano, y se desvaneció al morir, como
hacen los demonios. Pero los criados desaparecidos, la muerte del propio esposo de Tatiana…
El Cónsul parecía cansado.
—Tatiana Blackthorn dice que un grupo de cazadores de sombras del Instituto asesinó a su padre y que
Rupert resultó muerto en el altercado.
—¿Acaso mencionó que su padre se había comido a su esposo? —inquirió Henry, que por fin alzaba la
vista del periódico—. Oh, sí. Se lo comió. Dejó una bota ensangrentada en el jardín para que la
encontráramos. Había marcas de dientes. Me encantaría saber cómo eso puede haber sido un accidente.
—Yo diría que eso cuenta como ofrecer resistencia —aportó Will—. Comerse al propio yerno, me
refiero. Aunque supongo que todas las familias tienen sus altercados.
—No estarás sugiriendo en serio —dijo Charlotte— que el gusano… que Benedict debería haber sido
dominado y contenido, ¿verdad, Josiah? ¡Estaba en las últimas fases de la viruela! ¡Se había vuelto loco
y convertido en gusano!
—También podría haberse convertido en un gusano y luego volverse loco —sugirió Will con
diplomacia—. No podemos estar totalmente seguros.
—Tatiana está muy alterada —agregó el Cónsul—. Está pensando pedir una compensación…
—Entonces le pagaré —exclamó Gabriel, después de apartar la silla de la mesa y ponerse en pie—. Le
daré a mi ridícula hermana todo mi salario durante el resto de mi vida si es lo que desea, pero no
admitiré que hubo algo incorrecto, ni por mi parte ni por la de ninguno de nosotros. Sí, le clavé una
flecha en el ojo. A esa cosa. Y lo volvería a hacer. Fuera lo que fuese esa cosa, ya no era mi padre.
Se hizo el silencio. Incluso el Cónsul no parecía tener una palabra a mano. Cecily había dejado el libro
y pasaba una seria mirada de Gabriel al Cónsul.
—Le ruego que me disculpe, Cónsul, pero diga lo que diga Tatiana, no conoce la verdad de la situación
—continuó Gabriel—. Sólo yo estaba en la casa con mi padre mientras enfermaba. Yo estuve solo con
él durante las últimas dos semanas, mientras se volvía loco. Al final, vine aquí y le rogué a mi hermano
que me ayudara. Charlotte me cedió amablemente la colaboración de sus cazadores de sombras.
Cuando llegamos de vuelta a la casa, la cosa que había sido mi padre había despedazado al marido de
mi hermana. Se lo aseguro, Cónsul, que no había ninguna manera de salvar a mi padre. Tuvimos que
luchar por nuestras vidas.
—Entonces ¿por qué Tatiana…?
—Porque se siente humillada —contestó Tessa. Era lo primero que decía desde la entrada del Cónsul
—. Me lo dijo. Creía que sería una mancha en el nombre de la familia si se sabía lo de la viruela
demoníaca; supongo que está tratando de presentar una historia alternativa esperando que usted se la
repita al Consejo. Pero no está diciendo la verdad.
—Realmente, Cónsul —intervino Gideon—. ¿Qué tiene más sentido? ¿Que todos nos volvimos locos y
asesinamos a mi padre, y que sus hijos lo están encubriendo, o que Tatiana miente? Ella nunca piensa
las cosas; ya lo sabe usted.
Gabriel estaba de pie con la mano en el respaldo de la silla de su hermano.
—Si usted me cree capaz de cometer parricidio alegremente, mándeme a la Ciudad Silenciosa para que
me interroguen.
—Ésa sería la solución más sensata —repuso el Cónsul.
Cecily dejó su taza de té con un fuerte golpe que hizo que todos en la mesa pegaran un bote.
—Eso no es justo —protestó—. Está diciendo la verdad. Todos decimos la verdad. Usted debe saberlo.
El Cónsul le lanzó una mirada larga y especulativa, luego se volvió de nuevo hacia Charlotte.
—¿Esperas mi confianza? —dijo—. Y sin embargo me ocultas tus acciones. Las acciones tienen
consecuencias, Charlotte.
—Josiah, te informé de lo que pasó en Lightwood House en cuanto todos regresaron y me aseguré de
que estaban bien…
—Deberías habérmelo dicho antes —replicó el Cónsul secamente—. En cuanto Gabriel llegó. No era
una misión rutinaria. Así las cosas, te has puesto en una posición en la que debo defenderte, a pesar de
que has desobedecido el protocolo y has emprendido una misión sin la aprobación del Consejo.
—No había tiempo…
—Ya basta —la interrumpió el Cónsul en un tono que implicaba cualquier cosa menos que ya bastaba
—. Gideon y Gabriel, vendréis conmigo a la Ciudad Silenciosa para ser interrogados. —Charlotte fue a
protestar, pero el Cónsul alzó la mano—. Que los Hermanos verifiquen que lo que ellos dicen es
rutinario; evitará cualquier lío y me permitirá rechazar rápidamente la petición de compensación de
Tatiana. Vosotros dos. —El Cónsul se volvió hacia los Lightwood—. Id abajo a mi carruaje y
esperadme allí. Los tres iremos a la Ciudad Silenciosa; cuando los Hermanos acaben con vosotros, si
no encuentran nada interesante, os traeremos de vuelta.
—Si no encuentran nada —repitió Gideon en un tono enfadado. Cogió a su hermano por los hombros y
lo hizo salir del comedor. Mientras Gideon cerraba la puerta a su espalda, Tessa notó que algo
destellaba en su mano: volvía a llevar el anillo de los Lightwood.
—Muy bien —dijo el Cónsul a Charlotte—. ¿Por qué no me informaste en el mismo momento que tus
cazadores de sombras regresaron y te dijeron que Benedict estaba muerto?
Charlotte clavó la mirada en su té. Tenía los labios apretados en una fina línea.
—Quería proteger a los chicos —contestó—. Quería que tuvieran un poco de tranquilidad. Un respiro,
después de ver a su padre morir ante sus ojos, antes de que comenzaras a hacerles preguntas, Josiah.
—Eso no puede ser todo —continuó el Cónsul, sin prestar atención a la expresión de Charlotte—. Los
papeles y los libros de Benedict. Tatiana nos habló de ellos. Registramos la casa, pero sus diarios
habían desaparecido y su escritorio estaba vacío. Ésta no es tu investigación, Charlotte, esos papeles
pertenecen a la Clave.
—¿Qué estáis buscando en ellos? —preguntó Henry, mientras sacaba el periódico de su plato. Parecía
estar poco interesado en la respuesta, pero había un brillo duro en sus ojos que traicionaba ese aparente
desinterés.
—Información sobre su conexión con Mortmain. Información sobre otros miembros de la Clave que
puedan haber tenido una conexión con Mortmain. Pistas del paradero de éste…
—¿Y de sus artefactos? —preguntó Henry.
El Cónsul paró a media frase.
—¿Sus artefactos?
—Los Artefactos Infernales. Su ejército de autómatas. Es un ejército creado con el propósito de destruir
a los cazadores de sombras, y él pretende lanzarlo contra nosotros —explicó Charlotte, aparentemente
recuperada, mientras dejaba la servilleta—. Lo cierto es que si las notas de Benedict, cada vez más
ininteligibles, se pueden creer, el momento llegará más pronto que tarde.
—Así que sí cogiste las notas y los diarios. El Inquisidor estaba convencido. —El Cónsul se pasó el
dorso de la mano por los ojos.
—Claro que las cogí. Y claro que te las daré. Tenía pensado hacerlo desde el principio. —Sumamente
digna, la mujer cogió la campanita de plata que tenía junto al plato y la hizo sonar; cuando apareció
Sophie, le susurró algo y la sirvienta, después de hacer una reverencia al Cónsul, salió del comedor.
—Deberías haber dejado los papeles donde estaban, Charlotte. Es el procedimiento —le recriminó el
Cónsul.
—No había ninguna razón para que no los revisara…
—Debes confiar en mi juicio, y en el de la Ley. Proteger a los chicos Lightwood no es prioritario con
respecto a descubrir el paradero de Mortmain, Charlotte. No diriges la Clave. Eres parte del Enclave, y
tienes que informarme. ¿Ha quedado claro?
—Sí, Cónsul —contestó Charlotte mientras Sophie volvía a entrar en el comedor con un fajo de
papeles, que ofreció silenciosamente al Cónsul—. La próxima vez que uno de nuestros estimados
miembros se convierta en gusano y se coma a otro estimado miembro, te informaremos
inmediatamente.
El Cónsul apretó los dientes.
—Tu padre era mi amigo —dijo—. Confiaba en él, y por eso he confiado en ti. No hagas que lamente
haberte nombrado, o haberte apoyado contra Benedict Lightwood cuando cuestionó tu cargo.
—¡Le seguiste el juego a Benedict! —exclamó Charlotte—. ¡Cuando propuso que se me dieran sólo
quince días para completar una misión imposible, lo aceptaste! ¡No dijiste ni una palabra en mi
defensa! Si no fuera una mujer, no te habrías comportado así.
—Si no fueras una mujer —replicó el Cónsul—, no habría tenido que hacerlo.
Y dicho esto, se fue, en un revuelo de túnicas oscuras y runas de brillo apagado. En cuanto la puerta se
cerró a su espalda, Will no aguantó más.
—¿Cómo has podido darle los papeles? —siseó entre dientes—. Necesitamos la…
—Will —lo frenó Charlotte, que se había dejado caer sobre su silla, con los ojos cerrados—. Me he
pasado la noche en vela copiando las partes relevantes. Gran parte era…
—¿Un galimatías? —sugirió Jem.
—¿Pornografía? —soltó Will al mismo tiempo—. Podría ser ambas cosas —continuó—. ¿Nunca has
oído hablar de los galimatías pornográficos?
Jem sonrió, y Charlotte apoyó el rostro entre las manos.
—Había más de lo primero que de lo segundo, si quieres saberlo —explicó ella—. He copiado todo lo
que he podido, con la inestimable asistencia de Sophie. —Alzó la mirada—. Will, tienes que
recordarlo. Esto ya no es nuestra obligación. Mortmain es un problema de la Clave, o al menos así es
como lo ven ellos. Hubo un tiempo en que nosotros éramos los responsables exclusivos de Mortmain,
pero…
—¡Somos responsables de proteger a Tessa! —replicó Will con un tono cortante que asombró incluso a
ésta. Will palideció levemente al darse cuenta de que todos lo miraban sorprendidos, pero, de todas
formas, prosiguió—. Mortmain todavía la quiere. No podemos suponer que se ha rendido. Puede que
venga con autómatas, puede que venga con brujería, fuego y traición, pero vendrá.
—Claro que protegeremos a Tessa —aseguró Charlotte—. No hace falta que nos lo recuerdes, Will. Es
una de los nuestros. Y hablando de los nuestros… —Bajó la mirada hacia el plato—. Jessamine vuelve
con nosotros mañana.
—¿Qué? —Will volcó su taza, y el mantel se empapó con el té vertido. Se oyó un zumbido por toda la
mesa, aunque Cecily sólo se quedó mirando, confusa, y Tessa, después de coger aire de golpe,
permaneció en silencio. Se acordó de la última vez que había visto a Jessamine, en la Ciudad
Silenciosa, pálida y con los ojos rojos, llorando aterrorizada…—. Trató de traicionarnos, Charlotte. ¿Y
tú le permites que vuelva sin más?
—No tiene otra familia, y la Clave le ha confiscado su fortuna; además no se halla en un estado que le
permita vivir sola. Dos meses de interrogatorios en la Ciudad de Hueso la han vuelto casi loca. No creo
que represente un peligro para ninguno de nosotros.
—Tampoco pensábamos antes que pudiera representar peligro alguno —apuntó Jem, en un tono más
duro de lo que Tessa se habría esperado de él— y, sin embargo, el rumbo que decidió tomar casi puso a
Tessa en manos de Mortmain, y al resto de nosotros en una situación deshonrosa.
Charlotte negó con la cabeza.
—Aquí hace falta clemencia y piedad. Jessamine no es lo que era, como sabríais si la hubierais visitado
en la Ciudad Silenciosa.
—No tengo ningunas ganas de visitar a traidores —replicó Will con frialdad—. ¿Aún soltaba tonterías
sobre que Mortmain estaba en Idris?
—Sí, y por eso los Hermanos Silenciosos finalmente la dejaron en paz; no conseguían sacar nada de
ella que tuviera sentido. No tiene secretos, no sabe nada que valga la pena. Y ella lo entiende. Se siente
sin ningún valor. Si os pudierais meter en su piel…
—Oh, no dudo de que te ha representado todo el espectáculo, Charlotte, llorando y rasgándose las
vestiduras…
—Bueno, si se está rasgando las vestiduras… —dijo Jem, y le lanzó una rápida sonrisa a su parabatai
—. Ya sabes lo mucho que a Jessamine le gustan sus vestiduras.
La sonrisa que le devolvió Will era reacia pero genuina. Charlotte vio su oportunidad para obtener
ventaja.
—Ni la reconoceréis cuando la veáis, os lo prometo —aseguró—. Probemos una semana, una sola
semana, y si ninguno soporta tenerla aquí, lo arreglaré para enviarla a Idris. —Apartó su plato—. Y
ahora a revisar mis copias de los papeles de Benedict. ¿Quién quiere ayudarme?
Para: Cónsul Josiah Wayland
De: El Consejo
Apreciado señor:
Hasta el recibo de su última carta, habíamos considerado que nuestras diferencias respecto al tema de Charlotte
Branwell eran una cuestión de opinión. Aunque usted puede no haber otorgado el permiso expreso para el traslado de
Jessamine Lovelace al Instituto, la Hermandad, que está al cargo de estos asuntos, le otorgó su aprobación. Nos
pareció el gesto de un corazón generoso permitir que la chica regresara al único hogar que ha conocido, a pesar de su
crimen. En cuanto a Woolsey Scott, es el líder del Preator Lupus, una organización de la que nos consideramos aliados
desde hace tiempo.
Su insinuación de que la señora Branwell puede haber prestado atención a aquellos que no desean lo mejor para la
Clave es profundamente preocupante. No obstante, sin pruebas, somos reacios a proceder más allá teniendo como
base sólo esta información.
En el nombre de Raziel,
Los Miembros del Consejo Nefilim
El carruaje del Cónsul era un landó con cinco ventanas que portaba las cuatro ces de la Clave en el
costado; estaba tirado por un par de impecables garañones grises. El día era húmedo y caía una fina
llovizna; el cochero estaba en el asiento delantero, oculto casi completamente por un sombrero y una
capa de lona impermeable. El Cónsul, que no había dicho ni una palabra desde que habían salido del
comedor del Instituto, hizo entrar a Gideon y a Gabriel en el carruaje, subió después de ellos y cerró la
portezuela tras de sí.
Mientras el vehículo se alejaba traqueteando de la antigua iglesia, Gabriel se volvió para mirar por la
ventanilla. Notaba una ligera presión ardiente tras los ojos y en el estómago. La había sentido de forma
intermitente desde el día anterior, y en algunas ocasiones había sido tan intensa que había creído estar a
punto de vomitar.
«Un gusano gigantesco… las últimas fases de astriola… la viruela demoníaca».
Cuando Charlotte y el resto habían acusado a su padre por primera vez, él no había querido creerlo. La
deserción de Gideon le había parecido una locura, una traición tan monstruosa que sólo la demencia
podía explicar. Su padre le había prometido que Gideon reflexionaría acerca de su decisión, que
regresaría para ayudarlos con la casa y con ser un Lightwood. Pero no había regresado y, mientras, los
días se habían ido volviendo más cortos y oscuros, y Gabriel había ido viendo cada vez menos a su
padre, había comenzado a hacerse preguntas y luego a tener miedo.
«Benedict fue perseguido y asesinado».
Perseguido y asesinado. Gabriel le dio vueltas en la cabeza a esas palabras, pero no les encontró
sentido. Había matado a un monstruo, que era para lo que le habían entrenado desde pequeño, pero
aquel monstruo no había sido su padre. Su padre aún estaba vivo en alguna parte y, en cualquier
momento, Gabriel miraría por la ventana de la casa y lo vería acercándose por el camino, con el largo
abrigo gris aleteando al viento y los afilados contornos de sus rasgos recortados contra el cielo.
—Gabriel. —Era la voz de su hermano, que atravesaba la niebla del recuerdo y el ensueño—. Gabriel,
el Cónsul te ha hecho una pregunta.
Gabriel alzó la mirada. El Cónsul lo observaba con ojos oscuros y expectantes. El carruaje avanzaba
por Fleet Street; reporteros, abogados y vendedores ambulantes corrían de aquí para allí entre el tráfico.
—Te he preguntado —dijo el Cónsul— si te encuentras a gusto en el Instituto.
Gabriel lo miró parpadeando. Poco destacaba de entre la niebla que lo rodeaba los últimos días.
Charlotte, abrazándolo. Gideon, lavándose la sangre de las manos. El rostro de Cecily como una flor
brillante y rabiosa.
—Supongo que está bien —respondió en una voz oxidada—. No es mi casa.
—Bueno, Lightwood House es magnífica —comentó el Cónsul—. Construida sobre sangre y saqueo,
claro.
Gabriel se lo quedó mirando sin comprender. Gideon miraba por la ventana, con una expresión
levemente asqueada.
—Pensaba que nos quería hablar de Tatiana —dijo éste.
—Conozco a Tatiana —repuso el Cónsul—. Nada de la inteligencia de vuestro padre y nada de la
gentileza de vuestra madre. Me temo que no ha salido muy bien parada. Su petición de compensación
será desestimada, naturalmente.
Gideon se volvió en su asiento y lo miró con incredulidad.
—Si le da tan poco crédito a su versión, ¿por qué estamos aquí?
—Para poder hablar con vosotros a solas —contestó el hombre—. Veréis, cuando le entregué el
Instituto a Charlotte, al principio pensaba, en parte, que un toque femenino le iría bien. Granville
Fairchild era uno de los hombres más estrictos que he conocido, y aunque dirigía el Instituto según la
Ley, era un lugar frío y nada acogedor. Aquí, en Londres, la mayor ciudad del mundo, un cazador de
sombras no se podía sentir en casa. —Se encogió de hombros—. Pensé que entregar la administración a
Charlotte podría ayudar.
—A Charlotte y a Henry —corrigió Gideon.
—Henry era una cifra… —repuso el Cónsul—. Todos sabemos, como dice el proverbio, que en ese
matrimonio la yegua gris es el mejor caballo. La intención era que Henry no interfiriera, y no lo hace.
Pero tampoco lo tenía que hacer Charlotte. Se suponía que sería dócil y obedecería mis deseos. En ese
sentido me ha decepcionado profundamente.
—La apoyó contra nuestro padre —soltó Gabriel, y al instante lamentó haberlo hecho.
Gideon le lanzó una mirada para que se calmara, y el pequeño de los Lightwood cruzó las enguantadas
manos sobre el regazo y apretó los labios.
El Cónsul alzó las cejas.
—¿Porque tu padre habría sido dócil? —replicó irónico—. Eran tal para cual, y escogí al mejor. Aún
tenía esperanzas de controlarla. Pero ahora…
—Señor —le cortó Gideon con su voz más educada—. ¿Por qué nos está diciendo todo esto?
—¡Ah! —exclamó el Cónsul, mirando por la ventanilla salpicada de lluvia—. Hemos llegado. —
Golpeó con los nudillos la ventanilla del carruaje—. ¡Richard! Detén el carruaje ante el Argent Rooms.
Gabriel miró a su hermano, que se encogió de hombros desconcertado. El Argent Rooms era un famoso
teatro de variedades y un club de caballeros en Piccadilly Circus. Damas de mala reputación
frecuentaban el lugar, y corrían rumores de que el negocio era propiedad de subterráneos y que, algunas
noches, en los «espectáculos de magia», se empleaba magia auténtica.
—Solía venir aquí con vuestro padre —explicó el Cónsul, cuando los tres estuvieron sobre la acera. A
través de la llovizna, Gideon y Gabriel estaban mirando la fachada, carente de gusto, de un teatro de
estilo italiano, que, sin duda, se había injertado sobre los edificios más modestos que habían estado allí
con anterioridad. En ella se veía una triple galería y una pintura azul muy chillona—. Una vez, la
policía revocó la licencia del Alhambra porque los propietarios habían permitido que se bailara el
cancán en él. Pero claro, los propietarios del Alhambra son mundanos. Esto está mucho mejor.
¿Entramos?
Su tono no permitía una negativa. Gabriel le siguió por un soportal, donde el dinero cambió de manos y
se compró una entrada para cada uno. Gideon miró su entrada con cierta perplejidad. Tenía la forma de
un anuncio, y prometía ¡EL MEJOR ENTRETENIMIENTO DE LONDRES!
—«¡Hazañas de fuerza!» —le leyó a Gideon mientras avanzaban por el largo pasillo—. «Animales
amaestrados, mujeres forzudas, acróbatas, números de circo y cantantes cómicos».
Gideon mascullaba para sí.
—Y contorsionistas —añadió Gabriel animado—. Parece que hay una mujer que puede ponerse el pie
sobre la…
—Por el Ángel, este lugar no es mucho mejor que una feria de barrio —exclamó Gideon—. Gabriel, no
mires nada a no ser que te diga que puedes.
Éste puso los ojos en blanco mientras su hermano lo agarraba con firmeza por el codo y lo empujaba
hacia lo que, evidentemente, era el gran salón: una estancia enorme con el techo pintado con
reproducciones de los grandes maestros italianos, incluido el Nacimiento de Venus de Botticelli, ya
bastante manchado de humo y necesitado de reparación. Lámparas de gas colgaban de las doradas
molduras de yeso e iluminaban la sala con una luz amarillenta.
Junto a las paredes se alineaban bancos de terciopelo, donde se acurrucaban oscuras siluetas: los
caballeros rodeaban a damas con vestidos demasiado brillantes y risas demasiado escandalosas. La
música manaba del escenario que se hallaba al fondo de la sala. El Cónsul fue hacia él, sonriendo. Una
mujer con un sombrero de copa y frac se movía por el escenario, cantando una canción titulada Está
mal, pero es igual. Al volverse ésta, los ojos le destellaron verdes bajo la luz de gas.
«Licántropo», pensó Gideon.
—Esperadme aquí un momento, chicos —les indicó el Cónsul, y desapareció entre la gente.
—Encantador —dijo Gideon entre dientes, y se acercó más a su hermano cuando una mujer con un
vestido de satén con el corpiño muy ajustado pasó junto a ellos. Olía a ginebra y a algo más bajo eso,
algo oscuro y dulce, parecido al aroma de azúcar quemado de James Carstairs.
—¿Quién iba a decir que el Cónsul fuera tan juerguista? —comentó Gabriel—. ¿No podría haber
esperado esto hasta que hubiéramos salido de la Ciudad Silenciosa?
—No nos va a llevar a la Ciudad Silenciosa —aseveró Gideon con los labios tensos.
—¿No?
—No seas tonto, Gabriel. Claro que no. Quiere algo diferente de nosotros. Y aún no sé qué. Nos ha
traído aquí para descolocarnos, y no lo habría hecho si no estuviera seguro de que tiene algo sobre
nosotros que nos impedirá contarle a Charlotte, o a quien sea, dónde hemos estado.
—Quizá sí que solía venir aquí con padre.
—Quizá, pero no es por eso por lo que estamos aquí ahora —afirmó Gideon con rotundidad.
Cogió con más fuerza el brazo de su hermano cuando reapareció el Cónsul; llevaba una botellita de lo
que parecía sifón, pero que, supuso Gabriel, debía de llevar al menos unos dos peniques de licor.
—¿Qué, para nosotros nada? —preguntó Gabriel; su hermano lo miró mal y el Cónsul le dedicó una
sonrisa agria. Gabriel se percató justo en ese instante de que no tenía ni idea de si el Cónsul tenía una
familia o hijos. Sólo era el Cónsul.
—Chicos, ¿tenéis idea del peligro que corréis? —preguntó éste.
—¿Peligro? ¿Por parte de quién, Charlotte? —Gideon parecía incrédulo.
—No… —El Cónsul los miró a ambos—. Vuestro padre no sólo ha violado la Ley; ha blasfemado. No
sólo se trataba con demonios; yacía con ellos. Sois los Lightwood, todo lo que queda de los Lightwood.
No tenéis primos, ni tías, ni tíos. Podría hacer que borraran a toda vuestra familia de los registros de los
nefilim, y echaros a vosotros y a vuestra hermana a la calle para que paséis hambre o mendiguéis una
vida entre los mundanos, y no rebasaría los derechos de la Clave y el Consejo. ¿Y quién creéis que os
apoyaría? ¿Quién hablaría en vuestra defensa?
Gideon había palidecido, y tenía los nudillos blancos de la mano con que agarraba a Gabriel.
—Eso no es justo —protestó—. No lo sabíamos. Mi hermano confiaba en mi padre. No puede
considerársele responsable…
—¿Confiaba en él? Le dio el golpe de gracia, ¿no? —preguntó el Cónsul—. Oh, todos contribuisteis,
pero fue su flecha la que mató a tu padre, lo que indica que sabía exactamente lo que era tu padre.
Gabriel sabía que su hermano lo estaba mirando preocupado. El aire del Argent Rooms era cargado y
caliente, y no le dejaba respirar. En ese momento, la mujer del escenario cantaba una canción titulada
Satisfacer a una dama, e iba de un lado a otro, golpeando el escenario con la punta de un bastón de
paseo, lo que hacía temblar el suelo.
—Los pecados de los padres, chicos. Podéis ser castigados por sus crímenes, y lo seréis, si yo lo
decido. ¿Qué harías, Gideon, mientras a tu hermano y a Tatiana se les queman las runas? ¿Te quedarías
quieto mirando?
La mano derecha de Gabriel se sacudió; estaba seguro de que se le habría tirado al cuello al Cónsul si
Gideon no le hubiera cogido antes por la muñeca.
—¿Qué quiere de nosotros? —preguntó éste con voz controlada—. No nos ha traído aquí sólo para
amenazarnos, a no ser que quiera algo a cambio. Y si fuera algo que pudiera pedirnos con facilidad o
legalmente, lo habría hecho en la Ciudad Silenciosa.
—Chico listo —repuso el Cónsul—. Quiero que hagas algo por mí. Hazlo y me encargaré, aunque
Lightwood House resulte confiscada, de que mantengáis el honor y el nombre, vuestras tierras en Idris
y vuestro lugar entre los cazadores de sombras.
—¿Qué quiere que hagamos?
—Quiero que observéis a Charlotte. En concreto, su correspondencia. Decidme qué cartas recibe y
envía, sobre todo su correspondencia con Idris.
—Quiere que la espiemos —concluyó Gideon con voz neutra.
—No deseo más sorpresas como la de tu padre —se justificó el Cónsul—. Charlotte nunca debería
haberme mantenido en secreto la enfermedad de vuestro padre.
—Tuvo que hacerlo —explicó Gideon—. Fue una de las condiciones del acuerdo al que llegaron…
El Cónsul apretó los labios.
—Charlotte Branwell no tiene derecho a llegar a acuerdos de esa envergadura sin consultarme. Soy su
superior. No puede y no debe prescindir de mí de ese modo. Ella y ese grupo del Instituto se comportan
como si fueran un país propio con leyes propias. Mira lo que pasó con Jessamine Lovelace. Nos
traicionó a todos, casi hasta destruirnos. James Carstairs es un adicto que se está muriendo. La chica
Gray es una cambiante o una bruja, y no debería estar en el Instituto, y con ese maldito noviazgo. Y
Will Herondale… Will Herondale es un crío mentiroso y mimado que acabará siendo un criminal, si
alguna vez llega a adulto. —El Cónsul calló un momento; respiraba pesadamente—. Charlotte dirige
ese sitio como si fuera su feudo, pero no lo es. Es un Instituto y debe obedecer al Cónsul. Igual que
vosotros.
—Charlotte no ha hecho nada para merecer que yo la traicione así —replicó Gideon.
El Cónsul lo señaló con el dedo.
—Eso es justamente de lo que hablo. Tu lealtad no tiene que ser hacia ella, no puede ser hacia ella.
Debe ser hacia mí. ¿Lo entiendes?
—¿Y si digo que no?
—Entonces lo perderás todo. La casa, las tierras, el nombre, el linaje, el propósito.
—Lo haremos —lo interrumpió Gabriel adelantándose a Gideon—. La vigilaremos para ti.
—Gabriel… —comenzó Gideon.
Éste se volvió hacia su hermano.
—No —dijo—. Es demasiado. No quieres ser un mentiroso, lo entiendo. Pero nuestra lealtad debe ser
primero para la familia. Los Blackthorn echarían a Tatiana a la calle, y ella no duraría ni un momento
ahí; ella y su hijo…
Gideon palideció.
—¿Tatiana va a tener un hijo?
A pesar del horror de la situación, Gabriel sintió un momento de satisfacción por saber algo de lo que
su hermano no tenía conocimiento.
—Sí —contestó—. Lo habrías sabido si aún fueras parte de la familia.
Gideon paseó la mirada por la estancia como si buscara algún rostro conocido, luego volvió a mirar a
su hermano y al Cónsul, impotente.
—Yo…
El cónsul Wayland sonrió con frialdad a Gabriel y luego a su hermano.
—¿Hemos llegado a un acuerdo, caballeros?
Después de unos minutos, Gideon asintió.
A Gabriel no le iba a ser fácil olvidar la expresión del rostro del Cónsul en ese momento. Era de
satisfacción, pero no parecía en absoluto sorprendido. Era evidente que no esperaba nada más, ni nada
mejor, de los chicos Lightwood.
—¿Pastelillos? —preguntó Tessa incrédula.
Se dibujó lentamente una sonrisa en la boca de Sophie. Estaba arrodillada delante de la chimenea, con
un trapo y un cubo de agua jabonosa.
—Me podría haber caído muerta, de sorprendida que estaba —confirmó ésta—. Docenas de pastelillos.
Bajo la cama, todos duros como piedras.
—¡Pues vaya! —exclamó Tessa; se sentó en el borde de la cama y echó las manos para apoyarse.
Siempre que Sophie limpiaba en su habitación, Tessa tenía que contenerse para no correr a ayudar a la
otra chica con el trapo del polvo o la caja de las yescas. Lo había intentado algunas veces, pero después
de que Sophie hubiera rechazado su ayuda, con amabilidad y firmeza, por cuarta vez, Tessa se había
rendido.
—¿Y te enfadaste? —preguntó Tessa.
—¡Claro que sí! Cargándome con todo ese trabajo extra, subir y bajar la escalera con los pastelillos, y
luego para que los escondiera así; no me sorprendería que acabáramos teniendo ratas este otoño.
Tessa asintió, reconociendo el peligro de los roedores.
—Pero ¿no es un poco halagador que llegara a hacer todo eso sólo para verte?
Sophie enderezó la espalda.
—No es halagador. No piensa. Es un cazador de sombras y yo soy mundana. No puedo esperar nada de
él. En el mejor de los casos, podría ofrecerme ser su querida mientras se casa con una de las suyas.
A Tessa se le hizo un nudo en la garganta al recordar a Will en el tejado, ofreciéndole justo eso,
ofreciéndole la vergüenza y la perdición, y lo humillada que se había sentido, lo barata. Había sido
mentira, pero el recuerdo aún le dolía.
—No —continuó Sophie, mirándose las manos rojas y callosas—. Es mejor que ni lo piense. De esa
manera no habrá decepciones.
—Creo que los Lightwood son mejor que eso —le confesó Tessa.
Sophie se apartó el cabello de la cara; los dedos le rozaron la cicatriz que le surcaba la mejilla.
—A veces pienso que no hay mejores hombres que eso.
Ni Gideon ni Gabriel hablaron mientras el carruaje traqueteaba por las calles del West End camino del
Instituto. Estaba lloviendo y la lluvia golpeaba con tal fuerza el carruaje que Gabriel dudaba de que
alguien lo oyera si decía algo.
Gideon se estaba contemplando los zapatos, y no alzó la mirada al llegar al Instituto. Cuando el edificio
se hizo visible entre la lluvia, el Cónsul estiró el brazo por delante de Gabriel y abrió la puerta para que
salieran.
—Confío en vosotros, chicos —dijo—. Ahora id y haced que Charlotte confíe también en vosotros. Y
no habléis a nadie de nuestra charla. Esta tarde la habéis pasado con los Hermanos.
Gideon bajó del carruaje sin decir nada, y Gabriel le siguió. El landó dio la vuelta y desapareció en la
gris tarde londinense. El cielo estaba negro y amarillo, las gotas de lluvia tan pesadas como balines de
plomo. La niebla tan densa que Gabriel casi ni podía ver la verja del Instituto, que se cerraba detrás del
carruaje. Y sin duda no vio las manos de su hermano, que lo agarraron por el cuello de la chaqueta y lo
arrastraron hacia un lado del edificio.
Casi se cayó cuando Gideon lo empujó contra uno de los muros de piedra de la antigua iglesia. Se
hallaban cerca de los establos, medio ocultos por los contrafuertes, pero no protegidos del aguacero.
Frías gotas impactaban en la cabeza y el cuello de Gabriel, y se le deslizaban por dentro de la camisa.
—Gideon… —protestó, resbalando sobre las losas embarradas.
—No hagas ruido. —Los ojos de su hermano se veían enormes y grises bajo la tenue luz, con sólo un
toque de verde.
—Tienes razón. —Gabriel bajó la voz—. Deberíamos organizar nuestra historia. Cuando nos pregunten
qué hemos hecho esta tarde, debemos estar totalmente de acuerdo en la respuesta, o no será creíble…
—He dicho que no hagas ruido. —Gideon empujó a su hermano contra la pared, con fuerza suficiente
para que éste lanzara un grito ahogado—. No vamos a explicarle a Charlotte nuestra conversación con
el Cónsul, pero tampoco vamos a espiarla. Gabriel, eres mi hermano y te quiero. Haría cualquier cosa
por protegerte, pero no venderé tu alma ni la mía.
Gabriel miró a su hermano. La lluvia le había empapado el cabello y se le colaba por el cuello del
abrigo.
—Podríamos morir en las calles si nos negamos a hacer lo que quiere el Cónsul.
—No voy a mentirle a Charlotte —afirmó Gideon.
—Gideon…
—¿Has visto la expresión en el rostro del Cónsul? —lo interrumpió éste—. ¿Cuando hemos accedido a
espiar para él, a traicionar la generosidad de quien nos acoge? No se ha sorprendido en absoluto. No ha
dudado de nosotros ni un instante. De los Lightwood sólo espera traición. Ése es nuestro derecho de
nacimiento. —Le apretó más el brazo—. Tenemos honor, somos nefilim. Si nos quita eso, entonces no
tendremos nada.
—¿Por qué? —preguntó Gabriel—. ¿Por qué estás tan seguro de que el bando de Charlotte es el bueno?
—Porque nuestro padre no estaba en él —respondió Gideon—. Porque conozco a Charlotte. Porque he
vivido con esta gente durante meses y son buenos. Porque Charlotte Branwell siempre ha sido muy
amable conmigo. Y porque Sophie la adora.
—Y tú adoras a Sophie.
Gideon tensó la boca.
—Es una mundana y una criada —repuso Gabriel—. No sé qué esperas que salga de todo esto, Gideon.
—Nada —replicó éste con aspereza—. No espero nada. Pero que tú creas que espero algo muestra que
nuestro padre nos ha enseñado a creer que sólo debemos obrar bien si con ello conseguimos alguna
recompensa. No traicionaré la palabra que le di a Charlotte; ésta es la situación, Gabriel. Si no quieres
ser parte de esto, te enviaré a vivir con Tatiana y los Blackthorn. Estoy seguro de que te acogerán. Pero
no pienso mentir a Charlotte.
—Sí, sí que lo harás —lo contradijo Gabriel—. Ambos vamos a mentir a Charlotte. Pero también
vamos a mentir al Cónsul.
Gideon entrecerró los ojos. De las pestañas le caían gotas de lluvia.
—¿Qué quieres decir?
—Haremos lo que nos ha dicho el Cónsul y leeremos la correspondencia de Charlotte. Luego le
informaremos, pero los informes serán falsos.
—Si vamos a darle informes falsos, entonces ¿para qué leer la correspondencia?
—Para saber qué no decir —contestó Gabriel. Notaba el agua en la boca; sabía como si hubiera caído
del tejado del Instituto, amarga y sucia—. Para evitar decirle la verdad accidentalmente.
—Si nos descubren, nos enfrentamos a las más severas consecuencias.
Gabriel escupió agua.
—Entonces, tú dirás: ¿nos arriesgaremos a esas consecuencias por los ocupantes del Instituto o no?
Porque… hago esto por ti, y porque…
—¿Por qué?
—Porque me equivoqué. Me equivoqué con nuestro padre. Le creí y no debería haberlo hecho. —
Gabriel respiró hondo—. Me equivoqué, y busco remediarlo, y si debo pagar algún precio, lo pagaré.
Gideon lo miró durante un buen rato.
—¿Era éste tu plan desde el principio? ¿Cuando has accedido a las exigencias del Cónsul, en las Argent
Rooms, era éste tu plan?
Gabriel apartó la mirada de su hermano, y miró el patio mojado. En su cabeza los veía a los dos, mucho
más jóvenes, donde el Támesis pasaba por el borde de la propiedad, y Gideon le enseñaba los senderos
practicables que surcaban el terreno pantanoso. Su hermano siempre había sido el que le había
enseñado los caminos seguros. Hubo un tiempo en que habían confiado plenamente el uno en el otro, y
no sabía cuándo había acabado eso, pero el corazón le dolía por esa pérdida más que por la de su padre.
—¿Me creerías —preguntó con amargura— si te dijera que sí? Porque es la verdad.
Gideon se quedó inmóvil durante mucho rato. Luego Gabriel se vio propulsado hacia adelante; su
rostro se hundió en la lana mojada del abrigo de Gideon cuando éste lo abrazó con fuerza.
—Muy bien, hermanito. Todo saldrá bien —le susurró mientras le mecía bajo la lluvia.

Para: Miembros del Consejo
De: Cónsul Josiah Wayland
Muy bien, caballeros. En ese caso, sólo les pido paciencia y que no actúen precipitadamente. Si quieren pruebas, yo se
las mostraré.
Les escribiré pronto sobre este asunto.
En el nombre de Raziel y en defensa de su honor,
Cónsul Josiah Wayland
StephRG14
StephRG14


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Cazadores de sombras - Página 8 Empty LOS ORÍGENES- PRINCESA MECÁNICA

Mensaje por StephRG14 Sáb 06 Jun 2015, 3:44 pm

Capitulo 7
Osaría Desear


Si el pasado año se me ofreciera de nuevo,
y entre el bien y el mal se me diera a elegir,
¿aceptaría el placer con el dolor
u osaría desear no habernos conocido?
-ISABELLA AUGUSTA, LADY GREGORY, «Si el pasado año se me ofreciera de nuevo»


Para: Cónsul Wayland
De: Gabriel y Gideon Lightwood
Apreciado señor:
Le agradecemos que nos haya asignado la tarea de observar el comportamiento de la señora Branwell. Las mujeres,
como sabemos, necesitan que se las vigile de cerca para que no se salgan del camino recto. Lamentamos comunicarle
que tenemos sorprendentes noticias de las que informar.
La obligación principal de una mujer es el gobierno de su casa, y una de sus mejores virtudes es la frugalidad. Sin
embargo, la señora Branwell parece adicta a los gastos y lo único que le importa es la vulgar exhibición.
Aunque pueda vestir con sencillez cuando se la visita, nos entristece informar que en sus horas de ocio se atavía con
las sedas más finas y las joyas más costosas. Usted nos pidió que lo hiciéramos, y aunque no nos agrade invadir la
intimidad de una dama, lo hicimos. Le copiaríamos los detalles de la carta a su modista, pero tememos que usted se
escandalizaría. Baste con decir que el dinero entregado rivaliza con el ingreso anual de una gran heredad o de un
pequeño país. No llegamos a comprender cómo una mujer tan menuda necesita tantos sombreros. No parece probable
que esconda cabezas adicionales en su persona.
Somos demasiado caballerosos para hablar sobre el vestuario de una dama, excepto por el efecto que tiene sobre sus
obligaciones. Escatima en las necesidades de la casa hasta extremos inimaginables. Todas las noches nos sentamos
para cenar gachas mientras ella se sienta cargada de gemas y fruslerías. Como bien puede pensar, ésta no es una ración
de combate para los valientes cazadores de sombras. Nos sentimos tan débiles que casi nos derrota un demonio
Behemoth el martes pasado, y esas criaturas están compuestas principalmente de sustancias viscosas. Alimentados de
forma correcta, cualquiera de nosotros sería capaz de aplastar con el talón una docena de demonios Behemoth a la
vez.
Esperamos que usted sea capaz de prestarnos ayuda en este asunto, y que el desembolso que la señora Branwell
realiza en sombreros y en otros artículos de lencería femenina que nuestra delicadeza nos impide mencionar, se
compruebe.
Atentamente suyos,
Gideon y Gabriel Lightwood


—¿Qué es una fruslería? —preguntó Gabriel mientras contemplaba con aspecto de lechuza la epístola
que acababa de ayudar a redactar. En realidad, Gideon había dictado la mayor parte; Gabriel se había
limitado a mover la pluma sobre el papel. Estaba comenzando a sospechar que tras el aspecto severo de
su hermano se ocultaba un genio cómico.
Gideon agitó una mano indolente.
—No importa. Sella el sobre y se lo daremos a Cyril para que salga con el correo de la mañana.
Habían pasado varios días desde la batalla con el gusano, y Cecily volvía a estar en la sala de
entrenamiento. Estaba comenzando a preguntarse si debería facilitarse la vida y trasladar su cama y
otros muebles a ese espacio, ya que parecía pasar ahí la mayor parte del tiempo. El dormitorio que
Charlotte le había asignado estaba casi despojado de decoración o de cualquier cosa que pudiera
recordarle su hogar. Y ella no se había llevado casi nada personal de Gales, porque no había planeado
quedarse por mucho tiempo.
Al menos ahí, en la sala de armas, se sentía segura. Quizá porque no había ninguna sala igual donde
ella había crecido; era un lugar que ni pintado para los cazadores de sombras. Nada en ella le podía
producir añoranza. Las paredes estaban cubiertas por docenas de armas. Su primera lección con Will,
cuando él aún estaba furioso porque ella estuviera allí, había consistido en memorizar todos los
nombres y lo que hacían. Katanas de Japón, espadones de doble mano, misericordias de hoja muy fina,
estrellas matutinas y mazas, curvados sables turcos, ballestas, hondas y pequeñas flautas que lanzaban
dardos envenados. Le recordaba escupiendo las palabras como si fueran veneno.
«Enfádate tanto como quieras, hermano mayor —había pensado ella—. Puedo fingir que deseo ser una
cazadora de sombras, porque eso no te deja más elección que aguantarme aquí. Pero te mostraré que
esta gente no es tu familia. Te llevaré a casa».
Descolgó una espada de la pared y la sostuvo con cuidado en las manos. Will le había explicado que el
modo de sujetar un espadón de dos manos era justo por debajo de la caja torácica, apuntando directo
hacia afuera. Las piernas debían equilibrar el peso repartido por igual, y la espada debía blandirse desde
los hombros, no los brazos, para poner toda la fuerza en el golpe mortal.
«Un golpe mortal». Llevaba muchos años enfadada con su hermano por abandonarlos para unirse a los
cazadores de sombras de Londres, por entregarse a lo que su madre había calificado como una vida de
irracional asesinato, armas, sangre y muerte. ¿Qué le faltaba en las verdes montañas de Gales? ¿De qué
carecía su familia? ¿Por qué dar la espalda al más azul de los mares, por algo tan vacío como aquello?
Y, sin embargo, ahí estaba ella, prefiriendo pasar el rato sola en la sala de entrenamiento con una
silenciosa colección de armas. El peso de la espada en las manos le resultaba reconfortante, casi como
si sirviera de barrera entre ella y sus sentimientos.
Will y ella habían estado rondando por la ciudad unas noches atrás, de fumaderos de opio a garitos de
juego o guaridas de ifrits, una mancha de color, olores y luz. No era que él se hubiera comportado de un
modo muy amistoso, pero Cecily sabía que, para Will, permitirle acompañarlo en una misión tan
delicada había sido todo un gesto.
Esa noche, Cecily había disfrutado de su compañerismo. Había sido como recuperar a su hermano.
Pero a lo largo de la noche, Will cada vez había hablado menos, y al regresar al Instituto, se había
alejado, con el claro deseo de quedarse solo, y la había dejado con nada que hacer excepto regresar a su
dormitorio y quedarse tumbada despierta, mirando al techo, hasta la llegada del alba.
De algún modo, había pensado mientras planeaba ir al Instituto que los lazos que unían a Will con éste
no podían ser tan fuertes. Su cariño por esa gente no sería tan grande como el cariño por su familia.
Pero a lo largo de la noche, cuando ella había sido testigo de su esperanza y luego de su decepción en
cada nuevo establecimiento al preguntar por el yin fen sólo para que les informaran de que no había,
Cecily había comprendido (oh, se lo habían dicho antes, lo había sabido antes, pero eso no era lo
mismo que comprenderlo) que los lazos que lo ligaban al Instituto eran tan fuertes como cualquier lazo
de sangre.
Estaba cansada, y aunque cogía la espada como Will le había enseñado, con la mano derecha bajo el
guardamano y la mano izquierda en el pomo, se le escapó, se le cayó hacia adelante y se le clavó de
punta en el suelo.
—¡Oh, vaya! —exclamó una voz desde la puerta—. Me temo que a ese esfuerzo sólo le puedo dar un
tres. Quizá un cuatro, si estuviera inclinado a darle puntos extras por practicar con la espada en vestido
de tarde.
Cecily, que no se había molestado en cambiarse, echó la cabeza hacia atrás y miró fijamente a Gabriel
Lightwood, que había aparecido en el umbral como una especie de diablillo perverso.
—Quizá no esté interesada en su opinión, señor.
—Quizá. —Éste dio un paso dentro de la sala—. El Ángel sabe que su hermano nunca lo ha estado.
—En eso estamos de acuerdo —comentó Cecily y desclavó la espada del suelo.
—Pero no en mucho más. —Gabriel se puso detrás de ella. Ambos se reflejaban en los espejos; Gabriel
era un palmo más alto que ella, que podía verle la cabeza por encima de su hombro. Tenía uno de esos
raros rostros de huesos afilados: atractivo desde algunos ángulos, y peculiar e interesante desde otros.
Lucía una pequeña cicatriz blanca en la barbilla, como si le hubieran arañado ahí con una hoja fina—.
¿Le gustaría que le mostrara la manera adecuada de sujetar la espada?
—Si debe hacerlo…
Él no contestó, pero la rodeó con los brazos y le ajustó las manos sobre el pomo.
—Nunca debe sujetar la espada con la punta hacia abajo —explicó—. Sujétela así, con la punta hacia
fuera, para que si su oponente carga contra usted, se ensarte en la hoja.
Cecily cogió el arma según le decía. La cabeza le iba a toda velocidad. Durante mucho tiempo había
pensado que los cazadores de sombras eran monstruos, monstruos que habían raptado a su hermano, y
que ella era una heroína que no había dudado en cabalgar para rescatarlo, aunque él no supiera que
necesitara ser rescatado. Le había resultado raro, pero se había ido dando cuenta de lo humanos que
eran. Notaba el calor que emanaba del cuerpo de Gabriel, su aliento sobre su cabello, y oh, qué raro era
ser consciente de tantas cosas sobre otra persona: cómo lo notaba, el roce de su piel, su olor…
—Vi cómo luchó en Lightwood House —murmuró Gabriel Lightwood. Sus callosas manos le rozaron
los dedos, y Cecily trató de contener un leve estremecimiento.
—¿Mal? —preguntó ella, intentando ser irónica.
—Con pasión. Hay quienes luchan porque es su obligación, y quienes luchan porque les gusta. A usted
le gusta.
—Yo no… —comenzó a decir Cecily, pero se interrumpió cuando la puerta de la sala se abrió dando un
fuerte golpe.
Era Will, que llenaba el hueco de la puerta con los anchos hombros y el cuerpo larguirucho. La mirada
de sus ojos azules presagiaba tormenta.
—¿Qué estás haciendo aquí? —quiso saber.
En eso quedaba la paz que habían logrado la noche anterior.
—Estoy practicando —contestó Cecily—. Me dijiste que no mejoraría sin practicar.
—Tú, no. Gabriel Lightworm. —Will apuntó con la barbilla al otro chico—. Perdón, Lightwood.
Gabriel apartó lentamente los brazos, con los que rodeaba a Cecily.
—Quien haya estado entrenando a tu hermana en el uso de la espada le ha contagiado muchos malos
hábitos. Sólo trataba de ayudarla.
—Le he dicho que podía hacerlo —repuso Cecily; no tenía ni idea de por qué estaba defendiendo a
Gabriel, excepto porque suponía que eso molestaría a su hermano.
Y así fue. Él entrecerró los ojos.
—¿Y te ha dicho que lleva años tratando de vengarse de mí por lo que él consideró un insulto a su
hermana? ¿Y qué mejor forma que por medio de ti?
Cecily volvió la cabeza de golpe para mirar a Gabriel, que mostraba en su expresión una mezcla de
enfado y desafío.
—¿Es eso cierto? —le preguntó ella.
Gabriel no le contestó a ella sino a Will.
—Si vamos a vivir en la misma casa, Herondale, entonces tendremos que aprender a tratarnos con
cordialidad. ¿No estás de acuerdo?
—Mientras te pueda romper el brazo con la misma facilidad con la que te miro, no estaré de acuerdo.
—Will descolgó un florete de la pared—. Y ahora, sal de aquí, Gabriel. Deja en paz a mi hermana.
Con una mirada de desprecio, Gabriel pasó junto a Will y salió de la estancia.
—¿Era eso absolutamente necesario, Will? —le preguntó Cecily en cuanto se cerró la puerta.
—Conozco a Gabriel Lightwood y tú no. Te sugiero que me dejes a mí juzgar su carácter. Desea
utilizarte para herirme…
—¿De verdad no puedes imaginar que tenga algún motivo que no seas tú?
—Lo conozco —repitió Will—. Ha demostrado ser un mentiroso y un traidor…
—La gente cambia.
—No tanto.
—Tú lo has hecho —replicó Cecily mientras cruzaba la sala y dejaba caer el espadón sobre un banco,
lo que provocó un gran estruendo.
—Tú también —repuso Will, sorprendiéndola. Ella se volvió hacia él.
—¿He cambiado? ¿Cómo he cambiado?
—Cuando llegaste aquí —contestó Will—, hablabas sin parar sobre hacerme volver a casa. No te
gustaba entrenar. Fingías que sí, pero yo lo veía. Luego dejaste lo de «Will, debes volver a casa», y
comenzó a ser «Will, escribe una carta». Y empezaste a disfrutar del entrenamiento. Gabriel Lightwood
es un canalla, pero tenía razón en una cosa: disfrutaste luchando contra el gran gusano en Lightwood
House. La sangre de cazador de sombras es como pólvora en tus venas, Cecy. Una vez encendida, no es
fácil de apagar. Si permaneces aquí más tiempo, hay muchas posibilidades de que acabes como yo,
demasiado atrapada para marcharte.
Cecily le miró de reojo. Él llevaba el cuello de la camisa abierto, y algo escarlata le parpadeaba en el
hueco del cuello.
—¿Acaso llevas un collar de mujer, Will?
Él se llevó una mano al cuello con una mirada sorprendida, pero antes de que pudiera responder, la
puerta se abrió de nuevo y entró Sophie, con una expresión de inquietud en su rostro marcado.
—Señorito Will, señorita Herondale —dijo—. Los he venido a buscar. Charlotte ha pedido que se
reúnan todos en el salón inmediatamente; es un asunto de cierta urgencia.
Cecily siempre había sido una niña un poco solitaria. Resultaba difícil no serlo teniendo a los hermanos
mayores muertos o desaparecidos, y sin nadie de la misma edad cerca a quien los padres considerasen
una compañía adecuada. Había aprendido a entretenerse sola con sus observaciones sobre la gente, que
no compartía sino que guardaba para poder rememorarlas más tarde y analizarlas en soledad.
Las costumbres de toda una vida no se perdían con facilidad, y aunque Cecily ya no estaba sola, desde
que había llegado al Instituto ocho semanas antes, había convertido a sus habitantes en el objeto de su
detallado estudio. Eran cazadores de sombras, después de todo; al principio, el enemigo, y luego,
cuando cada vez más ésa había dejado de ser su opinión, simplemente un objeto de fascinación.
En ese momento, los examinaba mientras entraba en el salón junto a Will. Primero estaba Charlotte,
sentada ante su escritorio. Cecily no hacía mucho que la conocía, y sin embargo, sabía que era la clase
de mujer que mantenía la calma en momentos de presión. Era muy menuda, pero fuerte, un poco como
la madre de Cecily, aunque con menos tendencia a mascullar en galés.
Luego estaba Henry. Tal vez hubiera sido él el primero en convencer a Cecily de que, aunque los
cazadores de sombras fueran diferentes, no eran peligrosamente extraños. No había nada en él que
pudiera asustar, todo piernas y ángulos mientras se apoyaba en el escritorio de Charlotte.
Luego pasó la mirada sobre Gideon Lightwood, más bajo y robusto que su hermano; Gideon, cuyos
ojos verde grisáceo solían seguir a Sophie por el Instituto como un esperanzado perrito faldero. Se
preguntó si los demás del Instituto se habrían fijado en su cariño hacia la criada, y lo que la propia
Sophie pensaría de ello.
Y luego estaba Gabriel. Las ideas de Cecily respecto a él eran confusas. Tenía los ojos brillantes, el
cuerpo tenso como un muelle, apoyado contra el sillón donde estaba su hermano. En el sofá de
terciopelo oscuro frente a los Lightwood se sentaba Jem, con Tessa a su lado. Él había mirado al abrirse
la puerta, como siempre hacía, y parecía que se le hubiera iluminado el semblante al ver a Will. Era una
cualidad peculiar de ambos, y Cecily se preguntó si sería igual para todos los parabatai, o si eran un
caso único. En cualquier caso, debía de ser terrible estar tan ligado a otra persona, sobre todo a una tan
frágil como Jem.
Mientras los observaba, Tessa puso la mano sobre la de Jem, y le dijo algo por lo bajo que lo hizo
sonreír. Tessa miró rápidamente a Will, pero éste se limitó a cruzar la sala, como hacía siempre, para
apoyarse en la repisa de la chimenea. Cecily nunca había sido capaz de decidir si lo hacía porque
siempre tenía frío o porque pensaba que se veía deslumbrante ante las chisporroteantes llamas.
«Debes de avergonzarte de tu hermano, que alberga sentimientos ilícitos hacia la prometida de su
parabatai», le había dicho Will. De haber sido cualquier otra persona, Cecily le habría dicho que no
tenía sentido guardar secretos. Finalmente, la verdad saldría a la luz. Pero en el caso de Will, no estaba
tan segura. A su favor tenía la práctica de años ocultando y fingiendo. Era un actor consumado. De no
haber sido su hermana, de no haberle visto el rostro en el momento en que Jem no miraba, Cecily creía
que ella tampoco se habría dado cuenta.
Y luego había la terrible verdad de que no tendría que ocultar su secreto para siempre. Sólo lo
necesitaba esconder mientras Jem viviera. Si James Carstairs no fuera siempre tan amable y bien
intencionado, pensó Cecily, tal vez lo habría odiado por su hermano. No sólo se iba a casar con la chica
de la que Will estaba enamorado, sino que cuando muriera, se temía que éste nunca se recuperaría. Pero
no se podía culpar a alguien por estar muriendo. Por irse a propósito, quizá, pero no por morirse, ya que
el poder sobre ese hecho estaba seguramente más allá de la capacidad de cualquier mortal.
—Me alegro de que estéis todos aquí —empezó Charlotte con una voz tensa que hizo que Cecily
abandonara sus cavilaciones. La directora del Instituto miraba muy seria hacia la pulida bandeja que
había sobre el escritorio, en la que había una carta abierta y un pequeño paquete envuelto con papel de
cera—. He recibido una inquietante carta. Del Magíster.
—¿De Mortmain? —Tessa se inclinó hacia adelante, y el ángel mecánico que siempre llevaba al cuello
colgó suelto, destellando bajo la luz del fuego—. ¿Te ha escrito a ti?
—No para preguntar por tu salud, es de presumir —dijo Will—. ¿Qué quiere?
Charlotte respiró hondo.
—Os voy a leer la carta.
Mi querida señora Branwell:
Perdóneme por molestarla en lo que debe de ser un momento alarmante en su hogar. Lamenté, aunque debo confesar
que no me sorprendió, enterarme de la grave indisposición del señor Carstairs.
Creo que es usted conocedora de que soy el feliz poseedor de una gran (debería decir exclusivamente grande) porción
de la medicina que el señor Carstairs requiere para continuar disfrutando de salud. Así pues, nos hallamos en una
situación de lo más interesante, que estoy deseoso de resolver a satisfacción de ambos. Estaré encantado de realizar un
intercambio. Si está dispuesta a confiar a la señorita Grey a mi cuidado, les proporcionaré una gran cantidad de yin
fen.
Envío una muestra de mi buena voluntad. Por favor, hágame saber su decisión por escrito. Si dicen a mi autómata la
secuencia correcta de números que están escritos al final de esta carta, estoy seguro de que la recibiré.
Atentamente suyo,
Axel Mortmain
—Esto es todo —concluyó Charlotte mientras doblaba la carta por la mitad y la volvía a dejar sobre la
bandeja—. Hay instrucciones para llamar al autómata al que desea que le confiemos la respuesta, y
están los números de los que habla, pero no aportan ninguna pista sobre su localización.
Se hizo un silencio de estupefacción. Cecily, que se había sentado en un pequeño sillón floreado, miró a
Will y lo vio apartar rápidamente la mirada para ocultar su expresión. Jem palideció, y su rostro se
volvió del color de la ceniza, y Tessa… Tessa siguió sentada muy quieta, mientras la luz del fuego le
lanzaba sombras sobre el rostro.
—Mortmain me quiere a mí —dijo ésta finalmente, rompiendo el silencio—. A cambio del yin fen de
Jem.
—Es ridículo —exclamó su prometido—. Inaceptable. Deberíamos entregar la carta a la Clave para ver
si ellos pueden discernir algo sobre su paradero por medio de ella, pero eso es todo.
—No podrán localizarle —repuso Will a media voz—. Una y otra vez, el Magíster ha demostrado ser
demasiado listo para eso.
—Eso no es ser listo —replicó Jem—, es la forma más baja de chantaje.
—No digo que no —dijo Will—. Lo que digo es que aceptemos el paquete como una bendición, un
puñado más de yin fen que te ayudará, y que no hagamos caso del resto.
—Mortmain ha escrito la carta sobre mí —dijo Tessa, interrumpiéndolos a ambos—. La decisión
debería ser mía. —Se inclinó hacia Charlotte—. Iré.
Se hizo otro pesado silencio. La directora tenía mala cara; Cecily notó sus propias manos resbaladizas
de sudor mientras las retorcía sobre el regazo. Los hermanos Lightwood parecían increíblemente
incómodos; Gabriel daba la sensación de desear estar en cualquier otro lugar menos ahí. Cecily no
podía culparle. La tensión entre Will, Jem y Tessa era como un barril de pólvora que sólo necesitaba
una cerilla para estallar y enviarlos a todos al más allá.
—No —repuso Jem finalmente, mientras se ponía en pie—. Tessa, no puedes ir.
Ella siguió su ejemplo y también se puso en pie.
—Sí puedo. Eres mi prometido. No puedo permitir que mueras cuando podría ayudarte, y Mortmain no
pretende hacerme ningún daño físico…
—¡No sabemos lo que pretende! ¡No podemos confiar en él! —exclamó Will de repente, y luego bajó
la cabeza, mientras se aferraba a la repisa con tanta fuerza que los dedos se le pusieron blancos. Cecily
notó que se estaba obligando a permanecer en silencio.
—Si Mortmain te quisiera a ti, irías —dijo Tessa, mientras le lanzaba al hermano de Cecily una mirada
cargada de significado que no dejaba espacio a la contradicción. Will se encogió al oírla.
—No —intervino Jem—. Se lo prohibiría a él también.
Tessa se volvió hacia Jem con la primera expresión de enfado hacia él que Cecily había visto jamás en
su rostro.
—No puedes prohibírmelo, como tampoco a Will…
—Sí puedo —aseguró Jem—. Por una sencilla razón. La droga no es una cura, Tessa. Sólo me alarga la
vida. No permitiré que tires tu vida por la borda sólo por un resto de la mía. Si te vas con Mortmain,
será en balde. Seguiré sin tomarme la droga.
Will alzó la cabeza.
—James…
Pero Tessa y Jem se estaban mirando fijamente a los ojos.
—No harás eso —susurró Tessa—. No me insultarás tirándome a la cara el sacrificio que haría por ti.
Jem cruzó la sala y cogió el paquete, y la carta, del escritorio de Charlotte.
—Prefiero insultarte que perderte —repuso él, y antes de que nadie pudiera moverse para detenerlo,
tiró ambas cosas al fuego.
La sala estalló en gritos. Henry corrió hacia adelante, pero Will ya estaba arrodillado ante la chimenea
y metía ambas manos en el fuego.
Cecily saltó de su silla.
—¡Will! —gritó, y corrió hacia su hermano. Lo cogió por los hombros y lo apartó del fuego. Él se fue
hacia atrás, y el paquete, aún ardiendo, se le cayó de las manos. Gideon llegó allí al instante, y apagó
las pequeñas llamas, con lo que dejó un revoltijo de papel quemado y polvo plateado en el suelo.
Cecily miró hacia el fuego. La carta con las instrucciones para convocar al autómata de Mortmain
había desaparecido, reducida a cenizas.
—Will —dijo Jem. Parecía a punto de vomitar. Cayó de rodillas cerca de Cecily, que aún agarraba a su
hermano por los hombros, y sacó una estela de la chaqueta. Will tenía las manos encarnadas, de un
blanco lívido del que ya empezaban a surgir ampollas, y manchadas de hollín. Cecily oía su
respiración, áspera y punzante; gemidos de dolor, que sonaban igual que cuando se había caído del
tejado de su casa a los nueve años y se había roto los huesos del brazo izquierdo.
—Byddwch yn iawn, Will —le aseguró ella mientras Jem le aplicaba la estela en el antebrazo y dibujaba
con rapidez—. Te pondrás bien.
—Will —dijo Jem a media voz—. Will, lo siento mucho. Lo siento mucho, Will…
La angustiada respiración de su parabatai se iba calmando mientras el iratze hacía efecto, su piel fue
palideciendo hasta recuperar su color normal.
—Aún queda algo de yin fen para guardar —repuso Will y se dejó caer hacia atrás sobre Cecily. Olía a
humo y hierro. Ella notaba cómo le latía el corazón a través de la espalda—. Mejor lo recogemos antes
de que nada más…
—Toma. —Era Tessa, que se arrodillaba; Cecily fue más o menos consciente de que los otros estaban
de pie, Charlotte con una mano sobre la boca por la impresión. Tessa tenía un pañuelo en la mano

