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Gráficos por y codes hechos por Kaffei e Insxne.
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Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
O W N :: Archivos :: Novelas Terminadas
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Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
Ammmm... wow?
Jajajajajaja, de apoquito se entiende, eh.. sisi :)
Espero ansiosa el siguiente capitulo, seguila! :)
Jajajajajaja, de apoquito se entiende, eh.. sisi :)
Espero ansiosa el siguiente capitulo, seguila! :)
Camilita :)
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
Va.... recompensa por haber pasado de pagina...
en unos minutoos capp!!
en unos minutoos capp!!
SandyJonas
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
CAPÍTULO 4
Dos años antes, zona Fleming.
Una tarde cualquiera, si no fuera por su Vespa recién estrenada, en rodaje, todavía sin trucar. Joe la está probando. Al pasar por delante del café Fleming oye que lo llaman.
—¡Hola, Joseph!
Annalisa, una guapa rubia que ha conocido en el Piper, le sale al encuentro.
Joseph se para.
—¿Qué haces por aquí?
—Nada, he ido a estudiar con un amigo y ahora voy hacia casa.
Apenas un segundo. Alguien a sus espaldas le quita el gorro.
—Te doy diez segundos para que te vayas de aquí.
Un cierto Poppy, un tipo grueso más grande que él, se planta delante. Lleva su gorro entre las manos. Aquel gorro está de moda. En Villa Flamina lo tienen todos.
De colores, hecho a mano por las agujas de alguna chica. Aquel se lo había regalado su madre, en lugar de la amiga que todavía no tiene.
—¿Me has oído? Vete.
Annalisa mira a su alrededor y, al comprender, se aleja. Joseph baja de la Vespa. El grupo de amigos lo rodea. Se pasan el gorro unos a otros, riéndose, hasta que acaba en manos de Poppy.
—¡Devuélvemelo!
—¿Habéis oído? Es un duro. ¡Devuélvemelo! —lo imita provocando las carcajadas del grupo—. Y si no qué haces, ¿eh? ¿Me das una leche? Venga, ¿me la das? Venga.
Poppy se acerca con los brazos colgando, echando la cabeza hacia atrás. Con la mano que no tiene el gorro le indica la barbilla.
—Venga, dame aquí.
Joseph lo mira. La rabia lo ciega. Hace ademán de golpearlo pero apenas mueve el brazo lo sujetan por detrás. Poppy pasa el gorro al vuelo a uno que está allí cerca y le da un puñetazo sobre el ojo derecho partiéndole la ceja. A continuación, el bastardo que lo tiene sujeto por detrás lo empuja hacia delante, hacia el cierre metálico del café Fleming que, vista la situación, ha cerrado antes de lo previsto. El pecho de Joseph cae contra el cierre con un fuerte golpe. Casi de inmediato descargan sobre su espalda un sinfín de puñetazos; luego alguien le da la vuelta. Se encuentra, aturdido, de espaldas contra el cierre. Prueba a cubrirse sin conseguirlo.
Poppy le mete las manos detrás del cuello y, aferrándose a las barras del cierre metálico, lo inmoviliza. Empieza a darle cabezazos. Joseph intenta protegerse como puede pero aquellas manos lo tienen inmovilizado, no consigue quitárselo de encima. Siente cómo empieza a salirle sangre de la nariz y oye una voz de mujer que grita: «¡Basta, basta, dejadlo estar ya o lo mataréis!»
Debe de ser Annalisa, piensa. Joseph prueba a dar una patada pero no logra mover las piernas. Oye solo el ruido de los golpes. Casi han dejado de hacerle daño.
Luego llegan unos adultos, algunos transeúntes, la propietaria del bar. «Marchaos, fuera de aquí.» Alejan a aquellos matones a empujones, tirando de sus camisetas, de sus cazadoras, quitándoselos de encima. Joseph se agacha lentamente, apoya la espalda contra el cierre metálico, acaba sentado sobre un escalón. Su Vespa está ahí delante, en el suelo, como él. Tal vez el cofre lateral se haya abollado. ¡Qué lástima!
Siempre procuraba tener cuidado cuando salía por la puerta.
—¿Estás mal, muchacho? —Una atractiva señora se acerca a su cara. Joseph niega con la cabeza. El gorro de su madre está tirado en el suelo. Annalisa se ha marchado con los otros. Pero yo sigo teniendo tu gorro, mamá.
—Ten, bebe. —Alguien llega con un vaso de agua—. Traga lentamente. Qué desgraciados, qué gentuza, pero yo sé quién ha sido, son siempre los mismos. Esos vagos que se pasan el día aquí, en el bar.
Joseph bebe el último sorbo, da las gracias con una sonrisa a un señor que está junto a él y que vuelve a coger el vaso vacío. Desconocidos. Intenta levantarse pero las piernas parecen cederle por un momento. Alguien se da cuenta y se adelanta de inmediato para sostenerlo.
—¿Estás seguro que te encuentras bien, muchacho?
—Estoy bien, gracias. De verdad.
Joseph se sacude las perneras. De ellas sale volando un poco de polvo. Se seca la nariz con el suéter hecho jirones y exhala un profundo suspiro. Se coloca de nuevo el gorro y sube a la Vespa.
Un humo blanco y denso sale con un enorme ruido del silenciador. Se ha calado. La portezuela lateral derecha vibra más de lo habitual. Está abollada. Mete la primera y, mientras los últimos señores se alejan, suelta lentamente el freno. Sin volverse, parte con la moto.
Recuerdos.
Algo después, en casa. Joseph abre silenciosamente la puerta e intenta llegar hasta su habitación sin que lo oigan, pasando por el salón. Pero el parquet le traiciona: cruje.
—¿Eres tú, Joseph?
La silueta de su madre se dibuja en la puerta del estudio.
—Sí, mamá, me voy a la cama.
Su madre se adelanta un poco.
—¿Seguro que te encuentras bien?
—Que sí, mamá, estoy perfectamente.
Joseph trata de alcanzar el pasillo, pero su madre es más rápida que él. El interruptor del salón salta, iluminándolo. Joseph se detiene, como inmortalizado en una fotografía.
—¡Dios mío! ¡Kevin, ven enseguida!
Su padre acude de inmediato en tanto que la mano de su madre se acerca temerosa al ojo de Joseph.
—¿Qué te ha pasado?
—Nada, me he caído de la Vespa.
Joseph retrocede.
—¡Ay, mamá, me haces daño!
Su padre mira las otras heridas sobre los brazos, la ropa desgarrada, el gorro sucio.
—Di la verdad, ¿te han pegado?
Su padre siempre ha sido un tipo atento a los detalles. Joseph cuenta poco más o menos lo que ha pasado y, naturalmente, su madre, sin entender que a los dieciséis años existen ya ciertas reglas.
—Pero ¿por qué no les diste el gorro? Te habría hecho otro…
Su padre va al grano, saltando directamente a cuestiones de mayor importancia.
—Joseph, sé sincero, la política no tiene nada que ver, ¿verdad?
Llaman al médico de la familia, quien le da la clásica aspirina y lo manda a la cama. Antes de dormirse, Joseph decide: nadie le volverá a poner jamás las manos encima. Jamás, sin salir por ello malparado.
En el mostrador de la secretaría hay una mujer con el pelo de un color rojo intenso, la nariz un poco larga y los ojos saltones. No es, desde luego, lo que se dice una belleza.
—Hola, ¿te quieres inscribir?
—Sí.
—Bueno, sí, la verdad es que te puede venir bien —dice, indicando su ojo aún magullado y sacando un formulario de debajo de la mesa. Ni siquiera es simpática.
—¿Nombre?
—Joseph Jonas.
—¿Edad?
