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Pídeme Lo Que Quieras O Déjame (Joe y Tú) ADAPTACIÓN
O W N :: Archivos :: Novelas Terminadas
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Re: Pídeme Lo Que Quieras O Déjame (Joe y Tú) ADAPTACIÓN
Capitulo Treinta
Los días pasan y yo engordo por segundos.
En vez de _____, debería llamarme _____ota, ¡madre mía cómo me estoy poniendo!
¡Ya no me veo los pies! Y ni qué decir otras cosas.
Las bragas que llevo son como poco de la época victoriana. Según los dependientes, son bragas de embarazada, según yo, son de cuello vuelto. ¿Acaso una no puede estar sexy cuando está embarazada?
Definitivamente, con estas bragas que me llegan hasta debajo de las tetas, como que no.
El día que Joe las ve, no puede parar de reír hasta que le tiro un zapato a la cabeza. Pobrecito, acerté de pleno y le hice un chichón.
Las contracciones cada vez son más frecuentes y más intensas. No me duelen, pero sé que son la antesala al calvario que voy a pasar. Madre mía, qué dolor. ¡No lo quiero ni pensar!
El régimen no lo hago y en la siguiente visita, la ginecóloga me echa la bronca.
Pero para qué voy a negarlo, por un oído me entra y por otro me sale. Sólo he engordado doce kilos en siete meses y medio. Mi hermana engordó veinticinco.
¿De qué se queja?
Joe me mira mientras la ginecóloga me regaña. Yo le ordeno que se calle y él, prudentemente, no abre el pico. Soy consciente de que en esos últimos meses me estoy volviendo una tirana y el pobre aguanta y calla. El día que explote, ¡arderá Troya!
De nuevo, al hacer la ecografía, Medusa no se deja ver. Nos ha salido tímida o tímido. Una vez acabamos, la doctora me da fecha para una semana después. Tengo que ir a monitorización.
Cuando salimos de la consulta, llamo al pintor que va a pintar la habitación de Medusa y le digo que lo haga en amarillo. Joe me escucha y asiente. Según él, lo que yo decida bien hecho está.
Dos días después, cuando el pintor está en casa, haciendo lo que le he pedido, cambio de opinión.
Ahora quiero que, de las cuatro paredes de la habitación, dos las pinte en amarillo, una en rojo y otra en azul.
Cuando Joe me pregunta que por qué he decidido eso, lo miro y le explico que el azul representa la frialdad de Alemania y el rojo la calidez de España. Sorprendido, me mira, no dice lo que piensa y asiente. ¡Pobre!
Una semana después, Joe y yo vamos al hospital. Está nervioso y yo estoy histérica. La enfermera que nos atiende me hace tumbar en una camilla, me pasa un ancho cinturón por la tripa, lo conecta a un monitor y nos explica que eso sirve para comprobar los parámetros de la frecuencia cardíaca del bebé y las contracciones del útero, entre otras cosas.
Estoy acojonada, pero al ver la cara de mi Iceman cuando escucha el corazón al galope de Medusa, se me quita todo el miedo. ¡Me parto! La enfermera que nos atiende, tras ver los valores, nos dice que todo está bien y que regresemos la semana siguiente.
Cuando salimos del hospital, los dos estamos emocionados. Nuestra relación es una montaña rusa.
Se supone que durante un embarazo las parejas se unen y se quieren. En nuestro caso, nos queremos y Joe me aguanta. Soy consciente de que me he convertido en una víbora gorda, llorona, comilona y enfática.
Simona y Norbert no saben qué ocurre, sólo saben que nos adoramos, que nos queremos, pero que discutimos todos los días. Flyn, mi gran defensor, se pasa la mayor parte del tiempo enfadado con su tío y demostrándome su cariño. Y Zayn, nuestro gran amigo, es el encargado de poner paz entre nosotros. Los únicos que están ajenos a todo son Sonia, Marta y mi familia.
Como yo digo, ¡ojos que no ven, corazón que no siente!
Una noche no puedo dormir. Miro el reloj. Son las 03.28 de la madrugada y decido levantarme.
Estoy harta de dar vueltas en la cama y las contracciones me incomodan, no me dejan conciliar el sueño.
Con sigilo, me pongo la bata y, como una ballena a punto de explotar, bajo la escalera.
Susto y Calamar, al verme, acuden a saludarme. Qué agradecidos son los animales. Sea la hora que sea, ellos siempre están para regalarte un cariñito. Durante varios minutos, me dedico a besuquearlos y a prestarles la atención que se merecen y, cuando los agoto, se marchan a dormir y yo retomo mi camino hacia la cocina.
Una vez allí, abro el congelador, miro los botes de helado y, tras decidirme por el de vainilla con nueces de Macadamia, pillo el bote por banda, saco una cuchara y me siento en una de las sillas de la cocina a saborearlo, mientras observo la oscuridad del exterior.
Paladeo el helado. Está buenísimo y, de pronto, oigo:
—¿Qué te ocurre, cariño?
La voz me asusta y, al ver que es Joe, susurro, llevándome la mano al corazón:
—Joder, qué susto me has pegado.
Él se acerca a mí y, agachándose, insiste preocupado:
—¿Estás bien, pequeña?
Nos miramos y, finalmente, respondo:
—Las puñeteras contracciones no me dejan dormir. Pero tranquilo, no te alarmes.
Joe asiente y no dice nada. Es un bendito. Se sienta frente a mí a la mesa e intenta animarme:
—Ya queda poco, preciosa. En tres semanas nuestro bebé estará con nosotros.
Asiento, pero me acojono y no quiero pensar en ello. El parto se acerca y ahora es la ansiedad la que me puede.
—Te quiero, cariño —susurra.
Yo también le quiero y en vez de decirle nada, le ofrezco una cucharada de helado. La acepta y, cuando la traga, dice con tiento:
—Escucha, cariño, no te enfades por lo que te voy a decir, pero si sigues comiendo helado, cuando te pese la doctora...
—Cállate —lo corto—. No empieces tú también.
Durante unos segundos permanecemos callados, mientras sigo comiendo helado sin parar. Soy una máquina. Una vez me acabo el bote, me levanto, lo tiro a la basura y Joe, con semblante sombrío y mordiéndose la lengua para no decir lo que piensa, pregunta:
—¿Contenta?
Asiento. Lo reto con la mirada y respondo:
—Contentísima.
Dicho esto, salimos de la habitación y nos metemos en la cama. Ofuscados, cada uno mira para un lado, hasta que me quedo dormida.
Al día siguiente, cuando me despierto es tardísimo. Las once de la mañana.
Cuando me levanto, tengo una acidez que me muero y me acuerdo de todos los familiares de los que inventaron el helado de vainilla con nueces de Macadamia. Estoy pesada y me siento como al ralentí.
Estoy lavándome los dientes cuando veo aparecer a Joe vestido con su traje oscuro. ¡Qué guapo está! Entra, me da un beso en la cabeza y dice:
—Vístete, vamos a salir.
—¿No vas hoy a la oficina?
—No. Hoy tengo otros planes —responde.
Cuando me visto, bajo a la cocina y sólo tomo un vaso de leche. La acidez y la pesadez me matan.
Estamos solos. Flyn está en el colegio y Simona y Norbert no sé dónde están. No pregunto. Sigo ofuscada por la conversación de la noche anterior.
Cuando me subo al coche ninguno habla. Tampoco ponemos música. Joe conduce por las calles de Múnich y se mete en un parking.
Cuando salimos, caminamos de la mano. El aire me despeja y poco a poco sonrío. Él no habla.
Está imponente con su traje oscuro y yo orgullosa de ir de su mano. De pronto, al llegar a una esquina, miro sorprendida lo que hay frente a mí y digo:
—No me digas que vamos a ir ahí.
Joe asiente y pregunta:
—Ése es el puente que visitaste hace meses, ¿verdad?
Ojiplática, asiento.
Ante mí está el puente Kabelsteg, lleno de cientos de candados de enamorados, y no puedo creer lo que estoy pensando.
Cruzamos la calle y, cuando comenzamos a caminar por las tablas de madera del puente, Joe me abraza y murmura:
—Recuerdo que me dijiste que te gustó pasear por aquí y que viste muchos candados de enamorados, ¿verdad?
Asiento... Como hayamos ido a poner lo que creo, ¡me lo como a besos ahí mismo!
Él sigue serio, pero no me engaña, tiene la comisura de los labios ladeada y digo:
—¿De verdad vamos a poner un candado?
Sorprendiéndome de nuevo, Joe saca uno rojo y azul en el que están grabados nuestros nombres y, enseñándomelo, pregunta:
—¿Dónde quieres que lo pongamos?
Me llevo la mano a los labios. Me emociono. Me da una de mis contracciones. Me siento fatal. Él cambia su expresión y me ruega:
—No..., no..., no..., ahora no llores, cariño.
Pero las compuertas de mis ojos se abren y comienzo a hacerlo desconsoladamente. La gente que pasa por nuestro lado nos mira y Joe me lleva hasta un banquito, donde me sienta. Se saca rápidamente un pañuelo del bolsillo y, secándome las lágrimas, murmura con cariño:
—Eh..., pequeña, ¿por qué lloras ahora? ¿No te gusta la idea de poner nuestro candado?
Intento hablar, pero sólo salen de mí balbuceos.
Joe me abraza. Yo me aprieto a él y, cuando me tranquilizo, susurro:
—Perdona, Joe..., perdona.
—¿Por qué, cariño?
—Por lo mal que me estoy portando contigo últimamente.
Él sonríe. Es un amor. Y, con cariño, cuchichea:
—No es tu culpa cariño. Son las hormonas.
Eso me vuelve a hacer llorar y, entre hipos, como una imbécil, respondo:
—Las hormonas y yo... yo tengo mucha culpa. Estoy tan enfadada últimamente por todo que...
—No pasa nada, cielo. Estás asustada. Yo lo entiendo. He hablado con tu doctora y...
—¿Has hablado con mi doctora?
Joe asiente y responde con cautela:
—Necesitaba hablar con alguien o me volvía loco yo también, pequeña. Lo hice con Andrés y me dijo que a Frida le pasó lo mismo estando embarazada de Glen. Pero aun así, pedí cita con tu ginecóloga. Me ha atendido esta mañana y me ha comentado que, en algunas mujeres, durante el embarazo, el deseo sexual se eleva más de lo normal. Me ha explicado que, para soportar la gestación, tu organismo vierte una gran cantidad de progesterona y estrógeno en tu torrente sanguíneo y la consecuencia de ello es la enorme necesidad que tienes de sexo.
—¿Y tú solito has ido a preguntar eso?
Joe sonríe y contesta:
—Sí, yo solito.
Asiento, asiento y asiento.
Joe me besa. Yo lo beso.
Joe me abraza. Yo lo abrazo.
Y enamorada y loca por mi alemán, señalo un lado del puente y digo:
—Ahí es donde quiero poner nuestro candado.
Nos levantamos y, cogidos de la mano, caminamos hasta donde yo digo. Abro el candado, le doy un beso, Joe le da otro y lo anclamos al puente. Después, él coge mi mano y, divertidos, tiramos la llave al río y nos besamos.
Cuando nos vamos del puente, pregunta:
—¿Dónde quieres que te invite a comer?
No tengo mucha hambre. Me noto el cuerpo algo revuelto, pero por no hacerle un feo, digo con una gran sonrisa:
—Me muero por un brezn de los que hace el padre de Zayn, mojado en salsita.
Monse_Jonas
Re: Pídeme Lo Que Quieras O Déjame (Joe y Tú) ADAPTACIÓN
Capitulo Treinta Segunda Parte
Joe asiente, sonríe y juntos caminamos hacia el parking.
Cuando llegamos al restaurante, al entrar vemos a Zayn todo trajeado, como Joe, hablando con su padre. Al vernos, nuestro amigo sonríe y pregunta:
—Pero ¿qué hacéis aquí?
—Queremos comer —respondo.
—Se muere por comer un brezn de tu padre con salsita —explica Joe.
Los tres hombres me miran y, finalmente, el padre de Zayn dice:
—Ahora mismo los hago para ti, preciosa. Id al salón dos. Allí estaréis más tranquilos.
—¿Comes con nosotros? —le pregunta Joe a su amigo.
Zayn asiente y, minutos más tarde, disfruto de los ricos brezn, mientras charlamos divertidos.