derecha, en el que quizá hubiera un puñado de yin fen, todo lo que Will había salvado del fuego—.Coge esto —indicó, y se lo puso a Jem en la mano libre, la que no empuñaba la estela. Él pareció estar
a punto de decirle algo, pero ella ya se había incorporado. Totalmente destrozado, la observó salir de la
sala.
—Oh, Will, ¿qué vamos a hacer contigo?
Éste se hallaba sentado, con cierta sensación de incongruencia, en el sillón floreado del salón, mientras
dejaba que Charlotte, sentada en un pequeño taburete ante él, le extendiera pomada por las manos.
Después de tres iratzes, ya no le dolían mucho, y habían recuperado su color normal, pero Charlotte
había insistido en curárselas igualmente.
Los otros, menos Cecily y Jem, se habían ido; la chica estaba sentada junto a él, sobre el brazo del
sillón, y Jem se hallaba arrodillado sobre la alfombra quemada, con la estela en la mano, sin tocar a
Will, pero cerca de él. Se habían negado a marcharse, incluso después de que los otros hubieran ido
saliendo y Charlotte hubiera enviado a Henry de vuelta al sótano a trabajar. Después de todo, no había
nada más que hacer. Las instrucciones para contactar con Mortmain habían sido destruidas, reducidas a
cenizas, y no había ninguna decisión que tomar.
Charlotte había insistido en que Will se quedara para ponerle pomada en las manos, Y Cecily y Jem se
habían negado a marcharse. Y Will tenía que admitir que le gustaba tener a su hermana allí, sentada en
el brazo de su sillón; le gustaban las feroces miradas protectoras que lanzaba a cualquiera que se le
acercara, incluso a Charlotte, dulce e inofensiva, con su pomada y sus maternales cuidados. Y Jem, a
sus pies, un poco apoyado contra su sillón, como había hecho tantas veces cuando curaban a Will con
vendas o iratzes de las heridas que había recibido en alguna batalla.
—¿Recuerdas la vez que Meliorn intentó saltarte los dientes por llamarle holgazán de orejas
puntiagudas? —preguntó Jem. Había tomado un poco del yin fen que Mortmain había enviado, y volvía
a tener color en las mejillas.
Will sonrió, a pesar de todo; no pudo evitarlo. Había sido lo que en los últimos años le había hecho
sentirse afortunado: tenía alguien en su vida que lo conocía, que sabía lo que pensaba antes de que
dijera algo.
—Habría sido yo quien le hubiese saltado los dientes de vuelta —contestó—, pero cuando fui a
buscarle, había emigrado a América. Para escapar de mi ira, sin duda.
—Hum —exclamó Charlotte, como siempre hacía cuando pensaba que Will se estaba dando aires—.
Por lo que sé, tenía demasiados enemigos en Londres.
—Dydw I ddim yn gwybod pwy yw unrhye un o’r bobl yr ydych yn siarad amdano —dijo Cecily
quejosa.
—Puede que tú no sepas de quién estamos hablando, pero nadie más sabe lo que estás diciendo —le
recordó Will, aunque no había desaprobación en su tono. Oía el cansancio en su propia voz. La falta de
sueño de la noche anterior se estaba cobrando su precio—. No hables en galés, Cecy.
Charlotte se levantó, fue hasta el escritorio y dejó el tarro de pomada encima. Cecily le tiró a Will de un
rizo.
—Déjame verte las manos.
Él las alzó. Recordaba el fuego, la ardiente agonía y, sobre todo, la cara de Tessa. Sabía que ella
entendería por qué había hecho lo que había hecho, por qué no lo había pensado dos veces, pero la
mirada en sus ojos… como si se le rompiera el corazón por él.
Sólo deseaba que ella estuviera aún allí. Era agradable estar con Jem, Cecily y Charlotte, estar rodeado
de su afecto, pero sin ella allí siempre faltaría algo, una parte con forma de Tessa arrancada de su
corazón y que nunca recuperaría.
Cecily le tocó los dedos, que tenían ya un aspecto bastante normal, al margen del hollín bajo las uñas.
—Es sorprendente —comentó, y luego le palmeó las manos con cuidado de no llevarse la pomada—.
Will siempre ha tenido tendencia a hacerse daño —añadió en un tono cariñoso—. Ni puedo contar las
veces que se rompió algo cuando éramos niños, y las rascadas, las cicatrices…
Jem se acercó más a la silla y miró al fuego.
—Ojalá fueran mis manos —dijo.
Will negó con la cabeza. El agotamiento le estaba difuminando el contorno de todo lo que había en la
sala; las flores del papel de pared se habían convertido en una indistinta masa de color.
—No. Tus manos no. Necesitas las manos para el violín. ¿Para qué necesito yo las mías?
—Debería haber sabido lo que ibas a hacer —continuó Jem en voz baja—. Siempre sé lo que vas a
hacer. Debería haber sabido que meterías las manos en el fuego.
—Y yo debería haber sabido que tirarías el paquete a él —repuso Will sin rencor—. Ha sido… ha sido
algo muy noble. Entiendo por qué lo has hecho.
—Estaba pensando en Tessa. —Jem dobló las rodillas y apoyó la barbilla sobre ellas, luego rió
suavemente—. Locamente noble. ¿No se supone que eres experto en esa área? De repente, yo soy el
que hace cosas ridículas y ¿tú me dices que pare?
—¡Dios! —exclamó Will—. ¿Cuándo nos hemos intercambiado?
La luz del fuego creaba reflejos sobre el rostro y el cabello de Jem cuando éste negó con la cabeza.
—Estar enamorado es algo muy extraño —contestó—. Te cambia.
Will miró a Jem, y lo que sintió, más que celos, más que cualquier otra cosa, fue un extraño deseo de
compadecer a su mejor amigo, de hablar de los sentimientos que albergaba en su corazón. Porque ¿no
eran los mismos sentimientos? ¿No amaban de la misma manera, a la misma persona? Pero…
—Desearía que no te arriesgaras —fue todo lo que dijo.
Jem se puso en pie.
—Siempre he pretendido eso de ti.
Will alzó los ojos, tan cargados de sueño y del cansancio que causaban las runas curativas que sólo
podía ver a Jem como una silueta recortada contra un halo de luz.
—¿Te vas?
—Sí, a dormir. —Jem rozó con los dedos las manos de su parabatai—. Déjate descansar, Will.
A éste ya se le cerraban los ojos mientras su amigo se volvía para marcharse. No oyó la puerta cerrarse
tras él. Desde algún punto del pasillo, Bridget cantaba, y su voz se alzaba sobre el crepitar del fuego.
Will no lo encontró tan molesto como acostumbraba, sino más bien como una nana que su madre le
podría haber cantado, para hacerle dormir.
Oh, ¿qué brilla más que la luz? ¿Qué es más negro que la noche? ¿Qué es más afilado que una
hacha? ¿Qué es más suave que la cera derretida? La verdad brilla más que la luz. La mentira es más
negra que la noche. La venganza es más afilada que una hacha. Y el amor es más suave que la cera
derretida.
—Una canción de adivinanzas —observó Cecily, con voz medio dormida, medio despierta—. Siempre
me han gustado. ¿Recuerdas la que nos solía cantar mamá?
—Un poco —admitió Will. Si no hubiera estado tan cansado, quizá no lo habría admitido.
Su madre siempre cantaba, la música llenaba los rincones de la mansión; cantaba mientras caminaba
junto a las aguas del estuario de Mawddach, o entre los narcisos del jardín. Llawn yw’r coed o ddail a
blode, llawn o goriad merch wyf inne.
—¿Recuerdas el mar? —preguntó Will con un tono que dejaba traslucir su cansancio—. ¿El lago en
Tal-y-Llyn? No hay nada tan azul en Londres como eso.
Oyó que Cecily tragaba aire.
—Claro que lo recuerdo. Pensaba que tú no.
Imágenes de sueños se dibujaron en los ojos medio cerrados de Will, con el sueño arrastrándolo como
una corriente, apartándolo de la iluminada orilla.
—No creo que pueda levantarme de este sillón, Cecily —murmuró—. Dormiré aquí esta noche.
Ella alzó la mano, buscó la de él y se la cubrió.
—Entonces, me quedaré contigo —repuso, y su voz se convirtió en parte de la corriente de sueños que
lo atraparon finalmente y lo arrastraron con ellos.

Para: Gabriel y Gideon Lightwood
De: Cónsul Josiah Wayland
Me sorprendió sobremanera recibir vuestra carta. No consigo entender cómo podría haberme expresado con mayor
claridad. Deseo que me comuniquéis los detalles de la correspondencia de la señora con sus parientes y amigos de
Idris. No pedí ninguna tontería sobre los sombreros de la dama. Ni me importa su forma de vestir ni las noticias del
día a día.
Por favor, enviadme una carta que contenga información relevante. Espero fervientemente que tal carta también sea
más digna de unos cazadores de sombras y menos de unos locos de atar.
En el nombre de Raziel,
Cónsul Wayland
StephRG14
StephRG14


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Cazadores de sombras - Página 8 Empty LOS ORÍGENES- PRINCESA MECÁNICA

Mensaje por StephRG14 Sáb 06 Jun 2015, 3:48 pm

Capitulo 8
Ese fuego de fuegos


Lo llamáis esperanza, ¡ese fuego de fuegos! Pero no es más que la agonía del deseo.
-EDGAR ALLAN POE, «Tamerlane»


Tessa estaba sentada ante el tocador, cepillándose mecánicamente el cabello. El aire exterior era
templado y húmedo; parecía transportar el agua del Támesis y olía a hierro y ciudad sucia. Era la clase
de tiempo que hacía que su cabello, espeso y ondulado, se le enredara en las puntas. Aunque no era que
estuviera pensando en su cabello; cepillárselo era una simple acción repetitiva que le permitía
conservar una especie de forzada calma.
Una y otra vez rememoraba la sorpresa de Jem cuando Charlotte leía la carta de Mortmain, y las manos
quemadas de Will, y lo poco de yin fen que ella había conseguido recoger del suelo. Veía los brazos de
Cecily rodeando a Will, y la angustia de su prometido mientras le pedía perdón a Will. «Lo siento, lo
siento».
No había sido capaz de soportarlo. Ambos habían estado sufriendo una agonía, y ella los amaba a los
dos. El dolor había sido por su culpa; era a ella a quien Mortmain quería. Ella era la causa por la que no
había yin fen para Jem, y de la desesperación de Will. Cuando había salido corriendo de la sala, había
sido porque no había podido soportarlo más. ¿Cómo tres personas que se querían tanto podían infligirse
tanto daño?
Dejó el cepillo y se miró en el espejo. Se la veía cansada, con ojeras, igual que Will durante todo el día
mientras estaba con ella en la biblioteca y ayudaba a Charlotte con los papeles de Benedict, traduciendo
algunos de los pasajes que estaban en griego, latín o purgático, deslizando la pluma con rapidez sobre
el papel, con la oscura cabeza gacha. Era raro ver a Will bajo la luz del día y recordar al chico que la
había abrazado en los escalones de la casa de Woolsey como si ella fuera un bote salvavidas en medio
de una tormenta. La cara de día de Will no era alegre, pero tampoco franca o acogedora. No se había
comportado de un modo antipático o frío, ni había alzado la vista para mirarla ni le había sonreído
desde el otro lado de la mesa, pero tampoco había hecho nada que indicara que los acontecimientos de
la noche anterior habían tenido lugar.
Ella había deseado llevarlo a un lado y preguntarle si había tenido noticias de Magnus, decirle: «Nadie
entiende cómo te sientes excepto yo, y nadie comprende cómo me siento excepto tú, entonces ¿por qué
no sentimos juntos?». Pero si Magnus se hubiera puesto en contacto con él, Will se lo habría dicho; era
muy honesto. Todos eran honestos. Si no lo hubieran sido, pensó mientras se miraba las manos, quizá
todo no sería tan terrible.
Había sido estúpido ofrecerse a irse con Mortmain; eso lo sabía, pero la idea se había apoderado de ella
con tanta ferocidad como una pasión. No podía ser la causa de toda esa infelicidad y no hacer algo por
aliviarla. Si ella se entregaba al Magíster, su prometido viviría más tiempo, y Jem y Will se tendrían el
uno al otro, y sería como si ella nunca hubiera ido al Instituto.
Pero en ese momento, en las frías horas de la tarde, sabía que nada de lo que pudiera hacer haría
retroceder el tiempo, o borrar los sentimientos que existían entre todos ellos. Se sentía vacía por dentro,
como si le faltara un trozo y, sin embargo, también se sentía paralizada. En parte quería correr al lado
de Will, para ver si se le habían curado las manos y para decirle que lo entendía. Pero después quería
atravesar el pasillo para ir a la habitación de Jem y rogarle que la perdonara. Nunca antes se habían
enfadado, y no sabía cómo comportarse ante un Jem furioso. ¿Querría romper el compromiso? ¿Le
habría decepcionado? De algún modo, esa idea le resultaba asimismo insoportable.
Cric. Miró por la habitación; un leve ruido. ¿Se lo habría imaginado? Estaba cansada; tal vez ya fuera
hora de llamar a Sophie para que la ayudara con el vestido, y luego debiera meterse en la cama con un
libro. Tenía a medias El Castillo de Otranto, y lo encontraba una distracción excelente.
Se había levantado de la silla e iba a tocar la campana de los criados cuando volvió a oír el ruido. Un
cric, cric contra la puerta del dormitorio. Con cierta inquietud, atravesó la sala y abrió la puerta.
Iglesia estaba acurrucado al otro lado, con el pelaje azul grisáceo erizado y la expresión furiosa.
Alrededor del cuello llevaba un lazo de encaje plateado y, colgado del lazo, un trozo de papel
enrollado. Tessa se arrodilló, cogió el lazo y lo desató. El lazo cayó e, inmediatamente, el gato salió
disparado por el pasillo.
El papel se soltó del lazo, y Tessa lo cogió y lo desenrolló. Una caligrafía inclinada y conocida

atravesaba la página.
Reúnete conmigo en la sala de música.
J.
—Aquí no hay nada —dijo Gabriel.
Gideon y él se hallaban en el salón, con las cortinas echadas; si no hubieran tenido sus luces mágicas,
el espacio habría sido oscuro como boca de lobo. Gabriel revisaba rápidamente la correspondencia de
Charlotte que había en el escritorio, por segunda vez.
—¿Qué quieres decir con nada? —preguntó su hermano pequeño, junto a la puerta—. Veo un montón
de cartas ahí. Sin duda, alguna de ellas debe de ser…
—Nada escandaloso —le interrumpió Gabriel, mientras cerraba el cajón del escritorio—. Ni siquiera
interesante. Correspondencia con un tío de Idris. Al parecer tiene gota.
—Fascinante —murmuró Gabriel.
—No puedo evitar preguntarme qué es exactamente en lo que el Cónsul piensa que está metida
Charlotte. ¿Algún tipo de traición al Consejo? —Gabriel cogió un puñado de cartas e hizo una mueca
—. Podríamos asegurarle su inocencia si supiéramos qué es lo que sospecha.
—Y si creyéramos que él quiere que le aseguren su inocencia —repuso Gideon—. Me parece más que
espera poder pillarla en algo. —Tendió la mano—. Dame esa carta.
—¿La del tío? —Gabriel dudó, pero hizo lo que le decía. Alzó la luz mágica para iluminar el escritorio
mientras su hermano se inclinaba y, después de apropiarse de una de las plumas de Charlotte,
comenzaba a redactar una misiva para el Cónsul.
Gideon estaba soplando sobre la tinta para secarla cuando la puerta del salón se abrió de golpe. Se
incorporó rápidamente. Un resplandor amarillo penetró en la sala, mucho más brillante que la tenue luz
mágica; Gabriel, parpadeando, alzó la mano para protegerse los ojos. Debería haberse puesto una runa
de Visión Nocturna, pensó, pero éstas tardaban en desdibujarse, y le había preocupado que alguien
pudiera preguntarle algo.
En el instante que su visión tardó en adaptarse oyó una exclamación de su hermano, horrorizado.
—¿Sophie?
—Le he dicho que no me llame así, señor Lightwood —repuso ella con frialdad. Gabriel recuperó la
visión y vio a la sirvienta en el hueco de la puerta, con una lámpara encendida en la mano. Guiñaba los
ojos. Aún los entrecerró más cuando cayeron sobre Gabriel, que tenía las cartas de Charlotte en la
mano.
—¿Están ustedes…? ¿Es ésta la correspondencia de la señora Branwell?
Como un resorte, Gabriel dejó las cartas sobre la mesa.
—Yo… nosotros…
—¿Han estado leyendo sus cartas? —Sophie parecía furiosa, como una especie de ángel vengador,
lámpara en mano. Gabriel miró a su hermano, pero éste parecía haberse quedado sin palabras.
Nunca en su vida recordaba Gabriel haber visto a su hermano mirar por segunda vez a una mujer, ni a
la cazadora de sombras más bonita. No obstante, miraba a esa mundana de la cicatriz como si fuera el
sol naciente. Era incomprensible, pero también innegable. Vio el horror en el rostro de Gideon al ver
cómo se desvanecía la buena opinión que Sophie tenía de él.
—Sí —respondió Gabriel—. Sí, estamos revisando su correspondencia.
La chica dio un paso atrás.
—Iré a buscar a la señora Branwell ahora mismo…
—No… —Gabriel alzó la mano—. No es lo que usted cree. Espere. —Rápidamente le explicó por
encima lo que había ocurrido: las amenazas del Cónsul, su exigencia de que espiaran a Charlotte y su
solución al problema—. Nunca hemos tenido intención de revelar ni una palabra de lo que realmente
hay escrito —concluyó—. Pretendíamos protegerla.
La expresión suspicaz de Sophie no cambió.
—¿Y por qué debería creerme ni una sola palabra de todo eso, señor Lightwood?
—Señorita Collins —dijo Gideon, hablando por fin—. Por favor. Sé que desde el… desafortunado
incidente… de los pastelillos he perdido su aprecio, pero, por favor, créame cuando le digo que nunca
traicionaría la confianza que Charlotte ha puesto en mí, ni le pagaría su amabilidad con una deslealtad.
Sophie vaciló durante un momento y luego bajó la mirada.
—Lo siento, señor Lightwood. Deseo creerle, pero mi lealtad es en primer lugar para la señora
Branwell.
Gabriel cogió de la mesa la carta que su hermano acababa de redactar.
—Señorita Collins —dijo—. Por favor, lea esta carta. Es la que íbamos a enviar al Cónsul. Si, después
de leerla, su corazón aún le dice que debe ir a buscar a la señora Branwell, entonces no la detendremos.
Sophie pasó la mirada de Gabriel a Gideon. Luego, con una leve inclinación de asentimiento, se acercó
y dejó la lámpara sobre la mesa. Cogió la carta de Gideon, la desdobló y la leyó en voz alta:
Para: Cónsul Josiah Wayland
De: Gideon y Gabriel Lightwood
Apreciado señor:
De nuevo ha demostrado su inmensa sabiduría al indicarnos que leyéramos la correspondencia de la señora Branwell
con Idris. Hemos logrado echar un vistazo en privado a dicha correspondencia y hemos observado que casi
diariamente se comunica con su tío abuelo Roderick Fairchild.
El contenido de tales cartas, señor, le sorprendería y decepcionaría a la vez. Nos ha hecho perder gran parte de nuestra
confianza en el sexo débil.
La señora Branwell muestra una actitud de lo más cruel, inhumana y poco femenina ante los numerosos males que
afligen a su tío. Le recomienda la aplicación de menos licor para curarse la gota, muestra inconfundibles señales de
reírse de su dolorosa hidropesía y pasa totalmente por alto la mención que él le hace de una sospechosa sustancia que
se le acumula en las orejas y otros orificios.
Los indicios del tierno cuidado femenino que se esperaría que una mujer mostrara hacia sus parientes masculinos, y el
respeto que cualquier mujer relativamente joven debe tener a sus mayores, brillan totalmente por su ausencia. La
señora Branwell, nos tememos, ha enloquecido de poder. Debe ser detenida antes de que sea demasiado tarde y
muchos bravos cazadores de sombras hayan quedado varados en la cuneta por falta de cuidados femeninos.
Sinceramente suyos,
Gideon y Gabriel Lightwood
Cuando Sophie terminó de leer se hizo el silencio. Ésta se quedó por lo que pareció una eternidad
mirando el papel con los ojos muy abiertos.
—¿Cuál de ustedes ha escrito esto? —preguntó al final.
Gideon carraspeó.
—Yo.
Ella lo miró. Apretaba los labios, pero le temblaban. Por un horrible momento, Gabriel pensó que
estaba a punto de echarse a llorar.
—¡Oh, qué gracioso! —exclamó—. ¿Y es ésta la primera?
—No, ha habido otra —admitió Gabriel—. Era sobre los sombreros de Charlotte.
—¿Los sombreros? —Una alegre carcajada se le escapó entre los labios, y Gideon la miró como si
nunca hubiera visto nada tan maravilloso. Gabriel tuvo que admitir que la chica resultaba muy bonita
cuando reía, con cicatriz o sin ella—. ¿Y el Cónsul se enfureció?
—Como un perro rabioso —contestó Gideon.
—¿Se lo va a decir a la señora Branwell? —preguntó Gabriel, que no soportaba el suspense ni un solo
momento más.
Sophie había dejado de reír.
—No —respondió—. Porque no quiero comprometerles ante el Cónsul, y también creo que tal noticia
le resultaría dolorosa a la señora Branwell y, total, para nada. ¡Espiarla así, qué hombre más horrible!
—Los ojos le lanzaban chispas—. Si desean ayuda en su plan de frustrar las maquinaciones del Cónsul,
estaré encantada de proporcionársela. Permítanme quedarme la carta y me aseguraré de que salga
mañana.
La sala de música no estaba tan polvorienta como Tessa recordaba; parecía haber sido objeto de una
buena limpieza hacía poco; la madera de los alféizares y del suelo relucía, igual que el piano de cola del
rincón. Un fuego crepitaba en la chimenea, y recortaba la silueta de Jem cuando éste le dio la espalda y,
al ver a Tessa, sonrió nervioso.
En la sala, todo parecía desleído como una acuarela; la luz del fuego dibujaba los instrumentos como si
fueran fantasmas cubiertos de sábanas blancas, y las llamas producían un leve reflejo dorado en los
cristales de las ventanas. Tessa podía ver a Jem y a sí misma, uno frente a la otra; una chica con un
vestido azul y un delgadísimo chico con el cabello plateado y la chaqueta negra un poco demasiado
suelta sobre su esbelta silueta.
Bajo las sombras, su rostro reflejaba vulnerabilidad, y había ansiedad en la fina curva de los labios.
—No estaba seguro de que vinieras.
Ella dio un paso hacia él, deseando estrecharlo entre sus brazos, pero se detuvo. Antes tenía que hablar.
—Claro que he venido —dijo—. Jem, lo siento mucho, muchísimo. No puedo explicarlo; ha sido como
una locura. No podía soportar la idea de que acabaras sufriendo por mi culpa, porque, de algún modo,
estoy ligada a Mortmain, y él a mí.
—Eso no es culpa tuya. Nunca elegiste que así fuera…
—No pensaba con claridad. Will tiene razón: no podemos confiar en Mortmain. Aunque me fuera con
él, no hay ninguna garantía de que cumpliera con su parte del trato. Y sería poner una arma en manos
de nuestro enemigo. No sé para qué quiere utilizarme, pero no para el bien de los cazadores de
sombras, de eso podemos estar seguros. Incluso podría ser que fuera yo misma, al final, quien os
hiciera daño a todos. —Las lágrimas le escocían en los ojos, pero las contuvo a la fuerza—.
Perdóname, Jem. No podemos desperdiciar el tiempo que estamos juntos enfadándonos. Entiendo por
qué hiciste lo que hiciste; yo lo habría hecho por ti.
—Zhe shi jie shang —susurró él, y sus ojos se volvieron suaves y plateados al hablar—, wo sin zui ai
ne de.
Ella lo entendió. «Tú eres lo que más amo en este mundo».
—Jem…
—Lo sabes; debes saberlo. Nunca podría dejarte marchar, no hacia el peligro, no mientras sea capaz de
respirar. —Alzó la mano antes de que ella pudiera acercarse a él—. Espera. —Se inclinó, y al alzarse,
tenía en la mano la caja del violín y el arco—. Ejem… Quería darte algo. Un regalo de boda, cuando
nos casáramos. Pero me gustaría dártelo ahora, si me lo permites.
—¿Un regalo? —preguntó ella—. Después… Pero ¡hemos discutido!
Él sonrió, mostró la encantadora sonrisa que le iluminaba el rostro y hacía olvidar lo delgado y
demacrado que estaba.
—Una parte importante de la vida de casados, según me han dicho. Será una buena práctica.
—Pero…
—Tessa, ¿crees que puede existir cualquier discusión, seria o no, que pueda hacer que deje de amarte?
—Parecía sorprendido, y Tessa pensó de repente en Will, en los años que éste había puesto a prueba la
lealtad de Jem, volviéndole loco con mentiras, escapadas y temeridad suicida, y a pesar de todo eso, el
amor de Jem por su hermano de sangre nunca se había resentido, ni mucho menos desaparecido.
—Tenía miedo —contestó ella a media voz—. Y… no tengo ningún regalo para ti.
—Sí, sí que lo tienes —rebatió él con suavidad y firmeza—. Siéntate, Tessa, por favor. ¿Recuerdas
cómo nos conocimos?
Tessa se sentó en un sillón bajo con brazos dorados, las faldas arrugadas a su alrededor.
—Me metí de golpe en tu dormitorio a media noche como una loca.
Jem esbozó una mueca divertida.
—Te deslizaste grácilmente en mi dormitorio y me encontraste tocando el violín. —Estaba apretando el
tensor del arco; acabó, lo dejó a un lado y sacó con adoración el violín de su funda—. ¿Te importaría si
tocara para ti ahora?
—Ya sabes que me encanta oírte tocar. —Era cierto. Incluso le encantaba oírle hablar del violín,
aunque entendiera poco. Podía escucharle durante horas hablar sin parar sobre colofonia, clavijas,
volutas, posiciones de los dedos y la tendencia de la cuerda del la a romperse, sin aburrirse nunca.
—Wo wei ni xie de —repuso él; alzó el violín sobre el hombro izquierdo y se lo apoyó en la barbilla. Le
había contado que muchos violinistas usaban una mentonera, pero él no. Tenía una leve marca en el
lado del cuello, como un morado permanente, donde se apoyaba el violín.
—¿Has… hecho algo para mí?
—He compuesto algo para ti —le corrigió él con una sonrisa, y comenzó a tocar.
Tessa lo observó asombrada. Él empezó con algo sencillo, suave, sujetando el arco sin fuerza, y
produjo un sonido armónico y agradable. La melodía la envolvió, tan fresca y dulce como el agua, tan
esperanzada y encantadora como un amanecer. Fascinada, le observó los dedos y una exquisita nota
manó del violín. El sonido se hizo más profundo mientras el arco se movía con mayor rapidez, el
antebrazo de Jem de un lado a otro, el delgado cuerpo en movimiento desde el hombro. Los dedos iban
de arriba abajo, y el tono de la música se hizo más grave, nubes de tormenta creciendo en un brillante
horizonte, un río convertido en un torrente. Las notas cayeron a los pies de Tessa, se alzaron para
rodearla; todo el cuerpo de Jem se movía al ritmo del sonido que extraía del instrumento, aunque ella
sabía que tenía los pies plantados firmemente en el suelo.
El corazón se le aceleró para seguir el ritmo de la música; Jem tenía los ojos cerrados, las comisuras de
la boca hacia abajo, como en una mueca de dolor. Una parte de Tessa quería ponerse en pie y
estrecharlo entre sus brazos; otra, no quería hacer nada que detuviera la música, su hermoso sonido. Era
como si Jem hubiera cogido el arco y lo hubiera empleado como un pincel para crear un cuadro en el
que se mostraba su alma. Mientras las últimas notas subían y subían, alzándose hacia el cielo, Tessa
notó que tenía el rostro mojado, pero sólo cuando los últimos ecos de la melodía se habían apagado y
Jem bajó el violín, se dio cuenta de que había estado llorando.
Jem guardó el instrumento en la funda y dejó el arco junto a él. Se irguió y se volvió hacia Tessa. La
miró con una expresión tímida, aunque tenía la blanca camisa empapada en sudor y el pulso le latía con
fuerza en el cuello.
Tessa estaba sin habla.
—¿Te ha gustado? —preguntó él—. Habría podido regalarte… joyas, pero quería que fuera algo
totalmente tuyo. Algo que nadie más pudiera oír o poseer. Y no se me dan bien las palabras, así que he
escrito con música lo que siento por ti. —Calló un instante—. ¿Te ha gustado? —repitió, y el descenso
de su voz hacia el final de la pregunta indicó que esperaba una respuesta negativa.
Tessa alzó el rostro para que él le viera las lágrimas.
—Jem.
Él cayó de rodillas ante ella, con el rostro contraído de pesar.
—Ni jue de tong man, gin ai de?
—No… no —respondió ella, medio llorando, medio riendo—. No me ha hecho daño. No me ha hecho
infeliz. Al contrario.
Jem esbozó una gran sonrisa y los ojos se le iluminaron de placer.
—Entonces, te ha gustado.
—Ha sido como si te viera el alma en las notas. Y muy hermoso. —Le acarició el rostro levemente, la
suave piel sobre el duro pómulo, el contacto de su cabello como una pluma sobre el dorso de su mano
—. He visto ríos, botes como flores, todos los colores del cielo nocturno…
Jem exhaló y se dejó caer junto al sillón como si se hubiera quedado sin fuerzas.
—Es una magia extraña —dijo. Apoyó la cabeza contra ella, la mejilla contra su rodilla, y ella siguió
acariciándole el cabello, pasando los dedos por su suave textura—. Mis padres amaban la música —
explicó él de repente—. Mi padre tocaba el violín, mi madre el qin. Yo elegí el violín, aunque podría
haber aprendido a tocar cualquiera de los dos. A veces me arrepiento, porque hay melodías en China
que no puedo tocar en el violín, y que a mi madre le habría gustado que interpretara. Me contaba la
historia de Yu Boya, que era un gran intérprete de qin. Tenía un gran amigo, un leñador llamado Zhong
Ziqi, y solía tocar para él. Dicen que cuando Yu Boya tocaba una canción sobre el agua, su amigo sabía
inmediatamente que estaba describiendo los rápidos ríos, y cuando tocaba algo relacionado con
montañas, Ziqi veía sus altos picos. Y Yu Boya decía: «Es porque comprendes mi música». —Jem miró
su propia mano, que reposaba levemente curvada sobre la rodilla—. La gente aún usa la expresión «zhi
yin» para decir «amigo íntimo» o «almas gemelas», cuando en realidad significa «comprender la
música». —Le cogió la mano a Tessa—. Cuando tocaba, has visto lo que yo he visto. Comprendes mi
música.
—No sé nada de música, Jem. No puedo distinguir una sonata de una suite…
—No. —Se volvió y se puso de rodillas apoyado en el brazo del sillón. Estaban tan cerca que Tessa le
veía el cabello mojado de sudor en las sienes y la nuca, podía captar el olor a colofonia y azúcar
quemado—. No me refiero a ese tipo de música. Me refiero… —Hizo un sonido de frustración, le
cogió la mano, se la llevó al pecho y se la apretó sobre el corazón. Tessa notó el golpeteo del latido en
la palma—. Cada corazón tiene su propia melodía —explicó—. Y tú conoces la mía.
—¿Qué les pasó? —susurró Tessa—. ¿Al leñador y al músico?
Jem esbozó una sonrisa triste.
—Zhong Ziqi murió, y Yu Boya interpretó su última melodía sobre la tumba de su amigo. Luego
rompió su qin y nunca volvió a tocar.
Tessa notó la ardiente presión de las lágrimas tras los párpados, intentando abrirse paso.
—¡Qué historia más triste!
—¿Lo es? —El corazón de Jem dio un brinco y trastabilló bajo los dedos de Tessa—. Mientras vivió y
fueron amigos, Yu Boya compuso parte de la mejor música que conocemos. ¿Podría haberlo hecho
solo? Nuestro corazón necesita un espejo, Tessa. Nos vemos mejor en los ojos de aquellos que nos
aman. Y existe una belleza que sólo proporciona la brevedad. —Bajó la mirada y luego la alzó para
mirarla a los ojos—. Te daría todo mi ser. Te daría más en dos semanas que la mayoría de los hombres
en toda una vida.
—No hay nada que no me hayas dado ya, nada con lo que no esté satisfecha…
—Yo sí —replicó él—. Quiero estar casado contigo. Te esperaría para siempre, pero…
«Pero no tenemos para siempre».
—No tengo familia —dijo Tessa lentamente, con los ojos clavados en los de él—. Ni tutor. Nadie que
pudiera… ofenderse… por una boda más inmediata.
Jem abrió los ojos un poco más.
—¿Lo dices en serio? No querría que no tuvieras todo el tiempo que necesites para prepararte.
—¿Y qué clase de preparación crees que puedo necesitar? —preguntó Tessa, y durante sólo ese
momento, su pensamiento volvió a Will, a cómo había metido las manos en el fuego para salvar la
droga de Jem y cómo, al verle, no había podido evitar recordar aquel día en el salón cuando él le había
dicho que la amaba, y cómo, cuando él se había marchado, ella había cerrado la mano sobre el atizador
para que el ardiente dolor en la piel pudiera acallar, aunque fuera por un segundo, el dolor de su
corazón.
Will. Entonces le había mentido, si no exactamente con las palabras, sí con lo que implicaban.
Recordarlo aún le dolía, pero no lo lamentaba. No había habido otra posibilidad. Conocía lo suficiente
al chico para saber que, aunque ella hubiera roto su compromiso con Jem, él no la habría aceptado. No
habría soportado un amor que le costara la felicidad a su parabatai. Y si había una parte de su corazón
que pertenecía a Will y sólo a Will, y siempre la habría, entonces, no servía de nada decirlo. También
amaba a Jem; lo amaba incluso más en ese momento que cuando había aceptado casarse con él.
«A veces se debe escoger entre ser bueno o ser honorable —le había dicho Will—. A veces no se puede
ser ambas cosas».
Quizá dependiera del libro, pensó Tessa. Pero en ése, en el libro de su vida, el camino del deshonor
solamente era la maldad. Incluso si había herido a Will en el salón, con el tiempo, a medida que sus
sentimientos hacia ella se iban enfriando, llegaría a agradecerle que le hubiera dejado libre. Lo creía de
verdad. Él no podía amarla eternamente.
Ya hacía tiempo que había comenzado a recorrer ese camino. Si tenía intención de llegar al mes
siguiente, entonces tendría que llegar al próximo día. Sabía que amaba a Jem, y aunque había una parte
de ella que también amaba a Will, el mejor regalo que podía hacer a ambos era que ni Will ni Jem
llegaran a saberlo.
—No sé —dijo Jem, mirándola desde el suelo, con una expresión en la que se mezclaba la esperanza y
la incredulidad—. El Consejo aún no ha aprobado nuestra petición… y no tienes un vestido…
—No me importa el Consejo, ni me importa lo que me ponga si a ti tampoco. Lo digo en serio, Jem, me
casaré contigo cuando tú quieras.
—Tessa —suspiró él. La buscó como si se estuviera ahogando, y ella agachó la cabeza para tocarle los
labios con los suyos. Jem se puso de rodillas. Su boca rozó la de ella, una, dos veces, hasta que Tessa
abrió los labios y notó su dulzor de azúcar quemado.
—Estás muy lejos —le susurró él, y luego la rodeó con los brazos, y ya no hubo espacio entre ellos, y
él la hizo bajar de la silla, y ambos se arrodillaron juntos sobre el suelo, abrazados.
Jem la abrazó con fuerza, y ella le recorrió el rostro con las manos, los marcados pómulos.
«Muy marcados, demasiado marcados, los huesos del rostro, el pulso demasiado próximo a la
superficie de la piel, la clavícula tan dura como un collar de metal».
Él le subió las manos de la cintura a los hombros; le rozó la clavícula con los labios, el hueco del
cuello, mientras ella le tiraba de la camisa y se la subía para notar la piel desnuda bajo las manos.
Contra la luz de la chimenea, lo veía dibujado de sombras y fuego; el sinuoso camino de las llamas le
convertía en oro el cabello blanco.
«Te amo —había dicho él—. Eres lo que más amo en este mundo».
Notó de nuevo la ardiente presión de la boca de Jem en el hueco del cuello, y luego más abajo. Sus
besos acababan donde comenzaba el vestido. Tessa notó cómo su corazón latía bajo la boca de él, como
si tratara de alcanzarla, como si palpitara por él. Notó la tímida mano de Jem irle hacia la espalda,
donde los lazos le abrochaban el vestido…
La puerta se abrió con un crujido, y ambos se apartaron de golpe, jadeantes, como si hubieran estado
corriendo. Tessa oyó su propia sangre golpeándole en los oídos mientras miraba hacia el vacío hueco de
la puerta. A su lado, el jadeo de Jem se convirtió en una carcajada.
—¿Qué…? —comenzó ella.
—Iglesia —dijo él, y Tessa, al bajar la vista, vio al gato paseándose tranquilamente por la sala de
música, después de haber abierto la puerta, totalmente satisfecho de sí mismo.
—Nunca he visto a un gato tan ufano —comentó ella mientras Iglesia, sin prestarle la más mínima
atención, como siempre, llegaba hasta Jem y le empujaba con la cabeza.
—Cuando dije que podríamos necesitar una carabina, no era en esto en lo que estaba pensando —
bromeó Jem, pero igualmente le acarició la cabeza al felino, y sonrió a Tessa de medio lado—. Tessa,
¿hablabas en serio? ¿Te casarías conmigo mañana?
Ella alzó la barbilla y lo miró directamente a los ojos. No soportaba la idea de esperar, de perderse otro
instante de la vida de Jem. De repente, deseaba ferozmente estar unida a él, en la salud y en la
enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, unida a él por una promesa y capaz de darle su palabra y su
amor sin ninguna reserva.
—Totalmente en serio —le aseguró.
El comedor no estaba lleno, porque no todos habían bajado aún a desayunar, cuando Jem anunció la
noticia.
—Tessa y yo nos vamos a casar —reveló, con mucha calma, mientras se colocaba la servilleta en el
regazo.
—¿Se supone que esto debía ser una sorpresa? —preguntó Gabriel, que estaba vestido de combate,
como si tuviera la intención de entrenarse después del desayuno. Ya había cogido todo el beicon de la
bandeja, y Henry lo miraba pesaroso—. ¿No estabais ya prometidos?
—La fecha de la boda era para diciembre —explicó Jem, mientras por debajo de la mesa le daba a
Tessa un tranquilizador apretón de manos—. Pero hemos cambiado de opinión. Nos vamos a casar
mañana.
El efecto fue galvánico. Henry se atragantó con el té, y Charlotte, que parecía haberse quedado sin
palabras, tuvo que palmearle la espada. Gideon dejó caer su taza sobre el plato con gran estruendo, e
incluso Gabriel se quedó parado con el tenedor a medio camino de la boca. Sophie, que acababa de
llegar de la cocina con una bandeja de tostadas, soltó un grito ahogado.
—¡No pueden! —exclamó—. ¡El vestido de la señorita Grey quedó destrozado, y el nuevo ni lo han
empezado!
—Puede ponerse cualquier vestido —repuso Jem—. No es necesario que lleve el dorado de los
cazadores de sombras, porque no lo es. Tiene varios vestidos muy bonitos; puede elegir su favorito. —
Inclinó la cabeza tímidamente hacia Tessa—. Es decir, si tú estás de acuerdo.
Ésta no respondió, porque en ese momento, Will y Cecily acababan de entrar por la puerta.
—Tengo un tirón en el cuello… —estaba explicando ella con una sonrisa—. No puedo creer que
consiguiera dormirme en esa posición…
Se calló en cuanto ambos parecieron notar el humor que se respiraba en la sala, y miró alrededor. A
Will no se le veía más descansado que el día anterior, pero parecía complacido de que Cecily estuviera
con él, aunque ese cauteloso buen humor se fue evaporando rápidamente al ver las expresiones de los
demás.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Ha ocurrido algo?
—Tessa y yo hemos decidido adelantar la boda —contestó Jem—. Si no mañana, será en los próximos
días.
Will no dijo nada, ni cambió de expresión, pero palideció. No miró a Tessa.
—Jem, la Clave… —dijo Charlotte, mientras dejaba de palmear a Henry y se erguía con una mirada
inquieta en el rostro—. Aún no han aprobado tu matrimonio. No puedes ir contra ellos…
—Ni tampoco podemos esperar —replicó él—. Podrían pasar meses, incluso un año…, ya sabes que
prefieren dejar pasar el tiempo antes de darnos una respuesta que temen que no te guste.
—Y tampoco es que nuestra boda sea lo más importante para ellos en este momento —añadió Tessa—.
Los papeles de Benedict Lightwood, buscar a Mortmain… todo eso tiene prioridad. Pero éste es un
asunto personal.
—No hay asuntos personales para la Clave —repuso Will. Su voz sonaba hueca y rara, como si llegara
de una gran distancia. Una vena le palpitaba en el cuello. Tessa pensó en el delicado entendimiento que
habían comenzado a establecer en los últimos días, y se preguntó si esa noticia lo destruiría, si lo haría
trizas como un objeto frágil contra las rocas—. Mi madre y mi padre…
—Existen leyes sobre el matrimonio con mundanos. No existen leyes sobre el matrimonio de un
nefilim y lo que es Tessa. Y si tengo que hacerlo, al igual que tu padre, dejaré de ser un cazador de
sombras para casarme.
—James…
—Habría pensado que sobre todo tú lo entenderías —se lamentó Jem, y la mirada que lanzó a Will era
tanto herida como de perplejidad.