—Diecisiete, en julio, el 21.
—¿Calle?
—Francesco Benziacci, 39 —luego añade—: 3.2.9.27.14. —adelantándose de este modo a la pregunta siguiente. La mujer levanta la cara.
—El teléfono, ¿no? Solo para la ficha…
—Para ir a jugar a videopóquer no, desde luego.
Los ojos saltones se posan en él por un instante, luego acaban de completar la ficha.
—Son 145 euros, 100 por la inscripción y 45 por la mensualidad.
Joseph pone el dinero sobre el mostrador.
La mujer los introduce en una bolsa con cierre de cremallera, los mete en el primer cajón y después, tras haber apoyado un sello en un mojador embebido de tinta, da un golpe decidido sobre el carnet. Budokan.
—Se paga al principio de cada mes. Los vestuarios están en el piso de abajo. Por la noche cerramos a las nueve.
Joseph se vuelve a meter la cartera en el bolsillo, con el nuevo carnet en el compartimiento lateral y 145 euros menos.
—Toca, toca aquí, puro hierro. Pero qué hierro, ¡acero! —Lucone, un tipo macizo y bajo con la cara simpática, le enseña un bíceps grueso aunque poco definido.
—¿Todavía con esas historias? Pero si basta pincharte con una aguja para hacerte desaparecer.
Pollo se da una sonora palmada en el hombro.
—Esto sí que es real: sudor, dificultades, filetes, lo tuyo no es más que agua.
—Pero si eres un niño, un liliputiense.
—Para empezar me hago ya ciento veinte en el banco. ¿Cuándo cojones los harás tú?
—Ahora mismo. ¿Estás bromeando? Hago dos de esas como si nada, mira, ¿eh?
Lucone se coloca bajo la barra. Extiende los brazos, aferra el largo palo y lo alza decidido. Desciende lentamente y, mirando la barra que le queda a pocos centímetros del mentón, le da un fuerte empujón, haciendo fuerza con los pectorales.
—¡Uno!
Luego, sin perder el control, baja la barra, la apoya sobre el pecho y, a renglón seguido, la empuja de nuevo hacia arriba.
—¡Dos! Y si quiero puedo hacerlo aún con más peso.
Pollo no se lo hace repetir dos veces.
—¿De verdad? Entonces prueba con esta.
Antes de que Lucone pueda apoyar la barra sobre el soporte, Pollo introduce un pequeño disco lateral de dos kilos y medio. La barra empieza a doblarse hacia la derecha.
—Eh, ¿qué cojones haces? ¿Eres idiota…?
Lucone trata de sostenerlo pero, poco a poco, la barra comienza a descender.
Los músculos lo abandonan. La barra le cae de golpe sobre el pecho, pesadamente.
—Coño, quítamela de encima, me estoy ahogando.
Pollo se ríe como un loco.
—Yo puedo hacerlo hasta con dos discos más. ¿Qué dices ahora? ¿Te pongo uno solo y ya estás así? Hecho polvo, ¿eh? Empuja, venga, empuja… —le grita casi rozándole la cara—. ¡Empuja! —Más risas.
—¡Me lo quieres quitar de encima! —Lucone está completamente morado, un poco a causa de la rabia, pero también porque se está ahogando de verdad.
Dos muchachos más jóvenes, ocupados con un aparato cercano, se miran, sin saber muy bien qué hacer. Viendo que Lucone empieza a toser y que incluso haciendo unos esfuerzos bestiales no consigue quitarse la barra de encima, se deciden a ayudarlo.
Pollo está tumbado en el suelo, boca abajo. Ríe como un loco mientras aporrea el suelo de madera. Cuando se vuelve de nuevo hacia Lucone, con los ojos llenos de lágrimas, lo ve de pie delante de él. Los dos muchachos lo han liberado.
—¡Vaya! ¿Cómo cojones lo has hecho?
Pollo se apresura a poner pies en polvorosa, sin dejar de reírse y tropezando con una barra. Lucone lo sigue tosiendo.
—Para, que te mato. Te doy con un disco en la cabeza y te dejo aún más enano de lo que ya eres.
Se persiguen furiosamente por todo el gimnasio. Dan vueltas alrededor de los aparatos, se paran detrás de las columnas, echan a correr de nuevo. Pollo, tratando de detener a su amigo, le tira encima algunas barras. Algunos discos de goma rebotan pesadamente en el suelo. Lucone los esquiva, no se detiene ante nada. Pollo emboca la escalera que conduce a los vestuarios femeninos. Al pasar corriendo tropieza con una muchacha que acaba cayendo contra la puerta con un fuerte golpe.
El resto de ellas se están cambiando para la lección de aeróbic; desnudas, chillan como enloquecidas. Lucone se para en los últimos escalones, extasiado ante aquel panorama de mórbidas colinas, humanas y rosadas. Pollo se apresura a volver sobre sus pasos.
—Coño, apenas me lo puedo creer, esto es el paraíso.
—¡Idos al infierno!
Una muchacha con algo más de ropa encima que sus compañeras corren hacia la puerta cerrándola en sus propias narices. Los dos amigos permanecen en silencio por un instante.
—¿Has visto las tetas de la que estaba al fondo a la derecha?
—Porque la primera a la izquierda… ¿Harías ascos a un culo como ese?
Pollo coge del brazo a su amigo, sacudiendo la cabeza.
—Increíble, ¿eh? Qué voy a hacerle ascos… ¡No soy un mariquita como tú!
De este modo, después de aquella breve pausa erótica, vuelven a perseguirse.
Joseph abre el folio de su ficha, se la ha dado Francesco, el entrenador del gimnasio.
—Empieza con cuatro series de aberturas, sobre aquel banco. Coge pesas de cinco kilos, te tienes que ensanchar un poco, muchacho. Cuanto más gruesa sea la base, más podrás construir encima. —Joseph no se lo hace repetir dos veces.
Se extiende sobre el banco arqueado y empieza. Los hombros le hacen daño, esos pesos parecen enormes; hace algunos ejercicios laterales, desciende hasta tocar el suelo, luego vuelve a subir. Después, detrás de la cabeza. De nuevo. Cuatro series de diez, todos los días, todas las semanas. Pasadas las primeras, se siente ya mejor, los hombros dejan de hacerle daño, los brazos han aumentado ligeramente de volumen. Cambia la alimentación. Por la mañana un batido con proteínas en polvo, un huevo, leche, hígado de merluza. Para comer poca pasta, un filete casi crudo, levadura de cerveza y germen de trigo. Por la tarde al gimnasio. Siempre. Alternando los ejercicios, trabajando un día la parte de arriba y el otro la de abajo. Los músculos parecen enloquecidos. Descansan solo el domingo, como buenos cristianos. El lunes se empieza de nuevo. Engorda algún kilo, semana a semana, paso a paso. Se ha hecho amigo de Pollo y de Lucone, y de todos los demás que acuden al gimnasio.
Un día, dos meses después, entra el Siciliano.
—¿Quién hace algunas flexiones conmigo?
El Siciliano es uno de los primeros socios de Budokan. De complexión fuerte, nadie quiere competir con él.
—Coño, que no os he dicho que robéis un banco, solo quiero hacer unas cuantas flexiones.
Pollo y Lucone siguen con el entrenamiento en silencio. Con el Siciliano se acaba siempre por pelear. Si pierdes no se cansa de tomarte el pelo, si ganas, bueno, cualquiera sabe lo que te puede suceder. Nadie ha ganado nunca al Siciliano.
—Pero bueno, ¿es que no hay nadie en este gimnasio de mierda que quiera hacer flexiones conmigo?
El Siciliano mira en derredor.
—Yo.