Cuando terminamos de comer, animamos a Zayn a que se venga con nosotros de compras a un centro comercial. Tenemos que comprar la cuna para Medusa. Lo había dejado hasta el último momento hasta saber su sexo, pero visto lo visto ha llegado el momento de hacerlo.
Cuando llegamos, nos metemos en una tienda enorme de cosas para bebés. En todo este tiempo, Joe y yo no hemos ido de compras ni un solo día y ahora estamos dispuestos a disfrutarlo: nos volvemos locos. Compramos la cuna, Zayn nos regala un cochecito rojo monísimo y nos quedamos todo lo habido y por haber. Damos nuestra dirección para que nos lo envíen todo a casa.
Tres horas después, Zayn y Joe no pueden más, pero yo deseo seguir comprando y, al ver las pocas ganitas de ellos, les propongo que se vayan a tomar un café o un whisky a un bar del centro comercial, mientras yo voy a unas tiendas que quiero visitar.
Encantados, aceptan mi oferta y yo me marcho tras asegurarle a Joe mil veces que llevo el móvil encima.
Cuando salgo de una tienda donde he comprado un calienta-biberones estoy cansada y me da una nueva contracción. Ésta ha sido más fuerte que otras veces. Me paro, respiro y, cuando se me pasa, continúo mi camino.
Entro en varias tiendas más y las contracciones se repiten. Me cogen los siete males, pero me vuelvo a tranquilizar cuando se me pasan. Saco el móvil para llamar a Joe, pero al final me lo vuelvo a guardar en la chaqueta.
Estamos a 11 de junio y el parto es para el 29. Debo tranquilizarme. Todo está bien. No voy a alarmarlo.
Veo que en el piso de arriba está la tienda Disney. Sin pensarlo, corro hacia el ascensor. No me apetece subir escaleras. Una chica sube conmigo. Miro sus pantalones de camuflaje. ¡Me gustan! Le doy al piso tres y ella al cuatro. Las puertas del ascensor se cierran y, de pronto, cuando está subiendo, se va la luz y el ascensor se para.
La chica y yo nos miramos y fruncimos el cejo. De nuevo me vuelve a dar una contracción. Ésta ha sido más fuerte que las otras dos y tan dolorosa que suelto las bolsas que llevo en la mano y me agarro al pasamanos del ascensor.
La joven, al verme, me mira y pregunta:
—¿Estás bien?
No puedo responder. Respiro... respiro... como me han enseñado en las clases preparto. Cuando el dolor cede, miro a la joven de pelo oscuro y corto, que me mira tras unas gafas de aviador, y respondo:
—Sí, tranquila. Estoy bien.
Pero según digo eso, noto que por mis piernas corre un líquido.
Dios, ¡¿me estoy meando?!
Intento contenerlo, pero esto es incontrolable. Las cataratas del Iguazú salen de mi cuerpo. Mis pies pronto están rodeados de agua, yo empapada y murmuro en español:
—Joder..., joder... Me cago en la mar. ¡No me lo puedo creer!
—¿Eres española? —pregunta la chica.
Yo asiento, pero no puedo hablar.
¡Acabo de romper aguas!
Comienzo a tocar todos los botones. El ascensor no se mueve y me pongo histérica. La joven me
coge de las manos tira de mí y dice:
—Tranquila, no te preocupes por nada. Rápidamente te saco de aquí.
Aprieta el botón de la alarma del ascensor.
Yo comienzo a temblar y ella, agarrándome por los hombros, dice para distraerme:
—Me llamo Melanie Parker, pero puedes llamarme Mel.
—¿Por qué hablas español?
—Nací en Asturias.
—¿Asturiana con ese nombre?
La joven sonríe, se quita las gafas de aviador que lleva y, mirándome con sus ojos azuletes, aclara:
—Mi padre es americano y mi madre de Asturias. Con eso te lo digo todo.
Asiento. Pero no estoy yo para charlas y, mirándola, digo, sacando mi móvil de la chaqueta:
—Tengo que llamar a mi marido. Está en el centro comercial. Seguro que él nos saca de aquí en seguida.
Mientras marco el teléfono de Joe, veo que la joven sigue apretando el botón de auxilio y mis pies están cada vez mas encharcados. Un timbrazo y Joe me saluda.
—Hola, cariño.
Controlando las ganas de chillar por el susto que tengo, digo mientras me rasco el cuello:
—Joe, no te asustes, pero...
—¿Que no me asuste? —Grita—. ¿Dónde estás? ¿Qué ocurre?
Cierro los ojos. Me lo imagino descompuesto en ese instante. Pobre... pobre...
Me viene una contracción y, apoyada como estoy en la pared del ascensor, me escurro hasta caer al suelo. La joven que está conmigo, al verme, me quita el teléfono y dice:
—Soy Mel. Estoy con tu mujer en el ascensor del fondo del centro comercial. Se ha ido la luz y ha roto aguas. Llama a una ambulancia a la de ¡ya! —Joe debe de decirle algo, porque ella contesta—: Tranquilo... He dicho tranquilo. Estoy con ella y todo irá bien.
Cuando cuelga y me devuelve el teléfono, sonríe y afirma:
—Por la voz de tu marido, no creo que tarde en llegar.
No lo dudo. Me lo imagino corriendo por el centro comercial como un loco. Menos mal que está con Zayn y no solo, aunque compadezco al que se atreva a llevarle la contraria en un momento así.
Una nueva contracción me vuelve a encoger de dolor. Pero ¿por qué tiene que ocurrirme esto en este momento? Me entran las cagalandras de la muerte y soy incapaz de respirar. ¡Me ahogo!
Mel me observa sin perder la calma.
Me sorprende su aplomo cuando yo estoy que me subo por las paredes. Pero claro, el dolorcito puñetero lo tengo yo, no ella.
Con voz controlada, me obliga a mirarla y a respirar. Cuando lo consigue y el dolor cede, abre su móvil y, tras hablar con alguien, dice:
—He pedido refuerzos. Si no nos saca tu marido, nos sacarán mis compañeros.
¿Comienza a hacer calor o soy yo la que está sudando?
Me pica el cuello. ¡Me rasco los ronchones!
—¿Cómo te llamas?
—_____... _____ Flores.
La joven, dispuesta a distraerme, pregunta:
—¿Y de qué parte de España eres?
—Nací en Jerez, pero mi madre era catalana, mi padre de Jerez y yo vivía en Madrid.
No puedo decir más. El dolor vuelve. Me agobio. La joven me coge las manos y dice:
—Muy bien, _____..., mírame de nuevo. Vamos a respirar. Vamos, hazlo.
Acompañada por esa desconocida de nombre Mel, comienzo a respirar y, cuando el dolor pasa, la miro.
—Gracias...
Sonríe. Pasan los minutos y el ascensor no se mueve. Me rasco. Mi móvil suena. Supongo que es Joe, preocupado. Mel contesta. Lo tranquiliza y, cuando cuelga, dice, agarrándome una mano:
—Te estás destrozando el cuello.
Oímos golpes, pero el ascensor no va para arriba ni para abajo. Mel, al ver que contraigo la cara, me da aire con un papel que saca de su mochila y pregunta:
—¿Y qué es lo que vas a tener, un niño o una niña?
—No lo sé. Medusa no se dejaba ver.
Sonríe y, al entender el nombre, explica:
—Yo a mi hija, mientras estaba embarazada, la llamé Cookie. —Ambas sonreímos y añade—: Sea lo que sea, será precioso.
—Eso espero.
Me acaloro. El agobio me sofoca aún más y ella continúa hablando:
—Yo tengo una niña y sé lo que estás sufriendo. Sólo te puedo decir que todo pasa y lo olvidarás. Cuando tienes a tu bebé en los brazos, todo se olvida.
—¿Seguro?
—Segurísimo. —Sonríe.
—¿Cuánto tiempo tiene tu hija?
—Quince meses y se llama Samantha.
Se vuelven a oír los golpes. El teléfono de Mel suena. Ella habla y, cuando cuelga, me dice:
—En dos minutos te saco de aquí.
Y tiene razón. Instantes después, las luces del ascensor se encienden y retomamos el ascenso. Mel le da rápidamente al Stop, nos volvemos a parar y aprieta el botón de la planta baja. El ascensor comienza a bajar y, cuando las puertas se abren, veo cuatro tipos como cuatro armarios, vestidos con pantalones de camuflaje como los de Mel. Ella los pregunta:
—¿Dónde está la ambulancia?
Uno de ellos va a responder, cuando, empujándolo, Joe se acerca a mí y, pálido, pregunta:
—Cariño, ¿estás bien?
Asiento, pero es mentira, ¡estoy fatal! Mira mi cuello y, al verlo enrojecido, murmura:
—Tranquila... tranquila.
Zayn, con gesto preocupado en medio de todo ese caos, va a acercarse, cuando veo que Mel lo para y dice:
—No la agobies ahora.
—¿Cómo dices? —veo que pregunta él, boquiabierto.
—Necesita aire... nene.
—Quítate de en medio... nena —replica Zayn con voz profunda y las llaves de su coche en la mano.
—He dicho que necesita aire... James Bond.
—Y yo he dicho que te quites de en medio —sisea él, apartándola.
La gente se arremolina a nuestro alrededor y en ese momento me viene una nueva contracción.
Aprieto la mano de mi amor y susurro:
—Ostras, Joe...
La joven que me ha acompañado durante aquel último rato los empuja a él y a Zayn y, cogiéndome la mano, dice con voz de mando:
—Mírame, _____. Vamos a respirar.
Lo hago y el dolor se pasa. Sin soltarme, les dice a los que van vestidos como ella:
—Hernández, Fraser, despejadme esto.
Sin dudarlo, ellos hacen lo que Mel les ha dicho. Mientras yo observo las dotes de mando de la chica, Joe dice, retirándome el flequillo de la cara:
—Dime que estás bien, cariño.
—Estoy fatal, Joe..., creo que Medusa quiere salir.
Zayn se acerca a nosotros con gesto preocupado.
—Acabo de hablar con Marta. Ya nos esperan en el hospital.
—Ay, Dios mío... Ay, Dios mío —susurro horrorizada.
Ya no hay marcha atrás, ¡estoy de parto!
¡Qué dolor... qué dolorrrrrrrrrrr!
Joe me da un beso y dice:
—Tranquila, cariño. Tranquila. Todo va a ir bien.
El caos se hace tangible. Todos nos observan y Mel pregunta:
—Pero ¿dónde está la puñetera ambulancia? —Nadie lo sabe y entonces ordena—: Fraser, ve a por el coche. Lo quiero en la puerta norte en dos minutos. —Luego mira a Joe y pregunta—: ¿A qué hospital hay que llevarla?
—Al Frauenklinik Munchen West —responde.
La joven se da la vuelta, mira a otro de sus compañeros y grita:
—Hernández, dame ruta y tiempo. Thomson, llama a Bryan infórmale de la situación. Dile que nos espere en una hora donde habíamos quedado. Yo llamaré a Neill.
Zayn, al ver que estoy algo mejor, se agacha y pregunta con gesto serio:
—¿De dónde ha salido súper woman?
Me entra la risa. No conozco a Mel, pero me encanta su poderío. Tan pronto habla inglés, como español, como alemán. Una vez cierra su móvil, le dice algo a uno de sus compañeros, luego mira a
Joe y ordena:
—Seguidme. En doce minutos os dejo en el hospital.
—No hace falta —responde Zayn, mirándola—. Yo los llevaré.
—¿En doce minutos? —pregunta ella.
Levantándose con chulería, nuestro amigo la mira, se estira el traje oscuro que lleva y, tocándose el nudo de la corbata, sisea:
—En ocho, Cat Woman...
Joe y yo nos miramos. Me entra la risa. Esto es un duelo de titanes. Entonces, la joven sonríe y sin amilanarse por la presencia de un tipazo como es Zayn, pasea su azulada mirada por el cuerpo de éste
con chulería y dice, mientras se pone sus gafas de aviador:
—No me hagas reír, James Bond. —Después nos mira a Joe y a mí y explica—: Tenéis tres opciones. La primera soy yo. La segunda es James Bond y la tercera esperar a que llegue la ambulancia. Vosotros decidís.
—Escojo la primera —digo con decisión.
Zayn, sorprendido, protesta y ella, sonriendo, dice mirando a Joe:
—Sígueme.
