Killers Never Sleep.

Desde la visita de aquel extraño, comencé a sufrir pensamientos suicidas, deseos sexuales, pérdidas del control de mi cuerpo y olvidé como se sentía la soledad. Se hacía llamar Kill, y su piel estaba cubierta de tatuajes que asemeja su apariencia a un zombie con habilidades de un humano que poseía aún la vida. Me despertaba a media noche para incitarme al asesinato, y se comportaba como un auténtico caballero constantemente. Me juró que perdería la cabeza, que la naturaleza psicópata es imposible de detener y que mi vida comenzaría a depender de la bondad, la empatía, la generosidad. Mi nombre es Antonio Dix-sept, mayormente conocido como Tony, vivo en el infierno de sentir placer por la tortura física y psicológica de las personas, y perdí la cabeza hace tiempo, cuando la mirada de Kill se volvió rojiza.

Spoiler:

Se aproximaban las tres de la madrugada cuando decidí acercarme al puente de la ciudad, y disfrutar de la nieve cayendo sobre mi cuerpo. La sensación del frío rozando el bello de mis extremidades, o colisionando contra mi rostro; el conocimiento de una manta helada que acomodaba mis pisadas, o la luz de los coches iluminando mi camino, eran simples cosas que mi mente deseaba y me exigía constantemente.
Acomodé mi calzado correctamente, impidiendo posibles molestias en mis pies y abrí la puerta, posteriormente cerrándola con dos vueltas. Guardé mi llave en el bolsillo delantero de mis vaqueros negros ajustados. Encontré dentro del mismo bolso, inconscientemente, una nota arrugada y rota por las esquinas que me recordaba recoger el traje de novia —de mi hermana—, el jueves a las cuatro de la tintorería
Con un suspiro la dejé caer en el suelo de la calle. Las esperanzas de que la nieve corriese por el papel la tinta azulina, y desintegrase la hoja, disminuyeron cuando comencé a andar hacia mi destino planificado.
Las farolas me rodeaban, fabricaban una sombra posada en el suelo que imitaba de forma permanente todos mis movimientos. Sentí una oleada de sueño acechando a mis movimientos, y lentamente, mis pasos se volvieron lentos, calmados, cansados, pesados. Cada pisada parecía un mundo, quizás un universo distribuido en millones de galaxias con infinitas constelaciones y una cifra elevada de seres que incluían a la raza humana.
Una voz acarició mis tímpanos con severidad. Tenía un tono masculino, con ligeros ronquidos que confundían a mi mente. Giré sobre mis talones, asustado, desorientado gracias al cansancio que comenzaba a sentir en pocos momentos.
Y allí estaba él, parado en medio de la calle con su mirada posada en mi figura. Su cuerpo estaba cubierto de tatuajes, su mirada había sido adornada con unas lentillas blanquecinas, con un punto grueso central que simulaban una pupila. Quería aparentar ser un ser monstruoso, sin escrúpulos, pero a simple vista su aspecto humano disminuía las aproximaciones a sus deseos.
El tono de su voz confirmó mis sospechas sobre su sexo. Era un hombre, de temprana edad, quizás de unos veintiséis años. Ocultaba sus manos en los bolsillos de su abrigo negruzco, de algún tipo de piel que no podía reconocer a simple vista a causa de mi escasez de sabiduría sobre ese tema.
Dio un pequeño paso hacia delante, aproximando su posición hacia la mía.
Rápidamente, la idea de la muerte acecho mis pensamientos, y decidí comenzar a acelerar mi ritmo para llegar al puente. Pero el terror inundó mi consciencia cuando me percate de que la dirección donde se encontraba mi casa, para resguardarme de cualquier agresión o robo, estaba hacia donde aquel desconocido se encontraba, y que el puente no era el mejor lugar para resguardarse de un posible criminal.
Tragué saliva, sintiendo mis extremidades temblar levemente. Estaba atemorizado. Estaba desorientado. Se me agotaban las ideas y mis pensamientos ágiles ante las planificaciones habían abandonado mi mente.
Sentí una mano posarse en mi hombro izquierdo, impidiendo que prosiguiera en mi camino y me parase instantáneamente. Mis uñas arañaron mi antebrazo, acompañados de unos nervios casi desconocidos para mi personalidad calmada. Volví mi cuerpo lentamente, observando como detrás de mí no había nadie.