Se da la vuelta. Joe está frente a él, el Siciliano lo mira de arriba abajo.
—OK, vamos allí.
Entran en una pequeña habitación. El Siciliano se quita la sudadera desenfundando unos pectorales enormes y unos brazos bien proporcionados.
—¿Estás listo?
—Cuando quieras.
El Siciliano se extiende en el suelo. Joe delante de él. Empiezan a hacer flexiones. Joe resiste todo lo que puede. Al final, destrozado, se derrumba en el suelo. El Siciliano hace otras cinco a gran velocidad, luego se levanta y da una palmadita a Joe.
—Estupendo, muchacho, no vas mal. Las últimas las has hecho todas con esta.
—Y le da amistoso una ligera palmada en la frente. Joe sonríe, no se ha burlado de él. Todos vuelven a sus ejercicios. Joe se masajea los músculos doloridos de los brazos. No ha ocurrido nada de especial: el Siciliano es mucho más fuerte que él, todavía es demasiado pronto.
_________________________
Pronto empezará todo... :¬w¬:
Dos años antes, zona Fleming.
Una tarde cualquiera, si no fuera por su Vespa recién estrenada, en rodaje, todavía sin trucar. Joe la está probando. Al pasar por delante del café Fleming oye que lo llaman.
—¡Hola, Joseph!
Annalisa, una guapa rubia que ha conocido en el Piper, le sale al encuentro.
Joseph se para.
—¿Qué haces por aquí?
—Nada, he ido a estudiar con un amigo y ahora voy hacia casa.
Apenas un segundo. Alguien a sus espaldas le quita el gorro.
—Te doy diez segundos para que te vayas de aquí.
Un cierto Poppy, un tipo grueso más grande que él, se planta delante. Lleva su gorro entre las manos. Aquel gorro está de moda. En Villa Flamina lo tienen todos.
De colores, hecho a mano por las agujas de alguna chica. Aquel se lo había regalado su madre, en lugar de la amiga que todavía no tiene.
—¿Me has oído? Vete.
Annalisa mira a su alrededor y, al comprender, se aleja. Joseph baja de la Vespa. El grupo de amigos lo rodea. Se pasan el gorro unos a otros, riéndose, hasta que acaba en manos de Poppy.
—¡Devuélvemelo!
—¿Habéis oído? Es un duro. ¡Devuélvemelo! —lo imita provocando las carcajadas del grupo—. Y si no qué haces, ¿eh? ¿Me das una leche? Venga, ¿me la das? Venga.
Poppy se acerca con los brazos colgando, echando la cabeza hacia atrás. Con la mano que no tiene el gorro le indica la barbilla.
—Venga, dame aquí.
Joseph lo mira. La rabia lo ciega. Hace ademán de golpearlo pero apenas mueve el brazo lo sujetan por detrás. Poppy pasa el gorro al vuelo a uno que está allí cerca y le da un puñetazo sobre el ojo derecho partiéndole la ceja. A continuación, el bastardo que lo tiene sujeto por detrás lo empuja hacia delante, hacia el cierre metálico del café Fleming que, vista la situación, ha cerrado antes de lo previsto. El pecho de Joseph cae contra el cierre con un fuerte golpe. Casi de inmediato descargan sobre su espalda un sinfín de puñetazos; luego alguien le da la vuelta. Se encuentra, aturdido, de espaldas contra el cierre. Prueba a cubrirse sin conseguirlo.
Poppy le mete las manos detrás del cuello y, aferrándose a las barras del cierre metálico, lo inmoviliza. Empieza a darle cabezazos. Joseph intenta protegerse como puede pero aquellas manos lo tienen inmovilizado, no consigue quitárselo de encima. Siente cómo empieza a salirle sangre de la nariz y oye una voz de mujer que grita: «¡Basta, basta, dejadlo estar ya o lo mataréis!»
Debe de ser Annalisa, piensa. Joseph prueba a dar una patada pero no logra mover las piernas. Oye solo el ruido de los golpes. Casi han dejado de hacerle daño.
Luego llegan unos adultos, algunos transeúntes, la propietaria del bar. «Marchaos, fuera de aquí.» Alejan a aquellos matones a empujones, tirando de sus camisetas, de sus cazadoras, quitándoselos de encima. Joseph se agacha lentamente, apoya la espalda contra el cierre metálico, acaba sentado sobre un escalón. Su Vespa está ahí delante, en el suelo, como él. Tal vez el cofre lateral se haya abollado. ¡Qué lástima!
Siempre procuraba tener cuidado cuando salía por la puerta.
—¿Estás mal, muchacho? —Una atractiva señora se acerca a su cara. Joseph niega con la cabeza. El gorro de su madre está tirado en el suelo. Annalisa se ha marchado con los otros. Pero yo sigo teniendo tu gorro, mamá.
—Ten, bebe. —Alguien llega con un vaso de agua—. Traga lentamente. Qué desgraciados, qué gentuza, pero yo sé quién ha sido, son siempre los mismos. Esos vagos que se pasan el día aquí, en el bar.
Joseph bebe el último sorbo, da las gracias con una sonrisa a un señor que está junto a él y que vuelve a coger el vaso vacío. Desconocidos. Intenta levantarse pero las piernas parecen cederle por un momento. Alguien se da cuenta y se adelanta de inmediato para sostenerlo.
—¿Estás seguro que te encuentras bien, muchacho?
—Estoy bien, gracias. De verdad.
Joseph se sacude las perneras. De ellas sale volando un poco de polvo. Se seca la nariz con el suéter hecho jirones y exhala un profundo suspiro. Se coloca de nuevo el gorro y sube a la Vespa.
Un humo blanco y denso sale con un enorme ruido del silenciador. Se ha calado. La portezuela lateral derecha vibra más de lo habitual. Está abollada. Mete la primera y, mientras los últimos señores se alejan, suelta lentamente el freno. Sin volverse, parte con la moto.
Recuerdos.
Algo después, en casa. Joseph abre silenciosamente la puerta e intenta llegar hasta su habitación sin que lo oigan, pasando por el salón. Pero el parquet le traiciona: cruje.
—¿Eres tú, Joseph?
La silueta de su madre se dibuja en la puerta del estudio.
—Sí, mamá, me voy a la cama.
Su madre se adelanta un poco.
—¿Seguro que te encuentras bien?
—Que sí, mamá, estoy perfectamente.
Joseph trata de alcanzar el pasillo, pero su madre es más rápida que él. El interruptor del salón salta, iluminándolo. Joseph se detiene, como inmortalizado en una fotografía.
—¡Dios mío! ¡Kevin, ven enseguida!
Su padre acude de inmediato en tanto que la mano de su madre se acerca temerosa al ojo de Joseph.
—¿Qué te ha pasado?
—Nada, me he caído de la Vespa.
Joseph retrocede.
—¡Ay, mamá, me haces daño!
Su padre mira las otras heridas sobre los brazos, la ropa desgarrada, el gorro sucio.
—Di la verdad, ¿te han pegado?
Su padre siempre ha sido un tipo atento a los detalles. Joseph cuenta poco más o menos lo que ha pasado y, naturalmente, su madre, sin entender que a los dieciséis años existen ya ciertas reglas.
—Pero ¿por qué no les diste el gorro? Te habría hecho otro…
Su padre va al grano, saltando directamente a cuestiones de mayor importancia.
—Joseph, sé sincero, la política no tiene nada que ver, ¿verdad?
Llaman al médico de la familia, quien le da la clásica aspirina y lo manda a la cama. Antes de dormirse, Joseph decide: nadie le volverá a poner jamás las manos encima. Jamás, sin salir por ello malparado.