Joe me mira y yo asiento. Sé que hay más de cuarenta minutos hasta el hospital, pero extrañamente creo que si Mel ha dicho que en doce llegamos, es que así será. Joe me coge en brazos y corre por el centro comercial. Cuando salimos, un impresionante Hummer negro nos espera. Nos metemos en él y, cuando Zayn lo va a hacer también, la joven lo para y dice:
—Tú mejor ve en tu Aston Martin.
Sin más, cierra la puerta y el Hummer sale a toda leche. Mel nos mira.
—Son las 16.15, a las 16.27 estaremos allí.
El dolor vuelve. Es intenso, pero lo puedo aguantar. Joe y Mel me hacen respirar y yo agradezco sus atenciones, mientras noto cómo el coche va a toda pastilla y no reduce ni una sola vez la velocidad.
Cuando para, oigo al conductor que dice:
—Hemos llegado.
Joe choca la mano con él y con una enorme sonrisa, murmura:
—Gracias, amigo.
Cuando salgo del coche, Marta nos espera en la puerta del hospital y, al sentarme en la silla de ruedas, le dice a una enfermera:
—Avisa a maternidad de que ha llegado la señora Zimmerman. —Luego me mira—. Vamos, campeona, que cuando estés repuesta nos vamos a ir a celebrarlo al Guantanamera.
—Marta, no jorobes —protesta Joe y a mí me entra la risa.
Mel se acerca a mí.
—Son las 16.27. Te he prometido que te traía en doce minutos y lo he cumplido. —Yo sonrío y ella añade—: Encantada de haberte conocido, _____. Espero que todo salga bien.
La agarro de la mano y, sin soltarla, digo:
—Gracias por todo, Mel.
Con una candorosa sonrisa, contesta:
—Si mañana tengo tiempo, pasaré a conocer a Medusa, ¿vale?
—Estaremos encantados —responde Joe, muy agradecido.
—¿Traerás a Samantha? —pregunto.
Mel sonríe y asiente. Instantes después, la joven se sube al Hummer y desaparece. Entramos en el hospital y me llevan directamente al ala de maternidad, a una bonita habitación.
Llega mi ginecóloga y me dice que no me preocupe por el adelanto de Medusa. Todo va bien.
Después, me mete la mano y me hace un daño que veo las estrellas. Me acuerdo de toda su familia.
Joe me agarra y sufre. Cuando la mujer saca la mano de entre mis piernas, comenta, quitándose un guante de látex:
—Estás de cuatro centímetros. —Y al ver mi tatuaje, dice—: Vaya tatuaje más sexy que llevas, _____.
Asiento. Me duele todo y no tengo ganas de sonreír. Joe, preocupado, pregunta:
—¿Todo va bien, doctora?
Ella lo mira y dice que sí.
—Todo va como tiene que ir. —Luego me toca la pierna y, dándome una palmadita tranquilizadora, añade—: Ahora relájate e intenta descansar. Pasaré a verte dentro de un ratito.
Cuando se va, miro a Joe y me tiembla la barbilla. Él, al verlo, rápidamente dice:
—No, no, no, no llores, campeona.
Me abraza y, al sentir que el dolor vuelve, protesto:
—Esto duele una barbaridad.
Cojo la mano de Joe y se la retuerzo con la misma intensidad con que siento yo que la tripa se me retuerce por dentro y, a pesar de que sé que le hago daño, no protesta. Aguanta más que yo. Cuando pasa el dolor, lo miro y murmuro:
—No puedo, Joe... Yo no aguanto el dolor.
—Tienes que hacerlo, cariño.
—Y una chorra. Diles que me pongan la epidural ya. Que me saquen a Medusa, ¡que hagan algo!
—Tranquilízate, _____.
—¡No me da la gana! —Grito fuera de mí—. Si tú tuvieras estos dolores, yo removería cielo y tierra para que te los quitaran.
Según digo eso, me doy cuenta de que estoy siendo cruel. Joe no se lo merece. Y, agarrándolo de la mano, hago que se acerque y murmuro llorosa:
—Perdón..., perdón, cariño. Nadie mejor que tú me cuida en este mundo.
Él no me toma nada en cuenta y dice:
—Tranquila, pequeña...
Pero mi momento angelical y tranquilo dura poco. El dolor comienza y, retorciéndole el brazo, siseo:
—Dios... Dios... ¡Que esto me empieza a doler otra vez!
Joe llama a la enfermera y le pide la epidural. La mujer me ve histérica, pero dice que no puede ponérmela hasta que la doctora se lo indique. Yo me cago en todo. Absolutamente en todo. Eso sí, en español para que no me entiendan. El dolor cada vez es más intenso y no lo puedo soportar.
Soy una mala enferma...
Soy una mal hablada...
Soy lo peor...
Joe intenta distraerme con mil palabras cariñosas. Me hace respirar como nos han enseñado en las clases preparto, pero yo no puedo. El dolor me hace contraerme y ya no sé si respiro, si chillo o si me cago en los parientes de todos los del hospital.
Sudo...
Tiemblo...
Siento que me viene una nueva contracción...
Agarro la mano de Joe, que me anima de nuevo a respirar. Respiro..., respiro..., respiro.
De nuevo el dolor cesa. Pero cada vez es más seguido, más intenso y más devastador.
—Me cago en la marrrrrrrrrrrrrr —jadeo.
Joe me pasa una toallita con agua fresca por la cara y dice:
—Fija la mirada en un punto y respira, cariño.
Lo hago y el dolor cesa.
Pero cuando va a comenzar de nuevo y preveo que me va a decir por enésima vez lo de fija la mirada... lo agarro con fuerza por la corbata, tiro de él y, acercando su cara a la mía, siseo fuera de mí:
—Si me vuelves a decir que fije la mirada en un punto, te juro por mi padre que te saco los ojos y los clavo en ese jodido punto.
Él no dice nada. Se limita a darme la mano mientras yo me encojo en la cama, muerta de dolor.
Dios... Dios... ¡Cómo duele!
Seguro que si los hombres pariesen, ya habrían inventado tener bebés en una probeta.
La puerta se abre y yo miro a la doctora como la niña del exorcista. La mato... juro que la mato.
Ella, sin inmutarse, retira la sábana, me mete mano de nuevo y dice, sin importarle mi mirada de asesina:
—Para ser primeriza, dilatas muy rápido, _____. —Después mira a la enfermera—. Está de casi seis centímetro. Que venga Ralf y le ponga la epidural. ¡Ya! Creo que este bebé tiene prisa por salir.
¡Oh, sí..., la epidural!
Escuchar eso es mejor que un orgasmo. Que dos... que veinte.
Quiero kilos y kilos de epidural. ¡Viva la epidural!
Joe me mira y, secándome el sudor, susurra:
—Ya está, cariño. Ya te la van a poner.
Me retuerzo con una nueva contracción y, cuando se pasa, murmuro:
—Joe...
—¿Qué, pequeña?
—No quiero volver a quedarme embarazada. ¿Me lo prometes?
El pobre asiente. Cualquiera me lleva la contraria en un momento así.
Me seca el sudor y va a decir algo cuando la puerta se abre y entra un hombre que se presenta como Ralf el anestesista. Cuando veo la aguja que lleva, me mareo.
¿Dónde va a meter eso?
Ralf me pide que me siente y me eche hacia delante. Me explica que necesita que me esté totalmente quieta para no dañar la columna vertebral. Me entra el agobio, pero dispuesta a colaborar al cien por cien, casi ni respiro.
Joe me ayuda. No se separa de mí y, tras notar un pequeño pinchazo cuando menos me lo espero, el anestesista dice:
—Ya está. Ya tienes puesta la epidural.
Sorprendida, lo miro. ¡Qué fuerte!
Yo que pensaba marearme por el dolor del pinchazo, no me he enterado de nada. Me explica que me deja un catéter puesto por si la doctora necesita administrar más anestesia. Luego recoge sus bártulos y se va. Cuando sale por la puerta y nos quedamos Joe y yo en la habitación, solos, me besa y susurra:
—Eres una campeona.
Pero qué rico es. Qué aguante tiene conmigo y cuánto amor me demuestra con sus actos y sus palabras.
Diez minutos más tarde, noto cómo los horrorosos dolores comienzan a bajar de intensidad hasta que desaparecen. Me siento la reina de Saba. Vuelvo a ser yo. Puedo hablar, sonreír y comunicarme con Joe sin parecer una hidra de siete cabezas.
Llamamos a Sonia y le pedimos que pase por nuestra casa a recoger la bolsa con las cosas de Medusa. La mujer se ataca al saber que estamos en el hospital. No quiero ni imaginar cómo se van a poner mi padre y mi hermana.
Luego llamo a Simona. Sé lo importante que es para ella que yo misma la llame y le hago prometer que se vendrá con Sonia para el hospital cuando ésta pase por casa para recoger la bolsa. La mujer no lo duda.
Después, tras mucho meditar, llamo a mi padre. Joe cree que es lo más justo. Pero como ya presuponía yo, el pobre, al enterarse que estoy en el hospital ingresada para dar a luz, le entran los siete males. Se lo noto en el habla. Cuando papá se pone nervioso no se le entiende. No da pie con bola.
Le pasa el teléfono a mi hermana. Otra que tal baila. Entre chillar y aplaudir emocionada, la loca de Raquel tiene bastante. Al final, le doy el teléfono a Joe, que les dice que mandará su avión a recogerlos a Jerez.
Cuando colgamos, nos miramos y, con mimo, me besa en los labios.
—El día ha llegado, pequeña. Hoy vamos a ser papás.
Sonrío. Estoy acojonada, pero feliz.
—Vas a ser un padre excelente, señor Zimmerman.
Joe me vuelve a besar y pregunta:
—Entonces, Hannah si es niña, ¿y si es un niño...?
La puerta de la habitación se abre y entra Zayn, acalorado.
—Hombre..., llegó James Bond —me mofo.
Él me mira. La bromita no le hace gracia y, tras calibrar si me manda a la porra o no, pregunta:
—¿Cómo estás?
—Ahora perfecta. Me han puesto la epidural, no siento dolor y estoy la mar de bien.
Joe, más tranquilo al verme a mí serena, sonríe. No dice nada, pero sé que ha pasado un mal rato.
Mi niño, ¡cuánto lo quiero! Zayn y él hablan durante un ratito y me tengo que reír cuando oigo que Joe dice:
—Doce minutos, colega. Hemos tardado exactamente doce minutos.
Zayn al oírlo se asombra. Él ha tardado casi una hora. El tráfico estaba horroroso.
—¿Habéis venido volando?
—Ni idea. Yo iba pendiente de _____ y conducía otro. Eso sí, la Mel esa, ¡menudo carácter!
—Debe de ser inaguantable —murmura Zayn.
Yo me río.
Estoy hablando con ellos relajada y tranquila, cuando llega Sonia con Flyn y Simona. Todos me besan y yo sonrío a pesar de que no siento las piernas. Qué fuerte, me las toco y parecen de cartón piedra. Mientras todos hablan, Flyn me agarra la mano y, acercándose a mí, cuchichea:
—¿Hoy conoceremos a Medusa?
—Creo que sí, cariño.
—¡Guay!
La puerta se vuelve a abrir y entra Norbert. Al verme, sonríe y yo le guiño un ojo. Diez minutos después entra una enfermera y dice que allí hay mucha gente. Zayn, como siempre, se hace cargo de todo sin que nadie se lo diga y se lleva a los demás a la cafetería.
Flyn protesta. No quiere separarse de mí. Quiere ser el primero en ver a Medusa. Al final, lo convenzo y, cuando nos quedamos solos, Joe dice divertido:
—Flyn va a ser un estupendo hermano.
La puerta se abre de nuevo y entra la doctora. Me coge el agobio al ver que retira las sábanas.
Joder, otra vez me va a meter mano. ¡Qué dolor! Pero esta vez con la epidural no me duele y, mirándome, dice:
—¡Al paritorio! Vamos a conocer a tu bebé.
Joe y yo nos miramos. La mujer llama a unos enfermeros y, cuando me sacan de la habitación, no quiero soltar a Joe pero la doctora dice:
—Él se viene conmigo. Tiene que ponerse guapo para entrar en el quirófano.
Asiento. Lo suelto y le tiro un beso con la mano. Por Dios, qué momentazo. Cuando entro en el quirófano, mi corazón va a mil por hora. Estoy aterrorizada. No me duele nada, pero el hecho de ir a conocer a Medusa me asusta. ¿Y si no le gusto como madre?