—No digo que no lo entienda. Sólo te estoy diciendo que pienses…
—Ya lo he pensado —le espetó Jem—. Tengo una licencia de matrimonio mundana, conseguida y
firmada legalmente. Podríamos entrar en cualquier iglesia y que nos casaran hoy mismo. Aunque
preferiría que todos vosotros estuvierais presentes, si no podéis, lo haremos igualmente.
—Casarte con una chica sólo para convertirla en viuda —replicó Gabriel Lightwood—. Muchos dirían
que eso no es bondad.
Jem se puso rígido junto a Tessa; la mano que le daba estaba tensa. Will fue a avanzar, pero ella ya
estaba de pie, lanzándole una mirada asesina a Gabriel.
—No se atreva a hablar como si fuera Jem quien puede elegir y no yo —lo amenazó, sin apartarle los
ojos del rostro—. Este compromiso no se me ha impuesto, ni tampoco me hago ilusiones sobre la salud
de Jem. He elegido estar con él durante los días o minutos que se nos concedan, y los consideraré una
bendición.
Los ojos de Gabriel eran tan fríos como el mar de la costa de Terranova.
—Sólo me preocupaba su bienestar, señorita Gray.
—Pues sería mejor que se preocupara por el suyo propio —le soltó Tessa.
Los ojos verdes se entrecerraron.
—¿Qué quiere decir?
—Creo que la dama se refiere —intervino Will— a que ella no mató a su propio padre. ¿O te has
recuperado tan rápido de eso que no tenemos por qué preocuparnos de tu sensibilidad, Gabriel?
Cecily ahogó un grito. Gabriel se puso en pie y, en su expresión, Tessa vio de nuevo al chico que había
desafiado a Will a un duelo la primera vez que ella lo había visto, todo arrogancia, tirantez y odio.
—Si alguna vez osas… —comentó Gabriel.
—Parad —ordenó Charlotte, y calló de golpe al oír a través de las ventanas el ruido de la oxidada verja
del Instituto abriéndose y el pataleo de los cascos de los caballos sobre el pavimento.
—Oh, por el Ángel. Jessamine. —Charlotte se puso en pie rápidamente y dejó la servilleta sobre el
plato—. Venid, debemos ir abajo a recibirla.
Si no era una llegada bienvenida en otros aspectos, sí que demostró ser una distracción perfecta. Hubo
cierto revuelo, y mucha perplejidad por parte de Gabriel y Cecily, ya que ninguno de ellos entendía
precisamente quién era Jessamine o el papel que había desempeñado en la vida del Instituto. Avanzaron
por el pasillo desordenadamente; Tessa se retrasó un poco, se sentía sin aliento, como si llevara el corsé
demasiado apretado. Pensó en la noche anterior, abrazada a Jem en la sala de música donde se besaron
y hablaron durante horas entre susurros sobre la boda que iban a celebrar y el matrimonio que le
seguiría… como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Como si casarse le fuera a garantizar la
inmortalidad a Jem, aunque sabía bien que no sería así.
Mientras corría por la escalera hacia la entrada, tropezó, distraída. Una mano la sujetó. Alzó la mirada y
vio a Will.
Por un instante se quedaron inmóviles como estatuas. Los demás ya estaban casi en los pies de la
escalera, y sus voces se alzaban como volutas de humo. Will cogía a Tessa con suavidad, aunque su
rostro era casi inexpresivo, como grabado en granito.
—No piensas lo mismo que los demás, ¿no? —le preguntó ella con más aspereza de la que pretendía—.
Que no debería casarme con Jem. Me preguntaste si lo amaba lo suficiente para casarme con él y
hacerlo feliz, y te dije que sí. No sé si podré hacerle completamente feliz, pero lo intentaré.
—Si alguien puede, ésa eres tú —contestó él mirándola a los ojos.
—Los demás creen que me hago ilusiones sobre su salud.
—La esperanza no es una ilusión.
Eran palabras de ánimo, pero había algo en la voz de él, algo lúgubre que la asustó.
—Will. —Lo cogió por la muñeca—. ¿No me abandonarás ahora… no me dejará el único que aún
busca una cura? No puedo hacerlo sin ti.
Él respiró hondo y medio cerró sus sombríos ojos azules.
—Claro que no. No pienso rendirme con él, ni contigo. Te ayudaré. Lo seguiré haciendo. Sólo que…
Calló de golpe y apartó el rostro. La luz que entraba por una ventana superior le iluminó la mejilla, la
barbilla y la curva del mentón.
—¿Sólo que qué?
—¿Recuerdas qué más te dije aquel día en el salón? —preguntó Will—. Quiero que seas feliz, y que él
sea feliz. Y, aun así, cuando vayas hacia el altar para uniros para siempre, caminarás sobre un sendero
invisible formado con los fragmentos de mi corazón, Tessa. Daría mi vida por cualquiera de los dos.
Daría mi vida por vuestra felicidad. Creía que tal vez, cuando me dijiste que no me amabas, mis
sentimientos irían enfriándose y acabarían por desaparecer, pero no ha sido así. Han seguido creciendo
día a día. Te amo más desesperadamente, en este momento, de lo que te he amado antes, y en una hora
te amaré aún más. Sé que no es justo decirte esto, cuando tú no puedes hacer nada. —Inhaló
estremeciéndose—. ¡Cuánto debes de despreciarme!
Tessa se sintió como si se hubiera abierto el suelo bajo sus pies. Recordó lo que se había dicho a sí
misma la noche anterior: que seguramente los sentimientos de Will hacia ella se habrían desvanecido.
Que a lo largo de los años, el dolor que él sentiría sería menor que el suyo propio. Se lo había creído.
Pero…
—No te desprecio, Will. Siempre te has comportado de un modo honorable, más honorable de lo que
habría podido pedirte…
—No —replicó él con amargura—. Creo que no esperabas nada de mí.
—Lo he esperado todo de ti, Will —le susurró—. Más de lo que tú esperabas de ti mismo. Pero me has
dado aún más. —Le falló la voz—. Dicen que no se puede dividir el corazón y, sin embargo…
—¡Will! ¡Tessa! —los llamó Charlotte desde el vestíbulo—. ¡Dejad de entreteneros! ¿Puede ir uno a
buscar a Cyril? Tal vez necesitemos ayuda con el carruaje si los Hermanos Silenciosos quieren
quedarse.
Tessa miró impotente a Will, pero el momento había pasado; la expresión de éste volvía a ser
reservada; la desesperación que lo había impulsado un momento antes había desaparecido. Se había
cerrado como si los separaran mil puertas con candados.
—Baja tú. Yo iré en seguida —dijo él inflexible; se volvió y subió corriendo los escalones.
Tessa se apoyó en la pared y acabó de bajar los escalones como atontada. ¿Qué había estado a punto de
hacer? ¿Qué era lo que casi le había dicho a Will?
«Y sin embargo, te amo».
Por el Dios del cielo, ¿de qué serviría eso?, ¿en qué podrían beneficiar a nadie decir esas palabras? Sólo
sería una terrible carga para él, porque sabría lo que ella sentía, pero no podría hacer nada al respecto.
Y eso lo ataría a ella, no lo liberaría para poder buscar a otra persona a la que amar, una que no
estuviera prometida a su mejor amigo.
«Otra persona a la que amar».
Tessa salió a la escalera del Instituto con el viento atravesándole el vestido como un cuchillo. Los
demás estaban allí, reunidos ante el primer escalón, un poco incómodos, sobre todo Gabriel y Cecily,
que parecían preguntarse qué diablos estaban haciendo ahí. Tessa casi ni los vio. Sentía el corazón
pesado, y sabía que no era por el frío. Era la idea de que Will se enamorara de otra persona.
Era puro egoísmo. Si Will encontraba a quien querer, ella lo sufriría con paciencia, mordiéndose el
labio en silencio, como él había sufrido su compromiso con Jem. Se lo debía, pensó, mientras el oscuro
carruaje conducido por un hombre vestido con el hábito de pergamino de los Hermanos Silenciosos
atravesaba la verja abierta. Debía a Will un comportamiento tan honorable como el de él.
El vehículo se detuvo al pie de la escalera. Tessa notó que Charlotte se movía inquieta tras ella.
—¿Otro carruaje? —dijo ésta, y la chica siguió su mirada hasta ver que sí que había un segundo
carruaje, negro y sin escudo, que rodaba en silencio tras el primero.
—Una escolta —sugirió Gabriel—. Quizá los Hermanos Silenciosos tengan miedo de que intente
escapar.
—No —rebatió Charlotte, con una voz cargada de asombro—. Jessamine no…
El Hermano Silencioso que conducía el primer vehículo dejó las riendas, bajó y fue a la portezuela. En
ese momento, el segundo carruaje se detuvo tras él, y el hermano se volvió. Tessa no podía ver su
expresión, porque tenía el rostro oculto por la capucha, pero algo en la posición de su cuerpo indicaba
sorpresa. Ella entrecerró los ojos; había algo raro en los caballos que arrastraban el segundo vehículo:
les brillaba el cuerpo, pero no como reluce el pelaje de los animales, sino como el metal, y sus
movimientos eran demasiado fluidos para ser naturales.
El conductor de ese segundo coche saltó de pescante y aterrizó con un resonante golpe, y Tessa vio el
brillo de metal cuando se llevó la mano al cuello de su túnica de pergamino y se la quitó.
Debajo había un reluciente cuerpo de metal bajo una cabeza ovoide, sin ojos; remaches de cobre
sujetaban las articulaciones de los codos, las rodillas y los hombros. El brazo derecho, si se le podía
llamar así, acababa en una ruda ballesta de bronce. Lo alzó en ese momento y lo flexionó. Una flecha
de acero, con plumas de metal negro, voló por el aire y se clavó en el pecho del primer Hermano
Silencioso; el impacto lo elevó del suelo y lo lanzó a varios metros, antes de que cayera en el
pavimento del patio, con la sangre empapando el pecho del hábito.
StephRG14
StephRG14


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Cazadores de sombras - Página 8 Empty LOS ORÍGENES- PRINCESA MECÁNICA

Mensaje por StephRG14 Sáb 06 Jun 2015, 3:51 pm

Capitulo 9
Labrar en metal

La mena líquida decantó en moldes preparados; de ellos forjó primero sus propios útiles; luego los que servían para
liquidar o labrar en metal.
-JOHN MILTON, El paraíso perdido

Los Hermanos Silenciosos, vio Tessa inmóvil por la impresión, tenían una sangre tan roja como la de
cualquier mortal.
Oyó a Charlotte gritando órdenes y, luego, a Henry bajar corriendo la escalera hacia el primer carruaje.
Abrió la puerta de golpe, y Jessamine cayó entre sus brazos; tenía el cuerpo exánime y los ojos medio
cerrados. Llevaba el desgastado vestido blanco que Tessa le había visto cuando la había visitado en la
Ciudad Silenciosa, aunque llevaba el hermoso cabello rubio cortado al rape.
—Henry —sollozó de forma audible, y se le agarró a las solapas—. Ayúdame, Henry. Llévame dentro
del Instituto, por favor…
Henry se alzó con Jessamine en brazos, justo cuando las puertas del segundo carruaje se abrían y
comenzaban a salir autómatas, que se unían al primero. Parecían ir desplegándose al ir saliendo, como
muñecos de papel: un, dos, tres… Tessa perdió la cuenta cuando los cazadores de sombras sacaron
armas de los cinturones. Vio el destello del metal que despedía la punta de la espada bastón de Jem, oyó
el murmullo en latín mientras los cuchillos serafines se encendían a su alrededor como un círculo de
fuego bendito.
Y los autómatas atacaron. Uno de ellos corrió hacia Henry y Jessamine, mientras que los otros subieron
la escalera. Tessa oyó como Jem la llamaba, y se dio cuenta de que ella no tenía ninguna arma. No
había pensado entrenar ese día. Miró alrededor desesperada, buscando algo, buscando una piedra
pesada, o incluso un palo. En el vestíbulo había armas colgando de las paredes, como adornos, pero una
arma era una arma. Corrió adentro y descolgó una espada de un clavo de la pared; luego dio la vuelta y
regresó corriendo afuera.
La escena que se encontró era un puro caos. Jessamine estaba en el suelo, agazapada contra una rueda
de su carruaje, y se cubría el rostro con los brazos. Henry estaba ante ella, y blandía un cuchillo serafín
de un lado al otro para mantener a raya el autómata que trataba de pasar ante él, con sus manos
acabadas en pinchos, para dirigirse hacia Jessamine. El resto de las criaturas mecánicas se habían
esparcido por la escalera y estaban enzarzadas en combates individuales con los cazadores de sombras.
Mientras Tessa alzaba la espada que tenía en las manos, miró por todo el patio. Esos autómatas eran
diferentes de los que habían visto antes. Se movían con más rapidez, con pasos menos sincopados, y las
articulaciones de cobre se doblaban con suavidad.
En el primer escalón, Gideon y Gabriel estaban luchando furiosamente con un monstruo mecánico de
tres metros, que movía sus manos de pinchos como mazas.
Gabriel ya tenía un ancho corte en el hombro, del que manaba la sangre, pero su hermano y él estaban
hostigando a la criatura, uno por delante y otro por detrás. Jem, agachado, se alzó de repente y atravesó
la cabeza de un autómata con su espada bastón. La criatura sacudió espasmódicamente los brazos y
trató de tirar hacia atrás, pero tenía la espada enterrada en su cráneo de metal. Jem arrancó el arma, y
cuando el autómata fue a por él de nuevo, la blandió contra las piernas y le cortó una. La criatura se fue
de lado y cayó sobre los adoquines.
Más cerca de Tessa, el látigo de Charlotte atravesaba el aire como un rayo y le cortó el brazo ballesta a
la primera criatura; eso ni siquiera la ralentizó. Mientras iba a por la directora con su segundo brazo,
con forma de espátula y garra, Tessa se interpuso y blandió la espada como Gideon le había enseñado,
empleando todo el cuerpo para aumentar la fuerza y golpeando desde arriba para añadir el poder de la
gravedad al golpe.
La hoja cayó y segó el segundo brazo de la criatura. Esa vez un fluido negruzco salió propulsado de la
herida. El autómata siguió su curso, y se agachó para golpear a Charlotte con la coronilla, de la que
salía una corta hoja afilada. Ella lanzó un grito cuando le alcanzó en el brazo. Luego chasqueó el látigo
y el electrum plateado dorado le rodeó el cuello a la criatura. La mujer dio un tirón, y la cabeza,
seccionada, cayó a un lado; por fin la criatura se desplomó, mientras un fluido oscuro bombeaba
lentamente por los cortes en el chasis de metal.
Tessa ahogó un grito y tiró la cabeza hacia atrás; el sudor le pegaba el cabello a la frente y las sienes,
pero necesitaba ambas manos para manejar la pesada espada y no podía apartárselo. A través de los
ojos, que le picaban por el sudor, vio que Gabriel y Gideon tenían a su autómata en el suelo y lo
estaban destrozando; tras ellos, Henry se agachó justo a tiempo de esquivar un tajo de la criatura que lo
tenía arrinconado contra el carruaje. La mano de maza atravesó la ventanilla del carruaje, y los vidrios
cayeron sobre Jessamine, que gritó y se cubrió la cabeza. Henry alzó el cuchillo serafín y lo hundió en
el torso del androide. Tessa estaba acostumbrada a ver los cuchillos serafines atravesar ardiendo a los
demonios, reduciéndolos a nada, pero el autómata sólo se tambaleó hacia atrás y luego atacó de nuevo,
con la hoja hundida en el pecho ardiendo como una antorcha.
Con un grito, Charlotte comenzó a correr escaleras abajo hacia su marido. Tessa miró alrededor, y no
vio a Jem. El corazón le dio un vuelco. Avanzó un paso…
Una oscura silueta se alzó ante ella, cubierta con un hábito negro. Unos guantes igualmente negros le
cubrían las manos, y unas botas negras, los pies. Tessa pudo ver un rostro blanco como la nieve
rodeado de los pliegues de una capucha negra, un rostro tan conocido y horrible como una pesadilla
recurrente.
—Hola, señorita Gray —dijo la señora Negro.
A pesar de meter la cabeza en todas las habitaciones en que se le ocurrió, Will no fue capaz de
encontrar a Cyril. Eso le irritó, y a su irritabilidad no le iba nada bien su encuentro con Tessa en la
escalera. Después de dos meses de ir con tanto cuidado cerca de ella que era como si caminara sobre el
filo de un cuchillo, le había soltado todo lo que sentía como si fuera sangre manando de una herida
abierta, y sólo Charlotte había evitado que esa estupidez por su parte se convirtiera en un desastre.
Aun así, la respuesta de Tessa le daba vueltas en la cabeza mientras recorría el pasillo y pasaba ante la
cocina. «Dicen que no se puede dividir el corazón, y sin embargo…»
Y sin embargo ¿qué? ¿Qué había querido decir?
La voz de Bridget salió cantarina del comedor, donde Sophie y ella estaban limpiando.
Oh, madre, madre, hazme la cama, hazla mullida y estrecha. Mi William murió de amor por mí, Y yo
moriré de pena.
La enterraron en el viejo patio de la iglesia La tumba del dulce William cerca de ella, y desde esa
tumba nació un rosa roja, roja y de la de ella, un espino.
Crecieron por la vieja torre de la iglesia hasta que no pudieron crecer más Y se entrelazaron, un nudo
de amor verdadero, la rosa roja, roja y el espino.
Will se preguntaba cómo Sophie podía contenerse y no darle a Bridget en la cabeza con una bandeja,
cuando sintió una sacudida que fue como si le golpearan en el pecho. Se dejó caer contra la pared, falto
de aliento, con la mano en el cuello. Notaba algo palpitando ahí, como un segundo corazón sobre el
suyo. La cadena del colgante que Magnus le había regalado estaba fría al tacto, y él se la sacó
rápidamente de debajo de la camisa y lo miró: rojo intenso y latiendo con una luz escarlata como el
centro de una llama.
Se dio cuenta vagamente de que Bridget había dejado de cantar, y que ambas chicas se hallaban en la
puerta de comedor, mirándolo anonadadas. Él soltó el colgante y lo dejó caer sobre el pecho.
—¿Qué pasa, señorito Will? —preguntó Sophie. Había dejado de llamarle señor Herondale desde que
se había conocido la verdad sobre su maldición, aunque el chico aún se preguntaba a veces si a ella le
caería bien o no—. ¿Se encuentra bien?
—No soy yo —contestó él—. Debemos ir abajo, rápido. Algo va terriblemente mal.
—Pero está muerta —dijo Tessa boquiabierta, mientras retrocedía un escalón—. La vi morir…
Gritó cuando unos largos brazos de metal la rodearon desde atrás como correas, alzándola del suelo. La
espada repicó en el suelo cuando el autómata apretó los brazos, y la señora Negro esbozó una terrible y
fría sonrisa.
—Vamos, vamos, señorita Gray. ¿No se alegra ni un poquito de verme? Después de todo, fui la primera
en darle la bienvenida a Inglaterra. Aunque diría que desde entonces ha hecho de esto su hogar.
—¡Suélteme! —Tessa pateó con fuerza, pero el autómata le estrelló la cabeza contra la suya, lo que
hizo que se mordiera el labio con fuerza. Se atragantó y escupió: saliva y sangre salpicaron el rostro de
la señora Negro—. Prefiero morir a ir con usted…
La Hermana Oscura se limpió con un guante e hizo una mueca de desagrado.
—Por desgracia, eso no se puede arreglar. Mortmain te quiere viva. —Chasqueó los dedos al autómata
—. Llévala al carruaje.
Éste dio un paso, con Tessa entre los brazos… y se desplomó hacia adelante. Tessa casi no tuvo ni
tiempo de estirar los brazos para parar la caída, y se golpeó contra el suelo con la criatura mecánica
encima. Un intenso dolor le atravesó la muñeca derecha, pero se apoyó en ella igualmente; un grito se
le escapó de la garganta mientras se tiraba a un lado y resbalaba por varios escalones, con el grito de
frustración de la señora Negro resonándole en los oídos.
Miró hacia arriba un poco mareada. La señora Negro había desaparecido. El autómata que había
sujetado a Tessa se arrastró de lado sobre los escalones, parte de su cuerpo de metal estaba seccionada.
Tessa captó con un rápido vistazo lo que tenía dentro: ruedas dentadas, mecanismos y tubos traslúcidos
que bombeaban el fluido negruzco. Jem se hallaba sobre ella por detrás, respirando pesadamente y
manchado con la sangre aceitosa y negra del androide. Tenía el rostro blanco y serio. La miró un
instante, una rápida ojeada para asegurarse de que estaba bien, y saltó los escalones para atacar a la
criatura mecánica; le separó las piernas del torso. Ésta se sacudió espasmódicamente como una
serpiente agonizante, y el brazo que le quedaba se movió con rapidez, agarró a Jem por el tobillo y dio
un fuerte tirón.
Jem perdió pie, se fue al suelo y rodó escaleras abajo, en un espantoso abrazo con el monstruo de
metal. El ruido que producía el metal sobre la piedra, mientras el autómata se escurría por los
escalones, era horrible. Cuando llegaron al suelo juntos, la fuerza de la caída los separó. Tessa miró
horrorizada cómo su prometido se ponía en pie tambaleándose, y su sangre roja se mezclaba con el
fluido negro que le manchaba la ropa. Jem no tenía su espada bastón; se hallaba en uno de los
escalones, donde la había dejado caer mientras resbalaba.
—Jem —susurró Tessa, mientras se ponía de rodillas. Trató de arrastrarse a cuatro patas, pero la
muñeca le cedió; se cayó sobre los codos e intentó coger el bastón…
Entonces unos brazos la rodearon y la hicieron incorporar, y oyó la siseante voz de la señora Negro.
—No se resista, señorita Gray, o será peor para usted, mucho peor.
Tessa probó a revolverse, pero algo blando le cubrió la nariz y la boca. Captó un olor
desagradablemente dulzón, y luego la oscuridad le cubrió los ojos y la arrastró a la inconsciencia.
Con un cuchillo serafín en la mano, Will salió a todo correr por la puerta abierta del Instituto y vio una
escena de caos.
Automáticamente, buscó primero a Tessa, pero no la vio por ningún lado, afortunadamente. Debía de
haber tenido el buen sentido de esconderse. Un carruaje negro se hallaba detenido al pie de la escalera.
Tirada contra una de las ruedas, en medio de un montón de cristales rotos, se hallaba Jessamine. Henry
y Charlotte estaban uno a cada lado de ella. Henry con la espada y Charlotte con el látigo, mantenían a
raya a tres autómatas de metal con largas piernas, brazos de espada y cabezas lisas y sin expresión. La
espada bastón de Jem estaba en uno de los escalones, que estaban cubiertos de un fluido negro y
viscoso. Cerca de la puerta, Gabriel y Gideon Lightwood luchaba contra otros dos autómatas con la
experiencia de dos guerreros entrenados juntos durante años. Cecily estaba arrodillada junto al cuerpo
de un Hermano Silencioso, cuyo hábito estaba manchado de sangre escarlata.
La verja del Instituto estaba abierta, y la cruzaba un segundo carruaje negro, que se alejaba del Instituto
a toda velocidad. Pero Will casi ni pensó en él, porque al pie de la escalera vio a su hermano de sangre.
Pálido como el papel, pero en pie, retrocedía ante el ataque de otra criatura, que se tambaleaba como
borracha, con un trozo de costado y un brazo seccionados. Jem estaba desarmado.
La fría agudeza de la batalla se apoderó de Will, y todo pareció ir más lento a su alrededor. Supo que
Sophie y Bridget, ambas armadas, se habían dispuesto a ayudar; Sophie había corrido junto a Cecily, y
Bridget, en un torbellino de cabello rojo y tajos de espada, estaba ocupada en reducir a chatarra a un
autómata sorprendentemente grande con una ferocidad que en otra ocasión lo habría anonadado. Pero
el mundo de Will se había estrechado, se limitaba al autómata y a Jem, que, al verlo, alzó una mano.
Will saltó cuatro escalones y se deslizó de costado; llegó hasta la espada bastón de Jem. La cogió y la
lanzó. Su amigo la atrapó en el aire justo cuando el autómata se lanzaba hacia él; lo partió limpiamente
en dos. La parte superior cayó al suelo, aunque las piernas y la parte baja del torso, que bombeaban un
exceso de desagradables fluidos de color negro y verdoso, continuó avanzando hacia él. Jem se volvió
de lado y blandió la espada de nuevo; cortó a la cosa por las rodillas. Finalmente, ésta cayó, mientras
los trozos sueltos seguían removiéndose.
Jem giró la cabeza y miró a Will. Por un momento, sus ojos se encontraron, y éste le sonrió, pero Jem
no le devolvió la sonrisa; estaba tan blanco como la sal, y Will no pudo interpretar su mirada. ¿Se
habría herido? Estaba cubierto en tanto aceite y fluido que Will no podía ver si sangraba. La ansiedad
se apoderó de él y comenzó a bajar los escalones hacia su parabatai, pero antes de que pudiera llegar
abajo, éste había salido corriendo hacia la verja. Mientras Will se lo quedaba mirando, la cruzó y
desapareció en las calles de Londres.
Will echó a correr, pero tuvo que detenerse al pie de la escalera cuando un autómata se deslizó ante él,
moviéndose con suma rapidez y gracilidad, y le bloqueó el paso. Los brazos le acababan en largas
tijeras; Will se agachó cuando una de ellas le fue a cortar la cara, y le hundió el cuchillo serafín en el
pecho.
Se oyó su chisporroteo de metal al derretirse, pero la criatura sólo retrocedió un par de pasos y luego se
lanzó de nuevo contra él. Will se agachó para esquivar las afiladas extremidades y sacó una daga del
cinturón. Se revolvió y le soltó un tajo, y entonces vio que la criatura, de repente, se deshacía en tiras
ante él, grandes trozos de metal que se desprendían como si de la piel de una naranja se tratara. El
fluido negruzco hirvió y le salpicó a la cara mientras la cosa se desplomaba hecha pedazos.
Will alzó la mirada. Bridget lo miró tranquilamente desde el otro lado del destrozado autómata. Su
cabello era una masa esponjosa de rizos rojos, y tenía el delantal blanco cubierto de sangre negra, pero
le miraba impasible.
—Debería tener más cuidado —le dijo ella—. ¿No cree?
Will se había quedado sin habla; por suerte, la chica no parecía esperar una respuesta. Se chafó el
cabello y fue hacia Henry, que estaba luchando con un autómata que tenía un aspecto especialmente
temible, de al menos cuatro metros. Henry le había privado de un brazo, pero el otro, una
monstruosidad larga y con varias articulaciones que acababa en una espada curvada como un kindjal,
aún seguía atacándole. Bridget se acercó por detrás con calma y le clavó la espada en la articulación del
torso. Saltaron chispas, y la criatura comenzó a trastabillar hacia adelante. Jessamine, aún agazapada
contra la rueda del carruaje, soltó un grito y comenzó a apartarse de él, desplazándose a cuatro patas
hacia Will.
Éste la observó con una anonadada sorpresa durante un instante mientras ella se hacía sangre en las
manos y las rodillas sobre los vidrios rotos de la ventana, pero seguía avanzando. Luego, como
impelido por un resorte, Will avanzó, rodeó a Bridget hasta llegar a Jessie, le pasó las manos por debajo
y la alzó del suelo. Ella soltó un gritito ahogado (su nombre, le pareció a Will) y luego se dejó caer sin
fuerzas, aunque mantuvo las manos agarradas a las solapas de él.
Will la alejó del carruaje, sin dejar de observar lo que ocurría por el patio. Charlotte había acabado con
su autómata; Bridget y Henry estaban a medio hacer pedazos al otro. Sophie, Gideon, Gabriel y Cecily
tenían dos criaturas en el suelo entre ellos, y los estaban trinchando como un pavo de Navidad. Jem no
había regresado.
—Will —dijo Jessie con un hilillo de voz—. Will, por favor, déjame en el suelo.
—Tengo que llevarte adentro, Jessamine.
—No. —Tosió, y Will, horrorizado, vio que la sangre le corría por las comisuras de la boca—. No
sobreviviré tanto. Will, si alguna vez me tuviste cariño, aunque fuera sólo un poco, déjame en el suelo.
Él se dejó caer al pie de la escalera con Jessie en brazos, tratando como podía de acomodarle la cabeza
en su hombro. Ella tenía sangre en el cuello y en la parte delantera del vestido blanco, que se le pegaba
al cuerpo. Estaba terriblemente delgada; las clavículas le sobresalían y tenía las mejillas hundidas.
Parecía un paciente escapado del manicomio y no la hermosa muchacha que los había dejado hacía tan
sólo ocho semanas.
—Jess —le preguntó él suavemente—. Jessie. ¿Dónde te han herido?
Ella le dedicó una sonrisa bastante fantasmal. Tenía los dientes manchados de rojo.
—Una de las garras de la criatura se me ha clavado en la espalda —susurró, y cuando Will miró hacia
abajo, vio que tenía la parte posterior del vestido empapada de sangre. La sangre le había manchado las
manos, los pantalones y la camisa, y su olor metálico le llenaba la garganta—. Me ha atravesado el
corazón, lo noto.
—Un iratze… —comenzó Will mientras buscaba la estela en el cinturón.
—Ningún iratze me ayudará ahora —respondió con voz segura.
—Entonces, los Hermanos Silenciosos…
—Ni siquiera su poder puede salvarme. Además, no soportaría que volvieran a tocarme. Preferiría
morir. Estoy muriendo, y me alegro.
Will la miró, perplejo. Recordaba la llegada de Jessie al Instituto, con catorce años y tan peligrosa
como un gato enfadado con las uñas fuera. Nunca le había caído muy bien, ni él a ella, claro que él no
había sido amable con nadie excepto con Jem, pero Jessie le había ahorrado tener que lamentarlo. Aun
así, la admiraba de un modo extraño; se asombraba de la intensidad de su odio y la fuerza de su
voluntad.
—Jessie. —Le puso la mano en la mejilla, y torpemente le esparció la sangre.
—No hace falta. —Volvió a toser—. Que seas amable conmigo, me refiero. Sé que me odias.
—No te odio.
—Nunca me has visitado en la Ciudad Silenciosa. Todos los demás sí. Tessa y Jem, Henry y Charlotte.
Pero tú no. No perdonas, Will.
—No —contestó, porque era cierto. Y porque parte de la razón por la que nunca le había gustado
Jessamine era porque en ciertos sentidos le recordaba a sí mismo—. Jem es el que sabe perdonar.
—Y sin embargo, siempre te he preferido a ti. —Le recorrió el rostro con los ojos, pensativa—. Oh, no,
no de esa forma. Creo que no. Pero la forma en que te odiabas a ti mismo… Eso lo entendía. Jem
siempre quiso darme una oportunidad, igual que Charlotte. Pero no quiero regalos de corazones
generosos. Quiero que me vean como lo que soy. Y como tú nunca me has tenido lástima, sé que si te
pido que hagas algo, lo harás.
Jessamine resolló. La sangre le formaba burbujitas en la boca. Will sabía lo que eso significaba: tenía
una herida en los pulmones o se le estaban deshaciendo; se estaba ahogando en su propia sangre.
—¿Qué es? —preguntó Will con urgencia—. ¿Qué quieres que haga?
—Que las cuides —susurró ella—. Baby Jessie y las otras.
Will tardó un momento en darse cuenta de que se estaba refiriendo a sus muñecas.
—No dejaré que destruyan nada tuyo, Jessamine.
Ella esbozó una leve sonrisa.
—He pensado que quizá… no quisieran nada que les recuerde a mí.
—No se te odia, Jessamine. En cualquier mundo que haya después de éste, no entres pensando eso.
—Oh, ¿no? —Se le cerraban los ojos—. Aunque seguramente todos me habríais querido más si os
hubiera dicho dónde estaba Mortmain. Entonces, quizá no habría perdido vuestro amor.
—Dímelo ahora —le urgió Will—. Dímelo, si puedes, y vuelve a ganarte ese amor…
—Idris —susurró ella.
—Jessamine, sabemos que eso no es cierto…
Ella abrió los ojos. El blanco estaba tintado de rojo, como sangre en el agua.
—Tú —dijo ella—. Tú entre todos deberías haberlo entendido. —Tensó los dedos de repente,
espasmódicamente, sobre la solapa de Will—. Eres un galés terrible —le espetó con voz gruesa. Y
luego el pecho se le alzó, pero no volvió a moverse de nuevo. Estaba muerta.
Tenía los ojos abiertos, clavados en el rostro de Will. Él le bajó los párpados con cuidado, dejándole
impresas las huellas ensangrentadas del pulgar y el índice.
—Ave atque vale, Jessamine Lovelace.
—¡No! —gritó Charlotte.
Will miró a través de una neblina producida por la impresión y vio a los otros reunirse a su alrededor:
Charlotte, apoyada en Henry; Cecily con los ojos muy abiertos, y Bridget, que sujetaba dos espadas
manchadas de aceite, inexpresiva. Detrás de ellos, Gideon se hallaba sentado en los escalones que
daban al Instituto, con su hermano y Sophie, uno a cada lado. Estaba apoyado por la espalda, muy
pálido, con la chaqueta rota; en una pierna tenía atada una tira de tela rasgada, y Gabriel le estaba
dibujando en el brazo lo que seguramente era una runa curativa.
Henry hundió el rostro en el cuello de Charlotte y le murmuró frases tranquilizadoras mientras las
lágrimas se deslizaban por el rostro de su esposa. Will los miró a ellos y luego a su hermana.
—Jem —dijo, y el nombre era una pregunta.
—Ha ido detrás de Tessa —contestó Cecily. Estaba mirando a Jessamine, con una expresión en la que
se mezclaban la lástima y el horror.
Una luz blanca pareció destellar en los ojos del chico.
—¿Ha ido detrás de Tessa? ¿Qué quieres decir?
—Uno… uno de los autómatas la ha agarrado y la ha metido dentro de un carruaje —respondió su
hermana, titubeando ante la fiereza del tono de Will—. Ninguno de nosotros la ha podido seguir. Las
criaturas nos bloqueaban el paso. Luego, Jem ha salido corriendo. He supuesto…
Will notó que había apretado las manos, de forma totalmente inconsciente, alrededor el brazo de
Jessamine, dejándole unas marcas lívidas en la piel.
—Que alguien coja a Jessamine —pidió con voz jadeante—. Debo ir tras ellos.
—Will, no… —comenzó Charlotte.
—Charlotte. —La palabra le salió del alma—. Debo ir…
Se oyó un clac: el ruido de la verja del Instituto al cerrarse de golpe. Will alzó la cabeza y vio a Jem.
La verja se había cerrado justo tras él, y se aproximaba a ellos. Caminaba lentamente, como si estuviera
borracho o herido, y al acercarse, Will vio que estaba cubierto de sangre. La sangre negra de los
autómatas, pero también un montón de sangre roja, en la camisa, manchándole la cara, las manos y el
pelo.
Llegó junto a ellos y se detuvo de golpe. Tenía el mismo aspecto que había tenido Thomas cuando Will
lo había encontrado en la escalera que daba al Instituto, sangrando y casi muerto.
—¿James? —preguntó Will.
Esa única palabra lo preguntaba todo.
—Se la han llevado —contestó éste en un tono neutro—. He corrido detrás del carruaje, pero iba
ganando velocidad y no he logrado correr tan de prisa. Lo he perdido cerca de Temple Bar. —Su
mirada se posó en Jessamine, pero ni siquiera pareció ver el cuerpo de la chica, o a Will sujetándola, o
nada más—. Si hubiera podido correr más rápido… —dijo y luego se dobló por la mitad como si le
hubieran golpeado, mientras sufría un acceso de tos. Se desplomó sobre las rodillas y los codos,
salpicando de sangre el suelo que lo rodeaba. Arañó la piedra con los dedos. Luego rodó sobre la

espalda y se quedó inmóvil.
StephRG14
StephRG14


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Cazadores de sombras - Página 8 Empty Los orígenes- Princesa mecánica

Mensaje por StephRG14 Sáb 06 Jun 2015, 3:54 pm

Capitulo 10
Como agua sobre la arena


Porque me maravillé que otros, sujetos a la muerte, vi vieran, ya que aquel al que yo amaba como si nunca debie ra
morir, estaba muerto; y me maravillé aún más de que yo, que para él era como un segundo yo, pudiera vivir, ha biendo
muerto él. Bien dijo uno de sus amigos: «Eres la mitad de mi alma»; porque sentía que su alma y mi alma eran «un
alma en dos cuerpos» y, por tanto, mi vida se convirtió en un horror para mí, porque no quería vivir sólo a medias. Y
al mismo tiempo temía morir, no fuera que aquel al que yo tanto amaba muriera por entero.
-SAN AGUSTÍN, Confesiones, Libro IV.


Cecily abrió la puerta del dormitorio de Jem con la punta de los dedos y miró hacia el interior.
La habitación estaba en silencio, pero llena de movimiento. Dos Hermanos Silenciosos se hallaban
junto al lecho, con Charlotte entre ellos. Ésta tenía el rostro tenso y surcado de lágrimas. Will estaba
arrodillado junto a la cama, aún con la ropa manchada de sangre de la pelea en el patio. Apoyaba la
cabeza sobre los brazos cruzados, y parecía estar rezando. Se lo veía joven, vulnerable y desesperado, y
a pesar de sus sentimientos encontrados, una parte de Cecily ansiaba entrar en la sala y consolarlo.
Vio el cuerpo quieto y blanco que yacía en la cama, y se encogió asustada. Llevaba allí muy poco
tiempo; no sentía nada excepto que se estaba entrometiendo en el dolor y la pena de los habitantes del
Instituto.
Pero debía hablar con Will. No podía evitarlo. Avanzó…
Y notó una mano en el hombro que tiraba de ella hacia atrás. Se dio con la espalda en la pared del
pasillo, y Gabriel Lightwood la soltó al instante.
Ella lo miró sorprendida. Se le veía agotado, con sombras alrededor de los verdes ojos y restos de
sangre en el cabello y en los puños. Tenía el cuello de la camisa húmedo. Sin duda acababa de salir de
la habitación de su hermano. Lo habían herido gravemente en la pierna, y aunque los iratzes le habían
ayudado, se había puesto de manifiesto que su poder curativo tenía un límite. Tanto Sophie como
Gabriel le habían asistido en su habitación, aunque él había protestado constantemente diciendo que
toda la ayuda disponible debía dedicarse a Jem.
—No entre ahí —dio Gabriel a Cecily en voz baja—. Están tratando de salvar a Jem. Su hermano
necesita estar ahí para él.
—¿Estar ahí para él? ¿Y qué puede hacer? Will no es médico.
—Incluso inconsciente, James sacará fuerzas de su parabatai.
—Necesito hablar con Will sólo un momento.
Gabriel se pasó la mano por el alborotado cabello.
—No lleva mucho tiempo con los cazadores de sombras —indicó—. Puede que no lo entienda. Perder
a tu parabatai… no es cualquier cosa. Lo consideramos tan serio como perder a un esposo, o a un
hermano. Es como si fuera usted quien estuviera tendida en esa cama.
—A Will no le importaría tanto si fuera yo.
Gabriel resopló.
—Su hermano no se habría preocupado tanto de alejarme de usted si no la quisiera, señorita Herondale.
—No, no le gusta usted mucho. ¿Por qué? ¿Y por qué me está dando consejos sobre él ahora? A usted
tampoco le gusta Will.
—No —repuso Gabriel—. No es exactamente así. No me gusta Will Herondale. Hace años que nos
aborrecemos. Lo cierto es que una vez me rompió el brazo.
—¿De verdad? —Cecily alzó las cejas sin querer.
—Y, sin embargo, estoy comenzando a ver que muchas cosas que siempre pensé que eran ciertas no lo
son. Y Will es una de ellas. Estaba seguro de que era un canalla, pero Gideon me ha hablado de él, y
empiezo a entender que tiene un sentido del honor muy peculiar.
—Y eso se ha ganado su respeto.
—Deseo respetarlo. Deseo comprenderlo. Y James Carstairs es uno de los mejores de nosotros; incluso
si odiara a Will, querría evitarle este dolor, por el bien de Jem.
—Lo que tengo que decirle a mi hermano —repuso Cecily—, Jem habría querido que se lo dijera. Es
importante. Y sólo será un momento.
Gabriel se frotó las sienes. Era tan alto que parecía alzarse como una torre ante Cecily, aunque era muy
delgado. Tenía un rostro anguloso, no muy hermoso, pero sí elegante, con el labio inferior con la forma
exacta de un arco.
—Muy bien —repuso finalmente—. Entraré y le diré que salga.
—¿Por qué usted y no yo?
—Si está enfadado, si está cargado de dolor, es mejor que lo vea yo, y que él esté furioso conmigo y no
con usted —explicó Gabriel como si nada—. Confío en lo que dice, señorita Herondale, de que lo que
tiene que decirle es importante. Espero que no me decepcione.
Ella no contestó, se limitó a observar al chico Lightwood abrir la puerta de la habitación y entrar. Ella
se apoyó en la pared, con el corazón acelerado, mientras un murmullo de voces se alzaba en el cuarto.
Oyó a Charlotte decir algo sobre las runas para reemplazar la sangre, que al parecer eran peligrosas, y
luego se abrió la puerta y salió Gabriel.
Cecily se irguió.
—¿Will va a…?
Él le lanzó una breve mirada y, un momento después, su hermano apareció en el pasillo, casi detrás de
Gabriel, y cerró la puerta firmemente a su espalda. Gabriel saludó a Cecily con una inclinación de
cabeza y se marchó por el pasillo, para dejarla a solas con su hermano.
Lo cierto era que Cecily siempre se había preguntado cómo se podía estar sola con otra persona. Si en
realidad estabas con alguien, ¿no estabas acompañado por definición? Pero en ese momento se sentía
del todo sola, porque Will parecía estar completamente en otro lugar, aunque no parecía enfadado. Se
apoyó contra la pared junto a ella y, aun así, se veía tan insustancial como un fantasma.
—Will —comenzó ella.
Él no parecía oírla. Estaba temblando, las manos se le agitaban del esfuerzo y la tensión.
—Gwilym Owain —dijo ella, más suavemente.
Él volvió la cabeza para mirarla, aunque sus ojos eran tan azules y fríos como el agua de Llyn Mwyngil
en el abrigo del bosque.
—Cuando llegué aquí, tenía doce años —dijo él.
—Lo sé —repuso Cecily, sorprendida. ¿Acaso creía que podría haberlo olvidado? ¿Perder a Ella y
después a Will, su querido hermano mayor, en cuestión de días? Pero Will ni siquiera parecía
escucharla.
—Fue, para ser exactos, el diez de noviembre de ese año. Y todos los años después, cuando llega ese
día, suelo caer en la desesperación. Era ese día, y el de mi cumpleaños, cuando recordaba más a mamá
y a papá, y a ti. Sabía que estabas viva, que estabas ahí fuera, que querías que yo volviera, y que yo no
podía ir, ni siquiera podía enviarte una carta. Las escribí a docenas, claro, y las quemé. Debías de
odiarme y culparme de la muerte de Ella.
—Nunca te culpamos…
—Pasado el primer año, y aunque aún temía que llegara el día, comencé a encontrar que había algo que
Jem tenía que hacer sin falta todos los diez de noviembre, algún ejercicio o alguna búsqueda que nos
llevara a la otra punta de la ciudad bajo el tiempo frío y lluvioso. Y yo le insultaba por eso. A veces, el
frío húmedo lo hacía enfermar, o se olvidaba de tomar sus drogas y se ponía enfermo inmediatamente,
al toser expulsaba sangre y acababa postrado en cama, y eso también era una distracción. Y sólo
después de que pasara tres veces, porque soy estúpido, Cecy, y sólo pienso en mí, me di cuenta de que
claramente lo estaba haciendo por mí. Se había fijado en la fecha y lo hacía todo por mí, para
arrancarme de mi melancolía.
Cecily se quedó inmóvil contemplándolo. A pesar de las palabras que le repicaban en la cabeza para ser
dichas, no pudo hablar, porque era como si un velo alzado durante años hubiera caído y estuviera
viendo a su hermano por fin, como había sido de niño, cuidándola torpemente cuando se hería,
durmiéndose en la alfombra ante el fuego con un libro abierto sobre el pecho, saliendo del estanque
riendo y sacudiéndose el agua del negro cabello. Will, sin ningún muro entre él y el mundo exterior.
Él se rodeó con los brazos como si tuviera frío.
—No sé quién ser sin él —continuó—. Tessa no está, y cada momento que falta es como un cuchillo
que me atraviesa desde dentro. No está y no puedo localizarla, y no tengo ni idea de adónde ir o qué
hacer, y la única persona a la que me imagino explicándole mi agonía es justo la persona que no la
puede saber. Incluso si no se estuviera muriendo.
—Will. Will. —Le puso la mano sobre el brazo—. Escúchame, por favor. Lo importante es encontrar a
Tessa. Creo que sé dónde está Mortmain.
Él la miró con los ojos muy abiertos.
—¿Y cómo puedes saber tú eso?
—Estaba lo suficientemente cerca de ti para oír lo que te dijo Jessamine antes de morir —contestó la
chica, que notaba cómo la sangre le bombeaba a su hermano en la mano, bajo la piel. El corazón le
golpeaba dentro del pecho—. Dijo que eres un galés terrible.
—¿Jessamine? —Will parecía perplejo, pero ella vio cómo entrecerraba levemente los ojos. Quizá, de
forma inconsciente, estaba comenzando a seguir la misma línea de pensamiento que ella.
—Repetía que Mortmain estaba en Idris. Pero la Clave sabe que no —añadió Cecily rápidamente—.
No conocías a Mortmain cuando éste vivía en Gales, pero yo sí. Conoce muy bien el país. Y hubo un
tiempo en que tú también. Crecimos bajo la sombra de una montaña, Will. Piensa.
La miró fijamente.
—¿No creerás… Cadair Idris?
—Conocemos esas montañas, Will —repuso Cecily—. Y a él le parecería muy divertido, una gran
burla a ti y a todos los nefilim. Él se la ha llevado exactamente al lugar del que tú huiste. La ha llevado
a nuestra casa.
—¿Una tisana? —preguntó Gideon, mientras cogía el humeante tazón que le entregaba Sophie—. Me
siento como un niño de nuevo.
—Lleva especias y vino. Le hará bien. Es bueno para la sangre. —La sirvienta, sin mirar a Gideon
directamente, dejó la bandeja que llevaba en la mesilla de noche junto a la cama. Él estaba sentado con
una de las perneras del pantalón cortada por debajo de la rodilla y la pierna vendada. Aún estaba
despeinado por la pelea, y aunque se había puesto ropa limpia, seguía oliendo a sangre y sudor.
—Esto es bueno para la sangre —replicó él, y le mostró el brazo, donde tenía dibujadas dos runas de
sangre de repuesto, sangliers.
—¿Debo suponer que eso significa que tampoco le gustan las tisanas? —preguntó ella, con los brazos
en jarras.
Aún recordaba lo mucho que se había enfadado por los pastelillos, pero le había perdonado
completamente la noche anterior, mientras leía su carta al Cónsul (que aún no había tenido oportunidad
de enviar; seguía en el bolsillo de su delantal manchado de sangre). Y ese día, cuando el autómata le
había hecho un tajo en la pierna en los escalones del Instituto y él había caído, con la sangre manando
de la herida abierta, Sophie había sentido un terror que hasta la había sorprendido.
—A nadie le gustan las tisanas —contestó él con una leve sonrisa, totalmente encantadora.
—¿Debo quedarme y asegurarme de que se la bebe, o la va a tirar debajo de la cama? Porque luego
tendremos ratones.
Él tuvo la decencia de parecer avergonzado; a Sophie le habría gustado estar ahí cuando Bridget había
entrado en el dormitorio y había anunciado que había ido allí para retirar los pastelillos de debajo de la
cama.
—Sophie —dijo Gideon, y cuando ella lo miró con severidad, él se tomó un rápido sorbo de tisana—.
Señorita Collins. Aún no he tenido la oportunidad de disculparme adecuadamente, así que permítame
hacerlo ahora. Por favor, perdóneme por haberle jugado una mala pasada con los pastelillos. No
pretendía faltarle al respeto. Espero que no suponga que la tengo en menor estima por su posición en la
casa, porque es usted una de las damas mejores y más valientes que he tenido el placer de conocer.
Sophie bajó las manos de las caderas.
—Bueno —contestó. No muchos caballeros pedirían disculpas a una criada—. Es una disculpa muy
bonita.
—Y estoy seguro de que los pastelillos eran muy buenos —añadió él apresuradamente—. Pero es que
no me gustan los pastelillos. Nunca me han gustado los pastelillos. No es por sus pastelillos.
—Por favor, señor Lightwood, deje de decir la palabra «pastelillo».
—Muy bien.
—Y no eran mis pastelillos; los había hecho Bridget.
—Muy bien.
—Y no se está bebiendo su tisana.
Él abrió la boca; luego la cerró rápidamente y alzó la taza. Cuando la miró por encima del borde, ella
suavizó la expresión y le sonrió. Los ojos de Gideon se iluminaron.
—Muy bien —dijo Sophie—. No le gustan los pastelillos. ¿Y qué tal el bizcocho?
Era el principio de la tarde, y un débil sol estaba en lo alto del cielo. Alrededor de una docena de
cazadores de sombras del Enclave y varios Hermanos Silenciosos se hallaban repartidos por los
terrenos del Instituto. Antes se habían llevado los cadáveres de Jessamine y del Hermano Silencioso
cuyo nombre Cecily no había llegado a saber. Oía voces en el patio, y el resonar del metal, mientras el
Enclave rebuscaba entre los restos de los autómatas atacantes.
En el salón, sin embargo, el sonido más fuerte era el tictac del reloj de pared del rincón. Las cortinas
estaban abiertas, y bajo la pálida luz del sol, el Cónsul fruncía el cejo, con los gruesos brazos cruzados
sobre el pecho.
—Esto es una locura, Charlotte —dijo—. Una locura absoluta, y basada en las imaginaciones de una
niña.
—No soy una niña —replicó Cecily. Se hallaba sentada junto a la chimenea, en el mismo sillón en el
que Will se había quedado dormido la noche anterior; ¿sólo había pasado tan poco tiempo? Will se
hallaba junto a ella, echando chispas. No se había cambiado de ropa. Henry estaba en el dormitorio de
Jem con los Hermanos Silenciosos; Jem no había recuperado la conciencia, y únicamente la llegada del
Cónsul había apartado a Charlotte y a Will de su lado—. Y mis padres conocían a Mortmain, como
usted bien sabe. Nos dio Ravenscar Manor cuando mi padre tuvo… cuando perdimos nuestra casa de
Dolgellau.
—Es cierto —aseguró Charlotte, que se hallaba detrás del escritorio, con varios papeles esparcidos ante
ella—. Este verano te hablé de eso, y de lo que Ragnor Fell me había dicho sobre los Herondale.
Will sacó el puño del bolsillo del pantalón y miró furioso al Cónsul.
—¡Darle esa casa a mi familia fue una burla de Mortmain! Jugó con nosotros. ¿Por qué no iba a
proseguir con esa burla de este modo?
—Mira, Josiah —intervino la directora, y señaló uno de los papeles que tenía ante ella en el escritorio.
Un mapa de Gales—. Hay un Lago Lyn en Idris, y aquí, un lago Tal-y-Llyn, al pie de Cadair Idris…
—Llyn significa «lago» —explicó Cecily en un tono exasperado—. Y le llamamos Llyn Mwyngil,
aunque algunos los llaman Taly-Llyn…
—Y seguramente hay otros lugares en el mundo con el nombre de Idris —replicó el Cónsul, antes de
parecer darse cuenta de que estaba discutiendo con una chica de quince años y sosegarse.
—Pero éste significa algo especial —insistió Will—. Dicen que los lagos alrededor de la montaña no
tienen fondo, que la propia montaña está hueca y dentro duermen los C ˆwn, los Sabuesos del
Submundo.
—La Cacería Salvaje —dijo Charlotte.
—Sí. —Will se peinó hacia atrás con los dedos—. Somos nefilim. Creemos en las leyendas y los mitos.
Todas las historias son ciertas. ¿Dónde mejor que en una montaña hueca ya asociada con la magia
negra y los portentos de la muerte podría ocultarse con sus artefactos? A nadie le resultaría extraño si se
oyeran ruidos raros procedentes de la montaña, y ningún lugareño iría a investigar. ¿Dónde más podría
estar por aquí? Siempre me he preguntado por qué se tomó un interés particular por mi familia. Quizá
fuera simple proximidad; la oportunidad de fastidiar a una familia nefilim. No habría podido resistirse.
El Cónsul estaba apoyado en el escritorio, con los ojos clavados en el mapa que Charlotte tenía bajo la
mano.
—No es suficiente.
—¿No es suficiente? Suficiente ¡¿para qué?! —gritó Cecily.
—Para convencer a la Clave. —El Cónsul se incorporó—. Charlotte, tú lo entenderás. Para enviar una
fuerza contra Mortmain a partir de la sospecha de que se halla en Gales, tendríamos que convocar una
reunión del Consejo. No podemos llevar una pequeña fuerza y arriesgarnos a que nos superen en
número, sobre todo esas criaturas… ¿Cuántas había esta mañana cuando os atacaron?
—Seis o siete, sin contar la que se llevó a Tessa —respondió Charlotte—. Creemos que se pueden
doblar sobre sí mismas y, por tanto, pudieron caber en los estrechos confines del carruaje.
—Y creo que Mortmain no esperaba que Gabriel y Gideon Lightwood estuvieran con vosotros, y por
tanto calculó mal el número de autómatas que necesitaría. De otro modo, sospecho que estaríais todos
muertos.
—A la porra con los Lightwood —masculló Will—. Creo que infravaloró a Bridget. Trinchó a esas
criaturas como si fueran el pavo de Navidad.
El Cónsul alzó las manos.
—Hemos leído los papeles de Benedict Lightwood. En ellos afirma que el cuartel general de Mortmain
está a las afueras de Londres, y que Mortmain pretende enviar una fuerza contra el Enclave…
—Benedict Lightwood se estaba volviendo loco a pasos acelerados cuando escribió eso —le
interrumpió la mujer—. ¿Parece probable que Mortmain le confiara sus auténticos planes?
—Benedict no tenía ninguna razón para mentir en sus propios diarios, Charlotte; los que, por cierto, no
deberías haber leído. —La voz del Cónsul era agria, pero también terriblemente fría—. Si no estuvieras
tan convencida de que debes saber más que el Consejo, los habrías entregado inmediatamente. Tales
muestras de desobediencia no me disponen a confiar en ti. Si crees que debes hacerlo, lleva este asunto
de Gales ante el Consejo cuando nos reunamos dentro de quince días…
—¿Quince días? —Will alzó la voz; estaba pálido, con manchas rojas sobre las mejillas—. A Tessa se
la han llevado hoy. No tiene quince días.
—El Magíster la quería ilesa. Lo sabes, Will —le recordó Charlotte a media voz.
—¡Y también quiere desposarla! ¿No creéis que preferirá la muerte antes de convertirse en su juguete?
Mañana podría estar casada…
—¡Y al infierno si lo es! —exclamó el Cónsul—. ¡Una chica, que ni siquiera es nefilim, no es, no
puede ser, nuestra prioridad!
—¡Es mi prioridad! —gritó Will.
Se hizo el silencio. Cecily pudo oír el ruido de la leña húmeda chisporroteando en la chimenea. La
niebla que se veía a través de las ventanas era de un amarillo oscuro, y el rostro del Cónsul quedaba
entre las sombras.
—Pensaba que era la prometida de tu parabatai —dijo el Cónsul finalmente—, no la tuya.
Will alzó la barbilla.
—Si es la prometida de Jem, entonces es mi obligación protegerla como si fuera la mía. Eso es lo que
significa ser parabatai.
—Oh, sí. —La voz del Cónsul estaba cargada de sarcasmo—. Tanta lealtad es encomiable. —Meneó la
cabeza—. Los Herondale. Tan tozudos como rocas. Recuerdo cuando tu padre quería casarse con tu
madre. Nada podía disuadirlo, aunque ella no era una candidata para la Ascensión. Me había esperado
más flexibilidad en sus hijos.
—Nos perdonarás a mi hermana y a mí por no estar de acuerdo —replicó Will—, teniendo en cuenta
que si mi padre hubiera sido más flexible, como dices, nosotros no existiríamos.
El Cónsul meneó de nuevo la cabeza.
—Esto es la guerra —aseveró—. No un rescate.
—Y ella no es una simple chica —replicó Charlotte—. Es una arma en manos del enemigo. Te digo que
Mortmain pretende usarla contra nosotros.
—¡Ya basta! —El Cónsul cogió su abrigo del respaldo de una silla y se lo puso—. Esto es una
conversación inútil. Charlotte, ocúpate de tus cazadores de sombras. —Paseó la mirada por Will y
Cecily—. Parecen sobreexcitados.
—Ya veo que no podemos forzar tu cooperación, Cónsul. —El rostro de Charlotte era una pura
tormenta—. Pero recuerda que pondré por escrito que te advertí de esta situación. Si al final tenemos
razón y se produce un desastre por este retraso, tú serás el responsable de todo lo que suceda.
Cecily esperaba que el Cónsul se enfadara, pero sólo se alzó la capucha, ocultando el rostro.
—Eso es lo que significa ser Cónsul, Charlotte.
Sangre. Sangre en las losas del patio. Sangre manchando la escalera de la casa. Sangre en las hojas
del jardín, los restos de lo que una vez había sido el cuñado de Gabriel sobre espesos charcos de
sangre medio seca, calientes surtidores de sangre que salpicaban el traje de Gabriel mientras la flecha
que acababa de lanzar se clavaba en el ojo de su padre…
—¿Lamentas tu decisión de permanecer en el Instituto, Gabriel?—La voz fría y conocida penetró a
través de los pensamientos febriles de éste, quien alzó la mirada con un grito ahogado.
El Cónsul se hallaba sobre él, recortado contra la débil luz del sol. Llevaba un pesado abrigo y guantes,
y por su expresión parecía que Lightwood había hecho algo para divertirle.
—Yo… —El chico tragó aire y se obligó a hablar pausadamente—. No, claro que no.
El Cónsul alzó una ceja.
—Por eso estás agazapado aquí, en el lado de la iglesia, con la ropa manchada de sangre, aterrorizado
de que alguien te encuentre.
Gabriel se puso en pie rápidamente, agradecido de tener un muro de piedra detrás que le sirviera de
sustento. Miró fijamente al Cónsul.
—¿Está sugiriendo que no he luchado? ¿Que he huido?
—No estoy sugiriendo tal cosa —replicó el Cónsul con suavidad—. Sé que estuviste. Sé que tu
hermano resultó herido…
Gabriel tragó aire, y el Cónsul lo miró con ojos entrecerrados.
—Ah —dijo—. Así que es eso, ¿no? Viste morir a tu padre, y has pensado que también verías morir a
tu hermano, ¿no?
Gabriel quiso arañar el muro que tenía a la espalda. Quiso golpear al Cónsul en su empalagoso rostro
con esa expresión de falsa compasión. Quiso correr escaleras arriba y tirarse en la cama de su hermano,
negarse a marcharse, como Will se había negado a dejar a Jem hasta que Gabriel lo había obligado.
Will era un mejor hermano para Jem de lo que él lo era para Gideon, había pensado con amargura, y
ellos no compartían la sangre. En parte era eso lo que le había hecho salir del Instituto, para ir a su
escondrijo detrás de los establos. Sin duda, nadie lo buscaría ahí, se había dicho.
Pero se había equivocado. Aunque se equivocaba tan a menudo que qué importaba una vez más.
—Has visto sangrar a tu hermano —continuó el Cónsul—. Y has recordado…
—Yo maté a mi padre —dijo Gabriel—. Yo le clavé una flecha en el ojo, derramé su sangre. ¿Cree que
no sé lo que eso significa? Su sangre me llamará desde la tierra, como la sangre de Abel llamó a Caín.
Todo el mundo dice que ya no era mi padre, pero eso era todo lo que quedaba de él. Había sido un
Lightwood. Y Gideon podría haber muerto hoy. Perderle también…
—¿Ves lo que quería decir —repuso el Cónsul— cuando te hablé de Charlotte y de que se niega a
obedecer la Ley? El coste en vidas que comporta. Hoy podría haber sido la vida de tu hermano la
sacrificada a causa de su orgullo desmedido.
—No me parece orgullosa.
—¿Por eso escribisteis esto? —El Cónsul sacó del bolsillo de la chaqueta la primera carta que Gabriel
y Gideon le habían enviado. La miró con desprecio y la dejó caer al suelo—. ¿Esta ridícula misiva,
pensada para molestarme?
—¿Y funcionó?
Por un momento, Gabriel pensó que el Cónsul iba a pegarle. Pero la expresión de enfado se borró
rápidamente del rostro del hombre; cuando volvió a hablar lo hizo con calma.
—Supongo que no debería haber esperado que un Lightwood reaccionara bien al chantaje. Tu padre no
lo habría hecho; confieso que pensé que estabas hecho de una pasta más débil.
—Si pretende probar a persuadirme por otro camino, no se moleste —le advirtió Gabriel—. No serviría
de nada.
—¿De verdad? ¿Eres tan leal a Charlotte Branwell después de lo que su familia le hizo a la tuya? De
Gideon me lo habría esperado; se parece a tu madre. Demasiado confiado por naturaleza. Pero tú no,
Gabriel. De ti me esperaba más orgullo de sangre.
Éste dejó caer la cabeza contra la pared.
—No había nada —explicó—. ¿Lo entiende? No había nada en la correspondencia de Charlotte que
pudiera interesarle a usted, ni interesar a nadie. Nos dijo que nos destruiría totalmente si no le
informábamos de sus actividades, pero no había nada de lo que informar. No nos dejó elección.
—Podrías haberme dicho la verdad.
—Usted no quería oírla —replicó Gabriel—. No soy estúpido, y mi hermano tampoco. Quiere que
aparten a Charlotte de la dirección del Instituto, pero no quiere que quede muy claro que sea su mano la
que la aparta. Desearía descubrir que está involucrada en algún asunto ilegal. Pero la verdad es que no
hay nada que descubrir.
—La verdad es maleable. La verdad puede ser descubierta, cierto, pero también se puede crear.
Gabriel miró rápidamente al Cónsul al rostro.
—¿Preferiría que le hubiera mentido?
—Oh, no —contestó el hombre—. No a mí. —Le puso una mano en el hombro—. Los Lightwood
siempre han tenido honor. Tu padre cometió errores. Tú no deberías pagar por ellos. Déjame devolverte
lo que has perdido. Déjame devolverte Lightwood House, el buen nombre de tu familia. Podrías vivir
en la casa con tu hermano y tu hermana. No necesitarías seguir dependiendo de la caridad del Enclave.
«Caridad». Una palabra amarga. Gabriel pensó en la sangre de su hermano sobre las losas del Instituto.
Si Charlotte no hubiera sido tan tonta, tan decidida a acoger a la chica cambiante en el seno del
Instituto a pesar de todas las objeciones de la Clave y del Cónsul, el Magíster nunca habría enviado sus
fuerzas contra el Instituto. La sangre de Gideon no se habría derramado.
«De hecho —le susurró una vocecilla en su interior—, de no haber sido por Charlotte, el secreto de mi
padre habría continuado siendo secreto». Benedict no se habría visto obligado a traicionar al Magíster.
No habría perdido la fuente de la droga que mantenía a raya la astriola. Tal vez nunca se habría
transformado. Sus hijos quizá nunca habrían conocido sus pecados. Los Lightwood habrían seguido en
la bendita ignorancia.
—Gabriel —dijo el Cónsul—. Esta oferta es sólo para ti. Debes mantenerla en secreto a tu hermano. Es
como tu madre, demasiado leal. Leal a Charlotte. Su errónea lealtad puede que diga mucho de él, pero
no nos ayudará a nosotros. Dile que me he cansado de sus bromas; dile que ya no deseo que hagáis
nada. Sabes mentir —sonrió con acritud—, y estoy seguro de que puedes convencerle. ¿Qué me dices?
Gabriel apretó los dientes.
—¿Qué quiere que haga?
Will se removió en el sillón junto a la cama de Jem. Llevaba horas ahí, y tenía la espalda agarrotada,
pero se negaba a moverse. Siempre existía la posibilidad de que Jem se despertara, y esperaría que él
estuviera ahí.
Al menos, no hacía frío. Bridget había encendido el fuego en la chimenea; la leña húmeda
chisporroteaba y restallaba, y de vez en cuando lanzaba chispas. Al otro lado de la ventana, la noche era
oscura, sin rastro de azul o de nubes, sólo un negro uniforme como si el vidrio estuviera junto a él.
El violín de Jem estaba apoyado al pie de la cama, y su bastón, aún pringoso de sangre de la
escaramuza en el patio, se hallaba junto a él. Jem yacía inmóvil, medio incorporado sobre las
almohadas, sin nada de color en el rostro. Will sintió como si lo estuviera viendo por primera vez
después de una larga ausencia, en ese breve momento en que se notan los cambios en los rostros
conocidos antes de que vuelvan a formar parte del escenario de la propia vida. Jem estaba tan
delgado… ¿Cómo era que Will no lo había notado? Sin la más mínima carne superflua sobre los huesos
de las mejillas, el mentón o la frente, todo él ángulos y huecos. Los cerrados párpados tenían un leve
brillo azulado, igual que la boca. Las clavículas se le curvaban como la proa de un barco.
Will se regañó a sí mismo. ¿Cómo no se había dado cuenta durante todos esos meses de que Jem se
estaba muriendo, tan rápido, tan pronto? ¿Cómo no había visto la guadaña y las sombras?
—Will. —Un susurro desde la puerta. Él alzó la vista y vio a Charlotte, con la cabeza en el hueco—.
Hay… alguien que ha venido a verte.
Will parpadeó mientras Charlotte se retiraba y Magnus Bane pasaba a su lado y entraba en la
habitación. Por un momento, al chico no se le ocurrió nada que decir.
—Dice que le has llamado —añadió la directora, no muy convencida. Magnus, con aire de indiferencia,
esperó vestido con un traje gris ceniza. Se estaba sacando lentamente los guantes, de cabritilla de color
gris oscuro, de sus delgadas manos marrones.
—Sí que lo he llamado —confirmó Will, que se notaba como si acabara de despertar—. Muchas
gracias, Charlotte.
Ella le lanzó una mirada que mezclaba la compasión con el implícito mensaje de «Bajo tu
responsabilidad, Will Herondale», y se marchó después de cerrar la puerta de un modo muy
significativo.
—Has venido —dijo Will, sabiendo que sonaba estúpido. Nunca le había gustado cuando la gente decía
obviedades en alto, y él lo estaba haciendo en ese momento. No se podía quitar de encima la sensación
de total confusión. Ver a Magnus allí, en medio del dormitorio de Jem, era como ver a un caballero
hada en medio de los abogados de blancas pelucas del Old Bailey.
Magnus dejó los guantes sobre la mesa y fue hacia la cama. Se apoyó con la mano en uno de los postes
mientras miraba a Jem, tan inmóvil y blanco que podría haber sido una estatua tallada sobre una tumba.
—James Carstairs —murmuró por lo bajo como si esas palabras tuvieran algún poder mágico.
—Se está muriendo —le informó Will.
—Eso es evidente. —Podría parecer frío, pero había toda la tristeza del mundo en la voz de Magnus,
una tristeza que a Will le resultó sorprendentemente familiar—. Pensaba que creías que le quedaban
unos días, incluso quizá una semana.
—No es sólo la falta de droga —explicó Will en una voz que parecía oxidada; se aclaró la garganta—.
Lo cierto es que tenemos un poco y se la hemos administrado. Pero esta tarde ha habido una pelea; ha
perdido sangre y se ha debilitado. Me temo que no tiene fuerzas suficientes para recuperarse.
Magnus alzó la mano de Jem con gran cuidado. Tenía morados en los pálidos dedos, y las venas azules
corrían como un mapa de ríos bajo la traslúcida piel de la muñeca.
—¿Sufre?
—No lo sé.
—Quizá lo mejor sería dejarlo morir. —Magnus miró a Will, con ojos de un oscuro dorado verdoso—.
Toda vida es finita, Will. Y sabías, cuando lo elegiste a él, que moriría antes que tú.
Will miró hacia el frente. Se sentía como si estuviera cayendo por un túnel oscuro, sin final, sin paredes
a las que agarrarse para frenar la caída.
—Si crees que sería lo mejor para él…
—Will. —La voz de Magnus era amable, pero urgente—. ¿Me has hecho llamar porque pensabas que
podía ayudarle?
Will lo miró sin verlo.
—No sé por qué te he llamado —respondió—. No creo que sea porque creyera que podrías hacer algo.
Me parece que más bien he pensado que tú serías el único que podría entenderlo.
Magnus pareció sorprendido.
—¿El único que podría entenderlo?
—Has vivido durante tanto tiempo… —contestó Will—. Debes de haber visto morir a muchos, a
mucha gente que querías. Y, sin embargo, has sobrevivido y seguido adelante.
Magnus seguía mirándolo perplejo.
—Me has llamado… un brujo en el Instituto, justo después de una pelea en la que casi habéis muerto
todos… ¿para hablar?
—Me resulta fácil hablar contigo —respondió Will—. No sé por qué razón.
Magnus meneó la cabeza lentamente, y se apoyó en el poste de la cama.
—Eres tan joven… —musitó—. Pero, claro, no creo que ningún cazador de sombras me haya llamado
antes sólo para que le acompañe a velar por la noche.
—No sé qué hacer —confesó Will—. Mortmain se ha llevado a Tessa, y ahora creo que sé dónde puede
estar. Una parte de mí sólo quiere ir tras ella. Pero no puedo dejar a Jem. Hice un juramento. ¿Y si se
despierta y no me ve aquí? —Se le veía tan perdido como a un bebé—. Creerá que lo he abandonado
voluntariamente, sin importarme que se estuviera muriendo. No lo sabrá. Y, no obstante, si pudiera
hablar, ¿no me diría que fuera a buscar a Tessa? ¿No es eso lo que querría? —Will ocultó el rostro entre
las manos—. No lo sé, y eso me está destrozando por dentro.
El brujo lo miró en silencio durante un largo momento.
—¿Sabe él que estás enamorado de Tessa?
—No. —Will alzó la cabeza, sorprendido—. No. Nunca he dicho nada. No era una carga que él tuviera
que llevar.
Magnus respiró hondo.
—Will —le dijo con amabilidad—. Me has pedido consejo, como alguien que ha vivido durante
muchas vidas y ha enterrado a muchos amantes. Puedo decirte que el final de una vida es la suma del
amor que se ha vivido, que sea lo que sea que creas que has jurado, estar aquí al final de la vida de Jem
no es lo importante. Lo importante ha sido estar aquí en cualquier otro momento. Desde que lo
conociste, nunca lo has dejado y lo has amado siempre. Eso es lo que importa.
—¿Lo dices en serio? —preguntó Will, y luego—: ¿Por qué eres tan amable conmigo? Aún te debo un
favor, ¿no? Lo recuerdo, ¿sabes?, aunque nunca me lo has exigido.
—¿No? —se hizo el sorprendido Magnus, y luego le sonrió—. Will, tú me tratas como un ser humano,
una persona como tú; raro es el cazador de sombras que trata así a un brujo. No soy tan cruel como para
exigir que un muchacho con el corazón roto me devuelva un favor. Y un muchacho que creo, por cierto,
que será un muy buen hombre algún día. Así que te diré una cosa. Me quedaré aquí cuando te marches,
y vigilaré a tu Jem por ti, y si se despierta, le diré adónde has ido y que ha sido por él. Y haré lo que
pueda para mantenerle con vida: no tengo yin fen, pero tengo magia, y quizá pueda encontrar algo en
algún un viejo libro de hechizos que pueda ayudarle.
—Lo consideraré un gran favor —aseguró Will.
Magnus se quedó mirando a Jem. Y la tristeza se le marcó en el rostro, en ese rostro que por lo general
era tan alegre, o sarcástico, o indiferente; esa tristeza sorprendió a Will.
—«Porque ¿por dónde ha penetrado esa antigua pena con tanta facilidad hasta lo más profundo, que he
vertido mi alma sobre el polvo, al amar a alguien que debe morir?» —recitó Magnus.
Will lo miró.
—¿Qué es eso?
—Confesiones, de san Agustín —contestó Magnus—. Me has preguntado cómo, siendo inmortal, he
sobrevivido a tantas muertes. No hay ningún gran secreto. Soportas lo insoportable, y resistes. Eso es
todo. —Se apartó de la cama—. Te dejaré un momento a solas con él, para que le digas adiós como
quieras. Me encontrarás en la biblioteca.
Will asintió, sin palabras, mientras Magnus recogía los guantes, iba a la puerta y salía. A Will le daba
vueltas la cabeza.
Miró de nuevo a Jem, inmóvil en la cama.
«Debo aceptar que esto es el fin —pensó, e incluso sus pensamientos le resultaban huecos y distantes
—. Debo aceptar que Jem nunca volverá a mirarme, nunca volverá a hablarme. Soportas lo
insoportable, y resistes. Eso es todo».
Pero, aun así, no le parecía real; era como un sueño. Se puso en pie y se inclinó sobre Jem. Acarició
con suavidad la mejilla de su parabatai. Estaba fría.
«Atque in perpetuum, frater, ave atque vale —susurró. Las palabras del poema nunca le habían
parecido más adecuadas—. Por siempre jamás, mi hermano, saludos y adiós».
Will comenzó a incorporarse, a dar la espalda a la cama. Mientras lo hacía, notó algo que se le cerraba
en la muñeca. Miró hacia abajo y vio la mano de Jem rodeándole la suya. Durante un momento se
quedó demasiado impresionado para hacer nada más que mirar.
—Aún no estoy muerto, Will —dijo Jem con un hilillo de voz, fino pero fuerte como un alambre—.
¿Qué quería decir Magnus al preguntarte si yo sabía que estás enamorado de Tessa?
StephRG14
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Cazadores de sombras - Página 8 Empty LOS ORÍGENES- PRINCESA MECÁNICA

