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Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
O W N :: Archivos :: Novelas Terminadas
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Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
Capítulo 46
La Giacci baja a la sala de visitas. Saluda a algunas madres que conoce y luego va hasta el fondo. Un chico con una cazadora oscura y un par de gafas negras está sentado de cualquier manera en un sillón. Tiene una pierna colgando sobre uno de los brazos y, por si fuera poco, fuma con aire insolente. Echando la cabeza hacia atrás, tira el humo de vez en cuando hacia lo alto.
La Giacci se para ante él.
—¿Perdone? —El chico parece no haberla oído. La Giacci levanta la voz . ¿Perdone?
Joe, finalmente, alza la cabeza.
—¿Sí?
—¿Acaso no sabe leer? —le pregunta indicando el letrero colgado en la pared, en un lugar bien visible, que prohíbe fumar.
—¿Dónde?
La Giacci decide no insistir.
—Aquí no se puede fumar.
—Ah, no me había dado cuenta. —Joe tira el cigarrillo al suelo y lo apaga con un golpe decidido del talón. La Giacci se está poniendo nerviosa.
—¿Qué hace usted aquí?
—Estoy esperando a la profesora Giacci.
—Soy yo. ¿A qué debo su visita?
—Ah, es usted, profesora. Perdone por el cigarrillo.
Joe se sienta mejor en el sillón. Por un momento parece lamentarlo sinceramente.
—Déjelo estar y dígame qué es lo que quiere.
—Mire, quería hablarle de _____ _____*. Usted no debe tratarla en ese modo.
¿Sabe, profesora? Esa chica es muy sensible. Y, además, sus padres son una auténtica lata, ¿lo entiende? De manera que si usted la toma con ella, ellos la castigarán y yo saldré perdiendo porque no podré salir con ella y eso no me gusta nada, profesora, ¿me entiende?
La Giacci está fuera de sí. ¿Cómo se permite ese chulo hablarle en ese tono?
—No lo entiendo en absoluto y, sobre todo, no entiendo lo que hace usted aquí. ¿Es acaso pariente suyo? ¿Su hermano?
—No, digamos que soy un amigo.
Repentinamente, la profesora recuerda haberlo visto ya. Sí, desde la ventana. Es el chico con el que _____ se escapó del colegio. Habló de él con su madre, largo y tendido. Pobre señora. Es un individuo peligroso.
—Usted no está autorizado a estar aquí. Márchese o llamo a la policía.
Joe se levanta y pasa risueño por delante de ella.
—Yo solo he venido para hablar con usted. Quería encontrar con usted una solución, pero veo que es imposible. —La Giacci lo mira con aire de superioridad.
Ese tipo no le da miedo. A pesar de todos esos músculos, no deja de ser un simple muchacho, una mente pequeña, insignificante. Joe se le acerca como si quisiera hacerle una confidencia—. Veamos si entiende esta palabra, profesora. Atenta, ¿eh?: Pepito. —La Giacci palidece. No quiere dar crédito a lo que acaba de oír—. Veo que ha entendido el concepto. Así que procure portarse bien, profesora, y verá que se acaban los problemas. En la vida se trata de encontrar las palabras adecuadas, ¿no? Recuerde: Pepito.
La deja en medio de la sala, blanca como el papel, aún más vieja de lo que ya es, con una única esperanza: que nada de todo aquello sea verdad. La Giacci va a ver a la directora, le pide permiso, corre a casa y cuando llega siente una especie de pánico al entrar. Abre la puerta. Ningún ruido. Nada. Entra en todas las habitaciones gritando, llamándolo por su nombre, a continuación se derrumba sobre una silla.
Aún más cansada y sola, si cabe, de lo que se siente todos los días. El portero se asoma a la puerta.
—Profesora, ¿cómo va? Está usted muy pálida. Oiga, hoy vinieron dos chicos de su parte para sacar a pasear a Pepito. Yo mismo les abrí. Hice bien, ¿no? —La Giacci lo mira. Como si no lo viera. Luego, sin odio, resignada, llena de tristeza y melancolía, asiente. El portero se marcha, la Giacci se levanta como puede de la silla y va a cerrar la puerta. La esperan días de soledad, en aquella casa tan grande, sin los alegres ladridos de Pepito. Uno se puede equivocar sobre la gente. _____ le parecía una muchacha orgullosa e inteligente, puede que un poco sabihonda, pero incapaz de una crueldad semejante. Se encamina hacia la cocina para prepararse algo de comer. Abre la nevera. Al lado de su ensalada está la comida de Pepito ya preparada.
Estalla en sollozos. Ahora sí que está realmente sola. Ahora ha perdido definitivamente.
La Giacci baja a la sala de visitas. Saluda a algunas madres que conoce y luego va hasta el fondo. Un chico con una cazadora oscura y un par de gafas negras está sentado de cualquier manera en un sillón. Tiene una pierna colgando sobre uno de los brazos y, por si fuera poco, fuma con aire insolente. Echando la cabeza hacia atrás, tira el humo de vez en cuando hacia lo alto.
La Giacci se para ante él.
—¿Perdone? —El chico parece no haberla oído. La Giacci levanta la voz . ¿Perdone?
Joe, finalmente, alza la cabeza.
—¿Sí?
—¿Acaso no sabe leer? —le pregunta indicando el letrero colgado en la pared, en un lugar bien visible, que prohíbe fumar.
—¿Dónde?
La Giacci decide no insistir.
—Aquí no se puede fumar.
—Ah, no me había dado cuenta. —Joe tira el cigarrillo al suelo y lo apaga con un golpe decidido del talón. La Giacci se está poniendo nerviosa.
—¿Qué hace usted aquí?
—Estoy esperando a la profesora Giacci.
—Soy yo. ¿A qué debo su visita?
—Ah, es usted, profesora. Perdone por el cigarrillo.
Joe se sienta mejor en el sillón. Por un momento parece lamentarlo sinceramente.
—Déjelo estar y dígame qué es lo que quiere.
—Mire, quería hablarle de _____ _____*. Usted no debe tratarla en ese modo.
¿Sabe, profesora? Esa chica es muy sensible. Y, además, sus padres son una auténtica lata, ¿lo entiende? De manera que si usted la toma con ella, ellos la castigarán y yo saldré perdiendo porque no podré salir con ella y eso no me gusta nada, profesora, ¿me entiende?
La Giacci está fuera de sí. ¿Cómo se permite ese chulo hablarle en ese tono?
—No lo entiendo en absoluto y, sobre todo, no entiendo lo que hace usted aquí. ¿Es acaso pariente suyo? ¿Su hermano?
—No, digamos que soy un amigo.
Repentinamente, la profesora recuerda haberlo visto ya. Sí, desde la ventana. Es el chico con el que _____ se escapó del colegio. Habló de él con su madre, largo y tendido. Pobre señora. Es un individuo peligroso.
—Usted no está autorizado a estar aquí. Márchese o llamo a la policía.
Joe se levanta y pasa risueño por delante de ella.
—Yo solo he venido para hablar con usted. Quería encontrar con usted una solución, pero veo que es imposible. —La Giacci lo mira con aire de superioridad.
Ese tipo no le da miedo. A pesar de todos esos músculos, no deja de ser un simple muchacho, una mente pequeña, insignificante. Joe se le acerca como si quisiera hacerle una confidencia—. Veamos si entiende esta palabra, profesora. Atenta, ¿eh?: Pepito. —La Giacci palidece. No quiere dar crédito a lo que acaba de oír—. Veo que ha entendido el concepto. Así que procure portarse bien, profesora, y verá que se acaban los problemas. En la vida se trata de encontrar las palabras adecuadas, ¿no? Recuerde: Pepito.
La deja en medio de la sala, blanca como el papel, aún más vieja de lo que ya es, con una única esperanza: que nada de todo aquello sea verdad. La Giacci va a ver a la directora, le pide permiso, corre a casa y cuando llega siente una especie de pánico al entrar. Abre la puerta. Ningún ruido. Nada. Entra en todas las habitaciones gritando, llamándolo por su nombre, a continuación se derrumba sobre una silla.
Aún más cansada y sola, si cabe, de lo que se siente todos los días. El portero se asoma a la puerta.
—Profesora, ¿cómo va? Está usted muy pálida. Oiga, hoy vinieron dos chicos de su parte para sacar a pasear a Pepito. Yo mismo les abrí. Hice bien, ¿no? —La Giacci lo mira. Como si no lo viera. Luego, sin odio, resignada, llena de tristeza y melancolía, asiente. El portero se marcha, la Giacci se levanta como puede de la silla y va a cerrar la puerta. La esperan días de soledad, en aquella casa tan grande, sin los alegres ladridos de Pepito. Uno se puede equivocar sobre la gente. _____ le parecía una muchacha orgullosa e inteligente, puede que un poco sabihonda, pero incapaz de una crueldad semejante. Se encamina hacia la cocina para prepararse algo de comer. Abre la nevera. Al lado de su ensalada está la comida de Pepito ya preparada.
Estalla en sollozos. Ahora sí que está realmente sola. Ahora ha perdido definitivamente.
SandyJonas
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
Capítulo 47
Aquella tarde, Kevin acaba de trabajar temprano. Entra en casa muy contento.
De repente, oye un ladrido. En el salón, un perro lulú de pelo blanco mueve la cola sobre su alfombra turca. Pollo está delante de él con una cuchara de madera en la mano.
—¿Listo? ¡Venga! —Pollo tira la cuchara sobre el sofá que tiene delante. El lulú ni siquiera se gira, no parece importarle lo más mínimo adónde pueda haber ido a parar el trozo de madera. Al contrario, empieza a ladrar.
—Coño, pero ¿por qué no va? ¡Este perro no funciona! ¡Nos hemos llevado un perro idiota! Solo sabe ladrar.
—Mira que no es un perdiguero. No está predispuesto, ¿no? ¿Qué pretendes?
Joe ve a su hermano. Kevin está de pie en el umbral de la puerta con el sombrero todavía en la mano.
—Vaya, Kev, ¿cómo estás? No te he oído entrar. ¿Cómo es que llegas hoy tan temprano?
—He acabado antes. ¿Qué hace este perro en mi casa?
—Es nuevo. Pollo y yo lo hemos cogido a medias. ¿Te gusta?
—En absoluto. No lo quiero ver por aquí. Mira. —Va hasta le sofá—. Está todo lleno de pelos blancos, aquí.
—Venga, Kevʹ, no seas tan dominante. Estará en mi parte de la casa.
—¿Qué?
El perro mueve la cola y empieza a ladrar.
—¿Lo ves? ¡Él está de acuerdo!
—Si ya me despiertas tú cuando vuelves a casa imagínate con este perro ladrando sin parar. Ni hablar.
Kevin se marcha furioso.
—Coño, se ha enfadado. —A Pollo se le ocurre algo, grita para que lo pueda oír desde la otra habitación.
—Kevin, por los doscientos euros que te debo… me lo llevo yo.
Joe se echa a reír y empieza a leer Dago: Kevin aparece en la puerta.
—Hecho. En cualquier caso, había ya dado por perdido ese dinero, al menos así me quito de encima al perro. Por cierto, Joe, ¿se puede saber adónde han ido a parar mis galletas de mantequilla? Las compré el otro día para desayunar y ya han desaparecido.
—Bah, se las habrá comido Maria. Yo no las he cogido, ya sabes que a mí no me gustan.
—No sé por qué, pero todo lo que sucede acaba siendo siempre culpa de Maria. Despidámosla, ¿no? Solo nos causa problemas…
—¿Estás loco? Maria es un mito. Hace unas tartas de manzana… La del otro día, por ejemplo… —interviene Pollo.
—¡Así que os la comisteis vosotros, estaba seguro!
Joe mira el reloj.
—Coño, es tardísimo. Tengo que salir. —Pollo también se levanta.
—Yo también. —Kevin se queda solo en el salón.
—¿Y el perro?
A Pollo le da tiempo a contestarle antes de salir.
—Paso después por aquí.
—¡Mira que si no te lo llevas tendrás que devolverme los doscientos euros!
Kevin mira al lulú. Está en medio del salón, moviendo la cola. Qué extraño que todavía no se haya hecho pipí sobre su alfombra. Abre su maletín de piel y saca una nueva caja de galletas inglesas de mantequilla. ¿Dónde puede esconderla? Elige el armarito que hay allí abajo, el de los sobres y las cartas. En esa casa no escribe nadie.
Será difícil que las encuentren allí. Las esconde bajo un paquete aún cerrado de sobres.
Al incorporarse, advierte que el lulú lo está mirando. Ambos se observan por un instante. «Puede que me lo hayan dejado adrede. Hay perros capaces de encontrar las trufas. Puede que este sea un perro galletero.» Por un momento, estúpidamente, Kevin deja de estar tan seguro sobre su escondite.
Aquella tarde, Kevin acaba de trabajar temprano. Entra en casa muy contento.
De repente, oye un ladrido. En el salón, un perro lulú de pelo blanco mueve la cola sobre su alfombra turca. Pollo está delante de él con una cuchara de madera en la mano.
—¿Listo? ¡Venga! —Pollo tira la cuchara sobre el sofá que tiene delante. El lulú ni siquiera se gira, no parece importarle lo más mínimo adónde pueda haber ido a parar el trozo de madera. Al contrario, empieza a ladrar.
—Coño, pero ¿por qué no va? ¡Este perro no funciona! ¡Nos hemos llevado un perro idiota! Solo sabe ladrar.
—Mira que no es un perdiguero. No está predispuesto, ¿no? ¿Qué pretendes?
Joe ve a su hermano. Kevin está de pie en el umbral de la puerta con el sombrero todavía en la mano.
—Vaya, Kev, ¿cómo estás? No te he oído entrar. ¿Cómo es que llegas hoy tan temprano?
—He acabado antes. ¿Qué hace este perro en mi casa?
—Es nuevo. Pollo y yo lo hemos cogido a medias. ¿Te gusta?
—En absoluto. No lo quiero ver por aquí. Mira. —Va hasta le sofá—. Está todo lleno de pelos blancos, aquí.
—Venga, Kevʹ, no seas tan dominante. Estará en mi parte de la casa.
—¿Qué?
El perro mueve la cola y empieza a ladrar.
—¿Lo ves? ¡Él está de acuerdo!
—Si ya me despiertas tú cuando vuelves a casa imagínate con este perro ladrando sin parar. Ni hablar.
Kevin se marcha furioso.
—Coño, se ha enfadado. —A Pollo se le ocurre algo, grita para que lo pueda oír desde la otra habitación.
—Kevin, por los doscientos euros que te debo… me lo llevo yo.
Joe se echa a reír y empieza a leer Dago: Kevin aparece en la puerta.
—Hecho. En cualquier caso, había ya dado por perdido ese dinero, al menos así me quito de encima al perro. Por cierto, Joe, ¿se puede saber adónde han ido a parar mis galletas de mantequilla? Las compré el otro día para desayunar y ya han desaparecido.
—Bah, se las habrá comido Maria. Yo no las he cogido, ya sabes que a mí no me gustan.
—No sé por qué, pero todo lo que sucede acaba siendo siempre culpa de Maria. Despidámosla, ¿no? Solo nos causa problemas…
—¿Estás loco? Maria es un mito. Hace unas tartas de manzana… La del otro día, por ejemplo… —interviene Pollo.
—¡Así que os la comisteis vosotros, estaba seguro!
Joe mira el reloj.