Me pasan a la camilla del quirófano y los enfermeros se van. Entran dos mujeres con mascarillas, que me conectan a varios monitores y me piden que ponga los pies en los estribos. Lo hago y una de ellas dice:
—Vaya, “Pídeme lo que quieras”. Qué tatuaje más original.
Asiento. Me río y digo:
—A mi marido le encanta.
Las tres nos reímos. En ese momento, veo que entra la doctora con Joe a su lado, con un pijama verde y un gorrito de lo más ridículo. Me vuelvo a reír.
Ella se pone a mi lado y me explica el sistema para empujar. Al tener la epidural, no sentiré los dolores, por lo que tengo que hacerlo siempre que ella me lo pida o yo vea que en el monitor se enciende una luz roja y parar cuando ella me lo indique. Asiento. Estoy asustada, pero asiento, dispuesta a hacerlo bien.
La doctora se pone entre mis piernas y, cuando en el monitor que hay a mi derecha se enciende una luz roja, me pide que empuje. Cojo aire como recuerdo que me han enseñado en las clases y empujo... empujo... empujo... y empujo.
Joe me anima. Joe me ayuda. Joe no se separa de mí.
Vuelvo a repetir eso tantas veces, que a pesar de no sentir dolor, el agotamiento comienza a hacer mella en mí. Entre empujón y empujón, Joe, sorprendido, me comenta que tengo una fuerza impresionante. Yo también flipo. Me doy cuenta de que empujando soy una fiera.
La doctora sonríe y nos explica que Medusa es bastante grande y está encajado de tal manera que, a pesar de mi dilatación y mis empujones, le cuesta salir.
De nuevo la luz del monitor se pone roja. Sigo empujando. El tiempo pasa y sólo empujo y empujo. Aguanto, aguanto y aguanto y cuando, agotada, poso mi cabeza en la camilla, la ginecóloga dice:
—Papá..., no te pierdas las siguientes contracciones, que tu bebé ya está aquí.
Eso me emociona y se me llenan los ojos de lágrimas, en especial al ver el gesto de excitación e incredulidad de Joe. Vuelvo a empujar y a empujar y noto que algo sale de mí. Joe abre los ojos descomunalmente y murmura:
—Ha salido la cabeza, _____..., la cabeza.
Quiero verlo, pero claro, ¡no puedo!
Aunque, bueno, casi que es mejor así, porque ver una cabeza asomando por mi vagina, como poco me puede ocasionar un trauma.
La doctora sonríe y me anima:
—Vamos, _____, un último empujón. Saldrán los hombros y tras eso todo el cuerpecito.
Agotada, cansada y emocionada, cuando la luz se pone roja, hago lo que me piden. Empujo... empujo... empujo y empujo hasta notar que un peso enorme abandona mi cuerpo y la ginecóloga dice:
—Ya lo tenemos aquí.
Yo no lo veo. Sólo veo a Joe.
Sus ojos se llenan de lágrimas y sonríe. Su mirada se dulcifica en ese instante y pienso que es la más bonita que le he visto nunca. Me emociono. Lloro de felicidad cuando, de pronto, el llanto de mi Medusa inunda toda la estancia y la doctora dice:
—Es un niño. Un precioso niño.
¡Un niño!
¡Soy mamá de un niño!
Joe, con la respiración agitada, sonríe y la mujer dice:
—Vamos, papá, ven aquí y corta el cordón umbilical.
Yo lloro. Quiero ver a mi niño. ¿Cómo será?
Joe suelta mi mano, va hasta donde está la doctora y, tras hacer lo que ella le pide, vuelve conmigo, baja su boca hasta la mía y, besándome, dice:
—Gracias, cariño, es precioso. ¡Precioso!
En ese instante, ponen una cosa maravillosa que llora sobre el vientre. Es mi Medusa. Mi bebé. Mi niño. Emocionada, lo miro, lo toco y ambos lloramos.
—Hola, chiquitiiiiito. Hola, preciooooooooso, soy tu mamáááááááá.
¿Ya estoy hablando balleno?
Nunca imaginé que viviría un momento así...
Nunca imaginé que sentiría lo que siento...
Nunca imaginé que me sentiría tan completa...
Joe me besa emocionado y yo toco a mi niño. Es perfecto, maravilloso. Y a pesar de lo sucio que está, es rubito como su papá y se parece a él.
Joe y yo nos miramos y sonreímos. Una de las enfermeras coge al bebé y se lo lleva, mientras la doctora termina de atenderme a mí y saca la placenta. Joe y yo seguimos a la enfermera con la mirada. Vemos que le hace varias pruebas al niño, después lo lava y mi pequeño llora. Le pone una pulserita alrededor de la muñeca, lo viste y, cuando lo pesa, dice:
—Tres kilos seiscientos gramos.
¡Tres kilos seiscientos gramos!
Madre mía, ¡mi niño ya está criado!
Con razón decía la doctora que era grande.
Cuando por fin ésta termina conmigo, llegan los enfermeros con mi cama. Me pasan a ella y me ponen a mi bebé vestidito en los brazos.
¡Dios mío, es el momento más bonito de mi vida!
Lo miro con un amor increíble. Lo observo, me enamoro de él. Es guapísimo. Perfecto.
Joe no parpadea y sonrío al ver que en la pulsera pone “Zimmerman Hab.610”.
¡Zimmerman!
De nuevo un rubio, guapo y grandote Zimmerman ha llegado al mundo para dar guerra. Y entonces, mirando a Joe que no me quita ojo, digo:
—Se llamará como tú, Joe Zimmerman.
—¿Como yo?
Asiento y, con una sonrisa que sé que a Joe le llega al alma, añado:
—Quiero que de aquí a unos años, otro Joe Zimmerman enamore locamente a otra mujer y la haga tan feliz como tú me haces a mí.
Joe sonríe sin parar.
Sin que me lo diga, sé que es el día más feliz de su vida. El de la mía también.
Monse_Jonas
Re: Pídeme Lo Que Quieras O Déjame (Joe y Tú) ADAPTACIÓN
Capitulo Treintaiuno
La primera noche en el hospital es movidita.
Tras visitarnos el pediatra y decirnos que Joe está perfecto, me pregunta si le voy a dar el pecho o biberón.
Rápidamente y sin dudarlo opto por el biberón. Me da igual lo que piense el resto del mundo. No pienso convertirme ahora en una fábrica de leche andante, cuando sé que los bebés con biberón se crían de maravilla.
El día que lo hablé con Frida por teléfono no le pareció bien. Según ella, la leche materna es ideal.
Inmuniza de cientos de cosas y es lo mejor. Sonia me dijo lo mismo, incluso me habló del instinto materno. Pues bien, mi instinto materno me dice que le dé biberón y también que a quien toque a mi hijo lo mato.
Cuando se lo comenté a Joe, me dio la opción de decidir. Y como quiero que desde el minuto uno mi marido sea partícipe de esta nueva historia, elijo biberón para que esté tan pringado como yo y santas pascuas. Lo que piense el resto del mundo, como siempre, ¡me importa tres pepinos!
Cuando traen un biberón con un poquito de leche para lactantes, se lo entrego a Joe y digo:
—Vamos, papi, dale su primer biberón.
Veo cómo, nervioso, mi amor coge a su bebé de la cunita, se sienta en una silla y lo hace. El pequeñín, que es un tragón, se tira rápidamente a la tetina como un león y, encantado, recibe lo que lleva un buen rato reclamando: comida.
Una vez se toma la dosis, se queda dormido como un ceporrito. Divertida, pienso si limpiarle la baba al pequeño o a su padre.
¡Qué monos son los dos!
Tras la toma, las enfermeras vienen para llevárselo al nido. Quieren que yo duerma y descanse.
Pero el pequeñajo tiene unos pulmones tremendos y le gusta hacerse notar. ¡Menudo genio tiene el rubito!
Joe, al saber que es su hijo el que llora como un descosido, hace que lo traigan a la habitación y se ocupa de él toda la noche. Lo mece, lo acuna, le habla y yo, a oscuras, los observo emocionada.
Estoy cansada, agotada, pero no puedo dormir. Mis ojos no quieren dejar de mirar el precioso espectáculo que me ofrecen mis dos Joe.
—Vamos, duérmete, pequeña, descansa —susurra mi amor, acercándose a mí.
—Es perfecto, ¿verdad?
Sonríe, mira al pequeño que se mueve en sus brazos y murmura:
—Tan perfecto como tú, preciosa.
Comienza a tocarme la cabeza y eso es bálsamo para mí. Lo sabe, me conoce. Eso me relaja y, finalmente, caigo rendida en los brazos de Morfeo.
Cuando me despierto, estoy sola en la habitación. La luz entra por la ventana y, cuando voy a llamar a las enfermeras, la puerta se abre y Joe, con una radiante sonrisa, dice:
—Entra, abuelo, tu morenita ya se ha despertado.
Cuando veo a mi padre, sonrío, sonrío y sonrío.
Él corre a abrazarme. Detrás entra Raquel con Lucía y Luz.
—Enhorabuena, mi vida. Has tenido un bebé precioso.
—Un chico, papá, ¡lo que tú querías! —exclamo.
Mi padre asiente y, mirando a Joe, dice:
—Lo siento, hijo, esta vez la apuesta la he ganado yo.
—Estoy tan contento como tú, Manuel. No lo dudes ni un segundo.
—Cuchuuuuuuuuuuu. —Mi hermana me abraza—. Pero qué niño más guapo has tenido.
—Es igualito a Joe, ¿verdad? —pregunto.
—Por eso digo lo de guapo —asiente mi hermana, haciéndome reír.
Luz, mi Luz, se sube a la cama y me abraza, me da un paquete y dice:
—He visto al primo y es guapísimo, tita. Pero no tiene los ojos como Flyn.
Sonrío por su comentario, abro el paquete y al ver una equipación de fútbol de la selección española, me río y digo:
—¿Queréis que lo echen de Alemania?
Todos se ríen y, al no ver a mi pequeño, pregunto:
—¿Dónde está?
—Le están haciendo unas pruebas, cariño. Ahora lo traerán —responde Joe.
Cuando mi padre, junto con Lucía, Joe y Luz se van a tomar algo a la cafetería, mi hermana se sienta a mi lado y, con una cariñosa sonrisa, dice:
—Enhorabuena, _____. Eres mamá.
Asiento y me emociono y Raquel me abraza.
—Esto es para toda la vida, cuchu. El pequeño Joe es precioso y estoy segura de que te va dar muchas alegrías. Lo malo es que crecen y un día comenzará a salir con chicas, a mirar revistas guarras y a fumar porros.
—Raquel...
Ambas nos reímos. Mi hermana tiene unas cosas que es imposible no reírse con ella.
—Bueno, cuéntame, ¿algo nuevo?
Amorosa, se acerca y cuchichea:
—Jesús y yo, de mutuo acuerdo, hemos pedido el divorcio hace veinte días.
—¿En serio?
Asiente.
—Tiene nueva churri y por lo visto con ésta va en serio. Y, aprovechando el subidón que tiene, mencioné lo del divorcio exprés y de cabeza que lo hemos pedido.
—Ostras, qué bien. Volverás a ser una mujer soltera para tu rollito salvaje. —Me río.
Pero al ver su gesto, sé que algo no va bien y pregunto:
—¿Cómo sigue tu rollito salvaje?
—Fatal.
—¿Fatal?
Raquel asiente y dice:
—Quiere que nos vayamos a vivir a México con él.
—Pero ¿qué dices?
—Lo que oyes, cuchu... pero le he dicho que no. Primero, porque no me quiero alejar tanto de papá y de ti. Segundo, porque Jesús no está de acuerdo con que me lleve a las niñas tan lejos y tercero, porque si fuera el caso contrario, a mí tampoco me gustaría que Jesús se llevara a las niñas tan lejos de mí. Y antes de que digas nada, Jesús ha sido un capullo integral conmigo, pero con las niñas siempre ha intentado ser un buen padre y no voy a hacerle esa guarrada. Sé que las quiere y ellas, especialmente Luz, lo quieren a él. Y una cosa es que me divorcie y otra muy diferente que me lleve a las niñas de su lado.
Pienso lo que dice y la entiendo perfectamente cuando añade:
—Por lo tanto, el güey, como dice Luz, se ha sentido rechazado y lleva sin llamarme diez largos y tormentosos días.
—Llámale tú.
—Ni loca.
