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¿мєℓo prєstαs? |ZM| Empty ¿мєℓo prєstαs? |ZM|

Mensaje por сσвαιи. Dom 03 Ago 2014, 8:46 pm


Ficha

Nombre: ¿Me lo prestas?
Autor: Emily Giffin
Adaptación: si del libro.
Género: General.
Advertencias: Avisare
Otras páginas: solo en esta adaptada.

By: αngel.


¿мєℓo prєstαs? |ZM| Tumblr_static_tumblr_mwy2jzpwkk1rhqshho3_500
Introducción...




Rachel una chica perfecta e impecable… hasta que intima con el novio de su mejor amiga. 
Durante su paso por el instituto y la universidad, Rachel solamente cosecha sobresalientes y, al final de la carrera consigue licenciarse con cum laude. Abogada de un importante despacho en Bradford, el día de su treinta cumpleaños, su mejor amiga Darcy le organiza una fiesta. Por primera vez en su vida, Rachel se deja llevar por sus impulsos; el problema es que el chico con el que acaba en la cama es el prometido de Darcy. Solo es un desliz, se dice Rachel, pero pasan los días y no puede quitarse de la cabeza a ese muchacho que está a punto de casarse.
сσвαιи.
сσвαιи.


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¿мєℓo prєstαs? |ZM| Empty Re: ¿мєℓo prєstαs? |ZM|

Mensaje por сσвαιи. Lun 04 Ago 2014, 8:26 am

¿мєℓo prєstαs? |ZM| Anigif_enhanced-buzz-3312-1387389568-24
Capitulo 001


La primera vez que pensé en mis treinta años estaba en quinto curso. Darcy, mi
mejor amiga, y yo encontramos un calendario perpetuo en la parte de atrás del listín
telefónico, donde se podía mirar cualquier fecha del futuro y, utilizando la parrilla,
determinar qué día de la semana sería. Así que localizamos nuestros cumpleaños del
año siguiente, el mío en mayo y el suyo en septiembre. El mío era un miércoles por la
noche, un día de escuela; el de ella, un viernes. Un triunfo pequeño, pero típico.
Darcy siempre tenía suerte. Su piel se bronceaba más rápido, el pelo se le ondulaba
con más facilidad y no necesitaba llevar aparato para los dientes. Su moonwalk era
superior, igual que sus ruedas y sus volteretas hacia delante (yo nunca conseguí
hacerlas, jamás). Tenía una colección de pegatinas mejor. Más insignias de Michael
Jackson. Suéteres Forenza de color turquesa, rojo y melocotón (mi madre no me
permitía tener ninguno; decía que eran solo una moda y demasiado caros). Y un par
de tejanos Guess de cincuenta dólares, con cremalleras en los tobillos (lo mismo que
antes). Darcy tenía dos agujeros en cada oreja y un hermano; aunque solo fuera un
chico, era mejor que ser hija única, como yo.