—Coño, es tardísimo. Tengo que salir. —Pollo también se levanta.
—Yo también. —Kevin se queda solo en el salón.
—¿Y el perro?
A Pollo le da tiempo a contestarle antes de salir.
—Paso después por aquí.
—¡Mira que si no te lo llevas tendrás que devolverme los doscientos euros!
Kevin mira al lulú. Está en medio del salón, moviendo la cola. Qué extraño que todavía no se haya hecho pipí sobre su alfombra. Abre su maletín de piel y saca una nueva caja de galletas inglesas de mantequilla. ¿Dónde puede esconderla? Elige el armarito que hay allí abajo, el de los sobres y las cartas. En esa casa no escribe nadie.
Será difícil que las encuentren allí. Las esconde bajo un paquete aún cerrado de sobres.
Al incorporarse, advierte que el lulú lo está mirando. Ambos se observan por un instante. «Puede que me lo hayan dejado adrede. Hay perros capaces de encontrar las trufas. Puede que este sea un perro galletero.» Por un momento, estúpidamente, Kevin deja de estar tan seguro sobre su escondite.
SandyJonas
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
Capítulo 48
_____ va subida a la moto detrás de Joe. Con la mejilla apoyada sobre su cazadora mientras el viento le arrebata las puntas de sus cabellos.
—¿Cómo ha ido hoy el colegio?
—Estupendo. Hemos tenido dos horas libres. La Giacci no ha venido. Problemas familiares. Si con una como esa tenemos problemas nosotras imagínate su familia…
—Ya verás cómo de ahora en adelante las cosas irán mejor. Tengo como una especie de presentimiento.
_____ no acaba de entender el significado de aquellas palabras y cambia de tema.
—¿Estás seguro de que no me hará daño?
—¡Segurísimo! Todos se lo han hecho. Ya has visto lo grande que es el mío. Me habría muerto, ¿no? Tú te vas a hacer uno pequeñísimo. Ni siquiera te darás cuenta.
—No he dicho que me lo hago. Solo he dicho que voy a ver.
—Está bien, como quieras, si no te gusta, no te lo hagas, ¿de acuerdo?
»Bueno, hemos llegado. —Caminan por un sendero. En el suelo hay arena; el viento la ha llevado hasta allí tras habérsela robado a la playa vecina. Están en Fregene, en el pueblo de los pescadores. _____ se pregunta por un momento si no se habrá vuelto loca. Dios mío, estoy a punto de hacerme un tatuaje, piensa, tengo que hacérmelo en un sitio donde no se vea demasiado. Imagina lo que podría suceder si su madre la descubriera. Se echaría a gritar. Su madre grita siempre.
—¿Estás pensando dónde hacértelo?
—Todavía no sé si me lo voy a hacer o no.
—Venga, el mío te gustó mucho cuando lo viste. Y, además, Pallina también se ha hecho uno, ¿no?
—Sí, lo sé, pero ¿qué tiene que ver eso? Ella se lo hizo sola en casa con las agujas y la tinta.
—Bueno, esto es mucho mejor. Con la maquinita sale también a colores… es cojonudo.
—Pero ¿estás seguro de que la esterilizan?
—¡Claro, qué cosas se te ocurren!
Yo no me drogo, no he hecho nunca el amor. Sería el colmo coger el sida haciéndome un tatuaje.
—Es esta.
Se paran delante de una especie de cabaña. El viento agita las cañas que cubren el tejado como una plancha. La ventana está cubierta por unos cristales de colores. La puerta es de madera marrón oscuro. Casi parece de chocolate.
—¿Se puede, John?
—Vaya, Joe, entra.
_____ lo sigue. Le impresiona el fuerte olor a alcohol que hay en su interior. Al menos de eso hay; ahora hay que asegurarse de que lo usen. John está sentado en una especie de taburete ocupado con el hombro de una chica rubia sentada delante de él en un banco. Se oye el ruido de un motor. A _____ le recuerda el del torno del dentista.
Confía en que no haga tanto daño. La muchacha mira hacia delante. Si siente dolor, no lo demuestra. Un muchacho, apoyado contra la pared, deja de leer el Corriere dello Sport.
—¿Te hace daño?
—No.
—Venga, que sí que te hace.
—Te he dicho que no.
El muchacho se concentra de nuevo en el periódico. Casi parece molestarle que su amiga no sienta nada.
—Bueno, esto ya está. —John aparta el aparato y se inclina sobre el hombro para ver mejor su trabajo—. ¡Perfecta!
La chica exhala un suspiro de alivio. Alarga el cuello para ver si el entusiasmo que demuestra John está justificado. _____ y Joe se acercan curiosos. El chico deja de leer y se inclina hacia delante. Todos miran en silencio. La muchacha busca a su alrededor un poco de aprobación.
—Es bonita, ¿eh? —Una mariposa multicolor resplandece lívida sobre su hombro. La piel está un poco hinchada. El color todavía fresco, mezclado con el rojo de la sangre, resulta particularmente brillante.
—Preciosa —le responde sonriendo el que, por lo visto, debe de ser su novio.
—Mucho. —También _____ se decide a darle un poco de satisfacción.
—Ten, ponte esto. —John le pone una venda adherente sobre el hombro—.
Tienes que lavarlo cada mañana durante algunos días. ¡Verás que así no se infecta!
La chica inspira por la boca con los dientes apretados.
Algo es seguro. Una vez acabado, al menos, John usa el alcohol. El tipo saca cincuenta euros y le paga. Luego sonríe y abraza a su chica recién tatuada.
—¡Ay! Me haces daño.
—Oh, perdona, cariño. —La coge delicadamente algo más abajo y sale con ella de aquella seudocabaña.
—Bueno, Joe, enséñame cómo va tu tatuaje…
Joe se sube la manga derecha de su cazadora. Sobre su musculoso antebrazo aparece un águila con una lengua roja llameante. Joe mueve la mano como un pianista. Sus tendones se deslizan bajo la piel dando vida a aquellas grandes alas.
—Es precioso. —John mira orgulloso su trabajo—. Habría que repasarla un poco…
—Un día de estos, tal vez. Hoy hemos venido por ella.
—Ah, ¿por esta señorita tan guapa? Y dime, ¿qué te gustaría hacerte?
—Para empezar, espero que no me haga daño y además… usted esteriliza cada vez el aparato, ¿verdad?
John la tranquiliza. Desmonta las agujas y las limpia con alcohol delante de ella.
—¿Has decidido ya dónde te lo quieres hacer?
—Mmm, preferiría en un sitio donde no se vea. Si mis padres se dan cuenta las pasaré canutas.
Se arrepiente de la frase. Puede que las pase canutas de todos modos.
—Bueno —John le sonríe—, he hecho algunos sobre las nalgas y también en la cabeza. Una vez vino una americana que insistió en hacérselo, sí, vaya, ¿entiendes dónde…? ¡Antes tuve incluso que depilarla!
John suelta una carcajada delante de ella dejando al descubierto unos terribles dientes amarillentos. _____ lo mira preocupada. Dios mío, es un maníaco.
—John. —Oye el tono un tanto duro de Joe a sus espaldas.
John cambia de inmediato de expresión.
—Sí, perdona, Joe. Entonces, no sé, podríamos hacerlo sobre el cuello, bajo el pelo, sobre el tobillo o incluso en un costado.
—Vale, en un costado me parece perfecto.
—Ten, elige uno de estos. —John saca de debajo de una mesa un voluminoso libro. _____ empieza a ojearlo. Hay calaveras, espadas, cruces, revólveres, dibujos espantosos. John se levanta y se enciende un Marlboro. Intuye que va para largo.
Joe se sienta a su lado.
—¿Este? —Le indica una esvástica nazi con una bandera de fondo blanco.
—¡Pues sí que…!
—Bueno, no está mal…
—¿Este? —Le señala una gruesa serpiente en tonos morados y con la boca abierta en ademán de atacar. _____ ni siquiera le responde. Sigue ojeando el grueso libro. Mira rápidamente las figuras que hay en su interior, insatisfecha, como si supiera ya que allí no va a encontrar nada que merezca la pena. Al final, tras pasar la última hoja, la de plástico duro, cierra el libro. Luego mira a John.
—No me gusta nada.
John da una calada a su cigarrillo y expulsa el humo resoplando. Se lo imaginaba.
—Bueno, entonces tendremos que inventarnos algo, ¿una rosa?
_____ niega con la cabeza.
—¿Otra flor?
—No lo sé…
—Bueno, hija mía, o nos echas una mano o podemos estar aquí hasta mañana. Mira que a las siete vienen otros clientes.
—Pero es que no lo sé. Me gustaría hacerme algo fuera de lo común.
John empieza a pasearse por la habitación. Se detiene.
—Una vez tatué sobre el hombro de un tipo una botella de Coca‐Cola. Quedó estupenda. ¿Te gustaría?
—La Coca‐Cola no me gusta.
—Venga, _____, dile algo que te guste, ¿no?
—Yo tomo solo yogur. ¡No querrás que le pida que me tatúe uno en el costado!
Al final encuentran una solución. La propone Joe. John se muestra de acuerdo y a _____ le encanta.
Joe la distrae contándole la verdadera historia de John, el chino de los ojos verdes. Todos lo llaman así y él se jacta de su aspecto oriental. Se hace pasar por uno de ellos rodeándose de cosas chinas. En realidad es de Centocelle. Vive con una tipa de Ostia con la cual ha tenido incluso un hijo al que ha llamado Bruce, en honor a su ídolo. Lo cierto es que se llama Mario y aprendió a hacer sus primeros tatuajes en el Gabbio. Los ojos rasgados se deben, además, a dos dioptrías de miopía corregidas con gafas de cuatro perras. Mario o, mejor dicho, John, suelta una risotada. Joe paga cincuenta euros. _____ controla su tatuaje: perfecto. Poco después, de nuevo sobre la moto, deja el primer botón de sus vaqueros abiertos, abre un poco la venda y lo vuelve mirar encantada. Joe lo nota.
—¿Te gusta?
—Muchísimo.
Sobre su piel delicada, todavía hinchada, un pequeño aguilucho recién nacido, idéntico al de Joe, hijo de la misma mano, saborea el viento fresco del atardecer.
Llaman a la puerta. Kevin va a abrir. Delante de él, un señor de aspecto distinguido.
—Buenas noches, busco a Joseph Jonas. Soy Claudio _____*.
—Buenas noches, mi hermano no está.
—¿Sabe cuándo volverá?
—No, no lo sé, no ha dicho nada. A veces ni siquiera viene a cenar, vuelve directamente por la noche, tarde. —Kevin observa a aquel señor. A saber qué tendrá que ver con Joe. Problema a la vista. Como de costumbre, una nueva historia de peleas—. Mire, si quiere entrar, tal vez vuelva pronto o llame por teléfono.
—Gracias.
Claudio entra en el salón. Kevin cierra la puerta y, acto seguido, no se puede contener.
—Perdone, ¿puedo ayudarle en algo?
—No, solo quería hablar con Joseph. Soy el padre de _____.
—Ah, entiendo. —Kevin esboza una sonrisa educada. En realidad, no entiende nada. No tiene ni idea de quién pueda ser esa _____. Una chica, esta vez no se trata de una paliza. Peor aún—. Perdone un momento. —Kevin sale del salón. Claudio, una vez a solas, curiosea un poco. Se acerca a algunos pósteres colgados de la pared, luego saca la cajetilla de cigarrillos y se enciende uno. Al menos, toda esta historia tiene una ventaja. Puedo fumar tranquilo. Qué extraño, ese es el hermano de Joe, del mismo Joe que vapuleó a Accado, y, sin embargo, parece una persona como es debido. Puede que entonces la situación no sea tan desesperada. Raffaella, como de costumbre, está exagerando. Tal vez ni siquiera era necesario venir. Esas son cosas de jóvenes. Se arreglan naturalmente por sí solas. Es una historia sin más complicaciones, se han enamorado. Puede que a _____ se le pase enseguida. Mira en derredor buscando un cenicero. Lo ve sobre una mesita que hay detrás del sofá. Se acerca a ella para echar la ceniza.
—Tenga cuidado. —Kevin está en la puerta con un trapo en la mano—. Lo siento. Pero está caminando justo donde ha hecho pipí el perro.
Pepito, el pequeño lulú de abundante pelo blanco, aparece en un rincón del salón. Ladra casi feliz de reivindicar su osadía.
Joe y _____ se detienen en el patio que hay bajo la casa de ella. _____ mira su sitio en el garaje. Está vacío.
—Mis padres todavía no han vuelto. ¿Quieres subir un momento?
—Sí, venga. —Luego recuerda que ha dejado al perro en casa con su hermano. Saca el móvil—. Espera, antes voy a llamar a mi hermano, quiero saber si necesita algo.
Kevin va a coger el teléfono.
—¿Sí?
—Hola, Kev. ¿Cómo va? ¿Ha pasado Pollo a recoger al perro?
—No, ese idiota que tienes por amigo todavía no ha venido. Espero diez minutos más y luego lo echo de casa.
—Venga, no seas así. Ya sabes que no hay que maltratar a los animales. Más bien, habría que sacarlo para que hiciera pipí.
—¡Ya lo ha hecho, gracias!
—Caramba, qué previsor, eres cojonudo, hermano.
—No me has entendido. Lo ha hecho solito y, por si fuera poco, ¡sobre la alfombra turca!
Kevin, a la imagen de mánager eficientísimo, prefiere la de simple gafe con trapo en mano que seca el pipí del perro. Todo con tal de que Joe se sienta culpable. En vano. Del otro lado de la línea le llega una estentórea carcajada.
—¡No me lo puedo creer!
—¡Créetelo! Ah, oye. Aquí hay un señor que te está esperando.
Kevin se vuelve hacia la pared tratando de que no se le oiga demasiado.
—Es el padre de _____. ¿Ha pasado algo?
Joe mira sorprendido a _____.
—¿En serio?
—Sí, imagínate si bromeo contigo sobre estas cosas… Entonces, ¿qué es lo que pasa?
—Nada, luego te lo cuento. Pásamelo, venga.
Kevin tiende el auricular a Claudio.
—Señor _____*, tiene suerte. Mi hermano acaba de llamar.
Mientras se dirige hacia el teléfono, Claudio se pregunta si es realmente un hombre afortunado. Puede que hubiera sido mejor no encontrarlo. Trata de hablar en tono seguro y grave.
—¿Sí?
—Buenas noches, ¿cómo está?
—Bien, Joseph. Escuche, me gustaría hablar con usted.
—Está bien, ¿de qué quiere que hablemos?
—¡Es una cuestión delicada!
—¿No podemos hablar por teléfono?
—No. Preferiría verle y decírselo en persona.
—Está bien. Como quiera.
—En ese caso, ¿dónde nos podemos ver?
—No sé, dígamelo usted.
—De cualquier forma, es cuestión de pocos minutos. ¿Dónde está usted en estos momentos?
A Joe le entra risa. No le parece oportuno decirle que está en su propia casa.
—Estoy en casa de un amigo. En los alrededores de Ponte Milvio.
—Nos podríamos ver delante de la iglesia de Santa Chiara, ¿sabe dónde es?
—Sí. Yo, sin embargo, lo espero en la encina que hay delante. Lo prefiero. ¿Sabe cuál es? Hay una especie de jardín.
—Sí, sí, la conozco. Entonces quedamos allí dentro de un cuarto de hora.
—Está bien, ¿me vuelve a pasar a mi hermano, por favor?