Mensaje por StephRG14 Sáb 06 Jun 2015, 3:56 pm

Capitulo 11
Temeroso de la noche


Aunque mi alma se ponga en tinieblas, se alzará en perfecta luz; he amado mucho las estrellas para ser temeroso de la
noche.
-SARAH WILLIAMS, «El viejo astrónomo»


—¿Will?
Después de tanto rato de silencio, de sólo oír la respiración de Jem, inhalando y espirando
trabajosamente, Will pensó por un momento que estaba imaginando la voz de su mejor amigo
hablándole desde la penumbra. Pero Jem le estaba soltando la muñeca, y Will se dejó caer en el sillón
junto a la cama. El corazón le golpeaba dentro del pecho, tanto por alivio como por un miedo
espantoso.
Jem volvió la cabeza hacia él, apoyada en la almohada. Tenía los ojos oscurecidos, su color plata
absorbido por el negro. Por un momento, los dos jóvenes se miraron. Era como la calma justo antes de
la tempestad, pensó Will, cuando el pensamiento desaparecía y la inevitabilidad lo reemplazaba.
—Will —repitió Jem, y tosió, llevándose la mano a la boca. Cuando la apartó, tenía sangre en los dedos
—. ¿Acaso he… he estado soñando?
Su amigo se puso recto. La voz de Jem había sonado tan clara, tan segura. «¿Qué quería decir Magnus
al preguntarte si yo sabía que estás enamorado de Tessa?» Pero era como si ese momento de fuerza
hubiera desaparecido, y sólo pareciera mareado y confuso.
¿Realmente habría oído lo que le había dicho Magnus? Y en tal caso, ¿existía la posibilidad de hacerlo
pasar por un sueño, por una febril alucinación? Esa idea provocó en Will una mezcla de alivio y
decepción.
—¿Soñando con qué?
Jem se miró la mano ensangrentada, y lentamente la cerró en un puño.
—La pelea en el patio. La muerte de Jessamine. Y se la han llevado, ¿verdad? A Tessa.
—Sí —susurró Will, y repitió las palabras que Charlotte le había dicho antes—. Sí, pero no creo que le
hagan daño. Recuerda, Mortmain la quería ilesa.
—Debemos encontrarla. Lo sabes, Will. Debemos… —Jem se sentó trabajosamente, y al instante
comenzó a toser. La sangre salpicó la blanca colcha. Will sujetó a Jem por los frágiles hombros hasta
que acabó el acceso; luego cogió una de las toallitas húmedas de la mesilla de noche y comenzó a
limpiarle las manos. Cuando fue a limpiarle la sangre del rostro, Jem le arrebató la toallita de la mano y
lo miró muy serio—. No soy un niño, Will.
—Lo sé. —Will apartó las manos. No se las había lavado desde la pelea en el patio, y la sangre seca de
Jessamine se le mezcló con la fresca de Jem en los dedos.
Jem respiró hondo. Tanto Will como él esperaron a ver si tenía otro ataque de tos, y cuando no fue así,
habló:
—Magnus ha dicho que estás enamorado de Tessa. ¿Es cierto?
—Sí —contestó Will, con la sensación de estar cayendo por un barranco—. Sí, es cierto.
Los ojos de Jem se veían grandes y luminosos en la penumbra.
—¿Y ella te ama?
—No. —A Will se le quebró la voz—. Le dije que la amaba, y ella no vaciló ni un momento. Es a ti a
quien ama.
Jem relajó la mano con la que había estado agarrando con fuerza la colcha.
—Le dijiste que estabas enamorado de ella.
—Jem…
—¿Cuándo fue, y a qué excesos de desesperación te podría haber llevado?
—Fue antes de que os prometierais. El día que descubrí que no estaba maldito. —Will hablaba a
trompicones—. Fui a verla y le dije que la amaba. Ella fue tan amable como pudo al decirme que te
amaba a ti y no a mí, y que estabais prometidos. —Will bajó la mirada—. No sé si esto te sirve de algo,
Jem, pero la verdad es que no tenía ni idea de que tú la amabas. Estaba totalmente obsesionado con mis
propios sentimientos.
Jem se mordisqueó el labio inferior, y su blanca piel ganó algo de color.
—Y… perdóname por preguntártelo: ¿no es un enamoramiento pasajero, un aprecio temporal? —Se
interrumpió al ver el rostro de Will—. No —murmuró—. Ya veo que no.
—La amo tanto que cuando me aseguró que ella sería feliz contigo, me juré a mí mismo que nunca
volvería hablar de ello, nunca le expresaría mi amor ni de palabra ni de obra, nunca ni una acción ni
una frase estropearía su felicidad. Mis sentimientos no han cambiado, y os quiero lo suficiente a ti y a
ella como para no decir nada que pudiera amenazar lo que habíais encontrado. —Las palabras le
brotaban de los labios; no parecía haber ninguna razón para retenerlas. Si Jem iba a odiarle, le odiaría
por la verdad, no por una mentira.
Jem parecía anonadado.
—Lo siento tanto, Will… Lo siento mucho, mucho. Ojala lo hubiera sabido.
Will se hundió en el sillón.
—¿Y qué habrías hecho?
—Podría haber roto el compromiso…
—¿Y romperos también el corazón a ambos? ¿En qué me habría beneficiado? Eres como la mitad de
mi alma, Jem. No podría ser feliz si tú eres infeliz. Y Tessa… te ama a ti. ¿Qué clase de monstruo
horrible sería yo, si disfrutara causando un gran dolor a las dos personas que más amo sólo para tener la
satisfacción de saber que si Tessa no puede ser mía, no sería de nadie?
—Pero eres mi parabatai. Si tú sufres, yo quiero evitarlo…
—Esto —repuso Will— es una de las pocas cosas en la que no me puedes ayudar.
Jem negó con la cabeza.
—Pero ¿cómo no lo he notado? Te dije que veía que los muros que te rodeaban el corazón estaban
cayendo. Pensé… pensé que sabía por qué; te dije que siempre había cargado con un peso, y sabía que
habías ido a ver a Magnus. Pensé que quizá habrías empleado su magia para librarte de alguna culpa
imaginaria. Si hubiera sabido que era por Tessa, debes saberlo, Will, nunca le habría dado a conocer
mis sentimientos.
—¿Y cómo ibas a imaginártelo? —Aunque se sentía muy desgraciado, también se sentía libre, como si
se hubiera quitado un gran peso de encima—. Hice todo lo que pude para ocultarlo y negarlo. Tú… tú
nunca ocultas tus sentimientos. En retrospectiva, era evidente y, sin embargo, no lo vi nunca. Me quedé
de piedra cuando Tessa me dijo que estabais prometidos. En mi vida, siempre has sido la fuente de lo
bueno. Nunca pensé que podrías ser una fuente de dolor, y así, equivocadamente, nunca se me ocurrió
pensar en tus sentimientos. Y por eso estuve tan ciego.
Jem cerró los ojos. Los párpados tenían sombras azuladas.
—Sufro por tu dolor —admitió—. Pero me alegro de que la ames.
—¿Te alegras?
—Lo hace más fácil —contestó Jem—. Pedirte que hagas lo que deseo que hagas: déjame y ve a buscar
a Tessa.
—¿Ahora? ¿Así?
Increíblemente, Jem sonrió.
—¿No era lo que ibas a hacer cuando te he cogido la mano?
—Pero… no creía que recuperarías la conciencia. Esto es diferente. No puedo dejarte así, no para que
te enfrentes solo a lo que sea que tengas que enfrentarte…
Jem alzó la mano y, por un momento, Will pensó que iba a cogerle la suya, pero en vez de eso le agarró
por la manga.
—Eres mi parabatai —dijo—. Has dicho que te podía pedir lo que fuera.
—Pero juré quedarme contigo. «Si algo excepto la muerte nos separa a ti y a mí…»
—La muerte nos separará.
—Sabes que la palabras del juramento forman parte de un pasaje más largo —remarcó Will—: «No me
ruegues que te deje, o que regrese de buscarte; porque a donde tú vayas, yo iré».
—¡No puedes ir a donde yo voy! —gritó Jem con las fuerzas que le quedaban—. ¡Ni querría que lo
hicieras!
—¡Tampoco puedo marcharme y dejarte morir!
Por fin. Will ya lo había dicho, había dicho la palabra, había admitido la posibilidad. Morir.
—Nadie más puede encargarse de esto. —Jem tenía los ojos brillantes, febriles, casi enloquecidos—.
¿Crees que no sé que si tú no vas tras ella nadie lo hará? ¿Crees que no me mata no poder ir, o al
menos, acompañarte? —Se inclinó hacia Will. Su piel estaba tan pálida como el nácar de la pantalla de
la lámpara, e igual que la lámpara, la luz parecía brillar a través de él desde una fuente interior. Deslizó
la mano sobre la colcha—. Cógeme las manos, Will.
Como perdido, éste hizo lo que le pedía. Se imaginó que podía notar un pequeño dolor en la runa de
parabatai que tenía en el pecho, como si ésta supiera lo que él no y le estaba advirtiendo del dolor
inminente, un dolor tan grande que no podía imaginar soportarlo y vivir. «Jem es mi gran pecado», le
había dicho a Magnus, y ése iba a ser su castigo. Había pensado que perder a Tessa sería su penitencia,
no se había planteado cómo sería cuando los hubiera perdido a los dos.
—Will —habló Jem—, durante todos estos años he tratado de darte lo que tú no podías darte a ti
mismo.
Will apretó las manos de su amigo, tan delgadas que le recordaron a un puñado de ramitas.
—¿Y qué es?
—La fe —contestó Jem—, porque eras mejor de lo que creías ser. El perdón, porque no era necesario
que te castigaras eternamente. Siempre te he querido, Will, hicieras lo que hicieses. Y ahora necesito
que hagas por mí lo que yo no puedo hacer. Que seas mis ojos cuando no los tenga. Que seas mis
manos cuando no pueda usar las mías. Que seas mi corazón cuando el mío haya cesado de latir.
—No —replicó Will, desesperado—. No, no, no. No seré nada de eso. Tus ojos verán, tus manos
sentirán, tu corazón continuará latiendo.
—Pero si no, Will…
—Si pudiera partirme por la mitad, lo haría; una mitad se quedaría aquí contigo y la otra mitad seguiría
a Tessa…
—La mitad de ti no nos serviría a ninguno de los dos —repuso Jem—. No puedo confiar en nadie más
para que vaya a buscarla, nadie más me daría su vida, como yo lo haría, por ella. Te habría pedido que
te hicieras cargo de esta misión incluso si no hubiera conocido tus sentimientos, pero al estar seguro de
que la amas tanto como yo… Will, confío en ti por encima de todo, y creo en ti por encima de todo, ya
que sé que tu corazón está entrelazado con el mío en este asunto. Wo men shi jie bai xiong di; somos
más que hermanos, Will. Emprende este viaje y lo harás no por ti solo, sino por los dos.
—No puedo dejarte para que te enfrentes sólo a una muerte sin rostro —susurró Will, pero sabía que
estaba vencido; se había agotado la arena de su voluntad.
Jem tocó la runa parabatai en el pecho de Will por encima de la fina tela del pijama.
—No estoy solo —respondió—. Dondequiera que estemos, somos uno.
Will se puso en pie lentamente. No podía creer lo que estaba haciendo, pero era evidente que lo hacía,
tan evidente como el borde dorado alrededor de los negros ojos de Jem.
—Si existe una vida después de ésta —habló—, déjame encontrarte en ella, James Carstairs.
—Habrá otras vidas. —Jem le tendió la mano, y por un momento se las estrecharon, como habían
hecho durante el ritual de parabatai, atravesando dos anillos de fuego para entrelazar los dedos—. El
mundo es una rueda —aseveró Jem—. Cuando nos alcemos o caigamos, lo haremos juntos.
Will le apretó la mano a Jem.
—Bien —repuso con un nudo en la garganta—, ya que dices que habrá otra vida para mí, roguemos
juntos para que no la fastidie tan colosalmente como ésta.
Jem le sonrió, esa sonrisa que siempre, incluso en los días más negros de Will, le había tranquilizado.
—Creo que aún hay alguna esperanza para ti, Will Herondale.
—Intentaré aprender a buscarla, sin ti para enseñarme.
—Tessa —dijo Jem—. Conoce la desesperación, y también la esperanza. Os podéis enseñar
mutuamente. Encuéntrala, Will, y dile que siempre la he amado. Os bendigo a los dos, por lo que eso
pueda valer.
Durante un momento se miraron a los ojos. Will no tuvo corazón para despedirse ni para nada en
absoluto. Sólo apretó la mano de Jem una última vez y se la soltó; acto seguido, fue hacia la puerta y
salió.
Los caballos se guardaban en el establo detrás del Instituto; el territorio de Cyril durante el día, donde
los demás pocas veces se aventuraban. El establo había sido antes la vieja casa parroquial, y el suelo
era de piedras irregulares, siempre barrido de forma escrupulosa. Los compartimentos se disponían en
los muros, aunque sólo había dos ocupados: uno por Balios y el otro por Xanthos, ambos
profundamente dormidos, sacudiendo la cola un poco, como sueñan los equinos. Tenían los comederos
llenos de heno fresco, y brillantes aperos se alineaban en las paredes, pulidos hasta relucir. Will decidió
que si regresaba vivo de esa misión, se aseguraría de que Charlotte le dijera a Cyril que estaba haciendo
un trabajo excelente.
Will despertó a Balios con suaves murmullos y lo sacó de su compartimento. De pequeño le habían
enseñado a ensillar un caballo y ponerle la brida, incluso antes de llegar al Instituto, así que dejó que su
mente vagara mientras lo hacía, ajustando los estribos con las correas, comprobando ambos lados de la
silla y pasando la mano bajo el vientre del animal para sujetar la cincha.
No había dejado ninguna nota tras él, ningún mensaje para nadie del Instituto. Jem les diría adónde
había ido, y Will había descubierto que, en esos momentos, cuando más las necesitaba, las palabras,
que normalmente le brotaban con facilidad, se le volvían esquivas. No acababa de creerse que estuviera
diciendo adiós, así que repasó una y otra vez lo que había guardado en las alforjas: un traje de combate,
una camisa y un cuello limpios (quién sabía cuándo necesitaría parecer un caballero), dos estelas, todas
las armas que le habían cabido, pan, queso, fruta seca y dinero mundano.
Mientras Will ataba la cincha, Balios alzó la cabeza y relinchó. El chico volvió rápidamente la cabeza.
Una silueta pequeña y femenina se hallaba en la puerta de los establos. Mientras Will la miraba, ésta
alzó la mano derecha, y la luz mágica se encendió e iluminó el rostro de la mujer.
Era Cecily, envuelta en una capa de terciopelo azul, con el cabello suelto y libre alrededor del rostro.
Los pies, descalzos, le sobresalían por debajo de la capa. Will se irguió.
—Cecy, ¿qué estás haciendo aquí?
Ella dio un paso al frente, y luego se detuvo en el umbral, mirándose los pies.
—Yo podría preguntarte lo mismo.
—Me gusta hablar a los caballos por la noche. Son una buena compañía. Y no deberías salir por ahí en
camisón. Hay chicos Lightwood rondando por esos corredores.
—Muy gracioso. ¿Adónde vas, Will? Si vas a buscar más yin fen, llévame contigo.
—No voy a buscar más yin fen.
En los ojos, Will vio que había adivinado la respuesta.
—Vas a buscar a Tessa. Vas a Cadair Idris.
Su hermano asintió.
—Llévame —le rogó ella—. Llévame contigo, Will.
Él no podía mirarla; fue a coger el bocado y la brida, aunque las manos le temblaban cuando lo hizo y
volvió hacia Balios.
—No puedo llevarte. No puedes montar a Xanthos, no tienes el entrenamiento necesario, y un caballo
normal sólo nos haría ir más lentos.
—Los caballos del carruaje son autómatas. No puedes esperar alcanzarlos…
—No lo espero. Balios puede ser el caballo más rápido de Inglaterra, pero necesita descansar y dormir.
Ya me resigno. No alcanzaré a Tess en el camino. Mi única esperanza es llegar a Cadair Idris antes de
que sea demasiado tarde.
—Entonces, déjame ir tras de ti, y no te preocupes si te adelantas…
—¡Se razonable, Cecy!
—¿Razonable? —se encendió la joven—. ¡Lo único que veo es a mi hermano marchándose de nuevo!
¡Han pasado años, Will! ¡Años! Vine a Londres a buscarte, y ahora que volvemos a estar juntos, ¡tú te
marchas!
Balios se removió inquieto cuando Will le ajustó el bocado y le pasó las riendas sobre la cabeza. A
Balios no le gustaban los gritos. Will lo tranquilizó con una mano en el cuello.
—Will. —Cecily parecía peligrosa—. Mírame, o tendré que ir a casa para detenerte. Te juro que lo
haré.
Will apoyó la cabeza en el cuello del animal y cerró los ojos. Notaba el olor a heno y caballos, a tela y
sudor, y a algo del aroma del humo que aún seguía impregnado en su ropa, de la chimenea de Jem.
—Cecily —dijo—, necesito saber que estás aquí y tan a salvo como puedes estar, o no podré
marcharme. No puedo estar padeciendo por Tessa delante y por ti detrás, o el temor me aplastará. Ya
hay en peligro demasiadas personas a las que quiero.
Se hizo un largo silencio. Will podía oír el latido del corazón de Balios en su oído, pero nada más. Se
preguntó si su hermana se habría marchado mientras él hablaba, quizá para despertar a los de la casa.
Alzó la cabeza.
Pero no, ella seguía sin moverse, con la luz mágica ardiendo en la mano.
—Tessa dijo que me llamaste una vez —lo informó ella—. Cuando estabas enfermo. ¿Por qué a mí,
Will?
—Cecily —la palabra era una especie de suspiro—, durante años fuiste mi… mi talismán. Pensaba que
había matado a Ella. Abandoné Gales para que estuvieras a salvo. Mientras pudiera imaginarte feliz y
contenta, el dolor de añorar a madre, a padre y a ti valía la pena.
—Nunca entendí por qué te marchaste —reconoció Cecily—. Y pensaba que los cazadores de sombras
eran monstruos. No comprendía por qué tenías que venir aquí, y pensé, siempre pensé, que cuando
fuera lo suficientemente mayor, vendría y fingiría querer ser una cazadora de sombras hasta que
pudiera convencerte de volver a casa. Cuando me enteré de lo de la maldición, ya no supe qué pensar.
Comprendí por qué habías venido, pero no por qué te habías quedado.
—Jem…
—Pero incluso si muere —prosiguió ella, y él se encogió—, no volverás a casa con mamá y papá,
¿verdad? Eres un cazador de sombras, de pies a cabeza. Padre nunca fue así. Por eso te has obcecado
tanto en lo de no escribirles. No sabes cómo pedirles perdón al mismo tiempo que les dices que no
volverás a casa.
—No puedo volver a casa, Cecily o, al menos, ya no es mi casa. Soy un cazador de sombras, lo llevo en
la sangre.
—Sabes que soy tu hermana, ¿no? —preguntó ella—. También lo llevo en la sangre.
—Has dicho que estabas fingiendo. —Le escrutó el rostro un momento y luego añadió lentamente—:
Pero no es cierto, ¿verdad? Te he visto, entrenando, luchando. Lo sientes igual que yo. Como si el suelo
del Instituto fuera la primera tierra firme bajo tus pies. Como si hubieras hallado tu verdadero lugar.
Eres una cazadora de sombras.
Cecily no dijo nada.
Will notó que se le formaba una sonrisa de medio lado.
—Me alegro —continuó—. Me alegro de que haya un Herondale en el Instituto, aunque yo…
—¿Aunque tú no regreses? Will, déjame ir contigo, déjame ayudarte…
—No, Cecily. ¿No es suficiente que acepte que vas a escoger esta vida, una vida de lucha y peligro,
aunque siempre haya deseado que estuvieras a salvo? No, no puedo dejarte venir conmigo, aunque me
odies por eso.
Ella suspiró.
—No seas tan dramático, Will. ¿Siempre debes insistir en que la gente te odia cuando es evidente que
no?
—Soy dramático —le concedió su hermano—. De no haber sido cazador de sombras, habría hecho
carrera en el escenario. No dudo de que me habrían recibido con grandes aplausos.
Cecily no pareció encontrarlo divertido. Él supuso que no podía culparla.
—No estoy interesada en tu interpretación de Hamlet —replicó Cecily—. Si no me dejas ir contigo,
entonces prométeme que si te vas ahora… prométeme que volverás.
—No puedo prometértelo —repuso Will—. Pero si puedo volver contigo, lo haré. Y si vuelvo, escribiré
a padre y a madre. Eso sí puedo prometerlo.
—No —negó Cecily—. Nada de cartas. Prométeme que si vuelves, regresarás conmigo a ver a madre y
a padre, y les explicarás por qué te fuiste, y que no los culpas a ellos, y que aún los quieres. No te pido
que te quedes en casa. Ni tú ni yo volveremos nunca más a casa para quedarnos, pero consolarlos es
muy poco pedir. Y no me digas que va contra las reglas, Will, porque sé muy bien que disfrutas
saltándotelas.
—¿Lo ves? —dijo él—. A fin de cuentas, sí que conoces un poco a tu hermano. Te doy mi palabra, si
las condiciones se cumplen haré lo que me pides.
Cecily relajó el rostro y los hombros. Parecía pequeña e indefensa una vez su furia se hubo extinguido,
aunque él sabía que no lo era.
—Y Cecy —añadió él a media voz—: antes de irme, quiero darte algo más.
Metió la mano dentro de la camisa y se sacó por la cabeza el colgante que Magnus le había dado. Éste
se balanceó, emitiendo destellos de un rojo rubí bajo las tenues luces de los establos.
—¿Tu collar de mujer? —bromeó Cecily—. Bueno, confieso que no te sienta muy bien.
Will se acercó a su hermana y le pasó la brillante cadena por la cabeza. El rubí le cayó sobre el cuello
como si estuviera hecho para ella. La chica miró a Will con ojos serios.
—Llévalo siempre. Te avisará cuando se acerquen los demonios —le explicó éste—. Te ayudará a
mantenerte a salvo, que es lo que yo quiero, y también a ser una guerrera, si es eso lo que tú quieres.
Ella le puso la mano en la mejilla.
—Da bo ti, Gwilym. Byddaf yn dy golli di.
—Y yo a ti —repuso él. Sin mirarla de nuevo, se volvió hacia Balios y subió a la silla. Ella se apartó
mientras él guiaba el caballo hacia la puerta del establo y, con la cabeza inclinada contra el viento, se
alejó galopando en la noche.
Entre sueños de sangre y monstruos de metal, Tessa se despertó sobresaltada.
Yacía encogida como un bebé sobre el asiento de un carruaje grande, con las ventanas cubiertas por
completo por gruesas cortinas de terciopelo. El asiento era duro e incómodo, con muelles que se le
clavaban en los costados a través de la tela del vestido, que estaba manchado y roto. Se le había soltado
el cabello y le caía en lacios mechones alrededor del rostro. Frente a ella, acurrucada en la esquina
opuesta del carruaje, se hallaba una figura inmóvil, totalmente cubierta de una gruesa capa de viaje
negra, con la capucha bajada.
Tessa trató trabajosamente de incorporarse, y tuvo que contener un acceso de mareo y náuseas. Se llevó
las manos al vientre y trató de respirar hondo, aunque el aire fétido del interior del vehículo hizo poco
por calmarle el estómago. Alzó las manos hasta el pecho y notó que el sudor le resbalaba bajo el cuerpo
del vestido.
—No irás a vomitar, ¿verdad? —preguntó una voz oxidada—. A veces, el cloroformo tiene ese efecto
secundario.
La capucha se volvió hacia ella, y Tessa vio el rostro de la señora Negro. En la escalera del Instituto se
había quedado demasiado impresionada para poder observar realmente el rostro de su captora, pero en
ese momento, al verlo de cerca, se estremeció. La piel tenía un tono verdoso, los ojos inyectados de
venas negras y unos labios caídos que no ocultaban su lengua gris.
—¿Adónde me llevas? —quiso saber Tessa. Siempre era lo primero que preguntaban las heroínas de las
novelas góticas cuando las raptaban, y siempre le había molestado, pero en ese momento se dio cuenta
de que tenía sentido. En una situación así, lo primero que querías saber era adónde ibas.
—Con Mortmain —contestó la señora Negro—. Y ésa es toda la información que me vas a sacar,
muchacha. He recibido órdenes muy estrictas.
No era nada que Tessa no se hubiera esperado, pero de todos modos notó un nudo en la garganta y le
faltó el aire. De forma impulsiva, se apoyó lo más lejos posible de la señora Negro y abrió la cortina de
la ventanilla.
Fuera estaba oscuro, con una luna medio escondida. El paisaje era sinuoso y angular, sin ningún punto
de luz visible que significara habitantes. Negros montones de rocas salpicaban el terreno. Con tanto
disimulo como pudo, Tessa cogió el pomo de la puerta y probó a abrirla; estaba cerrada con llave.
—No te molestes —dijo la Hermana Oscura—. No puedes abrir la puerta, y si huyes, te atraparé. Soy
mucho más rápida ahora de lo que recuerdas.
—¿Así fue como desapareciste en la escalera? —preguntó Tessa—. ¿En el Instituto?
La señora Negro esbozó una sonrisa de superioridad.
—Desaparecí para ti; en realidad, sólo me aparté con rapidez y luego volví. Mortmain me ha concedido
ese don.
—¿Por eso estás haciendo esto? —le soltó Tessa—. ¿Por gratitud a Mortmain? Él no tenía una gran
opinión de ti. Envió a Jem y a Will para matarte cuando pensó que ibas a interponerte en su camino.
En el momento en que pronunció los nombres de los dos chicos palideció al recordarlos. Se la habían
llevado mientras los cazadores de sombras estaban luchando desesperadamente en la escalera del
Instituto. ¿Habrían conseguido vencer a los autómatas? ¿Habría resultado alguno herido, o, Dios no lo
quisiera, muerto? Pero sin duda, ella lo sabría; sería capaz de notar si algo le hubiera pasado a Jem o a
Will. Los sentía a ambos como parte de su corazón.
—No —contestó la señora Negro—. Para responder la pregunta que hay en tus ojos, te diré que no
notarías si alguno de los dos estuviera muerto, alguno de esos guapos cazadores de sombras que tanto
te gustan. La gente siempre imagina que sí, pero a no ser que exista algún vínculo mágico como el de
parabatai, sólo son imaginaciones. Cuando me marché, estaban luchando por su vida. —Sonrió
maliciosa, y los dientes le relucieron, metálicos, bajo la tenue luz—. Si no hubiera tenido órdenes de
Mortmain de llevarte hasta él ilesa, te habría dejado allí para que te cortaran en trocitos.
—¿Por qué quiere que me lleves ilesa?
—Tú y tus preguntas… Casi me había olvidado de lo molesto que era. Existe cierta información que él
desea tener y que sólo tú le puedes dar. Y aún quiere casarse contigo. ¡Qué tonto! Pero por mí, puede
dejar que le fastidies la vida entera; yo quiero lo que quiero de él, y luego me marcharé.
—¡No hay nada que yo sepa que pueda interesar a Mortmain!
La señora Negro resopló.
—Eres tan joven y estúpida… No eres humana, señorita Gray, y no entiendes casi nada sobre lo que
puedes hacer. Podríamos haberte enseñado más, pero eras obstinada. Descubrirás que Mortmain es un
instructor mucho menos indulgente.
—¿Indulgente? —replicó Tessa—. Me golpeasteis hasta hacerme sangrar.
—Hay cosas peores que el dolor físico, señorita Gray. Mortmain tiene poca piedad.
—Justamente. —Tessa se inclinó hacia adelante; en su ángel mecánico resonaban los latidos de su
corazón—. ¿Por qué hacer lo que te pide? Sabes que no puedes confiar en él, sabes que te destruiría
alegremente…
—Necesito lo que puede darme —contestó la señora Negro—. Y haré lo que sea para conseguirlo.
—¿Y qué es? —preguntó Tess.
Oyó reír a la señora Negro, y luego, la Hermana Oscura se bajó la capucha y se desabrochó el cuello de
la capa.
En los libros de historia, Tessa había leído sobre las cabezas clavadas en picas que se colocaban en el
Puente de Londres, pero nunca había imaginado lo horroroso que sería verlo. Resultaba evidente que
cualquier descomposición que la señora Negro hubiera sufrido después de que le cortaran la cabeza no
había remitido, de modo que una piel muerta y gris colgaba alrededor de la pica de metal en la que
estaba empalada su cabeza. No tenía cuerpo, sólo una lisa columna de metal de la que dos brazos, como
palos articulados, sobresalían. Los guantes grises de cabritilla que cubrían lo que habían sido las manos
añadían un toque macabro.
Tessa gritó.
StephRG14
StephRG14


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Mensaje por StephRG14 Dom 07 Jun 2015, 8:39 pm

Capitulo 12 Part. 1
Fantasmas en el camino 




¡Oh, siempre hermosa, siempre amable!, dime,
¿acaso amar demasiado bien es, en el cielo, un crimen?
¿Tener el corazón demasiado tierno, o demasiado firme?
¿Hacer el papel de romano o de amante?
¿No hay en el cielo una restitución brillante
para los de magnífico pensamiento o valerosa muerte?
ALEXANDERPOPE, «Elegía en memoria de una desafortunada dama».




Will estaba en la cima de una suave colina, con las manos en los bolsillos, mirando impaciente el plácido paisaje de Bedfordshire.
Había partido de Londres cabalgando a toda la velocidad que Balios y él podían resistir, hacia la
Carretera del Gran Norte. Salir con el alba tan próxima había representado encontrarse con las calles
bastante vacías mientras atravesaba Islington, Holloway y Highgate; había adelantado a unos cuantos
vendedores ambulantes con sus carros y a un peatón o dos, pero no había habido mucho más que lo
retrasara, y comoBaliosno se cansaba como un caballo corriente, Will pronto había llegado a Barnet y
había podido lanzarse al galope por South Mimms y London Colney.
A Will le encantaba galopar pegado al cuello del caballo, con el viento en el cabello, y los cascos de
Baliostragándose el camino. Ya fuera de Londres, sentía tanto un dolor desgarrador como una extraña
libertad. Era raro sentir ambas cosas al mismo tiempo, pero no podía evitarlo. Cerca de Colney había
estanques; tuvo que detenerse para dar de beber aBaliosantes de seguir el viaje.
Y en ese momento, a casi cincuenta kilómetros de Londres, no pudo evitar recordar que ése era, a la
inversa, el camino que había recorrido para ir al Instituto todos esos años atrás. Había montado uno de
los caballos de sus padres parte del camino desde Gales, pero lo había vendido en Staffordshire, cuando
se dio cuenta de que no tenía dinero para pagar el peaje de los caminos. Ahora sabía que le habían
timado en el precio; también le había costado mucho despedirse de Herngroen, el caballo que había
montado durante toda su infancia, y aún le había costado más recorrer a pie la distancia que todavía lo
separaba de la capital. Había llegado al Instituto con los pies sangrando, y las manos también, por los
arañazos de haberse caído en la carretera.
En ese momento se miró las manos, con el recuerdo de aquellas otras manos sobreponiéndosele. Manos
delgadas de largos dedos; todos los Herondale las tenían así. Jem siempre había dicho que era una pena
que Will careciera totalmente de talento para la música, porque sus manos estaban hechas para abarcar
las teclas del piano. Pensar en su parabataile producía el mismo efecto que si le clavaran una aguja;
Will apartó el recuerdo y volvió conBalios. Se había detenido ahí no sólo para dar de beber al animal
sino también para que comiera un puñado de avena, buena para la velocidad y la resistencia, y para
dejarlo descansar un rato. A menudo había oído hablar del cuerpo de la caballería galopando hasta
reventar  a  sus  monturas,  pero  por  muy  desesperado  que  estuviera  por  encontrar  a Tessa,  no  se
imaginaba haciendo algo tan cruel.
El tráfico era bastante denso: carros, caballos de tiro con carromatos de destilerías, carretas de leche,
incluso algún que otro ómnibus tirado por caballos. La verdad, ¿toda esa gente tenía que ir de aquí para
allá un miércoles, atestando los caminos? Al menos no había salteadores; el tren, los caminos de peaje
y una policía adecuada habían puesto fin a los asaltos habituales unas décadas antes. Will habría odiado
tener que perder el tiempo matando a alguien.
Había bordeado Saint Albans, y ni se había molestado en parar a comer en su prisa por llegar a Watling
Street, la antigua vía romana que en esos tiempos se dividía en Wroxeter; una rama iba hacia Escocia y
la otra atravesaba Inglaterra hasta el puerto de Holyhead, en Gales. Había fantasmas en la carretera; en
el  viento,  Will  captó  murmullos  en  el  antiguo  idioma  anglosajón,  que  llamaban  a  la  carretera  
Wœcelinga Strœty hablaban de la última resistencia de las tropas de Boadicea, a las que los romanos
habían derrotado en esa carretera muchos años antes.
En ese momento, con las manos en los bolsillos, mirando el paisaje (eran las tres de la tarde y el cielo
estaba comenzando a oscurecerse, lo que significaba que Will pronto tendría que encontrar una posada
donde alojarse, descansar el caballo y dormir), no pudo evitar recordar la vez que le había dicho a Tessa
que Boadicea había demostrado que las mujeres también podían ser guerreros. No le había dicho que
había leído sus cartas, que ya amaba el alma de guerrera que había en ella, oculta tras esos tranquilos
ojos grises.
Recordó un sueño que había tenido, de cielos azules y Tessa sentada junto a él en una colina verde.
«Siempre serás la primera en mi corazón». Una feroz rabia estalló en su alma. ¿Cómo se atrevía
Mortmain a tocarla? Era una de ellos. No pertenecía a Will, era demasiado ella misma para pertenecer a
nadie, ni siquiera a Jem, pero aun así su lugar estaba con todos ellos, y en silencio maldijo al Cónsul
por no verlo.
La encontraría. La encontraría y la llevaría de vuelta a casa, y aunque ella nunca lo amara, lo daría por
bien empleado; había hecho eso por ella, por sí mismo. Se volvió hacia Balios, que lo miró enfadado, y
subió a la silla.
—Vamos, viejo amigo —dijo—. El sol se está poniendo, y deberíamos llegar a Hockliffe antes de la
noche, porque parece que va a llover. —Le clavó los talones en los flancos, y el animal, como si
hubiera entendido sus palabras, salió disparado al galope.
—¿Se ha ido a Gales solo? —preguntó Charlotte—. ¿Cómo has podido dejarle hacer algo tan… tan
estúpido?
Magnus se encogió de hombros.
—No es mi responsabilidad, ni nunca será mi responsabilidad, controlar a cazadores de sombras
descarriados. La verdad es que no estoy seguro de por qué me culpas a mí. Me he pasado toda la noche
en la biblioteca, esperando en vano a que Will viniera a hablar conmigo. Al final, me he quedado
dormido en la sección de Rabia y Licantropía. Woolsey a veces muerde, y me preocupa.
Nadie respondió a esa información, aunque Charlotte pareció más preocupada que nunca. Había sido
un desayuno tranquilo, con unos cuantos ausentes en la mesa. La ausencia de Will no había resultado
sorprendente. Había supuesto que estaba al lado de su parabatai. Y así había sido hasta que Cyril había
irrumpido en el comedor, jadeante y acalorado, para informar de que Baliosno estaba en el establo;
entonces había comenzado la alarma.
Una búsqueda por el Instituto halló a Magnus Bane dormido en un rincón de la biblioteca. Charlotte lo
había despertado, y al preguntarle dónde creía que podía estar Will, el brujo había contestado con toda
inocencia que suponía que el chico ya habría partido hacia Gales, con la intención de encontrar a Tessa
y llevarla de vuelta al Instituto, ya fuera de forma sigilosa o a pura fuerza bruta. Para su sorpresa, esa
información había hecho que a la mujer le entrara el pánico, y había convocado una reunión en la
biblioteca, a la que todos los cazadores del Instituto, excepto Jem, debían asistir, incluso Gideon, que
había llegado cojeando y apoyándose en un bastón.
—¿Sabe alguien cuándo se ha marchado Will? —preguntó la directora, que se hallaba a la cabecera de
una larga mesa donde los demás estaban sentados.
Cecily, con las manos descansando recatadamente en el regazo, de repente mostró un gran interés por el
dibujo de la alfombra.
—Llevas una joya muy bonita, Cecily —comentó Charlotte, mientras miraba con ojos entrecerrados el
rubí que colgaba del cuello de la chica—. No recuerdo que tuvieras ese collar ayer. La verdad es que
recuerdo a Will llevándolo. ¿Cuándo te lo ha dado?
Cecily cruzó los brazos sobre el pecho.
—No diré nada. Las decisiones de Will son suyas, y ya hemos tratado de explicar al Cónsul lo que hay
que hacer. Como la Clave no nos va a ayudar, mi hermano ha decidido intervenir por su cuenta. No sé
cómo podíais esperar que fuera de otra forma.
—No creía que fuera a dejar a Jem —explicó Charlotte, y luego pareció sorprendida de haberlo dicho
—. Ni siquiera puedo imaginarme cómo se lo diremos cuando se despierte.
—Jem ya lo sabe… —comenzó Cecily indignada pero, para su sorpresa, Gabriel la interrumpió.
—Claro que lo sabe —afirmó él—. Will sólo está cumpliendo con su deber hacia suparabatai. Está
haciendo lo que Jem haría si pudiera. Ha ido en lugar de él. Es lo que unparabataidebe hacer.
—¿Estás  defendiendo  a Will?  —exclamó  Gideon—.  ¿Después  de  cómo  lo  has  tratado  siempre?
¿Después de decir a Jem miles de veces que tenía un gusto terrible por tener eseparabatai?
—Will puede ser una persona censurable pero, al menos, no es censurable como cazador de sombras —
contestó Gabriel, y luego, al ver la mirada de Cecily, añadió—: Y quizá tampoco sea una persona
censurable. No del todo.
—Una afirmación muy magnánima, Gideon —dijo Magnus.
—Soy Gabriel.
Magnus hizo un gesto de disculpa con la mano.
—A mí, todos los Lightwood me parecen iguales…
—Ejem —interrumpió Gideon, antes de que su hermano pudiera coger algo para tirárselo al brujo—.
Aparte de las cualidades personales de Will o de la incapacidad de algunos de diferenciar a un
Lightwood de otro, la cuestión sigue siendo la misma: ¿vamos tras él?
—Si Will hubiera querido ayuda, no se habría ido en mitad de la noche sin decírselo a nadie —indicó
Cecily.
—Sí —repuso Gideon—, porque Will es bien conocido por su reflexión mesurada y sus prudentes
decisiones.
—Ha robado el caballo más veloz —indicó Henry—. Eso indica de algún modo cierta planificación.
—No podemos permitir que Will vaya solo a combatir a Mortmain. Lo masacrarán —replicó Gideon
—. Si realmente se marchó en plena noche, aún podríamos alcanzarlo en la carretera.
—El caballo más rápido —recordó Henry, y Magnus soltó un resoplido.
—La verdad, no es una muerte inevitable —repuso Gabriel—. Podríamos ir tras Will, sin duda, pero la
verdad es que una fuerza así, contra el Magíster, se notará más que un solo muchacho a caballo. Lo
mejor que puede ocurrirle a Will es que pase desapercibido. Después de todo, no cabalga hacia la
guerra. Va a salvar a Tessa. El sigilo y el secreto es lo que más cuenta en una misión así…
Charlotte dio una palmada en la mesa con tal fuerza que el sonido reverberó por toda la sala.
—Callaos todos —ordenó, en un tono tan autoritario que hasta Magnus pareció alarmarse—. Gabriel,
Gideon, ambos tenéis razón. Es mejor para Will que no le sigamos, pero no podemos permitir que
perezca uno de los nuestros. También es cierto que el Magíster está fuera de nuestro alcance; el
Consejo se reunirá para decidir sobre ese asunto. Por ahora, no podemos hacer nada. Por lo tanto,
debemos dedicar todas nuestras energías en salvar a Jem. Se está muriendo, pero aún no está muerto.
Parte de la fuerza de Will depende de él, y es uno de los nuestros. Por fin nos ha dado permiso para
buscar una cura y, por tanto, eso es lo que debemos hacer.
—Pero… —comenzó Gabriel.
—Silencio —lo acalló Charlotte—. Soy la directora del Instituto; recuerda quién te salvó de tu padre y
muéstrame respeto.
—Eso es poner a Gideon en su lugar, sin duda —soltó Magnus, satisfecho.
La mujer se volvió hacia él con los ojos en llamas.
—Y tú también, brujo; Will puede haberte llamado aquí, pero permaneces por mi buena voluntad.
Según tengo entendido, por lo que me has contado esta mañana, has prometido a Will hacer todo lo
posible por encontrar una cura para Jem mientras él no está. Les indicarás a Gabriel y a Cecily dónde se
halla la tienda en la que procurarse los ingredientes que necesites. Gideon, como estás herido, te
quedarás en la biblioteca y buscarás los libros que Magnus necesite; si precisas ayuda, Sophie o yo te la
prestaremos. Henry, quizá Magnus pueda usar tu cripta como laboratorio, a no ser que tengas algún
proyecto entre manos que lo impida. —Miró a su marido con una ceja alzada.
—Lo tengo —informó Henry con una ligera vacilación—, pero también podría aplicarse para ayudar a
Jem, y agradecería la colaboración del señor Bane. A cambio, claro que podrá hacer uso de mis
aparatos científicos.
Magnus lo miró con curiosidad.
—¿En qué está trabajando, exactamente?
—Bueno, señor Bane, ya sabe que nosotros no hacemos magia —contestó Henry, encantado de que
alguien mostrara interés por sus experimentos—, pero estoy trabajando en un artefacto que sería un
poco como la versión científica de un hechizo de transporte. Abrirá una puerta en cualquier lugar que se
desee…
—¿Incluso quizá en un almacén lleno de yin fen en la China? —preguntó el brujo, con los ojos
brillantes—. Eso parece muy interesante, muy interesante de verdad.
—No, no lo parece —masculló Gabriel.
Charlotte le lanzó una mirada asesina.
—Ya basta, señor Lightwood. Creo que ya tienes tu misión asignada. Ve y cúmplela. No deseo oír nada
más de vosotros hasta que me traigáis un informe de los progresos realizados. Estaré con Jem. —Y,
acto seguido, salió de la biblioteca.
—¡Qué respuesta más satisfactoria! —exclamó la señora Negro.
Tessa se la quedó mirando. Estaba agazapada en el rincón del carruaje, tan lejos como le era posible de
la espantosa visión de la criatura que en un tiempo había sido la señora Negro. Había gritado al verla, y
aunque se había tapado la boca con la mano rápidamente, había sido demasiado tarde. La señora Negro
estaba de lo más complacida con su aterrorizada reacción.
—Te cortaron la cabeza —dijo Tessa—. ¿Cómo puedes estar viva? ¿Así?
—Magia —contestó ella—. Fue tu hermano quien sugirió a Mortmain que, en mi forma actual, le
podría  ser de utilidad. Fue  tu hermano  el  que  derramó  la sangre  que hizo  posible  continuar mi
existencia. Vidas por mi vida.
Esbozó una horrible sonrisa, y Tessa pensó en su hermano, muriendo en sus brazos. «No sabes todo lo
que he llegado a hacer, Tessie». Tragó bilis. Después de la muerte de su hermano, había tratado de
Cambiar en él, para descubrir información sobre Mortmain que pudiera hallar en sus recuerdos, pero
sólo había encontrado un gris torbellino de rabia, amargura y ambición, nada sólido. Sintió un renovado
odio hacia Mortmain, que había descubierto las debilidades de su hermano y las había explotado. El
Magíster, que retenía elyin fende Jem en un intento cruel de que los cazadores de sombras bailaran a
su ritmo. Incluso la señora Negro, en cierto modo, era prisionera de sus manipulaciones.
—Estás obedeciendo a Mortmain porque crees que te dará un cuerpo —expuso Tessa—. No esa… esa
cosa que tienes, sino un cuerpo real, humano.
—Humano. —La señora Negro lanzó una especie de carcajada—. Espero algo mejor que humano. Pero
mejor que esto también, algo que me permita estar entre los mundanos sin que se fijen en mí y practicar
mi arte de nuevo. En cuanto al Magíster, sé que tendrá el poder de hacerlo, gracias a ti. Pronto será
omnipotente, y tú le ayudarás a lograrlo.
—Eres estúpida si confías en que te recompense.
La señora Negro removió los labios alegremente.
—Oh, lo hará. Lo ha jurado, y yo he hecho todo lo que le he prometido. Y le voy a entregar a su novia
perfecta, ¡entrenada por mí! Por Azazel, recuerdo cuando bajaste del barco que te traía de América.
Parecías tan simplemente mortal, tan completamente inútil, que casi desesperé de poder entrenarte para
que fueras de alguna utilidad. Pero con la suficiente brutalidad todo se puede arreglar. Ahora, le serás
muy útil.
—No todo lo que es mortal es inútil.
Un resoplido burlón.
—Lo dices por tu asociación con los nefilim. Llevas demasiado tiempo estando con ellos en vez de con
los tuyos.
—¿Qué míos? No tengo míos. Jessamine me dijo que mi madre era una cazadora de sombras…
—Ella era una cazadora de sombras —admitió la señora Negro—. Pero tu padre no.
Tessa notó que le corazón el daba un brinco.
—¿Era un demonio?
—No  era  ningún  ángel  —respondió  la  horripilante  dama  con  una  sonrisita—.  El  Magíster  te  lo
explicará todo, en su momento: lo que eres, por qué vives y para qué fuiste creada. —Se recostó con un
crujido de sus articulaciones mecánicas—. Tengo que decir que casi me impresionó cuando te escapaste
con aquel chico cazador de sombras, ¿sabes? Demostraste tener mucho valor. Lo cierto es que ha
resultado ser una ventaja para el Magíster que hayas pasado tanto tiempo con los nefilim. Ahora
conoces el submundo, y has demostrado ser digna de él. Te has visto obligada a emplear tu don en
circunstancias difíciles. Las pruebas que yo habría podido crear para ti no habrían resultado ser un
desafío igual y no te habrían dado el mismo grado de conocimientos y confianza. Puedo ver que eres
diferente. Serás una buena novia para el Magíster.
Tessa hizo un ruido de incredulidad.
—¿Por qué? Me obliga a casarme. ¿Qué más dará si tengo valor o conocimientos? ¿Qué le puede
importar al Magíster?
—Oh, pero vas a ser más que su esposa, señorita Gray. Vas a ser la ruina de los nefilim. Por eso se te
creó. Y cuanto mejor los conozcas, cuanto más los aprecies, más efectiva serás como arma para
aniquilarlos.
Tessa se sintió como si se hubiera quedado sin aire.
—No me importa lo que haga Mortmain. No cooperaré para hacer daño a los cazadores de sombras.
Antes moriré o me torturarán.
—No importa lo que tú quieras. Descubrirás que te será imposible ejercer ninguna resistencia a su
voluntad que te sirva de algo. Además, no hace falta que hagas nada para destruir a los nefilim, basta
con lo que eres. Y estar casada con Mortmain, lo que no requiere ninguna acción por tu parte.
—Estoy prometida a otra persona —soltó Tessa—. James Carstairs.
—Oh, vaya —exclamó la señora Negro—. Me temo que el compromiso con el Magíster desbanca el
otro. Además, James Carstairs ya estará muerto el martes. Mortmain ha comprado todo el yin fende
Inglaterra y ha impedido que lleguen nuevos envíos. Quizá deberías haber pensado en esta clase de
cosas antes de enamorarte de un adicto. Aunque yo pensaba que sería el de los ojos azules —comentó
—. ¿Las chicas no suelen enamorarse de quien las rescata?
A Tessa todo aquello le parecía irreal. No podía creer que estuviera allí, atrapada en ese carruaje con la
señora Negro, y que la bruja pareciera satisfecha discutiendo las tribulaciones románticas de Tessa.
Ésta se volvió hacia la ventanilla. La luna estaba en lo alto, y la chica podía ver que avanzaban por una
estrecha carretera; veía sombras alrededor del carruaje, y abajo, un barranco rocoso caía hacia la
oscuridad.
—Hay muchas formas de ser rescatada.
—Bueno —repuso la señora Negro, y los dientes le destellaron al sonreír—. Puedes estar segura de que
esta vez nadie vendrá a rescatarte.
«Vas a ser la ruina de los nefilim».
—Entonces, tendré que rescatarme sola —replicó Tessa. La bruja frunció las cejas, confusa, mientras
volvía la cabeza hacia la chica con un leve zumbido y un clic. Pero ésta ya estaba reuniendo toda su
energía en las piernas y el cuerpo, del modo que le habían enseñado, de forma que cuando se lanzó
hacia la puerta del carruaje, lo hizo con todas sus fuerzas.
Oyó que se rompía la cerradura de la puerta, y la señora Negro gritó, un agudo gemido de rabia. Un
brazo de metal arañó a Tessa en la espalda y le cogió el cuello del vestido, que se rompió, por lo que
pudo escapar. De repente, se encontró cayendo, golpeándose contra las rocas junto a la carretera,
cayendo, resbalando y rodando por el barranco rocoso mientras el carruaje seguía avanzando por la
carretera y la señora Negro gritaba al cochero que se detuviera. El viento ululó en los oídos de Tessa  
mientras caía, sacudiendo los brazos como aspas en el espacio vacío que la rodeaba, y perdía cualquier
esperanza de que el despeñadero fuera poco profundo o de que pudiera sobrevivir a la caída. Mientras
se precipitaba, captó en el fondo el brillo de un estrecho torrente, que se retorcía entre serradas rocas, y
supo que se quebraría contra el suelo como frágil porcelana.
Cerró los ojos y deseó que el fin le llegase de prisa.
Will se hallaba en la cresta de una alta colina verde y miraba hacia el mar. Tanto el cielo como el mar
eran de un azul tan intenso que parecían fundirse en uno, en una ausencia de horizonte. Gaviotas y
charranes revoloteaban y chillaban sobre él, y un viento salado le revolvía el cabello. Hacía tanto
calor como en verano, y su chaqueta yacía olvidada sobre la hierba; iba en mangas de camisa y
tirantes, y tenía las manos bronceadas por el sol…
—¡Will!
Éste se volvió al reconocer la voz y vio a Tessa subiendo por la colina hacia él. Había un pequeño
sendero que recorría la pendiente de la colina, flanqueado de flores blancas que desconocía, y Tessa
parecía también una flor, con un vestido blanco como el que había llevado al baile la noche que él la
había besado en el balcón de Benedict Lightwood. Su largo cabello castaño ondeaba al viento. Se
había quitado el sombrero y lo sujetaba en una mano, que agitaba hacia él sonriendo, como si se
alegrara de verlo allí. Más que alegrarse. Como si verlo fuera la mayor felicidad de su corazón.
Su propio corazón dio un brinco al verla. «Tess», la llamó, y estiró la mano como si pudiera tirar de
ella hacia sí. Pero ella aún estaba a mucha distancia; parecía al mismo tiempo muy cerca y muy lejos.
Will veía cada detalle de su hermoso rostro alzado, pero no podía tocarla, así que se quedó esperando
y deseando, y su corazón parecía batir unas alas dentro del pecho.
Finalmente, ella llegó allí, lo suficientemente cerca para que él pudiera ver cómo la hierba y las flores
se inclinaban bajo sus pasos. Él tendió las manos hacia ella, y ella hacia él. Cuando se aferraron, y
por un momento se sonrieron, él notó el calor de los dedos de ella.
«He estado esperándote», dijo Will, y ella lo miró con una sonrisa que se desvaneció de su rostro
cuando le resbalaron los pies y se fue hacia el borde del precipicio. Las manos se soltaron de las de él
y, de repente, Will estaba cogiendo aire y ella caía, alejándose, caía en silencio, una mancha blanca
contra el horizonte azul.
Will se sentó de repente en la cama, con el corazón golpeándole dentro del pecho. Su habitación en el
White Horse estaba medio iluminada por la luna, que dibujaba con claridad las siluetas de los muebles
ajenos: el lavamanos; la mesilla de noche con su copia sin tocar de Sermones para mujeres jóvenes, de
Fordyce; el sillón tapizado junto a la chimenea, en la que las llamas se habían reducido a ascuas. Las
sábanas de la cama eran frías, pero él estaba sudando; se levantó y fue a la ventana.
En el alféizar, había un tieso ramo de flores secas en un jarrón. Lo apartó y soltó el pestillo de la hoja
con  dedos  entumecidos.  Le  dolía  todo  el  cuerpo.  Nunca  había  cabalgado  tan  lejos  ni  con  tanta
intensidad, y estaba cansado y dolorido de la silla. Iba a necesitar unos  iratzes antes de ponerse en
camino a la mañana siguiente.
La ventana se abría hacia afuera, y el frío aire le golpeó el rostro y el cabello, enfriándole la piel.
Notaba un dolor por dentro, bajo las costillas, que no tenía nada que ver con cabalgar. Pero no supo
decir si era debido a su separación de Jem o a su ansiedad por encontrar a Tessa. Seguía viéndola caer,
alejándose de él, sus manos no encontraban dónde agarrarse. Nunca había sido de los que creía que
había algo profético en los sueños y, sin embargo, no lograba deshacer el nudo tenso y gélido que tenía
en el estómago, o regular su agitada respiración.
En el oscuro vidrio de la ventana vio el reflejo de su rostro. Rozó el vidrio con los dedos y quedaron
marcas en la condensación. Se preguntó qué le diría a Tessa cuando la encontrara, cómo le iba a
explicar por qué era él quien había ido a buscarla, y no Jem. Si había piedad en el mundo, quizá al
menos pudieran sufrir juntos. Si ella nunca llegaba a creerse realmente que él la amaba, si nunca le
correspondía en su afecto, al menos, la piedad podría concederles compartir la tristeza. Casi incapaz de  
soportar la idea de lo mucho que necesitaba la silenciosa fuerza de Tessa, cerró los ojos y apoyó la
frente en el frío cristal.