A pesar de haber comprobado que aquel extraño no se encontraba conmigo y que no había posado su mano en mí, el sentimiento de pesadez sobre mi hombro proseguía constante. Era una sensación extraña que no conseguía eliminar.
La demente idea de sufrir un ataque de locura me heló la sangre, consiguiendo adquirir una temperatura similar a la de la nieve que pisaba.
Decidí volver a mi hogar, algo confuso y aún con algo de miedo en el cuerpo, para evitar volverme a encontrar con extraños de apariencia temerosa.
Pasaron cinco minutos hasta que llegué nuevamente a la puerta principal de mi casa, y en los escalones, descubrí como el chico que anteriormente había estado parado detrás de mí, con una expresión facial algo escalofriante, se encontraba sentado allí, abrazando sus rodillas y balanceándose levemente.
Fruncí el ceño. Me negaba a acercarme a él, mucho menos atender a sus problemas personales. ¿Y si estaba fingiendo? ¿Y si solo era una estrategia para atacar a sus víctimas mientras ellas creen que está sufriendo de algún recuerdo traumático? ¿Acaso creía que iba a ceder mis pertenencias tan fácilmente a alguien así?
Observé como los tatuajes asemejaban su cuerpo al de un muerto viviente, un zombie. Su cuello parecía estar descompuesto, siendo sujeto por la carne pútrida y elástica que anteriormente le formaba cuando estaba vivo. En su abdomen estaba escrito, con letras derretidas y en mayúsculas, tres iniciales —R.I.P.—. En variadas partes de su piel, encontré cucarachas y otros tipos de insectos, que repugnaban a mis gustos, tatuados con una calidad impecable.
Busqué con la mirada el abrigo negro que anteriormente vi, cuando él me observaba desde la distancia, parado en medio de la acera con las manos resguardadas en los bolsillos. Pero nunca le logré encontrar, quizás lo hubiese escondido en la penumbra, o lo quemase antes de que yo llegase. Contó con el tiempo suficiente como para haber asesinado a mi hermana y haber vuelto a añadir algún crimen a su lista interminable.
¿Quién era yo para juzgar a nadie por sus tatuajes? La respuesta era simple: el temor controlaba mi cuerpo.
Decidí que la mejor opción sería entrar por la puerta trasera, así que pasé por su lado, sin ser atacado o algo por el estilo, y me comencé a correr. Pero allí estaba él otra vez, sentado al pie de la puerta de madera, abrazando sus piernas mientras balanceaba su cuerpo incontables veces. ¿Cómo se había movido sin que le hubiese logrado ver, sin haber emitido ningún ruido?
Un susurro regaló a mis vértebras, por individual, un escalofrío repentino. No conocía a la perfección el tono de su voz, pero sabía que era masculino y algo maduro. No era posible que hablase tan cerca de mis tímpanos sin levantarse.
Finalmente, alzó su mirada y la posó en mí. Analizó lentamente mis rasgos faciales, las prendas que tapaban mi cuerpo, mi posición y mi reacción ante sus movimientos. Había logrado no mover ni un solo milímetro de mis expresiones, ni de mis dedos, ni de mis piernas. Me paralicé completamente sin encontrar razones de verdad para hacerlo.
Se levantó lentamente. Sus pantalones eran oscuros, anchos, caían por debajo de su trasero. Mostraba sus boxers grisáceos, y por alguna razón, una oleada ascendió mi temperatura corporal, centrándose en un solo sitio específico que, personalmente, prefiero no nombrar. Sus pasos se acercaron a mí, y me sonrío de manera amplia.
Me fijé en los piercings de su rostro. Fue curioso admitir que no me había percatado de su presencia anteriormente.
—¿Por qué tanto silencio? —murmuró divertido. El tono ronco, frío y masculino, pero con toques de humor, no era lo suficientemente conocido como para responder a la primera, por lo que siguió hablando con frases que me sorprendieron—: ¿Acaso crees que la oscuridad guarda algún monstruo que no sea humano? La noche solo ayuda a la raza humana a mejorar sus temores, y fabricar monstruo irreales que habitan en su mente.
Permanecí en silencio, centrado en su mirada. ¿Cómo serían sus ojos sin esas lentillas terroríficas? ¿Azules, verdes, marrones? ¿Y si los ocultaba detrás de ese color blanquecino porque el suyo real era mucho más monstruoso que el ficticio?
