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Cuando mil palabras valen una imagen.
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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Cuando mil palabras valen una imagen.
Dentro de la fotografía puede que sea tarde. Tarde, tal vez, para seguir apretando y escondiendo en las palmas de mis manos, los colores de un sueño donde la luz se trenzaba entre los dedos como una ebullición. En los bolsillos de mi pantalón descansa un cosmos de recuerdos que se eternizaban haciendo nido para albergar los secretos más rebeldes.
He vuelto sobre los ojos de ese niño para beber en un cuenco recóndito y virginal, fabricado con las manos de la nieve y también con el silencio, pequeña maravilla a la que dio forma la corriente del agua, el perfil de las montañas, la lluvia, o el carbón que abrigó bajo los tejados el frío de hombres y mujeres. Mejor volver a extender las manos y que resbalen los colores como burbujas de jabón para formar de nuevo parte de la luz de las que nunca nadie tendría que haberlos arrebatado.
Volver a entrar en esta fotografía después de tantos años trascurridos está cargado de misterio. He podido volver aunque tal vez no sepa dónde me encuentre. He estado expuesto al vigor de las manos del tiempo, a las escarchadas que fueron dejando ciegos los colores para que pudiéramos advertir nuestro desusado matiz en blanco y negro.
Demasiado tarde tal vez, para abarcar con la mirada la fachada que nos separa del interior de la vivienda habitada por el hijo del relojero, quien a través de los años llegaría a ser profesor. Al fondo, una franja de luz del sol invernal se filtra entre los hastiales del túnel centenario, donde “el chispa” surcaba como el rayo dando esquinazo para reaparecer segundos después frente a la peña colorada rumbo al puerto de Pajares.
Sobre el papel amarillo la imagen agrietada, el moho del silencio, el transcurrir del tiempo y la historia. En ella hay seis personajes y están retratados actuando, como colocados en un escenario teatral. El color negro y melancólico del carbón que los envuelve, predice la bajada del telón antes de que acontezca el clip del objetivo. Esas miradas inquietas son rostros mudos frente al ojo de la cámara que quiso hacerlos inmortales.
Me he retirado unos instantes y vuelvo sobre la fotografía. Después de cerciorarme de que el paisaje apenas ha cambiado desde entonces, he fijado mis ojos en la abuela. A continuación oigo su voz suave y reposada indicándome que se acerca enseguida para abrirme la puerta. La oigo calzarse las madreñas. Los tarucos de madera repican contra el empedrado del corral. Su beso en mi mejilla deshace la oscuridad de la espesa niebla del recuerdo, colmando la sorpresa de volver a encontrarnos.
El fuego de la lumbre y el calor del horno van dotando a la estancia de tonos suaves y cálidos. El aroma a magdalenas rebota en las paredes, en los armarios llenos de cacharros con canela, harina, pimentón, orégano y tomillo. Un olor que se había fosilizado en los cajones y en las estanterías. Siento que todo vuelve a fundirse en el luto de su vestido, en la madera de chopo ahumando en la cocina, en el insomnio de sus miedos acumulados de una guerra civil que para ella no había cicatrizado del todo. Mis ojos deslumbrados siguen fijos en la fotografía, saben que es por el contraste entre pasado y presente. No solo es por la ausencia de colores sino también por el peso y las formas que alberga la memoria del frío. El dolor de no tener refugio ante la realidad, que restalla en el aire y me despierta de una ilusión.
El eco que me llega de esta imagen descorre las cortinas de un espejo teñido de sudor y lágrimas donde las vagonetas siguen cargadas de carbón, en un tren minero doblemente detenido. Del hombre que aparece en la fotografía diría que tiene prisa por regresar al hogar, hay un gesto de seriedad en su rostro pensativo. El conjunto del escenario para mí, es el mismo de siempre. Las voces negras del carbón amparando las vías muertas en esa plataforma donde se apoya la velocidad de los sueños.
Mi corta edad en aquel momento no impide el que ahora me haya reconocido de inmediato. Tal vez sea la única fotografía que existe de cuando la palabra me estaba requisada por los mayores y también el silencio.
Afuera cae la nieve, parece que anula la oscuridad de los signos y las cifras de los años trascurridos. Dentro de la fotografía el tiempo se ha detenido, como si el obturador de la máquina estuviera oxidado y ya no se abriera ni se cerrara para poder captar otras imágenes. Dentro del retrato hay una orfandad blanca que ninguno sabríamos explicar y que ha cubierto la foto por completo. Ese sol invernal que explica el hielo, se hizo vendimia en mis ojos, como los nombres de aquellas gentes, o la voz de mi abuela, la única que sería posible escuchar para ablandar el frío y el corazón de un niño.