—¿Le has comentado lo de tu divorcio?
—No.
—Le has explicado las cosas como me las has explicado a mí.
—No.
—¿Por qué?
—Porque Juan Alberto no me ha dado opción. Cuando le dije que no a lo de México, el muy cabezota, tras enfadarse, no me permitió darle ninguna explicación y, literalmente, dijo: “Muy bien reina, que te vaya bonito”.
—¿Te dijo eso?
Raquel asiente y, al ver su cara, pregunto:
—¿Y tú qué le dijiste?
—Pues mira, chica, ¡para chula yo! Literalmente le dije: “Muy bien, rey, que te coma otra con tomate”. —Y bajando la voz, añade—: Me dieron ganas de decirle algo mucho peor, ya me conoces cuando me pongo en plan víbora, pero pensé: ¡Raquel, contención!
Me parto de risa y, abrazándola, insisto:
—Entonces, ¿tu rollito salvaje de mujer moderna se acabó?
—Creo que sí, pero, chica..., todavía pienso en él.
—Pero vamos a ver, Raquel. Si tú le quieres y él te quiere, ¿por qué no le explicas las cosas y le propones que...?
—¿Que se venga a vivir a España? —me corta—. No..., no..., imagínate que la empresa se le hunde y me culpa a mí de ello. No, ¡me niego!
Hablamos durante un buen rato, pero nada. Raquel se cierra en banda y es imposible hacerla razonar. Luego dicen que la cabezona de la familia soy yo, pero mi hermana, ¡telita!
La puerta se abre y aparecen Joe con Zayn y mi pequeñín. Zayn lleva un precioso ramo de rosas.
Saluda a mi hermana, luego a mí y murmura:
—Felicidades, mamá.
—Gracias, guapo.
Mi amor deja a nuestro niño en la cunita y pregunto:
—¿Todo bien?
Joe asiente y vuelvo a preguntar:
—¿Y mi padre?
—Se ha quedado con mi madre y los niños en la cafetería, ahora suben.
Asiento y, enamorada de mi pequeñín, miro a Zayn y le digo:
—¿Qué te parece?
Bajando la voz, mi buen amigo me mira y contesta:
—Es precioso, _____. Habéis tenido un niño precioso.
—¿Quieres cogerlo?
Zayn rápidamente da un paso atrás con gesto de susto.
—No. A mí tan pequeños no me gustan. Los prefiero cuando tienen la edad de Flyn y me puedo comunicar con ellos.
Todos nos reímos y añade, mirando a su amigo:
—Espero que saque el carácter de _____, porque como tenga el tuyo, colega, lo llevamos claro.
—Pues con el de la cuchufleta lo vais a llevar claro también —se mofa mi hermana.
Nos estamos riendo, cuando unos golpecitos en la puerta nos hacen mirar. Se abre y, encantada, veo que se trata de Mel, la chica del ascensor.
—¿Se puede?
—Pasa, Mel, pasa. —Sonrío contenta.
Al entrar, veo que trae un cochecito con una bebita preciosa dormida. Poniéndola a un lado, dice, mientras coge unas flores, que deja sobre la cama:
—Se acaba de dormir, ¡espero que aguante un ratito!
Joe la saluda con dos besos y, acercándose a mí, Mel dice, tras mirar al pequeñín que duerme en la cuna:
—Qué guapo y qué gordito. —Y con complicidad, añade—: ¿Qué es Medusa niño o niña?
—Un precioso niño —respondo orgullosa.
Ella me da un abrazo muy cariñoso y murmura:
—Enhorabuena, _____.
Cuando se separa de mí, veo que choca con Zayn y, al reconocerlo, dice:
—Vaya..., pero si está aquí James Bond.
Zayn no sonríe. La mira de arriba abajo y responde con mofa:
—Hombre, súper woman la mandona, ¿tú por aquí?
Joe y yo nos miramos y, antes de que podamos decir nada, ella pregunta:
—¿Cuánto tardaste en llegar ayer con tu Aston Martin? ¿Ocho minutitos?
Zayn, que por norma es un conquistador nato, al oír eso, en vez de sonreír y entrar en el juego, arruga el entrecejo y, mirándola con indiferencia, responde:
—Un poquito más, “simpática”.
Vaaaaaaaya. ¿Qué le ocurre a Zayn?
¿Acaso esta mujer lo desconcierta porque no cae rendida a sus pies?
Boquiabierta, observo que no despliega sus artes de donjuán con ella. Eso me sorprende y más cuando añade, mirando a Joe:
—Estaré en la cafetería con Manuel y Sonia. Más tarde, cuando haya menos gente, subiré de nuevo.
—Te acompaño —responde Joe.
Cuando los dos hombres se van, mi hermana me mira, yo miro a Mel y ésta, divertida, se encoge de hombros y suelta:
—Qué borde es el guaperas, ¿no?
No contesto y me río. Está claro que mi nueva amiga y Zayn no se van a llevar bien.
Cuando nos quedamos las tres solas, hablamos de niños, embarazos y partos. De pronto, me doy cuenta de que soy una más del clan de las madres y explico mi parto como algo único y alucinante.
Raquel y Mel hacen lo mismo. Nunca había entendido ese empeño de las madres por contar sus partos, pero ahora que yo he tenido el mío, me gusta recrearme en él y recordarlo.
Samantha se despierta y cuando Mel la saca del cochecito, mi hermana y yo nos enamoramos de ella. Es una muñequita rubia con los mismos ojos azules que su mamá. La niña sonríe y nos hace todas las monerías del mundo.
Al cabo de una hora, Mel y la niña se marchan, pero la habitación se vuelve a llenar de gente.
Sonia y mi padre, los orgullosos abuelos del pequeño Joe, quieren estar con él. Raquel se baja un rato con Lucía y los niños están con Zayn y Joe. Poco después aparecen Marta, Arthur y algunos amigos del Guantanamera. Cuando Sonia ve a Máximo, se saludan y yo tengo que sonreír. Pero cuando me parto de risa es cuando aparece Joe y ve al argentino hablando con su madre. Calla y finge no saber nada.
Esa noche, cuando todos se van y la habitación se queda en calma, mientras Joe ejerce de padre y le cambia los pañales a nuestro hijo como yo le indico, le pregunto:
—¿Eres feliz?
Él me mira, mete el pequeñín dormido en la cuna y responde:
—Como nunca en mi vida, cariño.
Al día siguiente nos dan el alta en el hospital y toda la familia, con uno más, regresamos a casa.
Monse_Jonas
Re: Pídeme Lo Que Quieras O Déjame (Joe y Tú) ADAPTACIÓN
Chicas, espero les gusten los capis!!
Ya sólo falta otro y el epilogo para el final de la trilogia.
Beshos
Y Saludos.
P.D. Perdón por la tardanza!!
Ya sólo falta otro y el epilogo para el final de la trilogia.
Beshos
Y Saludos.
P.D. Perdón por la tardanza!!
Monse_Jonas
Re: Pídeme Lo Que Quieras O Déjame (Joe y Tú) ADAPTACIÓN
descuida...
aaaaaaaaaaaaaaaaaaahhhh!!! zayn encontró la orna de su zapato!!! .... jjajajjajajajajajaja!!! y ella digo mel!!!.. es del ejercito o como policía??.. aaaaaaaaaaaaaaaaaaahhh!!! son papaaaaaaassssssss!!!!.. y si que es enorme el pequeñin!!!!!
aaaaaaaaaaaaaaaaaaahhhh!!! zayn encontró la orna de su zapato!!! .... jjajajjajajajajajaja!!! y ella digo mel!!!.. es del ejercito o como policía??.. aaaaaaaaaaaaaaaaaaahhh!!! son papaaaaaaassssssss!!!!.. y si que es enorme el pequeñin!!!!!
chelis
Re: Pídeme Lo Que Quieras O Déjame (Joe y Tú) ADAPTACIÓN
Capitulo Treinta y dos
El pequeño Joe tiene casi dos meses.
Es un niño bueno, encantador y con unos ojazos azules y cautivadores como los de su padre. Nos tiene a todos como tontos babeando por él.
Tras los primeros días en que todo es un caos, estamos aclimatados a los nuevos horarios. El pequeño es el rey de la casa. Él manda y todos giramos a su alrededor.
Come cada dos horas día y noche. Es agotador, porque además de tragón, no duerme mucho.
Joe se ocupa de él. Quiere que yo descanse, pero veo que su cansancio es tremendo cuando un día, tras una nochecita jerezana con los gases del pequeño, se despierta sobre las once de la mañana. ¡Hasta él se asusta!
Dos noches más tarde, de pronto me despierto sobresaltada y me encuentro a Joe sentado en la cama, moviéndose solo. Lo miro sorprendida. No tiene al bebé en brazos pero se acuna. Miro y el bebé esta dormidito en su cuna. Me río y, acercándome a Joe, murmuro:
—Cariño, échate y duérmete.
Lo hace. Está dormido y, cuando se acurruca entre mis brazos, me siento la mujer más dichosa del mundo por tenerlo a mi lado.
Flyn es un hermano maravilloso. Nada de celos y está más cariñoso que nunca. Por la tarde, tras hacer los deberes, quiere coger al pequeñín. Está orgulloso de ser su hermano mayor y eso se le ve en la cara.
¡Todos hablamos balleno!
¡Hasta Norbert!
Vuelvo a ser yo. Dejo de ser _____ota para ser _____, aunque cinco kilos se resisten a abandonarme.
Tanto helado y plum cake es lo que tiene. Pero no importa. Lo importante es que mi pequeñín esté bien.
Las hormonas se me han asentado y estoy feliz. Ya no lloro, ya no gruño y por no tener no tengo ni la tan conocida depresión posparto.
Mi padre y mi hermana vienen un par de veces a vernos en estos dos meses. Él no cabe en sí de orgullo cada vez que ve a su muchachote y Raquel también. Aunque la noto algo decaída por la finalización de su rollito salvaje.
Intento hablar con ella, pero no quiere. Al final desisto. Cuando quiera hablar, vendrá a mí. Lo sé.
El pequeño Joe es lo más bonito y maravilloso que me ha pasado nunca y ahora, cuando lo miro, estoy segura de que volvería a tener mil embarazos más sólo por tenerlo junto a mí.
Como una boba, estoy mirándolo dormir en la cuna cuando Joe entra en la habitación, se acerca a mí y, tras ver que el bebé duerme, me besa y dice:
—Vamos, pequeña, tenemos que irnos.
Ataviada con un maravilloso vestido de noche y con unos taconazos de infarto, lo miro y murmuro:
—Ahora me da penita dejarle.
Joe sonríe, me besa en el cuello y dice:
—Es nuestra primera noche para nosotros. Tú y yo solos.
Su voz me reactiva. Llevamos planeando esta salida desde que la ginecóloga nos dijo que podíamos retomar nuestra vida sexual. Al final, tras convencerme de que la vida sigue y tengo que recuperar algo de normalidad, me levanto. Le doy un besito a mi precioso bebé y camino de la mano de mi amor.
Cuando llegamos al salón, Sonia, que está con Flyn jugando al Monopoly de la Wii, nos mira y exclama:
—Pero ¡qué guapos estáis los dos!
—Hala, _____, ¡qué guapaaaaaaaa! —grita Flyn.
Como siempre, me encanta escucharlo. Es la primera vez que me arreglo desde que di a luz. Doy mi típica vueltecita ante el niño para que me vea, él sonríe y, cuando me abraza, le digo:
—Esta noche tú mandas en la casa. Eres el hermano mayor.
Flyn asiente y Sonia dice, guiñándome un ojo:
—Id tranquilos. Yo cuido de los dos pequeñines.
Sonrío, le doy un beso y pregunto:
—Tienes nuestros números de móvil, ¿verdad?
Mi suegra me mira, asiente y contesta:
—Sí, cariño. Desde hace mucho. Anda..., marchaos y pasadlo bien.
Joe se acerca a ella y la besa.
—Gracias, mamá. —Y, dándole un papelito, explica—: Estaremos en este hotel por si pasa cualquier cosa. Da igual la hora que sea, ¡llámanos!
Sonia coge el papel y, empujándonos, responde:
—Por el amor de Dios, ¿qué va a pasar? Marchaos de una vez.
Entre risas, salimos de la casa. Susto y Calamar se acercan rápidamente al vernos y los saludamos.
Después subimos al coche de Joe y nos vamos, dispuestos a pasarlo bien.