Pero, por lo menos, yo tenía unos meses más que ella y, en eso, nunca estaría a
mi nivel. Fue entonces cuando decidí mirar mi trigésimo cumpleaños... en un año tan
lejano que sonaba a ciencia ficción. Caía en domingo, lo cual significaba que mi
apuesto marido y yo contrataríamos a una canguro responsable para que cuidara a
nuestros dos (posiblemente tres) hijos ese sábado por la noche, cenaríamos en un
elegante restaurante francés con servilletas de tela y no volveríamos a casa hasta
después de la medianoche, para poder celebrarlo, técnicamente, en el mismo día de
mi cumpleaños. Yo acabaría de ganar un caso muy importante; habría demostrado,
de forma sorprendente, que un hombre inocente no era culpable del delito del que lo
acusaban. Y mi esposo brindaría por mí: «Por Rachel, mi guapísima esposa, la madre
de mis hijos y la mejor abogada de Bradford». Le conté mi fantasía a Darcy cuando
descubrimos que su trigésimo cumpleaños caía en un lunes. Vaya mal rollo para ella.
Vi cómo fruncía los labios al enterarse de esta información.
—¿Sabes, Rachel, a quién le importa en qué día de la semana cumpliremos los
treinta? —dijo, encogiendo los hombros, suaves y de color oliva—. Para entonces
seremos viejas. Los cumpleaños no importan cuando eres tan viejo.
Pensé en mis padres, que estaban en la treintena, y en su prosaica manera de
ver sus cumpleaños. Mi padre acababa de regalarle una tostadora a mi madre por su
cumpleaños porque la nuestra se había estropeado la semana antes. La nueva tostaba
cuatro rebanadas de pan a la vez, en lugar de dos. No era mucho como regalo, pero
mi madre pareció contenta con el nuevo electrodoméstico; no detecté para nada la
decepción que yo sentía cuando mis regalos de Navidad no estaban a la altura de lo
esperado. Así que, seguramente, Darcy tenía razón. Las cosas divertidas, como los
cumpleaños, ya no importaban tanto al llegar a los treinta.
La próxima vez que pensé en tener treinta años fue durante nuestro último año
en el instituto, cuando Darcy y yo empezamos a ver la serie Treinta y tantos juntas.
No era una de nuestras favoritas —preferíamos las comedias de situación más
divertidas, como ¿Quién es el jefe? o Los problemas crecen— pero la veíamos de todos
modos. Mi mayor problema con Treinta y tantos eran los quejosos personajes y los
problemas que parecían causarse a sí mismos. Recuerdo que pensaba que tendrían
que crecer de una vez y aguantarse. Dejar de rumiar sobre el sentido de la vida y
empezar a hacer listas de la compra. Era cuando pensaba que mis años de
adolescencia se alargaban demasiado y que seguro que sería veinteañera para
siempre.
Luego cumplí los veinte. Y me pareció que la primera parte de la veintena
duraba para siempre. Cuando oía a algunos conocidos con unos cuantos años más
quejarse del final de su juventud, me sentía tranquila, yo todavía no estaba en la zona
de peligro. Tenía mucho tiempo. Seguí así hasta los veintisiete, cuando quedaron
atrás los días en que me pedían el carnet y empecé a maravillarme de la súbita
aceleración de los años (lo cual me recordó el monólogo anual de mi madre cuando
sacaba los adornos de Navidad) y de la aparición de las arrugas y de unas cuantas
canas. Fue a los veintinueve cuando asomó la cabeza el auténtico temor y comprendí
que, en muchos sentidos, igual podía haber cumplido ya los treinta. Pero no del todo,
porque todavía podía decir que era veinteañera. Todavía tenía algo en común con los
universitarios de último curso.
Ya sé que treinta es solo un número, que eres lo viejo que te sientes y todo eso.
También sé que, en el gran plan de todas las cosas, a los treinta sigues siendo joven.
Pero ya no tan joven. Por ejemplo, ya han pasado los años mejores y más propicios
para tener hijos. Ya eres demasiado vieja para, digamos, empezar a entrenar para
conseguir una medalla olímpica. Incluso en el mejor escenario de «morir de viejo» ya
has recorrido un tercio del camino a la meta. Así que no puedo evitar sentirme
inquieta mientras permanezco sentada precariamente en un sofá ultramullido de
color granate, en una oscura sala del Upper West Side, durante mi fiesta sorpresa de
cumpleaños, organizada por Darcy, que sigue siendo mi mejor amiga.
Mañana es el domingo que imaginé, cuando estaba en quinto jugando con el