Última edición por StephRG14 el Dom 07 Jun 2015, 8:42 pm, editado 1 vez
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Mensaje por StephRG14 Dom 07 Jun 2015, 8:41 pm

Capitulo 12 part. 2
Fantasmas en el camino



Mientras recorrían las intrincadas calles del East End, desde Limehouse Station hasta Gill Street,
Gabriel no podía evitar notar la presencia de Cecily a su lado. Estaban protegidos por unglamour , lo
cual resultaba muy útil, porque su aparición en esa zona pobre de Londres sin duda habría despertado
muchos comentarios, y quizá se habrían visto obligados a entrar en la tienda de algún intermediario
para mirar las mercancías que ofrecía. De todas formas, Cecily sentía una intensa curiosidad, y se
detenía a menudo para contemplar escaparates, y no sólo de los sombrereros, sino también de tiendas
que vendían de todo, desde betún y libros hasta juguetes y soldaditos de plomo. Gabriel tenía que
recordarse que la joven era de campo y que, seguramente, nunca había visto un próspero mercado de
ciudad, y menos de una como Londres. Deseó poder llevarla a algún lugar adecuado para una dama de
su posición: las tiendas de Burlington Arcade o Piccadilly, no esas callejas oscuras y estrechas.
No sabía qué esperar de la hermana de Will Herondale. ¿Que fuera tan desagradable como él? ¿Que no
tuviera un parecido tan desconcertante con él y, al mismo tiempo, fuera extraordinariamente bonita?
Pocas  veces  había  mirado  a  Will  a  la  cara  sin  querer  golpearle,  pero  el  rostro  de  Cecily  era
infinitamente fascinante. Se encontró deseando escribir poemas sobre cómo sus ojos azules eran como
el mar al atardecer y su cabello oscuro como el anochecer, porque «atardecer» y «anochecer» rimaban,
pero tenía la sensación de que el poema no resultaría muy bueno, y lo cierto era que Tatiana le había
hecho perder el gusto por la poesía. Además, había cosas que, de todas formas, no se podían poner en
un poema, como la forma en que, cuando cierta chica curvaba la boca de cierta manera, deseabas
inclinarte y…
—Señor Lightwood —Cecily le sacó de sus ensoñaciones hablándole en un tono impaciente que
indicaba que no era la primera vez que había tratado de captar la atención de Gabriel—, creo que ya
hemos pasado la tienda.
Gabriel maldijo por lo bajo y dio la vuelta. Sí que habían pasado el número que Magnus les había dado;
desanduvieron un trecho hasta que se encontraron ante un establecimiento oscuro y desagradable con
las ventanas enturbiadas. A través del sucio cristal, Gabriel fue capaz de ver estantes en los que
reposaban una variedad de objetos peculiares: tarros en los que flotaban serpientes muertas, con los
ojos blancos y abiertos; muñecas cuya cabeza había sido cambiada por pequeñas jaulas doradas, y
montones de brazaletes hechos de dientes humanos.
—¡Oh, vaya! —exclamó Cecily—. ¡Qué desagradable!
—¿No quiere entrar? —Gabriel se volvió hacia ella—. Podría entrar yo…
—¿Y dejarme esperando en la fría acera? Qué poco galante. Claro que no. —Cogió el pomo y abrió la
puerta, lo que hizo sonar una pequeña campanilla—. Después de mí, por favor, señor Lightwood.
Gabriel entró tras ella, parpadeando bajo la tenue luz de la tienda. El interior no resultaba más
agradable que el exterior. Los vidrios de las ventanas parecían haber sido cubiertos por algún ungüento
oscuro que impedía el paso a la mayor parte de la luz del sol. Largas filas de estantes polvorientos
llevaban hacia un sombrío mostrador al fondo. Esos mismos estantes eran una masa confusa: campanas
de latón con mangos con forma de hueso, gruesas velas cuya cera estaba rellena de insectos y flores,
una bonita corona dorada con una forma y un diámetro tan peculiar que nunca podía colocarse sobre
una cabeza humana. También había cuchillos, cuencos de cobre y piedras con curiosas manchas
marrones. Había pilas de guantes de todos los tamaños, algunos con más de cinco dedos en cada mano.
Un esqueleto humano completo colgaba de un fino cordón en la parte delantera del establecimiento,
girando en el aire, aunque no había ninguna brisa.
Gabriel miró rápidamente a Cecily para ver si se había acobardado, pero no era así. En todo caso,
parecía irritada.
—Alguien debería quitar el polvo —anunció, y fue hacia el fondo de la tienda, con las pequeñas flores
de su sombrero botando. Gabriel meneó la cabeza.
La alcanzó justo cuando ella bajaba su enguantada mano sobre la campanilla de latón que había sobre
el mostrador y la hacía sonar impacientemente.
—¿Hola? —llamó—. ¿Hay alguien?
—Directamente delante de usted —contestó una voz irritada, hacia abajo y hacia la izquierda. Tanto
Cecily como Gabriel se inclinaron sobre el mostrador. Justo bajo el borde vieron la coronilla de un
hombrecillo. No, no un hombre exactamente, pensó Gabriel mientras el glamour se desvanecía: un
sátiro. Llevaba chaleco y pantalones, aunque no camisa, y tenía las pezuñas y los cuernos retorcidos de
una cabra. También tenía una barba recortada, una barbilla puntiaguda y los ojos de pupila rectangular
de una cabra, medio ocultos tras unos anteojos.
—Vaya —exclamó Cecily—. Usted debe de ser el señor Sallows.
—Nefilim —observó el dueño de la tienda tristemente—. Detesto a los nefilim.
—Hum —repuso Cecily—. Encantado, estoy segura.
Gabriel decidió que era el momento de intervenir.
—¿Cómo sabe que somos cazadores de sombras? —soltó.
Sallows alzó las cejas.
—Sus Marcas, señor, se ven claramente en las manos y el cuello —contestó él, como si hablara a un
niño—, y en cuanto a la chica, es clavada a su hermano.
—¿Y cómo conoce usted a mi hermano? —preguntó ella, alzando la voz.
—Por  aquí no vienen  muchos de ustedes  —contestó Sallows—. Es remarcable cuando  pasa. Su
hermano Will vino a menudo hace unos dos meses, haciendo recados para el brujo Magnus Bane.
También estuvo en el Cross Bones, molestando a la Vieja Mol. Will Herondale es bien conocido en el
submundo, aunque no acostumbra a meterse en líos.
—Ésa es una noticia sorprendente —comentó Gabriel.
Cecily lo miró mal.
—Estamos aquí bajo la autoridad de Charlotte Branwell —anunció ella—. Directora del Instituto de
Londres.
El sátiro agitó una mano.
—No me importan mucho las jerarquías de los cazadores de sombras, ¿saben?; a ninguno de los seres
mágicos nos importan. Así que díganme qué quieren, y les haré un precio justo.
Gabriel desenrolló el papel que Magnus les había dado.
—Cuchillos, vinagre, raíz de cabeza de murciélago, belladona, angélica, hoja damiana, escamas de
sirena en polvo y seis clavos del ataúd de una virgen.
—Bueno —repuso Sallows—. Por aquí no nos suelen pedir mucho esa clase de cosas. Tendré que mirar
en la trastienda.
—Bueno, si no les suelen pedir mucho esa clase de cosas, ¿qué les suelen pedir? —preguntó Gabriel,
perdiendo la paciencia—. Esto no parece ser una floristería.
—Señor Lightwood —le riñó Cecily en voz baja, pero no tan baja como para que Sallows no la oyera,
y sus anteojos le botaron sobre la nariz.
—¿Señor Lightwood? —inquirió—. ¿El hijo de Benedict Lightwood?
Gabriel notó que la sangre le calentaba las mejillas. No había hablado con casi nadie sobre su padre
desde la muerte de éste, y eso aceptando que la cosa que había muerto en el jardín italiano fuera su
padre. En un tiempo habían sido él y su familia contra el mundo, los Lightwood por encima de todo,
pero en esos momentos… había tanta vergüenza en el nombre de Lightwood como antes había habido
orgullo, y Gabriel no sabía cómo hablar de eso.
—Sí —contestó finalmente—. Soy el hijo de Benedict Lightwood.
—Maravilloso. Tengo aquí algunos de los pedidos de su padre. Comenzaba a preguntarme si alguna
vez vendría a recogerlos. —El sátiro corrió hacia la trastienda, y Gabriel se dedicó a estudiar la pared.
Había dibujos de paisajes y mapas, pero al mirar con más cuidado, no eran ni dibujos ni mapas de
ningún lugar que conociera. Estaba Idris, claro, con el Bosque de Brocelind y Alacante sobre su colina,  
pero otro mapa mostraba continentes que no había visto antes, ¿y era eso el Mar de Plata? ¿Las
Montañas Espinosas? ¿Qué clase de país tenía un cielo lila?
—Gabriel —dijo Cecily a su lado, en voz baja. Era la primera vez que usaba su nombre de pila para
dirigirse a él, y Gabriel comenzaba a volverse hacia ella cuando Sallows emergió de la trastienda. En
una mano llevaba un paquete atado, que le entregó a Gabriel. Mostraba bastantes bultos, sin duda eran
las botellas con los ingredientes de Magnus. En la otra mano, Sallows sujetaba una pila de papeles, que
dejó sobre el mostrador.
—El pedido de su padre —informó con una mueca.
Gabriel miró los papeles y se quedó boquiabierto de horror.
—¡Cielos! —exclamó Cecily—. Sin duda eso no es posible, ¿no?
El sátiro torció el cuello para ver qué estaba mirando la joven.
—Bueno, no con una persona, pero con un demonio Vetis y una cabra, sin duda. —Se volvió hacia
Gabriel—. Bien, ¿tiene el dinero para esto o no? Su padre se ha retrasado en los pagos, y no puede
comprar a cuenta eternamente. ¿Qué va a ser, Lightwood?
—¿Le ha preguntado alguna vez Charlotte si usted querría ser una cazadora de sombras? —preguntó
Gideon.
A medio camino de la escalerilla, con un libro en la mano, Sophie se quedó helada. Gideon estaba
sentado a una de las largas mesas de la biblioteca, cerca de un ventanal que daba al patio. Había libros
y papeles esparcidos ante él, y Sophie y él habían pasado varias horas muy agradables buscando en
ellos listas e historias de hechizos, detalles sobre elyin feny peculiaridades de las hierbas. Aunque la
pierna de Gideon sanaba con rapidez, la tenía apoyada sobre dos sillas, y Sophie se había ofrecido
alegremente a subir y bajar de la escalera para llegar a los libros que estaban más altos. En ese
momento sujetaba uno llamado Pseudomonarchia Daemonum, que tenía una cubierta en apariencia
pringosa y que ella estaba deseando dejar, aunque la pregunta de Gideon la había sorprendido lo
suficiente como para detenerla unos segundos a medio bajar.
—¿Qué quiere decir? —repuso ella, mientras reanudaba el descenso—. ¿Por qué iba la señora Branwell
a preguntarme algo así?
Gideon estaba pálido, o quizá tan sólo fuera el reflejo de la luz mágica en el rostro.
—Señorita Collins —contestó—. Es usted una de las mejores luchadoras que he entrenado, incluidos
los nefilim. Por eso lo pregunto. Me parece una vergüenza desperdiciar tanto talento. Aunque quizá no
quiera serlo.
Sophie dejó el libro sobre la mesa y se sentó frente a Gideon. Sabía que debía vacilar, parecer pensarse
la pregunta, pero la respuesta estaba en sus labios antes de poder detenerla.
—Ser una cazadora de sombras es lo que más he querido desde siempre.
Gideon se inclinó hacia ella, y la luz mágica se le reflejó en los ojos, arrebatándoles el color.
—¿Y no le preocupa el peligro? Cuanto mayor es uno al Ascender, más arriesgado es el proceso. He
oído hablar sobre reducir a catorce o incluso a doce años la edad máxima para Ascender.
Sophie meneó la cabeza.
—Nunca he temido al riesgo. Lo asumiría con alegría. Es sólo que me temo… me temo que si lo
solicitara, la señora Branwell consideraría que no le agradezco todo lo que ha hecho por mí. Me salvó
la vida y me cuidó. Me dio seguridad y un hogar. No le pagaría todo eso abandonando su servicio.
—No. —Gideon negó con la cabeza—. Sophie… señorita Collins… usted es una criada libre en un
hogar de cazadores de sombras. Tiene la Visión. Ya sabe todo lo que hay que saber sobre el submundo
y los nefilim. Es la candidata perfecta para la Ascensión. —Colocó las manos sobre el libro de
demonología—. Tengo voz en el Consejo. Podría hablar por usted.
—No puedo —replicó Sophie con un hilillo de voz. ¿Acaso no entendía lo que le estaba ofreciendo, la
tentación?—. Y sobre todo no ahora.
—No, ahora no, claro, con James tan enfermo —se apresuró a decir Gideon—. Pero ¿y en el futuro?
¿Tal vez? —Le escrutó el rostro con la mirada, y ella notó que comenzaba a sonrojarse. La manera más  
habitual y evidente para que un mundano pudiera acceder a la Ascensión a cazador de sombras era
contraer matrimonio con un cazador de sombras. Se preguntó qué significaría que él pareciera tan
decidido a no mencionar eso—. Cuando se lo he preguntado, me ha contestado con tanta firmeza… Ha
dicho que ser una cazadora de sombras era lo que siempre había querido. ¿Por qué? Puede ser una vida
brutal.
—Toda vida puede ser brutal —respondió Sophie—. Mi vida antes de venir al Instituto no era tampoco
agradable. Supongo que, en parte, deseo ser una cazadora de sombras porque si algún otro hombre se
me acerca con un cuchillo en la mano, como hizo mi antiguo señor, podré matarlo allí mismo. —Se
tocó la mejilla al hablar, un gesto inconsciente que no pudo evitar, y notó la rugosa cicatriz bajo los
dedos.
Vio la expresión de Gideon, sorpresa mezclada con incomodidad, y bajó la mano.
—No sabía que fuera así como resultó usted herida —confesó él.
Sophie apartó la mirada.
—Ahora dirá que no es tan fea, o que ni siquiera la nota, o algo por el estilo.
—La  veo  —admitió  Gideon en voz  baja—. No soy  ciego,  y nosotros  somos  gente con  muchas
cicatrices. La veo, pero no es fea. Es otra parte hermosa de la mujer más hermosa que jamás he visto.
Entonces Sophie sí que se sonrojó; notó que le ardían las mejillas, y mientras el chico se inclinaba
sobre la mesa, con los ojos de un intenso verde bañado por la tormenta, ella respiró hondo tomando una
decisión. Él no era como su antiguo señor. Era Gideon. Esta vez no lo alejaría.
La puerta de la biblioteca se abrió. Charlotte apareció en el umbral, con aspecto de estar exhausta; tenía
manchas húmedas en su vestido azul pálido, y los ojos ensombrecidos. Sophie se puso de pie al
instante.
—¿Señora Branwell?
—Oh, Sophie  —suspiró la mujer—.  Esperaba  que  pudieras sentarte  un  rato con Jem.  No se ha
despertado todavía, pero Bridget tiene que hacer la cena, y creo que sus horribles canciones le deben de
estar provocando pesadillas al enfermo.
—Naturalmente. —Sophie se apresuró a ir hacia la puerta, sin mirar a Gideon; aunque cuando la puerta
se cerró tras ella, estuvo casi segura de que lo había oído maldecir con gran frustración por lo bajo en
español.
—¿Sabe? —dijo Cecily—, la verdad es que no tenía por qué tirar a ese hombre por la ventana.
—No era un hombre —repuso Gabriel, mientras miraba ceñudo el montón de objetos que llevaba en
los brazos. Había cogido el paquete con los ingredientes de Magnus que Sallows había hecho para
ellos, y unos cuantos objetos más, con aspecto de ser útiles, de los estantes. Significativamente, había
dejado todos los papeles que su padre había pedido sobre el mostrador, donde los había puesto el sátiro;
después Gabriel lo había tirado a través de una de las ventanas de turbios cristales. Le había resultado
muy satisfactorio, con añicos por todas partes. La fuerza que había empleado incluso había tirado el
esqueleto colgante, que se había desmontado en medio de un estruendo de huesos revueltos—. Era un
ser fantástico de la Corte Unseelie. Uno de los malos.
—¿Por eso lo ha perseguido por la calle?
—No tenía por qué enseñar imágenes como aquélla a una dama —masculló Gabriel, aunque se tenía
que reconocer que la dama en cuestión ni había parpadeado, y parecía más molesta con Gabriel por su
reacción que impresionada por su caballerosidad.
—Y creo que ha sido excesivo tirarlo al canal.
—Flotará.
A Cecily le tironeaban las comisuras de la boca.
—Ha estado muy mal.
—Se está usted riendo —exclamó Gabriel, sorprendido.
—No es cierto. —Ella alzó la barbilla y volvió el rostro, pero no antes de que Gabriel viera como una
sonrisa pícara se le dibujaba en la boca. Estaba perplejo. Después de todo el desdén que le había mostrado, su descaro y sus réplicas, había estado bastante seguro de que ese último arranque suyo haría
que Cecily le fuera con el cuento a Charlotte en cuanto regresaran al Instituto. Pero en vez de eso, la
joven parecía divertirse. Meneó la cabeza mientras regresaban a Garnet Street. Nunca entendería a los
Herondale.
—¿Me pasaría ese vial que está allí en la repisa, por favor, señor Bane? —pidió Henry.
Magnus así lo hizo. Se hallaba en medio del laboratorio de Henry, mirando todos los brillantes objetos
que había en las mesas alrededor.
—¿Qué son todos esos artilugios, si puedo preguntar?
Henry, que llevaba dos pares de gafas protectoras al mismo tiempo, uno sobre la cabeza y otro sobre los
ojos, pareció tan nervioso como satisfecho de que se lo preguntara. (Magnus suponía que llevar dos
pares de gafas protectoras era fruto de un despiste, pero por si tal vez era una cuestión de moda, decidió
no preguntar). Henry cogió un objeto cuadrado de latón con muchos botones.
—Bueno, esto de aquí es un Sensor. Indica cuándo hay demonios cerca. —Se acercó a Magnus, y el
Sensor emitió un fuerte ruido de alarma.
—¡Impresionante! —exclamó el brujo, complacido. Alzó una prenda de tela con un gran pájaro muerto
colgado arriba—. ¿Y qué es esto?
—El Sombrero Letal —contestó Henry.
—¡Ah! —repuso Magnus—. En momentos de necesidad, una dama puede sacar armas de él con las que
derrotar a sus enemigos.
—Bueno, no —reconoció Henry—. Aunque eso parece una idea mejor. Me gustaría que usted hubiera
estado allí cuando se me ocurrió la idea. Por desgracia, este sombrero se enreda en la cabeza del
enemigo y lo asfixia, suponiendo, claro, que lo esté llevando en ese momento.
—Imagino que no resultaría fácil convencer a Mortmain para que se lo pusiera —observó Magnus—.
Aunque ese color le sentaría muy bien.
Henry se echó a reír.
—Muy agudo, señor Bane.
—Por favor, llámame Magnus.
—¡Lo haré! —Tiró el sombrero por encima del hombro y cogió un tarro redondo de vidrio que contenía
una sustancia chispeante—. Esto es un polvo que cuando se lanza al aire hace que los fantasmas
resulten visibles —explicó.
Magnus inclinó el tarro de contenido brillante ante la lámpara, admirándolo, y cuando Henry sonrió
animándole, sacó el tapón.
—Me parece muy bien —dijo, y por impulso, se vertió un poco en la mano. Le recubrió la oscura piel,
y le envolvió la mano en una reluciente luminiscencia—. Y además de los usos prácticos, parece tener
una función cosmética. Este polvo haría que la piel me brillara eternamente.
Henry frunció el cejo.
—No eternamente —repuso, pero luego se animó—. Pero te podría preparar otra remesa cuando
quisieras.
—¡Podría brillar a voluntad! —Magnus sonrió al hombre—. Todo esto es fascinante, señor Branwell.
Usted ve el mundo de una forma diferente que cualquier otro nefilim que haya conocido. Confieso que
pensaba que a su gente le faltaba imaginación, aunque les sobrase drama personal, pero ¡usted me ha
hecho cambiar de opinión completamente! Sin duda la comunidad de los cazadores de sombras debe
honrarle y tenerlo en la más alta estima como a un caballero que de verdad ha hecho avanzar a su raza.
—No —repuso Henry tristemente—. Sobre todo desearían que parara de sugerirles nuevas invenciones
y dejara de prender fuego a las cosas.
—Pero ¡toda invención tiene un riesgo! —exclamó Magnus—. Yo he visto la transformación que ha
causado al mundo el invento de la máquina de vapor y la proliferación de los materiales impresos; las
fábricas y los telares han cambiado la faz de Inglaterra. Los mundanos han cogido el mundo en sus
manos  y  lo  han  convertido  en  algo  maravilloso.  Durante  los  siglos,  los  brujos  han  ideado  y 
perfeccionado distintos hechizos para construirse un mundo diferente. ¿Serán los cazadores de sombras
los únicos que permanecerán estancados e inamovibles y, por tanto, estarán condenados? ¿Cómo
pueden volver la cabeza ante el genio que usted ha demostrado? Es como volverse hacia las sombras y
alejarse de la luz.
Henry se puso escarlata. Era evidente que nunca nadie le había alabado por sus inventos, excepto quizá
Charlotte.
—Me adula, señor Bane.
—Magnus  —le  recordó  el  brujo—. Y  ahora,  ¿puedo  ver  su  trabajo  sobre  ese  portal  que  estaba
describiendo? ¿La invención que transporta seres vivos de un lugar a otro?
—Claro. —Sacó una pesada pila de papeles con notas de una esquina de su atestada mesa, y la colocó
ante Magnus. Éste la cogió y fue pasando las páginas con interés. Cada una de ellas estaba cubierta de
una  escritura  puntiaguda  e  inclinada,  y  de  docenas  y  docenas  de  ecuaciones,  y  mezclaba  las
matemáticas y las runas con una sorprendente armonía. El brujo notó que el corazón se le aceleraba al
ir pasando las páginas: eso era genial, realmente genial. Sólo había un problema.
—Veo lo que está tratando de hacer —dijo finalmente—. Y es casi perfecto, pero…
—Sí, casi. —Henry se pasó los dedos por el pelirrojo cabello, haciendo saltar las gafas—. Se puede
abrir el portal, pero no hay forma de dirigirlo. No hay modo de saber si alcanzarás el lugar de destino
deseado  en  este  mundo  o  en  otro  completamente  diferente,  o  incluso  en  el  propio  infierno.  Es
demasiado arriesgado y, por tanto, inútil.
—No puede hacerlo con esas runas —observó Magnus—. Necesita runas diferentes de las que está
usando.
Henry negó con la cabeza.
—Sólo podemos emplear las runas delLibro Gris. Cualquier otra cosa es magia. Y la magia no es cosa
de los nefilim. Es algo que no podemos hacer.
Magnus miró pensativo a Henry durante un largo rato.
—Pero es algo que yo puedo hacer —afirmó, y se acercó más la pila de papeles.
A los seres fantásticos de la Corte Unseelie no les gustaba demasiado la luz. Lo primero que había
hecho Sallows (cuyo nombre real no era ése) al regresar a su tienda había sido cubrir con papel
encerado la ventana que el chico nefilim le había roto. Tampoco tenía los anteojos, perdidos en las
aguas del Limerhouse Cut. Y nadie, al parecer, iba a pagarle los caros periódicos que había pedido para
Benedict Lightwood. En conjunto había sido un día muy malo.
Alzó la vista irritado cuando sonó la campanilla de la tienda, avisándole de que la puerta se abría, y
frunció el cejo. Pensaba que la había cerrado con llave.
—¿Has vuelto, nefilim? —soltó—. ¿Has decidido tirarme al río no una, sino dos veces? Te hago saber
que tengo amigos poderosos…
—No dudo de que los tengas, farsante. —La figura alta y encapuchada que había en el umbral cerró la
puerta tras de sí—. Y estoy muy interesado en saber más sobre ellos. —Un cuchillo de frío hierro
destelló en la penumbra, y el sátiro se estremeció de terror—. Quiero hacerte unas preguntas —dijo el
hombre de la puerta—. Y yo que tú no intentaría huir. No si quieres conservar los dedos como parte del
cuerpo…
StephRG14
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Cazadores de sombras - Página 8 Empty LOS ORÍGENES- PRINCESA MECÁNICA

Mensaje por StephRG14 Dom 07 Jun 2015, 8:45 pm

Capitulo 13
La mente tiene montañas


¡Oh, la mente! La mente tiene montañas; peñascos de caída espantosa, lisa, inimaginable para el hombre.
Despreciarlos puede el que nunca colgó de allí. Ni por largo rato nuestra pequeña resistencia soporta lo empinado o
profundo. ¡Aquí!, arrástrate, desgraciado, bajo un consuelo escondido en un torbellino: toda vida la muerte acaba y
todo día muere al dormir.
GERARDMANLEYHOPKINS, «No peor, no lo hay».

Tessa nunca llegaría a recordar si había gritado al precipitarse. Sólo recordaba una caída larga y
silenciosa, el río y las rocas que se aproximaban, el cielo a sus pies. El viento le golpeaba el rostro y el
cabello, mientras se revolvía en el aire, y notó un seco tirón en la garganta.
Las manos se le fueron hacia arriba. Su colgante del ángel le estaba subiendo por la cabeza, como si
una enorme mano hubiera surgido del cielo para quitárselo. Una desenfocada mancha metálica la
envolvía, un par de grandes alas se abrían como verjas, y algo la cogió, deteniendo su caída. Abrió los
ojos sorprendida; era imposible, inimaginable, pero su ángel, su ángel mecánico, había crecido de algún
modo hasta alcanzar el tamaño de un ser humano y flotaba sobre ella, con las grandes alas mecánicas
cortando el aire. Vio un rostro impasible y hermoso, el rostro de una estatua hecha de metal, tan
inexpresivo como siempre; pero el ángel tenía manos, tan articuladas como las suyas propias, y con
ellas la estaba sujetando, aguantándola mientras las alas batían, batían, batían, y ella caía lentamente,
con suavidad, como una semilla de diente de león llevada por el viento.
«Quizá me estoy muriendo —pensó Tessa y—: Esto no puede ser». Pero el ángel la sujetaba, y juntos
fueron bajando a tierra, el suelo se fue haciendo cada vez más visible y enfocado. Pudo distinguir las
diferentes rocas junto a la orilla del torrente, las corrientes de éste, el reflejo del sol en el agua. La
sombra de las alas se recortó sobre el suelo y se fue haciendo cada vez más grande mientras Tessa caía
hacia ella, caía dentro de la sombra, y ella y el ángel bajaron juntos hacia el suelo y aterrizaron sobre la
blanda tierra y las rocas que salpicaban los márgenes del torrente.
Tessa ahogó un grito al aterrizar, más por la impresión que por el golpe, y alzó las manos, como si
pudiera amortiguar la caída del ángel con su cuerpo; pero éste ya estaba encogiéndose, se hacía más y
más pequeño, las alas se plegaban sobre sí mismas, hasta que dio contra el suelo a su lado, de nuevo del
tamaño de un adorno. Tessa extendió una mano temblorosa y lo cogió. Estaba tumbada sobre pedruscos
irregulares, medio dentro, medio fuera del agua helada; ésta ya le había empapado las faldas. Tessa
cogió su colgante, acabó de subir la orilla del torrente con lo que le restaba de fuerzas y se desplomó
por fin sobre el suelo seco con el ángel apretado contra el pecho y su familiar tictac contra el corazón.
Sophie se hallaba sentada en el sillón junto a la cama de Jem que siempre había sido el sitio de Will, y
lo observaba dormir.
Había habido un tiempo, pensó, cuando casi habría agradecido esa oportunidad, una ocasión para estar
cerca de él, para ponerle compresas frías en la frente cuando se removía y murmuraba, ardiendo de
fiebre. Y aunque ya no lo amaba como antes, de esa forma como se ama a alguien que no se conoce,
con admiración y distancia, el corazón aún se le encogía al verlo así.
Una de las chicas del pueblo en el que se había criado Sophie había muerto de tuberculosis, y ella
recordaba que todos habían dicho que la enfermedad la había vuelto más hermosa antes de matarla, la
hacía más pálida y esbelta, y le cubría las mejillas con un agitado rubor rosado. En ese momento, Jem
tenía esa fiebre en las mejillas, mientras se removía contra las almohadas; su cabello plateado era como
la escarcha, y sus dedos se movían sin parar sobre la colcha. De vez en cuando, hablaba, pero las
palabras eran en mandarín, y ella no las entendía. Jem llamaba a Tessa. « Wo ai ni, Tessa. Bu lu run, he
qing kuang fa sheng, wo men dou hui zai yi qi ». Y también a Will, «sheng si zhi jiao», de un modo que
hacía que la chica quisiera cogerle la mano y sujetársela, aunque cuando fue a tocarlo, él estaba  
ardiendo de fiebre y Sophie se echó hacia atrás en el sillón, chillando y preguntándose si debería llamar
a Charlotte.
Ésta querría saber si Jem estaba empeorando. Estaba a punto de ponerse en pie cuando de repente él
ahogó un grito y abrió los ojos. Sophie volvió a dejarse caer en el sillón, mirándolo fijamente. Los iris
eran de una plata tan clara que parecían casi blancos.
—¿Will? —llamó Jem—. ¿Will, eres tú?
—No —contestó la sirvienta, casi temerosa de moverse—. Soy Sophie.
Jem exhaló suavemente y volvió la cabeza hacia ella sobre la almohada. La chica lo vio enfocar la
mirada en su rostro con un esfuerzo, y luego, increíblemente, Jem sonrió, esa sonrisa de gran dulzura
que fue lo primero que se había ganado el corazón de Sophie.
—Claro —dijo él—. Sophie. Will no está… He hecho que Will se fuera.
—Ha ido a buscar a Tessa —explicó ella.
—Bien. —Las largas manos de Jem agarraron la colcha y se cerraron en puños una vez, luego las relajó
—. Me… me alegro.
—Lo echa usted de menos —dijo Sophie.
Jem asintió lentamente.
—Lo noto… en la distancia, como un cordón en mi interior muy, muy tenso. No me esperaba eso. No
nos habíamos separado desde que nos convertimos enparabatai.
—Cecily ha dicho que lo ha enviado usted.
—Sí —contestó él—. Me ha costado convencerle. Creo que si él no estuviera también enamorado de
Tessa, no habría logrado hacerle marchar.
Sophie se quedó boquiabierta.
—¿Usted lo sabía?
—No hace mucho —contestó Jem—. No, no habría sido tan cruel. De haberlo sabido, nunca me habría
declarado. Me habría contenido. No lo sabía. Y, sin embargo, ahora, mientras todo se aleja de mí, todo
se me aparece bajo una luz tan clara que creo que lo habría llegado a saber, incluso si no me lo habría
dicho. Cuando acabara todo, lo habría sabido. —Sonrió levemente al ver la expresión compungida de
Sophie—. Me alegro de no haber tenido que esperar hasta el final.
—¿No está enfadado?
—Estoy contento —contestó él—. Así podrán cuidarse mutuamente cuando yo ya no esté, o al menos
puedo tener esa esperanza. Will dice que ella no lo ama, pero… seguro que llegará a amarlo con el
tiempo. Es fácil querer a Will, y él le ha entregado todo su corazón. Lo veo. Espero que ella no se lo
rompa.
A Sophie no se le ocurría nada que decir. No sabía qué se podía decir ante un amor así; tanta paciencia,
tanto aguante, tanta esperanza… Durante esos últimos meses, en muchas ocasiones había lamentado
haber pensado alguna vez mal de Will Herondale; sobre todo cuando veía cómo se quedaba atrás y
permitía a Tessa y a Jem ser felices juntos, y ella sabía el sufrimiento por el que ésta pasaba, junto a la
alegría, al ser consciente de que estaba hiriendo a Will. Sólo Sophie sabía que Tessa a veces llamaba a
Will mientras dormía; sólo ella sabía que la cicatriz que tenía la chica en la palma de la mano no era
debida a un encuentro accidental con el atizador de la chimenea, sino una herida deliberada, que se
había infligido para poder, de algún modo, igualar con dolor físico el dolor emocional que había
sentido al rechazar a Will. Sophie había sujetado a Tessa mientras ésta lloraba y se arrancaba del
cabello las flores que eran del color de los ojos de Will, y también la sirvienta había cubierto con
polvos las pruebas de las lágrimas y las noches en vela.
¿Debería decírselo? Sophie se lo preguntaba. ¿Sería un favor decirle: «Sí, Tessa también lo ama; ha
tratado de que no fuera así, pero lo es»? ¿Podía algún hombre realmente querer oír eso de la muchacha
con la que se iba a casar?
—La señorita Gray tiene un gran aprecio por el señor Herondale, y creo que no querría romper ningún
corazón —dijo finalmente—. Pero me gustaría que usted no hablara como si su muerte fuera inevitable,  
señor Carstairs. Incluso ahora, la señora Branwell y los demás tienen esperanzas de encontrar una cura.
Creo que vivirá para envejecer junto a la señorita Gray, y ambos serán muy felices.
Él sonrió como si supiera algo que ella no sabía.
—Es muy amable por tu parte decir eso, Sophie. Sé que soy un cazador de sombras, y no dejamos
fácilmente esta vida. Luchamos hasta el final. Venimos del reino de los ángeles y, no obstante, lo
tememos. Pero creo que uno puede enfrentarse al fin y no tener miedo sin haber tenido que inclinarse
ante la muerte. La muerte nunca me dominará.
Sophie lo miró algo preocupada; le parecía que Jem deliraba un poco.
—¿Señor Carstairs? ¿Voy a buscar a Charlotte?
—Dentro de un momento, pero, Sophie… en tu expresión, justo antes, cuando te he dicho… —Se
inclinó hacia ella—. Entonces ¿es cierto?
—¿Qué es cierto? —preguntó ella con un hilillo de voz, pero sabía cuál sería la pregunta, y no podía
mentirle a Jem.
Will estaba de un humor de perros. El día había amanecido cubierto de niebla, húmedo y horrible. Se
había despertado con el estómago revuelto, y casi no había sido capaz de tragarse los huevos gomosos
y el beicon que la esposa del posadero le había servido en el salón de aire viciado; todo su cuerpo le
pedía regresar al camino y continuar el viaje.
Varios chubascos lo habían dejado temblando bajo su ropa a pesar del abundante empleo de las runas
de calor, y a Balios no le gustaba el barro, que le pegaba los cascos al suelo mientras trataban de
apresurarse por la carretera, con Will pensando torvamente en cómo era posible que la niebla se le
pudiera condensar hasta dentro de la ropa. Al menos había llegado a Northamptonshire, lo que ya era
algo, pero sólo había cubierto unos treinta kilómetros y se negaba a detenerse, aunque su caballo lo
miró como suplicante cuando atravesaban Towcester, como si le pidiera un lugar cálido en un establo y
un poco de avena, y Will estuvo casi dispuesto a dárselo. Una sensación de impotencia le calaba los
huesos igual que el frío y la recurrente lluvia. ¿Qué creía estar haciendo? ¿Realmente creía que
encontraría a Tessa de ese modo? ¿Acaso era estúpido?
Además, en ese momento estaban atravesando una desagradable zona, donde el lodo hacía que el
rocoso camino resultara muy traicionero. Una gran pared de tierra se elevaba a un lado del camino y
tapaba el cielo. Al otro lado, el camino daba a un precipicio tapizado con afiladas piedras. La distante
agua de un torrente lodoso brillaba tenuemente en el fondo del barranco. Will mantenía la cabeza de
Baliosbien apartada del despeñadero, pero el caballo aún parecía nervioso y temeroso de la caída. El
chico iba con la cabeza gacha, resguardada todo lo posible en el cuello de la chaqueta para evitar la fría
lluvia; fue sólo por casualidad que, mirando un momento hacia el lado, captó el destello de algo verde
brillante y dorado en medio de las rocas que bordeaban el camino.
Al instante había detenido aBalios, y desmontaba con tal rapidez que casi se resbaló en el barro. La
lluvia caía con más fuerza en ese momento, mientras se acercaba y se arrodillaba para examinar la
cadena de oro que se había quedado enganchada en la aguda punta de una roca. La cogió con cuidado.
Era un colgante de jade, circular, con caracteres estampados en negro. Sabía perfectamente qué decían.
«Cuando dos personas son una en lo más profundo de su corazón, quiebran incluso la fuerza del hierro
o el bronce».
El regalo de compromiso que Jem le había hecho a Tessa. Will apretó la mano sobre él. Recordó estar
ante ella en la escalera; la cadena del colgante de jade le envió un destello desde el cuello de Tessa
como un cruel recordatorio de Jem mientras ella le decía: «Dicen que no se puede dividir el corazón y,
sin embargo…».
—¡Tessa! —gritó de repente, y su voz resonó entre las rocas. «¡Tessa!».
Durante un momento se quedó parado, estremeciéndose, al borde del camino. No sabía lo que había
esperado… ¿una respuesta? Era difícil que pudiera estar ahí, escondida entre las escasas rocas. Sólo se
oía el silencio, y el ruido del viento y la lluvia. Aun así, sabía sin la más mínima duda que ése era el
colgante de su amada. Quizá se lo hubiera arrancado del cuello y lo hubiera tirado por la ventana del  
carruaje para marcarle el camino a él, como Hansel y Gretel con las migas de pan. Eso sería lo que
haría una heroína de libro y, por consiguiente, lo que haría Tessa. Quizá habría más señales, si seguía
adelante. Por primera vez, la esperanza le fluyó por las venas.
Con un nuevo ímpetu fue haciaBaliosy subió a la silla. No pararía; llegaría a Staffordshire esa noche.
Mientras volvía la cabeza de su montura hacia el camino, se metió el colgante en el bolsillo, donde sus
palabras de amor y compromiso parecieron quemarle como un hierro de marcar.
Charlotte nunca se había sentido tan cansada. El hijo que esperaba la agotaba más de lo que había
pensado al principio, y había estado despierta toda la noche y corriendo todo el día. Tenía manchas en
el vestido de la cripta de Henry, y le dolían los tobillos de subir y bajar la escalera de la casa y las
escalerillas de mano de la biblioteca. Sin embargo, cuando abrió la puerta del cuarto de Jem y lo vio no
sólo despierto sino sentado y hablando con Sophie, olvidó todo su cansancio y notó que se le dibujaba
en el rostro una sonrisa de alivio.
—¡James! —exclamó—. Me preguntaba… digo, me alegro de que estés despierto.
La sirvienta, que estaba curiosamente sonrojada, se puso en pie.
—¿Debo irme, señora Branwell?
—Oh, sí, por favor, Sophie. Bridget tiene uno de sus días; dice que no puede encontrar el Ban Mary, y
yo no tengo ni la más remota idea de lo que está hablando.
Sophie casi sonrió; lo habría hecho si el corazón no le estuviera latiendo a toda prisa por saber que
quizá acabara de hacer algo terrible.
—Elbain-marie—explicó—. Yo se lo buscaré. —Fue hacia la puerta, se detuvo y le lanzó por encima
del hombro una mirada muy peculiar a Jem, que volvía a reposar sobre las almohadas, muy pálido, pero
compuesto. Antes de que Charlotte pudiera decir nada, ella ya se había marchado, y Jem estaba
indicando a la directora que se acercara con una cansada sonrisa.
—Charlotte, si no te importa… ¿podrías traerme el violín?
—Claro. —Fue a la mesa que se hallaba junto a la ventana, donde el violín estaba guardado en su funda
de palisandro, con el arco y una cajita redonda de resina ámbar. Lo cogió y lo llevó a la cama, donde
Jem lo tomó con cuidado. Charlotte se sentó, agradecida, en el sillón junto a él—. Oh… —exclamó un
momento después—. Lo siento. He olvidado el arco. ¿Querías tocar?
—No pasa nada. —Pulsó con suavidad las cuerdas con los dedos, y produjo un sonido vibrante y
agradable—. Eso es unpizzicato; lo primero que mi padre me enseñó a hacer cuando aprendía a tocar
el violín. Me recuerda a cuando era niño.
«Y sigues siendo un niño», quiso decir Charlotte, pero no lo hizo. Después de todo, sólo le faltaban
unas semanas para cumplir los dieciocho años, y aunque cuando ella lo miraba aún veía al niño de
cabello negro que había llegado de Shanghái aferrando su violín, con unos ojos enormes en un rostro
pálido, eso no quería decir que no hubiera crecido.
Cogió la caja de yin fenque estaba en la mesilla de noche. Sólo había un pálido resto en el fondo,
apenas una cucharadita de postre. Intentó tragar el nudo que tenía en la garganta, puso el polvo en el
fondo de un vaso, vertió agua de la botella y dejó que el polvo se disolviera como el azúcar. Cuando se
lo pasó a Jem, él dejó el instrumento a un lado y cogió el vaso. Lo miró fijamente con ojos pensativos.
—¿Es lo último que queda? —preguntó.
—Magnus está trabajando para lograr una cura —explicó Charlotte—. Todos lo estamos haciendo.
Gabriel y Cecily están comprando ingredientes para una medicina que te mantendrá fuerte, y Sophie,
Gideon y yo hemos estado investigando. Se está haciendo todo lo posible. Todo.
Jem pareció sorprendido.
—No lo sabía.
—Pues claro que lo estamos haciendo —insistió Charlotte—. Eres de la familia; haríamos lo que fuera
por ti. Por favor, no pierdas la esperanza. Jem, necesito que conserves la fuerza.
—Toda la fuerza que tengo es tuya —afirmó él crípticamente. Se tomó la solución de yin fen y le
devolvió el vaso vacío—. ¿Charlotte?
—¿Sí?
—¿Ya has ganado la discusión sobre cómo llamar al niño?
Ella soltó una sorprendida carcajada. Parecía raro pensar en el niño en ese momento, pero ¿por qué no?
«En la muerte, estamos vivos». Era algo en lo que pensar distinto a la enfermedad, o la desaparición de
Tessa, o la peligrosa misión de Will.
—Aún no —respondió—. Henry insiste en llamarle Buford.
—Ganarás tú —aseguró Jem—. Siempre lo haces. Serías una Cónsul excelente, Charlotte.
Ésta arrugó la nariz.
—¿Una mujer Cónsul? ¡Después de todos los líos que he tenido sólo por dirigir el Instituto!
—Siempre tiene que haber una primera vez —repuso Jem—. No es fácil ser el primero, y tampoco es
siempre satisfactorio, pero es importante. —Agachó la cabeza—. Llevas contigo una de las pocas cosas
que lamento.
Lo miró confusa.
—Me gustaría haber visto al bebé. —Era un deseo simple, pero se le clavó a Charlotte en el corazón
como un trozo de cristal. Comenzó a llorar, las lágrimas le surcaban las mejillas.
—Charlotte —dijo Jem, como tratando de consolarla—. Siempre me has cuidado. Serás increíble
cuidando a ese niño. Serás una madre maravillosa.
—No puedes rendirte, Jem —imploró ella en una voz ahogada—. Cuando te trajeron conmigo, al
principio dijeron que sólo vivirías un año o dos. Ya has vivido casi seis. Por favor, vive aunque sólo
sean unos días más. Unos días más por mí.
Jem la miró muy serio.
—He vivido por ti —contestó—. Y he vivido por Will, y luego he vivido por Tessa, y por mí, porque
quería estar con ella. Pero no puedo vivir eternamente por otras personas. Nadie puede decir que la
muerte encontró en mí un camarada voluntario, o que me fui sin luchar. Si dices que me necesitas, me
quedaré todo lo que pueda por ti. Viviré por ti y por los tuyos, y me iré luchando contra la muerte hasta
que no quede de mí más que huesos y pellejo. Pero no será mi elección.
—Entonces… —Charlotte lo miró vacilante—. ¿Cuál sería tu elección?
Jem tragó saliva, y bajó la mano para tocar el violín.
—He tomado una decisión —respondió—. La tomé cuando le dije a Will que se fuera. —Agachó la
cabeza y luego la alzó para mirar a la directora; le clavó los ojos en el rostro como si quisiera hacer que
lo entendiera—. Quiero acabar. Dices que todos estáis buscando una cura para mí. Sé que le di permiso
a Will, pero quiero que dejéis de buscar, Charlotte. Se ha acabado.
Ya estaba oscureciendo cuando Cecily y Gabriel llegaron al Instituto. Estar por la ciudad con alguien
que no fuera Charlotte o su hermano había sido una experiencia excepcional para la chica, y estaba
sorprendida de la buena compañía que Gabriel Lightwood había resultado ser. La había hecho reír,
aunque ella había hecho lo posible por disimularlo, y había cargado caballerosamente con todos los
paquetes, aunque ella había esperado que protestara por ser tratado como si fuera un mozo de carga.
Era cierto que seguramente no debería haber lanzado a aquel ser mágico por la ventana, o al canal de
Limehouse  después.  Pero  no  podía  culparle.  Ella  sabía  perfectamente  bien  que  lo  que  le  había
encendido no era que el sátiro le hubiera enseñado a ella imágenes inapropiadas, sino que le recordara a
su padre.
Resultaba extraño, pensó Cecily mientras subía los escalones de entrada del Instituto, lo diferente que
era de su hermano. Gideon le había caído bien desde que lo había conocido al llegar a Londres, pero lo
encontraba callado y contenido. No hablaba mucho, y aunque a veces ayudaba a Will a entrenarla, se
mostraba distante y serio con todos excepto con Sophie. Con ella era posible verle destellos de humor.
Podría sacar un humor irónico cuando quería, y tenía un carácter observador compatible con su alma
tranquila.
Por las cosas que había oído a Tessa, a Will y a Charlotte, Cecily había reconstruido la historia de los
Lightwood y comenzaba a entender por qué Gideon era tan callado. En cierto modo, al igual que Will y  
ella misma, había dado la espalda a su familia de una forma deliberada, y cargaba con el dolor de esa
pérdida. La elección de Gabriel había sido diferente. Se había quedado al lado de su padre, y había
observado el lento deterioro de su cuerpo y mente. ¿Qué debía de haber pensado mientras eso ocurría?
¿En qué momento se había dado cuenta de que había tomado la decisión incorrecta?
Gabriel abrió la puerta del Instituto, y Cecily entró; los recibió la voz de Bridget bajando por la
escalera.
Oh, ¿no ves tú ese estrecho sendero, cubierto de espesas espinas y zarzas? Es el sendero de la
virtud, aunque por él pocos preguntan. ¿Y no ves tú aquel camino ancho, ancho, junto al lago de
lirios? Es el camino de la maldad, aunque algunos le llaman el camino al Cielo.
—Está cantando —dijo Cecily mientras comenzaba a subir—. Otra vez.
Gabriel, sujetando ágilmente los paquetes, emitió un sonido de ecuanimidad.
—Estoy hambriento. Me pregunto si me conseguirá un poco de pollo frío y pan de la cocina si le digo
que no me molestan sus canciones.
—A todo el mundo le molestan sus canciones. —Cecily lo miró de reojo; tenía un perfil encantador.
Gideon  era  guapo  también,  pero  Gabriel  era  todo  ángulos,  barbilla  y  pómulos,  lo  que  Cecily
consideraba más elegante—. No es culpa suya, ¿sabe? —soltó ella de golpe.
—¿Que no es culpa mía? —Torcieron desde la escalera hacia el pasillo del primer piso. A Cecily le
pareció oscuro; las luces mágicas estaban bajas. Oía a Bridget, que seguía cantando.
Era una noche oscura, oscura, sin ninguna estrella, y vadearon en sangre roja hasta la rodilla;
porque toda la sangre que se derrama en la tierra corre por los arroyos de ese país.
—Su padre —contestó Cecily.
Gabriel tensó el rostro. Por un momento, Cecily pensó que iba a replicarle enfadado, pero no fue así.
—Quizá no sea culpa mía —fue lo que dijo—, pero escogí no ver sus crímenes. Creí en él cuando era
un error hacerlo, y él ha hecho que el nombre de Lightwood caiga en desgracia.
Cecily permaneció en silencio durante un momento.
—Yo vine aquí porque creía que los cazadores de sombras eran monstruos que se habían llevado a mi
hermano. Lo creía porque mis padres lo creían. Pero se equivocaban. No somos nuestros padres,
Gabriel. No tenemos que cargar con el peso de sus errores o sus pecados. Usted puede hacer que el
nombre Lightwood brille de nuevo.
—Ésa es la diferencia entre usted y yo —repuso él, con amargura—. Usted eligió venir aquí. A mí me
echaron de mi casa, perseguido por un monstruo que en un tiempo fue mi padre.
—Bueno —dijo Cecily con amabilidad—, no perseguido hasta aquí. Sólo hasta Chiswick, me parece.
—¿Qué…?
Ella le sonrió.
—Soy la hermana de Will Herondale. No puede esperar que esté seria todo el rato.
La expresión de Gabriel al oír eso fue tan cómica que la chica soltó una risita; aún estaba riendo cuando
empujaron la puerta de la biblioteca y entraron, y ambos se quedaron parados de golpe.
Charlotte, Henry y Gideon estaban sentados a una de las largas mesas. Magnus se hallaba a cierta
distancia,  junto  a  la  ventana,  con  las  manos  a  la  espalda.  Estaba  rígido  y  tenso.  Henry  parecía
demacrado y cansado. Charlotte tenía rastros de lágrimas. El rostro de Gideon era una máscara.
La risa de Cecily murió en sus labios.
—¿Qué pasa? ¿Ha habido noticias? ¿Will está…?
—No es Will —respondió Charlotte—. Es Jem.
Cecily se mordió el labio, mientras su corazón recuperaba su ritmo normal con un alivio culpable.
Primero había pensado en su hermano, pero claro que era su  parabatai el que estaba en peligro
inminente.
—¿Jem? —susurró.
—Aún vive —repuso Henry, respondiendo a la pregunta que no había llegado a formular Cecily.
—Entonces, bien. Lo tenemos todo —anunció Gabriel mientras ponía los paquetes sobre la mesa—.
Todo lo que Magnus nos pidió: la damiana, la raíz de cabeza de murciélago…
—Gracias. —El brujo habló desde la ventana, sin volverse.
—Sí, gracias —repitió Charlotte—. Habéis hecho todo lo que os he pedido, y os lo agradezco. Pero me
temo que el viaje habrá sido en vano. —Miró el paquete, y luego volvió a alzar la vista. Resultaba
evidente que le estaba costando un gran esfuerzo hablar—. Jem ha tomado una decisión —explicó—.
Quiere que dejemos de buscar una cura. Se ha bebido lo último que quedaba deyin fen; no hay más, y
ahora es cuestión de horas. He llamado a los Hermanos Silenciosos. Ha llegado el momento de
despedirnos.
La sala de entrenamiento estaba oscura. Las sombras se alargaban sobre el suelo, y la luz de la luna
entraba por las altas ventanas de arco. Cecily estaba sentada en uno de los gastados bancos y miraba los
dibujos que ésta creaba sobre el astillado suelo de madera.
Sin pensarlo, con la mano derecha se toqueteaba el colgante rojo que llevaba al cuello. No podía evitar
pensar en su hermano. Parte de su cabeza estaba en el Instituto, pero el resto estaba con Will: sobre el
caballo, inclinado hacia el viento, cabalgando como alma que lleva el diablo por los caminos que
separaban Londres de Dolgellau. Se preguntó si tendría miedo. Se preguntó si volvería a verlo.
Estaba tan perdida en sus pensamientos que se sobresaltó al oír el crujido de la puerta al abrirse. Una
larga sombra se proyectó sobre el suelo, y cuando Cecily alzó los ojos vio a Gabriel Lightwood
mirándola sorprendido.
—¿Se está escondiendo aquí? —preguntó—. Es… incómodo.
—¿Por qué? —Cecily se sorprendió de lo normal que le sonaba la voz, casi tranquila.
—Porque yo también tenía la intención de esconderme aquí.
Cecily permaneció en silencio durante un momento. Lo cierto era que el chico parecía un poco
inseguro; se le hacía extraño, por lo general era tan seguro de sí mismo… Aunque su confianza era más
frágil que la de su hermano. Estaba demasiado oscuro para verle el color de los ojos o del cabello, y por
primera vez, Cecily pudo ver el parecido entre los dos Lightwood. Tenían la misma barbilla decidida,
los mismos ojos separados y el mismo porte.
—Puede esconderse conmigo —concedió ella—, si quiere.
Él asintió y cruzó la sala hasta donde estaba ella, pero en vez de acercarse fue hacia la ventana y miró
afuera.
—El carruaje de los Hermanos Silenciosos está aquí —informó.
—Sí —contestó Cecily. Sabía, de leer elCódice, que los Hermanos Silenciosos eran tanto los médicos
como los sacerdotes en el mundo de los cazadores de sombras; era de esperar encontrarlos junto a los
moribundos, los enfermos y las parturientas, por igual—. He pensado que debería ir a ver a Jem. Por
Will. Pero no… no he tenido valor. Soy una cobarde —añadió como si se le acabara de ocurrir. No era
algo que hubiera pensado antes de sí misma.
—Entonces, yo también lo soy —replicó él. La luz de la luna le iluminaba un lado del rostro, por lo que
daba la impresión de llevar media máscara—. Sinceramente, he venido aquí para estar solo, para estar
lejos de los Hermanos, porque me producen escalofríos. He pensado que podía hacer un solitario. Pero
si quieres, podemos jugar a la brisca.
—Como Pip y Estella enGrandes Esperanzas—señaló Cecily divertida—. Pero, no… no sé jugar a las
cartas. Mi madre siempre ha intentado que no hubiera naipes en casa, porque mi padre… tenía cierta
debilidad por ellos. —Miró a Gabriel—. ¿Sabe?, en cierto modo somos iguales. Nuestros hermanos se
marcharon, y nos quedamos solos sin hermanos ni hermanas, con un padre que estaba deteriorándose.
El mío se volvió un poco loco después de que Will se marchara y Ella muriera. Le costó cinco años
recuperarse, y mientras tanto, perdimos nuestra casa. Igual que usted ha perdido Chiswick.
—Chiswick nos lo han arrebatado —puntualizó Gabriel con ácido destello de amargura—. Y para ser
sincero, me da pena y no lo hace. Mis recuerdos de ese lugar… —Se estremeció—. Mi padre llevaba
encerrado dos semanas en su estudio cuando vine aquí a pedir ayuda. Debería haber venido antes, pero  
era demasiado orgulloso. No quería admitir que me había equivocado con él. Durante esas dos semanas
casi no dormí. Golpeé la puerta del estudio y le rogué que saliera, que me hablara, pero sólo oía ruidos
inhumanos. Por la noche cerraba mi puerta con llave y por las mañanas solía haber sangre en la
escalera. Me dije que los criados habían huido. Pero sabía que no. Así que no, no somos iguales, Cecily,
porque tú te marchaste. Fuiste valiente. Yo me quedé hasta que no tuve más remedio que irme. Me
quedé incluso sabiendo que era un error.
—Eres un Lightwood —repuso Cecily—. Te quedaste porque eras leal al nombre de tu familia. Eso no
es cobardía.
—¿No? ¿Acaso la lealtad es una cualidad encomiable cuando va en la dirección errónea?
Cecily abrió la boca, y la volvió a cerrar. Gabriel la estaba mirando, con los ojos brillantes por la luz de
la luna. Parecía realmente desesperado por oír su respuesta. Se preguntó si él tendría alguien más con
quien hablar. Podía entender que le aterrorizara acudir a Gideon con escrúpulos morales; éste parecía
tan firme, como si nunca se hubiera cuestionado nada en toda su vida y no pudiera entender a los que lo
hacían.
—Creo —comenzó ella, eligiendo las palabras con cuidado— que cualquier buen impulso puede
retorcerse para que sea algo malo. Mira al Magíster. Hace lo que hace porque odia a los cazadores de
sombras, por lealtad a sus padres, que lo cuidaron y a los que mataron. No es algo que no se pueda
alcanzar a comprender. Y, sin embargo, nada excusa el resultado. Creo que cuando tomamos una
decisión,  y  cada  decisión  es  independiente  de  las  decisiones  que  hemos  tomado  antes,  debemos
examinar no sólo nuestras razones para tomarla, sino qué resultados puede tener, y si haremos daño a
gente buena con ella.
Hubo un silencio.
—Eres muy sabia, Cecily Herondale —concluyó Gabriel finalmente.
—No lamentes demasiado las decisiones que tomaste en el pasado, Gabriel —repuso ella, consciente
de que se estaban tuteando desde hacía un momento, pero incapaz de evitarlo—. Sólo toma las
correctas en el futuro. Somos capaces de cambiar, y capaces de ser lo mejor que podemos ser, siempre.
—Eso —replicó Gabriel— no sería ser lo que mi padre quería que fuera, y a pesar de todo, me doy
cuenta de que soy reacio a prescindir de la esperanza de su aprobación.
Cecily suspiró.
—Sólo podemos esforzarnos, Gabriel. Yo traté de ser la niña que mis padres querían, la mujer que
deseaban que fuera. Me marché para devolverles a Will porque pensé que era lo correcto. Sabía que les
dolía que hubiera escogido un camino diferente, pero es el correcto para él, aunque llegara a él de una
forma extraña. Es su camino. No elijas el camino que tu padre habría elegido o el camino que tu
hermano elegiría. Sé el cazador de sombras que deseas ser.
—¿Cómo sabes que voy a tomar la decisión correcta? —preguntó él y en ese momento pareció muy
joven.
Al otro lado de la ventana, los cascos de los caballos resonaron sobre los adoquines del patio. Los
Hermanos Silenciosos marchándose. «Jem», pensó Cecily, con una punzada de dolor en el corazón. Su
hermano siempre lo había considerado como una especie de estrella polar, una brújula que siempre
indicaba la decisión correcta. Ella nunca había pensado antes en su hermano como una persona
afortunada, y sin duda no esperaba hacerlo ese día, y, sin embargo… sin embargo, en cierto sentido, lo
había  sido. Tener  siempre  alguien  a  quien  poder  acudir  para  saber  dónde  estaba  el  norte,  y  no
preocuparse constantemente de estar mirando a la estrella equivocada.
Trató de que su voz fuera lo más fuerte y firme posible, por ella misma tanto como por el chico de la
ventana.
—Quizá, Gabriel Lightwood, tengo fe en ti.
StephRG14
StephRG14