—De acuerdo. Creo que no vas a hablar así que iré directamente al grano —su sonrisa desapareció repentinamente, dejando solo la ausencia de un rasgo de felicidad—. Tony, estás perdiendo la cabeza.

Era jueves. Los rayos solares se colaban por las cortinas y contactaban con mi rostro, sin producir molestias mayores que un despertar repentino. Giré sobre mi posición, evitando el aumento de iluminación sobre mi tez, y bajé los párpados nuevamente.
Transcurrieron unos minutos. Escuchaba cercana a mí una respiración constante, calmada. Guiaba el aire hacia sus pulmones por su nariz y lo expulsaba por su boca. Comencé a abrir mi ojo derecho, logrando divisar cercana a mí un figura apoyada en la pared, cruzada de brazos y mirándome fijamente. Un escalofrío recorrió mis vértebras.
Bajé mi cabeza hacia mi vestimenta: el pantalón del pijama estaba en su sitio, y como era habitual, mi torso estaba al descubierto. Sonreí aliviado.
—Buenos días, Tony.
Su tono ronco llamó mi atención. Volví a centrar mis ojos en él.
Reconocí los tatuajes de su piel, las letras de su abdomen y su rostro tatuado para asemejar a una calavera. Posó entre sus labios un cigarro, disfrutando de mi confusión matutina.
Su altura era normal para la edad aparentada; Dios le había regalado un par de piernas delgadas, largas y masculinas, que él había adornado con numerosos tatuajes que simulaban a un muerto viviente. Descendí mi mirada hacia su cabeza. En su cráneo —ya que prescindía de cabello—, había una línea que marcaba el comienzo del cerebro sobresaliendo. Nuevamente, familiaricé el color con las tonalidades de la tinta de los tatuajes.
Era él. Era el muchacho que me siguió hasta casa. Recordé como se balanceaba en la puerta principal, o cuando posó sus ojos blanquecinos en mí y me susurró que estaba perdiendo la cabeza.
Solté una negación en alto que atrajo su atención. No lograba concienciarme de que él estaba en mi piso alquilado.
Divisé como sus costillas asomaban ligeramente por la piel perceptible entre toda aquella tinta. Su columna vertebral lograba verse cuando se encorvaba, al igual que los huesos de sus caderas cuando se estiraba.
—¿A qué dices no, Tony? —volvió a hablar.
Concentró el humo del tabaco en sus pulmones, y lo expulsó por la nariz unos segundos posteriores.
La habitación comenzaría a contagiarse de un olor desagradable —personalmente—. Decidí impulsarme para poder levantar mi cuerpo del colchón, y abrí la ventana antes de que mis fosas nasales respirasen un aire contaminado.
Nunca me agradó la idea del tabaco en mi casa, y ese desconocido escalofriante no cambiaría mis ideales, ni mucho menos.
—¿Qué cojones haces en mi casa?
Él sonrío de lado. Su expresión de felicidad variaba a una eufórica por momentos, hasta que comenzó a soltar unas carcajadas roncas de poca duración.
—No estoy aquí voluntariamente —respondió tranquilo, pegó otra calada a su cigarro y dejó que la fumarada saliese por sus labios lentamente.
Mi corazón comenzó a acelerar su ritmo cardíaco, las palpitaciones tomaban una velocidad avivada. El nerviosismo producido por la falta de respuestas bloqueaba mis pensamientos más ligeros, podía sentir cercano el sabor metálico entre mis encías, o la respiración dificultada de un ataque de pánico. Concentré la calma en mis piernas, para evitar una pérdida de control sobre mi cuerpo.
—¿Qué quieres decir? ¿Quién te obligó a estar en mi casa?
Sus carcajadas cesaron su tonalidad sonora a una calmada, llena de empatía y comprensión. Apreté mis párpados, al igual que mis puños. El sudor comenzaba a emanar por las palmas de mis manos.
—Tú me has traído aquí —murmuró finalmente.
El silencio inundó la sala.
Mis ojos se abrieron repentinamente. El sentimiento de mi corazón volcando sus esperanzas logró estimular mi pánico, y mis piernas me obligaron a apoyarme de rodillas en el suelo. No había rastro de humo, ni mucho menos de una persona tatuada.
Las palabras, el tono ronco, las acciones, las posturas contra la pared. Eran recuerdos verdaderos. Sus expresiones contenían un vocabulario limpio, sin dificultades en la pronunciación, con estudios gramaticales envidiables.