—Sí, enseguida.
Claudio le entrega de nuevo a Kevin el auricular.
—Quiere que se vuelva a poner.
—Sí, Joe, dime.
—Kevin, ¿me has hecho quedar bien? ¿Lo has invitado a sentarse? Por favor, ¿eh?, me interesa. Es una persona importante. Piensa que su hija se ha comido todas tus galletitas de mantequilla…
—Desde luego… —A Kevin no le da tiempo a contestarle, Joe cuelga antes.
Claudio se encamina hacia la puerta.
—Disculpe, me tengo que marchar, quisiera despedirme.
—Ah, claro, le acompaño.
—Espero que tengamos ocasión de volvernos a ver con más calma.
—Por supuesto… —Se dan la mano. Kevin abre la puerta. En ese preciso momento llega Pollo.
—Hola, he venido para llevarme al perro.
—Menos mal, ya era hora.
—Bueno, yo me despido.
—Buenas noches.
Pollo mira perplejo a aquel señor que sale por la puerta.
—¿Quién era ese?
—El padre de una cierta _____. Quería ver a Joe. ¿Qué ha pasado? ¿Quién es esa _____?
—Es la novia actual de tu hermano. ¿Dónde está el perro?
—En la cocina. Pero ¿por qué quiere hablar con Joe? ¿Hay algún problema?
—¡Y yo qué sé! —Pollo sonríe al ver al perro—. Venga, Arnold, vamos. —El lulú, recién bautizado, corre a su encuentro ladrando. Entre los dos parece haber una cierta simpatía aunque también puede ser que el perro prefiera su nombre actual al de Pepito. Es posible que la Giacci no haya entendido nunca que él, en realidad, es un duro.
Kevin lo detiene.
—Eh, ¿no será que esa _____ está…? —Hace un arco con la mano, aumentando el volumen de su tripa, ya de por sí bastante echada a perder.
—¿Embarazada? ¡Qué va! Según me ha parecido entender, Joe no lo conseguiría ni aun siendo el Espíritu Santo.
—Eh, _____, me tengo que marchar. —Joe la abraza.
—¿Adónde? Quédate un poco más.
—No puedo. Tengo una cita.
_____ lo aparta.
—Sí, ya sé yo con quién has quedado. Con esa tipa terrible, la morena. Pero ¿es que no lo entiende? ¿No le ha bastado la paliza que le di el otro día?
Joe se echa a reír y la abraza de nuevo.
—Pero ¿qué dices? —_____ trata de oponer resistencia. Luchan por un momento.
Joe vence con facilidad y le da un beso. _____ mantiene cerrados los labios. Al final acepta la dulce derrota. Pero le muerde la lengua.
—¡Ay!
—Dime enseguida con quién vas a salir.
—No lo adivinarías nunca.
—No es la que he dicho antes, ¿verdad?
—No.
—¿La conozco?
—Perfectamente. Perdona, antes de nada, pregúntame si es un hombre o una mujer.
_____ resopla.
—¿Hombre o mujer?
—Se trata de un hombre.
—Eso me deja ya más tranquila.
—Voy a ver a tu padre.
—¿Mi padre?
—Ha ido a buscarme a casa. Cuando he llamado estaba allí. Hemos quedado ahora en la plaza Giochi Delfici.
—¿Y se puede saber qué es lo que quiere mi padre de ti?
—¡No lo sé! Cuando me entere te llamo y te lo digo. ¿De acuerdo?
Le da un beso irresistible. Ella lo deja hacer, todavía estupefacta y sorprendida por aquella noticia. Joe arranca la moto y se aleja veloz. _____ se lo queda mirando hasta que desaparece por la esquina. Luego sube a su casa. Silenciosa, realmente preocupada. Trata de imaginarse su encuentro. ¿De qué hablarán? ¿Qué pasará?
Después, pensando sobre todo en su padre, confía en que no acaben a bofetadas.
_____ va subida a la moto detrás de Joe. Con la mejilla apoyada sobre su cazadora mientras el viento le arrebata las puntas de sus cabellos.
—¿Cómo ha ido hoy el colegio?
—Estupendo. Hemos tenido dos horas libres. La Giacci no ha venido. Problemas familiares. Si con una como esa tenemos problemas nosotras imagínate su familia…
—Ya verás cómo de ahora en adelante las cosas irán mejor. Tengo como una especie de presentimiento.
_____ no acaba de entender el significado de aquellas palabras y cambia de tema.
—¿Estás seguro de que no me hará daño?
—¡Segurísimo! Todos se lo han hecho. Ya has visto lo grande que es el mío. Me habría muerto, ¿no? Tú te vas a hacer uno pequeñísimo. Ni siquiera te darás cuenta.
—No he dicho que me lo hago. Solo he dicho que voy a ver.
—Está bien, como quieras, si no te gusta, no te lo hagas, ¿de acuerdo?
»Bueno, hemos llegado. —Caminan por un sendero. En el suelo hay arena; el viento la ha llevado hasta allí tras habérsela robado a la playa vecina. Están en Fregene, en el pueblo de los pescadores. _____ se pregunta por un momento si no se habrá vuelto loca. Dios mío, estoy a punto de hacerme un tatuaje, piensa, tengo que hacérmelo en un sitio donde no se vea demasiado. Imagina lo que podría suceder si su madre la descubriera. Se echaría a gritar. Su madre grita siempre.
—¿Estás pensando dónde hacértelo?
—Todavía no sé si me lo voy a hacer o no.
—Venga, el mío te gustó mucho cuando lo viste. Y, además, Pallina también se ha hecho uno, ¿no?
—Sí, lo sé, pero ¿qué tiene que ver eso? Ella se lo hizo sola en casa con las agujas y la tinta.
—Bueno, esto es mucho mejor. Con la maquinita sale también a colores… es cojonudo.
—Pero ¿estás seguro de que la esterilizan?
—¡Claro, qué cosas se te ocurren!
Yo no me drogo, no he hecho nunca el amor. Sería el colmo coger el sida haciéndome un tatuaje.
—Es esta.
Se paran delante de una especie de cabaña. El viento agita las cañas que cubren el tejado como una plancha. La ventana está cubierta por unos cristales de colores. La puerta es de madera marrón oscuro. Casi parece de chocolate.
—¿Se puede, John?
—Vaya, Joe, entra.
_____ lo sigue. Le impresiona el fuerte olor a alcohol que hay en su interior. Al menos de eso hay; ahora hay que asegurarse de que lo usen. John está sentado en una especie de taburete ocupado con el hombro de una chica rubia sentada delante de él en un banco. Se oye el ruido de un motor. A _____ le recuerda el del torno del dentista.
Confía en que no haga tanto daño. La muchacha mira hacia delante. Si siente dolor, no lo demuestra. Un muchacho, apoyado contra la pared, deja de leer el Corriere dello Sport.
—¿Te hace daño?
—No.
—Venga, que sí que te hace.
—Te he dicho que no.
El muchacho se concentra de nuevo en el periódico. Casi parece molestarle que su amiga no sienta nada.
—Bueno, esto ya está. —John aparta el aparato y se inclina sobre el hombro para ver mejor su trabajo—. ¡Perfecta!
La chica exhala un suspiro de alivio. Alarga el cuello para ver si el entusiasmo que demuestra John está justificado. _____ y Joe se acercan curiosos. El chico deja de leer y se inclina hacia delante. Todos miran en silencio. La muchacha busca a su alrededor un poco de aprobación.
—Es bonita, ¿eh? —Una mariposa multicolor resplandece lívida sobre su hombro. La piel está un poco hinchada. El color todavía fresco, mezclado con el rojo de la sangre, resulta particularmente brillante.
—Preciosa —le responde sonriendo el que, por lo visto, debe de ser su novio.
—Mucho. —También _____ se decide a darle un poco de satisfacción.
—Ten, ponte esto. —John le pone una venda adherente sobre el hombro—.
Tienes que lavarlo cada mañana durante algunos días. ¡Verás que así no se infecta!
La chica inspira por la boca con los dientes apretados.
Algo es seguro. Una vez acabado, al menos, John usa el alcohol. El tipo saca cincuenta euros y le paga. Luego sonríe y abraza a su chica recién tatuada.
—¡Ay! Me haces daño.
—Oh, perdona, cariño. —La coge delicadamente algo más abajo y sale con ella de aquella seudocabaña.
—Bueno, Joe, enséñame cómo va tu tatuaje…
Joe se sube la manga derecha de su cazadora. Sobre su musculoso antebrazo aparece un águila con una lengua roja llameante. Joe mueve la mano como un pianista. Sus tendones se deslizan bajo la piel dando vida a aquellas grandes alas.
—Es precioso. —John mira orgulloso su trabajo—. Habría que repasarla un poco…
—Un día de estos, tal vez. Hoy hemos venido por ella.
—Ah, ¿por esta señorita tan guapa? Y dime, ¿qué te gustaría hacerte?
—Para empezar, espero que no me haga daño y además… usted esteriliza cada vez el aparato, ¿verdad?
John la tranquiliza. Desmonta las agujas y las limpia con alcohol delante de ella.
—¿Has decidido ya dónde te lo quieres hacer?
—Mmm, preferiría en un sitio donde no se vea. Si mis padres se dan cuenta las pasaré canutas.
Se arrepiente de la frase. Puede que las pase canutas de todos modos.
—Bueno —John le sonríe—, he hecho algunos sobre las nalgas y también en la cabeza. Una vez vino una americana que insistió en hacérselo, sí, vaya, ¿entiendes dónde…? ¡Antes tuve incluso que depilarla!
John suelta una carcajada delante de ella dejando al descubierto unos terribles dientes amarillentos. _____ lo mira preocupada. Dios mío, es un maníaco.
—John. —Oye el tono un tanto duro de Joe a sus espaldas.
John cambia de inmediato de expresión.
—Sí, perdona, Joe. Entonces, no sé, podríamos hacerlo sobre el cuello, bajo el pelo, sobre el tobillo o incluso en un costado.
—Vale, en un costado me parece perfecto.
—Ten, elige uno de estos. —John saca de debajo de una mesa un voluminoso libro. _____ empieza a ojearlo. Hay calaveras, espadas, cruces, revólveres, dibujos espantosos. John se levanta y se enciende un Marlboro. Intuye que va para largo.
Joe se sienta a su lado.
—¿Este? —Le indica una esvástica nazi con una bandera de fondo blanco.
—¡Pues sí que…!
—Bueno, no está mal…
—¿Este? —Le señala una gruesa serpiente en tonos morados y con la boca abierta en ademán de atacar. _____ ni siquiera le responde. Sigue ojeando el grueso libro. Mira rápidamente las figuras que hay en su interior, insatisfecha, como si supiera ya que allí no va a encontrar nada que merezca la pena. Al final, tras pasar la última hoja, la de plástico duro, cierra el libro. Luego mira a John.
—No me gusta nada.
John da una calada a su cigarrillo y expulsa el humo resoplando. Se lo imaginaba.
—Bueno, entonces tendremos que inventarnos algo, ¿una rosa?
_____ niega con la cabeza.
—¿Otra flor?
—No lo sé…
—Bueno, hija mía, o nos echas una mano o podemos estar aquí hasta mañana. Mira que a las siete vienen otros clientes.
—Pero es que no lo sé. Me gustaría hacerme algo fuera de lo común.
John empieza a pasearse por la habitación. Se detiene.
—Una vez tatué sobre el hombro de un tipo una botella de Coca‐Cola. Quedó estupenda. ¿Te gustaría?
—La Coca‐Cola no me gusta.
—Venga, _____, dile algo que te guste, ¿no?
—Yo tomo solo yogur. ¡No querrás que le pida que me tatúe uno en el costado!
Al final encuentran una solución. La propone Joe. John se muestra de acuerdo y a _____ le encanta.
Joe la distrae contándole la verdadera historia de John, el chino de los ojos verdes. Todos lo llaman así y él se jacta de su aspecto oriental. Se hace pasar por uno de ellos rodeándose de cosas chinas. En realidad es de Centocelle. Vive con una tipa de Ostia con la cual ha tenido incluso un hijo al que ha llamado Bruce, en honor a su ídolo. Lo cierto es que se llama Mario y aprendió a hacer sus primeros tatuajes en el Gabbio. Los ojos rasgados se deben, además, a dos dioptrías de miopía corregidas con gafas de cuatro perras. Mario o, mejor dicho, John, suelta una risotada. Joe paga cincuenta euros. _____ controla su tatuaje: perfecto. Poco después, de nuevo sobre la moto, deja el primer botón de sus vaqueros abiertos, abre un poco la venda y lo vuelve mirar encantada. Joe lo nota.
—¿Te gusta?
—Muchísimo.
Sobre su piel delicada, todavía hinchada, un pequeño aguilucho recién nacido, idéntico al de Joe, hijo de la misma mano, saborea el viento fresco del atardecer.
Llaman a la puerta. Kevin va a abrir. Delante de él, un señor de aspecto distinguido.
—Buenas noches, busco a Joseph Jonas. Soy Claudio _____*.
—Buenas noches, mi hermano no está.
—¿Sabe cuándo volverá?
—No, no lo sé, no ha dicho nada. A veces ni siquiera viene a cenar, vuelve directamente por la noche, tarde. —Kevin observa a aquel señor. A saber qué tendrá que ver con Joe. Problema a la vista. Como de costumbre, una nueva historia de peleas—. Mire, si quiere entrar, tal vez vuelva pronto o llame por teléfono.
—Gracias.
Claudio entra en el salón. Kevin cierra la puerta y, acto seguido, no se puede contener.
—Perdone, ¿puedo ayudarle en algo?
—No, solo quería hablar con Joseph. Soy el padre de _____.
—Ah, entiendo. —Kevin esboza una sonrisa educada. En realidad, no entiende nada. No tiene ni idea de quién pueda ser esa _____. Una chica, esta vez no se trata de una paliza. Peor aún—. Perdone un momento. —Kevin sale del salón. Claudio, una vez a solas, curiosea un poco. Se acerca a algunos pósteres colgados de la pared, luego saca la cajetilla de cigarrillos y se enciende uno. Al menos, toda esta historia tiene una ventaja. Puedo fumar tranquilo. Qué extraño, ese es el hermano de Joe, del mismo Joe que vapuleó a Accado, y, sin embargo, parece una persona como es debido. Puede que entonces la situación no sea tan desesperada. Raffaella, como de costumbre, está exagerando. Tal vez ni siquiera era necesario venir. Esas son cosas de jóvenes. Se arreglan naturalmente por sí solas. Es una historia sin más complicaciones, se han enamorado. Puede que a _____ se le pase enseguida. Mira en derredor buscando un cenicero. Lo ve sobre una mesita que hay detrás del sofá. Se acerca a ella para echar la ceniza.
—Tenga cuidado. —Kevin está en la puerta con un trapo en la mano—. Lo siento. Pero está caminando justo donde ha hecho pipí el perro.
Pepito, el pequeño lulú de abundante pelo blanco, aparece en un rincón del salón. Ladra casi feliz de reivindicar su osadía.
Joe y _____ se detienen en el patio que hay bajo la casa de ella. _____ mira su sitio en el garaje. Está vacío.
—Mis padres todavía no han vuelto. ¿Quieres subir un momento?
—Sí, venga. —Luego recuerda que ha dejado al perro en casa con su hermano. Saca el móvil—. Espera, antes voy a llamar a mi hermano, quiero saber si necesita algo.