Cuando llegamos al hotel y cerramos la puerta de nuestra habitación, nos miramos. Es nuestra noche. Hoy por fin vamos a poder hacer el amor como queremos y sin interrupciones. Veo sobre la mesa una cubitera con champán.
—Vaya... pegatinas rosa —murmuro y Joe sonríe.
Nos miramos...
Nos acercamos...
Y suelto el bolso, que cae en el suelo.
Acto seguido mi amor me agarra por la cintura y hace eso que tanto me gusta. Me chupa el labio superior, luego el inferior y, tras darme un mordisquito, pregunta:
—¿Quieres cenar?
Pero yo sé ya lo que quiero y contesto:
—Vayamos directos a los postres.
Joe sonríe y murmura con voz ronca:
—Desnúdate.
Sonrío mimosa. Me doy la vuelta para que me baje la cremallera del vestido y cuando éste cae al suelo, me coge en brazos y me lleva a la cama.
Cuando me suelta sobre ella con una mirada que incita a todo, veo cómo mi chico se desnuda.
Fuera camisa. Fuera pantalón. Fuera bóxer.
Oh, sí..., qué maravillosas vistas me ofrece.
Madre mía, mi Paul Walker particular. ¡Se me hace la boca agua!
Tengo delante al hombre más sexy del mundo, con una sonrisa peligrosa y provocativa. Se tumba sobre mí y me besa. Degusto sus labios, su sabor, su ardoroso beso. Es la primera vez que lo vamos a hacer tras el nacimiento de nuestro pequeño y sabemos que tenemos que ir con cuidado.
Pasea sus dedos por mis muslos. Me chifla.
Susurra palabras calientes en mi oído. Me perturba.
Y cuando tira de mi tanga y éste salta hecho pedazos, me vuelve loca y me alegro de haberme traído otros de repuesto. La noche será larga.
—Quiero entrar en ti.
—Hazlo —susurro acalorada y añado—: Pero pídemelo de otra manera.
Joe sonríe. Sabe lo que quiero y murmura con ardor:
—Quiero follarte.
—Sí, así... sí.
Con cuidado, Joe pone la punta de su pene en mi húmeda vagina. Madre mía... lo que me hace sentir.
Me tienta...
Me enloquece...
Me estimula...
Y, mirándome a los ojos, murmura:
—Si te hago daño, dime que pare, ¿vale?
Asiento. Estoy excitada pero asustada.
¿Dolerá el sexo tras tener un bebé?
Joe se introduce en mí poco a poco. Sus ojos me taladran en busca del más mínimo gesto de dolor. Yo me arqueo, cierro los ojos y lo recibo.
—Mírame —exige.
Lo hago. Lo miro y me caliento más.
Nuestras respiraciones se aceleran y con toda la contención del mundo, mi amor, mi Joe, mi marido prosigue su camino.
—¿Duele?
Oh, no..., no duele. Me gusta la sensación y contesto tras morderme el labio inferior:
—No, cariño... Sigue..., sigue.
Un poquito más...
Más profundidad...
Siento que mi vagina se abre por completo, se humedece, tiembla.
La excitación me puede. No me duele nada. Sólo siento placer. Un placer intenso y, cuando no puedo más y el ansia viva me desborda, le agarro del trasero y me empalo totalmente en él. Los dos jadeamos y, cuando me mira, digo:
—Ya no estoy embarazada. No me duele. Dame lo que necesito, Zimmerman.
Los ojos de Joe brillan. Sonríe. El vello del cuerpo se me eriza al saber qué significa eso.
Pasión en estado puro.
Disfruto...
Disfruta...
Disfrutamos...
La locura nos rodea, olvidamos la existencia del mundo y sólo sentimos el roce de nuestros cuerpos mientras nos besamos enloquecidos y hacemos el amor a nuestra manera.
Cansados y sudados, cinco minutos después los dos jadeamos sobre la cama y susurro:
—Alucinante.
—Sí.
—¡Ha sido alucinante!
Joe tiene la respiración agitada y, posando una mano sobre mi vientre, ahora casi plano, murmura:
—Como tú dices, pequeña, ¡flipante!
Nos reímos y nos abrazamos y de los abrazos pasamos a los besos. Cuando ambos estamos dispuestos de nuevo, pregunto:
—¿Repetimos?
No lo duda. Con fuerza, se levanta de la cama y me lleva consigo. Me coge en brazos y, con la sensualidad en todo lo alto, susurra mientras sonríe:
—No voy a parar en toda la noche, pequeña, ¿estás preparada?
Asiento como un muñequito. Llevo preparada meses y, tras morderme el lóbulo de la oreja, murmura, poniéndome la carne de gallina:
—Voy a hacer algo que ambos deseamos.
Divertida, sonrío. Sé lo que va a hacer y cuando me lleva contra la pared y me aprisiona contra él, pregunta:
—¿Te gusta así?
¿Contra la pared? ¡Oh, sí! Cuánto he deseado este momento.
—Sí.
Joe sonríe, aprieta las caderas contra las mías y dice:
—Ahora sí, pequeña. Ahora sí.
Y, sin preámbulos, introduce su enorme, erecto y duro pene en mi interior, mientras nos miramos a los ojos y yo abro la boca para gemir. Lo recibo y jadeo.
Una...
Dos...
Cien veces entra y sale de mí, mientras nuestro instinto animal aparece en manada para tomarnos por completo. Lo disfrutamos.
Sexo. Fuerza. Ardor. Pasión.
Todo ello entre nosotros es caliente, pasional. Le muerdo el hombro. Paladeo el sabor de su piel mientras me penetra. Pero de pronto se para y dice:
—Mírame.
Hago lo que me pide. Su mirada es felina y, apretando las caderas contra mí para darme una mayor profundidad, pregunta con la voz entrecortada al sentir como mi vagina lo succiona:
—¿Te gusta así, pequeña?
Asiento y, al ver que no contesto, me da una palmadita en el trasero y digo:
—Sí... Oh, sí... No pares.
No para. Me vuelve loca.
Mi maravilloso y dulce amor me empala una y otra vez, mientras los dos disfrutamos hasta que el clímax nos puede y tenemos que parar.
Nuestras respiraciones agitadas están desacompasadas y de pronto comienzo a reír.
—Cariño..., cuánto te he echado de menos.
Joe asiente y, acalorado por el esfuerzo, murmura:
—Seguramente tanto como yo a ti.
Sin separarme de él, llegamos a la ducha, donde volvemos a hacer el amor como dos salvajes. La noche es larga y queremos disfrutar de lo que más nos gusta. De nosotros.
A las tres de la madrugada, agotados después de cinco asaltos de lo más fogosos, llamamos al servicio de habitaciones. Estamos hambrientos. Nos traen unos sándwiches y más bebida con pegatinas rosa. Mientras comemos desnudos sobre la cama, Joe me mira y pregunta:
—¿Todo bien?
Yo sonrío. Me encanta cuando me lo pregunta, y asiento.
Llenamos nuestras copas, brindamos mirándonos a los ojos y, después, Joe dice:
—Zayn me llamó ayer. Dice que dentro de dos fines de semana habrá una fiestecita en el Sensations. ¿Qué opinas?
Guauuu... Definitivamente, nuestra vida se normaliza.
Levanto una ceja, sonrío y contesto:
—Un poco de complemento nunca viene mal, ¿no?
Joe suelta una carcajada, deja el sándwich sobre la bandeja y, abrazándome, murmura:
—Pídeme lo que quieras.
Emocionada por esa frase que tanto significa para nosotros, dejo también mi sándwich y, mirándolo, murmuro, mientras abro las piernas para él:
—Dame placer.
Monse_Jonas
Re: Pídeme Lo Que Quieras O Déjame (Joe y Tú) ADAPTACIÓN
Capitulo Treinta Y Dos Segunda Parte
Nos besamos. Joe comienza a bajar su boca por mi cuerpo. Oh, sí. Me besa el ombligo y yo jadeo, cuando de pronto un sonido nos interrumpe. ¡Mi móvil!
Nos miramos. Son más de las tres de la madrugada. Que suene el móvil a esa hora no puede ser para nada bueno. Asustados, pensamos en nuestro bebé. Saltamos de la cama, Joe llega antes que yo hasta el teléfono y lo coge.
Veo cómo, angustiado, habla con alguien. Lo tranquiliza. Yo pregunto. Me hace un gesto con la mano. Estoy histérica y, antes de que cuelgue, le oigo decir:
—No te muevas de ahí, vamos en seguida.
Con el corazón a punto de salírseme del pecho, lo miro e inquiero:
—¿Qué pasa? ¿Joe está bien? ¿Era tu madre?
Él me sienta en la cama. Estoy a punto de llorar.
—Tranquila, no era mi madre.
Saber eso me hace respirar. Mi niño está bien. Pero de pronto el susto vuelve a mí y pregunto:
—¿Y quién era entonces?
—Tu hermana.
—¿Mi hermana? —Mi corazón se acelera de nuevo y, agarrándome a la cama, pregunto, a punto del infarto—: ¿Qué ha ocurrido? ¿Mi padre está bien?
Joe asiente, sonríe y dice:
—Todos están bien. Anda, vístete. Vamos a buscar a Raquel, que está en el aeropuerto de Múnich, esperándonos.
—¿Cómo?
—Vamos, pequeña... —me apremia.
Bloqueada, me reactivo y rápidamente nos vestimos. A las cuatro y cinco de la madrugada y vestidos de noche, aparecemos los dos en el aeropuerto. Estoy nerviosa. ¿Qué le ocurre a mi hermana?
¿Por qué está a estas horas en el aeropuerto?
Al vernos llegar, Raquel, sorprendida, nos mira y pregunta:
—¿Venís de alguna fiesta?
Joe y yo asentimos y, rápidamente, la bombardeo a preguntas:
—¿Qué ocurre? ¿Estás bien? ¿Qué haces aquí?
Ella se desmorona y murmura:
—Ay, cuchu, creo que la he liado otra vez.
Sin entender nada, la miro. Luego miro a Joe, que nos observa, y susurro:
—No me asustes así, Raquel, que ya sabes que soy muy impresionable.
Mi hermana asiente y yo insisto:
—¿Papá y las niñas están bien?
Ella asiente.
—Papá no sabe que estoy aquí.
—¿Y las niñas? —pregunta Joe, preocupado.
—Con su padre. Se las lleva hoy de vacaciones a Menorca diez días.
De pronto lo entiendo. Y, posándole una mano en el hombro, digo:
—No me lo puedo creer.
—¿El qué? —pregunta Joe.
Raquel me mira. Yo la miro y siseo:
—No me jorobes y me digas que te has acostado con Jesús y estás otra vez colgada de... de... ese imbécil.
Ella se echa a llorar y yo maldigo. ¡No me lo puedo creer!
Pero ¿a mi hermana le falta un tornillo?
Joe me tranquiliza y, cuando por fin Raquel deja de llorar, me mira y aclara:
—Pues no, cuchu. No me he acostado con Jesús, ni estoy colgada de él. ¿Qué clase de mujer crees que soy?
Ahora sí que me he perdido y, mientras la miro a la espera de una explicación, su cara se descompone y dice llorando:
—¡Estoy embarazaaaaaaaada!
Joe y yo nos miramos. ¿Embarazada?
Raquel berrea en medio del aeropuerto de Múnich y yo no sé qué hacer. Miro a mi loco amor en busca de ayuda, pero Joe se acerca a mí y susurra:
—No puedo con más hormonas lloronas, cariño, ¡no puedo!
A mí me entra la risa. Pobrecito, menudo trauma le he creado durante mi embarazo.
Al final reacciono.
Siento a mi hermana en una silla y digo:
—Vamos a ver, Raquel, si no te has acostado con Jesús, ¿de quién es el bebé?
—¿Tú qué crees?
Parpadeo y respondo:
—Pero ¿y yo qué sé? Según tú, en este tiempo no has salido con nadie.
Las lágrimas le salen a borbotones y de pronto dice:
—De mi rollito salvajeeeeeee.
—¿De Juan Alberto? —pregunta Joe, alucinado.
—Sí.
—Pero ¿qué me estás contando, Raquel?
—Lo que oyes, cuchufleta.
—¿Pero vosotros no habíais roto? —insiste Joe.
La embarazada de mi hermana se seca los ojos y responde:
—Sí, pero nos hemos seguido viendo cada vez que él venía a España.