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Cazadores de sombras - Página 8 Empty LOS ORÍGENES- PRINCESA MECÁNICA

Mensaje por StephRG14 Dom 07 Jun 2015, 8:49 pm

Capitulo 14
Parabatai


Callad, que no está muerto ni dormido; despertó ya del sueño de la vida. Perdidos en visiones tempestuosas,
sostenemos contra espectros una contienda estéril, y en delirio loco, el puñal del espíritu clavamos en el vacío
invulnerable. Decaemos como crueles despojos sepultos; el temor y la angustia nos crispan y consumen día a día, y
frías esperanzas serpentean cual gusanos en el barro que somos.
PERCYBYSSHESHELLEY , «Adonais: Una elegía por la muerte de John Keats».


El  patio del Green Man  Inn era un  lodazal pisoteado  cuando Will  detuvo  su  agotado caballo y
descendió de su amplio lomo. Estaba cansado, agarrotado y dolorido de la silla, y con el mal estado de
los caminos y la extenuación de Baliosy la suya, había podido avanzar muy poco en las últimas horas.
Ya había oscurecido, y Will se sintió aliviado al ver al mozo de cuadra corriendo hacia él, con las botas
salpicadas de barro hasta la rodilla y una lámpara en la mano que proyectaba un cálido resplandor
amarillo.
—¡Vaya una noche húmeda, señor! —exclamó el mozo alegremente mientras se acercaba. Parecía un
muchacho humano corriente, pero había algo travieso y un poco como de diablillo en él; la sangre de
hada,  a  veces,  pasada  de  generación  en  generación,  podía  expresarse  en  humanos  e  incluso  en
cazadores de sombras en la curva de un ojo o en el brillante fulgor de una pupila. Naturalmente, el
mozo tenía la Visión. El Green Man era una parada bien conocida en el submundo. Will había esperado
poder llegar allí antes de que fuera noche cerrada. Estaba cansado de fingir delante de mundanos,
cansado de rodearse de unglamour , cansado de ocultarse.
—¿Húmeda? ¿Eso crees? —masculló Will mientras el agua le caía del cabello y se le enganchaba en
las pestañas. Tenía la mirada clavada en la puerta principal de la posada, por la que salía una acogedora
luz amarilla. Por encima, casi toda la luz había desaparecido del cielo. Nubes negras y amenazantes lo
cubrían, con la promesa de más lluvia.
El mozo cogió aBaliospor la brida.
—Tiene uno de esos caballos mágicos —exclamó.
—Sí. —Will palmeó el costado del animal—. Necesita un buen cepillado, con especial cuidado.
El chico asintió.
—Usted es un cazador de sombras, ¿no? No nos vienen muchos por aquí. Uno no hace demasiado, pero
era viejo y desagradable…
—Dime —preguntó Will—, ¿hay habitaciones libres?
—No estoy seguro de si queda alguna individual.
—Bueno, pues voy a querer una individual, así que será mejor que haya. Y un establo para el caballo
durante la noche, y un baño y la cena. Vete y acomoda al caballo, y yo veré lo que tiene que decir tu
jefe.
El posadero fue de lo más servicial y, a diferencia del mozo, no hizo ningún comentario sobre las
Marcas que se le veían a Will en las manos o el cuello, y sólo le formuló las preguntas generales de
rigor.
—¿Desea cenar en un salón privado o en la sala común, señor? ¿Y querrá el baño antes de la cena o
después?
Will, que se notaba rebozado en barro, optó por bañarse primero, aunque aceptó cenar en la sala
común. Había llevado con él cierta cantidad de dinero mundano, pero un salón privado para cenar era
un gasto innecesario, sobre todo cuando no importaba lo que se comía. Los alimentos eran combustible
para el viaje, nada más.
Aunque el posadero no parecía haberse fijado demasiado en que era un cazador de sombras, hubo otros
en la sala común que sí lo hicieron. Mientras él se apoyaba en el mostrador, un grupo de licántropos
jóvenes, que habían estado consumiendo cerveza barata durante todo el día, mascullaron entre sí cerca  
de la chimenea. Will trató de no fijarse en ellos mientras pedía botellas de agua caliente para él y un
preparado de salvado para el caballo, como cualquier joven caballero arrogante, pero notaba los ávidos
ojos de los licántropos sobre él, fijándose en todos los detalles, desde su cabello empapado y las botas
llenas de barro hasta el pesado abrigo que no dejaba adivinar si llevaba el habitual cinturón de armas de
los nefilim.
—Tranquilos, chicos —dijo el más alto del grupo. Estaba sentado apartado del fuego, con el rostro
cubierto de pesadas sombras, aunque el fuego le dibujó la silueta de los largos dedos mientras sacaba
una elegante pitillera de porcelana y daba unos pensativos golpecitos al cierre—. Lo conozco.
—¿Lo conoces? —preguntó incrédulo uno de los lobos más jóvenes—. ¿A ese nefilim? ¿Es amigo
tuyo, Scott?
—Oh, amigo no. No exactamente. —Woolsey Scott encendió el cigarro con una cerilla y observó al
chico desde el otro lado de la sala por encima de la pequeña llama; una sonrisa le asomaba a la boca—.
Pero es muy interesante que esté aquí. Muy interesante, sin duda.
—¡Tessa! —La voz le reverberó en el oído, un grito desgarrado. Se irguió hasta sentarse en la orilla del
torrente con el cuerpo temblándole.
—¿Will? —Se puso en pie y miró alrededor.
La luna había pasado tras una nube. El cielo era como mármol gris oscuro, atravesado de venas negras.
El río corría ante ella, gris en la penumbra, y al mirar alrededor vio sólo árboles retorcidos, el
escarpado barranco por el que había caído, un amplio paisaje que se extendía en la otra dirección, con
campos  y vallas  de piedra,  y alguna  que otra granja  o casa distante.  No  podía vislumbrar nada
semejante a una ciudad o un pueblo, ni siquiera un grupo de luces que pudiera indicar una pequeña
aldea.
—Will —susurró de nuevo, mientras se rodeaba con los brazos. Estaba segura de que había sido su voz
la que había dicho su nombre. No había otra voz que sonara igual. Pero era ridículo. Él no estaba allí.
No podía estarlo. Tal vez, igual que Jane Eyre, que había oído la voz de Rochester llamándola por los
páramos, estaría medio soñando.
Al menos era un sueño que la había sacado de la inconsciencia. El viento era como un cuchillo frío que
le atravesaba la ropa y le helaba la piel; sólo llevaba un fino vestido de interior, ni abrigo ni sombrero.
Tenía la falda aún mojada del agua del río; el vestido y las medias rajados y manchados de sangre. El
ángel le había salvado la vida, pero no había evitado que se hiriera.
Lo tocó, esperando algún tipo de guía, pero estaba tan quieto y silencioso como siempre. Mientras
apartaba la mano del cuello, oyó la voz de Will en su cabeza: «A veces, cuando tengo que hacer algo y
no sé qué hacer, imagino que soy un personaje de un libro. Es más fácil saber qué harían ellos».
«El personaje de un libro —pensó Tessa—, uno bueno y razonable, seguiría el torrente. Un personaje
de libro sabría que las residencias humanas y los pueblos se suelen construir cerca del agua, y buscaría
ayuda en vez de adentrarse en los bosques». Decidida, se abrazó y comenzó a caminar río abajo.
Cuando Will, ya bañado, afeitado y con una camisa y un cuello limpio, volvió a la sala común para
cenar, la estancia estaba llena de gente.
Bueno, no exactamente gente. Mientras lo acompañaban a una mesa, anduvo entre otras en las que los
trols se apiñaban sobre pintas de cerveza; podrían pasar por ancianos resecos excepto por los colmillos
que les sobresalían de la mandíbula inferior. Un delgado brujo con el cabello castaño y un tercer ojo en
el centro de la frente estaba dedicado a una chuleta de ternera. En una mesa junto al fuego se apiñaba
un grupo: licántropos, notó Will, por su actitud de manada. La sala olía a humedad, ascuas y comida, y
a Will le rugió el estómago; no se había dado cuenta de lo hambriento que estaba.
Estudió un mapa de Gales mientras bebía su vino (agrio, avinagrado), comía lo que le habían servido
(un duro corte de venado con patatas) y hacía lo que podía para ignorar las miradas de los otros
clientes. Supuso que el mozo de establo tenía razón; no pasaban muchos nefilim por ahí. Se sentía
como si las Marcas estuvieran brillándole como sellos. Cuando le recogieron los platos, sacó papel y
redactó una carta.
Charlotte:
Lamento haber dejado el Instituto sin tu permiso. Te pido que me perdones; me pareció que no había otra opción.
No obstante, no es por eso por lo que envío esta carta. Junto a la carretera he encontrado pruebas del paso de Tessa.
De algún modo ha conseguido tirar su colgante de jade por la ventanilla del carruaje, creo que para que podamos
seguirla. Ahora lo tengo conmigo. Es una prueba irrefutable de que nuestras suposiciones sobre el paradero de
Mortmain eran correctas. Debe de estar en Cadair Idris. Tienes que escribir al Cónsul y exigir que envíe una fuerza
completa a la montaña.
Will Herondale
Después de sellar la carta, Will llamó al posadero y se aseguró de que, por media corona, el mozo la
llevaría al carruaje nocturno del correo para que fuera entregada. Después de pagar, se recostó en su
asiento, meditando si debía obligarse a beber otro vaso de vino para estar seguro de dormir; en ese
momento, notó un dolor agudo que le atravesaba el pecho. Era como si le hubieran disparado una
flecha, y se sacudió hacia atrás. El vaso de vino se estrelló contra el suelo y se rompió. Will se puso en
pie de un salto y apoyó ambas manos en la mesa. Era vagamente consciente de las miradas y de la
ansiosa voz del posadero en el oído, pero el dolor era demasiado intenso para pensar, casi tan intenso
incluso como para respirar.
La opresión en su pecho, la que había considerado como el extremo del cordón que lo ataba a Jem, se
había tensado tanto que le estaba estrangulando el corazón. Se tambaleó apartándose de la mesa, se
abrió paso a empujones entre el montón de clientes cerca del bar y cruzó hacia la puerta principal de la
posada. Sólo podía pensar en aire, en meterse aire en los pulmones para respirar.
Empujó la puerta para abrirla y salió medio tambaleándose a la noche. Por un instante, el dolor en el
pecho disminuyó, y Will se desplomó contra la pared de la posada. Estaba cayendo una cortina de
lluvia, que le empapó el cabello y la ropa. Ahogó un grito, mientras el corazón se le encogía con una
mezcla de terror y desesperación. ¿Era sólo la distancia de Jem lo que le estaba afectando? Nunca había
sentido nada parecido, incluso cuando su parabatai había estado en sus peores momentos, incluso
cuando había estado herido y Will sufría por un dolor simpático.
El cordón se rompió.
Por unos segundos, todo se le volvió blanco, como bañado en ácido. A Will se le doblaron las rodillas y
vomitó su cena en el barro. Cuando pasaron los espasmos, se puso en pie como pudo y se alejó a
trompicones de la posada, como si estuviera tratando de correr más que su dolor. Fue a dar contra la
pared de los establos, junto al abrevadero de los caballos. Se dejó caer de rodillas, metió las manos en
el agua helada y vio su reflejo. Veía su rostro, tan blanco como la muerte, la camisa y una mancha roja
que se le iba extendiendo por delante.
Con las manos mojadas, se cogió la camisa y se la abrió. Bajo la tenue luz que salía de la posada, vio
que su runa deparabatai, justo sobre el corazón, estaba sangrando.
Tenía las manos cubiertas de sangre, sangre mezclada con lluvia, la misma lluvia que hacía desaparecer
la sangre del pecho y dejaba al descubierto la runa que comenzaba a difuminarse, pasando del negro al
plata, transformando todo lo que había tenido sentido en la vida de Will en un sinsentido.
Jem había muerto.
Tessa llevaba horas caminando, y los finos zapatos estaban rajados por las ásperas piedras del lecho del
río. Había comenzado casi corriendo, pero el agotamiento y el frío habían podido con ella, y en ese
momento cojeaba lentamente, aunque sin vacilar, río abajo. La tela empapada de las faldas era como
una ancla que la estaba arrastrando al fondo de algún mar terrible.
No había visto ni una señal de residencia humana, y comenzaba a desesperar de su plan, cuando se
abrió un claro. Había empezado a caer una ligera llovizna, pero incluso a través de ella pudo ver la
silueta de un edificio bajo de piedra. A medida que se acercaba, vio lo que parecía ser una casita, con
techo de paja y un sendero lleno de matojos que llevaba a la puerta.
Aceleró el paso, casi corriendo, pensando en una amable pareja de granjeros, del tipo que en los libros
acogían a una joven y la ayudaban a contactar con su familia, como los Rivers habían hecho por Jane  
enJane Eyre. Sin embargo, al acercarse, captó la suciedad, las ventanas rotas y la hierba que crecía en
el techo de paja. El corazón se le cayó a los pies. La casa estaba abandonada.
La puerta estaba ya entreabierta, la madera hinchada por la humedad. Había algo inquietante en la casa
vacía, pero Tessa necesitaba desesperadamente un lugar donde refugiarse de la lluvia y de cualquier
perseguidor que Mortmain pudiera enviar tras ella. Se aferró a la esperanza de que la señora Negro
pensara que había muerto en la caída, pero dudaba de que el Magíster pudiera perder su pista tan
fácilmente. Después de todo, si alguien sabía lo que podía hacer su ángel mecánico, era él.
La hierba crecía entre las losas del suelo del interior de la casa, y la chimenea estaba sucia, con un
caldero requemado aún colgando sobre los restos de un fuego y las paredes encaladas llenas de hollín
evidenciaban el paso del tiempo. Cerca de la puerta, había un revoltijo de lo que parecían herramientas
de granja. Una parecía un palo de metal con un gancho al final, aún afilado. Como sabía que podría
necesitar algún medio de defensa, lo cogió; luego fue a la entrada de la otra única habitación que tenía
la casa: un pequeño dormitorio en el que vio, encantada, que había una mohosa manta sobre la cama.
Se  miró  impotente  el  mojado  vestido. Tardaría  mucho  en  quitárselo  sin  la  ayuda  de  Sophie,  y
necesitaba desesperadamente calor. Se envolvió en la manta, aún con la ropa mojada, y se acurrucó en
el colchón relleno de punzante heno. Olía a moho y seguramente había ratones viviendo en él, pero en
ese momento le pareció a Tessa la cama más lujosa en la que nunca se había tumbado.
Sabía que lo más inteligente era permanecer despierta. Pero, a pesar de todo, no podía resistir más las
exigencias de su cuerpo, golpeado y exhausto. Con el arma de metal apretada contra el pecho, se
sumergió en el sueño.
—¿Así que es éste? ¿El nefilim?
Will no sabía cuánto tiempo llevaba sentado contra la pared del establo, cada vez más empapado,
cuando una voz rugiente le llegó desde la oscuridad. Alzó la cabeza, demasiado tarde para esquivar la
mano que iba a por él. En un segundo lo había agarrado por el cuello de la camisa y lo obligaba a
ponerse en pie.
Miró a través de unos ojos cegados por la lluvia y el dolor a un grupo de licántropos que lo rodeaban en
un semicírculo. Quizá fueran unos cinco, incluido el que lo tenía sujeto contra la pared del establo, con
un puño agarrándole la camisa ensangrentada. Todos iban vestidos de un modo muy parecido, de un
negro tan mojado por la lluvia que brillaba como lona encerada. Todos iban con la cabeza descubierta,
y el cabello, largo como lo llevaban los licántropos, se les pegaba al cráneo.
—Sácame las manos de encima —ordenó Will—. Los Acuerdos prohíben tocar a un nefilim sin que
medie provocación…
—¿Sin provocación? —El licántropo que lo sujetaba lo tiró hacia adelante y luego lo volvió a estrellar
contra la pared. En circunstancias normales, seguramente eso le habría dolido, pero ésas no eran
circunstancias  normales.  El  dolor  físico  que  le  había  provocado  la  runa  de  parabatai había
desaparecido, pero sentía todo el cuerpo seco y vacío, todo el sentido extraído de su centro—. Yo diría
que es provocado. Si no fuera por vosotros, nefilim, el Magíster nunca habría venido tras nosotros con
sus drogas asquerosas y sus sucias mentiras…
Will miró a los licántropos con una emoción que rozaba la hilaridad. ¿Realmente creían que podían
hacerle daño, después de lo que acababa de perder? Durante cinco años había sido su verdad absoluta.
Jem y Will. Will y Jem. Will Herondale vive, por tanto, Jem Carstairs también vive.  Quod erat
demostrandum. Imaginaba que perder una pierna o un brazo sería doloroso, pero perder la verdad
central de la vida era… fatal.
—Drogas asquerosas y sucias mentiras —repitió Will arrastrando las palabras—. Eso suena de lo más
antihigiénico. Aunque, dime, ¿es cierto que en vez de bañaros, los licántropos os laméis una vez al año?
La mano que lo sujetaba se tensó aún más.
—Deberías ser un poco más respetuoso, cazador de sombras.
—No —replicó Will—. La verdad es que no.
—Hemos  oído  hablar  de  ti,  Will  Herondale  —habló  uno  de  los  otros  licántropos—.  Siempre
arrastrándote ante los subterráneos en busca de ayuda. Nos gustaría verte arrastrándote ahora.
—Entonces, tendréis que cortarme por las rodillas.
—Eso —repuso el hombre lobo que sujetaba a Will— podría arreglarse.
Will se puso en acción. Estrelló la cabeza contra el rostro del licántropo que tenía delante. Oyó y sintió
el desagradable crujido de la nariz de éste al romperse, y la sangre caliente comenzó a cubrirle el rostro
mientras el hombre lobo se tambaleaba por el patio y se desplomaba de rodillas sobre los adoquines. Se
apretaba el rostro con las manos, tratando de contener la sangre.
Una mano le agarró por el hombro, las garras atravesaron la tela de la mojada camisa de Will. Éste se
volvió para enfrentarse a los lobos y vio en la mano de este segundo, plateado bajo la luna, el destello
de un cuchillo. Los ojos de su atacante brillaban bajo la lluvia, verde dorados y amenazadores.
«No han salido aquí para burlarse de mí o herirme —se dio cuenta Will—. Han venido para matarme».
Por un triste momento, Will estuvo tentado de dejarles que lo hicieran. La idea le pareció un enorme
alivio: el fin del dolor, el fin de la responsabilidad, una simple sumersión en la muerte y el olvido. Se
quedó sin moverse mientras el cuchillo iba hacia él. Todo parecía estar sucediendo muy lentamente: el
borde  del  cuchillo  de hierro moviéndose  hacia él, el  guiño de burla en  el rostro  del  licántropo,
oscurecido por la lluvia.
La imagen que había soñado el día anterior se le apareció ante los ojos: Tessa, corriendo por un sendero
verde hacia él. Tessa. Automáticamente, alzó la mano, le agarró la muñeca al hombre lobo mientras
esquivaba el golpe y pasó por debajo del brazo. Se lo retorció con fuerza, y el brazo se rompió en
astillas. El licántropo gritó, y un oscuro rayo de regocijo atravesó a Will. La daga cayó sobre los
adoquines mientras Will le doblaba las piernas a su oponente y le clavaba el codo en la sien. El lobo
cayó desmadejado y no volvió a moverse.
Will cogió la daga y se volvió para enfrentarse a los demás. Sólo quedaban tres en pie, y parecían
mucho menos seguros de sí mismos que antes. Will sonrió de medio lado, frío y terrible, y notó el gusto
metálico de la lluvia y la sangre en la boca.
—Venid a matarme —los retó—. Venid a matarme si creéis que podéis. —Dio una patada al lobo
inconsciente que yacía a sus pies—. Tendréis que hacerlo mejor que vuestros amigos.
Se lanzaron sobre él, con las garras extendidas, y Will cayó sobre el suelo, golpeándose la cabeza
contra los adoquines. Unas uñas corvas le arañaron en el hombro; él rodó hacia un lado bajo una lluvia
de golpes y blandió la daga hacia arriba. Se oyó un gañido de dolor que acabó en un gemido, y el peso
que Will tenía encima, que se había estado moviendo y debatiendo, se quedó sin fuerza. Will rodó de
lado y se puso en pie de un salto mientras daba la vuelta.
El lobo al que había apuñalado yacía con los ojos abiertos, muerto en medio de un charco cada vez más
grande de sangre y lluvia. Los dos licántropos que quedaban estaban poniéndose en pie, cubiertos de
lodo y empapados de agua. Will sangraba en el hombro, donde uno de ellos le había abierto unas
profundas heridas con las garras; el dolor era glorioso. Rió entre la sangre y el barro mientras la lluvia
le limpiaba la sangre de la hoja de la daga.
—Otra vez —dijo, y casi ni reconoció su propia voz, tensa, quebrada, letal—. Otra vez.
Uno de los hombres lobo giró en redondo y salió huyendo. Will rió de nuevo y fue hacia el último de
ellos, que se había quedado paralizado, aunque el chico no estaba seguro si era por valor o por terror,
pero tampoco le importaba. La daga era como una extensión de su muñeca, parte del brazo. Un buen
golpe y un tirón hacia arriba, y cortaría el hueso y el cartílago, atravesando el corazón…
—¡Deteneos! —La voz era dura, autoritaria, conocida. Will miró en la dirección de donde procedía.
Atravesando el patio, con los hombros encorvados contra la lluvia y una expresión de furia, estaba
Woolsey Scott—. ¡Os ordeno, a ambos, que os detengáis en este mismo instante!
De inmediato, el licántropo dejó caer las manos y sus garras desaparecieron. Agachó la cabeza en el
clásico gesto de sumisión.
—Maestro…
Una oleada de rabia cubrió a Will, y le borró toda racionalidad, toda sensatez, todo excepto la furia.
Agarró al licántropo y lo tiró hacia él, le rodeó el cuello con un brazo y le puso la daga al cuello.
Woolsey, a sólo unos pasos, se detuvo de golpe, sacando chispas por los ojos.
—Acércate más —amenazó Will—, y le cortaré el cuello a tu lobezno.
—He dicho que paréis —repuso el líder de los Preator Lupus en tono mesurado. Llevaba, como
siempre, un traje perfectamente cortado, con una chaqueta de montar de brocado encima, todo bien
empapado de lluvia. Su cabello rubio, pegado al cuello, y el rostro parecía incoloro a causa de lo
mojado que estaba—. Ambos.
—Pero ¡yo no tengo por qué escucharte! —gritó Will—. ¡Estaba ganando! ¡Ganando! —Miró por el
patio a los tres cuerpos de los hombres lobo con los que había luchado: dos inconscientes y uno muerto
—. Tu manada me ha atacado sin provocación. Han violado los Acuerdos. Me estaba defendiendo.
¡Han violado la Ley! —Alzó la voz, dura e irreconocible—. Se me debe su sangre, y ¡la tendré!
—Sí, sí, cubos de sangre —replicó Woolsey—. Y ¿qué harías si la tuvieras? Ese licántropo no te
importa nada. Déjalo ir.
—No.
—Al menos suéltalo para que pueda luchar contra ti —insistió el líder.
Will vaciló, luego soltó al hombre lobo, que miró a su jefe, aterrorizado. Woolsey chasqueó los dedos
en dirección a él.
—Corre, Conrad —le ordenó—. De prisa, y ya.
El licántropo no necesitó que se lo repitiera; dio la vuelta, salió a toda velocidad y desapareció detrás
de los establos. Will se volvió hacia Woolsey con una mueca en el rostro.
—Así que los de tu manada son todos unos cobardes —sentenció—. ¿Cinco contra un cazador de
sombras? ¿Es así como va?
—No les he dicho que salieran aquí a por ti. Son jóvenes. Y estúpidos e impetuosos. Y la mitad de su
manada murió por culpa de Mortmain. Culpan a los tuyos. —Woolsey se acercó un poco más; miró a
Will de arriba abajo, tan frío como hielo verde—. Entonces, supongo que tuparabataiha muerto —
añadió con una sorprendente naturalidad.
Will no estaba preparado para oír esas palabras, nunca estaría preparado. La pelea le había aclarado el
dolor de la cabeza por el momento, pero ahora amenazaba con regresar, omnipresente y terrorífico.
Ahogó un grito como si Woolsey le hubiera golpeado, y dio un involuntario paso atrás.
—Y tú estás intentando que te maten por eso, ¿no, chico nefilim? ¿Eso es lo que está pasando?
Will se apartó el cabello mojado de la cara y miró a Woolsey con odio.
—Quizá sí.
—¿Es así como respetas su memoria?
—¿Qué importa? —replicó el otro—. Está muerto. Nunca sabrá lo que hago o dejo de hacer.
—Mi  hermano  está muerto —explicó Woolsey—. Aún me  esfuerzo por cumplir sus  deseos, por
continuar el Preator Lupus en su memoria, y en vivir como él habría querido que viviese. ¿Crees que
soy la clase de persona que estaría en un lugar como éste, comiendo bazofia y bebiendo vinagre, hasta
las rodillas de barro, contemplando como un tedioso niñato cazador de sombras destruye aún más mi ya
menguada manada, si no fuera porque estoy al servicio de algo más importante que mis propios deseos
y penas? Y tú también, cazador de sombras. Tú también.
—¡Oh, Dios! —La daga cayó de la mano de Will y aterrizó en el barro a sus pies—. ¿Y qué hago
ahora? —susurró.
No tenía ni idea de por qué se lo estaba preguntando a Woolsey, excepto que no había nadie más en el
mundo a quien preguntárselo. Ni siquiera cuando creía estar maldito se había sentido tan solo.
El licántropo lo miró como si nada.
—Haz lo que tu hermano habría querido que hicieras —contestó, y luego se fue de vuelta hacia la
posada.
StephRG14
StephRG14


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Cazadores de sombras - Página 8 Empty LOS ORÍGENES- PRINCESA MECÁNICA

Mensaje por StephRG14 Dom 07 Jun 2015, 8:52 pm

Capitulo 15
Estrellas ocultad vuestro fuego


Estrellas, ocultad vuestro fuego. No permitáis que ninguna luz vea mis oscuros y profundos deseos.
SHAKESPEARE,Macbeth


Cónsul Wayland:
Le escribo sobre un asunto de la mayor importancia. Uno de los cazadores de sombras de mi Instituto, William
Herondale, se halla en camino hacia Cadair Idris mientras escribo. En el trayecto ha descubierto una indicación
inconfundible del paso de la señorita Gray. Adjunto su carta para que la lea, pero estoy segura de que usted estará de
acuerdo en que el paradero de Mortmain resulta evidente y que, a toda prisa, debemos reunir las fuerzas que podamos
y marchar inmediatamente sobre Cadair Idris. En el pasado, el Magíster ha demostrado una remarcable habilidad para
escapar de las redes que le tendemos. Debemos aprovechar la ventaja de este momento y atacar con toda la fuerza y
presteza posible. Espero su pronta respuesta.
Charlotte Branwell


Hacía frío en la habitación. El fuego hacía rato que se había apagado en la chimenea, y el viento en el
exterior aullaba por las esquinas del Instituto y hacía temblar los vidrios de las ventanas. La luz de la
lámpara de la mesilla era tenue, y Tessa temblaba en el sillón junto a la cama, a pesar del chal con el
que se había envuelto los hombros.
En la cama, Jem dormía, con la cabeza sobre la mano. Respiraba justo lo suficiente para mover
levemente las mantas, aunque su rostro estaba tan blanco como la almohada.
Tessa se puso en pie, y el chal se le cayó de los hombros. Llevaba puesto el camisón, igual que el día
que lo había conocido, cuando entró en su dormitorio y lo encontró tocando el violín junto a la
ventana. «¿Will? —había preguntado él—. ¿Will, eres tú?»
Él se removió y murmuró mientras ella se metía en la cama con él, y tapaba a ambos con las mantas.
Ella le cubrió las manos con las suyas y las colocó unidas entre ambos. Cruzó los pies con los de él y
le besó en la fría mejilla, calentándole la piel con el aliento. Lentamente, notó que él se movía junto a
ella, como si su presencia le estuviera retornando a la vida.
Abrió los ojos y miró en los de ella. Eran azules, dolorosamente azules, el azul del cielo donde se
encuentra con el mar .
—¿Tessa? —dijo Will, y ella se dio cuenta de que era Will quien estaba entre sus brazos, Will el que
estaba muriendo, Will exhalando su último aliento, y tenía sangre en la camisa, sobre el corazón, un
mancha roja que se extendía…
Tessa se sentó de golpe en la cama, sin resuello. Por un momento, miró alrededor, desorientada. La
pequeña habitación oscura, la manta mohosa envolviéndola, su ropa mojada y su cuerpo magullado le
parecían ajenos a ella. Entonces, el recuerdo volvió de golpe, y con él, la náusea.
Añoraba el Instituto intensamente, de un modo que nunca había añorado su casa de Nueva York.
Añoraba la voz mandona y cariñosa de Charlotte, el trato comprensivo de Sophie, las cosillas que hacía
Henry, y claro, sin poder evitarlo, añoraba a Jem y a Will. Estaba aterrorizada por su prometido, por su
salud, pero también temía por el otro. La batalla en el patio había sido sangrienta, cruel. Cualquiera de
ellos podía haber resultado herido o muerto. ¿Qué significado tendría su sueño, Jem convirtiéndose en
Will? ¿Estaría Jem enfermo, correría peligro la vida de Will? Rogó en silencio porque no le pasara nada
a ninguno de ellos. «Por favor, prefiero morir antes de que nada malo le ocurra a ninguno de los dos».
Un ruido la sacó de su ensoñación, un repentino roce seco que le produjo un violento escalofrío. Se
quedó inmóvil. Seguramente no habría sido más que una rama rascando contra la ventana. Pero, no; ahí
estaba de nuevo. Un ruido de roce y de arrastre.
Tessa se puso en pie de un salto, aún envuelta en la manta. El terror era como algo material en su
interior. Todos los cuentos que había oído sobre monstruos en los densos bosques parecían pelearse por
conseguir un espacio en su cabeza. Cerró los ojos, respiró hondo y vio a los alargados autómatas en los
escalones del Instituto, sus sombras largas y grotescas, como seres humanos deformados.
Se apretó más la manta sobre los hombros, y los dedos se le cerraron espasmódicamente sobre la tela.
Los autómatas habían ido a por ella en los escalones del Instituto. Pero no eran muy inteligentes;
podían obedecer órdenes sencillas, reconocer a ciertos seres humanos. Aun así, no podían pensar por sí
mismos. Eran máquinas, y a las máquinas se las podía engañar.
La manta estaba hecha de diferentes retales, como si la hubiera cosido una mujer, una mujer que
hubiera vivido en esa casa. Tessa tragó aire y se «introdujo» dentro de la manta, buscando alguna
chispa de su propietaria, la firma de cualquier espíritu que la hubiera creado y poseído. Era como meter
la mano en agua turbia y palpar en busca de un objeto. Después de lo que le pareció una eternidad
buscando, dio con ello: una chispa en la oscuridad, la solidez de una alma.
Se concentró en eso; se envolvió en ello como en la manta. El Cambio ya le resultaba más fácil, menos
doloroso. Vio sus dedos torcerse y cambiar; se convirtieron en las manos gruesas y artríticas de una
anciana. Le aparecieron manchas de edad en la piel, se le encorvó la espalda y el vestido comenzó a
colgarle de su consumido cuerpo. Cuando le cayó el cabello ante los ojos, era blanco.
Oyó de nuevo el ruido de roce. Una voz le resonó en el fondo de la cabeza, la quejumbrosa voz de una
anciana que exigía saber quién estaba en la casa. Tessa caminó torpemente hasta la puerta, falta de
aliento, con el corazón sacudiéndosele dentro del pecho, y fue a la sala.
Durante un instante no vio nada. Tenía los ojos casi opacos, con cataratas: las formas eran borrosas y
distantes. Luego algo se alzó junto a la chimenea, y Tessa tuvo que contener un grito.
Era un autómata. Éste estaba construido para parecer casi humano. Tenía un cuerpo grueso, vestido con
un traje gris, pero los brazos que sobresalían por los puños eran delgados como palos, y acababan en
manos con forma de espátula, y la cabeza que se alzaba por encima del cuello de la camisa era plana y
ovoide. Dos ojos bulbosos se veían en la cabeza, pero la máquina no tenía más rasgos.
—¿Quién eres? —preguntó Tessa con la voz de la anciana, mientras blandía el afilado pincho que había
cogido antes—. ¿Qué estás haciendo en mi casa, monstruo?
La cosa hizo un ruido metálico, como un clic, evidentemente confusa. Un momento después se abrió la
puerta y entró la señora Negro. Iba envuelta en su capa negra; el blanco rostro brillaba bajo la capucha.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó—. ¿Has encontrado…? —Se interrumpió, mirando a Tessa.
—¿Qué está pasando? —inquirió Tessa, y la voz era el quejido de la anciana—. Yo debería preguntarle
eso… entrar en la casa de la gente decente… —Parpadeó, como para dejar claro que no veía muy bien
—. Salga de aquí, y llévese a su amigo con usted. —Pinchó el aire con el objeto que sujetaba («Un
gancho limpiacascos», dijo la voz de la anciana en su cabeza, «se usa para limpiar los cascos de los
caballos, tonta»)—. No encontrarán nada que valga la pena robar.
Por un momento, Tessa pensó que su truco había funcionado. La señora Negro la miró inexpresiva;
luego dio un paso hacia ella.
—No habrá visto a una joven por aquí, ¿verdad? —preguntó la señora Negro—. Bien vestida, cabello
castaño, ojos grises. Parecería perdida. Su gente la está buscando y ofrecen una buena recompensa.
—Vaya una trola, buscar una chica desaparecida. —Tessa intentó sonar lo más malhumorada posible;
no le resultó difícil. Tenía la sensación de que la anciana cuyo rostro portaba había sido irascible— ¡He
dicho que se vayan!
El autómata chirrió. De repente, la señora Negro apretó los labios, como si estuviera conteniendo la
risa.
—Ya veo —dijo—. ¿Puedo decirle que lleva un colgante muy elegante, vieja?
Tessa se llevó la mano al pecho, pero ya era demasiado tarde. El ángel mecánico estaba ahí, claramente
visible, con su sutil tictac.
—Cógela —ordenó la señora Negro con una voz aburrida, y el autómata avanzó para coger a Tessa.
Ésta dejó caer la manta y retrocedió, blandiendo su gancho. Consiguió abrir una larga brecha en el
autómata, pero éste le golpeó en el brazo. La improvisada arma resonó contra el suelo, y Tessa gritó de
dolor justo cuando la puerta se abría y un torrente de autómatas entraban en la estancia, con los brazos  
tendidos hacia ella y las manos metálicas cerrándose sobre su piel. Sabía que la superaban, sabía que no
servía de nada, pero finalmente se permitió gritar.
Will se despertó al notar el sol en la cara. Parpadeó y fue abriendo los ojos lentamente.
Cielo azul.
Se volvió y se estiró agarrotado hasta conseguir sentarse. Estaba en la ladera de una colina verde, cerca
de la carretera que iba de Shrewsbury a Welshpool. No podía ver nada alrededor excepto algunas
granjas  diseminadas  en  la  distancia;  sólo  había  pasado  unas  cuantas  aldeas  pequeñas  durante  su
enloquecida cabalgada desde el Green Man, sin detenerse hasta que había resbalado del lomo de Balios
por el agotamiento y se había golpeado contra el suelo con fuerza suficiente para romperse los huesos.
Medio andando, medio arrastrándose, había dejado que su agotado caballo lo empujara con el morro
fuera de la carretera y a un pequeño hueco en el suelo, donde se había acurrucado y se había dormido,
sin notar la fría llovizna que seguía cayendo.
En algún momento entre entonces y su despertar, el sol se había alzado, y le había secado la ropa y el
cabello, aunque seguía estando sucio, y tenía la camisa cubierta de barro seco y sangre. Se puso en pie
con todo el cuerpo dolorido. La noche anterior no se había molestado en ponerse ningún tipo de runa
curativa. Había vuelto a la posada, dejando una marca de lluvia y barro tras él, sólo para coger sus
cosas; después había regresado a los establos para soltar a  Balios y salir disparado en medio de la
noche. Las heridas que había recibido en su pelea contra la manada de Woolsey aún le dolían, igual que
el golpe que se había propinado al caerse del caballo. Cojeó agarrotado hasta donde  Balios estaba
pastando, cerca de la sombra de un gran roble. Su búsqueda por las alforjas le proporcionó una estela y
un puñado de fruta seca. La primera la empleó para dibujarse runas analgésicas y curativas mientras iba
consumiendo la segunda.
Los acontecimientos de la noche anterior parecían haber quedado muy lejos. Recordaba haber luchado
contra los lobos, el quebrar de huesos y el sabor de su propia sangre, el barro y la lluvia. Recordaba el
dolor de la separación de Jem, aunque ya no lo sentía. En lugar de dolor lo que notaba era vacío. Como
si una gran mano hubiera bajado y hubiera arrancado de su interior todo lo que lo convertía en humano,
dejando sólo una cáscara hueca.
Cuando acabó su desayuno, volvió a meter la estela en la alforja, se quitó la destrozada camisa y se
puso una limpia. Al hacerlo, no pudo evitar mirarse la runa deparabataique tenía en el pecho.
Ya no era negra, sino de un blanco plateado, como una cicatriz antigua. Will oía la voz de Jem en su
cabeza, firme, seria y conocida: «“Y sucedió… que el alma de Jonathan se entrelazó con el alma de
David, y Jonathan lo amó como a su propia alma… Luego, Jonathan y David hicieron un pacto, porque
él lo amaba como a su propia alma.” Eran dos guerreros y sus almas estaban entrelazadas por el Cielo,
y de eso Jonathan Cazador de sombras sacó la idea de losparabatai, e incluyó la ceremonia en la Ley».
Durante años, esa Marca y la presencia de Jem habían sido todo lo que Will había tenido en la vida para
asegurarse de que alguien lo amaba. Todo lo que tenía para saber que era real y existía. Se pasó los
dedos sobre el borde de su desvaída runa deparabatai. Había pensado que lo odiaría, que odiaría la
visión del sol, y se sorprendió al ver que no era así. Se alegraba de que la runa de parabataino se
hubiera desvanecido de su piel. Una Marca que indicaba una pérdida seguía siendo una Marca, un
recuerdo. No se podía perder nada que no se hubiera tenido.
Sacó de la alforja el cuchillo que Jem le había regalado: una hoja estrecha con un mango de plata de
intrincada talla. Bajo la sombra del roble, se cortó en la palma de la mano y observó cómo la sangre
caía al suelo, empapando la tierra. Luego se arrodilló y hundió la hoja en ese suelo ensangrentado.
Arrodillado, vaciló un momento con una mano en la empuñadura.
—James Carstairs —dijo en voz alta, y tragó saliva. Siempre era así; cuando más necesitaba de las
palabras  era  cuando  menos  podía  encontrarlas.  Las  frases  del  juramento  bíblico  de  parabatai le
vinieron a la cabeza: «No me ruegues que te deje, o que regrese cuando te estoy siguiendo, porque a
donde tú vayas, yo iré, y donde tú habites, yo habitaré. Tu gente será mi gente, y tu Dios, mi Dios.  
Donde mueras, yo moriré, y ahí seré enterrado. El Ángel me haga esto, y mucho más, si nada más que
la muerte nos separa a ti y a mí».
Pero no. Eso era lo que se decía cuando se unían, no cuando se rompía la unión. David y Jonathan
también fueron separados por la muerte. Separados pero no divididos.
—Ya te lo había dicho, Jem, que no me dejarías —dijo Will, con la mano ensangrentada en el mango de
la daga—. Y aún estás conmigo. Cuando respire, pensaré en ti, porque sin ti hace años que estaría
muerto. Cuando me despierte y cuando duerma, cuando alce las manos para defenderme o cuando
yazca para morir, tú estarás conmigo. Dices que nacemos una y otra vez. Yo digo que es un río lo que
separa a los muertos de los vivos. Lo que sé es que si nacemos de nuevo, te encontraré en esa otra vida,
y que si hay un río, me esperarás en la orilla a que llegue a ti, para que podamos cruzarlo juntos. —Will
respiró hondo y soltó el cuchillo. Apartó la mano. El corte ya estaba curándose a resultas de la docena
deiratzesque llevaba en la piel—. ¿Me has oído, James Carstairs? Estamos unidos, tú y yo, por encima
de la separación de la muerte, por todas las generaciones que puedan venir. Para siempre.
Se puso en pie y miró el cuchillo. Éste era de Jem, la sangre era suya. Ese punto en el suelo, tanto si
podía volver a encontrarlo como si no, tanto si vivía para intentarlo como si no, sería de los dos.
Fue caminando haciaBalios, hacia Gales y Tessa. No miró atrás.
Para: Charlotte Branwell
De: Cónsul Josiah Wayland Entregada en mano
Mi querida señora Branwell:
No estoy seguro de haber entendido bien su misiva. Parece increíble que una mujer sensata como usted dé tanto
crédito a la simple palabra de un chico tan sabidamente temerario y poco digno de confianza como William Herondale
ha demostrado ser en repetidas ocasiones. Yo no tengo intención de hacerlo. El señor Herondale, como muestra su
propia carta, se ha lanzado a una alocada persecución sin ponerlo previamente en su conocimiento. Es absolutamente
capaz de mentir para beneficiar su causa. No enviaré una fuerza importante de mis cazadores de sombras por el
capricho y la descuidada palabra de un muchacho.
Le ruego que cese sus perentorios gritos de llevarnos a Cadair Idris. Trate de recordar que yo soy el Cónsul. Yo tengo
el mando de los ejércitos de cazadores de sombras, señora, no usted. Concentre mejor sus esfuerzos en tratar de
mantener a raya a sus cazadores de sombras.
Suyo,
Josiah Wayland, Cónsul
—Hay un hombre aquí que desea verla, señora Branwell.
Charlotte miró con cansancio a Sophie, que se hallaba en la puerta. También parecía cansada, como
todos; el inconfundible rastro de las lágrimas bajo los ojos. Charlotte conocía las señales; las había
visto en su propio espejo esa misma mañana.
Se hallaba sentada ante el escritorio del salón, mirando la carta que tenía en la mano. No se había
esperado que al cónsul Wayland le complacieran las noticias, pero tampoco ese claro desdén y esa
rotunda negación. «Yo tengo el mando de los ejércitos de cazadores de sombras, señora, no usted.
Concentre mejor sus esfuerzos en tratar de mantener a raya a sus cazadores de sombras».
«Mantenerlos a raya». Charlotte estaba furiosa. Como si todos fueran niños, y ella nada mejor que su
institutriz o su niñera, haciéndolos desfilar delante del Cónsul recién lavados y vestidos, y ocultándolos
en el cuarto de juegos el resto del tiempo para que no lo molestaran. Eran cazadores de sombras, y ella
también. Y si él no creía que Will fuera de fiar, era un estúpido. Sabía lo de la maldición; ella misma se
lo había explicado. La locura de Will siempre había sido como la de Hamlet, mitad juego y mitad
temeridad, y todo dirigido hacia un fin concreto.
El fuego crepitaba en la chimenea; en el exterior, la lluvia caía a raudales y dibujaba líneas de plata en
los cristales. Esa mañana había pasado ante el dormitorio de Jem, la puerta abierta, la cama sin sábanas,
las posesiones guardadas. Podría haber sido la habitación de cualquiera. Toda prueba de los años que
Jem había pasado allí había desaparecido con el gesto de una mano. Se había apoyado contra la pared
del pasillo, con la frente sudorosa y los ojos ardiendo.
«Raziel, ¿he hecho lo correcto?»
En ese momento, se pasó una mano por los ojos.
—¿Justamente ahora? No será el cónsul Wayland, ¿verdad?
—No, señora. —Sophie negó con la cabeza—. Es Aloysius Starkweather. Dice que es un asunto de la
mayor urgencia.
—¿Aloysius Starkweather? —suspiró la directora. Había días que llevaban un horror tras otro—.
Bueno, entonces, déjalo pasar.
Dobló la carta que había escrito como respuesta al Cónsul, y la acababa de sellar cuando la sirvienta
regresó e hizo pasar a Aloysius Starkweather antes de retirarse. Charlotte no se levantó de la silla.
Starkweather  estaba  más  o  menos  igual  que  la  última  vez  que  lo  había  visto.  Parecía  haberse
calcificado, como si aunque no pudiera rejuvenecer, tampoco pudiera envejecer. Su rostro era un mapa
de arrugas, enmarcado en una barba y un cabello blancos. Tenía la ropa seca; Sophie debía de haberle
colgado el abrigo abajo. El traje que llevaba estaba unos diez años pasado de moda, y él mismo olía
levemente a naftalina.
—Por favor, señor Starkweather, siéntese —dijo Charlotte con toda la cortesía que pudo emplear con
alguien que sabía que no la apreciaba y que había odiado a su padre.
Pero él no se sentó. Se sujetaba las manos a la espalda, y al volverse, mientras recorría con la mirada la
sala, Charlotte vio, con cierta alarma, que tenía uno de los puños de la chaqueta salpicado de sangre.
—Señor Starkweather —dijo Charlotte, y decidió levantarse—. ¿Está usted herido? ¿Debo llamar a los
Hermanos?
—¿Herido? —ladró él—. ¿Y por qué iba a estar herido?
—Su manga —señaló ella.
Él sacó el brazo y se lo miró antes de soltar una seca carcajada.
—No es mi sangre —informó—. Antes he tenido una pelea. Él se ha molestado…
—¿Se ha molestado con qué?
—Con que le cortara todos los dedos y luego le rebanara el cuello —contestó Starkweather, mirándola
a los ojos. Los suyos eran gris negruzco, del color de la piedra.
—Aloysius. —La mujer prescindió de la cortesía—. Los Acuerdos prohíben ataques sin provocación a
los subterráneos.
—¿Sin provocación? Yo diría que éste ha sido provocado. Su gente asesinó a mi nieta. Mi hija casi
murió de pena. La casa de los Starkweather destruida…
—¡Aloysius!  —Charlotte  estaba  seriamente  alarmada—.  Tu  casa  no  está  destruida.  Aún  hay
Starkweather  en  Idris.  No  pretendo  quitar  importancia  a  tu  pena,  porque  algunas  pérdidas  nos
acompañan siempre. —«Jem», pensó, inesperadamente, y el dolor del recuerdo la empujó de nuevo a la
silla. Apoyó los codos sobre la mesa, el rostro entre las manos—. ¿No has visto las runas que hay en la
puerta del Instituto? Para nosotros, éste es un momento de gran pesar…
—¡He  venido  a  decírtelo  porque  es  importante!  —Aloysius  se  encendió—.  Tiene  que  ver  con
Mortmain, y Tessa Grey.
Charlotte bajó las manos.
—¿Qué sabes de ella?
Aloysius se había dado la vuelta. Se quedó mirando el fuego; su larga sombra se proyectaba sobre la
alfombra persa del suelo.
—No soy un hombre que tenga una gran opinión de los Acuerdos —afirmó—. Ya lo sabes; has estado
en el Consejo conmigo. Me criaron para creer que todo lo tocado por demonios era sucio y corrupto.
Que los cazadores de sombras tenían el derecho de sangre de matar a esas criaturas y de quedarse sus
posesiones como botín y tesoro. La sala de botines del Instituto de York quedó a mi cargo, y la mantuve
llena hasta el día en que aprobaron la nueva Ley. —Frunció el cejo.
—Déjame adivinarlo —dijo Charlotte—. No te detuviste ahí.
—Claro que no —replicó el anciano—. ¿Qué son las Leyes de los hombres para los Ángeles? Sé cómo
se deben hacer bien las cosas. Lo hacía sin que se notara mucho, pero no cesé de apoderarme de
botines, o de destruir a los subterráneos que se cruzaban en mi camino. Uno de ésos fue John Shade.
—El padre de Mortmain.
—Los  brujos  no  pueden  tener  hijos  —gruñó  Starkweather—. Algún  humano  que  encontraron  y
entrenaron. Shade le enseñó sus sacrílegos manejos. Se ganó su confianza.
—Sería  raro  que  los  Shade  hubieran  robado  a  Mortmain  a  sus  padres  —consideró  Charlotte—.
Probablemente sería un niño que de otro modo habría muerto en un hospicio.
—Era antinatural. Los brujos no deben criar a hijos humanos. —Aloysius miró las rojas ascuas del
fuego—. Por eso asaltamos la casa de Shade. Lo matamos a él y a su mujer. El chico escapó. El
«príncipe mecánico» de Shade. —Bufó—. Nos llevamos varios objetos suyos de vuelta al Instituto,
pero ninguno de nosotros pudimos encontrarles ni pies ni cabeza. Eso era todo lo que fue: un ataque de
rutina. Todo según el plan. Es decir, hasta que nació mi nieta, Adele.
—Sé que murió en la ceremonia de su primera runa —dijo Charlotte, e inconscientemente se llevó la
mano al vientre—. Lo siento. Es una gran pena tener un niño enfermo…
—¡Ella no nació enferma! —ladró Aloysius—. Fue un bebé sano. Hermosa, con los ojos de mi hijo.
Todo el mundo la adoraba, hasta que una mañana, mi nuera nos despertó al gritar. Insistía en que el
bebé que estaba en la cuna no era su hija, aunque era exactamente igual. Juraba que conocía a su hija, y
que ésa no era. Pensamos que se había vuelto loca. Incluso cuando los ojos del bebé cambiaron de
azules a grises; bueno, eso pasa mucho a los bebés. No fue hasta que tratamos de dibujarle la primera
Marca cuando me di cuenta de que mi nuera había tenido razón. Adele… El dolor le resultó insufrible.
Gritó y gritó, y se retorció. La piel se le quemaba donde la estela la tocaba. Los Hermanos Silenciosos
hicieron todo lo que pudieron, pero a la mañana siguiente estaba muerta.
Aloysius calló y miró el fuego en silencio durante un largo rato, como si le fascinara.
—Mi nuera casi se volvió loca. No podía soportar quedarse en el Instituto. Yo sí lo hice. Sabía que ella
había tenido razón; Adele no era mi nieta. Oí rumores de hadas y otros subterráneos que alardeaban de
haberse vengado de los Starkweather, de haberse llevado uno de sus niños y haberlo reemplazado por
un humano enfermizo. Ninguna de mis investigaciones reveló nada concreto, pero estaba decidido a
descubrir adónde había ido a parar mi nieta. —Se apoyó en la repisa de la chimenea—. Casi me había
dado por vencido cuando Tessa Gray fue a mi Instituto acompañada por dos de tus cazadores de
sombras. Podría haber sido el fantasma de mi nuera, por lo mucho que se le parecía. Pero se decía que
no tenía ninguna sangre de cazador de sombras. Era un misterio, pero uno que investigué.
»El hada que he interrogado hoy me ha dado las últimas piezas del rompecabezas. Cuando era un bebé,
mi nieta fue cambiada por una niña humana a la que raptaron, una criatura enfermiza que murió cuando
se le pusieron las Marcas porque no era nefilim. —La voz se le quebró, una grieta en la piedra—. A mi
nieta la dejaron con una familia humana para que la criase; reemplazaron a su enfermiza Elizabeth,
elegida porque tenía un parecido con Adele, con nuestra niña sana. Ésa fue la venganza de la Corte.
Creían que yo había matado a los suyos, así que mataron a la mía. —Sus ojos eran fríos al mirar a
Charlotte—. Adele, Elizabeth, llegó a ser una mujer en una familia mundana, sin saber lo que era. Y
luego se casó. Con un hombre mundano. Su nombre era Richard. Richard Gray.
—¿Tu nieta —preguntó Charlotte muy despacio— era la madre de Tessa? ¿Elizabeth Gray? ¿La madre
de Tessa era una cazadora de sombras?
—Sí.
—Eso son crímenes, Aloysius. Deberías llevar esto ante el Consejo…
—A ellos no les importa Tessa Gray —replicó él con aspereza—. Pero a ti sí. Y por eso vas a escuchar
mi historia, y por eso tal vez me ayudes.
—Tal vez —repuso Charlotte—, si es lo correcto. Pero aún no entiendo qué tiene que ver Mortmain
con esta historia.
El anciano se movió inquieto.
—Mortmain se enteró de lo que había pasado y decidió que usaría a Elizabeth Gray, una cazadora de
sombras que no sabía que lo era. Creo que Mortmain se ganó a Richard Gray cuando era su empleado
para conseguir acceso a Elizabeth. Creo que a mi nieta la engañó llevándole a un demonio Eidolon con
la forma de su marido, y que lo hizo para que tuviera a Tessa. Ella fue siempre el objetivo. La hija de
una cazadora de sombras y un demonio.
—Pero la descendencia de demonios y cazadores de sombras siempre nace muerta —repuso Charlotte
automáticamente.
—¿Incluso si el cazador de sombras no sabe que lo es? —sugirió Starkweather—. ¿Incluso si no lleva
ninguna runa?
—Yo… —Charlotte cerró la boca. No tenía ni idea de cuál era la respuesta; por lo que sabía, esa
situación jamás se había dado. A los cazadores de sombras los marcaban de niños, tanto a los varones
como a las hembras, a todos.
Pero no a Elizabeth Gray.
—Sé que la chica es una cambiante —continuó Starkweather—. Pero creo que no es por eso por lo que
la quiere. Hay algo más que quiere de ella. Algo que sólo ella puede hacer. Ella es la clave.
—¿La clave de qué?
—Fueron las últimas palabras que me dijo el hada esta tarde. —Miró la sangre que tenía en la manga
—. Dijo: «Ella será nuestra venganza por todas vuestras muertes inútiles. Ella será la ruina de los
nefilim, y Londres arderá, y cuando el Magíster gobierne en todo, no seréis más que ganado en un
cercado». Aunque el Cónsul no quiera ir en busca de Tessa por ti, deberían buscarla para evitar eso.
—Si lo creen —repuso Charlotte.
—Si sale de tus labios, deberán creerlo —afirmó Starkweather—. Si lo digo yo, se reirán de mí
pensando que no soy más que un viejo, como han hecho durante años.
—Oh, Aloysius. Sobrevaloras la confianza que el Cónsul tiene en mí. Dirá que soy una mujer tonta y
crédula. Dirá que el hada te ha mentido; bueno, no pueden mentir, pero sí retorcer la verdad, o repetir lo
que creen que es la verdad.
El anciano apartó la mirada, moviendo la boca.
—Tessa Gray es la clave del plan de Mortmain —aseveró—. No sé cómo, pero lo es. Es en parte
demonio. Recuerdo lo que en el pasado hice a cosas que eran parte demonio o sobrenaturales.
—Tessa no es una cosa —replicó Charlotte—. Es una chica; la han raptado y seguramente está
aterrorizada. ¿No crees que si se me hubiera ocurrido un modo de salvarla, no lo habría hecho ya?
—En el pasado, he actuado mal —reconoció Aloysius—. Quiero hacer esto bien. Mi sangre corre por
las venas de esa chica, incluso si también lo hace la sangre de un demonio. Es mi bisnieta. —Alzó la
barbilla; sus ojos pálidos y acuosos estaban enrojecidos—. Sólo te pido una cosa, Charlotte. Cuando
encuentres a Tessa Gray, y la encontrarás, dile que el nombre de Starkweather le da la bienvenida.
«No me hagas arrepentirme de haber confiado en ti, Gabriel Lightwood».
Gabriel estaba sentado al escritorio de su dormitorio, con la pluma en la mano y papel de carta
extendido ante él. Las lámparas del cuarto no estaban encendidas, y las sombras de los rincones eran
espesas y largas sobre el suelo.
Para: Cónsul Josiah Wayland
De: Gabriel Lightwood
Honorable Cónsul:
Hoy por fin le escribo con las noticias que me pidió. Había esperado que llegaran de Idris, pero la casualidad ha
querido que  su fuente fuera  mucho  más próxima a casa. Hoy, Aloysius Starkweather,  director del Instituto de
Yorkshire, ha visitado a la señora Branwell.
Gabriel dejó la pluma y respiró hondo. Había oído sonar la campanilla del Instituto, y había visto desde
la escalera a Sophie acompañar al anciano por la casa hacia el salón. Después de eso, le había resultado
fácil colocarse en la puerta y escuchar todo lo que se decía en la sala.
Es un viejo enloquecido de pesar, y como tal ha creado una elaborada fantasía en la que se explica a sí mismo su
gran pérdida. Sin duda merece nuestra compasión, pero no que se le tome en serio: las decisiones del Consejo no se
deben basar en las palabras de los poco fiables o los locos.
Las tablas del suelo crujieron; Gabriel alzó la cabeza de golpe. El corazón comenzó a latirle acelerado.
Si era Gideon…, Gideon se horrorizaría al saber lo que estaba haciendo. Todos lo harían. Pensó en la
mirada traicionada que aparecería en el pequeño rostro de Charlotte si lo supiera. En la perpleja rabia
de Henry. Y sobre todo pensó en un par de ojos azules en un rostro con forma de corazón, mirándolo
decepcionados.
«Quizá, Gabriel Lightwood, tenga fe en usted».
Cuando volvió a apoyar la pluma en la carta, lo hizo con tanta ferocidad que la plumilla atravesó el
papel.
Lamento informarle de esto, pero hablaban del Consejo y del Cónsul con una gran falta de respeto. Es evidente
que la señora Branwell se resiente de lo que considera interferencias innecesarias en sus planes. Se enfrentó a las
absurdas afirmaciones de Starkweather, tales como que Mortmain ha hecho criar a demonios dragones y cazadores de
sombras, con total credulidad. Al parecer usted tenía razón, y ella es demasiado terca y fácilmente influenciable para
dirigir un Instituto de forma correcta.
Gabriel se mordió el labio y se obligó a no pensar en Cecily; en vez de eso pensó en Lightwood House;
en la seguridad de su hermano y su hermana. En realidad no estaba haciendo daño a Charlotte. Sólo era
una cuestión de su posición, no de su seguridad. El Consejo no tenía ningún oscuro plan para ella. Sin
duda sería más feliz en Idris, o en alguna casita de campo, vigilando a sus niños correr por la verde
hierba y sin preocuparse constantemente por el destino de los cazadores de sombras.
Aunque la señora Branwell le exhortara a enviar una fuerza de cazadores de sombras a Cadair Idris, cualquiera que
toma la opinión de un loco histérico como la piedra angular de su política carece de la objetividad necesaria para
confiar en ella.
De ser necesario, juraré por la Espada Mortal que todo esto es cierto.
Suyo en nombre de Raziel,
Gabriel Lightwood
StephRG14
StephRG14