Kevin va a coger el teléfono.
—¿Sí?
—Hola, Kev. ¿Cómo va? ¿Ha pasado Pollo a recoger al perro?
—No, ese idiota que tienes por amigo todavía no ha venido. Espero diez minutos más y luego lo echo de casa.
—Venga, no seas así. Ya sabes que no hay que maltratar a los animales. Más bien, habría que sacarlo para que hiciera pipí.
—¡Ya lo ha hecho, gracias!
—Caramba, qué previsor, eres cojonudo, hermano.
—No me has entendido. Lo ha hecho solito y, por si fuera poco, ¡sobre la alfombra turca!
Kevin, a la imagen de mánager eficientísimo, prefiere la de simple gafe con trapo en mano que seca el pipí del perro. Todo con tal de que Joe se sienta culpable. En vano. Del otro lado de la línea le llega una estentórea carcajada.
—¡No me lo puedo creer!
—¡Créetelo! Ah, oye. Aquí hay un señor que te está esperando.
Kevin se vuelve hacia la pared tratando de que no se le oiga demasiado.
—Es el padre de _____. ¿Ha pasado algo?
Joe mira sorprendido a _____.
—¿En serio?
—Sí, imagínate si bromeo contigo sobre estas cosas… Entonces, ¿qué es lo que pasa?
—Nada, luego te lo cuento. Pásamelo, venga.
Kevin tiende el auricular a Claudio.
—Señor _____*, tiene suerte. Mi hermano acaba de llamar.
Mientras se dirige hacia el teléfono, Claudio se pregunta si es realmente un hombre afortunado. Puede que hubiera sido mejor no encontrarlo. Trata de hablar en tono seguro y grave.
—¿Sí?
—Buenas noches, ¿cómo está?
—Bien, Joseph. Escuche, me gustaría hablar con usted.
—Está bien, ¿de qué quiere que hablemos?
—¡Es una cuestión delicada!
—¿No podemos hablar por teléfono?
—No. Preferiría verle y decírselo en persona.
—Está bien. Como quiera.
—En ese caso, ¿dónde nos podemos ver?
—No sé, dígamelo usted.
—De cualquier forma, es cuestión de pocos minutos. ¿Dónde está usted en estos momentos?
A Joe le entra risa. No le parece oportuno decirle que está en su propia casa.
—Estoy en casa de un amigo. En los alrededores de Ponte Milvio.
—Nos podríamos ver delante de la iglesia de Santa Chiara, ¿sabe dónde es?
—Sí. Yo, sin embargo, lo espero en la encina que hay delante. Lo prefiero. ¿Sabe cuál es? Hay una especie de jardín.
—Sí, sí, la conozco. Entonces quedamos allí dentro de un cuarto de hora.
—Está bien, ¿me vuelve a pasar a mi hermano, por favor?
—Sí, enseguida.
Claudio le entrega de nuevo a Kevin el auricular.
—Quiere que se vuelva a poner.
—Sí, Joe, dime.
—Kevin, ¿me has hecho quedar bien? ¿Lo has invitado a sentarse? Por favor, ¿eh?, me interesa. Es una persona importante. Piensa que su hija se ha comido todas tus galletitas de mantequilla…
—Desde luego… —A Kevin no le da tiempo a contestarle, Joe cuelga antes.
Claudio se encamina hacia la puerta.
—Disculpe, me tengo que marchar, quisiera despedirme.
—Ah, claro, le acompaño.
—Espero que tengamos ocasión de volvernos a ver con más calma.
—Por supuesto… —Se dan la mano. Kevin abre la puerta. En ese preciso momento llega Pollo.
—Hola, he venido para llevarme al perro.
—Menos mal, ya era hora.
—Bueno, yo me despido.
—Buenas noches.
Pollo mira perplejo a aquel señor que sale por la puerta.
—¿Quién era ese?
—El padre de una cierta _____. Quería ver a Joe. ¿Qué ha pasado? ¿Quién es esa _____?
—Es la novia actual de tu hermano. ¿Dónde está el perro?
—En la cocina. Pero ¿por qué quiere hablar con Joe? ¿Hay algún problema?
—¡Y yo qué sé! —Pollo sonríe al ver al perro—. Venga, Arnold, vamos. —El lulú, recién bautizado, corre a su encuentro ladrando. Entre los dos parece haber una cierta simpatía aunque también puede ser que el perro prefiera su nombre actual al de Pepito. Es posible que la Giacci no haya entendido nunca que él, en realidad, es un duro.
Kevin lo detiene.
—Eh, ¿no será que esa _____ está…? —Hace un arco con la mano, aumentando el volumen de su tripa, ya de por sí bastante echada a perder.
—¿Embarazada? ¡Qué va! Según me ha parecido entender, Joe no lo conseguiría ni aun siendo el Espíritu Santo.
—Eh, _____, me tengo que marchar. —Joe la abraza.
—¿Adónde? Quédate un poco más.
—No puedo. Tengo una cita.
_____ lo aparta.
—Sí, ya sé yo con quién has quedado. Con esa tipa terrible, la morena. Pero ¿es que no lo entiende? ¿No le ha bastado la paliza que le di el otro día?
Joe se echa a reír y la abraza de nuevo.
—Pero ¿qué dices? —_____ trata de oponer resistencia. Luchan por un momento.
Joe vence con facilidad y le da un beso. _____ mantiene cerrados los labios. Al final acepta la dulce derrota. Pero le muerde la lengua.
—¡Ay!
—Dime enseguida con quién vas a salir.
—No lo adivinarías nunca.
—No es la que he dicho antes, ¿verdad?
—No.
—¿La conozco?
—Perfectamente. Perdona, antes de nada, pregúntame si es un hombre o una mujer.
_____ resopla.
—¿Hombre o mujer?
—Se trata de un hombre.
—Eso me deja ya más tranquila.
—Voy a ver a tu padre.
—¿Mi padre?
—Ha ido a buscarme a casa. Cuando he llamado estaba allí. Hemos quedado ahora en la plaza Giochi Delfici.
—¿Y se puede saber qué es lo que quiere mi padre de ti?
—¡No lo sé! Cuando me entere te llamo y te lo digo. ¿De acuerdo?
Le da un beso irresistible. Ella lo deja hacer, todavía estupefacta y sorprendida por aquella noticia. Joe arranca la moto y se aleja veloz. _____ se lo queda mirando hasta que desaparece por la esquina. Luego sube a su casa. Silenciosa, realmente preocupada. Trata de imaginarse su encuentro. ¿De qué hablarán? ¿Qué pasará?
Después, pensando sobre todo en su padre, confía en que no acaben a bofetadas.
SandyJonas
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
wwooooww!!!!
tienes que seguirla esta hermosa.. yo ya vi la peli...
y por eso tienes qe seguirla es como revivirlo denuevo..
xcierto soyy abby<3
nueva y fiel lectora..* SIGUELA!!
tienes que seguirla esta hermosa.. yo ya vi la peli...
y por eso tienes qe seguirla es como revivirlo denuevo..
xcierto soyy abby<3
nueva y fiel lectora..* SIGUELA!!
scarlettariel
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
NUEVA LECTORA!! me encanta esta nove... yo la estaba por subir, pero me di cuenta que la estabas subiendo vs... xD SEGILA!!
Invitado
Invitado
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
Capítulo 49
Cuando Claudio llega Joe está ya allí, sentado sobre el borde del muro fumando un cigarrillo.
—Hola.
—Buenas noches, Joseph.
Se dan la mano. Claudio se enciende también un cigarrillo para relajarse un poco. Desgraciadamente, no consigue el resultado esperado. Ese chico es extraño.
Ahí está, sonriéndole sin decir nada, sin dejar de mirarlo, vestido con esa cazadora oscura. No se parece en nada a su hermano. Entre otras cosas, es mucho más corpulento. De repente, justo cuando está a punto de sentarse a su lado en el muro, recuerda algo. Ese chico vapuleó a su amigo Accado y le rompió la nariz. Ahora sale con su hija. Ese muchacho es un tipo peligroso. Habría preferido mil veces hablar con su hermano.
Claudio permanece de pie. Joe lo mira con curiosidad.
—Entonces, ¿de qué hablamos?
—Bueno, mire, Joseph. En mi casa ha habido últimamente problemas.
—Si supiera los que ha habido en la mía…
—Sí, lo sé, pero mire, nosotros éramos antes una familia muy tranquila. _____ y Daniela son dos buenas chicas.
—Eso es verdad. _____ es una chica realmente estupenda. Oiga, Claudio, ¿no podríamos tutearnos? A mí, normalmente, no me gusta hablar demasiado pero si encima tengo que romperme la cabeza con todos esos ustedes, entonces sí que me resulta ya completamente imposible.
Claudio sonríe.
—Claro. —En el fondo, ese chico no es antipático. Por lo menos todavía no le ha puesto las manos encima. Joe baja del muro.
—Oye, ¿por qué no vamos a sentarnos a algún lado? Al menos hablamos más cómodos, incluso podríamos tomarnos algo.
—Está bien. ¿Adónde vamos?
—Aquí cerca hay un sitio que han abierto unos amigos míos. Será como estar en casa, no nos molestará nadie. —Joe monta en la moto—. Sígueme.
Claudio sube al coche. Está satisfecho. Su misión le está resultando más fácil de lo previsto. Menos mal. Sigue a Joseph en dirección a la Farnesina. En Ponte Milvio giran a la derecha. Claudio procura no perder de vista a ese pequeño faro rojo que corre en la noche. Si le sucede una cosa por el estilo Raffaella no se lo perdonará nunca. Poco después, se detienen en un callejón que hay detrás de la plaza Clodio.
Joe le indica a Claudio un sitio vacío donde puede meter el coche mientras él deja la moto justo delante de la entrada del Four Green Fields. En el piso de abajo hay una gran confusión. Junto a la barra hay numerosos grupos de jóvenes sentados en taburetes. A su alrededor, cuadros y escudos de cervezas de varios países. Un tipo con gafitas y el pelo despeinado se mueve frenéticamente detrás de la barra preparando cócteles de frutas y simples gin‐tonics.
—Hola, Antonio.
—Ah, hola, Joe, ¿qué te pongo?
—No sé, lo pensamos ahora. ¿Tú qué tomas?
Mientras van a sentarse, Claudio recuerda que no ha comido nada. Decide pedir algo ligero.
—Un Martini.
—Una cerveza clara y un Martini.
Se sientan a una de las mesas del fondo, donde hay un poco menos de alboroto.
Casi de inmediato llega a su mesa una guapísima chica de piel color ébano que se llama Francesca. Les trae lo que han pedido y se demora un poco en la mesa para charlar con Joe. Este le presenta a Claudio, quien se levanta y le da la mano educadamente. Francesca se queda sorprendida.
—Es la primera vez que viene alguien así a este local.
Retiene la mano de Claudio un poco más de lo habitual.
Él la mira ligeramente avergonzado.
—¿Es un cumplido?
—¡Claro! Es usted un caballero fascinante. —Francesca se ríe. Su larga melena negro azabache danza animada delante de sus preciosos dientes blancos. Después se aleja sensual, perfectamente consciente de que la están mirando. Claudio decide no decepcionarla. Joe se da cuenta.
—Bonito culo, ¿eh? Es brasileña. Las brasileñas tienen un culo maravilloso. Al menos eso dicen. Yo no lo sé porque todavía no he estado en Brasil, pero si son todas como Francesca… —Joe se bebe divertido de un solo trago media cerveza.
—Sí, es realmente guapa. —Claudio bebe su Martini un poco molesto porque Joe le haya podido leer el pensamiento con tanta facilidad.
—Entonces, ¿qué estábamos diciendo? Ah, sí, que _____ es realmente una buena chica. Es la pura verdad.
—Eso es, sí, en resumen, Raffaella, mi mujer…
—Sí, ya la conozco. Debe de ser todo un carácter, ¿no?
—Sí, en efecto. —Claudio apura su Martini. Justo en ese momento, pasa de nuevo Francesca. Se arregla el pelo riéndose y mirando provocativa hacia su mesa.
—Le has gustado, Claudio, ¿eh? Oye, ¿nos bebemos algo más? —No le deja tiempo para responder—. Antonio, ¿me traéis otra cerveza? ¿Y tú? ¿Qué quieres?
—No, gracias, yo no tomo nada…
—¿Cómo que no tomas nada? Venga…
—Está bien, me tomo yo también una cerveza.
—Entonces, dos cervezas y unas cuantas aceitunas, papas, vaya, tráenos algo para picar.
No tarda en llegar lo que han pedido. Claudio se siente un poco decepcionado.
Esta vez no es Francesca la que les sirve sino un tipo feo, un negro algo grueso con cara de bonachón. Joe espera a que se aleje.
—Él también es brasileño. Pero no tiene nada que ver, ¿eh?
Se sonríen. Claudio prueba su cerveza. Está buena y fresca. Joseph es un tipo simpático. Puede que hasta más simpático que su hermano. Es más, seguro. Da un nuevo sorbo a su cerveza.
—En fin, como te iba diciendo, Joseph, mi mujer está muy preocupada por
_____. Sabes, es el último año y tiene que pasar la selectividad.
—Sí, lo sé. Me he enterado también de la historia de la profesora esa, de los problemas que ha tenido con ella.
—Ah, lo sabes…
—Sí, pero estoy seguro de que las cosas se resolverán.
—Lo espero sinceramente. —Claudio da un largo sorbo a su cerveza pensando en los cinco mil euros que le ha tocado desembolsar.
Joe, en cambio, piensa en el perro de la Giacci y en los intentos de Pollo por enseñarle a traer las cosas.
—Todo se solucionará, Claudio, ya lo verás. La Giacci no molestará más a _____.
Ese problema ya no existe, te lo aseguro.
Claudio trata de sonreír. ¿Cómo le dice ahora que el verdadero problema es él?
Justo en ese momento entra un grupo de jóvenes. Dos de ellos ven a Joe y se acercan a saludarlo.
—Eh, hola, Joe. ¿Dónde coño te habías metido? Te hemos buscado por todas partes, todavía estamos esperando la revancha.
—He estado ocupado.
—Tienes miedo, ¿eh?
—Pero ¿qué coño dices? ¿Miedo de qué? Os dimos una buena paliza… ¿Y todavía hablas?
—Eh, calma, no te enfades. No te habíamos vuelto a ver. Ganaste ese dinero y luego desapareciste.
El chico que lo acompaña parece adquirir también un poco de valor.
—Porque luego, además, le disteis a esa última bola por pura chamba.
—Menos mal que Pollo no está. Si no me lo volvía a jugar enseguida, nada de chamba… Hicimos una serie de jugadas increíbles, una tronera tras otra.
Los dos chicos no parecen muy convencidos.
—Sí lo dices tú… —Van a la barra a pedir algo de beber. Joe ve que se ponen a hablar. Luego miran hacia él y se echan a reír.
—Oye, Claudio, ¿sabes jugar al billar?
—Hace tiempo jugaba a menudo, incluso era bueno. Pero hace ya años que no he vuelto a coger un taco.
—Venga, te lo ruego, me tienes que ayudar. Yo a esos les gano con los ojos cerrados. Basta con que tú coloques bien las bolas. De meterlas en la tronera me encargo yo.
—Pero es que tú y yo tendríamos que hablar.
—Venga, ya hablaremos después. ¿Vale?