listín de teléfonos. Después de esta noche, ya no seré veinteañera nunca más, ese será
un capítulo cerrado para siempre. La sensación me recuerda la Nochevieja, cuando
ha empezado la cuenta atrás y dudo entre coger la cámara o limitarme a vivir el
momento. Por lo general, cojo la cámara y, cuando la foto no sale, luego lo lamento.
Entonces siento que me han fallado lamentablemente y me digo que la noche habría
sido más divertida si no significara tanto, si no me viera obligada a analizar dónde he
estado y adónde me dirijo.
Igual que la Nochevieja, esta noche es un final y un principio. No me gustan los
finales y los principios. Siempre preferiría quedarme en el medio. Lo peor de este
final (de mi juventud) y de este principio (mi edad mediana) en particular es que, por
primera vez en mi vida, me doy cuenta de que no sé hacia donde voy. Mis deseos
son sencillos: un trabajo que me guste y un hombre al que quiera. Y en la víspera de
mis treinta años, tengo que enfrentarme a un 0 de 2.
Primero, soy abogada en un gran bufete de Bradford. Por definición, esto
significa que vivo amargada. Ser abogado no es como nos lo pintan; nada parecido a
La ley de Londres, la serie que hizo que se dispararan las solicitudes de ingreso en
las escuelas de leyes a principios de los noventa. Trabajo unas horas interminables
para un socio de espíritu mezquino, con retención anal, me ocupo sobre todo de
tareas tediosas, y he llegado a un punto en que el odio que sientes hacia lo que haces
para ganarte la vida empieza a reconcomerte. Así que he memorizado el mantra del
asociado de un bufete legal: Odio mi trabajo y lo dejaré pronto. En cuanto haya pagado
el préstamo. En cuanto consiga mi prima el año que viene. En cuanto se me ocurra
alguna otra cosa para pagar el alquiler. O encuentre a alguien que lo pague por mí.
Lo cual me lleva a mi segundo punto: estoy sola en una ciudad con millones de
habitantes. Tengo muchos amigos, como se demuestra por los que han venido esta
noche. Amigos con los que ir a patinar. Amigos con los que ir a los Hamptons en
verano. Amigos con los que reunirme el jueves por la noche para tomar un par de
copas, o tres. Y tengo a Darcy, mi mejor amiga de la infancia, que es todo lo anterior
junto. Pero todo el mundo sabe que los amigos no bastan, aunque yo suelo decir que
sí, solo para guardar las apariencias cuando estoy con mis amigas prometidas o
casadas. No planeaba estar sola a los treinta, ni siquiera al cumplir los treinta. Quería
tener un marido ya; quería ir al altar en la veintena. Pero he descubierto que no
puedes crear tu propio calendario y lograr que se haga realidad solo con desearlo.
Así que aquí estoy, al borde de una nueva década, y me doy cuenta de que estar sola
hace que entrar en la treintena me asuste y tener treinta años hace que me sienta más
sola.
La situación parece más deprimente porque mi mejor y más antigua amiga
tiene un trabajo glamuroso de relaciones públicas y acaba de prometerse. Darcy sigue
siendo la de la suerte. La miro ahora, mientras nos cuenta una anécdota a un grupo
en el que está su prometido. Zayn y Darcy son una pareja exquisita, esbeltos y altos,
con pelo negro y ojos Almendra a juego. Están entre la gente guapa de Bradford. Una
pareja bien vestida, interesada en el cristal y la porcelana fina de la sexta planta de
Bloomingdale's. Detestas su aplomo, pero no puedes evitar mirarlos cuando estás en
el mismo piso buscando un regalo no demasiado caro para la enésima boda a la que
estás invitada, sin que tú salgas con nadie. Te esfuerzas para verle el anillo y, de
inmediato, lamentas haberlo hecho. Ella te pilla mirándola y te mira a su vez, de
arriba abajo, llena de desdén. Desearías no haber ido a Bloomingdale's con zapatillas
deportivas. Probablemente, ella piensa que quizá parte del problema sea tu calzado.
Compras tu jarrón Waterford y sales de allí como alma que lleva el diablo.
—O sea que la lección es esta: si pides que te hagan una depilación biquini,
asegúrate de especificar. Diles que dejen una pista de aterrizaje; de lo contrario
puedes acabar sin un solo pelo, como una cría de diez años. —Darcy acaba su cuento
subido de tono y todo el mundo se ríe. Excepto Zayn, que hace un gesto con la cabeza,