Boquiabierta y alucinada, la miro y digo:
—Pues no me habías contado nada.
—Es que no había nada que contar.
—Joder, pues para no tener nada que contar, no veas lo que vas a tener que contarles ahora a papá, a tu hija y al mexicano —me mofo.
Al oírme, mi hermana se levanta y, como una loca histérica, chilla en medio del aeropuerto:
—¡Al mexicano no le tengo que contar nada! ¡Absolutamente nada!
—Cálmate, mujer, cálmate —pide Joe.
—¡No me da la gana de calmarme!—grita ella.
Joe me mira con ganas de asesinarla. Yo lo miro y cuchicheo:
—No se lo tengas en cuenta, cariño. Ya sabes, las hormonas.
—Joder con las hormonas —protesta él.
Cojo a Raquel de las manos. Tiembla, está histérica y, al ver que la miro, fuera de sí, dice:
—¡No quiero volver a ver a ese güey en su puñetera vida! ¡Me niegoooooooooo!
La gente nos mira. Los policías del aeropuerto se acercan a nosotros. Preguntan qué ocurre y Joe, como mejor puede, les responde que son problemas familiares. Ellos asienten y se marchan.
Mi chico y yo nos miramos. Estamos desconcertados. Nuestra bonita noche ha acabado en el aeropuerto, con mi hermana llorando como una histérica, con las hormonas revolucionadas y embarazada.
Joe decide tomar las riendas de la situación y, agarrando a Raquel del brazo, dice:
—Venga, vamos a casa. Debes descansar.
Los tres caminamos hacia el coche. Mi hermana no lleva equipaje ni nada. En el camino, me cuenta que estaba en Madrid para llevar a las niñas con su padre y que la llamó Juan Alberto mientras ella estaba durmiendo a Lucía. Luz cogió el móvil y le dijo que estaban cenando en la casa de su padre y que sus padres estaban en la habitación. Cuando Raquel cogió el teléfono, él se puso como un loco y ella, como una hidra, lo había mandado a tomar por donde amargan los pepinos y le había colgado.
Cuando llegamos, Sonia, que acaba de darle un biberón a mi niño, se sorprende al vernos. Pero tras ver a mi hermana y su aspecto, y después de hablar con su hijo, la mujer decide ver, oír y callar.
Raquel y yo vamos a ver a mi pequeñín, que duerme como un angelito. Es precioso. Mi hermana llora y decido acompañarla a una habitación. Le dejo un pijama y hago que se acueste. Me tumbo con ella. No quiero dejarla sola y, en la oscuridad de la habitación, pregunto:
—¿Estás mejor?
—No, estoy fatal. Siento haberos jorobado la fiesta a Joe y a ti.
—Eso no importa, Raquel, cariño.
Un quejido lastimoso sale de su boca y me dice:
—Ya he obtenido el divorcio exprés.
—¿Desde cuándo lo sabes?
—Me llegó la sentencia hace dos días. Legalmente vuelvo a ser una mujer soltera, cuchu. Y yo... yo... —No puede continuar, pues le vuelven las lágrimas.
Qué mal rato está pasando, pobrecita, mi Raquel. Cuando consigo que deje de llorar, pregunto:
—¿Qué vas a hacer?
—¿Con qué?
—Con el bebé. ¿Vas a decírselo a Juan Alberto?
—Se lo pensaba decir junto con lo del divorcio. Había comprado un billete para México y pensaba darle una sorpresa, pero ahora no quiero verlo. Ese güey me acusó de ser una pendeja, una mala mujer.
Ha debido de pensar que se la estaba pegando con queso, como hizo anteriormente su mujerrrrrrrrr.
La forma de hablar de mi hermana me hace gracia. Pero no es momento de reír. Comienza a llorar de nuevo. Intento consolarla, pero es difícil. Sufrir por amor estando embarazada es una mierda, es lo peor de lo peor y, cuando se duerme, me levanto con sigilo y voy a mi cuarto. Allí está Joe con nuestro pequeñín en la cuna. Cuando me ve aparecer, me mira y pregunta:
—¿Cómo está?
—Fatal, pobrecita.
Ambos nos callamos y Joe dice luego:
—¿Qué hacemos? ¿Llamamos a Juan Alberto o no?
No sé qué hacer. Meterme en los problemas sentimentales de otros nunca me ha gustado y al final decido que no. Es problema de Raquel y es ella la que debe tomar la decisión. Me abrazo a Joe y, al notar sus labios en mi cuello, murmuro:
—Siento lo que ha pasado, cariño. Está visto que no nos dejan.
Él sonríe.
—Lo hemos pasado muy bien, eso es lo que cuenta. Ya lo repetiremos.
A la mañana siguiente, cuando mi hermana se levanta, su aspecto no ha mejorado. Tiene más ojeras si cabe. Simona, al verla allí, se sorprende, pero cuando le cuento lo que ocurre la compadece.
¡Maldito amor!
Sonia se lleva a Flyn a su casa para quitarlo de en medio y Joe decide alejarse de las hormonas y se encierra en su despacho con el bebé. Aunque antes me dice que no me preocupe de nuestro pequeño, él se ocupará mientras yo atiendo a mi hermana.
Llevo días sin ver Locura Esmeralda y Simona lo tiene grabado. Tenemos pendientes tres capítulos, incluido el último de la serie. Pero antes de ponérnoslos, me ocupo de mi hermana, la convenzo para que llame a mi padre y se tome una tila.
La oigo hablar con papá mientras llora y le dice lo del embarazo. Acto seguido, Raquel llora sin parar y, cuando ya no puedo más, le quito el teléfono.
—Papá, no sé qué le has dicho, pero ahora sí que no para de llorar.
Oigo un resoplido al otro lado de la línea.
—Ojú, morenita. Sois dos, pero en ocasiones parecéis cien —Eso me hace sonreír y añade—: Le he dicho que no se preocupe por nada. Donde entran cuatro, entran cinco, y mi nuevo nietecito será bien recibido en su casa. Simplemente le he dicho que no se angustie por eso y que debería hablar con Juan Alberto.
De nuevo, mi padre demuestra lo buena persona que es, y a pesar de saber que el nuevo embarazo de mi hermana será el nuevo chisme de Jerez, él la apoya. Nos apoya, como siempre.
Después de hablar con él un rato y decirle que no se preocupe por nada, que yo me ocupo de Raquel, le mando mil besos y cuelgo. Consigo llevar a mi hermana hasta la habitación tras darle otra tilita, cuando se duerme, yo respiro aliviada.
Una vez salgo de la habitación, paso a ver a mis chicos. Padre e hijo están en el despacho. Joe trabajando con su ordenador y mi pequeñín dormido como un ceporro. Después de darles mil besos a cada uno, busco a Simona y, como dos niñas con zapatos nuevos, nos vamos las dos al salón, a disfrutar de nuestra serie favorita.
Simona le da a lo grabado y juntas, con nuestro paquete de kleenex, nos proponemos disfrutarla.
Cuando comienza el último capítulo y aparece mi hermana, lo paramos y digo, consciente de que si ve eso llorara más:
—Raquel, si quieres, date un bañito en la piscina. Quizá eso te relaje, cielo.
Pero no, la señora sabe lo que vamos a hacer y, repachingándose en el sofá, responde:
—Quiero ver Locura Esmeralda con vosotras.
Madre..., madre..., pronostico que esto va a ser un drama. Mi hermana embarazada, despechada por el amor de un mexicano y Locura Esmeralda. Pinta mal. Muy mal.
Intento convencerla. Le digo que ese culebrón le recordará más su problema. Pero nada, de allí no la mueve nadie. Al final decido poner la serie y, como dice mi padre, ¡que sea lo que Dios quiera!
La musiquita ya la hace llorar y, cuando aparece México y los mexicanos, lo que brota por sus ojos son las mismísimas cataratas del Niágara. Simona y yo intentamos calmarla, pero ella nos pide que le dejemos ver la novela. ¡Pa’ matarla!
Al final nos concentramos y Simona y yo disfrutamos como dos enanas asistiendo a la boda de Esmeralda Mendoza y Luis Alfredo Quiñones. ¡Por fin!
Qué guapos están. Qué relucientes. Se merecen esa felicidad tan maravillosa a ritmo de mariachis y los que hemos padecido su calvario nos lo merecemos también. Esmeralda y Luis Alfredo se juran amor eterno mirándose a los ojos y Simona y yo lloramos. Mi hermana berrea. Cuando aparece el pequeño hijo de ambos y le dice a su papá “Te quiero mucho, papito lindo”, ya no sólo berrea mi hermana, ahora berreamos las tres.
Y cuando la telenovela acaba con ese precioso final, con los tres subidos en un caballo, encaminándose hacia el horizonte, la caja de kleenex se nos acaba y, como tres tontas, lloramos sin pizca de vergüenza.
Esa noche, después de cenar, Raquel se va a dormir. No puede con su alma. Yo tampoco.
Psicológicamente me tiene agotada.
Joe y yo nos vamos a nuestra habitación y, tras darle un biberón al pequeñín, éste nos da una tregua y se duerme en su cuna. Ya lo vamos conociendo y sabemos que esa toma al menos le dura tres horas.
Agotada, me tiro en la cama y cierro los ojos. Necesito mimitos. Pero de pronto comienzan a sonar muy bajito las notas de una canción y Joe, acercándose, dice:
—¿Bailas?
Sonrío. Me levanto y me abrazo a él mientras se oye:
Si nos dejan, nos vamos a querer toda la vida.
Si nos dejan, nos vamos a vivir a un mundo nuevo.
Bailamos en silencio. Ninguno de los dos habla, sólo bailamos, escuchamos la canción y nos abrazamos.
Del abrazo pasamos a besarnos. Lo deseo, me desea y queremos continuar con lo que nos interrumpieron la noche anterior. Pero de pronto, suena el móvil de Joe. Yo pongo los ojos en blanco y protesto furiosa:
—Pero ¿quién llama ahora?
Él sonríe. Entiende mi frustración. Me da un beso y coge el teléfono. Habla con alguien y sale de la habitación rápidamente. Sin entender nada, me pongo una bata y, cuando llego a la planta de abajo, veo que Joe abre la puerta de la casa y observo que las luces de un coche se acercan.
—¿Quién viene?
Pero antes de que pueda responder, un taxi llega hasta nuestra puerta y me quedo sin habla cuando veo quién sale de él.
Madre mía la que se va a liar cuando mi hermana vea al mexicano aquí.
Miro a Joe, él me mira también y dice:
—Lo siento, cariño, pero las hormonas de tu hermana que se las coma quien las ha originado.
Su comentario me da risa. En vez de molestarme, ¡me parto!
Juan Alberto, con barba de varios días, pregunta al entrar:
—¿Dónde está esa mujer?
Y antes de que Joe o yo podamos responder, oímos:
—Como se te ocurra acercarte a mí, te juro que te abro la cabeza.
¡Mi hermana!
Me vuelvo y la veo en medio del vestíbulo, con un vaso de agua en las manos. Me muevo para ir a su lado, pero mi marido me sujeta. Protesto.
—Joe...
—No te muevas, pequeña —susurra y le hago caso.
Juan Alberto, con la vista clavada en Raquel, sin temer por su integridad física, pasa por nuestro lado, se acerca a ella y, sin tocarla, dice:
—Ahorita mismo me vas a besar y me vas a abrazar.
Ella, ni corta ni perezosa, le lanza el agua a la cara.
¡Toma ya!, empezamos bien.
Y como no la pare, lo próximo que hace es estamparle el vaso en la frente.
Pero el mexicano, en vez de enfadarse, da otro paso adelante y dice:
—Gracias, sabrosa. El agua me aclaró más las ideas.
Raquel levanta las cejas.
Uy..., malo... malo...
—Ahorita mismo te vas a ir por donde has venido, güey —suelta ella.
Juan Alberto deja la bolsa que sostiene y responde:
—¿Por qué no me has cogido el celular? Me he vuelto loco llamándote, mi reina. Siento lo que te dije la última vez que hablamos. Me encelé como un burrote al imaginarme cosas que no son, pero yo te quiero, relinda. Te quiero y necesito estar a tu lado y que me quieras.
Joder... esto parece Locura Esmeralda.
Mi hermana se derrumba. A cada palabra bonita y dulce de él, se desmorona por segundos. Es una romántica empedernida y sé que eso que Juan Alberto le está diciendo le está llegando directamente al corazón.