Puede que después de una partida de billar resulte mucho más fácil conversar con él pero ¿y si perdemos? Prefiere no pensarlo. Joe se dirige hacia la barra, hacia los dos muchachos.
—De acuerdo. Vamos. Antonio, ábrenos la mesa. Nos volvemos a jugar ahora mismo todo ese dinero.
—¿Y con quién juegas tú, con eso? —Uno de los chicos señala a Claudio.
—Sí, ¿por qué? ¿Te parece tan poca cosa?
—Como quieras, contento tú…
—Claro que, si Pollo estuviera aquí, la historia cambiaba. Vosotros lo sabéis también. Lo que quiere decir que os regalaré ese dinero. ¿De acuerdo?
—No, si ha de ser así nosotros no jugamos. Luego dirás que hemos ganado porque no estaba Pollo.
—En cualquier caso, a vosotros dos os gano sin ayuda de nadie.
—¡Venga ya…!
—¿Queréis aumentar la apuesta? ¿Hacen doscientos euros? ¿De acuerdo? Pero una sola partida, sin revancha, tengo poco tiempo.
Los dos se miran. Luego miran al compañero de Joe. Claudio, sentado al fondo de la sala, juguetea avergonzado con una cajetilla de Marlboro que hay sobre la mesa.
Puede que sea precisamente eso lo que los convence.
—Está bien, de acuerdo, venga, vamos allí. —Los chicos cogen la caja con las bolas.
—Claudio, ¿sabes jugar a la americana? ¿Una partida sin revancha, doscientos euros?
—No, Joseph, gracias. Es mejor que hablemos.
—Venga, jugamos solo una. Si perdemos, pago yo.
—El problema no es ese…
—¿Qué hacéis, jugáis al billar?
Es Francesca. Se para risueña justo delante de Claudio, haciendo gala de todo su entusiasmo brasileño.
—Venga, hago de espectadora y os animo. Seré la chica pompón.
Joe mira a Claudio con curiosidad.
—¿Entonces?
—Está bien, pero una sola.
—¡Yuhuuu! Los vamos a dejar secos. —Francesca lo coge divertida por el brazo y los tres se dirigen a la sala de al lado.
Las bolas están ya preparadas sobre la mesa. Uno de los dos chicos levanta el triángulo. El otro se coloca al fondo de la mesa y con un tiro preciso rompe. Bolas de todos los colores se dispersan sobre el paño deslizándose silenciosas. Algunas chocan entre ellas con ruidos secos; luego, paulatinamente, se detienen. Empiezan a jugar.
Primero golpes sencillos, bien calibrados, luego siempre más fuertes, pretenciosos, difíciles. A Claudio y a Joe les tocan las bolas a rayas. Joe es el primero en introducir una en una tronera. Los otros meten dos bolas, una tercera por suerte.
Cuando le llega el turno a Claudio, juega un bola larga. No está entrenado. El tiro resulta corto. Ni siquiera consigue acercarse a la tronera. Los dos chicos se miran divertidos. Sienten ya el dinero en sus bolsillos. Claudio se enciende un cigarrillo.
Francesca le lleva un whisky. Claudio nota que, como todas las brasileñas, tiene el pecho pequeño pero duro y tieso bajo la camiseta oscura. Poco después le toca a él de nuevo. La segunda bola va mejor. Claudio la centra de lleno y con un efecto preciso, colocándola en el centro. Es el quince, esos dos han dejado que la juegue convencidos de que fallaría.
—¡Centro! —Joe le da un palmadita sobre el hombro—. ¡Buen golpe!
Claudio loe mira sonriendo, luego da otro trago a su whisky y se inclina sobre el billar. Se concentra. Golpea la bola blanca, ligeramente a la izquierda, choca contra la banda y luego se desliza a lo largo de ella, dulcemente impulsada. Un golpe perfecto. Tronera. Los dos chicos se miran preocupados. Francesca aplaude.
—¡Bravo! —Claudio sonríe. Moja la tiza azul con la punta de la lengua y la pasa rápidamente sobre el taco.
—Hace tiempo, sí que era bueno.
Sigue jugando. También Joe entronera algunas. Pero los otros dos tienen más suerte. Tras algunos golpes, solo les queda por meter en la tronera una bola, la roja y la uno. Es el turno de Claudio. Sobre la mesa quedan todavía algunas bolas rayadas.
Claudio apaga el cigarrillo. Coge la tiza y mientras la pasa rápidamente por el taco estudia la situación. No es de las mejores. La doce está bastante cerca de la tronera del fondo pero la diez está casi a mitad de la mesa. Debería hacer una salida perfecta, pararse justo allí delante y meterla en la tronera central izquierda. Hace tiempo tal vez lo habría conseguido pero ahora… ¿Cuántos años hace que no juega? Apura su whisky. Al volver la cabeza hacia abajo, se cruza con la mirada de Francesca. Tantos, al menos, como parece tener esa magnífica muchacha. Se siente ligeramente aturdido. Le sonríe. Tiene la piel del color de la miel, el pelo oscuro, y una sonrisa tan sensual… a la vez que tierna. Le echa unos dieciocho años. Puede que menos. Dios mío, piensa, podría ser mi hija. ¿Para qué he venido hasta aquí? Para hablar con
Joseph, mi amigo, Joe, mi compañero. Parpadea. Siente el efecto del alcohol. Bueno, ya que me he puesto a jugar, tengo que terminar la partida. Apoya la mano sobre la mesa, pone el taco sobre ella y lo hace deslizarse entre el pulgar y el índice, probándolo. Luego centra la bola blanca. Está parada en medio de la mesa, impávida.
A la espera de ser golpeada. Inspira profundamente, espira. Prueba una vez más y luego da el golpe. Preciso. Con la fuerza justa. Banda lateral y luego a continuación la doce: tronera. Perfecto. Luego la bola blanca sube de nuevo. Rápida, demasiado rápida. No, detente, detente. La ha golpeado con demasiada fuerza. La bola blanca supera a la diez y se detiene más allá de la mitad del campo, frente a Claudio, desdeñosa y cruel. Los dos adversarios se miran. Uno de los dos enarca las cejas, el otro exhala un suspiro de alivio. Por un momento han temido perder la partida. Se sonríen. Desde aquella posición el tiro es realmente imposible. Claudio da la vuelta a la mesa. Estudia todas las distancias. Debería hacer cuatro bandas. Cavila con las manos apoyadas en el borde de una de las esquinas de la mesa.
—Qué más da, prueba. —Claudio se da la vuelta. Joe está detrás de él. Sabe de sobra en lo que está pensando.
—Sí, pero cuatro bandas…
—¿Y qué? Lo peor que puede pasar es que perdamos… Pero, si las haces, ¡imagínate cómo coño los vas a dejar!
Claudio y Joe miran a sus adversarios. Han pedido dos cervezas más y beben ya por la victoria.
—¡Eso, qué más da, como mucho perdemos!
Claudio está ya borracho. Va hacia el otro extremo de la mesa. Pasa la tiza por el taco, se concentra y asesta el golpe. La bola blanca parece volar sobre el paño verde. Una. Claudio recuerda todas las tardes que pasó jugando al billar cuando era joven. Dos, los amigos de entonces, la cantidad de tiempo que pasaban juntos. Tres, las chicas, el dinero que siempre escaseaba, lo mucho que se divertía. Cuatro. La juventud pasada, Francesca, sus diecisiete años… y, en ese momento, la bola blanca choca de lleno con la diez. Por detrás, con fuerza, segura, precisa. Un ruido sordo. La bola vuela hacia delante entrando en la tronera central.
—¡Centro!
—¡Yuhuuu! —Claudio y Joe se abrazan—. Coño, otra que va a entrar por pura chiripa. Mira a dónde ha ido a parar.
La bola blanca está parada frente a la uno amarilla a pocos centímetros de la tronera del fondo. Claudio la mete con un golpe facilísimo.
—¡Hemos ganado! —Claudio abraza a Francesca y consigue incluso levantarla.
Luego, abrazado a ella, se abalanza sobre uno de sus adversarios.
—Eh, quítate de en medio, coño. —El tipo le da un empujón a Claudio haciéndolo ir a parar contra el billar. Francesca se incorpora de inmediato. A Claudio, ligeramente aturdido, le cuesta un poco más. El tipo lo agarra por la chaqueta y lo levanta.
—Te crees muy listo, ¿no? Hace muchos años que no juego… Tíos, no estoy entrenado. —Claudio está aterrorizado. Se queda paralizado, sin saber muy bien qué hacer.
—Hacía mucho que no jugaba, de verdad.
—¿Ah, sí?, a juzgar por el último golpe, cuesta de creer.
—Ha sido por pura suerte.
—Eh, basta, suéltalo. —El tipo hace corno que no oye a Joe—. He dicho que lo dejes. —Repentinamente, siente que alguien lo aparta. Claudio se ve liberado y la chaqueta vuelve de nuevo a su sitio. Recupera el aliento mientras el tipo acaba contra la pared. Joe lo sujeta por el cuello con la mano—. ¿Qué pasa, no me oyes? No quiero pelea. Venga, saca los doscientos euros. Sois vosotros los que habéis insistido en jugar.
El otro se acerca con el dinero en la mano.
—Nos has engañado, sin embargo, ese tío juega mil veces mejor que Pollo.
Joe coge el dinero, lo cuenta y se lo mete en el bolsillo.
—Es verdad, pero yo no tengo la culpa… no lo sabía…
Después agarra a Claudio del brazo y ambos salen victoriosos de la sala de billar. Claudio se bebe otro whisky. Esta vez para recuperarse del susto.
—Gracias, Joe. Caramba, ese me quería partir la cara.
—No, era puro teatro, ¡solo está cabreadísimo! Ten, Claudio, aquí tienes tus cien euros.
—No, venga, ¡no puedo aceptarlos!
—¿Cómo que no? ¡Joder, la partida la has ganado prácticamente tú!
—Está bien, entonces bebamos por ello. Pago yo.
Algo más tarde, Joe, viendo el estado en el que se encuentra Claudio, lo acompaña hasta el coche.
—¿Estás seguro de que puedes llegar hasta casa?
—Segurísimo, no te preocupes.
—Seguro, ¿eh? Mira que a mí no me cuesta nada acompañarte.
—No, en serio, estoy bien.
—De acuerdo, como quieras. Buena partida, ¿eh?
—¡Magnífica! —Claudio hace ademán de ir a cerrar la puerta.
—¡Claudio, espera! —Es Francesca—. ¿Qué haces, no te despides de mí?
—Tienes razón, pero es que, con todo este lío…
Francesca se mete en el coche y lo besa en los labios tiernamente, con ingenuidad. Luego se separa y le sonríe.
—Entonces adiós, hasta la vista. Ven a verme alguna vez. Yo estoy siempre aquí.
—Ten por seguro que vendré. —A continuación se pone en marcha. Baja la ventanilla. El aire fresco de la noche resulta agradable. Pone un CD y se enciende un cigarrillo. Luego, completamente borracho, golpea con fuerza el volante con las manos.
—¡Guauu! ¡Menuda bola, coño! Y qué tía… —Hacía mucho tiempo que no se sentía tan feliz. Pero, a medida que se acerca a casa, se va entristeciendo. ¿Qué le voy a contar ahora a Raffaella? Entra en el garaje sin haber decidido la versión definitiva.
La maniobra, que apenas si consigue hacer cuando está sobrio, le resulta imposible ahora que está borracho. Baja del coche y mira el arañazo a un lado del coche y la Vespa tirada contra la pared. La levanta pidiéndose a sí mismo disculpas. Pobre Puffina, te he abollado la Vespa. Sube a casa. Raffaella lo está esperando. Sufre el peor interrogatorio de su vida, peor que los de las películas policíacas. Raffaella solo hace de policía malo, el otro, el bueno, ese que en las películas se muestra más amistoso y ofrece un vaso de agua o un cigarrillo, no existe.
—Entonces, ¿se puede saber cómo ha ido? ¡Vamos, cuéntamelo!
—Bien, mejor aún, maravillosamente bien. En el fondo, Joe es una persona como es debido, un buen muchacho. No hay por qué preocuparse.
—¿Cómo que no hay por qué preocuparse? ¿Te olvidas de que le rompió la nariz a Accado?
—Puede que le provocara. ¿Qué sabemos nosotros? Y, además, Raffaella, seamos sinceros, Accado es un tío insoportable…
—Pero ¿qué estás diciendo? ¿Le has dicho al menos que deje en paz a nuestra hija, que no tiene que volver a verla, llamarla, irla a recoger al colegio?
—La verdad es que no llegamos a esa parte.
—Entonces, ¿qué le has dicho? ¿Qué has estado haciendo hasta ahora? ¡Es medianoche!
Claudio se derrumba.
—Hemos jugado al billar. Imagínate, cariño, ¡hemos ganado a dos fanfarrones!
Yo he hecho las dos últimas bolas. Hasta he ganado cien euros. Genial, ¿eh?
—¿Genial? Eres solo un idiota, un incapaz. Estás borracho, hueles a humo y ni siquiera has conseguido poner en su sitio a ese delincuente.
Raffaella, enfadada, se marcha dejándolo a solas. Claudio intenta calmarla por última vez.
—¡Espera, Raffaella!
—¿Qué pasa?
—Joe ha dicho que irá a la universidad.
Raffaella se encierra en su cuarto dando un portazo. Ni siquiera ha servido esta última mentira. Caramba, debe de estar realmente enfadada. Para ella un diploma universitario lo es todo. En el fondo, a mí no me ha perdonado nunca que no hubiera ido a la universidad. Luego, desanimado por aquella última consideración, inquieto por los acontecimientos de aquella noche en general, se arrastra borracho hasta el baño. Alza la tapa del váter y vomita. Más tarde, mientras se desnuda, un trozo de papel se le cae de la chaqueta. Es el número de teléfono de Francesca. La belleza del pelo negro azabache y la piel de color miel. Debe de habérmelo metido mientras me besaba en el coche. Sí, aquella escena le recuerda la película Papillon. Steve McQueen, en la cárcel, recibe un mensaje de Dustin Hoffman y se lo traga para deshacerse de él.
Claudio memoriza el número pero, para hacerlo desaparecer, prefiere tirarlo al váter.
Si hubiera intentado tragárselo, habría vomitado de nuevo. Tira de la cadena, apaga la luz, sale del baño y se mete en la cama. Flota entre las sábanas ligeramente borracho, dulcemente transportado por aquel mareo. Una noche espléndida. Un golpe magnífico. Una carambola increíble. La cerveza, el whisky, su amigo Joe. Han ganado doscientos euros. ¿Y Francesca? Han bailado juntos, la ha rodeado con sus brazos y ha estrechado contra el suyo su cuerpo duro. Recuerda su pelo oscuro, la piel color miel, el dulce beso en el coche, tierno y sensual, perfumado. Se excita.
Piensa de nuevo en el trozo de papel que ha encontrado en el bolsillo. Es a todas luces una invitación. Es suya. Un paseo. Mañana la llamo. Dios mío, ¿cómo era el número? Prueba a recordarlo. Pero se adormece presa de un sentimiento de desesperación. Lo ha olvidado ya.
Cuando Claudio llega Joe está ya allí, sentado sobre el borde del muro fumando un cigarrillo.
—Hola.
—Buenas noches, Joseph.
Se dan la mano. Claudio se enciende también un cigarrillo para relajarse un poco. Desgraciadamente, no consigue el resultado esperado. Ese chico es extraño.