He vuelto sobre los ojos de ese niño para beber en un cuenco recóndito y virginal, fabricado con las manos de la nieve y también con el silencio, pequeña maravilla a la que dio forma la corriente del agua, el perfil de las montañas, la lluvia, o el carbón que abrigó bajo los tejados el frío de hombres y mujeres. Mejor volver a extender las manos y que resbalen los colores como burbujas de jabón para formar de nuevo parte de la luz de las que nunca nadie tendría que haberlos arrebatado.
Volver a entrar en esta fotografía después de tantos años trascurridos está cargado de misterio. He podido volver aunque tal vez no sepa dónde me encuentre. He estado expuesto al vigor de las manos del tiempo, a las escarchadas que fueron dejando ciegos los colores para que pudiéramos advertir nuestro desusado matiz en blanco y negro.
Demasiado tarde tal vez, para abarcar con la mirada la fachada que nos separa del interior de la vivienda habitada por el hijo del relojero, quien a través de los años llegaría a ser profesor. Al fondo, una franja de luz del sol invernal se filtra entre los hastiales del túnel centenario, donde “el chispa” surcaba como el rayo dando esquinazo para reaparecer segundos después frente a la peña colorada rumbo al puerto de Pajares.
Sobre el papel amarillo la imagen agrietada, el moho del silencio, el transcurrir del tiempo y la historia. En ella hay seis personajes y están retratados actuando, como colocados en un escenario teatral. El color negro y melancólico del carbón que los envuelve, predice la bajada del telón antes de que acontezca el clip del objetivo. Esas miradas inquietas son rostros mudos frente al ojo de la cámara que quiso hacerlos inmortales.
Me he retirado unos instantes y vuelvo sobre la fotografía. Después de cerciorarme de que el paisaje apenas ha cambiado desde entonces, he fijado mis ojos en la abuela. A continuación oigo su voz suave y reposada indicándome que se acerca enseguida para abrirme la puerta. La oigo calzarse las madreñas. Los tarucos de madera repican contra el empedrado del corral. Su beso en mi mejilla deshace la oscuridad de la espesa niebla del recuerdo, colmando la sorpresa de volver a encontrarnos.
El fuego de la lumbre y el calor del horno van dotando a la estancia de tonos suaves y cálidos. El aroma a magdalenas rebota en las paredes, en los armarios llenos de cacharros con canela, harina, pimentón, orégano y tomillo. Un olor que se había fosilizado en los cajones y en las estanterías. Siento que todo vuelve a fundirse en el luto de su vestido, en la madera de chopo ahumando en la cocina, en el insomnio de sus miedos acumulados de una guerra civil que para ella no había cicatrizado del todo. Mis ojos deslumbrados siguen fijos en la fotografía, saben que es por el contraste entre pasado y presente. No solo es por la ausencia de colores sino también por el peso y las formas que alberga la memoria del frío. El dolor de no tener refugio ante la realidad, que restalla en el aire y me despierta de una ilusión.
El eco que me llega de esta imagen descorre las cortinas de un espejo teñido de sudor y lágrimas donde las vagonetas siguen cargadas de carbón, en un tren minero doblemente detenido. Del hombre que aparece en la fotografía diría que tiene prisa por regresar al hogar, hay un gesto de seriedad en su rostro pensativo. El conjunto del escenario para mí, es el mismo de siempre. Las voces negras del carbón amparando las vías muertas en esa plataforma donde se apoya la velocidad de los sueños.
Mi corta edad en aquel momento no impide el que ahora me haya reconocido de inmediato. Tal vez sea la única fotografía que existe de cuando la palabra me estaba requisada por los mayores y también el silencio.
Afuera cae la nieve, parece que anula la oscuridad de los signos y las cifras de los años trascurridos. Dentro de la fotografía el tiempo se ha detenido, como si el obturador de la máquina estuviera oxidado y ya no se abriera ni se cerrara para poder captar otras imágenes. Dentro del retrato hay una orfandad blanca que ninguno sabríamos explicar y que ha cubierto la foto por completo. Ese sol invernal que explica el hielo, se hizo vendimia en mis ojos, como los nombres de aquellas gentes, o la voz de mi abuela, la única que sería posible escuchar para ablandar el frío y el corazón de un niño.
Engel
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