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Cazadores de sombras - Página 8 Empty LOS ORÍGENES- PRINCESA MECÁNICA

Mensaje por StephRG14 Dom 07 Jun 2015, 8:55 pm

Capitulo 16
La princesa mecanica 


¡Oh, amor!, que lamentas
la fragilidad de todas las cosas.
¿Por qué eliges la más frágil
para tu cuna, tu casa y tu ataúd?
PERCYBYSSHESHELLEY , «Líneas: Cuando se rompe la lámpara».


Para: Cónsul Josiah Wayland
De: Charlotte Branwell
Querido Cónsul Wayland:
En este mismo momento acabo de recibir unas noticias que son de la mayor importancia, y que me apresuro a
comunicarle. Un informante, cuyo nombre no puedo revelar en este momento, pero del que doy fe de su fiabilidad, me
ha hecho partícipe de ciertos detalles que sugieren que la señorita Gray no es un simple capricho de Mortmain, sino la
clave de su principal objetivo: la destrucción absoluta de todos nosotros.
Mortmain planea construir unos artefactos de un poder mayor de cualquiera de los que hemos visto, y me temo que las
habilidades únicas de la señorita Gray le serán de gran ayuda para llevar a cabo sus intenciones. Ella nunca querría
dañarnos voluntariamente, pero no sabemos qué amenazas puede llevar a cabo Mortmain o a qué indignidades puede
someterla. Es imperativo que se proceda a su rescate inmediatamente, tanto para ayudarla a ella como para salvarnos
nosotros.
A la luz de esta nueva información, de nuevo le imploro que reúna las fuerzas que pueda y marche sobre Cadair Idris.
Suya atentamente, y con auténtico temor, Charlotte Branwell
Tessa se despertó lentamente, como si la conciencia se hallara al final de un largo y oscuro pasillo y
ella caminara hacia él a paso de tortuga, con la mano extendida. Finalmente, lo alcanzó y abrió la
puerta para ver…
Una luz cegadora. Era una luz dorada, no pálida como la luz mágica. Se sentó y miró alrededor.
Se hallaba en una sencilla cama de latón, con un colchoncillo de plumas colocado sobre un segundo
colchón y un pesado edredón encima. La habitación en la que estaba parecía haber sido tallada en una
cueva. Había una cómoda alta y un lavamanos con una jarra azul; también, un armario, con las puertas
lo suficientemente entreabiertas para que Tessa pudiera ver las prendas de ropa colgadas. La estancia
no tenía ventanas, aunque sí una chimenea en la que ardía un alegre fuego. A ambos lados de ella
colgaban retratos.
Bajó de la cama e hizo una mueca cuando tocó la fría piedra con los pies descalzos. Aunque no fue tan
doloroso como se había esperado, dado su agotado estado. Se miró a sí misma y tuvo dos rápidas
sorpresas: la primera fue que no llevaba nada más que una bata de seda negra, que le iba grande; la
segunda, que la mayoría de sus cortes y morados parecían haber desaparecido. Aún se sentía un poco
dolorida, pero la piel, pálida contra la seda negra, no tenía marcas. Se tocó el cabello y notó que lo tenía
limpio y suelto sobre los hombros, no revuelto ni hecho un pegote de barro y sangre.
Eso planteaba la pregunta de quién la habría bañado, curado las heridas y acostado en esa cama. Tessa
no recordaba nada más allá de haberse resistido a los autómatas en la pequeña granja mientras la señora
Negro reía. Finalmente, uno de ellos la había estrangulado hasta que perdió la conciencia y una
misericordiosa oscuridad se la tragó. Aun así, la idea de que la señora Negro la hubiera desnudado y
bañado le resultaba horrible, aunque quizá no tanto como que lo hubiera hecho el propio Mortmain.
La mayor parte del mobiliario de la habitación estaba agrupado en un lado. El otro lado estaba casi
desnudo, aunque podía ver el negro rectángulo de una salida recortado en la pared del fondo. Después
de echar una rápida mirada alrededor, fue hacia allí…
Pero a mitad de camino, algo la detuvo violentamente. Se tambaleó hacia atrás, y se envolvió más en la
bata, con la frente dolorida donde se había golpeado contra alguna cosa. Con cuidado, extendió la mano
y palpó el aire que tenía enfrente.
Y notó una dureza sólida ante ella, como si un cristal perfectamente transparente la separara del otro
lado de la habitación. Apoyó las manos planas sobre él. Podía ser invisible, pero era duro e implacable.
Movió las manos hacia arriba, preguntándose hasta qué altura llegaría…
—Yo no me molestaría —dijo una voz fría y conocida desde la puerta—. La configuración abarca toda
la cueva, de pared a pared y del suelo al techo. Estás completamente encerrada en ella.
Tessa había estado estirándose hacia arriba; al oír la voz, bajó y retrocedió un paso.
Mortmain.
Era exactamente como ella lo recordaba. Un hombre fibroso, no alto, con el rostro curtido y una barba
cuidadamente recortada. Extraordinariamente corriente, excepto por los ojos, tan fríos y grises como
una ventisca de invierno. Llevaba un traje gris claro, no demasiado de vestir, del tipo que un caballero
llevaría una tarde en su club. Los zapatos estaban lustrados hasta brillar.
Tessa no dijo nada, sólo se cerró más aún la bata, que era voluminosa y le ocultaba todo el cuerpo, pero
sin la camisola y el corsé, las medias y el polisón, se sentía desnuda y expuesta.
—No se asuste —continuó Mortmain—. No puede alcanzarme a través del muro, pero yo tampoco a
usted. No sin deshacer el hechizo que lo ha creado, y eso llevaría su tiempo. —Calló un instante—. Me
gustaría que se sintiera más segura.
—Si desea que me sienta segura, debería haberme dejado en el Instituto. —El tono de Tessa era glacial.
El Magíster no dijo nada, sólo inclinó la cabeza y la miró con los ojos entrecerrados, como un marinero
mirando el horizonte.
—Mi pésame por la muerte de su hermano. Nunca quise que eso ocurriera.
Ella notó que la boca se le retorcía en una mueca terrible. Hacía ya dos meses que Nate había muerto
en sus brazos, pero no lo había olvidado, ni perdonado.
—No quiero su compasión. O sus buenos deseos. Usted lo convirtió en un instrumento de sus deseos y
entonces murió. Fue culpa de usted, tanto como si le hubiera disparado en plena calle.
—Supongo que no servirá de mucho decirle que fue él quien vino a buscarme.
—Era sólo un muchacho —replicó Tessa. Quería dejarse caer de rodillas, quería golpear la barrera
invisible con los puños, pero se mantuvo tan tiesa y fría como pudo—. No tenía ni veinte años.
Mortmain metió las manos en los bolsillos.
—¿Sabe cómo fue para mí, cuando era joven? —preguntó, en un tono tan tranquilo como si estuviera
sentado junto a ella en una cena y tuviera que darle conversación.
Tessa recordó las imágenes que había visto en la mente de Aloysius Starkweather.
El hombre era alto y de hombros anchos…, y con una piel tan verdosa como la de un lagarto. Tenía el
cabello negro. El niño que cogía de la mano, en contraste, parecía tan normal como puede ser un
niño: pequeño, de piel rosada y manos regordetas.
Tessa supo el nombre del hombre, porque Starkweather lo sabía.
John Shade.
Shade se subió al niño a hombros mientras de la puerta de la casa surgían varias criaturas extrañas,
como muñecos infantiles articulados, pero de tamaño humano y con la piel de brillante metal. No
tenían rostro. Aunque, curiosamente, estaban vestidas, algunas con el basto mono de trabajo de un
granjero de Yorkshire, otras con sencillos vestidos de muselina. Los autómatas se cogieron de las
manos y comenzaron a girar, como si ejecutaran una danza en un baile de pueblo. El niño reía y
aplaudía.
—Míralo bien, hijo —le indicó el hombre de piel verdosa—, porque algún día gobernaré un reino
mecánico de criaturas así, y tú serás su príncipe.
—Sé que sus padres adoptivos eran brujos —comunicó Tessa—. Sé que le querían. Sé que su padre
inventó las criaturas mecánicas de las que está usted tan enamorado.
—Y sabe lo que les ocurrió.
…una habitación destrozada, ruedas dentadas, levas, engranajes y trozos de metal por todas partes;
fluido goteando tan negro como la sangre, y el hombre de piel verdosa y la mujer de cabello azul
muertos entre las ruinas.
Tessa apartó la mirada.
—Déjeme que le hable de mi infancia —dijo Mortmain—. Padres adoptivos, los llama, pero eran más
mis padres de lo que cualquier cantidad de sangre pudiera certificar. Me criaron con cuidado y amor,
igual que los suyos. —Hizo un gesto hacia la chimenea, y Tessa se dio cuenta con una vaga sorpresa de
que los retratos que colgaban a ambos lados del hogar eran los de sus propios padres: su rubia madre, y
su pensativo padre con los ojos castaños y la corbata torcida—. Y entonces los mataron los cazadores
de sombras. Mi padre quería crear esos hermosos autómatas, esas criaturas mecánicas, como usted las
llama. Soñaban con que fueran las mejores máquinas jamás inventadas, y protegerían a los subterráneos
contra los cazadores de sombras, que de modo rutinario los mataban y les robaban. Usted vio el botín
en el Instituto de Starkweather. —Escupió el nombre—. Vio trozos de mis padres. Starkweather guardó
la sangre de mi madre en un tarro.
Y los restos de los brujos. Manos momificadas con garras, como las de la señora Negro. Una calavera
desnuda,  totalmente  carente  de  carne,  con  aspecto  humano  excepto  porque  tenía  unos  dientes
demasiado afilados. Viales de sangre con aspecto pastoso.
Tessa tragó saliva. «La sangre de mi madre en un tarro». No podía decir que no entendiera su rabia. Y,
sin embargo… pensó en Jem, en sus padres muriendo ante él, en su propia vida destruida y, aun así,
nunca había buscado la venganza.
—Sí, eso fue horrible —afirmó Tessa—. Pero no excusa lo que usted ha hecho.
Un destello de algo en lo profundo de los ojos de Mortmain: ira, controlada rápidamente.
—Déjeme que le diga lo que he hecho —dio él—. He creado un ejército. Un ejército que, cuando la
última pieza del rompecabezas esté en su lugar, será invencible.
—Y la pieza final del rompecabezas…
—Es usted —dijo Mortmain.
—Dice eso una y otra vez y, sin embargo, se niega a explicármelo —replicó Tessa—. Exige mi
cooperación, pero no me cuenta nada. Me ha encerrado aquí, señor, pero no puede obligarme a hablar
con usted o a tener buena disposición, si elijo no dársela…
—Es usted medio cazadora de sombras, medio demonio —explicó Mortmain—. Eso es lo primero que
debe saber.
Tessa, que ya le estaba dando la espalda, se quedó parada.
—Eso no es posible. Los descendientes de cazadores de sombras y demonios nacen muertos.
—Sí, así es —repuso Mortmain—. Así es. La sangre de un cazador de sombras y las runas en el cuerpo
de un cazador de sombras son la muerte para el feto brujo en el vientre. Pero ¡su madre no tenía
Marcas!
—¡Mi madre no era una cazadora de sombras! —Tessa miró desesperada el retrato de Elizabeth Gray
que había sobre la chimenea—. ¿O está usted diciendo que mintió a mi padre, que mintió a todos
durante toda su vida…?
—No lo sabía —contestó Mortmain—. Los cazadores de sombras no lo sabían. No había nadie que
pudiera decírselo. Mi padre construyó el ángel mecánico. Iba a ser un regalo para mi madre. Contiene
en su interior un poco del espíritu de un ángel, algo muy raro, algo que él había llevado consigo desde
las Cruzadas. El propio mecanismo debía estar en sintonía con la vida de mi madre, de forma que
siempre que su vida se viera amenazada, el ángel intervendría para protegerla. No obstante, mi padre
nunca tuvo la oportunidad de terminarlo. Lo asesinaron antes. —Mortmain comenzó a caminar de un
lado a otro—. Es cierto que mis padres no fueron asesinados por un motivo especial. Starkweather y los
de su calaña disfrutaban matando a subterráneos y enriqueciéndose con el botín, y sólo hacía falta la
más mínima excusa para que cayeran sobre ellos. Porque lo que odiaba era a la comunidad de los
subterráneos. Fueron las hadas del campo las que me ayudaron a escapar cuando mataron a mis padres,  
las que me ocultaron hasta que los cazadores de sombras dejaron de buscarme. —Inspiró trémulamente
—. Años después, cuando decidieron vengarse, les ayudé. Los Institutos están protegidos contra la
entrada de subterráneos, pero no contra la de los mundanos, y no, claro, contra los autómatas.
Esbozó una sonrisa terrible.
—Fui yo, con la ayuda de uno de los inventos de mi padre, quien se coló en el Instituto de York y
cambió el bebé en la cuna por uno mundano. La nieta de Starkweather, Adele.
—Adele —murmuró Tessa—. Vi un retrato suyo.
Una niña de largo cabello rubio, con vestido infantil pasado de moda y una gran cinta rodeándole la
cabecita. Tenía el rostro delgado, pálido y enfermizo, pero los ojos eran brillantes.
—Murió cuando le pusieron las primeras runas —explicó Mortmain con deleite—. Murió gritando,
como tantos subterráneos habían muerto antes a manos de los cazadores de sombras. Entonces, mataron
a uno que había llegado a querer. Una adecuada venganza.
Tessa lo miró horrorizada. ¿Cómo podía alguien pensar que la horrible muerte de una niña inocente era
una venganza adecuada? Pensó en Jem de nuevo, en sus suaves manos sobre el violín.
—Elizabeth, su madre, creció sin saber que era una cazadora de sombras. No se le puso ninguna runa.
Seguí su progreso, claro, y cuando se casó con Richard Gray, me aseguré de contratarlo. Creía que el
que su madre no tuviera runas en el cuerpo significaba que podría dar a luz una criatura medio
demonio, medio cazador de sombras, y para probar esa teoría le envié un demonio con la forma de su
padre. No notó la diferencia.
Sólo el vacío que Tessa tenía en el estómago le impidió vomitar.
—¿Hizo… qué… a mi madre? ¿Un demonio? ¿Soy medio demonio?
—Era un Demonio Mayor, si eso le consuela. La mayoría de ellos fueron ángeles en un tiempo. Su
aspecto real era bastante agradable. —Mortmain sonrió de medio lado—. Antes de que su madre se
quedara embarazada, yo había trabajado durante años para acabar el ángel mecánico de mi padre. Lo
acabé, y después de que fuera usted concebida, lo sintonicé con su vida. Mi mayor invención.
—Pero ¿por qué mi madre estaba dispuesta a llevarlo?
—Para salvarla a usted —contestó el Magíster—. Cuando se quedó embarazada, su madre se dio
cuenta de que algo no iba bien. Llevar un feto de brujo no es lo mismo que llevar un feto humano.
Entonces, la visité y le di el ángel mecánico. Le dije que llevarlo salvaría la vida de su bebé. Me creyó.
Yo no le mentía. Es usted inmortal, jovencita, pero no invulnerable. Se la puede matar. El ángel está
sintonizado a su vida; está diseñado para salvarla si está muriendo. Puede que le haya salvado cientos
de veces antes de nacer usted, y la ha salvado desde entonces. Piense en todas las veces que ha estado
cerca de la muerte. Piense en el modo en que el ángel ha intervenido.
Tessa recordó: el modo en que el ángel había volado contra el autómata que la estaba estrangulando, en
que había desviado las afiladas hojas de la criatura que la había atacado en Ravenscar Manor, en que
había evitado que se destrozara contra las rocas del despeñadero.
—Pero no me salva de la tortura, ni de las heridas.
—No. Porque ésas son parte de la naturaleza humana.
—También lo es la muerte —replicó Tessa—. No soy humana, y dejó que las Hermanas Oscuras me
torturaran. Nunca podré perdonarle eso. Incluso si me convenciera de que la muerte de mi hermano fue
por su propia culpa, de que la muerte de Thomas estuvo justificada, de que su odio era razonable, nunca
podré perdonarle eso.
Mortmain alzó una caja que tenía a los pies y la volcó. Se oyó un estrépito metálico cuando un montón
de piezas cayeron de ella: ruedas dentadas, levas, engranajes y otros trozos salpicados de fluido negro,
y al final, rebotando sobre el resto de la basura como la pelota roja de un niño, una cabeza cortada.
La de la señora Negro.
—La he destruido —dijo Mortmain—. Por usted. Deseo mostrarle que soy sincero, señorita Gray.
—¿Sincero en qué? —preguntó Tessa—. ¿Por qué ha hecho todo esto? ¿Por qué me creó?
Los labios de Mortmain le tironearon ligeramente; no era una sonrisa, no de verdad.
—Por dos razones. La primera para que pudiera tener hijos.
—Pero los brujos no…
—No —admitió Mortmain—. Pero usted no es una bruja corriente. En usted, la sangre de los demonios
y la sangre de los ángeles han mantenido su propia lucha en el Cielo, y los ángeles han salido
victoriosos. No es una cazadora de sombras, pero tampoco una bruja. Es algo nuevo, algo totalmente
diferente. Cazadores de sombras —escupió—. Todos los cazadores de sombras y los demonios híbridos
mueren, y los nefilim se enorgullecen de ello, se alegran de que su sangre nunca pueda ensuciarse, de
que su linaje no se mancille con la magia. Pero usted… usted puede hacer magia. Puede tener hijos
como cualquier otra mujer. Aún tardará unos años, cuando alcance su total madurez. Los más grandes
brujos vivos me lo han asegurado. Juntos iniciaremos una nueva raza, con la belleza de los cazadores
de sombras y sin marcas de brujo. Será una raza que acabará con la arrogancia de los cazadores de
sombras al reemplazarlos en esta tierra.
A Tessa le fallaron las piernas. Se desplomó sobre el suelo, con la bata alrededor como un charco de
agua negra.
—¿Quie… quiere usarme para que le dé hijos?
De nuevo, él esbozó una sonrisa maliciosa.
—No soy un hombre sin honor —contestó—. Le ofrezco el matrimonio. Siempre ha sido mi plan. —
Hizo un gesto señalando la triste pila de metal roto y carne que había sido la señora Negro—. Si cuento
con su participación voluntaria, lo preferiré. Y puedo prometerle que trataré así a todos sus enemigos.
«Mis enemigos». Pensó en Nate, su mano cerrándose sobre la de ella mientras moría, sangrando, en su
regazo. Volvió a pensar en Jem, en cómo nunca se había quejado de su destino, sino que se había
enfrentado a él con valentía; pensó en Charlotte, que había llorado la muerte de Jessamine, aunque ésta
la había traicionado, y pensó en Will, que había tendido su corazón para que Jem y ella lo pisaran,
porque les amaba más que a sí mismo.
Había bondad humana en el mundo, pensó; escondida entre deseos y sueños, lamentos y amargura,
resentimiento y poderes, pero la había, aunque Mortmain jamás la vería.
—Usted nunca lo entenderá —dijo ella—. Dice que construye, que inventa, pero yo conozco a un
inventor, Henry Branwell, y usted no se parece en nada a él. Él da vida a las cosas, usted sólo las
destruye. Y ahora me trae otro demonio muerto, como si fueran flores y no más muerte. No tiene
sentimientos, señor Mortmain, ni empatía hacia nadie. Si no lo hubiera sabido ya, me lo habría dejado
absolutamente claro al usar la enfermedad de James Carstairs para obligarme a venir aquí. Aunque se
está muriendo por su culpa, no quería permitirme venir, no pensaba aceptar su yin fen. Así de bien se
comporta la gente.
Vio la mirada en su rostro. Decepción. Aunque sólo la mostró un momento, antes de dar paso a una
mirada astuta.
—¿No le permitía venir? —preguntó—. Así que no me equivoqué al juzgarla; usted lo habría hecho.
Habría venido a mí, aquí, por amor.
—No por amor a usted.
—No —repuso él, pensativo—, no a mí. —Y sacó del bolsillo un objeto que Tessa reconoció al
instante.
Miró al reloj que le tendía él, colgando de la cadena de oro. Se veía que no tenía cuerda. Las
manecillas se habían detenido hacía mucho, como si el tiempo se hubiera quedado congelado a media
noche. Tenía las iniciales J.T.S. grabadas en el reverso en una elegante letra.
—He dicho que la había creado por dos razones —prosiguió él—. Ésta es la segunda. Hay cambiantes
en el mundo: demonios y magos que pueden adoptar la apariencia de otros. Pero sólo usted puede ser
otro. Este reloj era de mi padre. John Thaddeus Shade. Le pido que lo coja y Cambie en mi padre para
que pueda hablar con él una vez más. Si lo hace, enviaré todo el yin fenque tengo en mi posesión, y es
una cantidad considerable, a James Carstairs.
—No lo cogeré —respondió Tessa inmediatamente.
—¿Por qué no? —Su tono era razonable—. Ya no es usted una condición para obtener la droga. Es un
regalo, que le doy voluntariamente. Sería una tontería rechazarlo, y no serviría para nada. Mientras que
si hace esta cosita por mí, podría salvarle la vida. ¿Qué dice a esto, Tessa Gray?
«Will. Will, despierta».
Era la voz de Tessa, inconfundible, e hizo que Will se irguiera al instante sobre la silla. Agarró la crin
deBaliospara equilibrarse y miró alrededor con ojos somnolientos.
Verde, gris, azul. El paisaje del campo galés se extendía ante él. Había pasado por Welshpool y la
frontera entre Gales e Inglaterra en algún momento del amanecer. Recordaba poco del viaje, sólo una
progresión continua y tortuosa de lugares: Norton, Atcham, Emstrey, Weeping Cross, desviarse de
Shrewsbury y finalmente, finalmente, la frontera y las colinas de Gales en la distancia. Bajo la luz del
amanecer,  habían  parecido  fantasmales,  cubiertas  por  una  neblina  que  se  había  ido  disipando
lentamente a medida que el sol se alzaba.
Supuso que estaba en algún lugar cerca de Llangadfan. Era una bonita carretera, sobre una antigua vía
romana, pero estaba casi deshabitada, excepto por alguna que otra granja, y parecía eternamente larga,
más larga que el cielo gris que se extendía en lo alto. En el hotel Cann Office se había obligado a parar
y comer algo, pero sólo un rato. El viaje era lo importante.
Ya en Gales, podía notar cómo el lugar donde había nacido tiraba de su sangre. A pesar de todo lo que
había dicho Cecily, él no había sentido esa conexión hasta ese instante, respirando el aire de Gales,
viendo los colores de Gales: el verde de las colinas, el gris de la pizarra y del cielo, la palidez de las
casas de piedra encaladas, los puntos marfileños de las ovejas entre la hierba. Pinos y robles eran
oscuras esmeraldas en la distancia, en lo alto, pero cerca de la carretera la vegetación era verde grisácea
y ocre.
Al adentrarse en el corazón del país, las onduladas colinas verdes fueron tornándose más inhóspitas, el
camino con mayor pendiente, y el sol comenzó a ponerse tras la cresta de las distantes montañas. Will
supo dónde se encontraba, sabía que había entrado en el Dify Valley, y que las montañas ante él se
alzaban inhóspitas y quebradas. El pico de Car Afron quedaba a su izquierda, un revuelto de pizarra
gris y grava como una telaraña rota. La carretera era empinada y larga, y mientras Will espoleaba a
Baliospara subirla, él se dejó caer en la silla y, contra su voluntad, se quedó dormido. Soñó con Cecily
y Ella corriendo de arriba abajo por colinas no muy diferentes de ésas, llamándolo: «¡Will! ¡Ven a
correr con nosotras, Will!». Y soñó con Tessa, y ella le tendió las manos, y él supo que no podía parar,
no podía detenerse hasta llegar a ella. Aunque ella nunca lo miraba así estando despierto, aunque la
dulzura de su mirada fuera para otra persona. Y a veces, como en ese momento, inconscientemente,
Will metía la mano en el bolsillo y agarraba el colgante de jade.
Algo le golpeó con fuerza desde el costado; soltó el colgante y cayó, dolorosamente, sobre las piedras y
la hierba del borde del camino. Un dolor le subió por el brazo, y rodó hacia un lado justo a tiempo de
evitar queBalioscayera sobre él. Jadeante, tardó unos segundos en darse cuenta de que no los estaban
atacando. El caballo, demasiado agotado para dar otro paso, se había desplomado bajo él.
Will logró ponerse de rodillas y se arrastró hasta su negra montura. Estaba cubierta de sudor y sacaba
espuma por la boca; alzó los ojos tristemente hacia Will cuando éste se le acercó y le rodeó el cuello
con el brazo. Comprobó con alivio que el pulso del caballo era firme y fuerte.
—Balios, Balios—susurró Will, mientras le acariciaba la crin—. Lo siento; no debería haberte forzado
así.
Recordó cuando Henry había comprado los caballos y estaba tratando de decidir cómo llamarlos. Había
sido Will quien le había sugerido los nombres: Balios y Xanthos, como los caballos inmortales de
Aquiles. «Ambos podemos volar tan rápido como Céfiro, que dicen que es el viento más veloz de
todos».
Pero aquellos caballos habían sido inmortales, yBaliosno lo era. Era más fuerte que uno corriente, y
más rápido, pero toda criatura tenía sus límites. Will se tumbó con la cabeza dándole vueltas, y se 
quedó mirando el cielo, que era como una sábana gris tensada, salpicada aquí y allí con restos de nubes
negras.
Una vez, en el breve intervalo entre que se había librado de la «maldición» y se había enterado de que
Jem y Tessa se acababan de prometer, había pensado en llevar a Tessa a Gales y enseñarle los lugares
donde había estado de niño. Había pensado en llevarla hasta Pembrokeshire, en caminar alrededor de
Saint David’s Head y ver allí las flores que crecían en lo alto del acantilado, contemplar el cielo azul
desde Tenbry y buscar conchas en la playa con la marea baja. En ese momento, todo eso le parecían los
distantes sueños de un niño. Sólo existía el camino que llevaba hacia adelante, seguir cabalgando, más
agotamiento, y probablemente la muerte al final de todo ello.
Con otra tranquilizadora palmada al cuello del caballo, Will se puso de rodillas y luego en pie. Se sentía
mareado; cojeó hasta la cresta de la colina y miró hacia abajo.
Ante él se abría un pequeño valle, y en su interior se acurrucaba un minúsculo pueblo de piedra, poco
mayor que una aldea. Will sacó la estela del cinturón y se dibujó una runa de Visión en la muñeca
izquierda. Le dio suficiente poder para ver que el pueblo tenía una plaza y una pequeña iglesia. Sin
duda habría algún tipo de establecimiento público en el que podría descansar durante la noche.
Todo en su interior le gritaba que siguiera adelante, que «acabara con eso»; no podían separarle más de
unos treinta kilómetros de su objetivo, pero seguir significaría matar aBaliosy llegar a Cadair Idris en
un estado en el que no podría pelear. Volvió junto al animal y, con una juiciosa cantidad de insistencia y
puñados de avena, logró que se pusiera en pie. Cogió las riendas con la mano y, mientras miraba hacia
el ocaso, comenzó a guiarlo colina abajo hacia el pueblo.
La silla en la que Tessa se hallaba sentada tenía un respaldo de madera alto y tallado, tachonado con
enormes clavos, cuyos bordes romos le molestaban en la espalda. Ante ella había un amplio escritorio
sobre el que, además de muchos libros, también había una hoja de papel en blanco, un tintero y una
pluma. Junto al papel se hallaba el reloj de bolsillo de John Shade.
A ambos lados de ella había dos enormes autómatas. Poco esfuerzo se había realizado para hacer que se
parecieran a los humanos. Ambos eran casi triangulares, con gruesos brazos que partían de los lados del
cuerpo, y cada brazo acabado en una afilada cuchilla. Daban bastante miedo, pero Tessa no podía evitar
pensar que, si Will estuviera allí, habría comentado que parecían nabos, y quizá habría hecho alguna
canción con ello.
—Coja el reloj —dijo Mortmain—. Y Cambie.
Él estaba sentado frente a ella, en una silla similar, con el mismo respaldo tallado. Se hallaban en otra
habitación de la cueva, adonde la habían llevado los autómatas; la única luz procedía de una enorme
chimenea encendida, donde se podría asar una vaca entera. El rostro de Mortmain quedaba entre las
sombras, con los dedos bajo la barbilla.
Tessa alzó el reloj. Lo notaba pesado y frío en las manos. Cerró los ojos.
Sólo tenía la palabra de Mortmain de que enviaría el yin fen, pero le creía. Después de todo, no tenía
razón para no hacerlo. ¿Qué podía importarle si Jem Carstairs vivía un poco más? Únicamente había
sido una moneda de cambio para atrapar a Tessa, y ahí estaba ella, conyin feno sin él.
Oía la respiración de Mortmain silbarle entre los dientes, y apretó los dedos sobre el reloj. De repente,
pareció palpitar en su mano, del mismo modo que el ángel mecánico hacía algunas veces, como si
tuviera vida propia en su interior. Notó que se le sacudía la mano y, de repente, el Cambio le sobrevino,
sin tener que forzarlo o buscarlo como solía hacer. Un dolor le subió por el brazo, y soltó el reloj. Éste
dio un golpe seco en el escritorio, pero el Cambio era imparable. Se le ensancharon los hombros bajo la
bata, los dedos se le volvieron verdes y el color se le fue extendiendo por el cuerpo como el verdín
sobre el cobre.
La cabeza se le alzó de golpe. Se notaba pesada, como si tuviera encima una carga enorme. Al mirarse,
vio que tenía los musculosos brazos de un hombre, la piel oscura con un tono verde, las manos grandes
y curvadas. Una sensación de pánico se despertó en su interior, pero era sólo una pequeña chispa en
medio de un inmenso golfo de oscuridad. Nunca antes había estado tan perdida dentro de un Cambio.
Mortmain estaba tieso en su asiento. La miraba fijamente, con los labios apretados y los ojos brillando
con una luz oscura.
—Padre —dijo.
Tessa no contestó. No pudo. La voz que salió de su interior no era la suya; era la de Shade.
—Mi príncipe mecánico —repuso Shade.
La luz en los ojos de Mortmain se hizo más intensa. Se inclinó hacia adelante y empujó, impaciente, los
papeles que había sobre la mesa hacia Tessa.
—Padre —repitió—. Necesito tu ayuda, y en seguida. Tengo una Pyxis. Tengo los medios para abrirla.
Tengo los autómatas. Sólo necesito el hechizo que creaste, el hechizo de sujeción. Escríbemelo y tendré
la última pieza del rompecabezas.
La pequeña chispa de pánico estaba creciendo y extendiéndose en el interior de Tessa. No era una
emotiva reunión entre padre e hijo. Ese encuentro era algo que Mortmain quería, que necesitaba del
brujo John Shade. La chica comenzó a resistirse, a tratar de salirse del Cambio, pero éste la sujetó
como con una mano de acero. Nunca desde que las Hermanas Oscuras la habían entrenado había sido
incapaz de salirse de un Cambio, pero aunque John Shade estaba muerto, Tessa notó la voluntad de
acero  del  brujo  sometiéndola,  aprisionándola  en  su  propio  cuerpo  y  obligándolo  a  moverse.
Horrorizada, vio su propia mano coger la pluma, mojar la plumilla en el tintero y comenzar a escribir.
La pluma rascaba el papel. Mortmain se inclinó hacia adelante. Su respiración era jadeante, como si
estuviera corriendo. Tras él, el fuego crepitaba, alto y naranja en la chimenea.
—Eso es —dijo Mortmain, mientras se pasaba la lengua por el labio inferior—. Ya veo cómo podría
funcionar, sí. Por fin. Eso es exactamente.
Tessa miró. Lo que salía de la pluma que ella sujetaba le resultaba un galimatías. De nuevo trató de
resistirse, y sólo consiguió manchar el papel. La mano que sujetaba la pluma temblaba violentamente,
pero los símbolos continuaron fluyendo. Tessa comenzó a morderse el labio, con fuerza, luego con aún
más fuerza. Notó el sabor de sangre en la boca. Un poco de sangre cayó sobre el papel. La pluma
continuó escribiendo por encima y lo embadurnó con el fluido escarlata.
—Eso es —exclamó Mortmain—. Padre…
La plumilla se quebró, con un estruendo como un disparo, que resonó en las paredes de la cueva. La
pluma rota cayó de la mano de Tessa, y ella se desplomó sobre el respaldo de la silla, exhausta. El
verde estaba desapareciendo de su piel, el cuerpo estaba encogiéndosele, su propio cabello castaño le
caía suelto sobre los hombros. Notaba el sabor de la sangre en la boca.
—No —jadeó, y trató de coger los papeles—. No…
Pero el dolor y el Cambio hacían lentos sus movimientos, y Mortmain fue más rápido. Riendo, le quitó
los papeles de debajo de las manos y se puso en pie.
—Muy bien —dijo—. Gracias, mi pequeña brujita. Me has dado todo lo que necesitaba. Autómatas,
escoltad a la señorita Gray a su habitación.
Una mano de metal se cerró sobre el cuello de la bata de Tessa y la hizo ponerse en pie. La cabeza le
daba vueltas, pero llegó a ver a Mortmain cogiendo el reloj de oro, que había caído sobre la mesa.
Él sonrió hacia ella, una sonrisa cruel y animal.
—Haré que te sientas orgulloso de mí, padre —dijo—. No lo dudes nunca.
Tessa, que ya no soportaba mirar, cerró los ojos.
«¿Qué he hecho? —pensó mientras los autómatas la empujaban hacia su habitación—. Dios mío, ¿qué
he hecho?»
StephRG14
StephRG14


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Cazadores de sombras - Página 8 Empty LOS ORÍGENES- PRINCESA MECÁNICA

Mensaje por StephRG14 Dom 07 Jun 2015, 8:58 pm

Capitulo 17
Solo noble ser bueno


Como sea que sea, me parece a mí que es sólo noble ser bueno. Buen corazón mejor que coronitas, y la fe simple
mejor que la sangre normanda.
ALFRED, LORDTENNYSON, «Lady Clara Vere de Vere».