como diciendo: «Vaya pieza está hecha mi chica».
—Vale. Vuelvo enseguida —dice Darcy, de repente—. ¡Tequila para todos!
Mientras se aparta del grupo y se dirige al bar, pienso en todos los cumpleaños
que hemos celebrado juntas, todos los hitos que hemos conseguido juntas, aunque yo
siempre los alcanzaba primero. Conseguí el carnet de conducir antes que ella, pude
beber alcohol legalmente antes que ella. Ser mayor, aunque sea por pocos meses,
solía ser algo bueno. Pero ahora nuestra suerte se ha invertido. Darcy tiene un verano
extra con veintitantos, un beneficio extra por haber nacido en otoño. No es que a ella
le importe mucho; cuando estás prometida o casada, cumplir los treinta no es lo
mismo.
Ahora está apoyada en la barra, flirteando con el aspirante a actor/camarero de
veinte y algo con quien ya me ha dicho que se lo «haría absolutamente» si estuviera
soltera. Como si Darcy pudiera estar soltera alguna vez. Una vez, en el instituto, dijo:
«Yo no rompo; solo subo de categoría». Ha mantenido su palabra y siempre ha sido
ella la que ha dejado tirada a su pareja. Durante nuestros años de adolescencia,
universidad y todos nuestros días de veinteañeras, ha estado con alguien. Con
frecuencia, ha tenido más de un hombre rondándola, esperando.
Se me ocurre que podría ligarme al camarero. Estoy libre como un pájaro; no he
salido con nadie desde hace casi dos meses. Pero no me parece algo que uno debería
hacer a los treinta. Los líos de una noche son para las veinteañeras. Y no es que
pueda hablar por experiencia. He seguido un camino ordenado de niña buena, sin
desviaciones. En el instituto, saqué sobresaliente en todo, entré directamente en la
universidad y me gradué magna cum laude, me presenté al examen de ingreso de la
facultad de derecho, aprobé y me admitieron enseguida en la escuela y después, en
un importante bufete de abogados. Nada de viaje de mochila por Europa, ni de
historias locas, nada de relaciones malsanas y lujuriosas. Nada de secretos ni intriga.
Y ahora parece que es demasiado tarde para todo eso. Porque retrasaría todavía más
mi meta de encontrar un esposo, echar raíces, tener hijos y un hogar feliz, con césped,
un garaje y una tostadora que haga cuatro rebanadas de pan a la vez.
Así que me siento intranquila por mi futuro y lamento un poco mi pasado. Me
digo que ya habrá tiempo de rumiar sobre ello mañana. Ahora mismo, voy a
pasármelo bien. Es la clase de decisión que una persona disciplinada puede tomar. Y
yo soy disciplinada en extremo; la clase de niña que hacía sus deberes el viernes por
la noche, justo al salir de la escuela; la clase de mujer (a partir de mañana, ya no me
queda nada de chica) que se pasa la seda dental cada noche y hace la cama cada
mañana.
Darcy vuelve con los tequilas, pero Zayn rechaza el suyo, así que ella insiste en
que me tome yo los dos. Antes de darme cuenta, la noche empieza a tener ese cariz
borroso que toma cuando pasas de estar alegre a estar bebida y pierdes el sentido del
tiempo y del orden preciso de las cosas. Al parecer, Darcy ha alcanzado ese punto
incluso antes, porque ahora está bailando encima de la barra. Dando vueltas y
girando con su escueto vestido sin espalda y sus tacones de diez centímetros.
—Te está robando el protagonismo en tu fiesta —me dice, en voz muy baja,
Niall, mi mejor amigo del trabajo—. No tiene vergüenza.
Me echo a reír.
—Sí, como de costumbre.
Darcy suelta un chillido, da una palmada por encima de la cabeza y me llama
con un gesto de «acércate» que encantaría a cualquier hombre que haya soñado
alguna vez con un acto chica-chica.
—¡Rachel! ¡Rachel! ¡Ven aquí!
Por supuesto, ella sabe que no iré. Nunca he bailado encima de una barra de
bar. Niego con la cabeza y sonrío, una negativa educada. Todos esperamos a ver qué
hará a continuación, y lo que hace es balancear las caderas en perfecta sintonía con la
música, inclinarse lentamente y luego enderezarse de golpe, con su larga cabellera
desbordándose en todas direcciones. La maniobra me recuerda su perfecta imitación
de Tawny Kitaen en Here I Go Again, el vídeo de Whitesnake, y como solía rodar
encima del capó del BMW de su padre, para gran deleite de los adolescentes del
barrio. Miro a Zayn, que en estos momentos nunca sabe si sentirse divertido o
molesto. Decir que este hombre tiene paciencia es quedarse más que corto. Zayn y yo
tenemos esto en común.
—¡Feliz cumpleaños, Rachel! —dice Darcy a voz en grito—. ¡Levantemos
nuestros vasos por Rachel!
Todo el mundo lo hace. Sin dejar de mirarla a ella.
Un minuto después, Zayn la coge, se la carga al hombro y la deposita en el suelo
a mi lado con un solo movimiento. Está claro que no es la primera vez que lo hace.
—Bien —anuncia—. Voy a llevar a la organizadora de la fiesta a casa.
Darcy arranca su bebida del bar y da una patadita en el suelo.
—¡Tú no mandas en mí, Zayn! ¿A que no, Rachel? —Mientras afirma su
independencia, se tambalea y vierte el Martini encima de los zapatos de Zayn.
Zayn pone mala cara.
—Estás borracha. Esto ya no le divierte a nadie más que a ti.
—Vale, vale. Iré contigo... De todos modos, me siento un poco mareada —dice,
con cara de tener náuseas.
—¿Estarás bien?
—Estaré perfectamente. No te preocupes —dice, representando el papel de niña
pequeña enferma, pero valiente. Le doy las gracias por la fiesta, le digo que ha sido
una sorpresa total, lo cual es una mentira, porque yo sabía que Darcy capitalizaría mi
trigésimo cumpleaños para comprarse un vestido nuevo, montar una juerga
tremenda e invitar a tantos amigos suyos como míos. Con todo, fue amable por su
parte organizar la fiesta y me alegro de que lo hiciera. Es la clase de amiga que
siempre hace que las cosas parezcan especiales. Me abraza con fuerza y dice que
haría cualquier cosa por mí y que qué haría ella sin mí, su dama de honor, la