En el mostrador de la secretaría hay una mujer con el pelo de un color rojo intenso, la nariz un poco larga y los ojos saltones. No es, desde luego, lo que se dice una belleza.
—Hola, ¿te quieres inscribir?
—Sí.
—Bueno, sí, la verdad es que te puede venir bien —dice, indicando su ojo aún magullado y sacando un formulario de debajo de la mesa. Ni siquiera es simpática.
—¿Nombre?
—Joseph Jonas.
—¿Edad?
—Diecisiete, en julio, el 21.
—¿Calle?
—Francesco Benziacci, 39 —luego añade—: 3.2.9.27.14. —adelantándose de este modo a la pregunta siguiente. La mujer levanta la cara.
—El teléfono, ¿no? Solo para la ficha…
—Para ir a jugar a videopóquer no, desde luego.
Los ojos saltones se posan en él por un instante, luego acaban de completar la ficha.
—Son 145 euros, 100 por la inscripción y 45 por la mensualidad.
Joseph pone el dinero sobre el mostrador.
La mujer los introduce en una bolsa con cierre de cremallera, los mete en el primer cajón y después, tras haber apoyado un sello en un mojador embebido de tinta, da un golpe decidido sobre el carnet. Budokan.
—Se paga al principio de cada mes. Los vestuarios están en el piso de abajo. Por la noche cerramos a las nueve.
Joseph se vuelve a meter la cartera en el bolsillo, con el nuevo carnet en el compartimiento lateral y 145 euros menos.
—Toca, toca aquí, puro hierro. Pero qué hierro, ¡acero! —Lucone, un tipo macizo y bajo con la cara simpática, le enseña un bíceps grueso aunque poco definido.
—¿Todavía con esas historias? Pero si basta pincharte con una aguja para hacerte desaparecer.
Pollo se da una sonora palmada en el hombro.
—Esto sí que es real: sudor, dificultades, filetes, lo tuyo no es más que agua.
—Pero si eres un niño, un liliputiense.
—Para empezar me hago ya ciento veinte en el banco. ¿Cuándo cojones los harás tú?
—Ahora mismo. ¿Estás bromeando? Hago dos de esas como si nada, mira, ¿eh?
Lucone se coloca bajo la barra. Extiende los brazos, aferra el largo palo y lo alza decidido. Desciende lentamente y, mirando la barra que le queda a pocos centímetros del mentón, le da un fuerte empujón, haciendo fuerza con los pectorales.
—¡Uno!
Luego, sin perder el control, baja la barra, la apoya sobre el pecho y, a renglón seguido, la empuja de nuevo hacia arriba.
—¡Dos! Y si quiero puedo hacerlo aún con más peso.
Pollo no se lo hace repetir dos veces.
—¿De verdad? Entonces prueba con esta.
Antes de que Lucone pueda apoyar la barra sobre el soporte, Pollo introduce un pequeño disco lateral de dos kilos y medio. La barra empieza a doblarse hacia la derecha.
—Eh, ¿qué cojones haces? ¿Eres idiota…?
Lucone trata de sostenerlo pero, poco a poco, la barra comienza a descender.
Los músculos lo abandonan. La barra le cae de golpe sobre el pecho, pesadamente.
—Coño, quítamela de encima, me estoy ahogando.
Pollo se ríe como un loco.
—Yo puedo hacerlo hasta con dos discos más. ¿Qué dices ahora? ¿Te pongo uno solo y ya estás así? Hecho polvo, ¿eh? Empuja, venga, empuja… —le grita casi rozándole la cara—. ¡Empuja! —Más risas.
—¡Me lo quieres quitar de encima! —Lucone está completamente morado, un poco a causa de la rabia, pero también porque se está ahogando de verdad.
Dos muchachos más jóvenes, ocupados con un aparato cercano, se miran, sin saber muy bien qué hacer. Viendo que Lucone empieza a toser y que incluso haciendo unos esfuerzos bestiales no consigue quitarse la barra de encima, se deciden a ayudarlo.
Pollo está tumbado en el suelo, boca abajo. Ríe como un loco mientras aporrea el suelo de madera. Cuando se vuelve de nuevo hacia Lucone, con los ojos llenos de lágrimas, lo ve de pie delante de él. Los dos muchachos lo han liberado.
—¡Vaya! ¿Cómo cojones lo has hecho?
Pollo se apresura a poner pies en polvorosa, sin dejar de reírse y tropezando con una barra. Lucone lo sigue tosiendo.
—Para, que te mato. Te doy con un disco en la cabeza y te dejo aún más enano de lo que ya eres.
Se persiguen furiosamente por todo el gimnasio. Dan vueltas alrededor de los aparatos, se paran detrás de las columnas, echan a correr de nuevo. Pollo, tratando de detener a su amigo, le tira encima algunas barras. Algunos discos de goma rebotan pesadamente en el suelo. Lucone los esquiva, no se detiene ante nada. Pollo emboca la escalera que conduce a los vestuarios femeninos. Al pasar corriendo tropieza con una muchacha que acaba cayendo contra la puerta con un fuerte golpe.
El resto de ellas se están cambiando para la lección de aeróbic; desnudas, chillan como enloquecidas. Lucone se para en los últimos escalones, extasiado ante aquel panorama de mórbidas colinas, humanas y rosadas. Pollo se apresura a volver sobre sus pasos.
—Coño, apenas me lo puedo creer, esto es el paraíso.
—¡Idos al infierno!
Una muchacha con algo más de ropa encima que sus compañeras corren hacia la puerta cerrándola en sus propias narices. Los dos amigos permanecen en silencio por un instante.
—¿Has visto las tetas de la que estaba al fondo a la derecha?
—Porque la primera a la izquierda… ¿Harías ascos a un culo como ese?
Pollo coge del brazo a su amigo, sacudiendo la cabeza.
—Increíble, ¿eh? Qué voy a hacerle ascos… ¡No soy un mariquita como tú!
De este modo, después de aquella breve pausa erótica, vuelven a perseguirse.
Joseph abre el folio de su ficha, se la ha dado Francesco, el entrenador del gimnasio.
—Empieza con cuatro series de aberturas, sobre aquel banco. Coge pesas de cinco kilos, te tienes que ensanchar un poco, muchacho. Cuanto más gruesa sea la base, más podrás construir encima. —Joseph no se lo hace repetir dos veces.
Se extiende sobre el banco arqueado y empieza. Los hombros le hacen daño, esos pesos parecen enormes; hace algunos ejercicios laterales, desciende hasta tocar el suelo, luego vuelve a subir. Después, detrás de la cabeza. De nuevo. Cuatro series de diez, todos los días, todas las semanas. Pasadas las primeras, se siente ya mejor, los hombros dejan de hacerle daño, los brazos han aumentado ligeramente de volumen. Cambia la alimentación. Por la mañana un batido con proteínas en polvo, un huevo, leche, hígado de merluza. Para comer poca pasta, un filete casi crudo, levadura de cerveza y germen de trigo. Por la tarde al gimnasio. Siempre. Alternando los ejercicios, trabajando un día la parte de arriba y el otro la de abajo. Los músculos parecen enloquecidos. Descansan solo el domingo, como buenos cristianos. El lunes se empieza de nuevo. Engorda algún kilo, semana a semana, paso a paso. Se ha hecho amigo de Pollo y de Lucone, y de todos los demás que acuden al gimnasio.
Un día, dos meses después, entra el Siciliano.
—¿Quién hace algunas flexiones conmigo?
El Siciliano es uno de los primeros socios de Budokan. De complexión fuerte, nadie quiere competir con él.
—Coño, que no os he dicho que robéis un banco, solo quiero hacer unas cuantas flexiones.