Ahí está, sonriéndole sin decir nada, sin dejar de mirarlo, vestido con esa cazadora oscura. No se parece en nada a su hermano. Entre otras cosas, es mucho más corpulento. De repente, justo cuando está a punto de sentarse a su lado en el muro, recuerda algo. Ese chico vapuleó a su amigo Accado y le rompió la nariz. Ahora sale con su hija. Ese muchacho es un tipo peligroso. Habría preferido mil veces hablar con su hermano.
Claudio permanece de pie. Joe lo mira con curiosidad.
—Entonces, ¿de qué hablamos?
—Bueno, mire, Joseph. En mi casa ha habido últimamente problemas.
—Si supiera los que ha habido en la mía…
—Sí, lo sé, pero mire, nosotros éramos antes una familia muy tranquila. _____ y Daniela son dos buenas chicas.
—Eso es verdad. _____ es una chica realmente estupenda. Oiga, Claudio, ¿no podríamos tutearnos? A mí, normalmente, no me gusta hablar demasiado pero si encima tengo que romperme la cabeza con todos esos ustedes, entonces sí que me resulta ya completamente imposible.
Claudio sonríe.
—Claro. —En el fondo, ese chico no es antipático. Por lo menos todavía no le ha puesto las manos encima. Joe baja del muro.
—Oye, ¿por qué no vamos a sentarnos a algún lado? Al menos hablamos más cómodos, incluso podríamos tomarnos algo.
—Está bien. ¿Adónde vamos?
—Aquí cerca hay un sitio que han abierto unos amigos míos. Será como estar en casa, no nos molestará nadie. —Joe monta en la moto—. Sígueme.
Claudio sube al coche. Está satisfecho. Su misión le está resultando más fácil de lo previsto. Menos mal. Sigue a Joseph en dirección a la Farnesina. En Ponte Milvio giran a la derecha. Claudio procura no perder de vista a ese pequeño faro rojo que corre en la noche. Si le sucede una cosa por el estilo Raffaella no se lo perdonará nunca. Poco después, se detienen en un callejón que hay detrás de la plaza Clodio.
Joe le indica a Claudio un sitio vacío donde puede meter el coche mientras él deja la moto justo delante de la entrada del Four Green Fields. En el piso de abajo hay una gran confusión. Junto a la barra hay numerosos grupos de jóvenes sentados en taburetes. A su alrededor, cuadros y escudos de cervezas de varios países. Un tipo con gafitas y el pelo despeinado se mueve frenéticamente detrás de la barra preparando cócteles de frutas y simples gin‐tonics.
—Hola, Antonio.
—Ah, hola, Joe, ¿qué te pongo?
—No sé, lo pensamos ahora. ¿Tú qué tomas?
Mientras van a sentarse, Claudio recuerda que no ha comido nada. Decide pedir algo ligero.
—Un Martini.
—Una cerveza clara y un Martini.
Se sientan a una de las mesas del fondo, donde hay un poco menos de alboroto.
Casi de inmediato llega a su mesa una guapísima chica de piel color ébano que se llama Francesca. Les trae lo que han pedido y se demora un poco en la mesa para charlar con Joe. Este le presenta a Claudio, quien se levanta y le da la mano educadamente. Francesca se queda sorprendida.
—Es la primera vez que viene alguien así a este local.
Retiene la mano de Claudio un poco más de lo habitual.
Él la mira ligeramente avergonzado.
—¿Es un cumplido?
—¡Claro! Es usted un caballero fascinante. —Francesca se ríe. Su larga melena negro azabache danza animada delante de sus preciosos dientes blancos. Después se aleja sensual, perfectamente consciente de que la están mirando. Claudio decide no decepcionarla. Joe se da cuenta.
—Bonito culo, ¿eh? Es brasileña. Las brasileñas tienen un culo maravilloso. Al menos eso dicen. Yo no lo sé porque todavía no he estado en Brasil, pero si son todas como Francesca… —Joe se bebe divertido de un solo trago media cerveza.
—Sí, es realmente guapa. —Claudio bebe su Martini un poco molesto porque Joe le haya podido leer el pensamiento con tanta facilidad.
—Entonces, ¿qué estábamos diciendo? Ah, sí, que _____ es realmente una buena chica. Es la pura verdad.
—Eso es, sí, en resumen, Raffaella, mi mujer…
—Sí, ya la conozco. Debe de ser todo un carácter, ¿no?
—Sí, en efecto. —Claudio apura su Martini. Justo en ese momento, pasa de nuevo Francesca. Se arregla el pelo riéndose y mirando provocativa hacia su mesa.
—Le has gustado, Claudio, ¿eh? Oye, ¿nos bebemos algo más? —No le deja tiempo para responder—. Antonio, ¿me traéis otra cerveza? ¿Y tú? ¿Qué quieres?
—No, gracias, yo no tomo nada…
—¿Cómo que no tomas nada? Venga…
—Está bien, me tomo yo también una cerveza.
—Entonces, dos cervezas y unas cuantas aceitunas, papas, vaya, tráenos algo para picar.
No tarda en llegar lo que han pedido. Claudio se siente un poco decepcionado.
Esta vez no es Francesca la que les sirve sino un tipo feo, un negro algo grueso con cara de bonachón. Joe espera a que se aleje.
—Él también es brasileño. Pero no tiene nada que ver, ¿eh?
Se sonríen. Claudio prueba su cerveza. Está buena y fresca. Joseph es un tipo simpático. Puede que hasta más simpático que su hermano. Es más, seguro. Da un nuevo sorbo a su cerveza.
—En fin, como te iba diciendo, Joseph, mi mujer está muy preocupada por
_____. Sabes, es el último año y tiene que pasar la selectividad.
—Sí, lo sé. Me he enterado también de la historia de la profesora esa, de los problemas que ha tenido con ella.
—Ah, lo sabes…
—Sí, pero estoy seguro de que las cosas se resolverán.
—Lo espero sinceramente. —Claudio da un largo sorbo a su cerveza pensando en los cinco mil euros que le ha tocado desembolsar.
Joe, en cambio, piensa en el perro de la Giacci y en los intentos de Pollo por enseñarle a traer las cosas.
—Todo se solucionará, Claudio, ya lo verás. La Giacci no molestará más a _____.
Ese problema ya no existe, te lo aseguro.
Claudio trata de sonreír. ¿Cómo le dice ahora que el verdadero problema es él?
Justo en ese momento entra un grupo de jóvenes. Dos de ellos ven a Joe y se acercan a saludarlo.
—Eh, hola, Joe. ¿Dónde coño te habías metido? Te hemos buscado por todas partes, todavía estamos esperando la revancha.
—He estado ocupado.
—Tienes miedo, ¿eh?
—Pero ¿qué coño dices? ¿Miedo de qué? Os dimos una buena paliza… ¿Y todavía hablas?
—Eh, calma, no te enfades. No te habíamos vuelto a ver. Ganaste ese dinero y luego desapareciste.
El chico que lo acompaña parece adquirir también un poco de valor.
—Porque luego, además, le disteis a esa última bola por pura chamba.
—Menos mal que Pollo no está. Si no me lo volvía a jugar enseguida, nada de chamba… Hicimos una serie de jugadas increíbles, una tronera tras otra.
Los dos chicos no parecen muy convencidos.
—Sí lo dices tú… —Van a la barra a pedir algo de beber. Joe ve que se ponen a hablar. Luego miran hacia él y se echan a reír.
—Oye, Claudio, ¿sabes jugar al billar?
—Hace tiempo jugaba a menudo, incluso era bueno. Pero hace ya años que no he vuelto a coger un taco.
—Venga, te lo ruego, me tienes que ayudar. Yo a esos les gano con los ojos cerrados. Basta con que tú coloques bien las bolas. De meterlas en la tronera me encargo yo.
—Pero es que tú y yo tendríamos que hablar.
—Venga, ya hablaremos después. ¿Vale?
Puede que después de una partida de billar resulte mucho más fácil conversar con él pero ¿y si perdemos? Prefiere no pensarlo. Joe se dirige hacia la barra, hacia los dos muchachos.
—De acuerdo. Vamos. Antonio, ábrenos la mesa. Nos volvemos a jugar ahora mismo todo ese dinero.
—¿Y con quién juegas tú, con eso? —Uno de los chicos señala a Claudio.
—Sí, ¿por qué? ¿Te parece tan poca cosa?
—Como quieras, contento tú…
—Claro que, si Pollo estuviera aquí, la historia cambiaba. Vosotros lo sabéis también. Lo que quiere decir que os regalaré ese dinero. ¿De acuerdo?
—No, si ha de ser así nosotros no jugamos. Luego dirás que hemos ganado porque no estaba Pollo.
—En cualquier caso, a vosotros dos os gano sin ayuda de nadie.
—¡Venga ya…!
—¿Queréis aumentar la apuesta? ¿Hacen doscientos euros? ¿De acuerdo? Pero una sola partida, sin revancha, tengo poco tiempo.
Los dos se miran. Luego miran al compañero de Joe. Claudio, sentado al fondo de la sala, juguetea avergonzado con una cajetilla de Marlboro que hay sobre la mesa.
Puede que sea precisamente eso lo que los convence.
—Está bien, de acuerdo, venga, vamos allí. —Los chicos cogen la caja con las bolas.
—Claudio, ¿sabes jugar a la americana? ¿Una partida sin revancha, doscientos euros?
—No, Joseph, gracias. Es mejor que hablemos.
—Venga, jugamos solo una. Si perdemos, pago yo.
—El problema no es ese…
—¿Qué hacéis, jugáis al billar?
Es Francesca. Se para risueña justo delante de Claudio, haciendo gala de todo su entusiasmo brasileño.
—Venga, hago de espectadora y os animo. Seré la chica pompón.
Joe mira a Claudio con curiosidad.
—¿Entonces?
—Está bien, pero una sola.
—¡Yuhuuu! Los vamos a dejar secos. —Francesca lo coge divertida por el brazo y los tres se dirigen a la sala de al lado.
Las bolas están ya preparadas sobre la mesa. Uno de los dos chicos levanta el triángulo. El otro se coloca al fondo de la mesa y con un tiro preciso rompe. Bolas de todos los colores se dispersan sobre el paño deslizándose silenciosas. Algunas chocan entre ellas con ruidos secos; luego, paulatinamente, se detienen. Empiezan a jugar.
Primero golpes sencillos, bien calibrados, luego siempre más fuertes, pretenciosos, difíciles. A Claudio y a Joe les tocan las bolas a rayas. Joe es el primero en introducir una en una tronera. Los otros meten dos bolas, una tercera por suerte.
Cuando le llega el turno a Claudio, juega un bola larga. No está entrenado. El tiro resulta corto. Ni siquiera consigue acercarse a la tronera. Los dos chicos se miran divertidos. Sienten ya el dinero en sus bolsillos. Claudio se enciende un cigarrillo.
Francesca le lleva un whisky. Claudio nota que, como todas las brasileñas, tiene el pecho pequeño pero duro y tieso bajo la camiseta oscura. Poco después le toca a él de nuevo. La segunda bola va mejor. Claudio la centra de lleno y con un efecto preciso, colocándola en el centro. Es el quince, esos dos han dejado que la juegue convencidos de que fallaría.
—¡Centro! —Joe le da un palmadita sobre el hombro—. ¡Buen golpe!
Claudio loe mira sonriendo, luego da otro trago a su whisky y se inclina sobre el billar. Se concentra. Golpea la bola blanca, ligeramente a la izquierda, choca contra la banda y luego se desliza a lo largo de ella, dulcemente impulsada. Un golpe perfecto. Tronera. Los dos chicos se miran preocupados. Francesca aplaude.
—¡Bravo! —Claudio sonríe. Moja la tiza azul con la punta de la lengua y la pasa rápidamente sobre el taco.
—Hace tiempo, sí que era bueno.
Sigue jugando. También Joe entronera algunas. Pero los otros dos tienen más suerte. Tras algunos golpes, solo les queda por meter en la tronera una bola, la roja y la uno. Es el turno de Claudio. Sobre la mesa quedan todavía algunas bolas rayadas.
Claudio apaga el cigarrillo. Coge la tiza y mientras la pasa rápidamente por el taco estudia la situación. No es de las mejores. La doce está bastante cerca de la tronera del fondo pero la diez está casi a mitad de la mesa. Debería hacer una salida perfecta, pararse justo allí delante y meterla en la tronera central izquierda. Hace tiempo tal vez lo habría conseguido pero ahora… ¿Cuántos años hace que no juega? Apura su whisky. Al volver la cabeza hacia abajo, se cruza con la mirada de Francesca. Tantos, al menos, como parece tener esa magnífica muchacha. Se siente ligeramente aturdido. Le sonríe. Tiene la piel del color de la miel, el pelo oscuro, y una sonrisa tan sensual… a la vez que tierna. Le echa unos dieciocho años. Puede que menos. Dios mío, piensa, podría ser mi hija. ¿Para qué he venido hasta aquí? Para hablar con
Joseph, mi amigo, Joe, mi compañero. Parpadea. Siente el efecto del alcohol. Bueno, ya que me he puesto a jugar, tengo que terminar la partida. Apoya la mano sobre la mesa, pone el taco sobre ella y lo hace deslizarse entre el pulgar y el índice, probándolo. Luego centra la bola blanca. Está parada en medio de la mesa, impávida.
A la espera de ser golpeada. Inspira profundamente, espira. Prueba una vez más y luego da el golpe. Preciso. Con la fuerza justa. Banda lateral y luego a continuación la doce: tronera. Perfecto. Luego la bola blanca sube de nuevo. Rápida, demasiado rápida. No, detente, detente. La ha golpeado con demasiada fuerza. La bola blanca supera a la diez y se detiene más allá de la mitad del campo, frente a Claudio, desdeñosa y cruel. Los dos adversarios se miran. Uno de los dos enarca las cejas, el otro exhala un suspiro de alivio. Por un momento han temido perder la partida. Se sonríen. Desde aquella posición el tiro es realmente imposible. Claudio da la vuelta a la mesa. Estudia todas las distancias. Debería hacer cuatro bandas. Cavila con las manos apoyadas en el borde de una de las esquinas de la mesa.
—Qué más da, prueba. —Claudio se da la vuelta. Joe está detrás de él. Sabe de sobra en lo que está pensando.
—Sí, pero cuatro bandas…
—¿Y qué? Lo peor que puede pasar es que perdamos… Pero, si las haces, ¡imagínate cómo coño los vas a dejar!
Claudio y Joe miran a sus adversarios. Han pedido dos cervezas más y beben ya por la victoria.
—¡Eso, qué más da, como mucho perdemos!
Claudio está ya borracho. Va hacia el otro extremo de la mesa. Pasa la tiza por el taco, se concentra y asesta el golpe. La bola blanca parece volar sobre el paño verde. Una. Claudio recuerda todas las tardes que pasó jugando al billar cuando era joven. Dos, los amigos de entonces, la cantidad de tiempo que pasaban juntos. Tres, las chicas, el dinero que siempre escaseaba, lo mucho que se divertía. Cuatro. La juventud pasada, Francesca, sus diecisiete años… y, en ese momento, la bola blanca choca de lleno con la diez. Por detrás, con fuerza, segura, precisa. Un ruido sordo. La bola vuela hacia delante entrando en la tronera central.
—¡Centro!
—¡Yuhuuu! —Claudio y Joe se abrazan—. Coño, otra que va a entrar por pura chiripa. Mira a dónde ha ido a parar.
