Perfect boys only exist in books

—Anne —susurra la pelirroja, haciendo que me despierte. Le dedico una mirada de odio, ya que detesto que me despierten. Su mirada es tímida, está nerviosa y quiere decir algo.

—¿Qué quieres? —espeto. Sinceramente, no me importa lo que tenga para decirme.

—En serio lo siento —dice, sorprendiéndome. La miro sin entender, hasta que recuerdo el accidente de ayer y río por lo bajo. ¿En serio se estaba disculpando? Inocente. Era demasiado inocente.

—Coraline, fue sólo una malteada, ni que fuera tanto drama —le digo despreocupada. Bien, sí. Ayer estaba que explotaba, y me enojaré fácilmente, pero tampoco es para tanto...

—Entonces... ¿Estamos bien? —extiende su mano, pero podría jurar que estuvo a punto de sonreír.

—Estamos bien —tomo su mano y las estrechamos en un saludo. Esta vez, sonríe por completo y me invita a tomar un café para despertarme por completo.

Al llegar a la cafetería, lo único que hacen los demás es observarnos. Noto cómo Cora mueve los dedos y sus pies. Se notaba que le incomodaba ser el centro de atención.

Le doy un golpe leve con mi codo y ella me mira. —Está bien —le sonrío un poco y hago que me siga. Cuándo por fin podemos sentarnos a desayunar, ella está nerviosa, ya que varias personas la siguen mirando.

—No me gusta —confiesa bajando la cabeza.

—Se nota —bromeo.

—¿Por qué nos miran tanto? —indaga susurrando.

—¿Nos miran? No, querida. Te miran —aclaro y sus mejillas se vuelven aún más rojas. Veo sus muecas y acto seguido saca un libro de su morral.

No puedo evitar sonreír.

Copio su acción y pongo mi libro sobre la mesa. Ella me observa con un brillo en los ojos, sin poder creerlo.

—¿Sorprendida? —inquiero.

—Un poco —se encoje de hombros y se dedica a leer su libro.


Soy Leighton, una chica como muchas virtudes. Crecí en una familia con mucho dinero y amor, amor por la competencia. Desde pequeña aprendí a destacarme en todo, y como mi pasión eran los caballos me convertí en la mejor saltadora.
Si quiero algo lo consigo y siempre sé lo que quiero, lo sé apenas lo veo. Cuando quiero algo puedo saltar cualquier obstáculo, cómo con mi caballo. Será por eso que puedo sobrevivir en este nuevo mundo, porque después de lo que pasó ya no soy esa nena rica.
Pero tengo mis virtudes, que no son pocas, y un gran defecto, en cuestiones del amor nunca se cuándo hay que actuar y cuando hay que esperar.
Yo sé muy bien el dónde y el cómo a donde ir y cómo sortear los obstáculos. Sólo me falta aprender el cuándo; cuando actuar y cuando esperar.
Si fallamos en el momento de actuar, si actuamos demasiado tarde, las consecuencias pueden ser irreparables. Si actuamos demasiado pronto también puede ser irreparable. Se trata de entender que todo tiene su tiempo.
Actuar o esperar, dos caras de una misma moneda. Con cualquiera de las dos podemos ganar, pero también podemos perder.
Una corazonada, una señal, siempre buscamos algo que nos diga cuándo actuar. Pero no nos damos cuenta de que esperar también es actuar, entonces la impaciencia nos lleva a actuar a destiempo, a equivocarnos.
Y si se trata de actuar nada mejor que sorprender. Los animales de presa dominan bien este arte, ellos saben cómo esperar a la presa, dejarla actuar para cazarla.
Al fin y al cabo actuar es mentir, creo. Toma uno, acción. Y entonces, ciego caes en la trampa por no saber esperar.
Somos esclavos de nuestras impaciencias, de nuestras tentaciones, de nuestra culpa.
Siempre se trata de lo mismo, de cuando esperar, de cuando actuar, es como preparase para una cita, saber que ponerse, que no ponerse, que decir y que no decir, cuando hacer el gesto apropiado, cuando mantener el silencio, cuando ocultarse y cuando mostrarse.
Yo no sé esperar cuando me encuentro con un obstáculo. Soy campeona de salto y hago eso, salto obstáculos.
Quiero a Thiago, y si hay un obstáculo es necesario que haga lo que mejor se hacer, actuar. Tengo que saltar ese obstáculo.

Termino de leer lo que hace varios años escribí en una hoja cualquiera y la arrugo, para así, desde mi asiento, arrojarla al cesto de basura a unos pocos metros de mí.

No puedo dejar de pensar en mi abuelo y porqué no sale del consultorio de una buena vez. ¿Y si le pasó algo malo?, ¿y si tiene una enfermedad? Tan sólo pensarlo me hace poner los pelos de punta.

La gente pasa a mi alrededor y subo el volumen a mi música. Por lo menos, olvidar por unos momentos me va a hacer bien.

Antes de que la canción llegue al coro, alguien toca mi hombro. Me quito los audífonos y giro mi cabeza para encontrarme con un chico castaño. Él me echa una mirada, para volver su vista a un papel arrugado en sus manos.

—¿Quién es Thiago, Leighton? —inquiere. La puerta a mi lado se abre, y con ella sale mi abuelo y dice que nos vayamos. Pero no puedo dejar de observar sus ojos. Tan oscuros, tan profundos. ¿Quién es? Me sonríe para desaparece por completo. Por alguna extraña razón la frase de confíes en nadie se cruza por mi mente.

Bienvenida al mundo real, Leigh.