Al contrario, la ausencia del contexto, o de una figura fumando contra la pared contraria a mi posición se hacía duradera, más real que su presencia y compañía.
Tragué saliva un par de veces, mientras pestañeaba constantemente para creer los hechos que acababan de suceder. La desaparición sin sonoridad de una persona con su peso corporal, calzado con unas botas como las de la noche anterior y una respiración que procuraba llamar mi atención, no era normal en mi vida.
Simplemente, dejé que las planificaciones para el día comenzasen a presentarse en mi mente. No cedería a mi mente la posibilidad de pararse a pensar sobre el chico tatuado, fumador, que se había posado en mi habitación repentinamente, y que con la misma rapidez, había desaparecido silenciosamente.
Escuché el tono de llamada procedente de mi teléfono móvil inundar el ambiente de mi piso. Con agilidad, me levanté del suelo aún con las rodillas temblorosas, y me dirigí al salón, pasando por un pasillo iluminado a la perfección por la luz solar que entraba desde la ventana.
Agarré el aparato, y lo puse en manos libres. Mientras conversaba, podría prepararme el desayuno para comenzar las tareas que debía hacer.
—¿Hola? —dijo la persona que llamaba. Reconocí la voz instantáneamente.
—Hola, Tamara —saludé.
Adiviné como mi hermana posó en su rostro una sonrisa complacida de mi reconocimiento ágil.
—¿Cómo estás, cielo? —su voz era tranquilizadora. El tono de mi hermana siempre fue compuesto por pizcas de dulzura y calma envidiable.
—Acabo de despertarme hace nada, así que dejémoslo en un poco desorientado —reí.
—¿Crees que estarás preparado para las nueve, o tengo pasar por tu casa para ayudarte?
Giré mi cabeza hacia el reloj circular de la pared. Las agujas se habían posado en las ocho y veinticinco. Mis cálculos resultaban ser erróneos la mayoría de los casos, contando los fallos que solía tener normalmente mezclando tareas con acciones para prepararme y las actividades de la tarde. Demasiados planes para tan poco tiempo.
—Bueno, si quieres pasarte y así me llevas en tu coche, tampoco me vendría nada mal.
—Tony —me nombró al más seria—. Sabes que tengo que llevar al nene, ¿verdad?
Suspiré con pesadez. Tamara había dado a luz a un niño de nueve meses hacía un año y medio. No lograba colocar excusas ante el cuidado del bebe, pero tampoco me atraía demasiado la idea de hacer de canguro mientras mi hermana —su madre— compraba su vestido de boda.
Aunque, si lo enfocaba desde un lado bueno, podría jugar con él mientras ella se colocaba a la perfección los modelos que le enseñasen.
—No creo que haya nada malo en ello —sonreí.
Anduve hacia el frigorífico, escuchando exclamaciones de agradecimientos procedentes del teléfono. Solté unas carcajadas con poca sonoridad, que Tamara escuchó con dificultad. Su risa se mezcló por mi cocina. Abrí la puerta del frigorífico, rebusqué con la mirada algún alimento apetecible, pero a parte de las sobras del día anterior, no localicé nada.
Cerré, y me dirigí nuevamente hacia la encimera, dónde descansaba el teléfono.
—Entonces, ¿para cuándo estarás aquí? —dije repentinamente. Me sentí avergonzado de mis palabras bordes para cambiar de tema.
—En quince minutos si el tráfico me lo permite.



Transcurrieron dos horas aproximadamente en el local de vestimentas de boda. Mi hermana no cesaba sus aclaraciones sobre el vestido adecuado, con la longitud de la cola correcta —no demasiado larga para no arrastrarla y conseguir que el tono blanquecino, puro y calmado, torne a uno de suciedad y repulsión a la visión— o la forma perfecta del escote de corazón.
Suspiré pesadamente, ¿realmente había sido una buena idea acompañarla? Mis amistades me describían como una persona que se niega a soportar las charlas de más de dos horas sobre temas sin interés real. Quizás tuviesen razón, después de todo.
Descendí mi mirada hacia Robert, el hijo de Tamara. Sus ojos mantenían el color de su figura paterna —azul celeste, con explosiones verdosas a los extremos, consiguiendo un tono profundo—, sus labios se mantenían húmedos la mayor parte del tiempo por su constante lengua humedecida y sus pómulos eran grandes; tanto que parecían hinchados. Tenía un aspecto adorable, además de ser un bebe cariñoso, extrovertido y sociable.