Pollo y Lucone siguen con el entrenamiento en silencio. Con el Siciliano se acaba siempre por pelear. Si pierdes no se cansa de tomarte el pelo, si ganas, bueno, cualquiera sabe lo que te puede suceder. Nadie ha ganado nunca al Siciliano.
—Pero bueno, ¿es que no hay nadie en este gimnasio de mierda que quiera hacer flexiones conmigo?
El Siciliano mira en derredor.
—Yo.
Se da la vuelta. Joe está frente a él, el Siciliano lo mira de arriba abajo.
—OK, vamos allí.
Entran en una pequeña habitación. El Siciliano se quita la sudadera desenfundando unos pectorales enormes y unos brazos bien proporcionados.
—¿Estás listo?
—Cuando quieras.
El Siciliano se extiende en el suelo. Joe delante de él. Empiezan a hacer flexiones. Joe resiste todo lo que puede. Al final, destrozado, se derrumba en el suelo. El Siciliano hace otras cinco a gran velocidad, luego se levanta y da una palmadita a Joe.
—Estupendo, muchacho, no vas mal. Las últimas las has hecho todas con esta.
—Y le da amistoso una ligera palmada en la frente. Joe sonríe, no se ha burlado de él. Todos vuelven a sus ejercicios. Joe se masajea los músculos doloridos de los brazos. No ha ocurrido nada de especial: el Siciliano es mucho más fuerte que él, todavía es demasiado pronto.
_________________________
Pronto empezará todo... :¬w¬:
SandyJonas
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
Capítulo 5
Aquel día. Apenas ocho meses después.
Poppy y sus amigos están delante del café Fleming, ríen y bromean mientras
beben cerveza. Alguno come pizza, todavía humeante, lamiendo los bordes laterales
para evitar que chorree el tomate. Algún otro fuma un cigarrillo. Unas muchachas
escuchan divertidas la historia de un tipo que gesticula demasiado, contando la pelea
que ha tenido con su jefe: lo han despedido pero, finalmente, se ha dado el gusto. Le
ha roto todas las botellas del local, la primera, además, en un modo particular.
—¿Sabéis lo que hice? Me había tocado los huevos hasta tal punto que en lugar
del preaviso lo que hice fue darle un botellazo en la cabeza.
Annalisa también está allí. La noche de la paliza no llamó a Joseph, no hizo
nada por verlo. Pero no importa. Joe no es el tipo que sufre de soledad. Desde
entonces no ha vuelto a tener noticias de ninguno de ellos. Así que, un tanto
preocupado, es él el que va a buscarlos.
—Poppy, amigo mío, ¿cómo estás?
Poppy mira al tipo desconocido que le sale al encuentro. Le resulta familiar,
esos ojos, el color del pelo, las facciones de la cara, pero no consigue acordarse. Es de
complexión fuerte, tiene los brazos gruesos y un bonito tórax. Joe, viendo su mirada
interrogativa, le sonríe, tratando de hacerle sentir a sus anchas.
—Hace mucho que no nos vemos, ¿eh? ¿Cómo te va?
Joe rodea los hombros de Poppy con el brazo, amistosamente.
El Siciliano, Pollo y Lucone, encantados de acompañarlo, se meten en medio del
grupo. Annalisa, aún sonriente, se topa con la mirada de Joe. Es la única que lo
reconoce. La sonrisa, poco a poco, se borra de sus labios. Joe deja de mirarla y se
concentra totalmente en su amigo Poppy, quien sigue con los ojos clavados en él,
perplejo.
—Perdona, pero en este momento no me acuerdo.
—Pero ¡cómo es posible! —Joe le sonríe manteniendo el abrazo, como si se
tratara de dos viejos amigos que hace mucho tiempo que no se ven—. Me haces
sentir mal. Espera. Puede que te acuerdes de esto. —Saca el gorro del bolsillo de sus
vaqueros. Poppy mira aquel viejo gorro de lana, luego la cara sonriente de aquel tipo
robusto que lo abraza. Sus ojos, ese pelo. Claro. Es el memo al que dio una buena
tunda hace ya mucho tiempo.
—¡Coño! —Poppy prueba a deshacerse del brazo de Joe, pero la mano de él lo
aferra como un rayo por el pelo, bloqueándolo.
—Nos falla la memoria, ¿eh? Hola, Poppy. —Atrayéndolo hacia él, le da un
cabezazo bestial que le rompe la nariz. Poppy se inclina hacia delante, metiendo la
cabeza entre las manos. Joe le da una patada en la cara, con todas sus fuerzas.
Poppy retrocede casi con un salto y va a dar contra el cierre, produciendo un ruido
metálico.
Joe le salta encima en un abrir y cerrar de ojos, antes de que caiga al suelo lo
sujeta con una mano por la garganta. Con la derecha le asesta una serie de puñetazos,
golpeándolo de arriba abajo, sobre la frente, abriéndole la ceja, partiéndole el labio.
Da un paso hacia atrás y le asesta una patada en plena tripa que lo deja sin
respiración.
Algunos de los amigos de Poppy tratan de intervenir, pero el Siciliano se
apresura a impedirlo.
—Eh, calma, quédate donde estás y pórtate como se debe.
Poppy está en el suelo, Joe descarga sobre él un sinfín de patadas sobre el
pecho, en la tripa. Poppy prueba a acurrucarse, cubriéndose la cara, pero Joe es
inexorable. Lo golpea allí donde encuentra un espacio, luego empieza a pisotearlo
desde arriba. Levanta la pierna y descarga una patada con el tacón. Seca, con fuerza,
sobre la oreja, que se corta enseguida, sobre los músculos de las piernas, sobre las
caderas, casi saltándole encima, con todo su peso. Poppy, arrastrándose a cada golpe,
avanzando a saltos, pronuncia un patético: «¡Basta, basta, te lo suplico!»,
atragantándose con la sangre que, desde la nariz, le fluye directamente a la garganta,
y escupiendo aquel poco de saliva que le chorrea del labio ya completamente abierto
y sangrante. Joe se detiene. Recupera el aliento, dando pequeños saltos, mirando a
su enemigo tendido en el suelo, inmóvil, derrotado. Luego se da la vuelta de golpe y
se lanza sobre el rubito que tiene a sus espaldas. El mismo que, hace ocho meses, lo
sujetaba por detrás. Lo golpea con el codo en plena boca, arrojándose sobre él con
todo el peso de su cuerpo. Al tipo le saltan tres dientes. Los dos acaban en el suelo.
Joe le mete la rodilla entre los hombros. Una vez inmóvil, empieza a darle
puñetazos en la cara. Luego lo coge por el pelo y golpea con violencia la cabeza
contra el suelo. Dos fuertes brazos lo detienen de repente. Es Pollo. Lo alza,
sosteniéndolo por las axilas.
—Vamos, Joe, basta ya, vamos, vas a acabar con él.
También el Siciliano y Lucano se acercan. El Siciliano ha tenido ya algún que
otro problema más que los demás.
—Sí, vamos, es mejor. Puede que algún gilipollas haya llamado ya a la pasma.
Joe recupera el aliento, da media vuelta delante de los amigos de Poppy que lo
miran en silencio.
—¡Pedazos de mierda! —Y escupe a uno de ellos que está a su lado con un vaso de Coca‐Cola en la mano, acertándole de lleno en la cara. Pasa por delante de
Annalisa y le sonríe. Ella trata de corresponderle con algo de miedo, sin saber muy
bien qué hacer. Mueve imperceptiblemente el labio superior, lo que da lugar a un
extraño mohín. Joe y sus amigos montan sobre sus Vespas y se alejan. Lucone
conduce como un loco, llevando de paquete al Siciliano, gritan y se ladean arriba y
abajo, dueños de la carretera. Luego se acercan a Pollo, que lleva a Joe detrás.