Charlotte tenía la cabeza inclinada sobre una carta cuando Gabriel entró en el salón. Hacía fresco en la
sala; el fuego se había extinguido en la chimenea. El chico se preguntó por qué Sophie no lo habría
alimentado; demasiado tiempo entrenando. Su padre no hubiera tenido paciencia con eso. Le gustaba
que los sirvientes estuvieran entrenados para luchar, pero prefería que adquirieran esos conocimientos
antes de entrar a su servicio.
La directora alzó la mirada.
—Gabriel —dijo.
—¿Querías verme? —Él hizo todo lo que pudo por mantener la voz neutra. No podría evitar sentir que
los oscuros ojos de la mujer podían ver a través de él, como si estuviera hecho de vidrio. La mirada se
le fue hacia el papel que había sobre el escritorio—. ¿Qué es eso?
Ella vaciló un instante.
—Una carta del Cónsul. —Tenía un gesto tenso e infeliz en la boca. Miró el papel de nuevo y suspiró
—. Lo único que siempre he querido era dirigir este Instituto como lo hizo mi padre. Nunca pensé que
pudiera ser tan difícil. Le volveré a escribir, pero… —Se interrumpió, con una sonrisa tensa y falsa—.
Pero no te he llamado para hablarte de mí —dijo—. Gabriel, estos últimos días pareces muy cansado y
tenso. Sé que todos estamos alterados, y me temo que en medio de toda esta preocupación, nos hemos
olvidado de tu… situación.
—¿Mi situación?
—Tu padre —aclaró ella, mientras se alzaba de la silla y se acercaba a él—. Debes de estar de duelo
por él.
—¿Y qué hay de Gideon? —preguntó Gabriel—. También era su padre.
—Gideon ya pasó el duelo por tu padre hace tiempo —contestó ella, y Gabriel se sorprendió al verla
junto a él—. Para ti, debe de ser reciente y doloroso. No quería que pensaras que me había olvidado.
—Después  de  todo  lo  que  ha  pasado  —repuso,  y  comenzó  a  notar  un  nudo  en  la  garganta  de
perplejidad, y de algo más en lo que no quería pensar demasiado—, después de Jem, y Will, y
Jessamine, y Tessa; después de que tu casa se haya quedado reducida casi a la mitad, ¿no quieres que
piense que te has olvidado de mí?
Ella le puso una mano sobre el brazo.
—Todas esas pérdidas no hacen que la tuya sea menos…
—Esto no puede ser así —replicó él—. No puedes querer consolarme. Me pediste que descubriera si
seguía siendo leal a mi padre, o al Instituto…
—Gabriel, no. Nada de eso.
—No puedo darte la respuesta que quieres —planteó—. No puedo olvidar que él se quedó conmigo. Mi
madre murió, y Gideon se marchó, y Tatiana es una tonta inútil, y nunca hubo nadie más, nadie más
que me educara, y yo no tenía nada, sólo a mi padre, los dos solos, y ahora tú, tú y Gideon, esperáis que
le desprecie, pero no puedo. Era mi padre y yo… —Se le quebró la voz.
—Le querías —concluyó Charlotte con dulzura—. ¿Sabes?, recuerdo cuando eras sólo un niño, y
recuerdo a tu madre. También recuerdo a tu hermano, siempre a tu lado. Y la mano de tu padre en tu
hombro. Si sirve de algo, creo que él también te quería.
—No importa. Porque yo maté a mi padre —dijo Gabriel con voz trémula—. Le clavé una flecha en el
ojo, derramé su sangre. Parricidio…
—No fue un parricidio. Ya no era tu padre.
—Si eso no era mi padre, si no acabé con la vida de mi padre, entonces ¿dónde está? —susurró Gabriel
—. ¿Dónde está mi padre? —Y notó que Charlotte lo abrazaba, como haría una madre, y lo sujetaba
mientras él se apoyaba en su hombro, con el sabor de las lágrimas en la garganta, pero incapaz de
derramarlas—. ¿Dónde está mi padre? —repitió, y cuando ella le abrazó más fuerte, él notó su fuerza,
la mano de hierro con que lo sujetaba, y se preguntó cómo había podido pensar alguna vez que esa
mujer era débil.
Para: Charlotte Branwell
De: Cónsul Josiah Wayland
Mi querida señora Branwell:
¿Un informador del que, en este momento, no puede revelar la identidad? Me atrevería a aventurar que no existe tal
informador y que todo esto es de su propia invención, un plan para convencerme de que tiene razón.
Le rogaría que dejara de imitar a un loro, repitiendo sin sentido «Marchen sobre Cadair Idris inmediatamente» a todas
horas del día, y muéstreme en su lugar que está cumpliendo sus obligaciones de directora del Instituto de Londres. De
otro modo, me temo que deberé suponer que no es capaz de cumplir esa función y me veré obligado a relevarla de su
cargo inmediatamente.
Como prueba de su conformidad, debo pedirle que cese de hablar de este asunto por completo, y que no implore a los
miembros del Enclave que se unan a usted en su fútil intento. Si oigo que ha sacado este tema ante cualquier otro
nefilim, lo consideraré una grave desobediencia y actuaré en consecuencia.
Josiah Wayland, Cónsul de la Clave
Sophie le había llevado la carta a Charlotte a la mesa del desayuno. Ésta la había abierto con el cuchillo
de la mantequilla, había roto el sello de Wayland (una herradura con el C de Cónsul abajo), y casi la
rompió en su ansia por leerla.
El resto la observó. Henry con la preocupación patente en su rostro franco y brillante, mientras dos
puntos rojos iban apareciendo lentamente en las mejillas de Charlotte al ir pasando la vista por las
palabras. Los otros permanecieron quietos en sus asientos, sin comer, y Cecily no pudo evitar pensar en
lo raro que era, en cierto sentido, ver a un grupo de hombres pendientes de la reacción de una mujer.
Aunque era un grupo de hombres menor de lo que debería haber sido. La ausencia de Will y Jem era
como una herida abierta, un corte limpio y blanco al que aún no había llegado la sangre, la impresión
todavía demasiado reciente como para sentir el dolor.
—¿Qué ocurre? —preguntó Henry, inquieto—. Charlotte, querida…
Ésta leyó en voz alta las palabras del mensaje con el ritmo carente de emoción de un metrónomo.
Cuando acabó, apartó la carta, sin dejar de mirarla.
—Es que no puedo… —comenzó—. No lo entiendo.
Su marido se había puesto rojo bajo las pecas.
—¿Cómo se atreve a escribirte así? —exclamó, con inesperada ferocidad—. ¿Cómo osa dirigirse a ti de
esa manera, quitar todo valor a tus preocupaciones…?
—Quizá tenga razón. Quizá esté loco. Quizá todos lo estemos —repuso Charlotte.
—¡No lo estamos! —exclamó Cecily, rotunda, y vio que Gabriel la miraba de reojo. Su expresión era
difícil de interpretar. Ya estaba pálido al entrar en el comedor, y casi no había comido ni hablado; sólo
miraba fijamente el mantel como si éste tuviera la respuesta a todas las preguntas del universo—. El
Magíster está en Cadair Idris. Estoy segura.
Gideon fruncía el cejo.
—Te creo —aseveró—. Todos te creemos, pero sin el Cónsul, el asunto no se puede presentar ante el
Consejo, y sin el Consejo, nadie nos puede ayudar.
—El portal está casi listo para usarse —intervino Henry—. Cuando funcione, podremos transportar
tantos cazadores de sombras como necesitemos a Cadair Idris en un momento.
—Pero no habrá cazadores de sombras a los que transportar —replicó su mujer—. Mira, el Cónsul me
prohíbe hablar de este asunto con el Enclave. Su autoridad es superior a la mía. Si contravengo una
orden así… podríamos perder el Instituto.
—¿Y? —preguntó Cecily acalorada—. ¿Acaso te importa más tu puesto que Will o Tessa?
—Señorita Herondale —comenzó Henry, pero Charlotte le hizo callar con un gesto. Parecía muy
cansada.
—No, Cecily, no es eso. Pero el Instituto nos brinda protección. Sin él, nuestra capacidad para ayudar a
Will y a Tessa se ve seriamente cortada. Como directora del Instituto, puedo proporcionarles la ayuda
que me estaría vedada como simple cazadora de sombras…
—No —replicó Gabriel. Había apartado su plato, y gesticulaba con sus finos dedos, tensos y blancos
—. No puedes.
—¿Gabriel? —dijo Gideon en un tono de pregunta.
—No me voy a callar —repuso éste, y se puso en pie, como si pretendiera o bien soltar un discurso o
bien salir corriendo de la mesa. Volvió una mirada angustiada hacia Charlotte—. El día que el Cónsul
vino aquí, cuando se nos llevó a mi hermano y a mí para interrogarnos, nos amenazó hasta que le
prometimos espiar para él.
Charlotte palideció. Henry comenzó a alzarse de la mesa. Gideon alargó la mano pidiendo calma.
—Charlotte —intervino—, no lo hicimos. Nunca le dijimos nada. Al menos, nada que fuera cierto —
corrigió, mirando al resto de los ocupantes de la sala, que lo miraban fijamente a él—. Algunas
mentiras. Pistas falsas. Dejó de preguntarnos después de sólo dos cartas. Se dio cuenta de que no servía
de nada.
—Es cierto, señora —dijo una vocecita desde el rincón de la sala. Sophie. Cecily casi ni se había fijado
que estaba allí, pálida bajo su cofia.
—¡Sophie! —exclamó Henry, totalmente asombrado—. ¿Estabas al corriente de esto?
—Sí, pero… —A la sirvienta le temblaba la voz—. El Cónsul había amenazado a Gideon y a Gabriel
de una forma espantosa, señora Branwell. Les dijo que borraría a los Lightwood de los registros de los
cazadores de sombras, que echaría a Tatiana a la calle. Y, aun así, ellos no le dijeron nada. Cuando él
dejó de preguntarles, pensé que se habría percatado de que no había nada que encontrar y se habría
dado por vencido. Lo siento mucho. Yo sólo…
—Sophie no quería hacerte daño —clamó Gideon desesperado—. Por favor, Charlotte, no culpes a
Sophie de esto.
—No la culpo —contestó Charlotte; sus oscuros ojos se movían rápidamente entre Gideon, Gabriel y
Sophie—. Pero me imagino que la historia no acaba aquí, ¿verdad?
—La verdad es que eso es todo… —comenzó Gideon.
—No —le interrumpió Gabriel—. No lo es. Hermano, cuando te dije que el Cónsul ya no quería que le
informáramos sobre Charlotte, era mentira.
—¿Qué? —Gideon parecía horrorizado.
—Me llevó aparte, el día del ataque al Instituto —explicó Gabriel—. Me dijo que si le ayudaba a
descubrir alguna falta que Charlotte hubiera cometido, nos devolvería la casa de los Lightwood,
devolvería el honor a nuestro nombre, encubriría lo que hizo nuestro padre… —Respiró hondo—. Y le
dije que lo haría.
—¡Gabriel! —rugió Gideon, y hundió el rostro entre las manos. Su hermano parecía a punto de
vomitar, moviéndose inquieto. Cecily no sabía si sentir pena u horror, recordando la noche en la sala de
entrenamiento, cuando le había dicho que tenía fe en que él tomaría las decisiones correctas.
—Por eso parecías tan asustado esta mañana cuando te llamé para hablar contigo —señaló Charlotte,
mirando fijamente a Gabriel—. Pensabas que lo había descubierto.
Henry comenzó a ponerse en pie, su rostro franco y agradable oscurecido por una furia que Cecily no
creía haberle visto nunca.
—Gabriel Lightwood —dijo—, mi esposa ha sido siempre amable contigo, y ¿así se lo pagas?
Charlotte le puso una mano en el brazo para detenerlo.
—Henry, espera —medió ella—. Gabriel. ¿Qué has hecho?
—Escuché tu conversación con Aloysius Starkweather —contestó éste en una voz vacía—. Después
escribí una carta al Cónsul diciéndole que basabas tu petición de marchar sobre Gales en las palabras
de un loco, que eras crédula y demasiado obstinada…
Los ojos de Charlotte parecieron clavarse en Gabriel. Cecily pensó que no querría, nunca en su vida,
ser la receptora de esa mirada.
—La escribiste —dijo ésta—. Pero ¿la enviaste?
Gabriel respiró muy hondo.
—No —contestó, y se metió la mano en la manga. Sacó un papel doblado y lo tiró sobre la mesa.
Cecily lo miró. Estaba manoseado y curvado en las puntas, como si lo hubiera doblado y desdoblado
muchas veces—. No pude hacerlo. No le dije nada en absoluto.
Cecily dejó escapar el aire que no sabía que había estado conteniendo.
Sophie hizo un ruidito; fue hacia Gideon, que parecía estar recuperándose de un puñetazo en el
estómago. Charlotte siguió tan aparentemente tranquila como lo había estado durante todo el rato.
Cogió la carta, la miró y luego la volvió a dejar sobre la mesa.
—¿Por qué no la enviaste? —preguntó.
Gabriel la miró, y ambos compartieron una extraña mirada por un instante.
—Tuve mis razones para reconsiderarlo —respondió.
—¿Por qué no acudiste a mí? —quiso saber Gideon—. Gabriel, eres mi hermano…
—No puedes tomar todas las decisiones por mí, Gideon. A veces, tengo que tomar las mías. Como
cazadores de sombras, se supone que debemos ser altruistas. Morir por los mundanos, por el Ángel, y
sobre todo unos por otros. Ésos son nuestros principios. Charlotte basa su vida en ellos; nuestro padre
nunca lo hizo. Me di cuenta de que me había equivocado al ser leal a mi sangre por encima de nuestros
principios, por encima de todo. Y me di cuenta de que el Cónsul se equivoca con Charlotte. —Gabriel
calló de golpe; tenía los labios apretados formando una línea fina y blanca—. Se equivocaba. —Miró a
Charlotte—. No puedo borrar lo que he hecho en el pasado, o lo que estuve pensando hacer. Sé que no
puedo compensarte por mis dudas sobre tu autoridad o por mi ingratitud. Lo único que puedo hacer es
decirte lo que sé: que no puedes esperar una aprobación del cónsul Wayland que nunca llegará. Él
nunca marchará sobre Cadair Idris por ti, Charlotte. No quiere aceptar ningún plan que tenga tu sello de
autoridad. Desea echarte del Instituto. Reemplazarte.
—Pero fue él quien me puso aquí —replicó ella—. Él me apoyó…
—Porque pensó que serías débil —explicó Gabriel—. Porque cree que las mujeres son débiles y fáciles
de manipular, pero tú has demostrado que no lo eres, y le has estropeado todos sus planes. No sólo
quiere desacreditarte; necesita hacerlo. Fue muy claro conmigo al decirme que si no podía descubrir
nada que pudiera relacionarte con cualquier falta, me daba permiso para inventarme cualquier mentira
que te condenara. Mientras fuera una convincente.
Charlotte apretó los labios.
—Entonces, nunca ha tenido fe en mí —susurró—. Nunca.
Henry le apretó el brazo.
—Pero debería haberla tenido —afirmó—. Te ha infravalorado, y eso no es ninguna tragedia. Que
hayas demostrado ser mejor, más inteligente y más fuerte de lo que cualquiera se esperaba, Charlotte…
es un triunfo.
La mujer tragó saliva, y Cecily se preguntó, sólo un momento, cómo sería tener a alguien que la mirara
como Henry miraba a Charlotte, como si fuera una maravilla de la naturaleza.
—¿Qué hago ahora?
—Lo que consideres mejor, querida —contestó su marido.
—Tú eres la líder del Enclave, y del Instituto —dijo Gabriel—. Tenemos fe en ti, aunque no la tenga el
Cónsul. —Agachó la cabeza—. Tienes toda mi lealtad de hoy en adelante. Si te sirve de algo.
—Me sirve de mucho —repuso Charlotte, y había algo en su voz, una tranquila autoridad que hizo que
Cecily tuviera ganas de levantarse y proclamar su propia lealtad, sólo para ganarse el bálsamo de la
aprobación de esa mujer. Cecily no podía imaginar sentir eso por el Cónsul.
«Y por eso el Cónsul la odia —pensó—. Porque es una mujer y, sin embargo, sabe cómo ganarse la
lealtad de un modo que él nunca podría».
—Actuaremos como si el Cónsul no existiera —continuó Charlotte—. Si está decidido a apartarme de
mi puesto aquí, entonces no tengo nada que proteger. Es simplemente cuestión de hacer lo que debemos
hacer antes de que tenga la oportunidad de detenernos. Henry, ¿cuánto tardarás en poner a punto tu
invento?
—Mañana —respondió el aludido al instante—. Trabajaré toda la noche…
—Será la primera vez que se usa —señaló Gideon—. ¿No resulta un poco arriesgado?
—No tenemos otro modo de llegar a Gales a tiempo —contestó Charlotte—. En cuanto envíe mi
mensaje, tendremos muy poco tiempo antes de que llegue el Cónsul para echarme de mi cargo.
—¿Qué mensaje? —preguntó Cecily, perpleja.
—Voy a enviar un mensaje a todos los miembros de la Clave —reveló Charlotte—. Ahora mismo. Y no
del Enclave, sino de la Clave.
—Pero sólo el Cónsul tiene el poder… —comenzó Henry, pero en seguida cerró la boca—. Ah.
—Les explicaré la situación tal y como es, y les pediré su ayuda —continuó la directora—. No estoy
segura de qué respuesta podemos esperar, pero seguramente algunos nos apoyarán.
—Yo os apoyaré —afirmó Cecily.
—Y yo, claro —aseveró Gabriel. Su expresión era resignada, nerviosa, pensativa, decidida. A Cecily
nunca le había gustado más.
—Y yo —se sumó Gideon—, aunque… —su mirada, al pasar sobre su hermano, era de preocupación
—, sólo seis de nosotros, y uno casi sin entrenamiento, contra la fuerza que ha reunido Mortmain… —
Por un lado Cecily se sintió muy complacida de que la contara como a uno de ellos, pero le molestó
que dijera que casi no tenía entrenamiento—. Podría ser una misión suicida.
Se oyó de nuevo la suave voz de Sophie:
—Quizá sólo tengan seis cazadores de sombras de su parte, pero al menos tienen nueve luchadores. Yo
también tengo entrenamiento, y me gustaría luchar con ustedes. Lo mismo digo por Bridget y Cyril.
Charlotte pareció entre complacida y sorprendida.
—Pero, Sophie, sólo has comenzado tu entrenamiento…
—Llevo más tiempo entrenando que la señorita Herondale —replicó la chica.
—Cecily es una cazadora de sombras…
—La señorita Collins tiene un talento natural —intervino Gideon. Habló despacio, con el conflicto que
sentía visible en el rostro. No quería a Sophie en la lucha, en medio del peligro, sin embargo, no iba a
mentir  respecto  a  sus  habilidades—.  Deberíais  permitirle Ascender  y  convertirse  en  cazadora  de
sombras.
—Gideon… —comenzó Sophie, sorprendida, pero Charlotte ya le estaba clavando una penetrante
mirada.
—¿Es eso lo que quieres, Sophie, querida? ¿Ascender?
Ésta tartamudeó.
—Yo… es… es lo que siempre he querido, señora Branwell, pero no si eso significa dejar su servicio.
Ha sido tan buena conmigo que no quiero pagarle abandonándola…
—Tonterías —exclamó Charlotte—. Puedo encontrar otra doncella, pero no puedo encontrar otra
Sophie. Si ser una cazadora de sombras es lo que quieres, mi niña, ojalá me lo hubieras dicho. Podría
haber ido al Consejo antes de estar a malas con ellos. De todas formas, cuando volvamos…
Se interrumpió, y Cecily oyó la frase bajo las palabras: «Si volvemos».
—Cuando volvamos, te presentaré para la Ascensión.
—Y yo también hablaré en su favor —se ofreció Gideon—. Después de todo, tengo el lugar de mi
padre en el Consejo; sus amigos me escucharán, aún deben lealtad a mi familia, y además, ¿cómo, si
no, podríamos casarnos?
—¿Qué? —exclamó Gabriel con un brusco movimiento que lanzó el plato más cercano al suelo, donde
se hizo añicos.
—¿Casarse? —preguntó Henry—. ¿Te vas a casar con los amigos de tu padre en el Consejo? ¿Con
cuál?
Gideon se había puesto de un color verdoso; era evidente que no había pretendido que se le escapara
eso, y que no sabía qué hacer. Estaba mirando a Sophie aterrorizado, pero no parecía que ella pudiera
ayudarle demasiado. Parecía tan perpleja como un pez que se encontrara de repente en tierra.
Cecily se puso en pie y dejó caer la servilleta en el plato.
—Muy bien —dijo, haciendo todo lo posible para imitar el tono autoritario que empleaba su madre
cuando necesitaba que se hiciera algo en la casa—. Todo el mundo fuera de aquí.
Charlotte, Henry y Gideon comenzaron a levantarse. Cecily alzó las manos.
—Tú no, Gideon Lightwood —dijo—. ¡La verdad! Pero tú —señaló a Gabriel—, deja de mirar así. Y
ven. —Lo cogió por la chaqueta y lo sacó medio a rastras del comedor, con Henry y Charlotte
pisándoles los talones.
El momento en que salieron del comedor, Charlotte se fue directa hacia el salón con el propósito que
había anunciado de preparar un mensaje para la Clave, con Henry a su lado. (Se detuvo en la esquina
del pasillo para mirar a Gabriel con una mueca divertida en el rostro, pero Cecily sospechó que él no la
llegó a ver). De todos modos, Cecily dejó de pensar en ella rápidamente. Estaba demasiado ocupada en
poner la oreja contra la puerta del comedor para oír lo que pasaba dentro.
Gabriel, después de un momento, se apoyó en la pared junto a la puerta. Estaba pálido y sonrojado por
igual, con las pupilas dilatadas por la sorpresa.
—No debería hacer eso —dijo finalmente—. Escuchar conversaciones ajenas es un comportamiento
muy incorrecto, señorita Herondale.
—Es su hermano —susurró Cecily, con la oreja sobre la puerta. Oía murmullos en el interior, pero nada
definitivo—. Me imaginaba que querría saber qué pasa.
Él se pasó las manos por el cabello y exhaló como alguien que hubiera estado corriendo una larga
distancia. Entonces, se volvió hacia ella y sacó una estela del bolsillo del chaleco. Se dibujó una runa
en la muñeca, luego colocó la mano plana sobre la puerta.
—La verdad es que sí.
La mirada de Cecily fue de la mano de Gabriel a su pensativa expresión.
—¿Los puede oír? —preguntó ella—. ¡Oh, eso no es justo!
—Todo es muy romántico —comenzó Gabriel, y luego frunció el cejo—. O lo sería, si mi hermano
pudiera decir una palabra sin sonar como una rana afónica. Me temo que no pasará a la historia como
uno de los grandes cortejadores de mujeres.
Cecily cruzó los brazos, irritada.
—No sé por qué se pone usted tan difícil —se lamentó—. ¿O le molesta que su hermano quiera casarse
con una criada?
La expresión con la que la miró Gabriel fue feroz, y de repente la muchacha lamentó haberle tomado el
pelo después de lo que acababa de pasar.
—No se me ocurre nada que pueda hacer Gideon peor de lo que hizo mi padre. Al menos, le gustan las
mujeres humanas.
Y, sin embargo, era tan difícil no tomarle el pelo… Era tan pesado…
—Eso no es decir mucho de una gran mujer como Sophie.
Gabriel parecía estar a punto de replicarle con algún comentario cortante, pero luego lo pensó mejor.
—No quería decir eso. Es una gran chica y será una buena cazadora de sombras cuando Ascienda.
Honrará nuestra familia, y el Ángel sabe que lo necesitamos.
—Pues yo creo que usted también honrará a su familia —apuntó Cecily a media voz—. Lo que acaba
de hacer, lo que le ha confesado a Charlotte… hace falta valor.
Él se quedó parado durante un segundo. Luego le tendió la mano.
—Cójame la mano —dijo—. Así también podrá oír lo que pasa en el comedor, a través de mí, si quiere.
Tras un momento de vacilación, Cecily le cogió la mano a Gabriel. La notó cálida y áspera en la suya.
Notaba el movimiento de la sangre bajo la piel, extrañamente reconfortante, y sí, a través de él, como si
tuviera la oreja contra la puerta, podía oír el murmullo bajo de las palabras: la voz suave y vacilante de
Gideon con la delicada de Sophie. Cecily cerró los ojos y escuchó.
—¡Oh! —exclamó Sophie débilmente mientras se sentaba en una de las sillas—. ¡Oh, Dios!
No podía evitar sentarse; notaba las piernas como de mantequilla. Gideon, mientras tanto, estaba junto
al aparador, con expresión de pánico. Tenía el rubio cabello muy alborotado, como si se hubiera estado
pasando las manos por él.
—Mi querida señorita Collins —comenzó.
—Esto es… —habló ella al mismo tiempo—. Yo no… Eso es de lo más inesperado.
—¿Lo  es?  —Gideon  se  alejó  del  aparador  y  se  apoyó  en  la  mesa;  llevaba  la  camisa  un  poco
arremangada, y Sophie se encontró mirándole las muñecas, cubiertas de un fino vello rubio y señaladas
con los blancos recuerdos de las Marcas—. Sin duda habrá sido capaz de ver el respeto y el aprecio que
siento por usted. La admiración.
—Bueno —repuso Sophie—. Admiración. —Consiguió que sonara como algo muy poco importante.
Gideon se sonrojó.
—Mi querida señorita Collins —comenzó de nuevo—. Es cierto que lo que siento por usted va mucho
más allá de la admiración. Yo lo describiría como el afecto más ardiente. Su bondad, su belleza, la
generosidad de su corazón; todo esto me ha confundido, y es sólo a eso a lo que puedo achacar mi
comportamiento de esta mañana. No sé qué me ha ocurrido, para expresar en voz alta los deseos más
cercanos a mi corazón. Por favor, no se sienta obligada a aceptar mi petición sólo porque ha sido hecha
en público. Cualquier incomodidad que genere este asunto debe ser y será para mí.
Sophie lo miró. El color le iba y venía de las mejillas, mostrando su clara agitación.
—Pero usted no me lo ha pedido.
Gideon pareció sobresaltarse.
—Yo… ¿Qué?
—Usted no me ha pedido matrimonio —repuso Sophie con ecuanimidad—. Usted ha anunciado a
todos los presentes su intención de casarse conmigo, pero eso no es una petición. Eso es sólo una
afirmación. Una petición será cuando me lo pregunte a mí.
—Bueno, eso sí que es poner a mi hermano en su lugar —dijo Gabriel, que parecía encantado de esa
manera que los hermanos pequeños disfrutan cuando sus hermanos o hermanas reciben un chasco.
—¡Oh, silencio! —susurró Cecily, apretándole la mano con fuerza—. ¡Quiero oír lo que dice el señor
Lightwood!
—Muy bien —repuso Gideon, del mismo modo decidido (y ligeramente aterrorizado) que tendría san
Jorge partiendo para enfrentarse al dragón—. Entonces será una petición.
Sophie le siguió con la mirada mientras él cruzaba el comedor y se arrodillaba ante ella. La vida era
algo incierto, y había algunos momentos que se deseaban recordar, grabar en la memoria para poder
recuperarlos más tarde, como una flor guardada entre las páginas de un libro, para poder admirar y
rememorar de nuevo.
Sophie  sabía  que  no  querría  olvidar  la  forma  en  que  Gideon  le  cogió  la  mano  con  las  suyas
temblorosas, o el modo en que se mordisqueó el labio antes de hablar.
—Mi querida señorita Collins —comenzó otra vez—, perdóneme por mi inadecuado arrebato. Es
sencillamente que siento tal… tal intensa estimación… no, no estimación, adoración, por usted que
creo que debe brillar en mí en todos los momentos del día. Desde que llegué a esta casa, cada día que
ha pasado me he ido sintiendo más cautivado por su belleza, su valor y su nobleza. Sería un honor que 
nunca llegaré a merecer, pero al que aspiro con todas mis fuerzas, si usted aceptara ser mía… es decir,
si usted consintiera convertirse en mi esposa.
—¡Dios! —exclamó Sophie, sorprendida más allá de todo límite—. ¿Ha estado usted practicando eso?
Gideon parpadeó.
—Le aseguro que ha sido totalmente espontáneo.
—Bueno, pues ha sido maravilloso. —Sophie le apretó las manos—. Y sí. Sí, te amo, y sí, me casaré
contigo, Gideon.
Una brillante sonrisa iluminó el rostro del mayor de los Lightwood, y los sorprendió a ambos alzándose
y besándola en la boca. Ella le tomó el rostro entre las manos mientras se besaban; él sabía levemente a
hojas de té, y sus labios eran suaves, y el beso totalmente dulce. Sophie flotó en él, en el prisma de ese
instante, sintiéndose segura del resto del mundo.
Hasta que la voz de Bridget, que llegaba lúgubre desde la cocina, irrumpió en su felicidad.
Se casaron un martes y el viernes estaban muertos y los enterraron juntos ante la iglesia oh, mi
amor, y los enterraron juntos ante la iglesia.
Sophie se apartó de Gideon a regañadientes, se puso en pie y se sacudió el vestido.
—Por favor, perdóneme, mi querido señor Lightwood…, quiero decir, Gideon, pero debo ir a matar a la
cocinera. Regresaré en seguida.
—¡Oooh! —susurró Cecily emocionada—. ¡Eso ha sido tan romántico…!
Gabriel apartó la mano de la puerta y le sonrió. Su rostro cambiaba al sonreír: todas las marcadas líneas
se suavizaban, y los ojos pasaban de ser del color del hierro al de las hojas verdes bajo el sol del
verano.
—¿Está llorando, señorita Herondale?
Ella parpadeó con las pestañas húmedas, y de repente se dio cuenta de que seguía teniendo la mano
bajo la de él; podía notarle el firme pulso en la muñeca. Él se inclinó hacia ella, y Cecily captó el olor
matutino de él: té y jabón de afeitar…
Se apartó rápidamente al mismo tiempo que le soltaba la mano.
—Gracias por permitirme escuchar —dijo—. Debo… tengo que ir a la biblioteca. Hay algo que he de
hacer antes de mañana.
Él arrugó el rostro, confuso.
—Cecily…
Pero ella ya se alejaba apresuradamente por el pasillo sin mirar atrás.
Para: Edmund y Branwen Herondale
Ravenscar Manor
West Riding, Yorkshire
Queridos mamá y papá:
He comenzado esta carta muchas veces, pero nunca he llegado a enviarla. Al principio era por la culpa. Sabía que me
había comportado como una niña caprichosa y desobediente al dejaros, y no podía enfrentarme a la prueba de mi mal
comportamiento en forma de palabras sobre una página.
Después fue la añoranza. Os echaba mucho de menos a los dos. Añoraba las colinas verdes que se alzan desde la casa,
y el brezo tan lila en verano, y a mamá cantando en el jardín. Aquí hacía frío, todo negro, marrón y gris; niebla como
sopa de guisantes y aire asfixiante. Pensé que moriría de soledad, pero ¿cómo podía contaros eso? A fin de cuentas,
era lo que yo había elegido.
Y luego vino la pena. Había planeado venir aquí y llevarme a Will de vuelta conmigo, hacerle ver cuál era su
obligación y regresar con él a casa. Pero Will tiene sus propias ideas sobre la obligación y el honor, y las promesas
que ha hecho. Y llegué a ver que no podía llevar alguien a casa cuando ya estaba en casa. Y no sabía cómo explicaros
eso.
Y luego fue la felicidad. Eso os puede parecer muy extraño, como me lo pareció a mí, pero no era capaz de regresar a
casa porque aquí me sentía satisfecha. Mientras me entrenaba para ser una cazadora de sombras, noté que la sangre
me tiraba hacia aquí, la misma sensación de la que mamá siempre hablaba cuando, volviendo de Welshpool, veíamos
ya Dyfi Valley. Con un cuchillo serafín en la mano, soy más que Cecily Herondale, la pequeña de tres hermanos, la  
hija de unos buenos padres, que algún día haría un buen matrimonio y traería hijos al mundo. Soy Cecily Herondale,
cazadora de sombras, y la mía es una posición elevada y gloriosa.
«Gloria». Una palabra tan rara, algo que se supone que las mujeres no deben desear, pero ¿acaso no es nuestra reina
triunfante? ¿No llamaron a la reina Bess, Gloriana?
Pero ¿cómo podía explicaros que he elegido la gloria por encima de la paz? ¿Una paz tan cara que, para poder
ofrecérmela, dejasteis la Clave? ¿Cómo podía deciros que era feliz como cazadora de sombras sin causaros una gran
infelicidad? Ésta es la vida de la que os apartasteis, la vida de cuyos peligros quisisteis protegernos a Will, a Ella y a
mí. ¿Qué podía deciros que no os partiera el corazón?
Ahora… ahora es la comprensión. He llegado a darme cuenta de lo que significa amar a alguien más que a ti mismo.
Me doy cuenta ahora de que todo lo que siempre quisisteis no era que os quisiera, sino que fuera feliz. Y me
permitisteis, nos permitisteis, elegir. Veo a los que han crecido en la Clave, y los que nunca pudieron elegir lo que
querían ser, y os agradezco lo que hicisteis. Haber elegido esta vida es muy diferente que haber nacido en ella. La vida
de Jessamine Lovelace me lo ha enseñado.
En cuanto a Will, y lo de llevarlo a casa: lo sé, mamá, temías que los cazadores de sombras le arrebataran todo el amor
a tu dulce muchacho. Pero lo aman y ama. No ha cambiado. Y también os ama, igual que yo. Recordadme, porque yo
siempre os recordaré.
Vuestra amante hija, Cecily
Para: Miembros de la Clave de los nefilim
De: Charlotte Branwell
Mis queridos hermanos y hermanas en armas:
Es mi triste deber relataros a todos que, a pesar de que he presentado al cónsul Wayland pruebas irrefutables,
proporcionadas por uno de mis cazadores de sombras, de que Mortmain, la peor amenaza a la que los nefilim se han
enfrentado en nuestro tiempo, reside en Cadair Iris, en Gales, nuestro apreciado Cónsul ha decidido misteriosamente
no hacer caso de mi información. Yo considero que conocer la localización de nuestro enemigo y tener la oportunidad
de hacer fracasar sus planes para destruirnos es de la mayor importancia.
Por un medio que me ha proporcionado mi esposo, el reputado inventor Henry Branwell, los cazadores de sombras a
mi disposición en el Instituto de Londres vamos a proceder a trasladarnos con la mayor urgencia a Cadair Idris, donde
arriesgaremos la vida tratando de detener a Mortmain. Lamento mucho dejar el Instituto sin protección, pero si el
cónsul Wayland es capaz de iniciar algún tipo de acción, se le agradecerá que envíe guardias para defender un edificio
desierto. Sólo somos nueve, tres de los cuales ni siquiera son cazadores de sombras, sino valientes mundanos
entrenados por nosotros en el Instituto, que se han ofrecido voluntarios para luchar a nuestro lado. No puedo decir que
tengamos muchas esperanzas de éxito, pero creo que debemos intentarlo.
Es evidente que no puedo obligar a nada a ninguno de vosotros. Como el cónsul Wayland se ha encargado de
recordarme, en mi posición, no puedo dar órdenes a las fuerzas de los cazadores de sombras, pero me sentiría muy
agradecida si los que estáis de acuerdo conmigo en que hay que luchar contra Mortmain, y hay que luchar ya,
acudierais al Instituto de Londres mañana al mediodía para prestarnos vuestra ayuda.
Sinceramente vuestra,
Charlotte Branwell, directora del Instituto de Londres.
StephRG14
StephRG14


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Cazadores de sombras - Página 8 Empty LOS ORÍGENES- PRINCESA MECÁNICA

Mensaje por StephRG14 Dom 07 Jun 2015, 9:00 pm

Capitulo 18
Solo por esto


Sólo por esto sobre la muerte descargo la rabia que almacena mi corazón; ha separado tanto nuestras vidas que ya no
nos oímos hablar.
ALFRED, LORDTENNYSON,In Memoriam A. H. H.

Tessa se hallaba al borde de un precipicio en un lugar que desconocía. Las colinas eran verdes, y
caían bruscamente formando acantilados que desembocaban en un mar azul. Las gaviotas volaban y
graznaban sobre ella. Un sendero gris serpenteaba por el borde del acantilado. Ante ella, en el
sendero, se hallaba Will.
Llevaba un traje de combate negro, y sobre él un largo abrigo de jinete, con el bajo salpicado de
barro, como si hubiera recorrido un largo camino a pie. No llevaba guantes, y el viento marino le
había revuelto el oscuro cabello. El viento también le alzaba el cabello a Tessa, y llevaba el olor a sal
y salmuera, a cosas mojadas que crecían en la orilla del mar, un olor que le recordaba a su travesía
por mar en elMain.
—Will —llamó. Había algo tan solitario en su aspecto, como Tristán observando el mar de Irlanda en
espera del barco que le devolvería a Isolda. Will no se volvió al oírla, sólo alzó los brazos, el abrigo
agitándose al viento ante él como alas.
El temor inundó el corazón de Tessa. Isolda había llegado en busca de Tristán, pero había sido
demasiado tarde. Él había muerto de pena.
—Will —llamó de nuevo.
Él dio un paso adelante, hacia el vacío. Ella corrió hasta el borde y miró hacia abajo, pero no había
nada, sólo una profunda agua de color gris azul y espuma blanca. La marea parecía llevarle la voz de
Will con cada ola. «Despierta, Tessa. Despierta».
—Despierte, señorita Gray. ¡Señorita Gray!
Tessa se incorporó sobresaltada. Se había quedado dormida en la silla que había junto a la chimenea de
su pequeña prisión; una áspera manta blanca la cubría, aunque ella no recordaba haberla cogido. La
habitación ardía con la luz de las antorchas y el fuego estaba reducido a brasas. Era imposible saber si
era de día o de noche.
Mortmain estaba ante ella, y junto a él había un autómata. Era uno de los más humanoides que Tessa
había visto. Incluso estaba vestido, cosa que no era frecuente, con una túnica militar y pantalones. La
ropa hacía que la cabeza que se alzaba sobre el tieso cuello fuera aún más inquietante, con sus rasgos
demasiado finos y el cráneo metálico sin pelo. Y los ojos, que Tessa sabía que eran de vidrio y cristal,
con los iris rojos bajo la luz del hogar, se clavaban en ella de una manera…
—Tiene frío —dijo Mortmain.
Tessa dejó escapar el aire, y el aliento le salió como una nubecilla blanca.
—El calor de su hospitalidad deja mucho que desear —replicó ella.
Él sonrió, con los labios apretados.
—Muy ocurrente. —Mortmain llevaba un pesado abrigo de astracán sobre el traje gris, siempre el
auténtico hombre de negocios—. Señorita Gray, no la despierto porque sí. He venido porque deseo que
vea lo que su amable ayuda con los recuerdos de mi padre me ha permitido lograr. —Hizo un orgulloso
gesto hacia el autómata que tenía al lado.
—¿Otro autómata? —preguntó Tessa sin interés.
—Qué descortesía por mi parte. —Mortmain miró un instante a la criatura—. Preséntate.
Ésta abrió la boca; Tessa captó un destello de latón.
—Soy Armaros —dijo—. Durante mil millones de años he cabalgado los vientos de los grandes
abismos entre los mundos. Luché contra Jonathan Cazador de Sombras en las llanuras de Brocelind.
Durante mil años más permanecí atrapado en la Pyxis. Ahora mi amo me ha liberado, y yo le sirvo.
Tessa se puso en pie, y la manta se le resbaló hasta los pies sin que se diera cuenta. El autómata la
observaba. Sus ojos… sus ojos estaban cargados de una oscura inteligencia, una conciencia que ningún
androide de los muchos que había visto antes había poseído.
—¿Qué es? —preguntó en un susurro.
—Un cuerpo de autómata animado por el espíritu de un demonio. Los subterráneos ya tenían modos de
capturar las energías demoníacas y emplearlas. Yo las había usado ya para alimentar a los demonios
mecánicos que usted ha ido viendo. Pero Armaros y sus hermanos son diferentes. Son demonios con el
caparazón de los autómatas. Pueden pensar y razonar. No es fácil ser más listo que ellos. Y cuesta
mucho matarlos.
Armaros se pasó un brazo ante el cuerpo. Tessa notó que se movía con fluidez, sin los movimientos
sincopados de las criaturas que había visto antes. Se movía como una persona. Desenfundó la espada
que le colgaba al costado y se la entregó al Magíster. La hoja estaba cubierta con las runas con las que
Tessa se había familiarizado durante los últimos meses, las runas que decoraban las hojas de las armas
de los cazadores de sombras. Las runas que eran letales para los demonios. Amaros casi ni debería
poder mirar esa hoja, mucho menos sujetarla.
Se le hizo un nudo en el estómago. El demonio le entregó la espada a Mortmain, que la cogió con la
precisión de los largos años como oficial naval. Blandió la espada, la lanzó hacia adelante y la hundió
en el pecho del demonio.
Se  oyó  un  ruido  como  de  metal  al  romperse. Tessa  estaba  acostumbrada  a  ver  a  los  autómatas
desmoronarse cuando se les atacaba, o soltar fluido negro, o tambalearse. Pero éste se mantuvo en pie,
sin pestañear ni moverse, como un lagarto al sol. Mortmain retorció el puño salvajemente, luego
arrancó la espada.
La hoja del arma se deshizo como cenizas, como un leño consumido por el fuego.
—¿Ve? —dijo Mortmain—. Son un ejército diseñado para destruir a los cazadores de sombras.
Armaros era el único autómata al que Tessa había visto sonreír; si siquiera sabía que sus caras tuvieran
la capacidad de cumplir tal propósito.
—Han destruido a muchos de los míos —expuso el demonio—, será un placer para mí matarlos a
todos.
Tessa tragó saliva con fuerza, pero trató de que el Magíster no lo viera. Éste iba pasando la mirada de
ella al demonio autómata, y le resultó difícil decidir a quién parecía más encantado de ver. Tuvo ganas
de gritar, de tirarse sobre él y arañarle el rostro. Pero el muro invisible se alzaba entre ellos, con un leve
resplandor, y supo que no podría llegar a él.
«Oh, pero va a ser más que su prometida, señorita Gray —le había dicho la señora Negro—. Será la
ruina de los nefilim. Por eso la crearon».
—No podrás acabar con los cazadores de sombras tan fácilmente —replicó ella—. Los he visto hacer
pedazos a tus autómatas. Quizá no puedan derribarlos con sus armas con runas, pero cualquier buena
hoja puede atravesar el metal y cortar cables.
Mortmain se encogió de hombros.
—Los cazadores de sombras no están acostumbrados a luchar contra criaturas con las que sus armas
con runas son inútiles. Los hará más lentos. Y hay incontables autómatas de éstos. Será como tratar de
detener la marea. —Inclinó la cabeza hacia un lado—. ¿Ve ahora el genio de lo que he inventado? Pero
debo agradecérselo a usted, señorita Gray, por esa última pieza del rompecabezas. Pensaba que quizá
hasta usted… admiraría… lo que hemos creado juntos.
¿Admirar? Ella lo miró a los ojos buscando algo de burla, pero sólo encontró una pregunta sincera,
curiosidad mezclada con frialdad. Tessa pensó en el largo tiempo que debía de haber pasado desde que
otro ser humano lo elogiara, y respiró hondo.
—Sin duda es usted un gran inventor —reconoció finalmente.
Mortmain sonrió satisfecho.
Tessa notaba la mirada del demonio mecánico sobre ella, su tensión y disposición a la lucha, pero
notaba aún más a Mortmain. El corazón le golpeaba con fuerza dentro del pecho. Parecía estar, igual
que en su sueño, al borde de un precipicio. Hablar al Magíster así era arriesgado, y podía acabar
cayendo o volando. Pero debía correr ese riesgo.
—Ya veo por qué me ha traído aquí —continuó—. Y no es sólo debido a los secretos de su padre.
Vio rabia en los ojos de su captor, pero también cierta confusión. Tessa no se estaba comportando como
él esperaba.
—¿Qué quiere decir?
—Se siente usted solo —contestó ella—. Se ha rodeado de criaturas que no son reales. Que no viven.
Vemos nuestra propia alma en los ojos de los demás. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que vio usted
que tenía alma?
Mortmain entrecerró los ojos.
—Tenía alma. Se consumió por aquello a lo que he dedicado mi vida: la búsqueda de la justicia y la
compensación.
—No busque venganza y la llame justicia.
El demonio soltó una risita cargada de desdén, como si estuviera viendo los juegos de un gatito.
—¿Va a dejar que le hable así, amo? —preguntó—. Le puedo cortar la lengua, si así lo desea,
silenciarla para siempre.
—No serviría de nada mutilarla. Tiene poderes que tú desconoces —respondió Mortmain, sin apartar
los ojos de Tessa—. En China hay un viejo proverbio, quizá usted lo conozca por su querido prometido;
dice: «Un hombre no puede vivir bajo el mismo cielo que el asesino de su padre». Yo borraré a los
cazadores de sombras bajo este cielo; no seguirán viviendo en la Tierra. No trate de apelar a lo mejor de
mí, Tessa, porque no existe.
La chica no pudo evitarlo: pensó enHistoria de dos ciudades, cuando Lucy Manette trataba de apelar a
lo mejor de Sydney Carton. Siempre había pensado en Will como Sydney, consumido por la culpa y la
desesperación a pesar de lo que sabe, a pesar de sus propios deseos. Pero Will era un buen hombre, un
hombre mucho mejor de lo que Carton hubiera sido nunca. Y Mortmain casi ni era un hombre. No era a
lo mejor de él a lo que ella apelaba sino a su vanidad: todos los hombres pensaban de sí mismos que
eran buenos en el fondo; nadie querría ser un villano. Tessa respiró hondo.
—Sin duda eso no es así; seguro que podría usted volver a ser bueno y noble. Ha hecho lo que se había
propuesto hacer. Le ha dado la vida y la inteligencia a esos… a esos Artefactos Infernales suyos. Ha
creado aquello que puede destruir a los cazadores de sombras. Toda su vida ha buscado justicia porque
creía que los cazadores de sombras eran corruptos y crueles. Ahora, si frena la mano, conseguirá una
gran victoria. Mostrará que es mejor que ellos.
Tessa escrutó el rostro de Mortmain con la mirada. ¿Seguro que había cierta vacilación? Sin duda los
finos labios temblaban casi inapreciablemente. ¿Era cierto que se vislumbraba la tensión de la duda en
sus hombros?
El Magíster esbozó una tensa sonrisa.
—Entonces ¿usted cree que puedo ser un hombre mejor? Y si hiciera lo que usted dice y frenara mi
mano,  ¿me hará creer que usted  se quedaría  conmigo por  admiración, que  no regresará  con los
cazadores de sombras?
—Pues claro, señor Mortmain. Lo juro. —Tessa tragó para calmar la amargura que sentía en la
garganta. Si tenía que quedarse con Mortmain para salvar a Will y a Jem, para salvar a Charlotte, a
Henry y a Sophie, entonces lo haría—. Creo que puede recuperar lo mejor de usted mismo; creo que
todos podemos.
Los finos labios de Mortmain se elevaron en las comisuras.
—Ya es por la tarde, señorita Gray. No he querido despertarla antes. Venga conmigo, fuera de la
montaña. Venga a ver el trabajo de este día, porque hay algo que deseo mostrarle.
Un dedo helado le recorrió la espalda a Tessa. Se irguió.
—¿Y qué es?
La sonrisa de Mortmain se hizo más amplia.
—Lo que he estado esperando.
Para: Cónsul Josiah Wayland
De: Inquisidor Victor Whitelaw
Josiah:
Perdona mi informalidad, pero te escribo con prisas. Estoy seguro de que ésta no será la única carta que recibas sobre
el tema; de hecho, posiblemente no sea ni la primera. Yo mismo ya he recibido muchas. Todas tocan la misma
cuestión que me inquieta: ¿es correcta la información de Charlotte Branwell? Porque en tal caso, me parece que es
mucho más que probable que el Magíster esté ciertamente en Gales. Sé que dudas de la veracidad de William
Herondale, pero ambos conocimos a su padre. Una alma precipitada y demasiado guiada por sus pasiones, pero
resultaría imposible encontrar un hombre más honesto. No creo que el joven Herondale sea un embustero.
De todos modos, como resultado del mensaje de Charlotte, la Clave está sumida en el caos. Insisto en que debemos
reunir al Consejo para tratar el tema inmediatamente. De no hacerlo, la confianza de los cazadores de sombras en su
Cónsul y su Inquisidor resultará irreparablemente dañada. Dejo en tus manos el anuncio de la reunión, pero esto no es
una petición. Envía la llamada al Consejo, o dimitiré de mi cargo y haré saber el porqué.
Victor Whitelaw
A Will le despertaron los gritos.
Sus años de entrenamiento se hicieron patentes al instante: estaba en el suelo en posición de ataque
incluso antes de estar del todo despierto. Miró alrededor y vio que en la pequeña habitación de la
posada sólo se hallaba él, y los muebles (una estrecha cama y una sencilla mesa, casi invisible entre las
sombras) seguían donde siempre.
De nuevo se oyeron gritos, más fuertes. Provenían del exterior de la ventana. Will se puso en pie, cruzó
la habitación sin hacer ruido y apartó ligeramente una de las cortinas para mirar afuera.
Casi ni recordaba haber llegado a ese pueblo, guiando a Balios por las riendas, y éste caminando
despacio por el agotamiento. Un pequeño pueblo galés, como cualquier otro pequeño pueblo galés, sin
nada especial. Había encontrado con facilidad la posada y había entregado a  Balios al cuidado del
mozo de establo, pidiendo que lo cepillaran y le dieran de comer una papilla caliente de salvado para
revivirlo. Que hablara galés pareció tranquilizar al posadero, y de inmediato lo habían acompañado a
una habitación privada, donde se había desplomado sobre la cama, totalmente vestido, y había dormido
sin sueños.
Una brillante luna estaba en lo alto; su posición indicaba que aún no era tarde. Una neblina gris parecía
colgar sobre el pueblo. Por un momento, Will pensó que era niebla, pero luego, al inhalar, se dio cuenta
de que se trataba de humo. Manchas de un rojo brillante se alzaban entre las casas del pueblo.
Entrecerró los ojos. Entre las sombras, distinguió siluetas que corrían de un lado a otro. Más gritos; un
destello que sólo podía ser de una cuchilla…
En menos de un segundo, ya salía por la puerta con las botas a medio atar, cuchillo serafín en mano.
Bajó a toda prisa la escalera y entró en la sala principal de la posada. Estaba oscura y fría; no había
fuego en la chimenea, y varias ventanas estaban rotas, dejando entrar el frío aire de la noche. Los
vidrios cubrían el suelo como trozos de hielo. La puerta estaba abierta, y mientras Will la cruzaba, vio
que los goznes superiores estaban fuera de sitio, como si alguien hubiera tratado de arrancarla…
Salió afuera y rodeó la posada, hacia donde se hallaban los establos. El olor a humo era allí más
intenso. Will corrió hacia adelante…, y tropezó con un cuerpo que yacía en el suelo. Se dejó caer de
rodillas. Era el mozo del establo, con el cuello rebanado; el suelo bajo él estaba empapado en sangre.
Tenía los ojos abiertos, mirando a la nada, y la piel ya fría. Will se tragó la bilis y se incorporó.
Fue mecánicamente hacia los establos, mientras en su cabeza barajaba con rapidez las posibilidades.
¿Un ataque de demonios? ¿O había caído en medio de algo no sobrenatural, alguna riña entre gentes
del pueblo, o Dios sabría qué? Nadie parecía estarle buscando a él en concreto, eso resultaba evidente.
Oyó los inquietos relinchos de Balios al entrar en el establo. Éste parecía intacto, desde el techo
enyesado hasta el suelo de adoquines atravesado por pequeños canales de drenaje. No había otros  
caballos allí esa noche, lo que era una suerte, porque en el momento en que le abrió el compartimento,
Balios salió a toda prisa, casi arrollándolo. Will sólo tuvo tiempo de tirarse a un lado mientras el
caballo pasaba a toda prisa junto a él y salía por la puerta.
—¡Balios! —Will renegó, y salió tras su montura, corriendo por el costado de la posada hasta la calle
principal del pueblo.
Se quedó de piedra. La calle era un caos. Había cadáveres por el suelo, tirados a ambos márgenes de la
carretera como si fueran basura. Casas con las puertas arrancadas, las ventanas rotas. La gente corría de
un lado a otro entre las sombras desordenadamente, gritando y llamándose unos a otros. Varias casas
ardían. Mientras Will contemplaba horrorizado el panorama, vio a una familia salir por la puerta de una
de ellas en llamas; el padre en camisón, tosiendo y ahogándose; una mujer detrás cogía de la mano a
una niña pequeña.
Casi ni había salido a la calle cuando unas formas emergieron de entre las sombras. La luz de la luna
destelló sobre el metal.
Autómatas.
Se movían con fluidez, sin sacudidas ni tambaleos. Iban vestidos; una mezcla de uniformes militares,
algunos que Will reconoció, otros no. Pero los rostros eran de metal liso, como las manos, que
sujetaban espadas de larga hoja. Había tres; uno, con una rasgada túnica militar roja, fue por delante,
riendo (¿riendo?) mientras el padre de la familia trataba de poner a su esposa y a su hija tras él, y
avanzaban tambaleantes sobre los ensangrentados adoquines de la calle.
Todo  acabó  en  un  instante,  demasiado  rápido  incluso  para Will.  Un  destello  de  espadas,  y  tres
cadáveres más se unieron a los montones de las calles.
—Eso es —dijo el autómata de la túnica—. Quemar las casas y hacer salir a las ratas con el humo.
Matadlos mientras corren… —Alzó la cabeza y pareció ver al chico. Incluso a través del espacio que
los separaba, éste notó la intensidad de esa mirada.
Entonces alzó su cuchillo serafín.
—Nakir .
La brillante hoja se encendió e iluminó la calle, un rayo de luz blanca entre las llamas rojas. A través de
la sangre y el fuego, Will vio al autómata de la túnica roja ir hacia él. En la mano izquierda enarbolaba
una larga espada. La mano era de metal, articulada; se curvaba sobre la empuñadura de la espada como
una mano humana.
—Nefilim —habló la criatura, mientras se detenía a un metro escaso de él—. No esperaba a los de tu
especie aquí.
—Evidentemente —repuso Will. Dio un paso y le clavó el cuchillo serafín en el pecho.
Se oyó un tenue chisporroteo, como de beicon friéndose en una sartén. Mientras el autómata se miraba
el pecho tranquilamente,Nakirse deshacía en cenizas, y dejaba a Will agarrando un mango vacío.
El autómata soltó una risita y lo miró. Sus ojos estaban cargados de vida e inteligencia. Y Will supo,
mientras se le caía el corazón a los pies, que estaba viendo algo que nunca antes había visto: no sólo
una criatura que podía convertir en cenizas un cuchillo serafín, sino una clase de máquina que tenía la
voluntad, la inteligencia y la estrategia suficientes para quemar un pueblo hasta los cimientos y para
matar a sus habitantes mientras huían.
—Y ahora ya ves —dijo el demonio, porque eso era, ante Will—. Nefilim, todos estos años nos habéis
expulsado  de  este  mundo  con  vuestras  armas  con  runas. Ahora  tenemos  cuerpos  en  los  que  no
funcionan vuestras armas, y este mundo será nuestro.
El cazador de sombras tragó aire cuando el demonio alzó la larga espada. Dio un paso atrás… La
espada subió y bajó… La esquivó, justo cuando algo se lanzó a su lado desde la carretera, algo grande
y negro, que se alzó, coceó y tiró al autómata al suelo.
Balios.
Will alzó la mano, buscando a tientas la crin del caballo. El demonio se levantó del barro y saltó hacia
él, con la espada en alto, justo cuandoBaliossalía disparado y Will saltaba a su lomo. Galoparon por 
las calles, el chico agachado sobre su montura, con el viento tirándole del cabello y secando la
humedad de su rostro; una humedad que no sabía si era de lágrimas o de sangre.
Tessa estaba sentada en el suelo de la fortaleza de Mortmain, mirando el fuego.
Las  llamas  jugaban  sobre  sus  manos  y  sobre  el  vestido  azul  que  llevaba.  Unas  y  otro  estaban
manchados de sangre. No sabía cómo había pasado; tenía la piel de la muñeca rasgada, y recordaba
vagamente que el autómata la había cogido por ahí, rasgándole la piel con sus afilados dedos de metal
mientras ella trataba de escaparse.
No podía quitarse de la cabeza las imágenes que la poblaban: los recuerdos de la destrucción del pueblo
del valle. La habían llevado allí con los ojos vendados, en brazos del autómata, que la había depositado
sin ceremonias sobre un grupo de rocas grises desde donde se veía directamente el pueblo.
—Mire —le había dicho Mortmain, sin mirarla, sólo disfrutando—, mire, señorita Gray, y luego
hábleme de redención.
Tessa estaba aprisionada; un autómata la cogía por detrás y le tapaba la boca con la mano. Mortmain
murmuraba por lo bajo las cosas que le haría si se atrevía a apartar la mirada. Tuvo que contemplar
impotente cómo los autómatas marchaban sobre el pueblo, matando a hombres y a mujeres inocentes
por  las  calles.  La  luna  se  había  alzado  teñida  de  rojo  mientras  el  ejército  mecánico  había  ido
incendiando metódicamente una casa tras otra, y masacrando a las familias cuando salían de ellas en
medio de la confusión y el terror.
Y Mortmain reía.
—Ya lo ve —había dicho—. Esas criaturas, esas creaciones, son capaces de pensar, razonar y planear.
Como los humanos. Y, sin embargo, son indestructibles. Mire, allí, a ese estúpido con una escopeta.
Tessa no había querido mirar, pero no había tenido elección. Había visto, seria y con los ojos secos, a
un hombre en la distancia que alzaba una escopeta para defenderse. El disparo había tirado a algunos
autómatas al suelo, pero no los había inutilizado. Habían seguido avanzando hacia él, le habían
arrebatado la escopeta de las manos y lo habían perseguido por la calle.
Después lo habían despedazado.
—Demonios —había murmurado Mortmain—. Son salvajes y les encanta la destrucción.
—Por favor —le rogó Tessa con voz ahogada—. Por favor, ya basta, ya basta. Haré lo que desee, pero,
por favor, deje el pueblo.
Mortmain soltó una risa seca.
—Las criaturas mecánicas no tienen corazón, señorita Gray —aseveró—. No tienen piedad, no más que
la que tiene el fuego o el agua. Es lo mismo que si pidiera a una riada o a un incendio que cesara su
destrucción.
—No se lo estoy rogando a ellos —dijo ella. Con el rabillo del ojo le pareció ver un caballo negro
galopando por las calles del pueblo, con un jinete a la espalda. Rezó por que fuera alguien que escapaba
de la carnicería—. Se lo ruego a usted.
Él volvió los fríos ojos hacia ella, tan vacíos como el cielo.
—Tampoco hay piedad en mi corazón. Usted ha apelado, tediosamente, a lo mejor de mí. La he traído
aquí para mostrarle la futilidad de tal acto. No tengo nada mejor en mí a lo que apelar; hace años que se
consumió.
—Pero yo he hecho lo que me pidió —replicó ella desesperada—. Esto es innecesario, no por mí…
—Esto no es por usted —repuso él y apartó la mirada de ella—. Tenía que probar los autómatas antes
de  enviarlos  a  luchar.  Esto  es  simple  ciencia. Ahora  tienen  inteligencia.  Estrategia.  Nada  puede
detenerlos.
—Entonces, se volverán contra usted.
—No lo harán. Sus vidas están unidas a la mía. Si yo muero, ellos se destruyen. Deben protegerme para
mantenerse. —Su mirada era fría y lejana—. Ya basta. La he traído aquí para mostrarle que soy lo que
soy, y que usted lo aceptará. Su ángel mecánico le protege la vida, pero la vida de otros inocentes está  
en mis manos… en sus manos. No me pruebe, y no habrá un segundo pueblo. No quiero oír más
tediosas protestas.
«Su ángel mecánico le protege la vida». En ese momento, ante la chimenea, Tessa cubrió su ángel con
la mano, y notó el familiar tictac bajo los dedos. Cerró los ojos, pero las terribles imágenes seguían
vivas en ellos. Vio a los nefilim huyendo de los autómatas como habían hecho los habitantes del
pueblo; a Jem destrozado por los monstruos de relojería; a Will atravesado por cuchillas de metal.
Henry y Charlotte ardiendo…
Apretó la mano salvajemente alrededor del ángel, se lo arrancó del cuello y lo tiró al irregular suelo de
piedra justo cuando un leño caía en el fuego y se alzaba una columna de chispas. Con esa iluminación
se vio la palma de la mano izquierda, se vio la cicatriz de la quemadura con la que se había castigado el
día que le había dicho a Will que estaba prometida a Jem.
Como entonces, su mano fue hacia el atizador. Lo alzó y notó su peso. El fuego estaba más alto. Vio el
mundo a través del dorado resplandor mientas alzaba el atizador y lo descargaba sobre el ángel
mecánico.
Aunque el atizador era de hierro, saltó hecho polvo de metal, una nube de brillantes filamentos que
cayeron al suelo y cubrieron el ángel mecánico, que permanecía intacto sobre el suelo ante las rodillas
de Tessa.
Y luego el ángel comenzó a moverse y a cambiar. Las alas temblaron, y los cerrados párpados se
abrieron mostrando trocitos de cuarzo blanquecino. De ellos salieron rayos de una luz blancuzca. Como
en los dibujos de la estrella sobre Belén, la luz se alzó y se alzó, radiando picas de luz. Lentamente
comenzaron a cobrar forma, la forma de un ángel.
Era una mancha de una luz tan brillante que resultaba difícil mirarlo directamente. Tessa vio, entre la
luz, la tenue silueta de algo parecido a un hombre. Vio ojos que no tenían iris ni pupila; trozos de cristal
insertados que relucían bajo la luz del fuego. Las alas del ángel eran amplias, y se le abrían desde los
hombros, cada pluma acabada en radiante metal. Tenía las manos sobre el pomo de una elegante
espada.
Los ojos vacíos y resplandecientes la miraron.
¿Por qué tratas de destruirme? Su voz era dulce, y resonaba dentro de su cabeza como música. Yo te
protejo.
De repente, Tessa  pensó en Jem,  apoyado  en  las almohadas  de  la  cama, con el rostro  pálido y
reluciente. «Hay más en la vida que vivir».
—No es a ti a quien busco destruir, sino a mí misma.
¿Y por qué harías eso? La vida es un regalo.
—Trato de hacer lo correcto —contestó Tessa—. Al mantenerme con vida, estás permitiendo que exista
una gran maldad.
Maldad. La voz musical era pensativa.Llevo tanto tiempo en mi cárcel mecánica que he olvidado el
bien y el mal.
—¿Cárcel mecánica? —susurró Tessa—. ¿Y cómo se puede encarcelar a un ángel?
Fue John Thaddeus Shade quien me encarceló. Atrapó mi alma en un hechizo y la encerró en este
cuerpo mecánico.
—Como una Pyxis —comentó Tessa—. Sólo que reteniendo a un ángel en vez de a un demonio.
Soy un ángel de lo divino, explicó el ángel, flotando ante ella. Soy hermano de los Sijil, Kurabi y los
Zurah, los Fravashis y Dakinis.
—Y… ¿es ésta tu auténtica forma? ¿Es éste tu aspecto?
Aquí sólo ves una fracción de lo que soy. En mi auténtica forma, soy la gloria mortal. Mía era la
libertad del Cielo, antes de ser atrapado y ligado a ti.
—Lo siento —murmuró Tessa.
Tú no eres la culpable. Tú no me encarcelaste. Nuestros espíritus están ligados, eso es cierto, pero
incluso cuando ya te protegía en el vientre de tu madre, sabía que a ti no podía culparte.
—Mi ángel de la guarda.
Pocos pueden decir que tienen un ángel que los guarda sólo a ellos. Tú sí.
—Yo no quiero tenerte —repuso Tessa—. Quiero morir a mi manera, no que Mortmain me obligue a
vivir.
No puedo dejarte morir . La voz del ángel estaba cargada de pesar. A Tessa le recordó el violín de Jem,
interpretando la música de su vida.Es mi encomienda.
Tessa alzó la cabeza. La luz del fuego atravesaba el ángel como el sol un cristal, y proyectaba un color
radiante contra las paredes de la cueva. Eso no era ningún artefacto maligno; eso era bondad, retorcida
y sometida a la voluntad de Mortmain, pero de naturaleza divina.
—Cuando eras un ángel —preguntó—, ¿qué nombre tenías?
Mi nombre, contestó el ángel,era Ithuriel.
—Ithuriel —susurró Tessa, y tendió la mano hacia el ángel, como si pudiera tocarlo, consolarlo de
algún modo. Pero sus dedos sólo encontraron el vacío. El ángel destelló y se desvaneció, dejando sólo
un brillo, una estrella fugaz de luz en los ojos de la chica.
Una ola gélida la cubrió, y la chica se incorporó de golpe, con los ojos muy abiertos. Estaba medio
tumbada sobre el frío suelo de piedra delante de un fuego casi extinguido. La sala estaba oscura, apenas
iluminada por las ascuas rojizas de la chimenea. El atizador estaba donde antes. Se llevó la mano al
cuello, y tocó el ángel mecánico.
«Un sueño». A Tessa se le cayó el corazón a los pies. Todo había sido un sueño. No había ángel que la
hubiera bañado en luz. Sólo estaban esa fría estancia, la oscuridad invasora y el ángel mecánico, que
marcaba con su tictac los minutos hasta el fin de todo en el mundo.
Will se hallaba en lo alto de Cadair Idris, con las riendas del caballo en la mano.
Mientras cabalgaba hacia Dolgellau, había visto la enorme pared de Cadair Idris sobre el estuario de
Mawddach, y se había quedado sin aliento; había llegado. Había subido a esa montaña antes, de niño,
con su padre, y esos recuerdos siguieron con él mientras abandonaba la carretera de Dina Mawddey y
galopaba hacia la montaña a lomos deBalios, que aún parecía estar huyendo de las llamas del pueblo
que habían dejado atrás. Había seguido por un lago de montaña lleno de algas, con el mar plateado
visible en una dirección y el pico del Snowdon en la otra, hacia el valle de Nat Cadair. El pueblo de
Dolgellay abajo, salpicado de algunas luces, era un bonito paisaje, pero Will no estaba contemplando
las vistas. La runa de Visión Nocturna que se había dibujado le permitía seguir el rastro de las criaturas
mecánicas. Había tantas que el suelo estaba machacado allí por donde habían bajado la montaña, y él
siguió, con el corazón latiéndole con fuerza, el sendero de destrucción hacia el pico de la montaña.
El rastro le llevó más allá de un desprendimiento de enormes peñascos, que recordaba que llamaban la
morrena. Formaban una muralla parcial que protegía Cwn Cau, un pequeño valle en lo alto de la
montaña, en cuyo corazón se hallaba Llyn Cau, un lago glacial. El rastro del ejército mecánico llegaba
al borde del lago…
Y desaparecía.
Will se quedó mirando las aguas fías y claras. Durante el día, recordaba, esa vista era impresionante:
Llyn Cau de un azul puro, rodeado de una masa verde, y el sol acariciando los afilados picos de
Mynydd Pencoed, los acantilados que rodeaban el lago. Se sintió a un millón de kilómetros de Londres.
El reflejo de la luna le lanzaba su resplandor desde el agua. Suspiró. El agua rozaba suavemente la
orilla del lago, pero no podía borrar las marcas del rastro de los autómatas. Era evidente de dónde
habían salido. Volvió hacia atrás y le palmeó el cuello aBalios.
—Espérame aquí —le ordenó—. Y si no vuelvo, regresa solo al Instituto. Se alegrarán de volver a
verte, viejo amigo.
El caballo relinchó con suavidad y le mordió la manga, pero Will sólo respiró largamente y se metió en
el Llyn Cau. El frío líquido le lamió las botas y los pantalones, empapándolos para helarle la piel.
Ahogó un grito ante la impresión.
—Otra vez mojado —dijo tristemente, y se lanzó al gélido lago. Éste pareció absorberlo, como arenas
movedizas; casi ni tuvo tiempo de coger aire antes de que las heladas aguas lo arrastraran hacia la
oscuridad.
Para: Charlotte Branwell
De: Cónsul Wayland
Señora Branwell:
Se le releva de su cargo como directora del Instituto. Podría hablarle de mi decepción, o de la mutua falta de fe que
sentimos el uno por el otro. Pero las palabras, a la vista de una traición de tal magnitud como la que me ha brindado,
son inútiles. A mi llegada a Londres mañana, espero que usted y su esposo ya hayan abandonado el Instituto y retirado
sus pertenencias. El incumplimiento de esta petición se responderá con el castigo más severo permitido por la Ley.
Josiah Wayland, Cónsul de la Clave
StephRG14
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