hermana que nunca tuvo. Se está poniendo efusiva, como siempre que bebe
demasiado.
Zayn la interrumpe.
—Feliz cumpleaños, Rachel. Te llamaremos mañana. —Me da un beso en la
mejilla.
—Gracias, Zayn —respondo—. Buenas noches.
Veo cómo la acompaña fuera, cogiéndola por el codo cuando casi tropieza con
el bordillo. Ah, quién tuviera alguien que te cuidara así. Poder beber con un abandono
temerario, sabiendo que habrá alguien que te lleve a casa sana y salva.
Un rato después, Zayn vuelve a aparecer en el bar.
—Darcy ha perdido el bolso. Cree que se lo ha dejado aquí. Es pequeño, de
plata —dice—. ¿Lo has visto?
—¿Ha perdido su bolso nuevo de Chanel? —Hago un gesto con la cabeza
porque perder cosas es propio de Darcy.
Normalmente, yo la vigilo, pero en mi cumpleaños no estoy de guardia. De
todos modos, ayudo a Zayn a buscar el bolso y, al final, lo encontramos debajo de un
taburete del bar.
Cuando está a punto de marcharse, Harry, el amigo de Zayn y uno de sus
testigos, lo convence para que se quede.
—Venga, hombre. Acompáñanos un rato.
Así que Zayn llama a Darcy a casa y ella le da permiso, farfullando, y le dice que
se divierta sin ella. Aunque probablemente está segura de que eso no es posible.
Gradualmente, mis amigos se van marchando, deseándome feliz cumpleaños.
Zayn y yo nos quedamos los últimos, incluido Harry Nos sentamos a la barra,
conversando con el actor/camarero que tiene un tatuaje que pone «Amy» en el brazo
y ningún interés en una abogada que va entrando en años. Son más de las dos
cuando decidimos que es hora de marcharnos. La noche parece más de mediados de
verano que de primavera y el aire cálido me infunde una súbita esperanza: Será este
verano cuando conoceré a mi hombre.
Zayn me para un taxi, pero cuando se acerca dice:
—¿Qué tal otro bar? ¿Otra copa?
—Vale —contestó—. ¿Por qué no?
Entramos los dos en el taxi y él le dice al taxista que se ponga en marcha, que
tiene que pensar dónde vamos. Acabamos en Alphabet City, en un bar en la esquina
de la Séptima y la Avenida B, llamado muy apropiadamente 7B.
No es un lugar alegre; 7B es cutre y está lleno de humo. De todos modos me
gusta; no es elegante ni un antro que se esfuerza por ser guay ya que no es elegante.
Zayn señala un reservado.
—Siéntate. Enseguida vuelvo. —Luego da media vuelta—. ¿Qué quieres tomar?
Le digo que lo mismo que él, me siento y lo espero. Veo como le dice algo a una
chica del bar, vestida con pantalones de color verde ejército y un top corto donde
dice: «Ángel Caído». Sonríe y mueve la cabeza. Al fondo suena Omaha. Es una de
esas canciones que parece melancólica y alegre al mismo tiempo.
Al cabo de un momento, Zayn se sienta a mi lado, acercándome una cerveza.
—Newcastle —dice. Luego sonríe y le salen unas arruguitas alrededor de los
ojos—. ¿Te gusta?
Asiento y sonrío.
Por el rabillo del ojo veo que el Ángel Caído se da la vuelta en el taburete y
observa a Zayn, absorbiendo los rasgos cincelados, el pelo ondulado y los labios
carnosos. Darcy se quejó una vez de que Zayn cosecha más miradas y reacciones que
ella. Sin embargo, a diferencia de su compañera, Zayn parece no darse cuenta de la
atención que despierta. Ahora Ángel Caído me mira a mí, probablemente
preguntándose qué hace Zayn con alguien tan corriente. Confío en que crea que
somos pareja. Esta noche nadie tiene que saber que solo tomo parte en la fiesta
nupcial.
Zayn y yo hablamos de nuestros trabajos y del alquiler de la casa que
compartimos en los Hamptons, que empieza dentro de una semana y de muchas
otras cosas. Pero Darcy no sale en la conversación ni tampoco su boda en septiembre.
Cuando acabamos las cervezas, vamos a la máquina de discos, la llenamos con
billetes de un dólar y buscamos buenas canciones. Yo pulso el código de «Thunder
Road» dos veces porque es mi canción favorita. Se lo digo.
—Sí. Springsteen también está en el primer puesto de mi lista. ¿Lo has visto
alguna vez en concierto?
—Sí —digo—. Dos veces. Born in the USA y Tunnel of Love,
Estoy a punto de decirle que fui con Darcy en el instituto, que la arrastré,
porque ella prefería grupos como Poison y Bon Jovi. Pero no lo menciono. Porque
entonces él se acordará de que tiene que volver a casa con ella y yo no quiero
quedarme sola en mis últimos momentos con veintitantos años. Está claro que
preferiría estar con un novio, pero Zayn es mejor que nada.
Dan el último aviso en 7B. Cogemos un par de cervezas más y volvemos al
reservado. Algo más tarde, estamos de nuevo en un taxi, dirigiéndonos hacia el norte
por la Primera.
—Dos paradas —le dice Zayn al taxista, porque vivimos en lados opuestos de
Bradford.
Zayn lleva el bolso de Chanel de Darcy, que parece pequeño y fuera de lugar en
sus grandes manos. Miro la esfera plateada de su Rolex, un regalo de Darcy. Son casi
las cuatro.
Permanecemos sentados en silencio durante diez o quince manzanas, cada uno
mirando hacia fuera por la ventanilla de su lado, hasta que el taxi da con un bache y
me lanza hacia la mitad del asiento, con la pierna rozando la de Zayn. Entonces, de
repente, sin saber cómo, Zayn me está besando. O quizá yo lo estoy besando a él.
Como sea, nos estamos besando. Tengo la mente en blanco, mientras oigo el suave
sonido que hacen nuestros labios al encontrarse una y otra vez. En un momento
dado, Zayn da unos golpecitos en la separación de plexiglás y, entre beso y beso, le
dice al conductor que, finalmente, solo será una parada.
Llegamos a la esquina de la Setenta y tres y la Tercera, cerca de mi piso. Zayn le
da un billete de veinte al taxista y no espera el cambio. Salimos del taxi, nos besamos
más en la acera y luego delante de José, mi portero. Nos besamos durante todo el
viaje en ascensor. Estoy apoyada contra la pared, con las manos en su nuca. Me
sorprende lo suave que tiene el pelo.