La bola blanca está parada frente a la uno amarilla a pocos centímetros de la tronera del fondo. Claudio la mete con un golpe facilísimo.
—¡Hemos ganado! —Claudio abraza a Francesca y consigue incluso levantarla.
Luego, abrazado a ella, se abalanza sobre uno de sus adversarios.
—Eh, quítate de en medio, coño. —El tipo le da un empujón a Claudio haciéndolo ir a parar contra el billar. Francesca se incorpora de inmediato. A Claudio, ligeramente aturdido, le cuesta un poco más. El tipo lo agarra por la chaqueta y lo levanta.
—Te crees muy listo, ¿no? Hace muchos años que no juego… Tíos, no estoy entrenado. —Claudio está aterrorizado. Se queda paralizado, sin saber muy bien qué hacer.
—Hacía mucho que no jugaba, de verdad.
—¿Ah, sí?, a juzgar por el último golpe, cuesta de creer.
—Ha sido por pura suerte.
—Eh, basta, suéltalo. —El tipo hace corno que no oye a Joe—. He dicho que lo dejes. —Repentinamente, siente que alguien lo aparta. Claudio se ve liberado y la chaqueta vuelve de nuevo a su sitio. Recupera el aliento mientras el tipo acaba contra la pared. Joe lo sujeta por el cuello con la mano—. ¿Qué pasa, no me oyes? No quiero pelea. Venga, saca los doscientos euros. Sois vosotros los que habéis insistido en jugar.
El otro se acerca con el dinero en la mano.
—Nos has engañado, sin embargo, ese tío juega mil veces mejor que Pollo.
Joe coge el dinero, lo cuenta y se lo mete en el bolsillo.
—Es verdad, pero yo no tengo la culpa… no lo sabía…
Después agarra a Claudio del brazo y ambos salen victoriosos de la sala de billar. Claudio se bebe otro whisky. Esta vez para recuperarse del susto.
—Gracias, Joe. Caramba, ese me quería partir la cara.
—No, era puro teatro, ¡solo está cabreadísimo! Ten, Claudio, aquí tienes tus cien euros.
—No, venga, ¡no puedo aceptarlos!
—¿Cómo que no? ¡Joder, la partida la has ganado prácticamente tú!
—Está bien, entonces bebamos por ello. Pago yo.
Algo más tarde, Joe, viendo el estado en el que se encuentra Claudio, lo acompaña hasta el coche.
—¿Estás seguro de que puedes llegar hasta casa?
—Segurísimo, no te preocupes.
—Seguro, ¿eh? Mira que a mí no me cuesta nada acompañarte.
—No, en serio, estoy bien.
—De acuerdo, como quieras. Buena partida, ¿eh?
—¡Magnífica! —Claudio hace ademán de ir a cerrar la puerta.
—¡Claudio, espera! —Es Francesca—. ¿Qué haces, no te despides de mí?
—Tienes razón, pero es que, con todo este lío…
Francesca se mete en el coche y lo besa en los labios tiernamente, con ingenuidad. Luego se separa y le sonríe.
—Entonces adiós, hasta la vista. Ven a verme alguna vez. Yo estoy siempre aquí.
—Ten por seguro que vendré. —A continuación se pone en marcha. Baja la ventanilla. El aire fresco de la noche resulta agradable. Pone un CD y se enciende un cigarrillo. Luego, completamente borracho, golpea con fuerza el volante con las manos.
—¡Guauu! ¡Menuda bola, coño! Y qué tía… —Hacía mucho tiempo que no se sentía tan feliz. Pero, a medida que se acerca a casa, se va entristeciendo. ¿Qué le voy a contar ahora a Raffaella? Entra en el garaje sin haber decidido la versión definitiva.
La maniobra, que apenas si consigue hacer cuando está sobrio, le resulta imposible ahora que está borracho. Baja del coche y mira el arañazo a un lado del coche y la Vespa tirada contra la pared. La levanta pidiéndose a sí mismo disculpas. Pobre Puffina, te he abollado la Vespa. Sube a casa. Raffaella lo está esperando. Sufre el peor interrogatorio de su vida, peor que los de las películas policíacas. Raffaella solo hace de policía malo, el otro, el bueno, ese que en las películas se muestra más amistoso y ofrece un vaso de agua o un cigarrillo, no existe.
—Entonces, ¿se puede saber cómo ha ido? ¡Vamos, cuéntamelo!
—Bien, mejor aún, maravillosamente bien. En el fondo, Joe es una persona como es debido, un buen muchacho. No hay por qué preocuparse.
—¿Cómo que no hay por qué preocuparse? ¿Te olvidas de que le rompió la nariz a Accado?
—Puede que le provocara. ¿Qué sabemos nosotros? Y, además, Raffaella, seamos sinceros, Accado es un tío insoportable…
—Pero ¿qué estás diciendo? ¿Le has dicho al menos que deje en paz a nuestra hija, que no tiene que volver a verla, llamarla, irla a recoger al colegio?
—La verdad es que no llegamos a esa parte.
—Entonces, ¿qué le has dicho? ¿Qué has estado haciendo hasta ahora? ¡Es medianoche!
Claudio se derrumba.
—Hemos jugado al billar. Imagínate, cariño, ¡hemos ganado a dos fanfarrones!
Yo he hecho las dos últimas bolas. Hasta he ganado cien euros. Genial, ¿eh?
—¿Genial? Eres solo un idiota, un incapaz. Estás borracho, hueles a humo y ni siquiera has conseguido poner en su sitio a ese delincuente.
Raffaella, enfadada, se marcha dejándolo a solas. Claudio intenta calmarla por última vez.
—¡Espera, Raffaella!
—¿Qué pasa?
—Joe ha dicho que irá a la universidad.
Raffaella se encierra en su cuarto dando un portazo. Ni siquiera ha servido esta última mentira. Caramba, debe de estar realmente enfadada. Para ella un diploma universitario lo es todo. En el fondo, a mí no me ha perdonado nunca que no hubiera ido a la universidad. Luego, desanimado por aquella última consideración, inquieto por los acontecimientos de aquella noche en general, se arrastra borracho hasta el baño. Alza la tapa del váter y vomita. Más tarde, mientras se desnuda, un trozo de papel se le cae de la chaqueta. Es el número de teléfono de Francesca. La belleza del pelo negro azabache y la piel de color miel. Debe de habérmelo metido mientras me besaba en el coche. Sí, aquella escena le recuerda la película Papillon. Steve McQueen, en la cárcel, recibe un mensaje de Dustin Hoffman y se lo traga para deshacerse de él.
Claudio memoriza el número pero, para hacerlo desaparecer, prefiere tirarlo al váter.
Si hubiera intentado tragárselo, habría vomitado de nuevo. Tira de la cadena, apaga la luz, sale del baño y se mete en la cama. Flota entre las sábanas ligeramente borracho, dulcemente transportado por aquel mareo. Una noche espléndida. Un golpe magnífico. Una carambola increíble. La cerveza, el whisky, su amigo Joe. Han ganado doscientos euros. ¿Y Francesca? Han bailado juntos, la ha rodeado con sus brazos y ha estrechado contra el suyo su cuerpo duro. Recuerda su pelo oscuro, la piel color miel, el dulce beso en el coche, tierno y sensual, perfumado. Se excita.
Piensa de nuevo en el trozo de papel que ha encontrado en el bolsillo. Es a todas luces una invitación. Es suya. Un paseo. Mañana la llamo. Dios mío, ¿cómo era el número? Prueba a recordarlo. Pero se adormece presa de un sentimiento de desesperación. Lo ha olvidado ya.
SandyJonas
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
Capítulo 50
—¿Y ganasteis? —Pollo apenas se lo puede creer.
—Les ganamos doscientos euros.
—Júramelo, y qué, el padre de _____, ¿es un tío simpático?
—¡Un mito, un auténtico colega! Piensa que Francesca me ha dicho que le gusta mucho.
—¡A mí me parece bobo!
—¿Por qué? ¿Cuándo lo has visto?
—Cuando fui a tu casa a recoger el perro.
—Ah, ya. Por cierto, ¿cómo está Arnold?
—Estupendamente. Tengo que reconocer que ese perro es realmente inteligente.
Estoy seguro de que no tardará en aprender a traer las cosas en la boca. El otro día estaba debajo de casa, le tiré un bastón y fue a recogerlo. Solo que luego se puso a jugar en el parque con una perrita. Ese se va con todas, pobrecito, me parece que la Giacci no le dejaba follar nunca.
Joe se detiene delante de un portón.
—Hemos llegado. Te lo ruego, no me organices ningún lío. —Pollo lo mira de través.
—¿Por qué, acaso organizo yo tantos líos?
—Continuamente.
—¿Ah, sí? Mira que si he venido es solo para hacerte un favor.
Suben al segundo piso. _____ está cuidando a Giulio, el hijo de los Mariani, un niño de cinco años de pelo tan claro como su piel.
_____ los espera en la puerta.
—Hola. —Joe la besa. Ella se queda un poco sorprendida de ver también a Pollo, quien, tras balbucear algo parecido a un «hola», se acomoda enseguida en el sofá junto al niño. Cambia de canal tratando de ver algo mejor que esos estúpidos dibujitos animados japoneses. Giulio, como no podía ser menos, protesta de inmediato. Pollo intenta convencerlo.
—No, venga, ahora empieza lo mejor. Ahora llegan las tortugas voladoras. — Giulio se lo traga enseguida. Se pone a ver él también “Il processo del lunedì”, esperando confiado. _____ se dirige a la cocina con Joe.
—¿Se puede saber por qué lo has traído?
—Bah, insistió mucho. Y, además, a Pollo le encantan los niños.
—¡Pues no lo parece! Lo ha hecho llorar nada más llegar.
—Entonces, digamos que lo he hecho para poder quedarme a solas contigo. — La abraza—. Claro que soy realmente sincero, tú solo sacas lo mejor de mí. ¿Por qué no nos desnudamos?
La arrastra riéndose hasta el primer dormitorio que encuentra. _____ trata de resistir, pero al final se deja convencer por sus besos. Ambos acaban sobre una pequeña cama.
—¡Ay!
Joe se lleva la mano a la espalda. Un tanque puntiagudo le ha dado de lleno entre los dos omóplatos. _____ se echa a reír. Joe lo tira sobre la alfombra. Libera la cama de guerreros electrónicos y de algunos monstruos desmontables. Luego, finalmente tranquilo, cierra la puerta con el pie y se concentra en su juego preferido.
Le acaricia el pelo besándola, su mano corre veloz sobre los botones de su blusa, desabrochándolos. Le levanta el sostén y la besa sobre la piel más clara, más aterciopelada, rosada. De repente, algo le pincha en el cuello.
—¡Ay! —Joe se lleva rápidamente una mano al punto donde ha recibido el golpe. La ve reír en la oscuridad, armada con un extraño muñeco de orejas puntiagudas. Y aquella sonrisa tan fresca, aquel aire tan ingenuo lo conmueven aún más profundamente.
—¡Me has hecho daño!
—No podemos estar aquí, en la habitación de Giulio. Imagínate si entra.
—Pero si está con Pollo. Le he dado instrucciones precisas. Ese niño terrible está prácticamente en sus manos, inmovilizado. No se puede levantar del sofá.
Joe se lanza de nuevo sobre su pecho. Ella le acaricia el pelo dejando que la bese.
—Giulio es buenísimo. El único niño terrible eres tú.
Mientras Pollo da buena cuenta de un bocadillo que ha cogido de la cocina y se bebe una cerveza, Giulio se levanta del sofá.
—¿Adónde vas?
—A mi habitación.
—No, tienes que quedarte aquí.
—No, quiero ir a mi habitación.
Giulio hace ademán de marcharse, pero Pollo lo agarra por el pequeño suéter de lana rojo y lo arrastra hasta colocarlo junto a él sobre el sofá. Giulio trata de rebelarse, pero Pollo le mete el codo en la tripa, inmovilizándolo. Giulio empieza a protestar.
—¡Déjame, déjame!
—Venga, que ahora empiezan los dibujitos animados.
—Mentira. —Giulio mira de nuevo la televisión y, puede que también a causa de un primer plano de Biscardi, estalla en sollozos. Pollo lo suelta.
—Ten, ¿quieres probarla? Está buenísima, la beben solo los mayores.
Giulio parece ligeramente interesado. Se adueña con ambas manos de la lata de cerveza y le da un sorbo.
—No me gusta, está amarga.
—Entonces, mira lo que te da el tío Pollo…
Poco después, Giulio juega feliz en el suelo. Hace rebotar los globitos rosados que le ha regalado el tío Pollo. Este lo mira sonriente. En el fondo, hace falta muy poco para contentar a un niño. Bastan dos o tres preservativos. De todos modos, esa noche no los iba a necesitar. Del dormitorio no llega ningún ruido. Ni siquiera a Joe parecen hacerle falta, piensa divertido. Luego, visto que se está aburriendo, decide llamar por teléfono.
En la penumbra de aquella habitación llena de juguetes, Joe le acaricia la espalda, los hombros. Desliza su mano por el brazo y a continuación lo coge y se lo acerca a la cara. Lo besa. Su boca la roza, recorre su piel. _____ tiene los ojos entornados, dulcemente prisionera de sus suspiros. Joe le abre la mano con delicadeza, le besa la palma y luego la posa sobre su pecho desnudo, abandonada a sí misma. _____ se queda paralizada, repentinamente asustada. Dios mío, sé lo que quiere pero no lo podré hacer nunca. No lo he hecho jamás. No lo conseguiré. Joe sigue besándola tiernamente en el cuello, detrás de las orejas, en los labios. Mientras sus manos, más seguras y tranquilas, más expertas, se apoderan de ella como en un suave oleaje, dejando en aquella playa desconocida un náufrago placer.
De repente, arrastrada por aquella corriente, por aquella brisa de pasión, ella se mueve también. Osa. Su mano se aleja lentamente del lugar donde ha sido apoyada y empieza a acariciarlo. Joe la estrecha entre sus brazos alentándola, tranquilizándola.
_____ se abandona. Sus dedos descienden paulatinamente por aquella piel. Siente su tripa, sus fuertes abdominales. Cada movimiento es para ella como una sima, un abismo, un paso difícil de ejecutar, casi imposible. Y, sin embargo, lo tiene que conseguir. En la oscuridad de aquella habitación, salta de repente conteniendo la respiración. Sus dedos acarician aquella primera barrera de rizos suaves. Después se deslizan por los vaqueros y van a parar sobre aquel botón, el primero para ella en todos los sentidos. En ese momento, sin saber por qué, piensa en Pallina. Ella, ya más segura, más experta. Imagina cuando se lo cuente: «¿Sabes? Entonces no pude pasar de ahí, no lo conseguí.» Puede que sea eso lo que la anima, lo que le da el último impulso. Lo hace. Aquel primer botón dorado sale del ojal con un ruido ligero, de vaqueros. En el silencio de la habitación, es posible oírlo, llega hasta sus oídos nítido y claro. Lo ha logrado. Casi exhala un suspiro. A partir de entonces, todo resulta más fácil. Su mano, perdido ya el miedo, pasa al segundo, al tercero, y luego cada vez más abajo; los bordes de los vaqueros se van separando, más y más libres. Joe se separa dulcemente de ella, deja caer la cabeza hacia atrás. _____ se apresura a alcanzarlo, refugiándose tímida en aquel beso, avergonzándose de aquella mínima distancia. Entonces se produce un ruido inesperado. Portazos.