—Coño, te podías haber tirado a la rubia… Esa no te decía que no.
—Qué exagerado eres, Lucone. Siempre tienes que hacerlo todo a la vez. Con
calma, ¿no? Hay que saber esperar. Cada cosa tiene su momento.
Aquella noche, Joe va a casa de Annalisa y sigue el consejo de Lucone.
Repetidas veces. Ella se excusa por no haberlo llamado antes, jura que lo siente, que
debería haberlo hecho pero que ha tenido muchas cosas que hacer. Annalisa lo llama
a menudo durante los días siguientes. Pero Joe está tan ocupado que ni siquiera
tiene tiempo de responder al teléfono.
____________________
CONTINUARÁ... :D
Aquel día. Apenas ocho meses después.
Poppy y sus amigos están delante del café Fleming, ríen y bromean mientras
beben cerveza. Alguno come pizza, todavía humeante, lamiendo los bordes laterales
para evitar que chorree el tomate. Algún otro fuma un cigarrillo. Unas muchachas
escuchan divertidas la historia de un tipo que gesticula demasiado, contando la pelea
que ha tenido con su jefe: lo han despedido pero, finalmente, se ha dado el gusto. Le
ha roto todas las botellas del local, la primera, además, en un modo particular.
—¿Sabéis lo que hice? Me había tocado los huevos hasta tal punto que en lugar
del preaviso lo que hice fue darle un botellazo en la cabeza.
Annalisa también está allí. La noche de la paliza no llamó a Joseph, no hizo
nada por verlo. Pero no importa. Joe no es el tipo que sufre de soledad. Desde
entonces no ha vuelto a tener noticias de ninguno de ellos. Así que, un tanto
preocupado, es él el que va a buscarlos.
—Poppy, amigo mío, ¿cómo estás?
Poppy mira al tipo desconocido que le sale al encuentro. Le resulta familiar,
esos ojos, el color del pelo, las facciones de la cara, pero no consigue acordarse. Es de
complexión fuerte, tiene los brazos gruesos y un bonito tórax. Joe, viendo su mirada
interrogativa, le sonríe, tratando de hacerle sentir a sus anchas.
—Hace mucho que no nos vemos, ¿eh? ¿Cómo te va?
Joe rodea los hombros de Poppy con el brazo, amistosamente.
El Siciliano, Pollo y Lucone, encantados de acompañarlo, se meten en medio del
grupo. Annalisa, aún sonriente, se topa con la mirada de Joe. Es la única que lo
reconoce. La sonrisa, poco a poco, se borra de sus labios. Joe deja de mirarla y se
concentra totalmente en su amigo Poppy, quien sigue con los ojos clavados en él,
perplejo.
—Perdona, pero en este momento no me acuerdo.
—Pero ¡cómo es posible! —Joe le sonríe manteniendo el abrazo, como si se
tratara de dos viejos amigos que hace mucho tiempo que no se ven—. Me haces
sentir mal. Espera. Puede que te acuerdes de esto. —Saca el gorro del bolsillo de sus
vaqueros. Poppy mira aquel viejo gorro de lana, luego la cara sonriente de aquel tipo
robusto que lo abraza. Sus ojos, ese pelo. Claro. Es el memo al que dio una buena
tunda hace ya mucho tiempo.
—¡Coño! —Poppy prueba a deshacerse del brazo de Joe, pero la mano de él lo
aferra como un rayo por el pelo, bloqueándolo.
—Nos falla la memoria, ¿eh? Hola, Poppy. —Atrayéndolo hacia él, le da un
cabezazo bestial que le rompe la nariz. Poppy se inclina hacia delante, metiendo la
cabeza entre las manos. Joe le da una patada en la cara, con todas sus fuerzas.
Poppy retrocede casi con un salto y va a dar contra el cierre, produciendo un ruido
metálico.
Joe le salta encima en un abrir y cerrar de ojos, antes de que caiga al suelo lo
sujeta con una mano por la garganta. Con la derecha le asesta una serie de puñetazos,
golpeándolo de arriba abajo, sobre la frente, abriéndole la ceja, partiéndole el labio.
Da un paso hacia atrás y le asesta una patada en plena tripa que lo deja sin
respiración.
Algunos de los amigos de Poppy tratan de intervenir, pero el Siciliano se
apresura a impedirlo.
—Eh, calma, quédate donde estás y pórtate como se debe.
Poppy está en el suelo, Joe descarga sobre él un sinfín de patadas sobre el
pecho, en la tripa. Poppy prueba a acurrucarse, cubriéndose la cara, pero Joe es
inexorable. Lo golpea allí donde encuentra un espacio, luego empieza a pisotearlo
desde arriba. Levanta la pierna y descarga una patada con el tacón. Seca, con fuerza,
sobre la oreja, que se corta enseguida, sobre los músculos de las piernas, sobre las
caderas, casi saltándole encima, con todo su peso. Poppy, arrastrándose a cada golpe,
avanzando a saltos, pronuncia un patético: «¡Basta, basta, te lo suplico!»,
atragantándose con la sangre que, desde la nariz, le fluye directamente a la garganta,
y escupiendo aquel poco de saliva que le chorrea del labio ya completamente abierto
y sangrante. Joe se detiene. Recupera el aliento, dando pequeños saltos, mirando a
su enemigo tendido en el suelo, inmóvil, derrotado. Luego se da la vuelta de golpe y
se lanza sobre el rubito que tiene a sus espaldas. El mismo que, hace ocho meses, lo
sujetaba por detrás. Lo golpea con el codo en plena boca, arrojándose sobre él con
todo el peso de su cuerpo. Al tipo le saltan tres dientes. Los dos acaban en el suelo.
Joe le mete la rodilla entre los hombros. Una vez inmóvil, empieza a darle
puñetazos en la cara. Luego lo coge por el pelo y golpea con violencia la cabeza
contra el suelo. Dos fuertes brazos lo detienen de repente. Es Pollo. Lo alza,
sosteniéndolo por las axilas.
—Vamos, Joe, basta ya, vamos, vas a acabar con él.
También el Siciliano y Lucano se acercan. El Siciliano ha tenido ya algún que
otro problema más que los demás.
—Sí, vamos, es mejor. Puede que algún gilipollas haya llamado ya a la pasma.
Joe recupera el aliento, da media vuelta delante de los amigos de Poppy que lo
miran en silencio.
—¡Pedazos de mierda! —Y escupe a uno de ellos que está a su lado con un vaso de Coca‐Cola en la mano, acertándole de lleno en la cara. Pasa por delante de
Annalisa y le sonríe. Ella trata de corresponderle con algo de miedo, sin saber muy
bien qué hacer. Mueve imperceptiblemente el labio superior, lo que da lugar a un
extraño mohín. Joe y sus amigos montan sobre sus Vespas y se alejan. Lucone
conduce como un loco, llevando de paquete al Siciliano, gritan y se ladean arriba y
abajo, dueños de la carretera. Luego se acercan a Pollo, que lleva a Joe detrás.
—Coño, te podías haber tirado a la rubia… Esa no te decía que no.
—Qué exagerado eres, Lucone. Siempre tienes que hacerlo todo a la vez. Con
calma, ¿no? Hay que saber esperar. Cada cosa tiene su momento.
Aquella noche, Joe va a casa de Annalisa y sigue el consejo de Lucone.
Repetidas veces. Ella se excusa por no haberlo llamado antes, jura que lo siente, que
debería haberlo hecho pero que ha tenido muchas cosas que hacer. Annalisa lo llama
a menudo durante los días siguientes. Pero Joe está tan ocupado que ni siquiera
tiene tiempo de responder al teléfono.