Pero me desconcierta su pasividad ante el hombre que yo sé que quiere y entonces éste añade:
—Sé que estás encinta y ese bebito que llevas en tu vientre es mío. Mi hijo. Nuestro hijo. Y le agradeceré todita mi vida a mi buen amigo Joe que me llamara para decírmelo. ¿Por qué no me lo has dicho tú, mi reina?
Raquel mira a Joe fulminándolo con la mirada.
La entiendo. En un momento así, yo haría lo mismo.
Mi marido, al verla, se encoge de hombros y dice con seguridad:
—Lo siento, cuñada, pero alguien se lo tenía que decir al padre.
La tensión se corta con un cuchillo. Yo no hablo. Mi hermana no habla y Juan Alberto, acercándose un poco más a ella, susurra con voz melosa:
—Dímelo, relinda. Dime eso que tanto me gusta oír de tu dulce boca.
A Raquel, la barbilla le vuelve a temblar. Se masca la tragedia. Me temo lo peor. Le estampa el vaso en la cabeza fijo... Pero de pronto, contra todo pronóstico, arruga el morrillo y dice:
—Te... Te como con tomate.
Juan Alberto la abraza, ella lo abraza a él y se besan.
Ojiplática, parpadeo. Pero ¿qué ha pasado aquí?
Joe, cogiéndome en brazos, me ordena callar y me lleva derechito a nuestra habitación. Cuando entramos en ella, sin soltarme, vuelve a poner la canción que estábamos bailando y, mirándome con deseo, murmura:
—Ahora sí, pequeña. Ahora sí que nos dejan.
Sonrío. Por fin todo, absolutamente todo está bien. Lo beso y, con sensualidad, digo:
—Desnúdate, señor Zimmerman.
Monse_Jonas
Re: Pídeme Lo Que Quieras O Déjame (Joe y Tú) ADAPTACIÓN
Epílogo
Igual que mi hermana tuvo un divorcio exprés, organiza una boda exprés.
En agosto, toda la familia nos reunimos en Villa Morenita y celebramos un buen bodorrio por todo lo alto, al que unimos el bautizo del pequeño Joe. Decidimos hacerlo todo junto. Volver a reunir a todos los asistentes no es fácil y no queríamos que faltara nadie.
En esta ocasión, unimos a México con España en una boda y en un bautizo Alemania con España.
Los amigos de mi padre se ríen y dicen que nuestra familia es como la ONU.
La madre de Dexter y éste cantaron rancheras y mi padre, con el Bicharrón, se arrancaron por bulerías. Ni qué decir tiene que cuando la Pachuca entró por rumbitas, allí se organizó la marimorena
y bailó hasta el apuntador.
Pero ¡qué guasa tenemos los españoles!
Todos lo pasamos de vicio y Raquel es locamente feliz. Se lo merece. De nuevo es una mujer casada, enamorada de un hombre que le corresponde como merece, y con perspectivas de vivir en
España. Concretamente en Madrid. Juan Alberto lo está organizando todo para su traslado. Lo primero son ella y su bebé. Nunca lo dudó.
Mi padre no cabe en sí de gozo. Está orgulloso de sus niñas y de sus yernos. Según él, Joe y Juan Alberto son dos verdaderos hombres que se visten por los pies, responsables y juiciosos. ¡Toma ya!
Sólo hay que verle la cara para saber que por fin es tremendamente feliz. Nos falta mamá, pero sabemos que desde el cielo disfruta de nuestra felicidad y es tan dichosa como nosotros.
Frida y Andrés, junto con el pequeño Glen, acudieron desde Suiza. Están bien y felices y yo me río con Frida cuando me cuenta que en Suiza ya han encontrado con quién jugar.
Zayn vino solo. Pero solo, lo que se dice solo, estuvo cinco minutos. Las amigas de mi hermana y las mías babean ante el dandy alemán. Han caído todas bajo su influjo y él tiene para todas. ¡Increíble lo de Zayn!
Sonia se presentó con su nuevo ligue, un hombre más joven que ella. Está claro que quiere seguir disfrutando de la vida y del amor y que nada, ni las miradas en ocasiones reprobadoras de su hijo, la pararán. Como ella dice siempre: ¡Vive y deja vivir!
A Joe le ha costado, pero por fin lo ha entendido.
¡La vida sólo se vive una vez!
Marta con su novio Arthur disfrutó de la juerga. Bailó hasta quedar agotada y en un par de ocasiones, juntas gritamos aquello de “¡Azúcar!”.
Mientras Susto y Calamar correteaban por Villa Morenita. Simona y Norbert no daban crédito.
México y España no tienen nada que ver con Alemania y en esa boda/bautizo quedó totalmente manifiesto.
Dexter y Graciela continúan su particular luna de miel. Ellos pasan de boda, pero estoy segura de que no tardará en llegar.
La madre de Dexter, tras ver la boda exprés de Juan Alberto con mi hermana, ya sueña con la boda de su hijo. Sé que lo conseguirá y que allí estaremos nosotros, sus amigos, para acompañarlos.
Flyn y Luz siguen con su particular buen rollo. Lo que no se le ocurre a uno se le ocurre al otro y, a pesar de que se cargaron la tarta de boda al poner un petardo, se salvaron de ser castigados, porque explotó en la cocina y no en el salón. No quiero ni imaginar la que se hubiese liado si estalla ante mi hermana Raquel y su flamante marido. Sólo de imaginármelo me parto de risa.
Mi niño, mi bebé precioso, mi pequeño Joe, durante la boda fue de mano en mano. Todos querían coger al hermoso pequeñín y él encantado. No lloró, sino que disfrutó, y yo más. Así pude gozar de la boda de mi hermana junto a mi amor. El hombre más maravilloso del mundo y que sé que me quiere con locura.
Eso sí, seguimos discutiendo. Seguimos siendo como la noche y el día y, continuamente, cuando uno dice blanco el otro dice negro. Pero como dice Malú en nuestra canción, nos regalamos amor y nos regalamos la vida. Sin él, mi vida ya no tendría sentido y sé que a él le ocurre lo mismo.
A finales de agosto, tras pasar varios días en Jerez, Joe y yo, junto a Simona y Norbert, los pequeñajos y los perros regresamos a casa. Un poco de tranquilidad antes de comenzar el curso escolar y el trabajo nos vendrá bien.
Sorprendentemente y sin que yo diga nada, Joe me pregunta si me he vuelto a plantear lo de trabajar para Müller. Sinceramente, lo he pensado, pero ahora, con mi pequeño, no quiero. Sé que lo haré dentro de un tiempo, cuando vaya a la guardería, pero de momento decido quedarme con él en casa y disfrutarlo antes de que crezca, salga con chicas, mire revistas guarras y fume porros, como dice mi hermana.
Joe al saber mi decisión, sonríe y asiente. Eso lo hace feliz.
Una mañana de septiembre, salimos con nuestros dos chavalotes a pasear por Múnich. Hace buen día y queremos aprovecharlo. Somos una familia y hemos planeado algo para sorprender a Flyn, a nuestro niño.
Desde que el pequeño Joe llegó a casa, siempre nos llama mamá y papá. Su felicidad es la nuestra y en más de una ocasión nos hemos tenido que esconder para que no nos vea emocionarnos como dos tontos.
Cuando aparcamos el coche, los cuatro paseamos y, con una sonrisa en los labios, llegamos hasta el puente de Kabelsteg, donde está puesto nuestro candado. Nuestro candado del amor.
Joe y yo vamos de la mano, mientras Flyn guía el carrito con su hermano.
—Halaaaaaa, ¡cuántos candados! —dice sorprendido.
Joe y yo nos miramos, sonreímos y, tras localizar dónde está el nuestro, nos paramos.
—Mira, Flyn —le digo—. Mira qué nombres pone en ese de arriba.
El niño lo mira y, alucinado, pregunta:
—¿Sois vosotros?
—Sí, jovencito, somos nosotros —contesto, agachándome para estar a su altura—. Éste es uno de los puentes del amor de Múnich y Joe y yo hemos querido formar parte de ello.
Flyn asiente y Joe pregunta:
—¿Qué te parece la idea?
Él se encoge de hombros y responde:
—Bien. Si es un puente de enamorados, me parece bien que estén vuestros nombres. —Y fijándose en otros candados, añade—: ¿Y por qué en esos candados hay otros más pequeños?
Joe, agachándose junto a nosotros, explica:
—Esos candados más pequeños son el fruto del amor de los candados grandes. Cuando las parejas han tenido hijos, los han incluido en ese amor.
Flyn asiente y, mirándonos, pregunta:
—¿Hemos venido a poner el candado de Joe?
Yo niego con la cabeza y entonces, mi amor, sacando dos candados grabados más pequeñitos de su bolsillo, se los enseña y dice:
—Hemos venido a colgar dos candados. Uno que pone Flyn y otro que pone Joe.
Él parpadea y, emocionado, dice:
—¿Con mi nombre también?
Yo sonrío y, abrazándolo, contesto:
—Tú eres nuestro hijo como lo es Joe, cariño. Si no ponemos los cuatro candados, nuestra familia no estará completa, ¿no crees?
Él asiente y murmura:
—Guayyyyy.
Joe y yo sonreímos y, entregándole los candados, le explicamos cómo unirlos al nuestro. Después, tras besar todos las dos llaves, las tiramos al río.
Mi rubio me mira y yo le guiño un ojo. Siempre hemos sido una familia, pero ahora lo somos más.
Quince minutos más tarde, mientras Flyn corre delante de nosotros y yo guío el carrito del bebé, pregunto:
—¿Eres feliz, cariño?
Joe, mi amor, mi Iceman, mi rubio, mi hombretón, mi vida, me aprieta más contra él y, besándome en la cabeza, responde:
—Como no te puedes ni imaginar. Contigo y los niños a mi lado tengo todo lo que necesito en la vida.
Asiento. Lo sé, me lo hace saber todos los días. Pero deseosa de intrigarlo, murmuro:
—Todo... todo, no.
Joe me mira.
Yo me paro.
Echo el freno al cochecito y, tras abrazarlo por el cuello, él vuelve a afirmar:
—Tengo todo lo que quiero, pequeña, ¿a qué te refieres?
Juguetona, lo miro y digo:
—Hay una cosa que tú siempre has querido y que yo aún no te he dado.
Sorprendido, arruga el entrecejo y pregunta:
—¿El qué?
Intentando contener la risa, lo beso. Joe es delicioso, lo adoro. A escasos centímetros de su boca, susurro:
—Una morenita.
Me mira ojiplático.
Se le corta la respiración.
Palidece.
Yo me troncho de risa y, al entender mi guasa, pregunta divertido:
—¿Tú me quieres volver loco otra vez con las hormonas?
Le doy un azote en el trasero y, besándolo, murmuro:
—Tranquilo, Iceman, de momento estás a salvo, pero ¿quién sabe? Quizá algún día...
Monse_Jonas
Re: Pídeme Lo Que Quieras O Déjame (Joe y Tú) ADAPTACIÓN
Chicas, espero les haya gustado esta hermosa trilogía tanto como a mí, hahaha a decir verdad desde mi punto de vista es más bonita que cincuenta sombras de Grey, Pero ¿ustedes qué piensan?
Bueno muchas gracias por todos sus bellos comentarios y por haber aguantado mis innumerables días sin subirles capítulos, espero les haya gustado mucho en libro en verdad.
Saludos y besos a todas.
Bueno muchas gracias por todos sus bellos comentarios y por haber aguantado mis innumerables días sin subirles capítulos, espero les haya gustado mucho en libro en verdad.
Saludos y besos a todas.
Atentamente
Monse
Monse_Jonas
Re: Pídeme Lo Que Quieras O Déjame (Joe y Tú) ADAPTACIÓN
Hermosa la nove!
hermosos el final
hermoso todo! <3
Gracias por adaptarla!! :)
hermosos el final
hermoso todo! <3
Gracias por adaptarla!! :)
SparklyGirl
Re: Pídeme Lo Que Quieras O Déjame (Joe y Tú) ADAPTACIÓN
no lo puedo creeer!!!... todo lo que pasaron!!... y aaaaaaahh!!!.. son felices y flyn que niño tan lindo.. y como cambio....... y me quedo sin palabra!!!!... y pues cada nove tiene lo suyo!!!!... son especial!!!!.. jejejejeje
GRACIAS POR SUBIRLA Y COMPARTIRLAAAA!!!
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chelis
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