Busco a tientas la cerradura y le doy vuelta a la llave en sentido equivocado,
mientras Zayn me abraza por la cintura y me besa en el cuello y la mejilla. Finalmente,
la puerta se abre y nos besamos en mitad de mi estudio, de pie, apoyándonos solo el
uno en el otro. A tropezones vamos hasta mi cama, que está hecha, con unas esquinas
estilo hospital perfectas.
—¿Estás borracha? —Su voz es un susurro en la oscuridad.
—No —digo.
Porque siempre dices que no cuando estás bebida. Y aunque lo estoy, tengo un
instante de lucidez en el que pienso claramente en lo que me faltaba mientras era
veinteañera y deseo encontrar antes de cumplir los cuarenta. Me sorprende que, en
cierto sentido, pueda tener ambas cosas en esta noche de cumpleaños memorable.
Zayn puede ser mi secreto, mi última oportunidad para un oscuro capítulo de veinte y
tantos y también puede ser una especie de preludio; una promesa de alguien como él
en el futuro. Me acuerdo de Darcy, pero la relego al fondo de mis pensamientos,
dominada por una fuerza superior que nuestra amistad y mi propia conciencia. Zayn
se me pone encima. Cierro los ojos, los abro y los vuelvo a cerrar.
Y luego, no sé cómo, estoy haciéndolo con el prometido de mi mejor amiga.
div>
сσвαιи.
сσвαιи.


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