____________________
CONTINUARÁ... :D
Última edición por SandyJonas el Sáb 08 Oct 2011, 5:28 pm, editado 1 vez
SandyJonas
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
Oh... la historia de nuestro fortachudo Joe, me dolieron los golpes, lo admito! u.u
Espero ansiosa los siguientes capitulos,s eguila! :)
Espero ansiosa los siguientes capitulos,s eguila! :)
Camilita :)
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
Acabo de ver la película <3 y he llorado como una posesa.
En fin, me he enamorado :3
Me encanta la adaptación con Joe :D
Nueva lectora! :)
Sigue pronto :hi:
En fin, me he enamorado :3
Me encanta la adaptación con Joe :D
Nueva lectora! :)
Sigue pronto :hi:
Invitado
Invitado
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
ola soi nueva lectora...
WUAU ME ENKNTA...
SIGUE CON SGNT CAP XFA.......
WUAU ME ENKNTA...
SIGUE CON SGNT CAP XFA.......
jamileth
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
Bienvenidas a las nuevas lectoraas!!!! :D :hi:
En seguida os subo capítulo!!! =)
En seguida os subo capítulo!!! =)
SandyJonas
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
Capítulo 6
Una muchacha que vive por allí cerca enciende una radio portátil.
—¡Ciento nueve!
Schello, borracho ya, salta sobre la marquesina y, bailando en sus Clark de piel, sudadas y sin lazos, hace un intento de break. No funciona.
—¡Yuhuu! —Palmotea con fuerza—. Ciento diez.
—Atención, a continuación daremos la lista de los más sudados. En primer lugar está el Siciliano. Vistosas manchas bajo los sobacos y sobre la espalda, parece una fuente. Ciento once.
Joe, Hook y el Siciliano hacen un esfuerzo increíble. Los tres se alzan de nuevo, extenuados, congestionados y jadeantes.
—En nuestro Hit de sudados, Hook ocupa el segundo lugar. Como podéis apreciar, la espléndida camiseta Ralph Lauren ha cambiado de color. Yo diría que ahora es de un verde más bien descolorido, o quizá sea mejor describirlo como verde sudor.
Schello, agitando los puños junto al pecho, sigue con la cabeza el ritmo de la nueva canción que el disc‐jockey ha presentado en la radio como el éxito del año: Sere nere. Hace una pirueta y continúa.
—¡Ciento doce! Y, naturalmente, el último es Joe… Casi perfecto, el pelo ligeramente despeinado aunque, al llevarlo tan corto apenas si se le nota… —Schello se inclina para mirarlo mejor, luego se incorpora de golpe, llevándose las manos a la cara.
—¡Increíble, he visto una gota pero os puedo asegurar que era solo una! ¡Ciento trece!
Joe desciende, siente que le escuecen los ojos. Algunas gotas de sudor le resbalan por las sienes y se rompen entre las pestañas, derramándose como un molesto colirio. Cierra los ojos, siente los hombros doloridos, los brazos hinchados, las venas latiendo, empuja hacia delante y, lentamente, asciende de nuevo. «¡Sííí!»
Joe mira en derredor. El Siciliano también lo está consiguiendo. Extiende completamente los brazos, alcanzándolo. Solo falta Hook.
Joe y el Siciliano miran a su amigo‐enemigo subir temblando y resoplando, centímetro a centímetro, un instante tras otro, mientras los gritos arrecian abajo.
—¡Hook, Hook, Hook…!
Hook, como paralizado, se detiene repentinamente; tembloroso, sacude la cabeza.
—Ya no puedo más.
Permanece inmóvil por un momento, y ese es su último pensamiento. Se desploma de golpe, con el tiempo justo de doblar la cabeza. Cae con todo su peso sobre el suelo de mármol.
—¡Ciento catorce!
Joe y el Siciliano bajan veloces, frenando solo al final de la flexión, luego vuelven a subir deprisa, como si hubieran encontrado nuevas fuerzas, nuevas energías. Ser el único en llegar a la meta. O el primero o nada.
—¡Ciento quince! —Vuelven a bajar.
El ritmo aumenta. Como si fuera consciente de ello, Schello se calla.
—¡Ciento dieciséis! —Uno tras otro, se limita a pronunciar solo los números.
Rápido. Esperando a que estén arriba para dar el sucesivo.
—¡Ciento diecisiete! —Y de nuevo abajo.
—¡Ciento dieciocho! —Joe aumenta todavía, resoplando.
—¡Ciento diecinueve! —Baja y, de nuevo, sube, sin detenerse. El Siciliano lo sigue, esforzándose, gimiendo, enrojeciendo más y más.
—Ciento veinte, ciento veintiuno. ¡Increíble, tíos! —Todos han dejado de hablar.
Abajo reina el silencio de los grandes momentos.
—Ciento veintidós. —Solo la música como fondo—. Ciento veintitrés…
Luego el Siciliano se para a mitad, empieza a chillar, como si algo dentro de él lo estuviera desgarrando.
Joe, desde lo alto de su flexión, lo mira. El Siciliano se ha quedado como bloqueado. Tiembla y jadea gritando, pero sus brazos hacen caso omiso, han dejado de escucharlo. Entonces grita por última vez, como una bestia herida a la que arrancan un trozo de carne. Su récord. E, inexorablemente, poco a poco, empieza a bajar. Ha perdido. De abajo se eleva un grito. Alguien destapa una cerveza.
—¡Síííí, aquí tenemos al nuevo ganador, Joe!
Schello se acerca alegre pero Joe sacude la cabeza.
Como obedeciendo a aquel gesto, en la plaza se hace de nuevo el silencio.
Desde abajo, en la radio, casi una señal del destino: una canción de Springsteen, Iʹm going down. Joe sonríe para sus adentros, se lleva la mano izquierda a la espalda y acto seguido baja con una mano sola, gritando.
Roza el mármol, lo mira con los ojos abiertos de par en par y luego vuelve a subir, temblando y empujando solo con la derecha, con toda su fuerza, con toda su rabia. Un rugido de liberación sale de su garganta.
—¡Síííí!
Ahí donde no ha llegado su fuerza, llega su voluntad. Se detiene, tendido hacia delante, con la frente alzada hacia el cielo, como una estatua bramando contra la oscuridad de la noche, la belleza de las estrellas.
—¡Yuhuu!
Schello grita enloquecido. En la plaza se produce un estallido en respuesta a aquel grito: ponen en marcha las motos y las Vespas, tocan las bocinas, chillan. Pollo empieza a dar patadas al cierre metálico del quiosco.
Lucone tira una botella de cerveza contra un escaparate. Las ventanas de los edificios cercanos se abren. Una alarma lejana empieza a sonar. Viejas en camisón salen a los balcones, gritando preocupadas: «¿Qué pasa?» Alguien les grita que se callen. Una señora amenaza con llamar a la policía. Como por encanto, todas las motos se mueven. Pollo, Lucone y los otros suben a ellas deprisa, saltando sobre los sillines, mientras los silenciadores sueltan un humo blanco. Alguna lata sigue haciendo ruido al rodar, las muchachas se van todas a casa. Maddalena está aún más enamorada.
Hook se acerca a Joe.
—Coño, bonito desafío, ¿eh?
—Nada mal.
También el resto de las motos se ponen a su lado, ocupando toda la calle, indiferentes a los coches que pitan mientras pasan junto a ellos veloces. Schello se pone de pie sobre su destartalada Vespa.
—Me han dicho que hay una fiesta en la Cassia. En el 1130. Es uno de esos edificios rodeados de jardín.
—Pero ¿nos dejarán entrar?
—Conozco a una que está invitada —le asegura Schello.
—¿Y quién es?