—¿Qué pasa?
Y, como por arte de magia, el encanto se desvanece. _____ levanta la mano y se incorpora.
—¿Qué ha sido eso?
—¿Y yo qué sé? Vamos, ven aquí. —Joe la atrae de nuevo hacia él. Otro ruido. Algo se ha roto.
—¡No, venga, ahí fuera está pasando algo! —_____ se levanta de la cama. Se coloca la falda en su sitio, se abrocha la blusa y sale a toda prisa de la habitación. Joe se deja caer sobre la cama con los brazos abiertos.
—¡Vete a la mierda, Pollo! —Luego se abrocha los vaqueros y, cuando llega al salón, apenas puede creer lo que ve allí—. ¿Qué coño hacéis?
Están todos. Bunny y Hook están enzarzados en una especie de lucha sobre la alfombra. Junto a ellos hay una lámpara volcada. Schello está sentado con los pies sobre el sofá, comiendo patatas y mirando Sex and the City. Lucone tiene al niño sobre las piernas y le está haciendo fumar un porro.
—¡Mira, Joe! Mira la cara tan descompuesta que tiene este niño. —_____ se arroja iracunda sobre Lucone, le quita el porro de las manos y lo apaga en un cenicero.
—¡Fuera! ¡Fuera de aquí inmediatamente!
Al oír aquellos gritos, Dario y otro amigo salen de la cocina con una cerveza en la mano. Llega también el Siciliano con una tipa. Tienen la cara roja. Joe se imagina que deben de haber hecho aquello que _____ y él ni siquiera han probado. ¡Qué afortunados! A empujones, _____ los va sacando uno a uno de allí.
—¡Salid todos…! ¡Fuera!
Divertidos, se dejan expulsar, causando todavía más alboroto. Joe la ayuda.
—Vamos, tíos, fuera. —El último que saca de allí es Pollo—. Contigo ajustaré cuentas luego.
—Pero si yo solo llamé a Lucone; la culpa es de él, que avisó a los otros.
—Cállate. —Joe le da una patada en el culo y lo tira de allí. Después ayuda a _____ a poner las cosas en su sitio.
—Mira, mira lo que han hecho esos vándalos.
Le enseña una lámpara rota y el sofá manchado de cerveza. Patatas por todas partes. _____ tiene los ojos anegados en lágrimas. Joe no sabe qué decir.
—Perdona. Te ayudo a limpiar.
—No, gracias, me las arreglaré sola.
—¿Estás enfadada?
—¿Estás segura de que no quieres que te ayude?
—Segura.
Se dan un beso apresurado. Luego ella cierra la puerta. Joe baja. Mira a su alrededor. No hay nadie. Sube a la moto y arranca. Pero justo en ese momento, el grupo sale de detrás de un coche. Un coro se eleva en la noche: «¡Tres hurras por la baby sitter!», acompañado de aplausos. Joe baja al vuelo de la moto y empieza a correr detrás de Pollo.
—¡Oye, que yo no tengo la culpa! ¡Enfádate con Lucone! ¡Es culpa suya!
—¡Maldito seas, yo te mato!
—Venga, que no estabas haciendo nada allí dentro. ¡Te estabas aburriendo!
Siguen corriendo por la calle entre las risas lejanas de los otros y la curiosidad de algún que otro inquilino insomne.
_____ recoge los trozos de lámpara, los tira a la basura, limpia el suelo y quita las manchas del sofá. Al final, cansada, mira en derredor. Bueno, podría haber sido peor.
Diré que se me cayó la lámpara mientras jugaba con Giulio. El niño, por otra parte, no podrá negarlo nunca. Duerme profundamente, bajo los efectos de la marihuana.
—¿Y ganasteis? —Pollo apenas se lo puede creer.
—Les ganamos doscientos euros.
—Júramelo, y qué, el padre de _____, ¿es un tío simpático?
—¡Un mito, un auténtico colega! Piensa que Francesca me ha dicho que le gusta mucho.
—¡A mí me parece bobo!
—¿Por qué? ¿Cuándo lo has visto?
—Cuando fui a tu casa a recoger el perro.
—Ah, ya. Por cierto, ¿cómo está Arnold?
—Estupendamente. Tengo que reconocer que ese perro es realmente inteligente.
Estoy seguro de que no tardará en aprender a traer las cosas en la boca. El otro día estaba debajo de casa, le tiré un bastón y fue a recogerlo. Solo que luego se puso a jugar en el parque con una perrita. Ese se va con todas, pobrecito, me parece que la Giacci no le dejaba follar nunca.
Joe se detiene delante de un portón.
—Hemos llegado. Te lo ruego, no me organices ningún lío. —Pollo lo mira de través.
—¿Por qué, acaso organizo yo tantos líos?
—Continuamente.
—¿Ah, sí? Mira que si he venido es solo para hacerte un favor.
Suben al segundo piso. _____ está cuidando a Giulio, el hijo de los Mariani, un niño de cinco años de pelo tan claro como su piel.
_____ los espera en la puerta.
—Hola. —Joe la besa. Ella se queda un poco sorprendida de ver también a Pollo, quien, tras balbucear algo parecido a un «hola», se acomoda enseguida en el sofá junto al niño. Cambia de canal tratando de ver algo mejor que esos estúpidos dibujitos animados japoneses. Giulio, como no podía ser menos, protesta de inmediato. Pollo intenta convencerlo.
—No, venga, ahora empieza lo mejor. Ahora llegan las tortugas voladoras. — Giulio se lo traga enseguida. Se pone a ver él también “Il processo del lunedì”, esperando confiado. _____ se dirige a la cocina con Joe.
—¿Se puede saber por qué lo has traído?
—Bah, insistió mucho. Y, además, a Pollo le encantan los niños.
—¡Pues no lo parece! Lo ha hecho llorar nada más llegar.
—Entonces, digamos que lo he hecho para poder quedarme a solas contigo. — La abraza—. Claro que soy realmente sincero, tú solo sacas lo mejor de mí. ¿Por qué no nos desnudamos?
La arrastra riéndose hasta el primer dormitorio que encuentra. _____ trata de resistir, pero al final se deja convencer por sus besos. Ambos acaban sobre una pequeña cama.
—¡Ay!
Joe se lleva la mano a la espalda. Un tanque puntiagudo le ha dado de lleno entre los dos omóplatos. _____ se echa a reír. Joe lo tira sobre la alfombra. Libera la cama de guerreros electrónicos y de algunos monstruos desmontables. Luego, finalmente tranquilo, cierra la puerta con el pie y se concentra en su juego preferido.
Le acaricia el pelo besándola, su mano corre veloz sobre los botones de su blusa, desabrochándolos. Le levanta el sostén y la besa sobre la piel más clara, más aterciopelada, rosada. De repente, algo le pincha en el cuello.
—¡Ay! —Joe se lleva rápidamente una mano al punto donde ha recibido el golpe. La ve reír en la oscuridad, armada con un extraño muñeco de orejas puntiagudas. Y aquella sonrisa tan fresca, aquel aire tan ingenuo lo conmueven aún más profundamente.
—¡Me has hecho daño!
—No podemos estar aquí, en la habitación de Giulio. Imagínate si entra.
—Pero si está con Pollo. Le he dado instrucciones precisas. Ese niño terrible está prácticamente en sus manos, inmovilizado. No se puede levantar del sofá.
Joe se lanza de nuevo sobre su pecho. Ella le acaricia el pelo dejando que la bese.
—Giulio es buenísimo. El único niño terrible eres tú.
Mientras Pollo da buena cuenta de un bocadillo que ha cogido de la cocina y se bebe una cerveza, Giulio se levanta del sofá.
—¿Adónde vas?
—A mi habitación.
—No, tienes que quedarte aquí.
—No, quiero ir a mi habitación.
Giulio hace ademán de marcharse, pero Pollo lo agarra por el pequeño suéter de lana rojo y lo arrastra hasta colocarlo junto a él sobre el sofá. Giulio trata de rebelarse, pero Pollo le mete el codo en la tripa, inmovilizándolo. Giulio empieza a protestar.
—¡Déjame, déjame!
—Venga, que ahora empiezan los dibujitos animados.
—Mentira. —Giulio mira de nuevo la televisión y, puede que también a causa de un primer plano de Biscardi, estalla en sollozos. Pollo lo suelta.
—Ten, ¿quieres probarla? Está buenísima, la beben solo los mayores.
Giulio parece ligeramente interesado. Se adueña con ambas manos de la lata de cerveza y le da un sorbo.
—No me gusta, está amarga.
—Entonces, mira lo que te da el tío Pollo…
Poco después, Giulio juega feliz en el suelo. Hace rebotar los globitos rosados que le ha regalado el tío Pollo. Este lo mira sonriente. En el fondo, hace falta muy poco para contentar a un niño. Bastan dos o tres preservativos. De todos modos, esa noche no los iba a necesitar. Del dormitorio no llega ningún ruido. Ni siquiera a Joe parecen hacerle falta, piensa divertido. Luego, visto que se está aburriendo, decide llamar por teléfono.
En la penumbra de aquella habitación llena de juguetes, Joe le acaricia la espalda, los hombros. Desliza su mano por el brazo y a continuación lo coge y se lo acerca a la cara. Lo besa. Su boca la roza, recorre su piel. _____ tiene los ojos entornados, dulcemente prisionera de sus suspiros. Joe le abre la mano con delicadeza, le besa la palma y luego la posa sobre su pecho desnudo, abandonada a sí misma. _____ se queda paralizada, repentinamente asustada. Dios mío, sé lo que quiere pero no lo podré hacer nunca. No lo he hecho jamás. No lo conseguiré. Joe sigue besándola tiernamente en el cuello, detrás de las orejas, en los labios. Mientras sus manos, más seguras y tranquilas, más expertas, se apoderan de ella como en un suave oleaje, dejando en aquella playa desconocida un náufrago placer.
De repente, arrastrada por aquella corriente, por aquella brisa de pasión, ella se mueve también. Osa. Su mano se aleja lentamente del lugar donde ha sido apoyada y empieza a acariciarlo. Joe la estrecha entre sus brazos alentándola, tranquilizándola.
_____ se abandona. Sus dedos descienden paulatinamente por aquella piel. Siente su tripa, sus fuertes abdominales. Cada movimiento es para ella como una sima, un abismo, un paso difícil de ejecutar, casi imposible. Y, sin embargo, lo tiene que conseguir. En la oscuridad de aquella habitación, salta de repente conteniendo la respiración. Sus dedos acarician aquella primera barrera de rizos suaves. Después se deslizan por los vaqueros y van a parar sobre aquel botón, el primero para ella en todos los sentidos. En ese momento, sin saber por qué, piensa en Pallina. Ella, ya más segura, más experta. Imagina cuando se lo cuente: «¿Sabes? Entonces no pude pasar de ahí, no lo conseguí.» Puede que sea eso lo que la anima, lo que le da el último impulso. Lo hace. Aquel primer botón dorado sale del ojal con un ruido ligero, de vaqueros. En el silencio de la habitación, es posible oírlo, llega hasta sus oídos nítido y claro. Lo ha logrado. Casi exhala un suspiro. A partir de entonces, todo resulta más fácil. Su mano, perdido ya el miedo, pasa al segundo, al tercero, y luego cada vez más abajo; los bordes de los vaqueros se van separando, más y más libres. Joe se separa dulcemente de ella, deja caer la cabeza hacia atrás. _____ se apresura a alcanzarlo, refugiándose tímida en aquel beso, avergonzándose de aquella mínima distancia. Entonces se produce un ruido inesperado. Portazos.
—¿Qué pasa?
Y, como por arte de magia, el encanto se desvanece. _____ levanta la mano y se incorpora.
—¿Qué ha sido eso?
—¿Y yo qué sé? Vamos, ven aquí. —Joe la atrae de nuevo hacia él. Otro ruido. Algo se ha roto.
—¡No, venga, ahí fuera está pasando algo! —_____ se levanta de la cama. Se coloca la falda en su sitio, se abrocha la blusa y sale a toda prisa de la habitación. Joe se deja caer sobre la cama con los brazos abiertos.
—¡Vete a la mierda, Pollo! —Luego se abrocha los vaqueros y, cuando llega al salón, apenas puede creer lo que ve allí—. ¿Qué coño hacéis?
Están todos. Bunny y Hook están enzarzados en una especie de lucha sobre la alfombra. Junto a ellos hay una lámpara volcada. Schello está sentado con los pies sobre el sofá, comiendo patatas y mirando Sex and the City. Lucone tiene al niño sobre las piernas y le está haciendo fumar un porro.
—¡Mira, Joe! Mira la cara tan descompuesta que tiene este niño. —_____ se arroja iracunda sobre Lucone, le quita el porro de las manos y lo apaga en un cenicero.
—¡Fuera! ¡Fuera de aquí inmediatamente!
Al oír aquellos gritos, Dario y otro amigo salen de la cocina con una cerveza en la mano. Llega también el Siciliano con una tipa. Tienen la cara roja. Joe se imagina que deben de haber hecho aquello que _____ y él ni siquiera han probado. ¡Qué afortunados! A empujones, _____ los va sacando uno a uno de allí.
—¡Salid todos…! ¡Fuera!
Divertidos, se dejan expulsar, causando todavía más alboroto. Joe la ayuda.
—Vamos, tíos, fuera. —El último que saca de allí es Pollo—. Contigo ajustaré cuentas luego.
—Pero si yo solo llamé a Lucone; la culpa es de él, que avisó a los otros.
—Cállate. —Joe le da una patada en el culo y lo tira de allí. Después ayuda a _____ a poner las cosas en su sitio.
—Mira, mira lo que han hecho esos vándalos.
Le enseña una lámpara rota y el sofá manchado de cerveza. Patatas por todas partes. _____ tiene los ojos anegados en lágrimas. Joe no sabe qué decir.
—Perdona. Te ayudo a limpiar.
—No, gracias, me las arreglaré sola.
—¿Estás enfadada?
—¿Estás segura de que no quieres que te ayude?
—Segura.
Se dan un beso apresurado. Luego ella cierra la puerta. Joe baja. Mira a su alrededor. No hay nadie. Sube a la moto y arranca. Pero justo en ese momento, el grupo sale de detrás de un coche. Un coro se eleva en la noche: «¡Tres hurras por la baby sitter!», acompañado de aplausos. Joe baja al vuelo de la moto y empieza a correr detrás de Pollo.
—¡Oye, que yo no tengo la culpa! ¡Enfádate con Lucone! ¡Es culpa suya!
—¡Maldito seas, yo te mato!
—Venga, que no estabas haciendo nada allí dentro. ¡Te estabas aburriendo!
Siguen corriendo por la calle entre las risas lejanas de los otros y la curiosidad de algún que otro inquilino insomne.
_____ recoge los trozos de lámpara, los tira a la basura, limpia el suelo y quita las manchas del sofá. Al final, cansada, mira en derredor. Bueno, podría haber sido peor.
Diré que se me cayó la lámpara mientras jugaba con Giulio. El niño, por otra parte, no podrá negarlo nunca. Duerme profundamente, bajo los efectos de la marihuana.
SandyJonas
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
AAHHHHH SEGILA!! GRACIAS POR SUBIR!!! SEGILA!!
Invitado
Invitado
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
SEGILA!! xfas segiila hasta el final!! yo la leia otro foro pero no la terminaron :( terminala please...
Invitado
Invitado
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