welcome.

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Bienvenido a mi nacimiento, mi casa, mi lecho de muerte. La tierra en la que habito ahora y siempre me condena a sus lúgubres interiores por la eternidad.

No desearía ni haría cambiar mi falta de arrepentimiento. No quiero dejar de sentirme orgulloso de todo lo que he hecho y de lo que no. Debería, pero no le veo el caso, puesto que a pesar de que lo hiciera, el resultado no variaría.

No he regalado mi último aliento, se lo he vendido al hombre que suelen describir con cuernos y cola, pero es bastante amable en realidad. No me juzgó ni me hizo sentir miserable, aunque probablemente debió hacerlo. Cuando se lo pregunté se limitó a responderme que pronto estaría en sus manos y haría lo que fuera que quisiese hacer conmigo, y que por ahora no tenía necesidad de fastidiarme. Eso, sin embargo, no me molestó. Comprendí que ese era su trabajo, que tenía que ganarse la vida como cualquier otra persona, como yo. Ahora me pregunto si tal vez yo debí pedirle un poco más.

Estoy seguro de que mi vida pudo haber sido otra si tan solo hubiera tomado las decisiones correctas. Pero no lo hice, no porque no pudiera, si no porque yo no quería.  No quería porque era demasiado aburrido, y además, no merecía arrepentirme.

Se que estoy soñando en estos momentos, no obstante, de alguna manera me encuentro  consiente y me obligo a despertar. Me doy cuenta de que no estaba dormido.

Pestañeo y abro los ojos. Cuando me miro en el espejo, espero vislumbrar una mancha como la tinta corriendo por mis globos oculares, cerca de donde no puedo ver más que negrura y el espesor que me marea. Sin embargo, no está ahí. Mis ojos son normales, por ahora.
La cabeza continúa  dándome vueltas y pronto no seré capaz de mantener el equilibro. A pesar de eso, sigo de pie, mirándome al espejo mientras mi visión se vuelve cada vez más clara y el borrón negro ya no está ahí.

No lo puedo evitar, me siento aliviado, y aunque se que a pasado lo peor, mi cabeza se siente como un latido constante intensificándose lentamente para torturarme a tal punto que siento que me partiré en dos. Con la palma de la mano, masajeo el cráneo aunque yo se que eso no disminuirá el efecto restante de la droga en mi cuerpo.

Quiero desaparecer, hacerme tan diminuto que nadie note mi existencia, para que ni si quiera yo lo note y  el sufrimiento pare. No lo hará.

Cierro los ojos mientras aprieto el pecho tomando aire; es un gesto que he ido perfeccionando para aguantar el dolor, es tan inconsciente como el mero hecho de tocarte una zona lastimada. Dudo que mis manos puedan tocar todo mi ser.
Es imposible concentrarse en eliminar, o contrarrestar, el dolor cuando éste se encuentra en tu cerebro.

No me doy cuenta de que me tumbé en la cama hasta que empiezo a acariciar las sabanas blancas que coloqué esta mañana. Desearía poder olerlas.

En ese momento, una risa espeluznante llena la habitación sacudiéndola con ligereza, mis párpados se sienten tan pesados que no me atrevo a abrir los ojos. El ruido continúa y me obligo a mirar a pesar de mi mismo.

Contraigo el pecho al ver su rostro, pero no tengo aire en los pulmones. No siento nada.

El ruido se apaga dejando todo en completo silencio, y además quieto.

No necesito que alguien me explique que me estoy muriendo o que bien ya lo estoy.

Tengo miedo a pesar de que ya me lo esperaba.  

Me iré al infierno y seré su esclavo por la eternidad. El diablo vino a por mi después de todo.
Dicen que la eternidad es mucho tiempo, pero a mi me parece muy poco.  
Después de un tiempo, te acostumbras hasta el más duro sufrimiento.
Pero nada eso es verdad, me he llevado mis pecados a la tumba, condenándome. No existe el día ni la noche, tampoco existe la alegría. Las palabras conocidas en el infierno están marcadas en mi frente como un recordatorio insensible de mi deshumanización, crueldad, de mi egoísmo.

No hay tal cosa como la piedad.

Tengo mi mente oculta pero ni ahí estoy a salvo de la culpa.

Dios me perdone porque he pecado.