—Francesca.
—Venga, ¿has salido con ella?
—Sí.
—Entonces no nos dejarán entrar.
Riéndose, reducen casi todos al mismo tiempo. Frenando y haciendo chirriar las ruedas, giran a la izquierda. Alguno hace el caballito, a todos resulta indiferente el rojo. De este modo, embocan la Cassia a toda velocidad.
Una muchacha que vive por allí cerca enciende una radio portátil.
—¡Ciento nueve!
Schello, borracho ya, salta sobre la marquesina y, bailando en sus Clark de piel, sudadas y sin lazos, hace un intento de break. No funciona.
—¡Yuhuu! —Palmotea con fuerza—. Ciento diez.
—Atención, a continuación daremos la lista de los más sudados. En primer lugar está el Siciliano. Vistosas manchas bajo los sobacos y sobre la espalda, parece una fuente. Ciento once.
Joe, Hook y el Siciliano hacen un esfuerzo increíble. Los tres se alzan de nuevo, extenuados, congestionados y jadeantes.
—En nuestro Hit de sudados, Hook ocupa el segundo lugar. Como podéis apreciar, la espléndida camiseta Ralph Lauren ha cambiado de color. Yo diría que ahora es de un verde más bien descolorido, o quizá sea mejor describirlo como verde sudor.
Schello, agitando los puños junto al pecho, sigue con la cabeza el ritmo de la nueva canción que el disc‐jockey ha presentado en la radio como el éxito del año: Sere nere. Hace una pirueta y continúa.
—¡Ciento doce! Y, naturalmente, el último es Joe… Casi perfecto, el pelo ligeramente despeinado aunque, al llevarlo tan corto apenas si se le nota… —Schello se inclina para mirarlo mejor, luego se incorpora de golpe, llevándose las manos a la cara.
—¡Increíble, he visto una gota pero os puedo asegurar que era solo una! ¡Ciento trece!
Joe desciende, siente que le escuecen los ojos. Algunas gotas de sudor le resbalan por las sienes y se rompen entre las pestañas, derramándose como un molesto colirio. Cierra los ojos, siente los hombros doloridos, los brazos hinchados, las venas latiendo, empuja hacia delante y, lentamente, asciende de nuevo. «¡Sííí!»
Joe mira en derredor. El Siciliano también lo está consiguiendo. Extiende completamente los brazos, alcanzándolo. Solo falta Hook.
Joe y el Siciliano miran a su amigo‐enemigo subir temblando y resoplando, centímetro a centímetro, un instante tras otro, mientras los gritos arrecian abajo.
—¡Hook, Hook, Hook…!
Hook, como paralizado, se detiene repentinamente; tembloroso, sacude la cabeza.
—Ya no puedo más.
Permanece inmóvil por un momento, y ese es su último pensamiento. Se desploma de golpe, con el tiempo justo de doblar la cabeza. Cae con todo su peso sobre el suelo de mármol.
—¡Ciento catorce!
Joe y el Siciliano bajan veloces, frenando solo al final de la flexión, luego vuelven a subir deprisa, como si hubieran encontrado nuevas fuerzas, nuevas energías. Ser el único en llegar a la meta. O el primero o nada.
—¡Ciento quince! —Vuelven a bajar.
El ritmo aumenta. Como si fuera consciente de ello, Schello se calla.
—¡Ciento dieciséis! —Uno tras otro, se limita a pronunciar solo los números.
Rápido. Esperando a que estén arriba para dar el sucesivo.
—¡Ciento diecisiete! —Y de nuevo abajo.
—¡Ciento dieciocho! —Joe aumenta todavía, resoplando.
—¡Ciento diecinueve! —Baja y, de nuevo, sube, sin detenerse. El Siciliano lo sigue, esforzándose, gimiendo, enrojeciendo más y más.
—Ciento veinte, ciento veintiuno. ¡Increíble, tíos! —Todos han dejado de hablar.
Abajo reina el silencio de los grandes momentos.
—Ciento veintidós. —Solo la música como fondo—. Ciento veintitrés…
Luego el Siciliano se para a mitad, empieza a chillar, como si algo dentro de él lo estuviera desgarrando.
Joe, desde lo alto de su flexión, lo mira. El Siciliano se ha quedado como bloqueado. Tiembla y jadea gritando, pero sus brazos hacen caso omiso, han dejado de escucharlo. Entonces grita por última vez, como una bestia herida a la que arrancan un trozo de carne. Su récord. E, inexorablemente, poco a poco, empieza a bajar. Ha perdido. De abajo se eleva un grito. Alguien destapa una cerveza.
—¡Síííí, aquí tenemos al nuevo ganador, Joe!
Schello se acerca alegre pero Joe sacude la cabeza.
Como obedeciendo a aquel gesto, en la plaza se hace de nuevo el silencio.
Desde abajo, en la radio, casi una señal del destino: una canción de Springsteen, Iʹm going down. Joe sonríe para sus adentros, se lleva la mano izquierda a la espalda y acto seguido baja con una mano sola, gritando.
Roza el mármol, lo mira con los ojos abiertos de par en par y luego vuelve a subir, temblando y empujando solo con la derecha, con toda su fuerza, con toda su rabia. Un rugido de liberación sale de su garganta.
—¡Síííí!
Ahí donde no ha llegado su fuerza, llega su voluntad. Se detiene, tendido hacia delante, con la frente alzada hacia el cielo, como una estatua bramando contra la oscuridad de la noche, la belleza de las estrellas.
—¡Yuhuu!
Schello grita enloquecido. En la plaza se produce un estallido en respuesta a aquel grito: ponen en marcha las motos y las Vespas, tocan las bocinas, chillan. Pollo empieza a dar patadas al cierre metálico del quiosco.
Lucone tira una botella de cerveza contra un escaparate. Las ventanas de los edificios cercanos se abren. Una alarma lejana empieza a sonar. Viejas en camisón salen a los balcones, gritando preocupadas: «¿Qué pasa?» Alguien les grita que se callen. Una señora amenaza con llamar a la policía. Como por encanto, todas las motos se mueven. Pollo, Lucone y los otros suben a ellas deprisa, saltando sobre los sillines, mientras los silenciadores sueltan un humo blanco. Alguna lata sigue haciendo ruido al rodar, las muchachas se van todas a casa. Maddalena está aún más enamorada.
Hook se acerca a Joe.
—Coño, bonito desafío, ¿eh?
—Nada mal.
También el resto de las motos se ponen a su lado, ocupando toda la calle, indiferentes a los coches que pitan mientras pasan junto a ellos veloces. Schello se pone de pie sobre su destartalada Vespa.
—Me han dicho que hay una fiesta en la Cassia. En el 1130. Es uno de esos edificios rodeados de jardín.
—Pero ¿nos dejarán entrar?
—Conozco a una que está invitada —le asegura Schello.
—¿Y quién es?
—Francesca.
—Venga, ¿has salido con ella?
—Sí.
—Entonces no nos dejarán entrar.
Riéndose, reducen casi todos al mismo tiempo. Frenando y haciendo chirriar las ruedas, giran a la izquierda. Alguno hace el caballito, a todos resulta indiferente el rojo. De este modo, embocan la Cassia a toda velocidad.
Última edición por SandyJonas el Dom 09 Oct 2011, 7:26 am, editado 1 vez
SandyJonas
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
Nueva lectora!!! :P A Joe le va perfecto el papel de chico malo y sexy :twisted:
Siempre quise leer esta nove pero nunca la encontre
SEGUILA! :D
Patu
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
Bienvenida la nueva lectoraa!! :hug:
Ahora mismito subo cap!! =)
Ahora mismito subo cap!! =)
SandyJonas
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