Posó su pequeña mano en mi nariz, presionando levemente sin llegar a dañarme. Yo sonreí e imité sus acciones en él. Una pequeña carcajada salió de sus labios.
Tamara nos llamó la atención nuevamente, produciendo que ambos nos volviésemos con inocencia hacia ella. Tenía en sus manos dos vestido diferentes, ambos con un estilo hermoso, que haría relucir el físico de mi hermana.
—¿Cuál crees que es mejor, Tony? —pestañee constantemente, sin lograr concienciarme de Tamara vistiendo ninguno de los dos; ella río al observar mi expresión vacía—. Vamos, tampoco son tan horribles.
—No, no es eso, es solo que...
Entrecerré los ojos, observando el de la derecha. Tenía una rosa colgada a la altura de la cadera, y un escote que enseñaría demasiado. Logré ver como una mano se paseaba por el vestido y lo acariciaba, apreciando más de cerca el tacto de la tela.
Dirigí mi mirada hacia la persona que estaba al lado del vestido. No debía de exclamar nada, ni tampoco hablar demasiado alto, pero allí estaba él nuevamente. Su espalda, tapada por una chaqueta vaquera de tonos negruzcos, era ancha, pero al contrario, su físico en general permanecía conteniendo esa delgadez envidiable y atractiva hacia mis sentidos.
Una sonrisa indescifrable se posó sobre su rostro. Pronunció silenciosamente una frase, que después de unos momentos de razonamiento, logré conocer su significado. << ¿Podemos hablar? >> Me limité a afirmar levemente, sin que Tamara se percatará y siguiese pendiente de su hijo o cualquier otro punto de atención que la interesase.
—Creo que sería adecuado un vestido que se te ciña a la cintura, para remarcarla y poder contemplar con más facilidad tu delgadez femenina, junto a tus atributos —comenté, desconocimiento mi parte culta y comprensiva para aportar consejos sobre mis gustos.
Ella sonrío, admiró unos momentos ambos vestidos. Noté la ausencia del muchacho tatuado, ¿dónde se habría metido?
—Quizás tengas razón —soltó; una parte de mi interior le dio las gracias a mi vocabulario, pero otra, se quejó por haber respondido y tener que ir a conversar con aquel individuo—. Iré a hablar con la dependienta, quédate aquí con Rob.
Fruncí el ceño.
—¿Te refieres a Roberto, a Robert, tu hijo? —ella afirmó—. ¿Le llamas Rob?
—Por dios, ni que fuera un pecado querer a lo que se te ha formado dentro. Ahora vuelvo.
Se alejó, dejando resonar sus pisadas a lo largo del local. Suspiré pesadamente, y miré a Robert, quién jugaba con uno de los juguetes que anteriormente le había cedido.
El chico entró en la sala nuevamente, con pasos calmados, adornados por caderas colgadas de su cinturón. Tragué saliva, hipnotizado por su oscuridad y su sensualidad masculina. Podría jurar que mi saliva se habría cerramado por las comisuras de mis labios si no me habría retenido.
—¿Estás ahora libre?
Cerré los ojos, apreté los párpados con incredulidad. No me podía creer que apareciese y desapareciese como si del viento se tratase.
Abrí los ojos, nuevamente, y él no estaba.
—Puedes llamarme Kill —salté ligeramente en mi sitio. Robert me miró inocente, cesando su juego con el peluche; le sonreí, a pesar de saber que era más listo que cualquier otro adulto.
Miré directamente al chico tatuado, o Kill, situado en la pared de mi derecha —cercano a los vestidos que Tamara se había probado anteriormente—. Fruncí el ceño, mientras sentía a Robert acariciar mis piernas con su peluche.
—Estoy aquí para ayudarte —prosiguió.
—¿Ayudarme? ¿Acaso crees en serio que perderé la cabeza? Tío, el que de verdad está un poco loco eres tú.
Él sonrío, pero yo no conseguía localizar las razones para curvar mi boca. Le estaba intentando alejar de mí con insultos, indirectas o cualquier otra forma verbal que no fuese violencia oral que faltase gravemente a la educación.
—Quizás yo esté algo loco —admitió; se sentó a mi lado, acariciando la cabeza de Robert, aunque él no se percató. Pero, ¿cómo era posible que no sintiese sus dedos?—. Pero yo no soy el que niega a la naturaleza psicópata que entre en mi mente.